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Obras

Mauricio Bacarisse

Jordi Gracia (pr.)



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ArribaAbajo Mauricio Bacarisse o el arte de la reticencia

AL POETA Y NOVELISTA Mauricio Bacarisse le faltó la suerte casi todos los días de su vida. Murió enfermo con treinta y seis años, en 1931, apenas quince días después de la muerte de su padre y unas horas antes de que un jurado le concediera el Gran Premio Nacional de Literatura. Había publicado tres poemarios, algunos pocos artículos y reseñas, una novela breve y una excelente novela larga, Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, que apareció póstuma y fue muy pronto olvidada. Al autor le sucedió lo mismo que a la novela, y al cabo de pocos años casi nadie se acordaba de él. Cuando la catástrofe se lo llevó todo por delante en 1936, algún exiliado quiso encontrarle un sitio entre los escritores de una Edad de Plata destruida, por mucho que casi todos sus amigos de los años veinte estuvieran en el lado franquista: Gerardo Diego, Eugenio Montes, Tomás Borrás, Samuel Ros, José María Alfaro...

Sin embargo, de Bacarisse se acordó muy especialmente Juan José Domenchina, que no estuvo con Franco. Las líneas que le dedicó en la revista Romance en 1941 destilan una suerte de irritación con el destino de un escritor descolgado de la historia literaria por una muerte prematura, como habría de suceder a algunos autores más, como Fernando Villalón o Tomás Morales. Ninguno de los tres ha encontrado hasta tiempos recientes, y al hilo de motivaciones diversas, alguna forma de rehabilitación histórica más justa que el puro y terco olvido. Diez años después de la muerte de Bacarisse, Domenchina confesaba que muy pocos «le perdonaron su opulenta y concluyente plástica verbal y sus dotes intelectuales. Tras el pasajero renombre que alcanzó con algunos de los poemas insertos en su obra inicial, quedó al margen, acerbamente resentido por la injusta indiferencia de la crítica. Los más jóvenes se obstinaban en no ver en Bacarisse sino al autor de El   —XII→   paraíso desdeñado, su libro menos feliz. Ceguedad simulada. Mezquindad de espíritu. Pero lo que es es, a despecho de hostilidades y esquiveces»2.

Van en esas líneas unas cuantas cosas que veremos más tarde con alguna calma, pero Domenchina no iba a ser el único en aludir al resentimiento de Bacarisse. Uno de los testigos y compinches de primera hora fue César González-Ruano, que lo evoca en sus memorias con el sesgo canalla usual. Debió de atravesársele la distancia vagamente irónica del personaje, a quien «encontró suficientemente insoportable y como resentido». Otro viejo conocido, Rafael Cansinos Assens, había entablado con él alguna polémica pública con trasfondo de rivalidades ajenas. Incluso un buen amigo como Ramón Gómez de la Serna no calló la suspicacia de carácter de Bacarisse cuando hizo la primera presentación de la tertulia de Pombo, allá por 1918: «Se ve que tiene un gran amor propio -justificado- y hay que tener cuidado con él. Toda la cortesía es poca con su figura vestida de cortesía»3.

No quiero desdeñar el resentimiento como vía de acceso a un escritor que anduvo en la cuerda floja del arte nuevo, no hizo nunca una declaración de vanguardismo integral, mantuvo las distancias con los nuevos grupos literarios y estuvo siempre a un tris de todo, pero allí se quedó, en esa frontera difusa entre la severa dignidad del hombre y el ensueño iluso del escritor reconocido. La ironía más negra de todas fue la concesión del Premio Nacional de Literatura a su novela Los terribles amores de Agliberto y Celedonia en 1931, apenas unas horas después del fallecimiento del autor. Jorge Guillén le escribe alertado por no haber visto en la prensa la confirmación del rumor y Juan José Domenchina, que es miembro del jurado, le escribe unos días antes de hacer público el nombre del ganador: «Espero que muy pronto le podré dar, con un abrazo, una enhorabuena de corazón. ¿Entendido?». Murió antes de saber que el premio le había sido concedido. A Juan Ramón le pareció «lamentable que el jurado [...] no se haya decidido a premiar su novela hasta saber que se había muerto, y ridículo que hayan dado una nota diciendo que se han enterado después del fallo, pues todos sabemos que no es cierto». Aquella convocatoria había sido algo irregular   —XIII→   porque su gestor y fundador, Gabriel Miró, había muerto seis meses antes, y transitoriamente las cosas corrieron a cargo de Ramón Pérez de Ayala. De hecho, incluso el manuscrito de Bacarisse había llegado a las oficinas del Ministerio de Instrucción Pública el último día de un plazo que había sido ya prorrogado excepcionalmente por tres semanas, de acuerdo con las reclamaciones de «muchos escritores», según documenta Robert Coale. Con Juan José Domenchina estuvieron en el jurado también José María Salaverría, José María de Cossío, Claudio de la Torre -premiado en una convocatoria anterior- y Nicolás González Ruiz4.

Cuando Domenchina recuerda en Romance a Bacarisse protesta por la mala fortuna de un escritor que no se integró en los circuitos de la política literaria de su tiempo, o no lo hizo con acierto. El propio Juan Ramón se extraña tras su muerte de que sea el único poeta joven que no llegó a tratar, cuando además había pensado en «hacer su retrato», pues «le gusta recordar a estos poetas un poco olvidados, pero que tienen interés, y darles esta muestra de consideración». El arte de la reticencia de Bacarisse tiene que ver en gran medida con una suerte de resorte personal que lo inhibe un momento antes de comprometer su propia independencia, y el modelo de conducta de Ramón, en este sentido, estaba muy próximo a Bacarisse. Ese es, además, asunto central de su mejor novela, terminada tan apuradamente en octubre de 1930 (pero prologada en diciembre de ese mismo año). Está también, sin embargo, en una anotación temprana e inédita del autor. Bacarisse parece sentirse, en un texto de enero de 1917 -tiene veintidós años-, felizmente irresoluto entre el compromiso y la inhibición, como si no quisiera perder ninguno de los dos placeres. Termina en esas fechas uno de sus múltiples episodios sentimentales y la confidencia rebosa el peor romanticismo trasnochado, puré de folletín, pero da también una clave cierta del personaje: «Quisiste arrodillarte a mis plantas. Impasible, preferí perderte para siempre.   —XIV→   Y sentía, sincrónico con el sollozar de la catástrofe, el deleite inefable de inhibirme». Posiblemente fue ese el destino de un escritor que anduvo en los grupos, las tertulias, las publicaciones y los medios que hubiesen podido hacer de su nombre otra cosa que también abolió la muerte prematura. Casi nadie recordaría ya que Bacarisse fue el hombre de la gabardina blanca en la foto generacional del Ateneo de Sevilla en homenaje a Góngora, en 19275.


Una gabardina blanca

¿Cuándo habrá de terminar esta fascinación moderna por la desmemoria? ¿Hasta dónde seguiremos hurgando en el pasado para rehabilitar nombres olvidados? Quizá buscamos alivio a la previsibilidad del presente, o somos muy suspicaces ante los relatos oficiales del pasado. Me he ido haciendo estas consideraciones al repensar el caso de Mauricio Bacarisse en el contexto de la cultura española de la Edad de Plata, aun cuando Bacarisse apenas viviese como escritor algo más que una década de ella. Pero cuánto sorprende comprobar que en su breve biografía intelectual se cruzan algunos de los conflictos y algunos de los espejismos estéticos más fascinantes, todavía hoy, de entonces, y entre ellos la búsqueda tenaz y jovial de modelos nuevos para la novela. Domingo Ródenas ha dado pasos decisivos en los últimos años para prestar las mejores herramientas de lectura de aquella narrativa inventiva, distinta, modernista, y nadie puede hoy dejar de saber que la prosa novelesca vivió su propio ciclo de experimentación y ratificación en pocos años y con algunos aciertos plenos. Tanto para Ródenas como para José-Carlos Mainer, la novela de Bacarisse está entre las más apreciables de aquel período y sin duda entre las peor tratadas. Ródenas es autor de nuestro mejor ensayo sobre la novela de vanguardia, Los espejos del novelista, y la segunda mitad del libro se ocupa de libros de Jarnés y de Espina. Es probable, sin embargo, que el lector ignore que la tesis doctoral que originó aquel libro tenía también un extenso capítulo de cuarenta páginas sobre la obra narrativa de Bacarisse y particularmente   —XV→   sobre su rarísima y seductora novela Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Allí no calla, ni lo ha hecho en otros lugares de su bibliografía, su aprecio por el escritor, y no es este mal principio para preguntarse por ese nombre malogrado y sonoro, de raíz francesa, y que además ha tendido a ser confundido con el de su primo Salvador Bacarisse, músico que comparte aficiones artísticas y estéticas con el escritor. Colaboran en algunos proyectos y coinciden incluso en algunos azares de la vida; ambos fueron, por ejemplo, Premio Nacional de Literatura y Música respectivamente en los años treinta. Salvador Bacarisse había de fundar el Grupo de los Ocho en la Residencia de Estudiantes de 1930, con Gustavo Pittaluga, Rodolfo y Ernesto Halffter, etc., y compuso alguna obra con el escándalo seguido, como Heraldos -del mismo año 1923 del Retablo de maese Pedro, de Manuel de Falla-. Contribuyó a la incorporación de la música moderna a España, también a través de su trabajo en Unión Radio (y allí ha de mandarle Gerardo Diego la segunda edición de su Antología de poesía, en 1934...). El amor brujo se había estrenado en 1925 con Antonia Mercé, La Argentina, lo que animó a seguir buscando formas de colaboración con ella. En las cartas entre los dos Bacarisse, que ha publicado Roberto Pérez, se adivina la tutela de Salvador orientando estéticamente otros posibles encargos para Antonia Mercé, como el ballet Corrida de feria, con música de Salvador. Y aunque Gómez de la Serna confiesa en Automoribundia que Salvador Bacarisse no se atrevió a estrenar en Buenos Aires su ópera Charlot, los acuerdos entre compositores, poetas, pintores no fueron nada extraños entonces como no lo son hoy tampoco. El chileno Vicente Huidobro, que habrá de reaparecer en estas páginas, llegó a comprometer con Diaguilev el libreto Football, con música de Stravinski y decorados de los Delaunay. Los dos habían estado al corriente del decorado de la sala de La Parisina que iba a celebrar la fiesta ultraísta de 1921, y que acabó haciendo Daniel Vázquez Díaz.6

El lector curioso que hoy quiera saber algo de Bacarisse no lo tiene fácil. Para su perfil biográfico acudirá casi inevitablemente al prólogo que antepuso Roberto Pérez a la Poesía completa que editó hace quince años la editorial Anthropos. Sus cincuenta   —XVI→   páginas extractan una tesis doctoral dirigida en la Universidad de Barcelona por Joaquín Marco y son lo más fiable y completo que se ha publicado sobre el autor, junto con el artículo de Pedro Carrero Eras en Ínsula, en enero de 1991, que también sintetiza su propia tesis doctoral. En el año 1989, la editorial valenciana Mestral reimprimió su novela Los terribles amores... y desde entonces poco más cabe decir, fuera de la obra inédita, pero muy secundaria, que ha ido rescatando en diversos artículos Roberto Pérez: cartas de Ramón Gómez de la Serna o su primo Salvador, un drama de algún interés, inédito y muy temprano, Sufragismo (1917), guiones de ballet y alguna otra pieza muy menor.

Había sido contertulio casi adolescente de Emilio Carrere, con quien estaba emparentado, pero los versos de su primer poemario, El esfuerzo, en 1917, los dedica a su amigo Enrique Díez-Canedo; habían ido apareciendo primero en las páginas de España, El Liberal o El Imparcial. Es compañero de aventura del ultraísmo de Guillermo de Torre desde 1918, aunque se acerca en seguida al creacionismo de Vicente Huidobro; es hombre de confianza de Ramón y publica en las revistas del ultraísmo entre 1919 y 1923 -Cosmópolis, Ultra, Papel de Aleluyas-, aunque casi siempre como traductor de poesía. Los versos de su segundo libro de poemas, El paraíso desdeñado, ya de 1928, serán todos inéditos en un libro que va contra los aires de la vanguardia, a excepción del largo poema final que le adjuntó, «De profundis», aparecido antes en Alfar en 1926. Todavía su tercer libro de poemas, Mitos, que aparece dos años después, es también reticentemente vanguardista hasta en la dedicatoria -que es a Valle-Inclán-. Sin embargo, los poemas habían pasado antes por las páginas de Revista de Occidente, Mediodía y Tobogán, las tres ya de la vanguardia posterior al ultraísmo, aunque también rescató en ese libro poemas publicados años atrás -algunos de 1918 o 1920- en El Liberal, El Imparcial o, sobre todo, España.

Desde el mismo 1923 se lee su prosa crítica y ensayística en la Revista de Occidente, hasta que se enemista con Fernando Vela, en 1927, el mismo año de una novelita sentimental, Las tinieblas floridas, que publica La Novela Mundial, y ajena por entero a la nueva narrativa que edita la colección «Nova novorum» y donde escriben Benjamín Jarnés o Pedro Salinas. Sin embargo, ese mismo año 1927 da cuatro capítulos a cuatro revistas distintas de la novela que Vela ha rechazado para «Nova novorum», y que es el primer borrador de Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Las revistas   —XVII→   esta vez también son de innegable pedigrí vanguardista y moderno, porque son Mediodía, Verso y prosa, Papel de Aleluyas y La Gaceta Literaria. Hasta octubre de 1930 no habrá de terminar la versión extensa de Los terribles amores, pero el prólogo lo fecha en diciembre, dos meses antes de morir.

Lo que puede resultar hoy más chocante es la presencia casi rutinaria de Bacarisse en avatares importantes de las letras españolas de los años veinte. En casi todos ellos está involucrado un autor que seguirá siendo menor y sin embargo dio de sí algunos valiosos poemas exploratorios y una de las más originales, irónicas y sabias novelas de la década, Los terribles amores. Es comparable a cualquiera de las mejores de Jarnés: tan jocosamente burlona como invenciblemente cómplice de los requisitos del nuevo arte narrativo, de acuerdo con el patrón orteguiano de «Nova novorum»: aquellas famosas novelitas de sutilezas que exasperaban las ganas de brega humana y razón histórica de escritores como Ramón J. Sender.

Su obra de poeta se desarrolla poco más o menos que en el arco de creación que ocupó a Jorge Guillén la redacción de Cántico, cuyo subtítulo fue en la primera edición 1919-1928. Es por tanto el albor de las formas vanguardistas en España, allá por la inmediata posguerra mundial y las primeras escaramuzas entre gentes muy jóvenes y con vocación capitana. Hacia 1917, Bacarisse llevaba ya un par de años de asistencia regular a algunas tertulias, entre ellas la de Eugenio Noel -allí lo recuerda González Ruano, por ejemplo-, o la de Valle-Inclán, pero donde fijó plaza fue cerca de Gómez de la Serna. El tenebroso cuadro de Solana, con Bacarisse sentado a la izquierda de Ramón, se colgó en la cripta en diciembre de 1920. Para entonces, Bacarisse se había editado ya su primer poemario, El esfuerzo, y no perdió hasta el final de su vida la estrecha amistad con Ramón y otros jóvenes poetas, entre los que estuvo Francisco Vighi. Los retrata en un poema, «Tertulia de Pombo», no sé si voluntariamente epitomizados en el verso final y desolado, «cucarachas bajo el diván», cuando han discutido «sin fin / sobre si es ultraísta Valle-Inclán», que era tío del propio Vighi, y se escuchan en el poema, mezclados, los gritos de Juan José Llovet y el silencio de Bacarisse, y se ve a Solana, Lasso de la Vega o Claudio de la Torre7. En octubre de   —XVIII→   1930, tantos años después, Bacarisse le dedicó a Ramón Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, y seguramente no había perdido el todavía joven Bacarisse el mismo perfil que de él trazó Ramón para el primer Pombo. Quizá pudo acentuársele la amargura o el sordo resentimiento que iría haciendo mella en el ánimo de un escritor distante, frío, vagamente displicente con la buena sociedad literaria y las zalemas retribuidas. Ramón lo describe adusto y concentrado, silencioso, lo tiene por hombre hipersensible y algo más que suspicaz: «Con un alma indomable y a la vez mucho más estudiosa que la de un héroe de Victor Hugo, y ha sido procesado por una poesía llorando a las mujeres que mató en Málaga la fuerza pública, y clama contra muchas cosas, y llora en los arrabales, y odia las oficinas».

Era verdad que un poema aparecido en España en 1918, «Mujeres muertas», había suscitado las iras de la Guardia Civil, con juicio incluido y fallo absolutorio; era verdad también que su primer libro, El esfuerzo, iba muy repujado de citas de filósofos, pensadores y alguna pedantería exenta, y era verdad, por fin, que en esos años trabajaba, y seguiría trabajando desde 1911 hasta 1929, como agente de seguros de la compañía La Unión y el Fénix. Otro joven de entonces, Tomás Borrás, anduvo con ellos por los mismos cafés y cafetines, y confiaba plenamente en el futuro de Bacarisse. Su primer libro, Noveletas, de 1924, incluye un prólogo que ha citado Mechtild Albert recientemente en un estudio sobre el fascismo español: «Creo en las nuevas sensibilidades de España, en los hombres que señalarán la cultura y la calidad de nuestra generación», y entre ellos cuenta a Bacarisse, con José Bergamín, que es contertulio de Pombo en los tiempos de Solana, y Antonio Marichalar, que apenas ha hecho por entonces más que un par de estupendos folletos8.

Otro futuro y temible fascista, Guillén Salaya, lo evocó también entre los alborotadores ultraístas de 1920 y el festival de La Parisina, en enero de 1921. No era aquel un lugar literario, ni poético, ni artístico, sino una suerte de antro de juego y copuzos perfectamente inapropiado para dar la buena nueva de la poesía ultra. Pero precisamente allí se celebró la velada literaria, para consternación de los «habituales del casino [que] andaban por las salas de baile y juego despavoridos, como si de pronto   —XIX→   unos seres extraños, que decían cosas incomprensibles, unos auténticos marcianos, hubieran caído a la tierra...», según escribe Salaya. Y más de medio siglo después, el novelista Antonio Orejudo hizo decir a un personaje: «¿Sabe usted lo que era La Parisina? El casino más famoso de la ciudad. Las crupieres llevaban el pecho descubierto para distraer la mirada de los jugadores, y poder, así, hacer trampas. Pocos sitios eran tan populares como La Parisina», aunque el mismo personaje ha dicho hace solo un momento que eso sucedía «antes de que el fascismo se comiera nuestras vidas».

Uno de los muchos que participaron en aquella fiesta de poetas y artistas fue Juan González Olmedilla, y entre las provocaciones de Juan José Llovet y de Xavier Bóveda parece que todo terminó con algún desmayo de dama entre poemas cruzados con alcohol y jarana. Olmedilla había prologado la Ofrenda de España a Rubén Darío, que había muerto en 1916, y en la que había participado el propio Bacarisse con el poema «La Adonia del poeta», incorporado en 1917 a El esfuerzo con el título «La Adonia de Rubén Darío».

Y es que esos años han sido para Bacarisse de devoción rendidamente rubeniana: «Todos estábamos borrachos de su luz», declararía en un periódico de 1929, y muchos de los poemas que desembocan en El esfuerzo llevan a medias el sello de Rubén Darío con el de un Valle-Inclán ahumado, y fechas de 1912 en adelante9. Sin embargo, la idea de la poesía que ha ido fraguando la temprana biografía de Bacarisse no obedece con exactitud a ninguno de esos rasgos aislados. Quizá toda ella es deudora de dos ingredientes básicos y muy elementales: la búsqueda de salidas al modernismo y la complicidad con el gesto de las vanguardias. Su mejor cauce, personal, diferente, lo hallará en el cruce de dos tradiciones -la poesía moderna francesa y la visita de Huidobro a España en 1918-, junto con una rara cultura clásica que no disimula en sus poemas ni en su novela mayor. Bacarisse estuvo en el grupo de iniciales entusiastas del verano de 1918, cuando Huidobro llega a España, y estuvo también entre   —XIX→   los ultraístas, y sin embargo nunca fue exactamente ni una cosa ni la otra, ni quiso enrolarse abiertamente en este o aquel equipo. No suele recordarse que durante años circuló la traducción en Espasa-Calpe del Edipo de Sófocles, firmada por Bacarisse junto con Fernández Ardavín, y que tradujo con H. R. Romero Flores una obra de Platón, el Critón, que no llegaría a editarse como texto, pero sí la representó Enrique Borrás en el Ateneo de Madrid, en 1923. La posición fronteriza de Bacarisse en el momento literario de las vanguardias no es ajena a estos ingredientes y de hecho ayudan a explicar una discreta posición favorable hacia las tesis de Huidobro cuando se produzca la ruptura entre el chileno y sus dos principales contactos iniciales en España, Cansinos y Guillermo de Torre.

Pese a cursar sus estudios de bachiller en el Liceo Francés de Madrid -como hijo de francés instalado en España-, hubo de aplazar la carrera de Filosofía y Letras hasta los veintitrés años para licenciarse en 1922 (gana una cátedra de instituto en 1926 pero solo ejercerá la docencia, y además intermitentemente, entre 1929 y 1930). Las primeras traducciones surgen de la relación con Gómez de la Serna, La Eva futura, de Villiers de L'Isle-Adam, aparece en Biblioteca Nueva en 1919, y la hizo Bacarisse porque era «el único con paciencia para asistir a tanta divagación creadora», según Ramón en el prólogo a la Antología póstuma que algunos amigos sufragaron en 1932. Mundo Latino emprende la traducción de la obra completa de Paul Verlaine y en ella colabora Bacarisse, que se encarga de Los poetas malditos, y traduce por tanto los poemas que allí incluyó Verlaine de Rimbaud, Mallarmé, Corbière, Villiers de L'Isle-Adam o el propio Verlaine. Como ha subrayado con perspicacia Miguel Gallego Roca, los poemas que reivindicaron por entonces los ultraístas como origen de sí mismos (y tradujeron en sus revistas) no coinciden con la etapa que retrató Verlaine en Los poetas malditos, por mucho que Bacarisse sí reconozca allí los orígenes de la poesía moderna, actual, como indicaré en seguida10. Sus versiones de Rimbaud aparecieron en la revista Cosmópolis, y en el primer número de Ultra se imprime otra de   —XXI→   Mallarmé, a la que seguirían poemas del mismo Mallarmé entregados expresamente como anticipo de ese segundo volumen de la obra completa de Verlaine en 1921. Tres años después aparece el tomo XI, que traduce de nuevo Bacarisse con el título Antaño y ayer, y Díez-Canedo, antiguo amigo al que dedicó El esfuerzo y compañero en las páginas de Revista de Libros y España, él mismo traductor y poeta, escribió en El Sol que «era imposible dar con un intérprete mejor preparado»11.

Hacia esos años, algunas cosas de la vida literaria española, y de la de Bacarisse en particular, estaban cambiando. Formaba parte de los colaboradores de Revista de Occidente, fundada en 1923, y Alfonso Reyes había contado con el joven poeta para rendir homenaje a Mallarmé con aquellos famosos cinco minutos de silencio que mantuvieron los convocados en el jardín Botánico. Quiso saber Alfonso Reyes, traductor él mismo de Mallarmé, y también poeta, en qué habían ocupado los cinco minutos. Las respuestas aparecieron en el número 5, de noviembre de 1923, bajo el título «El silencio de Mallarmé. Encuesta sin trascendencia». La crónica del acto la firma Reyes, y asegura que en el jardín Botánico se reunieron Ortega, Díez-Canedo, Moreno Villa y, todavía entre los mayores, Eugenio d'Ors, a quien Bacarisse equivocadamente atribuyó la iniciativa del acto; D'Ors, zumbón, contestó con alegría; «Ha llegado ya la hora de la civilización. Yo lo había predicho cuando aseguré que nunca tendríamos civilización hasta que las obras anónimas pudieran ser atribuidas indistintamente a cualquiera de nosotros».

Me quedo con la duda del alcance de ese nosotros difuso, porque Bacarisse en seguida iba a quedarse fuera de cualquier nosotros; como el propio D'Ors, acababa de llegar de otra lengua literaria, se sentía fuera en Madrid, y al cabo de pocos años iría a buscar cobijo a otros lares ideológicos mucho más inquietantes, con Eugenio Montes, Ledesma Ramos, Samuel Ros, José María Alfaro... Entre los jóvenes del silencio estuvieron José Bergamín, Antonio Marichalar, el cubano José María Chacón y Calvo y el propio Bacarisse. Excusaron su asistencia Azorín y Gómez de la Serna, mientras que Juan Ramón escribió a Reyes una carta perfectamente sincronizada con el   —XXII→   acto, porque transcribió el poema que, a la misma hora del mismo día, estaba escribiendo: «Según mi cálculo, en los cinco eternos minutos del "silencio a Mallarmé", debí andar -con la imagen del quieto museo de vegetales mármoles negros, que ustedes misteriosamente complicaban, de nuestro carbonoso, sucia, estrepitosamente vecindado, tristísimo Botánico, viéndose entre las barras de luz de oro de los versos octosílabos- por la segunda mitad de mi poesía», es decir, las tres últimas estrofas, efectivamente en octosílabos. La burla solapada de Juan Ramón puede estar también en la apresurada forma de despedirse de Bacarisse al terminar los cinco minutos mudos. El acto tuvo los trazos enteros de una misa lírica en el Botánico, que «ha sido para mí -escribe Bacarisse- una basílica vegetal, con las agujas de sus cipreses, los arbotantes de los sauces, el claustro de su emparrado. Por otra parte, Mallarmé tiene para mí un altar en cualquier tiempo y sitio». Cuando se despide corriendo parece salir ciertamente de un templo para irse a otro «al sentir la campanita de una lejana parroquia que me llamaba a la dominical misa de doce»12.

No había parado de hacer cosas Bacarisse aquel año de 1923, porque aún tuvo tiempo de organizar una visita de homenaje a Antonio Machado en Segovia, de quien dice Cansinos que Bacarisse fue alumno de francés. La expedición prestó carnaza a Cansinos para comentarios jocosos sobre la «visita corporativa» en La novela de un literato, y se la cuenta también Pedro Salinas a Jorge Guillén con ese desdén de altivez tan usual entre los dos cuando tratan de otros: «No fue casi nadie -le dice en mayo de 1923-, pero pasamos un buen día en Segovia, con don Antonio»13. Todavía asiste también al banquete de homenaje que Pombo se tributa a sí mismo cuando ya casi no queda Pombo, porque se despide Ramón para ir a Portugal con Colombine, y deja a Bacarisse al tanto de una tertulia que se disolverá por entonces. Dada la enorme concurrencia se arbitra un restaurante para los nombres de peso y edad..., entre los que está Bacarisse, que no acompañó a quienes cabría suponer en la sucursal del Oro del Rhin -amigos viejos: Eugenia Montes, Chabás, García Maroto, Pedro Garfias, Tomás Borrás- sino que estuvo en la sede central del banquete con Ramón y la corte mayor, Azorín, Gregorio Marañón, Antonio Marichalar, Alfonso Reyes, Enrique Díez-Canedo.




La química de Huidobro

El incansable Guillermo de Torre quiso saber en 1920 lo que Enrique Díez-Canedo opinaba de los movimientos de los nuevos, y entre ellos muy particularmente los ultraístas que apadrina e integra. Díez-Canedo ya no es exactamente un muchacho y me parece que fue cauto, y solo un punto más precavido de lo que hasta entonces lo había sido el joven Bacarisse. Díez-Canedo contestó así a propósito de la revista Grecia, en junio de 1920: «Mi opinión no puede ser "apologética ni reprochadora" como usted dice, sino expectante. Yo no estoy en ese movimiento y necesito ver lo que da de sí. En España, hasta ahora, poco; pero hay entre ustedes mucha gente que vale y no desconfío». Y entre esos pocos debía de estar Bacarisse, pero sin duda también Fernández Ardavín, tan buen amigo de Bacarisse, y a quien Díez-Canedo atendió como crítico con verdadera tenacidad, según el escrupuloso registro de Marcelino Jiménez en la tesis citada sobre Díez-Canedo, y de donde tomo las líneas de la carta inédita. Dos años después, en 1922, Díez-Canedo parece saber mejor por quién apuesta, según un artículo de El Sol que dedica a libros de Fernández Ardavín, Gerardo Diego y J. J. Domenchina, cuya versificación cree emparentada con la de José Moreno Villa, Antonio Espina o la del único libro que Bacarisse había publicado, cinco años atrás, El esfuerzo14.

La ruptura la introdujo el vendaval que llegó de Chile vía París con Huidobro, tanto en la primera visita de 1916 como en la segunda de 1918, o en la tercera, de 1921, para dar su conferencia en el Ateneo de Madrid. También para Bacarisse el movimiento ultraísta parecía no ir más allá, según escribió en España, de «una fiesta de audacia, juventud y arte nuevo», que es lo que propiamente apreció en la velada de La Parisina. Pero no creo que hubiese suscrito diagnóstico tan denigratorio como el de Antonio Espina en el mismo semanario. Porque Espina descalificaba sin paliativos a Huidobro, que no pasaba de ser una «calamidad. Ni es nuevo, ni es original, ni escribe bien». Tampoco había nada de particular en los ultraístas, pese a declararse en el mismo artículo «ultra hasta la médula de los huesos». Espina obraba con un criterio social de agitación vanguardista -el movimiento ultra- distinto del criterio   —XXIV→   literario estricto. Y del Ultra le interesaban menos los versos que lo que había de sacudida y de denuncia desacomplejada de la mugre lírica que arrastraban, para aquellos jóvenes modernos, los poetas de la Restauración, fuesen los versos «de cemento armado» de Núñez de Arce o «las aleluyas de notario triste» de Campoamor, según las había definido con infinita crueldad Pío Baroja15.

En eso andaba el juego, en la provocación y el disparate, la algarabía y la imaginación liberada y casi coqueta: «Si como escuela literaria [el ultraísmo] no es nada -escribe Antonio Espina en 1920-, como fermento nihilista, subversivo, ácido, aunque de poca fuerza, nos parece admirable». Con ellos estaba Bacarisse, a quien Salaya atribuye con su habitual prosa conjetural la organización del zipizape de La Parisina. Pero las reticencias habituales de Bacarisse lo ponen algo más lejos, algo más por encima y apartado de la zarabanda de poetastros que leen sus poemas mientras van y vuelven los sarcasmos de unos a otros. Había aceptado presidir aquel acto poético, con unas palabras de balance ya muy entrada la noche, pero no se quiso propiamente poeta ultraísta aunque sí compinche de ultraístas. Unos cuantos muchachos acababan de fundar en Sevilla, en 1919, la revista Grecia; lo mismo sucede con la revista Cervantes, del mismo año, y de 1921 es la misma Ultra, cuyo primer número en enero anuncia la fiesta de La Parisina en la que conviene recordar que leyeron poemas mozos que se llamaban Gerardo Diego, Eugenio Montes, Lasso de la Vega, Jorge Luis Borges, que por entonces publica en esas mismas revistas prosas y traducciones, o Guillermo de Torre, y alguien leyó allí unas cuartillas de Cansinos Assens. Pero Cansinos, ausente de La Parisina, había dejado ya por escrito su opinión de Bacarisse a propósito de El esfuerzo. El largo comentario parecía derechamente pensado para embridar a la fuerza la arrogancia del joven, apellidándolo sistemáticamente como epígono de Julio Herrera y Reissig, que había muerto en 1910. Cansinos dedicó otro extensísimo artículo al poeta uruguayo, que de nuevo tenía todas las trazas de querer parar los pies... a Guillermo de Torre a través de Bacarisse, de quien hablaba estupendamente como imitador e indefectible segundón de un poeta al que Bacarisse no había leído, según escribió en España. También Guillermo de Torre defendió   —XXV→   al amigo Bacarisse, pero llevó las cosas más lejos todavía y atribuyó la influencia de Herrera y Reissig directamente sobre Huidobro.

Ese mismo año, en diciembre de 1921, Bacarisse presenta en el Ateneo a Vicente Huidobro, en una conferencia a la que asistieron los ultraístas y allegados, entre ellos Gerardo Diego, Juan Larrea y César González Ruano. Aquella conferencia iba a poner en marcha nuevos mecanismos poéticos, y sobre todo uno: desde ese momento la alianza entre Larrea, Diego y Huidobro va a ser muy estable, mientras que la ruptura de Huidobro con los ultraístas es definitiva y agria, no solo con Guillermo de Torre sino también con Cansinos Assens, que a su vez rivaliza y se enemista con el propio De Torre. En 1921, también, Cansinos publica una burlona crónica disfrazada de novela sobre los aires de la vanguardia, Movimiento VP, e incluye semblanzas esquinadas de Torre, Huidobro, y muchos de los jóvenes poetas que iban engrosando su propia Novela de un literato.

Era hiperactivo y seductor Huidobro cuando llegó a Madrid huyendo del París de la gran guerra, en 1918, en busca de editor para El espejo en el agua. Guillermo de Torre, Rafael Cansinos Assens y Enrique Díez-Canedo fueron entonces sus principales contactos, mantuvieron correspondencia y escribieron artículos sobre él y su obra. Ese verano Huidobro anduvo también cerca de Pombo, aunque la ultraísta no era exactamente guerra de Gómez de la Serna. En cambio, a Guillermo de Torre le acecha desde el primer instante la rivalidad con Cansinos Assens. En carta de diciembre de 1918 a Vicente Huidobro, De Torre sospecha que quienes hablen de la obra del chileno -en alusión a Cansinos- «tampoco creo lleguen a decir nada medularmente definitivo. Será preciso esperar a que hable nuestro afín Villacián... o yo mismo en alguna exploración hermenéutica». Lo que a renglón seguido confiesa abiertamente es la dispersión en la que ha dejado a los más muchachos su viaje a Chile tras el verano madrileño. Ya no tienen el «nexo propicio» que los unía y ahora todos se ven «más distanciadamente». Bacarisse y Eliodoro Puche «preparan heroísmos», Alfredo de Villacián «piruetea ideológicamente giróvago» o el propio Guillermo de Torre ve «en perspectiva magnas realizaciones». Todos harán efectivamente poemas, y los irán publicando en esas revistas ultraístas que fundan desde el año siguiente, 1919, en las que escribe el propio Huidobro, en las que escriben también Rafael Cansinos Assens, Enrique Díez-Canedo, Gerardo Diego, Eugenio   —XXVI→   Montes, Claudio de la Torre, Guillermo de Torre y casi todos los que anduvieron en sus tertulias.

Desde Santiago de Chile, hacia marzo de 1919, Huidobro contesta la carta de Guillermo de Torre. Le confiesa que solo él y Ramón Prieto le han escrito, «sin embargo yo les recuerdo con el mismo afecto de siempre y pronto espero volverlos a ver». El plural atañe a más nombres, como los que recoge Guillermo de Torre en un «Álbum de retratos» subtitulado «Mis amigos y yo» y publicado en Grecia en 1920. En la estupenda lista salen Ramón, Jean Cocteau, Eugenio Montes, Marian Paszkiewicz y Mauricio Bacarisse, de quien dice que es hombre «muy forjado en los laboratorios algebraicos, su espíritu broncíneo emite conceptos de una configuración intelectualista. Desde su risco abrupto, este poeta energético y crítico afirmativo evoca su primicial espasmo entre los fragores siderúrgicos -El esfuerzo-, y su visión trágica del vivir se enflora de aristas dialécticas». Además de este suntuoso ejercicio de estilo, ha de volver a evocarlo numerosas veces el propio Guillermo de Torre, pero la más valiosa es quizá la que le asigna un lugar primero al «camarada Bacarisse» en el impulso de los aires de vanguardia que trae el Ultra, cuando defiende desde España el movimiento en 1921. Bacarisse es, junto con Antonio Espina y Federico García Lorca, nexo y transición desde los modernistas rubenianos hasta los ultraístas, «tres nombres valiosos, interesantes y de verdadera personalidad», según escribe el propio Guillermo de Torre en Literaturas europeas de vanguardia, de 192516.

Las tornas habían cambiado en 1921 y los primeros fervores colectivos en favor de lo nuevo y lo ultra, contra lo viejo y caduco, habían dado paso a rivalidades, a varias bandas y todas inconciliables. Pero el factor de desequilibrio profundo en ese enjambre de poetas había sido y seguiría siendo Huidobro. Las diferencias las anticipa el propio Huidobro a Guillermo de Torre en la misma carta que he citado ya, de 1919. Promulga el principio de una «batalla lírica [que] acaba de empezar y con cierto éxito, aunque la labor es muy difícil, pues gran parte de los jóvenes que he encontrado   —XXVII→   son una especie de neofuturistas furibundos y los otros sacapuntas del simbolismo». En ese mismo año, Bacarisse alude a la actualidad poética no con el término de ultraísmo sino con el de creacionismo, ligando el movimiento moderno, por tanto, a Huidobro. En el prólogo a su traducción de Los poetas malditos, explica que «hay unos poemas en prosa [de Rimbaud] en sus Iluminaciones titulados «Ciudades» y «Cuento», que son la base fundamental de ese feliz y triunfador anhelo creacionista que estremece en estos días, cincuenta años después de aquellas composiciones, la espina dorsal de las cordilleras líricas». En el artículo de España, en febrero del mismo año 1921, lo había dicho de otro modo, pero significaba lo mismo: «Me permito aconsejar al señor Bedoya [que fue cronista socarrón de la fiesta ultraísta de La Parisina] que busque en Mallarmé y en los poemas en prosa de Arturo Rimbaud los orígenes de la escuela creacionista que ha tomado de Apollinaire los esquemas formales y la afición al caligrama». Tenía ya hechas, por entonces, las traducciones de Verlaine. En el fondo, y después volveré a ello, los argumentos que aduce explican la media distancia que adoptó Bacarisse, y lo que tiene su poesía de exploración sin cuajar, de hallazgos dispersos y demasiado intermitentes, como si no hubiese llegado a sentirse cómodo con ninguna poética. De manera implícita, Bacarisse había adoptado una posición equidistante entre los viejos camaradas de lírica ultraísta y el magisterio, que será algo más que simbólico, de Huidobro.

La gestión de la conferencia fue cosa de Gerardo Diego, según una carta suya al chileno de primeros de diciembre de aquel año, aunque lo presente Bacarisse. Tanto Diego como Larrea mantenían correspondencia con Vicente Huidobro desde el año anterior. En un viaje a Madrid de 1919, según contaría Larrea cincuenta años después, Gerardo Diego descubrió dos cosas: que en Sevilla se había fundado un nuevo movimiento poético con la revista Grecia y que existía un poeta llamado Huidobro de quien había copiado manuscritos tres poemas que fascinaron tanto a Larrea como a Diego. Y la noticia, por cierto, de ambas cosas se la había dado a Gerardo Diego su amigo Eugenio Montes. Los dos estarían entre los poetas de La Parisina un año después y sin embargo los ultraístas que habían acogido tan favorablemente los poemas de Huidobro, con Guillermo de Torre a la cabeza, o con el propio Cansinos Assens, se mostraron distantes o reservados en el Ateneo. Juan Larrea destacó la frialdad que mostraron los antiguos camaradas de Huidobro cuando volvieron a verlo en Madrid,   —XXVIII→   sin duda porque habían cambiado amigos y afinidades desde 1919. A cambio, escribe Larrea, «yo salí del acto deslumbrado por los conceptos que Huidobro expuso sobre la poesía, y creo que a Gerardo le sucedió lo propio. Pero también me sentí escandalizado. Mi impresión fue que los ultraístas estaban atizando por lo bajo la frialdad de la incomprensión, según pudo comprobarse a la salida. Ninguno de ellos estuvo en esa oportunidad en relación amistosa con Huidobro»17.

Esa conferencia ratificó una vertiente moderna de la poesía que no es ya la ultraísta y, en el fondo, viene a confirmar el agotamiento de su brevísimo ciclo de vida. Por eso es tentadoramente feliz la reciente síntesis de Pérez Bazo cuando enuncia que el ultraísmo «tuvo a la vez de lo ajeno casi todo y prácticamente nada de propio»18. En seguida Pérez Bazo evoca otras líneas del mismo artículo que cité antes de Antonio Espina, tan desapacible no solo con el ultraísmo sino también con el creacionismo, o la obra teórica y lírica de Vicente Huidobro. Desde entonces, parecía cierto que las afinidades líricas iban a ser otras, y pasaban por la complicidad evolucionada de antiguos ultraístas como el propio Gerardo Diego y Juan Larrea con el nuevo poeta genial que ambos habían descubierto en 1919, y a quien ahora trataban personalmente.

La frialdad ultraísta presumiblemente excluye a Bacarisse, no solo porque lo presentó él mismo sino porque había mostrado por escrito su simpatía hacia el creacionismo, y seguiría cerca de la reflexión poética de Huidobro. Diez años después, a la muerte de Bacarisse, Huidobro se sumará al homenaje póstumo que le rindió el Heraldo de Madrid y en el que también contribuyeron de uno u otro modo Eugenio Montes, Samuel Ros, José María Alfaro y Pérez Ferrero. Huidobro declaró entonces, el 5 de febrero de 1931: «Para mí siempre serás [...] aquel buen compañero que hace más de doce años me brindó su amistad», en alusión a su primera visita madrileña en el verano de 1918. No había olvidado tampoco que fue «aquel que me presentó en mi conferencia en el Ateneo de Madrid en 1921 con una comprensión y un   —XXIX→   afecto tan excepcional como su espíritu». Como estas declaraciones se publican solo tan un día después del banquete a Huidobro, no quiere callar la presencia ausente de Bacarisse en su cena: «Después de la alegría que me dio anoche el cariño de los nuevos poetas, de estos jóvenes que te quieren y que tú quieres y que llevan en sus hombros el porvenir de nuestro espíritu, tú me das hoy un dolor irreparable y yo solo sé crispar las manos levantadas al aire y preguntar por qué»19.

Solo un mes atrás, en enero de 1931, César González Ruano había publicado en el mismo periódico una entrevista con Huidobro particularmente valiosa por muchos motivos. Según se desprende de las respuestas de Huidobro, apenas tiene noticia de los nombres por los que le pregunta González Ruano:

«-¿Conoce usted a los nuevos poetas de España?

-¿Quiénes son esos nuevos poetas?

-¡Hombre, pues!... -y le cito aquí los nombres de Guillén, de Pedro Salinas, de Lorca, de Alberti...

-No. Muy poco conozco de esto. Yo alcanzo hasta los versos de Gerardo Diego, que me parece un gran poeta, y con quien me une una buena amistad».



Un par de respuestas atrás, sin embargo, ha dicho que el poeta actual que le interesa más es «Juan Larrea, sin posible vacilación. Larrea es el genio joven. Todo en él es extraordinario». Pero Larrea no estaba en el grupo de quien le acogió cuando llegó a Madrid por primera vez, en 1916, que fue Cansinos. Huidobro fue a visitarlo «para tratar de formar un grupo. Cansinos me dijo que era imposible. Hablamos varias tardes y me fui a París». Volvió dos años después, y entonces anduvo con Guillermo de Torre y quienes estaban con él. Ruano le pregunta si había alguno «de los que pudieran tocar el creacionismo siquiera con dedos indecisos». Y la respuesta de Huidobro es cuidadosa: «Pues no encontré apenas sino a Alfredo Villacián, un muchacho muy inteligente, muy rápido de comprensión; a Mauricio Bacarisse, a Ramón Pietro y Eliodoro Puche [...]. Años más tarde [en realidad, solo meses después de su   —XXX→   visita] se formaba el grupo ultraísta, al que usted [Ruano] perteneció; yo di mi conferencia en el Ateneo, y como no me pude entender con la gente de aquí y no sé parar dos semanas en el mismo sitio, me fui».20

El banquete a Huidobro en 1931 coincide con la noche en que muere Bacarisse, pero conviene recordar quiénes acuden y quiénes aplauden la voz del chileno que dos años después militará en el Partido Comunista, como va a hacerlo el primo de Mauricio, Salvador Bacarisse. La ausencia más notable debió de ser la de Cansinos y la del «bobo de Guillermo de Torre», que es como lo llama González Ruano en la entrevista de enero del 31. Quienes sí acuden son García Lorca, que habría visitado a Bacarisse ya muy enfermo, Pedro Sainz Rodríguez, que entonces dirige La Gaceta Literaria, Juan Chabás, Ontañón, Ramiro Ledesma Ramos y José María Alfaro, que lee unas cuartillas de adhesión de Eugenio Montes, mientras Lorca lee un poema improvisado.

Huidobro se acuerda de Bacarisse y subraya su comprensión en 1921 precisamente porque entonces empezaban los celos y la competencia en una polémica que tiene poco interés y muchos recovecos estrictamente personales. Lo curioso sin embargo es que pese a la muy ajetreada vida literaria de aquella década, Huidobro sostuviera lo mismo, sustancialmente, en 1931 y en 1921. En el Ateneo había leído las cuartillas sobre poesía que, en parte, habían aparecido ya en francés y que, traducidas al español, fueron su prólogo de 1931 al libro para el que vino a buscar editor a Madrid. La CIAP publicaba ese año la versión española de Temblor del cielo con el texto sobre poesía que había leído en Madrid. Hay dos o tres cosas que pasan muy directamente a Bacarisse. Para empezar, la voluntad de discriminar la «significación gramatical del lenguaje» de la otra, «una significación mágica que es la única que nos interesa» y que ha de servir para elevar al lector «del plano habitual y envolverlo en una atmósfera encantada»; todo ello resuena en las páginas preliminares de Los terribles amores y alguno de sus mejores capítulos. La mecánica de la sugestión es uno de los planos constantes en que se desarrolla la novela y la vida reflexiva de Agliberto. El lenguaje como material -la misma fonética sonora de Celedonia, por ejemplo- puede romper la lógica racional porque «lo arbitrario pasa a tomar un rol encantatorio» y se apodera   —XXXI→   así del «alma la fascinación misteriosa y la tremenda majestad», en palabras de Huidobro que podrían suscribir tanto Agliberto como su autor21.

La magia creadora del lenguaje nutre esta poética. Pero Bacarisse no se ha desprendido de su recelo biológico hacia toda forma de extremismo de vanguardia. Lo había explicado en un artículo en España sobre futurismo y cubismo, publicado en 1920, y en 1930 ratificará la misma reticencia crítica en las páginas de La Gaceta Literaria, cuando conteste a la encuesta sobre vanguardismo de Miguel Pérez Ferrero. Vuelve Bacarisse al empeño de distinguir un vanguardismo integral -«intento de reintegración de las letras o artes españolas al espíritu occidental»- de la mera imitación vanguardista de formas y estilos. En esa encuesta de 1930 formula de otra forma lo mismo que acaba de escribir en el prólogo de Mitos: la reprobación de aquellos jóvenes que han «confundido la forma de lo externo con la estructura o configuración interna». Son «chupatintas metidos a pontífices del arte nuevo», dedicados a exaltar «a media docena de idolillos» a los que exprimen en beneficio propio, como una forma abyecta de política literaria: «Es antijuvenil, antiartístico e inmoral».

El trabajo de 1920 en España quiso ser un aviso sobre semejantes supercherías, pero también sobre los peligros de todo movimiento de ruptura sin capacidad de reintegración de lo roto. El riesgo del arte nuevo consiste en interrumpir el proceso integral del movimiento de innovación, y luego veremos que Benjamín Jarnés le reprocha a la novela de Bacarisse exactamente eso, como si estuviese devolviéndole la pelota de alguna esquinada alusión de Bacarisse a los nombres de unos cuantos idolillos o a los nuevos y excelentes estilistas del arte nuevo. A la fase de destrucción y desbaratamiento de las cosas, ha de seguir en arte el momento «de restituirlas, refundirlas y volverlas a crear, poniendo toda el alma en la empresa». Y es este segundo momento «el deleitoso, el verdadero momento estético, definitivo y perpetuo, para eterno regodeo de espectadores». Este es hasta 1920, dice Bacarisse, el límite contra el que han topado tanto el futurismo como el cubismo, y el movimiento de la vanguardia sigue en el mismo punto hacia 1930. Es verdad que afinaron la sensibilidad «por una descomposición geométrica y dinámica de las cosas, pero, en honor a la verdad, sus obras   —XXXII→   no han proporcionado deleite estético propiamente dicho». E insinúa que hasta ahora se han visto en las telas procedimientos y facturas pero no resultados cuajados, la síntesis de un proceso abierto con la desintegración del arte heredado: «Lo bello es el resultado, y no la urdimbre y el proceso», lo cual, bien mirado, no deja de ser una cabal declaración de signo clasicista en tanto que la vanguardia será la elevación de la trama o el envés a parte integral de la obra, y no accesoria o subalterna.

Cuando Bacarisse escribe estas cosas, y escucha las que dice Huidobro en el Ateneo, el ultraísmo es un nido de manifiestos y proclamas pero no excesivos resultados. El propio Huidobro ha sido muy cruel en el diagnóstico, como recordé antes, al identificar a los ultraístas españoles o bien con «neofuturistas furibundos» o bien con «sacapuntas del simbolismo». Esto lo escribe Huidobro en 1919, y en enero de 1922, apenas un mes después de su conferencia en el Ateneo, le escribe a Gerardo Diego visiblemente más harto: «Yo no podré nunca tomar en serio el ultraísmo pues nada detesto más que los elementos esenciales que lo constituyen: lo pintoresco, la fantasía y el dinamismo de maquinaria. Todo, falsa modernidad, lado externo y no interior. Trompe l'œil, engaña ojos, para niños nerviosos y vírgenes necias. Tropicalismo meridional representado en Europa ayer por Italia y hoy por España = Futuristas y ultraístas y estos todavía hijos espúreos, inferiores a aquellos»22.

El lector encontrará en el cuerpo de la antología el prólogo de su libro de versos de 1930, Mitos, y detectará más de una sintonía de ideas. La poesía debe trascender el uso superficial de la imagen para reinstaurar la plenitud de su sentido. El abuso de la imagen de brillo hueco ha banalizado la poesía frente a los sentidos hondos que habitan en el mito, como imagen cargada de sentido y al mismo tiempo brillantez sonora, capaz de innovar y ahondar. La «imagen [no] debe considerarse como algo sustantivamente inerte» porque es el signo de un acontecimiento con sentido propio. Lejos de ser mero «esqueleto verbal» o «momia imaginativa», «cobran existencia y viven su vida», como los mitos. Y para eso no hace falta regresar a la anécdota de la poesía del siglo XIX, la llamada poesía episódica, entre otras cosas porque esa misma poesía ha sido abusivamente maltratada por «los arrieros, sacristanes y horteras de nuestras vanguardias, desde 1918 hasta hoy».

  —XXXIII→  

A finales de 1929, que es cuando fecha el prólogo de Mitos, Bacarisse no parece estar en la mejor de las condiciones para intimar con otros poetas nuevos que en seguida tendrán antología propia y bautismal, impulsada por Gerardo Diego. En Mitos expresa una declarada admiración por los clásicos antiguos «y a su sentir y pensar» se adhiere, cosa que no es en absoluto retórica, como el lector comprobará echando un somero vistazo a los artículos del autor y, desde luego, teniendo en cuenta sus traducciones de Sófocles y de Platón. No improvisa nada Bacarisse en estas líneas de 1929, aunque sea demasiado oscuro y quizá deliberadamente ambiguo su intento de definir una poética nueva pero no exactamente vanguardista ni, desde luego, surrealista.

El origen de estas cosas está en aquel artículo de España sobre una vanguardia que no ha alcanzado todavía su verdadero momento estético. Juan Larrea no pensaba de manera distinta en 1922. A propósito de la poesía de Huidobro y la pintura de Juan Gris, escribe en carta a Gerardo Diego una observación que enlaza directamente con la decepción de Bacarisse por una modernidad incompleta o interrumpida: «Aceptando la definición escolástica de la belleza como creo que tú la aceptarás, ¿no te parece a veces que falta el esplendor aunque exista el orden, consistiendo sustancialmente lo bello en lo primero?». Sobre la misma argumentación, en esencia, organiza Huidobro también el rechazo al surrealismo, implícito sin duda en la declaración estética que prologa los Mitos de Bacarisse; «Si seguimos vuestras teorías caeremos en el arte de los improvisadores», escribe Huidobro en 1925, y argumenta de modo semejante al que había utilizado Bacarisse para exigir el fortalecimiento de sentido de la imagen y no su mera proliferación banal. Los surrealistas, dice Huidobro, «no son los amos sino los esclavos de su imaginería mental. Se dejan llevar por un dictado interno y el resultado es un rosario de fuegos fatuos que solo toca nuestra sensibilidad epidérmica, nuestros sentidos más externos»23.

Semejantes reticencias las comparte Bacarisse. Es él quien habla a través de sus personajes en Los terribles amores de Agliberto y Celedonia, cuando ambos reflexionan sobre poesía en su viaje a Portugal. La primera parte de la novela transcurre íntegramente allí, pero lo curioso es que se fecha ese viaje en junio de 1923. Coincide exactamente   —XXXIV→   con el viaje de bodas del poeta, amigo de Bacarisse, Adriano del Valle. Como este último contó numerosas veces, allí conoció a Fernando Pessoa, y su estancia en Lisboa coincidió con la muerte de Guerra Junqueiro y el multitudinario traslado del féretro hasta la basílica de la Estrella. Todo lo cual se cuenta en la novela de Bacarisse, aunque no se mencionen topónimos ni nombres, pero sí haya evidentes rastros de las calles lisboetas, el museo de los carruajes (o carrozas, como lo llaman en la novela), la torre de Belem, el chasquido de los tranvías o la visita al monasterio de los Jerónimos, «largo y hermético, amarillo, color piel de limón algo metalizada por el reflejo de la tarde» (pág. 70). La conexión portuguesa de los ultraístas es en ese período muy intensa, y las traducciones en las revistas nuevas muy abundantes. En la revista de Fernando Pessoa o Almada Negreiros, Contemporânea, escriben entre 1922 y 1924 Ramón Gómez de la Serna, Corpus Barga, Adriano del Valle o Rogelio Buendía, autor del diario de viaje Lusitania. Viaje por un país romántico (1920). Díez-Canedo traduce y antologa la poesía portuguesa, mientras la revista Cervantes fue la primera que se ocupó regularmente de los nuevos nombres: Eugenio de Castro (que da una conferencia en la Residencia de Estudiantes en 1922), António Nobre o Teixera de Pascoaes.

Sin embargo, la fuente documental más rica, y la más fecunda para el propio Bacarisse, pudieron ser las crónicas que Carmen de Burgos, Colombine, publica en la revista Cosmópolis entre 1919 y 1921. Con Gómez de la Serna vive Colombine intermitentemente entre Estoril y Madrid, y en Portugal redacta Ramón algunas novelas, como La quinta de Palmyra o El novelista, cuyos primeros capítulos transcurren también en Lisboa, como sucede con Bacarisse. Las crónicas de Carmen de Burgos sobre letras portuguesas pueden estar en el origen de numerosos pasajes de la novela, particularmente en lo que hace a Guerra Junqueiro y la visita que realizan Agliberto y Celedonia en Coimbra a Teófilo Braga24.

En ese capítulo de la novela, «Los poetas y las carrozas», Agliberto le pregunta a Celedonia quién es el mejor poeta nuevo de España. No sabe contestarle, pero siguen   —XXXV→   pensando en voz alta. Agliberto se muestra tan ajeno a la poesía de las buhardillas y las telarañas -la bohemia tórrida- como a la de las «azoteas pulcras», escrita por «sibaritas encerrados en redomas, urnas o fanales donde ni la luz puede penetrar con sus mejores microbios infrarrojos o ultravioletas» sin que reclamen de inmediato que alguien depure y limpie de vida aquello. Celedonia es rubia, quebradiza y algo vacua: dice de la poesía que «ha de ser algo puro, muy puro, químicamente puro», y no mera charanga de «batallas, bautizos, motines, escándalos, mítines, primeros de mayo y fiestas de guardar». Agliberto es ingeniero y de poesía no sabe, pero repite las mismas ideas de Bacarisse diez años atrás, a propósito del futurismo, cuando lamenta que la nueva poesía sea desmembración sin reconstrucción: «Los nuevos hacen unas pajaritas para luego deshacerlas, y no queda en el papel sino unas rayas, unos vestigios de dobleces que transportan el enigma al campo de la quiromancia». Hacen cosas bonitas, sí, «pero nos las dan ya deshechas» y, lo peor de todo, la mujer y el sentimiento amoroso están «rigurosamente prohibidos» (pág. 213) 25.

Ese había sido exactamente su tema exclusivo en el poemario menos apreciado por poetas y críticos, El paraíso desdeñado, de 1928. Leído sin ansiedad arqueológica, rezuma gasas intimistas, modernismo sutilizado y sentimental. Y como siempre en Bacarisse hay hallazgos ciertos en los versos, y son ajenos a la ley de la vanguardia como progresión, cronología o escalada, pero no como libertad de búsqueda, como cristalización de una imagen o una forma de decir el verso plenamente moderna. El poemario quizá sí es muy siglo XIX, algo más becqueriano de lo que quisiera, y es seguramente también desafiante a su época, consciente de su inoportunidad estética. Aunque fueron Enrique Díez-Canedo o César González Ruano quienes más recriminaron a Diego la ausencia de Bacarisse y de Basterra en la Antología de 1932 -por mucho que de ambos diese explicaciones en las páginas preliminares-, hubo quien quiso ponerle verso y ripio a la protesta, como hizo Esteban Salazar Chapela. En particular, no quiso callar la relativa impunidad que permitía la muerte tanto de Basterra como de Bacarisse (como la de Villalón, y por cierto los tres se incorporaron en la edición fraternal de la antología, en 1934). Salazar adivinaba el valor de corte de   —XXXVI→   una poética excluyente: «¡Señor, cuán nubla la vista / la podre de la "pureza". // Por muertos, por olvidados, ni Mauricio ni Basterra, que a quienes tragó la tierra / son, según Diego, enterrados»26. Y Fernando Villalón le había escrito a Bacarisse a propósito de su libro de 1928 unas frases tan francas que no dejan de resultar buenos tomavistas sobre la expectativa lírica del momento: «Tu Paraíso desdeñado es un libro que me ha sugerido íntimas y dormidas emociones. ¡Estamos ya tan poco acostumbrados a que un libro nos conmueva y apasione! Es muy humano, sí, pero muy bellamente humano, muy sutilmente humano, hijo de un momento lírico de verdadera calentura, por eso hay trozos que enteramente queman los labios; otros de un realismo vivo»27.




Los mimbres de un poeta

Quizá esa indeterminación de Bacarisse ayude a explicar que casi todos sus lectores hayan destacado poemas que aúnan una sublevación ética a una estilística: a veces su verso es expresionista, y a veces se recarga con un cultismo forzado y barroco, pero tiende a ser un latigazo de ira con voluntad amonestadora o directa vocación de denuncia. La huella modernista es obvia pero también es poderosa la rabia rebelde de un poeta joven. Algunos de sus primeros poemas tienen la crudeza de un Emilio Carrere, como señaló Díez-Canedo, aunque no se repiten esos ecos en libros posteriores. No están en El paraíso desdeñado y solo muy remotamente en Mitos. Y sin embargo esos poemas crispados y retorcidos dieron la voz más personal de Bacarisse, entre el expresionismo inconfesado y un deje valleinclanesco que había visto bien Cansinos, a pesar de la baba de otras malicias.

El esfuerzo es un libro de juventud, de búsqueda confesada de una voz propia. Quizá su virtud más vigente está en una extraña y muy personal combinatoria entre   —XXXVII→   la denuncia de la miseria y las herramientas de estilo que emplea, esa suerte de artificio intensamente retórico, a veces incluso muy engolado o indescifrable sin diccionario a mano. El resultado es un efecto de distancia paradójico entre el calor de la denuncia y la fábrica del estilo. Los poemas del apartado «Miseria» están escritos bajo esa estrategia, y están entre algunos de los mejores de toda su obra poética; como no de resultar valioso un poema de conmoción política y humana, «Mujeres muertas», que es el que, según explicó Roberto Pérez, apareció en la revista España en 1918 y motivó un proceso de la Guardia Civil por injurias.

A menudo el arrabal y la miseria, los tullidos y el infierno periférico se redimen no por la vía de la piedad sino por la del estilo imprevisto y agresivo, con el rojo vivo de la fragua y la siderurgia, como hubiera dicho Guillermo de Torre. Un largo poema puede contener versos antológicos sobre «El Madrid de las rondas» (y un par de ellos acaba de recordarlos ese fantástico Peatón de Madrid que ha sido Miguel Sánchez-Ostiz en su último libro: «Hay un Madrid que no tiene ni flores, ni fuentes, ni frondas. / Un Madrid paria y viudo»), pero puede tratarse también de «La cojita de las injurias», o de esa «Manifestación de hambre» que Ruano recordaba haber visto escribir en la tertulia de Carrere. Aunque Ruano se lo invente, que puede inventárselo, no deja de ser cierto el parentesco de la materia humana y social escogida, pero no lo es la artificiosa disposición estilística del poema, ni la búsqueda explícita de efectos cultos, y a veces muy cultos, en el poema. La iglesia de San Martín, poblada de mendigos y desgracias, «se alza ante un barrio podre y tuerto: Burdeles y tabernas rojas», mientras otro poema de la serie, «El tremedal», se nutre de los microorganismos patibularios. El burdel exhibe «un cromo de la Virgen con una cruz encima», mientras esperan «un conjunto gregario / de grofas» y ofrecen una «carne alquilona» con el alma hueca, los párpados bajos, subsistiendo en las «negruzcas malditas madrigueras» al tiempo que paren hijos «como crecen las rosas en un estercolero».

Quizá su único punto ultraísta entonces como poeta, cuando el ultraísmo no existe aún, está en haber hallado el caleidoscopio capaz de armar algunas imágenes de una fuerza inusual, aunque estuviesen insertas en poemas insatisfactorios, excesivos o afectados. Lo había visto muy temprano Díez-Canedo, aunque quizá no quiso decirlo antes tan crudamente como en 1932, cuando comenta la antología que Gómez de la Serna y algunos otros amigos publican en julio de ese año, de forma póstuma y   —XXXVIII→   quizá como desagravio por su exclusión de la antología de Diego. Mejor poeta de versos que de poemas, también en Los terribles amores, el lector da con numerosos hallazgos que tienen el impacto de la libertad ramoniana del estilo asociativo, de la imagen inteligente dictada por la apariencia caprichosa. En una sola página de la novela, escogida al azar, el lector encuentra en el mar «un consuelo de gafas azules» o la mesa de un restaurante vestida como «blanca novia del hambre» (pág. 88). Mientras Bacarisse colabora en España con algunos artículos que he ido mencionando, la revista está entregando seriada Luces de bohemia, de Valle, en 1920, y Bacarisse no olvidaría la lectura de voz del propio Valle-Inclán en 1914 de los materiales que después serían La lámpara maravillosa. Lo explicó él mismo en la dedicatoria de Mitos, y no inocentemente. Parece obedecer al afán de poner orden en 1930 en la jerarquía literaria, frente a la escandalera vanguardista de los jóvenes y desde luego reticente a seguir el afán de novedad gongorina y fiel a sus deudas antiguas en lo personal y lo literario, fuesen Carrere y Valle-Inclán, o Rubén Darío y Vicente Huidobro. El mejor Bacarisse poeta está hecho de ese desenfoque feroz de la deformidad, por un lado, y de la vaga ironía sentimental, blanda pero suficiente, de algunos poemas de Mitos28.

Al fondo de su primer libro estaba también el paisaje de la guerra, la perplejidad de ver la inteligencia sumergida en las tinieblas de las trincheras (pese a los exaltados de otras tempestades). A Kant, a Nietzsche o a Schopenhauer los saca a pasear Bacarisse con poemas flojos llenos de versos excelentes, y medita con ellos sobre la ferocidad de la guerra. La guerra es innoble traición del poder en el poema que Pere Gimferrer incluyó en su Antología de la poesía modernista, en 1969. Se titulaba «Los Estados Mayores», y la ira del poeta basculaba en el contraste entre el rebrillo de despachos y pecheras decoradas y la ruin verdad de la batalla: «Europa está herida. Hay sangre y destellos». El conjunto del poema puede no funcionar, pero casi nunca faltan uno, dos, varios versos con aciertos plenos, de una modernidad absoluta y luminosa, aunque casi siempre estén inspirados por la negrura o la desolación. No podía estar hablando Ramón Gómez de la Serna de otros versos que los de El esfuerzo cuando   —XXXIX→   escribía en 1918, en el primer Pombo, que era un poeta «verdaderamente nuevo de cabeza interiormente poliédrica por cómo construye los versos hechos con imágenes poliédricas». Tampoco en esto se equivocaba Ramón, como acertó de lleno en la imagen que lo retrata indeciso en el quicio de una puerta entreabierta. La culta distancia de todo que trabajó Bacarisse tardaría todavía en trocarse en ironía sin cinismo, en una suerte de displicente tono de novelista. Su madurez literaria está en Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Entonces perderá la punta tremenda y solanesca para ganar la sutileza de una burla civil y autoparódica, pero no vacua ni inocente. Ahora, en torno a los veinte años, todavía es una conciencia herida por hecatombes sublevantes: el hambre, la guerra, el dolor.

No extraña que se haya tendido a leer mal el poema que dedica a Nietzsche. A cambio, supo leerlo estupendamente Gonzalo Sobejano, que en media página vino a decir casi todo lo necesario sobre la voz del escritor, y no solo del poeta. Nietzsche es del tríptico que abre la serie «La guerra» el hombre derrotado por el afán de vencer, «morsa melancólica» cuyo final enloquecido anticipa el fracaso del bien, cuando «tu canto es ese canto que resuena / en los jardines de los manicomios». Le siguieron en su prédica, quizá en su furia, quienes no entendieron nada, «conciencias cojas y cerebros sucios» que adoptaron un evangelio mal leído, mal entendido, como «canalla servil [que] todo lo frustra». Lo dijo tan bien Sobejano que lo copio: «No es una acusación contra Nietzsche, sino más bien un elegíaco lamento por los efectos imprevistos y fatales de su exhortación noblemente inspirada». Lo que Bacarisse ensaya es «un acento predominantemente piadoso y comprensivo» contra «la pusilanimidad mediocre» y el «rebaño estéril y servil». La disciplina y el esfuerzo, la conciencia de una vida moral superior es una constante literaria de Bacarisse -y es tema crucial en Los terribles amores...-. No rehúye el retrato cruel de lo real, pero la saña queda fuera de ese escenario cojo porque la merecen quienes lo alimentan, no quienes lo padecen. Tiene razón Sobejano, todavía, cuando asocia esa noción de la vida moral y la vida fuerte no con el imperio del superior sobre el inferior, sino con la frustración del bien frente a lo real inhóspito: «Con Nietzsche, con Ortega, Mauricio Bacarisse amaba las virtudes de la vida ascendente y menospreciaba la pasividad del rebaño, la resignación, la prudencia del hombre solamente razonable. Aunque su cultura llegue a excesos de neoculteranismo verbal, un empuje vital y trágico -un   —XL→   "esfuerzo"- salva casi siempre los frutos de su arte», lejos de la «moderación» de José Moreno Villa o el «racionalismo ilustrado» de Ramón de Basterra29.

Lo recordaba en páginas anteriores. A Bacarisse le cupo el error de publicar fuera de tiempo un libro sentimental e inoportuno, El paraíso desdeñado, «en los límites del modernismo intimista machadiano», como anotó Joaquín Marco30. Aparecía en 1928, justo cuando algunos nuevos poetas empezaban a asentar voces genuinas y distintas, fuesen las de Guillén y Salinas, fuesen las de Lorca y Alberti. La noticia compacta de esas novedades llegaría con la Antología de Gerardo Diego, en 1932, y de ella sabemos hoy todo lo humanamente posible, tras el libro de Gabriele Morelli y otros epistolarios de aquellos años. Una carta de Gerardo Diego a Adriano del Valle, por ejemplo, publicada por Antonio Sáez Delgado en un libro reciente, está fechada en octubre de 1931. Se excusa ante el amigo de su exclusión, y de algunas otras, aunque no con el mismo tono para todos: «Pronto saldrá mi Antología. He sentido mucho no poderte meter en ella. Tú, Quiroga, Bacarisse... Garfias... sois los sacrificados más de cerca, pero yo sé que Quiroga y tú, sobre todo, me perdonaréis que haya trazado el límite dejándoos fuera. Sabéis de mi honradez y estoy seguro de que me defenderéis ante los otros que injustamente se vean postergados»31.

También por la edición íntegra de Juan Ramón de viva voz sabemos de algunas otras antologías que jugaban entonces en el sistema literario español. Apenas ha quedado memoria de alguna de ellas, pero sí sabemos que un buen amigo, como Pedro Salinas, había sugerido la presencia de Bacarisse en alguna (como infructuosamente Jorge Guillén había hecho lo propio con Ramón de Basterra en relación con la de Diego). Cuando Juan Ramón sabe de la protesta de algunos críticos por las ausencias de Bacarisse y Basterra, anota Juan Guerrero que «de los excluidos ninguno valía realmente la pena de figurar en el libro», y no echa de menos a Bacarisse aunque sí a Basterra, a Espina o a Domenchina32. Entre los más combativos con respecto a los excluidos   —XLI→   estuvieron viejos conocidos o amigos de Bacarisse, y aunque Salinas lo apreciaba, fue también quien defendió por escrito su exclusión de acuerdo con un criterio convincente. La Antología de Gerardo Diego es un «estado de conciencia poética que se rastrea a lo largo de veinte años» y no «una antología de poetas modernistas de España, 1900-1930», según escribe Salinas33.

El argumento es bueno, pero me parece que menos inocente de lo que aparenta. Puede haber dos antologías frustradas aludidas ahí. La primera la confeccionan, con el mecenazgo lírico de Juan Ramón, unos jovencísimos José Antonio Maravall, Manuel Díaz Berrio y José Ramón Santeiro. Justo en el mismo momento, diciembre del 30, está fabricando Gerardo Diego la suya. Juan Ramón había dicho al principio no querer «estar más con este grupo y, sobre todo, en una antología tendenciosa como esta [la de Diego] de la que se elimina a poetas como Basterra, que vale más que Diego, y a Espina, cuyos primeros libros valen más que los de otros que van a figurar» (t. I, pág. 83). La que apadrina Juan Ramón, en cambio, se parece mucho a la que Salinas parece tener en la cabeza. Y el título que JRJ había propuesto a los jovencísimos Maravall y compañía es «Antología de la lírica española moderna, 1900-1930». No deja de resultar extraño, pese a todo, que se cuente entre los posibles autores considerados -y desestimados- a César Vallejo o a Jorge Luis Borges. Por cierto, y pese a la recomendación favorable del propio Salinas, tampoco Bacarisse acabó entrando en esta antología en marcha y frustrada (t. I, pág. 92).

La suya, la antología que hubiese mimado a Bacarisse, fue otra y todavía sigue inédita. Su responsable era Enrique Díez-Canedo, y no cuento la historia porque ya lo ha hecho Marcelino Jiménez y no puede tardar mucho su edición de esa Antología malograda de la Revista de Occidente. Sí doy algunos datos necesarios: el primero, y fundamental, que Díez-Canedo anduvo detrás de esta antología desde julio de 1924. El propio Diego sabe de su existencia cuando él da los primeros pasos para la suya, y hablamos por tanto a siete u ocho años de distancia de la edición de 1932 (en el caso de Diego). Lo segundo es casi un asunto de procedimiento, porque entre los papeles de Díez-Canedo no se hallan solo las cartas y los manuscritos de los poetas invitados a la antología sino lo que el propio Díez-Canedo había ido incorporando a   —XLII→   ella en forma de recortes tomados fundamentalmente de Revista de Occidente y de España. La elección de Bacarisse no es aislada sino que responde a un enfoque programático, según el cual pueden compartir antología poetas que se llaman Claudio de la Torre, Adriano del Valle, Salvador de Madariaga o Luis García Bilbao (los dos últimos con un poema recortado de España), Ramón de Basterra, León Felipe, José Moreno Villa, Juan Chabás y Antonio Espina con aquellos otros que formaron el núcleo duro de Diego, empezando por el propio Gerardo Diego, con Alberti, Dámaso Alonso, Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, García Lorca... Faltan Cernuda, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, y faltan también Fernando Villalón o Tomás Morales.

Con Fernando Villalón, Bacarisse había trabado una intensa amistad a finales de los años veinte, y de esa amistad ha quedado un epistolario que publicó Andrés Trapiello hace ya unos años. De él quiero rescatar ahora solo el sentimiento de abandono o desprotección que ambos poetas comparten en 1929, una «soledad literaria» que lamenta Bacarisse y a la que contesta Villalón con crudeza y razón: «A mí no [me] pueden echar porque no he entrado en ninguna parte. En este punto te encuentro un poco fuera de razón y demasiado pesimista. Yo no veo más sino maldita fatalidad -a cuyo mismo carro voy yo uncido-, la imposibilidad material de dedicarme de lleno, integralmente a la literatura, y como es de cajón nos pasa lo que al bailarín intermitente: llega al sarao a deshoras, desentrenado y nunca con su indumento a punto». Sospecho que acierta Villalón, más resignado y menos dolido, y que a Bacarisse debieron de acumulársele las decepciones, algunas de las cuales todavía no he mencionado. La aparición de El paraíso desdeñado no significó una forma de aproximación a los nuevos nombres, pese a estar visiblemente integrado en los círculos de Revista de Occidente, haber publicado allí algunos poemas y algunas prosas, haber frecuentado también entre 1920 y 1926 prácticamente todas las revistas nuevas con artículos, poemas y traducciones... y sin embargo estar lejos de sentirse parte de algún equipo o generación. Presumiblemente la decisión de abandonar la vida itinerante como agente de seguros en 1929 para dedicarse a la docencia cerca de Madrid, en Ávila, no es ajena a una idea que debió de haberle rondado a menudo. Bacarisse se acercó a Madrid decidido a tomar posiciones en la nueva vida literaria, quizá incluso cuando empezaba a ser real el proyecto de una antología útil para que gentes como Huidobro diesen los nombres nuevos de carrerilla. De esa antología se sintió expulsado y la suya no llegó nunca a aparecer.



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