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ArribaAbajo IV. Filis




ArribaAbajo- III -

La doncella raptada

Va a la grupa la doncella
sobre un corcel de oro y plata,
entre el alhelí y el plomo
del cielo y el campo en calma.
Va a la grupa la doncella
aunque ella sola cabalga.
Su rubia llama de pelo
ha de encender la borrasca
cuando se desasosiegue
la tarde en paz, gris y cárdena.
Aleteos del abril
asustan a la hoja plácida
y afilan sus acicates
en la hora desenfrenada
para hundirlos en la prisa
de las nubosas ijadas.
Por los llanos va el corcel,
con luces de oro y de plata,
y, en la grupa, la doncella
que en las tormentas se escapa.
—104→
El campo la ve correr
con su miopía entornada.
Un amor de río gentil
se criba entre las pestañas
de los chopos espigados,
y el verde mirar del agua
no sabe descifrar quién
es el raptor que la rapta.
Nadie se ve en la montura.
La niña va arrebatada.
Alhelíes de centellas
de olientes tormentas cárdenas
no aclararán la visión
de la llanura obcecada.
La tarde es perla siniestra;
el corcel es de oro y plata.
Como un eco del galope
se oye un trote de tronada.
No hará visible al galán
la encendida catarata.
Va a la grupa la doncella
aunque ella sola cabalga.



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ArribaAbajo VII. Mitos campesinos




ArribaAbajoVilanos

Estrellas del último
cielo de verano,
vilanitos tenues
vilanitos claros.

Por el campo verde
de oro recamado,
¿adónde vais ágiles
sutiles y rápidos?

Tarde de septiembre
que dora los álamos,
y lleva estorninos
al viñedo, grávido

de sombra y dulzura,
de sabrosos grajos...
(Contra la bandada
vuelan los vilanos.)
—106→

¿Dónde vais, pequeños,
pueriles y pálidos,
pajes del invierno,
farolillos blancos?

¡Ay, ciencia del mundo!
¡Códice miniado
de las verdes huertas
de frutos lozanos!

(Las capitulares
vanse dibujando,
al volver las norias
los ciegos caballos.)

En la tarde azul
de cercos dorados,
¿por qué vais de prisa,
pequeños vilanos?

¿Queréis daros cuenta
o saber de algo
del pobre universo,
y vais hacia el santo
colegio celeste
a clase de párvulos?

  —107→  


ArribaAbajo Jardín de convento

En el jardín del convento
las flores mueren tempranas;
viven tan solo el momento
en que doblan las campanas.

Los mástiles de las naves
que vencieron el confín,
abiertas jaulas de aves
en la quietud del jardín

ven el ansia retorcida
del pálido surtidor,
que es antorcha arrepentida
de su primitivo ardor.



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ArribaAbajo VIII. Dechados




ArribaAbajo- I -

Las naranjas del domingo


Este cielo de fiesta tiene una
sinceridad tan alta,
que el subido temblor de su azul crece
con la insistencia y el fervor de un alma.
El cobre de los campos,
el oro de las casas,
se han molido en pirámides ingenuas
en los ínfimos puestos de naranjas.
Y los sueños con vida,
cascabeles de infancia,
junto a esta fuente de alegría corren
con burbujas de alarma.
       No seas tan azul, azul del cielo;
para tu sed tan clara
la vendedora de globitos tiene
racimos de uvas verdes y moradas.
      Y tú, niño del aro,
mejillas de manzana
-vilanito de luz y amor de madre-,
no mires las carracas
—110→
de palo fresco y virgen
cubierto con estampas
-diminutas esquirlas de la gloria-
y espejitos de gracia.
No anheles la pelota de cartón,
tosca y abigarrada,
en que unos meridianos de arco iris
juntan husos y franjas
con ecuador de seda
y trópicos de plata.
No quieras altramuces ni torrados,
que tu abuelita pálida,
te comprará esta tarde,
para juego y merienda, una naranja.
Quítala, rica espléndida,
de la humilde arpillera desgarrada.
Te enseñará su redondez jugosa,
al verla y al rodarla,
la pueril geografía del colegio
mejor que cualquier mapa,
y sabrás que este mundo,
donde la flor de tu promesa canta,
es manjar y juguete como una
mandarina en los polos achatada.
Te adiestrarás con ella
a desnudar las cosas de su cáscara,
y a sacar granos de oro
del misterio y pasión de sus entrañas.
Y cuando corras mucho, y quede seca
de anhelos tu garganta,
como en este domingo de tu aurora
se escindirán en gajos tus mañanas,
—111→
y probarás los zumos de la vida
a un tiempo dulce y agria.

El cielo azul y la amarilla tierra,
en su mutua promesa enamorada,
se han tomado los dichos a la luz
de su coloración complementaria.
La tarde desfallece
en el propio reflejo de sus ansias,
y los cuerpos se encorvan
y las sombras se alargan.
La campiña, ahora pulpa, casi carne,
pues en su vasto cuerpo hay como un ánima,
dibuja la sonrisa placentera
de la fruta empezada.
Huele a azahar la tierra que es feliz
tras sus mejillas áureas,
y como nunca queda
sino en un hemisferio iluminada,
el cielo bonachón la mira como
a su media naranja.

  —112→  


ArribaAbajo- V -

Granada

Granada de cuentas rojas
e inconfesables hechizos,
rosario de olvidadizos,
corazón que la luz mojas;
deja las riendas más flojas
al bocado del volcán
que galopa al lubricán,
no salten ya de sus músculos
mil simientes de crepúsculos
que todo enrojecerán.

  —113→  


ArribaAbajo - XII -

Lirios blancos

Maestros de los surtidores
y los párvulos luceros;
en los blancos valederos,
orates divagadores
de orugas de oro y ardores
de albura pronta a volar.
-Abril, échate a buscar
guedejas de las novicias,
brazadas, hebras, delicias,
y ¡ay! lirios locos de atar.



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ArribaAbajo IX. Muerte




ArribaAbajo Los sauces pensativos

Los sauces: catedrales góticas
con agujas de clorofila;
catedrales blandas, sin ira,
prosternadas en una misa.

El espíritu erótico alterna
con el espíritu erudito.
Tras el jardín reverdecido,
la celulosa de los libros...

Es Primavera orfebrería.
Un deleite cada noción,
y bajo guarismos en flor,
cada diástole, una oración.

Idilios de las bibliotecas.
Sabiduría del jardín
que no se puede discernir
como el problema en el atril.
—116→

Cada frívolo epitalamio
de la doliente clorofila
a la celulosa adjudica
en testamento una sortija.

Y se desmayan los agónicos
crepúsculos de las glicinas
en violáceas estalactitas.
Huelen a nupcias las fotinias.

En la penumbra suena el figle.
Los murciélagos calcan giros.
Perdura el cuerpo en nardos vivos
y la psique en paralogismos.







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ArribaAbajo Novela

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Los terribles amores de Agliberto y Celedonia


(1931)


Utrinque tortus43



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ArribaAbajo A Ramón Gómez de la Serna

HACE CUATRO AÑOS sentí la sugestión de escribir una novela que llevara por título Los terribles amores de Agliberto y Celedonia. Hasta qué punto pensé entonces en poner bajo tal epígrafe el actual contenido de ella es problema arduo para mi memoria y mi sinceridad. Publicaba la Revista de Occidente su colección Nova Novorum y me propuse fabricar para aquella serie un breve relato erótico-burlesco. En los últimos días de enero de 1927 emprendí su ejecución sobre las mesas de unos cafés de Gibraltar y Algeciras. A mediados de abril de aquel año terminé las cien cuartillas proyectadas en un mesón de Montilla, ante una fiesta rural. Trabajo perdido. La novelita no gustó al Sr. García Vela y no se publicó. No me entristeció el contratiempo porque no diputo infalible al antedicho censor asturiano. Pudo dolerme, tan solo, que no saliera a la luz de la publicidad, porque ya iba, en aquella su primitiva y originaria forma, dedicada a usted.

Por otra parte, reconocí que los estrechos límites que imponían aquellas publicaciones quizá hubieran comprimido los bríos de desarrollo de mi novela. Decidí ampliarla, dilatarla, nutrirla. En Palencia, en Vigo, en Oviedo, en Ávila (1928-1929), a ratos perdidos, recompuse e hinché aquel inicial bosquejo. Las cien cuartillas se convirtieron en seiscientas; pero como la obra, en un principio, llevaba su nombre a la cabeza, al medrar, no iba a mudar de dedicatoria, y aquí está, ante usted y para usted, en homenaje de corroboración de nuestra amistad de catorce años.

Si su volumen no fuera tan excesivo, expondría en un prólogo mis propósitos; pero la novela está demasiado preñada de prolijidades, niñerías y digresiones, que si no aclaran, a lo menos reiteran los objetos fundamentales que perseguí al escribirla. Los tres o cuatro temas cardinales: la supremacía de la sugestión verbal; la superioridad combatiente de los mitos de la realidad y de la acción sobre los mitos de la fantasía, como facultad mucho más económica y previsora de lo que se dice, y, por último, la afirmación de que el amor material estimado como instintivo en las civilizaciones más insensibles y bárbaras, es lo menos material que hay en el mundo, están tan repetidos en los diferentes capítulos que fuera impertinente y ocioso abusar, con previas justificaciones, de la atención del lector,   —122→   que habrá de seguir largo tiempo sin desmayo por el laberinto de numerosos y enmarañados episodios.

La desmaterialización del amor llamado físico no es asunto de novela que pueda extrañar a nadie. Al fin y al cabo, la física, en estos últimos años, se ha espiritualizado considerablemente. Por otra parte, la psicología, con ames y los behaviouristas, se ha materializado de modo considerable. Algunos pensadores, como Bertrand Russell, han supuesto que la última realidad del universo fuera una substancia neutra, de la que materia y espíritu fueran modalidades. Si la experiencia de los laboratorios de física y de psicología aportaba tales sugerencias, ¿por qué no había de ser corroborada y enriquecida por la experiencia inmediata y vital que constituye el elemento de la novela? Este ha sido mi punto de vista.

No obstante, para no entrar de rondón en tan crítico territorio, he explicado los estados de mi protagonista, según la clásica y ortodoxa dualidad de cuerpo y alma, siempre mucho más impregnada de radicalismo cartesiano de lo que supone el pensamiento y el comportamiento de los católicos atrincherados en la escolástica. Así, pues, materia y espíritu, cuerpo y alma, son palabras que empleo en sentido metafórico y provisional.

Según la técnica también clásica del análisis psicológico en la novela, he procedido sobre un solo personaje, Agliberto en este caso, pues no se puede hacer patente un intento de descomposición en más de uno de los caracteres. Tanto Mab como Celedonia están tratadas de modo legendario o mítico. Su prestigio de irrealidad, de inverosimilitud, así como la intervención de la sirena, mero ardid novelesco, creo que simplifican y aclaran el desarrollo de los hechos y la repercusión de estos en la conducta del protagonista.

En cuanto a la forma, he de confesar que el estilo de esta novela es desgalichado y quizá imperfecto. Sin embargo, creo que conserva una digna y dolorosa reverencia al pudor humano, entre expresiones triviales, callejeras o baladíes, y hasta mantengo la pretensión de ser esta fingida historia de mayor decencia que muchas de las que circulan hoy salidas de la pluma de los mal llamados escritores pulcros, delicados y exquisitos, los cuales bruñen sus cláusulas o acicalan sus imágenes para disimular, tras de tal atuendo, una sensibilidad cuartelera y zafia. Hora es ya de denunciar ese truco inaguantable por el cual muchos espíritus de presunta pureza, con los almíbares destilados en cien alquitaras, endulzan las más bajas y cochambrosas tendencias de la sensibilidad; pero esta denuncia, que alcanzaría a alguno de nuestros estilistas más celebrados, quedará para otro día.

  —123→  

Quede, pues, eliminada la hipótesis de que he pretendido tratar en este libro un problema sexual. Sexual, no; erótico, sí. Y lo he tratado de modo burlesco para concederle toda la ternura de que era merecedor.

Diciembre de 1930



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ArribaAbajo Primera parte

La sirena


Tut! I have lost myself; I am not here.
This is not Romeo, he's some other where.

SHAKESPEARE
Romeo y Julieta, acto primero
               


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ArribaAbajo Viaje de novios

ESTUVO TENTADO de no entrar en la estación, de huir por los campos, enfurecidos de calor, recién licenciados de su gala de sol, azulinos, polvorientos, destelleantes solo en las altas charreteras de oro, puestas sobre las clavículas de los aleros, bajo el cielo, ya color de greda. ¿Para qué aquel viaje? ¿Por qué no desistir de él? De buena gana hubiese dejado que se dispararan sus equipajes, facturados de antemano, con rumbo ciego e inútil, y rompiera la menuda cartulina del billete, correosa y amarillenta como una ternilla, mordiéndola, si su estado de revulsión y empacho, vecino de la náusea, no le imposibilitara para todo arranque de decisiones definitivas. ¡Estúpido, estúpido! Cuarenta y ocho horas antes pudo modificar su trayectoria en un cuadrante exacto y seguir una ruta perpendicular, camino de una región espumeante de oteros verdes y bahías zarcas, donde la sonrisa se prolonga y la sidra se reitera. Pero ¡ya era tarde! Además se había comprometido con Mab. La víspera, al ver cómo hojeaba un álbum de fotografías de aquel país, le preguntó:

-¿Ha estado usted?

-Nunca -le respondió ella, devolviéndole la interrogación.

-Siendo niño -había dicho él.

Ahora sentía honda repugnancia a cobijarse bajo el caparazón de aquella tortuga, más de ópalo funesto que de prometedor carey, gran dorso de vidrio donde se despedían para un viaje celestial, de ida sin vuelta, los nácares del atardecer. Pero cierto era también que Mab, después de ver los castillos, los monasterios, los grandes hoteles, en fotografía, había sentenciado ya ante aquel león de piedra sentado en la esquina de un claustro decadente, sosteniendo -aguador y buhonero- una pila en forma de concha donde un raudal sin fin exhibía su insistencia:

-Me mandará usted postales.

También había prometido:

-Le enviaré tres postales diarias; una, a las once, inspirada en los ensueños de la noche anterior y en el tornasol de los escaparates de las tiendas; otra, a las cinco de la   —128→   tarde, dictada por la luz indígena y el humo del tabaco importado; la tercera, a medianoche, jugando los ojos con el pule de las constelaciones y alguna lágrima rezagada. Mab, en vez de alabar aquel país con un «Debe de ser bonito», había recordado entonces, precisamente:

-Mi padre está peor.

Sentía ahora esa sed del viajero de verano, avivada, más que abolida, por semiesferas de agua y vino, apuradas con prisa al triturar una pechuga de pollo. De pronto sintió, percibió que algo estaba prendido en el bosquejo o intentona de paisaje patente a sus ojos; en las telarañas de telégrafos; en los torreoncillos de castillo de burgrave de una fábrica; hasta en los alambres de espino y en los cardos raheces de un ribazo; el recuerdo de la última tarde que estuvo en tal estación. Fue un día fino, plácido y sensible como una cuerda de bandurria, de los primeros de abril. Despidió a Tori y a su hermana. Tori, su primera novia. La veía, al final de aquel invierno, figulnesca y morucha, exquisita de boca, acaudalada de ojos, falda a cuadros tableada, muy corta; las botas altas con caña de ante gris, según aquella moda (1916) que imprimía a las jóvenes una semejanza de cantineras o escoceses de zarzuela. ¡Qué lejos aquello y aquella! Tori prefería los sombreros chiquitos; Colombina, de candiles, turbantes, capotas Directorio, reverso de su hermana Ofelia -siempre envuelta en pieles-, sombreando su belleza (Lady de Camsborough o emperatriz Eugenia) bajo amplios castores o vastas pamelas. Despedida. Moisés de la merienda. Salacot de lacre de una botella. Dos copas de jerez en la misma copa, brindando en el andén por casarse al año siguiente; un beso a hurtadillas, caído fuera de la cara, en el pabellón de la oreja. Cuando Tori tornó de aquel viaje la encontró muy melindrosa y riñeron para siempre jamás. Ahora por ver aquella sala de espera no retrocedió.

Era un alvéolo sórdido y mugriento. El ambiente de luz, color cerveza negra. Cayó en él, como una mosca sitibunda.

Más allá la luz de los arcos voltaicos (los últimos) bañaban el andén con un consuelo resplandeciente de horchata de arroz, asociado a ese ruido sedoso de la chispa, tan confundible con el roce de la sal y el hielo en las garrafas.

Cruzó a zancadas -gabardinas y garambainas al brazo- con dirección al último coche. En ese último coche buscó el último departamento, y en él el rincón más apartado de las miradas transeúntes y curiosas. Escondió la cabeza en la cortinilla azul,   —129→   igual que un niño castigado o un adulto con dolor de muelas. Llegó un hombre de faz rasurada y mercantil, portador de hermosas maletas de cuero, calzando guantes grises, y se sentó, sin saludar, en el rincón diagonal al suyo. Estaba tan ambiguo el crepúsculo que hubieran sido tan anacrónicas las «Buenas tardes» como las «Buenas noches», y cuando el cielo se pone así, no hay que exigir cortesía.

Después vinieron semblantes de familia y gorgoritos afectuosos, y también llegó el cónsul, con su monóculo, su americana cruzada y sus zapatos de piel y lona:

-Agliberto -le recomendó-, debe usted cambiar de coche, este se queda en...

-Ya lo sé -contestó muy tranquilo, como si se tratara de una jugada de ajedrez de quinto alcance.

Todos convinieron que debía cambiar de vagón inmediatamente; pero él, sin duda, hilaba en su rincón, como una larva, uno de esos lindos capullos de seda amarilla o cándida, de hilos inconfesables, porque no quiso moverse.

Se empingorotó el vaporoso airón de la máquina, entráronle las agujas del pitido, oído adentro, en el acerico de la cabeza y el codazo de los topes en el epigastrio. Tomándole de las manos, le alzó de su apoltronamiento una necesidad: la de sacudir su pañuelo por la ventanilla. (Al fin y al cabo, sus deudos, el cónsul...) Mientras el tren se desentumecía en sus primeros pasos, con la premiosidad de su merendona de carbón y agua, él, viajero de nubes, soñaba: «Por aquí marchó Tori hace siete años. Después volvió sin sus patillas de espiral, técnicamente prodigiosa, peinada con crenchas, gorda, con caderas rotundas».

De súbito, se tapó la cara con el volandero pañuelo como si una tolvanera de polvo fuera a cegarle. En el andén una señorita y un señor, vulgares, obscuros, parados muñecos, fijos quizá al suelo de cemento por una tuerca invisible, le observaron con tanta extrañeza que su mirada se encorchetó a la suya con tal y tan dolorida fuerza que a punto estuvo de sacarlo afuera, por la ventanilla. Aunque resistió el tirón, supo que ya no debía asomar la cabeza, pues hasta el bastidor del cristal podía alzarse y degollarle, convertido en guillotina por el demonio de alguna intención. Prescindiendo de toda despedida prolongada a sus allegados y al cónsul, tambaleándose con la crispación sudorosa de equilibrista sin red debajo, a cincuenta metros de altura, que no siente sino el contacto de la resina en los chapines sobre el alambre erecto y ansioso, se sentó, acobardado, abatido. ¿Qué pensarían de su hurañía, de su retirada los que habían   —130→   venido a brindarle esas señales desmañadas, enternecedoras, orquídeas de los grandes invernaderos de las estaciones, de las estufas con vapor de locomotora? El caballero y la jovencita también hacían ademanes, pero no eran para él. Luego se destornillaron con una mirada angustiosa y se fueron, uncidos por la misma preocupación.

Mientras tanto, Agliberto recibía una nueva sorpresa. Había en el coche una tercera persona, un hombre saludable y sencillo, con facha de torero o de tratante. A su vera, esa simpática cestita de mimbre color naranja de quien viaja con el decoro humilde de las gentes bonachonas que todavía emplean el usted gusta, último vestigio de una marchita época en que se compartían en el tren la raja de salchichón, el pan de higos y la plática.

Así como el primero poseía unas facciones ásperas y apeñascadas, el segundo compañero las tenía borrosas, disminuidas, erosionadas, tal un canto rodado. A la par que sus fisonomías denunciaban dos fases de un mismo proceso geológica (hay una geología de los rostros, más certera que las antropologías y las psicologías), sus espíritus debían ocupar segmentos armónicos en una misma curva, porque después de diez minutos, su charla, prendida en castellano, continuaba en inglés.

«Esto dignifica el viaje», pensó el joven Agliberto, con embravecido encono.

El semblante de contornos quebrados sentenciaba:

-Indudablemente, entienden mejor la vida que ningún otro pueblo. Es un gran país -hablaba de los yankees.

La faz de perfiles mórbidos asentía:

-Son los dueños del mundo -mientras montaba el andamiaje de una expresión peculiar de arrendatario, de inquilino al reconocer la firma del casero en un recibo. La cara de Agliberto contorneaba una de esas sonrisas dulces, sin sexo ni edad, que señalan los raros placeres de la existencia, entreabiertos los ojos, aspirando, con el cabello revuelto, los fríos y finos alcoholes de la brisa en el vaso azul de la noche niña, batidos en cocktail por el vaivén de los vagones.

No estaban solos los tres.

Apareció una cuarta persona. Pero debía de viajar sin billete, porque se rebullía en la red, confundida con los equipajes. Primero asomaron dos pies lindos y agudos con plumaje de charol, mirlos de bien bruñida coraza. Dos manos afiladas, morenas, intentaron cubrir la doble joya, negra y rosa, enfundada en las medias transparentes.   —131→   Agliberto cerró los ojos y acabó de ver bien. Quiso ayudarla a bajar, pero la recién venida ya estaba de pie, sobre el almohadillado asiento. Tampoco saludó. Era Mab.

Mab, escultural y doméstica. Colgaba un vestido azul de sus amplios hombros de moza tartesa. La sonrisa, entre la sombra y la cabellera, no era de rostro; de jardín más bien.

Sostenía en su mano un ovillo. Agliberto musitó: «Hermosa eres entre todas las mujeres». Después quiso interrogarla, interrogándose: «¿Qué no haré yo por ti?». Los hombres rasurados que hablaban en inglés le clavaron los ojos. La figura palideció, y el hilo de su ovillo se fue, devanado, perdido en cinco hebras, bajando y subiendo, quedando todo él enredado en los postes telegráficos de la línea férrea. Mab conservaba su placidez de mujer alta. Ahora renovaba el rígido donaire de las tardes caseras cuando servían el té sus suaves falanges trigueñas. De los tarritos de mayólica brotaban nubecillas tenues, translúcidas; después, iban cobrando mayor cuerpo y densidad. Agliberto sintió agravársele la sed; tendió una mano. De las jícaras salían hirvientes penachos de guata. Mab estuvo a punto de desaparecer del todo. Por el rectángulo de la portezuela el humo blanco de la máquina, compacto y rollizo, se desarrollaba en cordilleras efímeras.

¿Sería mentira su presencia? No; ahora estaba allí, sin duda; vestida de blanco, con su falda de franela y las rositas de sus uñas trepando por el enrejado cuadricular de la raqueta. Sin embargo, sus ojos no se veían bien. El clavel sonreía.

El tren paró. La golosina ensoñada se había escamoteado. En vez de red de tenis, red de mantas; en lugar de raqueta, una gran badila blanca, un ostentoso disco de señales, guiño, burla roja de un farolillo al desencanto de Agliberto.

El hombre de las maletas seguía informando al hombre de la cesta. Volvían a hablar en castellano.

-Y se divierten mucho -los norteamericanos-; más que nosotros, sin hacer ruido, sin dispararse. Bailan; bailan todos los días varias horas.

-Bueno, ¡que bailen! -comentó el despierto soñador-. Después repitiose. «Mab, Mab, ¿por qué me aparto de ti, sin razón ni necesidad?» Pero la amaba tanto que separarse de la posibilidad de verla, aun por poco tiempo, le parecía la más infame mutilación. Empezó a tener la sospecha de que los seres amados en el abandono y la lejanía se tornaban frágiles, rompedizos, friables, y aun podían llegar a desintegrarse.

Aquel horror supuesto le obligó a querer cazar el sueño, olvidándose de su deserción, y se dedicó a transitar por esa torre de acaracolada escalera, tobogán de recorrido   —132→   ilusorio que tanto y tan en vano se recomienda a los insomnes. Las gradas eran desiguales; la barandilla faltaba a trechos. Un bulto surgió, imperioso, apremiante. ¿Sería Mab? No era ella; era el revisor. Alto, cetrino, con el mordaz instrumento desenfundado, sin su bozalito de cuero. Tendió la cartulina y recordó aquel cuento trivial del viajero con dolor de muelas que, al despertar y ver la tenaza interventora tan semejante a la de los dentistas, sin dar el billete, abre la boca y señala: «La segunda de la izquierda, arriba». El empleado le reconoció por el destino de su viaje.

-¿Usted es don Agliberto? Un ingeniero, ¿verdad?...

-No, señor, Agliberto a secas, príncipe de cuento de hadas, por mi nombre, por mi alcurnia, por mi espíritu, y uno de los seres más desdichados del mundo.

-¿No desea usted nada?

-No, señor. Muchas gracias. Llevo magnesio para fotografías, unos libros de Proust -era en 1923-, una cachimba, aspirina y un afán frenético de arrojarme a un lado de la vía por la ventanilla...

-Yo no deseo informarme de su salud y estado por curiosa e impertinente intromisión -continuó el funcionario, siempre sonriente-, sino porque así me lo ha mandado una señorita que viaja con la familia del presidente de la Audiencia de C... Es rubia, delgada, muy simpática... Digo, usted debe de saber quién es...

-¡Vaya, vaya suerte! -jalearon, a una, los dos viajeros, prescindiendo de inglés y festejando el interés de la viajera incógnita. Además inquirieron:

-¿Es guapa?

-Bonita muchacha -afirmó el revisor.

-¿Está usted seguro de que es bonita? -preguntó, indignado, el joven.

Los otros reían. El mercurio de gorra de visera hizo un saludo casi militar.

-¿Y cómo usted sin conocerme ha podido saber que era yo quien interesaba a esa damisela?

-Por las señas dadas no podía ser otro. ¿Desea usted algo de mí, don Agliberto?

-Nada. ¡Si acaso, una catástrofe ferroviaria!

Quedó trasudando, erizado el cabello, extraviado el mirar. ¡Cosas de Celedonia! ¡Siempre igual! Fantasías, vehemencias, peregrinas maquinaciones, fascinación individual y colectiva inexplicables. ¿Cómo había transmitido al interventor su filiación? ¿Con qué mohínes remedado sus gestos? ¿Con qué aleteos de manos modelado su perfil y figura para que le reconociera sin vacilar? ¡Terrible, Celedonia!

  —133→  

Los dos compañeros de viaje, el de la faz de peñasco y el de la cabeza de canto rodado, le miraban con embeleso, como a personaje de poema. Por trabar palique con él hubieran consentido, inclusive, en hablar solo en castellano. Uno comerciaba con los paños de Béjar; otro era administrador de Correos en Talavera de la Reina. Agliberto se hizo el difunto y hubiera querido serlo. «Por aquí pasaba Tori hace siete años. ¿Me quería? ¿No me quería? Cuestión de número de brácteas en la margarita del corazón. Lo cierto es que tenía un gusto excepcional para escoger sombreros.»

Detenido el tren, arrambló con sus trípodes, paraguas de playa y maletines, sin despedirse con un «Buen viaje», y cayó, pájaro malherido, en otro departamento. No se veía en él más que a un señor de luenga barba blanquísima, probablemente nictálope, porque parecía leer en la obscuridad una revista de cubierta quizá amarilla -¿literaria, científica?-, sin duda enciclopédica. Prestancia de cualidades antagónicas, a lo Anatole France o Bernard Shaw, entre apóstol y Mefistófeles de comedia de magia. «Debe de ser un premio Nobel», pensó. Después se destacaron en la penumbra dos tipos juveniles: un niño gótico -discretamente vestido, acorazada la vista por unas gafas de armadura negra- de esos que se ven los domingos por la mañana en el Museo del Prado, en las conferencias del Instituto Francés en tardes olientes a violetas y en el foyer de la Princesa, cuando actúan compañías extranjeras; el otro era defensa de un admirado equipo madrileño, ojizarco, huesudo, caricóncavo. Cambiaron entre sí una mirada de inteligencia equivalente a: «Él es», y dijeron a un tiempo:

-Usted debe de llamarse... Agliberto.

-No necesito nada, muchas gracias. Tan solo un poco de sitio.

Colocados sus bártulos, se acomodó ampliamente, decidido a no abrir los ojos. A pesar de ello, veía más que oía ese cañamazo rítmico de las cadenas, los topes, los ejes entrecruzando sus ruidos hasta llegar a la modulación de una melodía elemental y obsesiva; en realidad, más que bordado musical, bastidor para aplicar cualquier motivo... Agliberto se distraía cambiándolos; uno de Petrouchka, otro de Mozart, el del Romance de Blanca Niña, preferido de las niñas morenas... Mientras llegaba a esta conclusión tan importante y fundamental: «El tren es el único instrumento que canta cuanto se quiere», unas voces, entre pregón y disputa, quebraron el entretenimiento. En la greguería percibió su nombre. El mozo de comedor proclamaba:

  —134→  

-Hay solo un sitio para esta serie, y ha sido reservado a petición de una señorita. ¿Alguno de ustedes es don Agliberto?

-Aquel joven -dijeron varios.

El aludido se puso muy serio.

-Tiene usted guardado un lugar en la mesa del presidente de la Audiencia de C...

-¿No sabe ese presidente de Audiencia que soy ayunador de profesión? -y rechazó el billetito verde.

Se refugió en el sueño que tuvo para él, todavía, derecho de asilo. Tori flotaba en la niebla onírica, bailando con patines de ruedas, una de sus donosuras peculiares, en el skating almibarado de los imposibles. Volvíale el gusto de la tarde vernal -¡qué rica!- cuando la niña emprendió aquel mismo camino, aún impregnado de ella, a pesar del tiempo; una tarde toda oliente a rosas, rociada de desahogo y congoja, perliazul, apetitosa, salpicada de algunas gotas de bitter amoroso en los basaltos... Despertó con rabia y sed. «¿Y Mab? ¿Por qué no sueño con ella? ¡Mab de mi alma!» Se apelotonó, puso la mejilla en el áspero asiento, y mandó al cochero de sus ensueños: «A casa de la reina Mab». «Recuerde, señor -respondió el auriga-, que la reina Mab va en coche.» «Bueno, pues al paseo de coches de la reina Mab.»

Debían de estar ya cerca cuando Agliberto, tumbado, sintió que le asían de los cabellos y le levantaban en vilo. «La enramada de Absalón», supuso. Pero no era sino un adolescente uniformado, que depositó entre su cabeza y las jergas del asiento una bella y nítida almohada, oronda cual pecho de nodriza.

-De parte de la señorita Celedonia -y desapareció.

El anciano que leía la revista le prodigaba asimismo cuidados y recomendaciones.

-Joven, ¿quiere que alce el cristal de las ventanillas? Quizá la brisa de la noche le dañe la vista. ¿No ha traído zapatillas? Es muy conveniente viajar con zapatillas. Las madrugadas en tren son muy peligrosas sin ellas.

Se sentía feudal, omnipotente. A media noche, como la sed le mortificara demasiado, le apeteció un té. Adormilado, ebrio de fantasmagorías agridulces, tambaleándose por los pasillos, se dirigió al coche comedor. Las mujeres despiertas asomaban sus rostros curiosos, alzando discretamente las cortinillas obscuras, para verle. Tras los tripudos sillones de cuero color berenjena y las caobas acarameladas, de bruces, sin plastrón de piqué, despeinados, dormían los camareros.

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Gritó:

-Prepárenme un té, en seguida.

-No es hora de preparar nada -contestó, malhumorado, el que tenía el sueño más ligero.

-¿Cómo que no? ¿Acaso ignoran quién soy yo?

-Señor, no puede ser ya. La cocina está apagada.

-Háganmelo -insistió él.

Conocía la fórmula mágica.

-¿No saben ustedes que me llamo Agliberto?

Se alzaron automáticamente, despiertos, los tres servidores. El blanco montgolfier del cocinero se hinchó con la llama del conjuro nominal.

-Está bien, señor. No faltaba más. Encenderemos las cocinas.

Aquel estado de cosas era producto de la milagrosa intervención de Celedonia. Estaba tan desconcertado, tan vacilante como el súbdito más obscuro que por azar o elección pasara a ser la autoridad suprema, el ápice de magistratura, en una república. ¿Para qué puede servir una personalidad, un carácter, al fin y al cabo una serie de trajes del espíritu frente a unas nuevas condiciones de predominio, respecto a un distinto clima jerárquico, súbitamente variado? Aquel orbe nuevo se adentraba en su ser como el símbolo de una máquina neumática para enrarecerle el alma. Ahora, en aquel tren, el más azul de los trenes -de un azul ultramar-, él era el rey, el soberano de aquella monarquía, anélido que, corriendo tanto, parecía tener prisa por acabarse. Dentro de unas horas, en la frontera, los carabineros no le tratarían de majestad; quizá le dieran una friega irrespetuosa -igual que a los otros- o una paliza para cachearlo. El té aquel tenía un gusto inédito, incoativo, a siempre malo. Lo único sabroso de este mundo son las reiteraciones.

Agliberto nunca había tomado parte en una experiencia semejante, y se encontraba sin recursos. Los jóvenes, ante promesas empíricas demasiado apremiantes e inadecuadas a su modo de ser, por instinto, pretenden abandonar su lastre psicológico, su última intimidad, acogiéndose a la imitación de otros hombres, que, al parecer, por su exterior, son aptos para convivir con las condiciones planteadas y resolverlas. Esa es la causa de ese peligro y voltario mimetismo a que la juventud se entrega, remedando externidades de otra personalidad diputada de más idónea para acoplarse a circunstancias imperiosas e ineludibles.

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Nuestro héroe se dio a creer que para pasar revista a aquella realidad ofrecida era menester un buen uniforme substituto de los verdaderos ropajes de su alma, estrellado con doce o catorce gestos fundamentales de esos que nunca habrían sido propios, sino ajenos y nunca compartidos. Recorrió, hojeó, palpó con el recuerdo caracteres masculinos y, al fin, se atuvo a un disfraz de personaje laxo, extinto tras un incendio cordial, cortés y comedido, con apariencia de fatiga y agotamiento, capaz para poder dejar latente con holgura el cauce de subrepticias pasiones. En concreto, el tal vestido psicológico tenía por maniquí, en la realidad, a un jefe de Administración de un Ministerio, amigo del padre de Agliberto.

Este, mientras se entregaba a tan sutiles tanteos, se sintió bruscamente a trescientos kilómetros de Mab. Le dolía el corazón, como si la mitad hubiese quedado en poder de ella, y el resto, elástico hasta el prodigio, fuera arrastrado por la prisa de la locomotora. (Imagen de pena y distancia: trescientos kilómetros lineales de corazón.)

Volvió a su coche. El premio Nobel roncaba algebraicamente. El ateneísta y el futbolista habían colocado, durante su ausencia, sus cuatro extremidades (cada uno dos) en el territorio frontero, con esa mala educación viajera de las personas que se estiman bien educadas.

-¡Vasallos, alzad los calcañares! -gritó S. M. Agliberto.

Bajaron los pinreles. El sueño colectivo pudo tragarse la noche vainillosa, achocolatada, cual si fuera un bombón.

A las seis de la mañana, el príncipe del tren despertó en una parada. Ya la aurora había quedado rota en trinos y rosas, y como necesitaba luz y aire, se asomó a una ventanilla. Frente a ella se oreaba junto a la vía un bello eucalipto de gran melena de hojas en forma de hoz, temblón a la brisa aurirrosada y al fervor de los gorjeos del amanecer, tan líquidos que quitan la sed. Palpitaba el árbol -gracia y vida- con un orfeón de pajaritos en las entrañas.

Así he sentido mi cuerpo algunas veces -recordó Agliberto con nostalgia.

El convoy, detenido en una curva, intentaba morderse la cola. Así los vagones quedaban en anfiteatro. Los viajeros podían verse, como los espectadores taurinos de tendido cercano. Aparecían pocos madrugadores. Apenas alguien más que Celedonia, nerviosa, esbelta, matinal, en su kimono color peonía pálida, puesta de codos sobre   —137→   la alcándara o barra de cobre de las ventanas del coche corrido. Junto a ella un cualquiera, con bigotes, le hacía el amor, hablándole al oído. Entre risas, saludó.

-Buenos días, Agliberto. ¿Cómo ha descansado usted?

-Bien, ¿y usted, Celedonia?

-Por un azar me enteré de que viajaba en este mismo tren. Creí que le sería grato recibir mi recuerdo, mi almohada y tener en la mesa un sitio junto a mí; pero no se ha dignado ni hacernos una visita, ni dedicarnos un saludo, ni aceptar esos humildes ofrecimientos. Para llegar hasta mí no precisaba que anduviera por los estribos. Unos coches comunican con otros. Ha estado exquisito. ¡Si todos los amigos fueran como usted! -declamaba, burlona y dolorida, desde el otro anillo del tren arqueado.

Ofrecían sus manos, muy pequeñas, desusadas, de amante de Luis XV envueltas en guantes de manopla a franjas amarillas y blancas, gajos de travesura que acercaba a los mostachos galanteadores y luego escamoteaba en su coquetería. Volvió a gritar:

-¡Qué bien cantan los pajaritos por la mañana, Agliberto!

-Es la alondra de Romeo y Julieta, Celedonia.

-No diga usted simplezas. ¿No oye usted que son gorriones?

Miraba de reojo a su alejado amigo, significándole: «Te gané la apuesta. No sabes de lo que soy capaz». Él se retiró, ofreciendo mentalmente al bigotudo: «Si la raptaras o le dieras muerte, te regalaría una caja de habanos».

El sol de la mañana hacía de las suyas, dejándose caer con descaro. A derecha, ondulaba la sabandija de cobalto de una sierra, seducción femenina de perfiles. A izquierda, un campo asperiego y rubiote, de alcornoques y rebollos, con rebaños de merinas recién esquiladas, sin camiseta de invierno. Volaban tres cuervos de un azul siniestro, perezosos, con una pertinacia lerda de presagio. Agliberto fumaba cigarrillos extenuándose, alejándose de su peculio pragmático, del impulso del brío físico, todo en poder de Mab, sin duda, allá lejos. Pensó: «Lo mejor que puede pasar es que pase algo malo».

Pero todo fue a pedir de boca, de boca santa, incapaz de ofender a Dios. Llegaron, al fin, a la frontera. Mientras desayunaba en la fonda de la estación, esperando el trasbordo, ensayaba una serie de sonrisas de autocrueldad: «Se acabó tu reinado y el mío, Celedonia. Nos vuelcan el equipaje. Nos descosen las ropas. Nos dan una friega».

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Pero no fue así. No se abrió una valija. Concluyó: «Es verdad, es un tren azul purísima». Sin saber cómo se encontró en un coche hilarante, color frambuesa pasada, a solas con Celedonia, rosa, fresca Astarté, vestida con un traje crema plisado.

Ella cantaba palmoteando:

-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios, ya puedo hablar contigo, estar a tu lado! ¡Qué bien nos ha resultado nuestra fuga! ¿Por qué pones esa cara? ¿Estas malo?

-¿Y tu flirt, Celedonia? ¿Y tus acompañantes?

-¡Ya no los veré más, qué alegría! Has estado muy salvaje, muy incorrecto, pero muy bien. Yo ya te lo advertí: como si no nos conociéramos. Las del magistrado tenían ganas de verte. El cosechero de corcho quería hablar contigo. ¡Qué hombre! Se me ha declarado dieciocho veces esta noche.

-Tú también has procedido con gran tino y cautela, Celedonia. Cuantos viajaban en el tren sabían mi nombre, mi edad, mi carrera y mis secretos.

-¡Y qué importa eso! ¿Me crees como tú, que no te has dignado saber de mí en catorce horas? Pero ¿por qué suspiras, Agliberto? ¿Te sucede alguna desgracia? ¡Uy, qué irritados tienes los ojos! Voy a lavártelos con manzanilla.

Bailaron cajas y maletines. Salieron un plato de aluminio, una pastilla inflamable, una cacerola, unas indecentes flores amarillas; pero Agliberto no le toleró tanto a la vestal y tomando su sombrero de paja, cual si cazara una mariposa, lo echó encima del fuego extinguiéndolo.

-No puedo soportar los incendios; ni los exteriores, ni los internos.

Celedonia arrojó el sombrero por la ventanilla. Después de reencender la pastillita, hervir el agua y esponjar los párpados del joven, se los enjugó con un paño de Verónica; después extrajo de un cabás un colirio y con un cuentagotas le hizo ver todas las estrellas de las nebulosas.

En su escozor ya no recordaba tanto a Mab como al Agliberto que él había sido. A cada choque, o vaivén, se le antojaba que su carácter, como un líquido, iba a desbordar el envase de su persona. Necesitaba un modelo para comportarse en los difíciles trances que se le avecinaban. Los héroes históricos, Julio César, Cromwell, Napoleón, no le servían. Los maestros o protectores de la ingeniería, Eiffel, Lesseps, don Melitón Martín, tampoco... Mejor una personalidad cualquiera, laxa, floja, pasiva; la de aquel jefe de Administración de segunda clase, amigo de su padre.

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Subieron policías. El pasaporte de Celedonia no reunía la totalidad de registros. Querían detenerla. El ingenioso ingeniero no lograba disuadirlos.

-¿Qué viene a hacer usted en nuestro país?

-Voy a montar un laboratorio -dijo ella, muy formal, con el cuentagotas y el colirio en la mano-. Soy especialista en radio y gases raros.

Debieron de tomarla por sobrina de madame Curie, y en aquella tierra una sospecha de tal linaje valía más que tres firmas y cinco sellos. Los dejaron en paz, pero Agliberto se sentía cada vez más débil, más intruso, más achicado, después de su soberanía nocturna. Sostuvo la charla durante dos horas, amedrentado y en plena derrota. Ella, asomada, ponía un comentario a los paisajes que giraban en torno de ellos. Por cima de las vedijas de un oro muy claro, flotantes sobre la nuca de una blancura de nata, se veía fermentar la verdura de las colinas, de los prados, de los pinares. Alguna vez, coronando un otero, surgía la quijada de Sansón de algún castillo o murallón almenado.

Fueron ocupándose los asientos vacíos con gentes del país, pintorescas y graciosas. A la hora del almuerzo, él quiso hacer los honores a la hora y al fogón-liebre, pero ella era un hada previsora y en seguida armó un campamento de fiambres, golosinas, frutas secas, faros de jerez.

-La comida del coche restaurante. ¿No debe decirse restaurante?...

-Niña, si empiezas a expresarte según los preceptos rigurosos de Mariano de Cavia, me apeo en la primera estación, y te dejo sola.

-¡Ay, no! Quería decirte que la comida de ahí es muy mala.

-Sí, Celedonia, sí, hasta la de la primera serie. Así pensé yo anoche.

-Bobo, ayer lo más que podía hacer era reservarte un sitio... ¡Mucho me lo agradeciste!

-Habíamos proyectado no comunicar hasta llegar a la frontera, y tus iniciativas me parecían imprudentes.

-Imprudentes ¿por qué? ¿Acaso vamos a hacer algo malo? Al fin y al cabo, no me importa que las gentes se enteren. ¿Es un crimen viajar contigo? ¿A quién perjudicamos? Toma, toma. Come de esto -y le daba los manjares en la boca, partidos en pedazos, como a un bicho amaestrado. Él obedecía lánguidamente.

Delante de ellos una pareja de novios y su mamá los miraban con el embeleso de los niños calígrafos al dechado del pendolista, inigualable, en tal momento. Ella, muy retrechera; él, entre las mejillas azulirrasuradas y el pelo corvino, os tentaba un brillo   —140→   de loza en la esclerótica y los incisivos. El arrope de la codicia esmaltaba las expresiones, los gestos del prometido.

-Sus arrumacos son muy discretos -juzgaba Agliberto-, pero su fosforescencia es inaguantable.

Él se sentía exento, bruñido, más alcanforado que nunca. Las horas de la siesta pasaban en tren, frente a los regimientos de eucaliptos que saludaban militarmente.

Celedonia estaba cansadísima. Sus ojos fueron cerrándose al calor de la siesta, barajado en el vuelo de libélulas del humo de los pitillos. Su cabeza se inclinaba sobre el hombro cercano de Agliberto. En él llegó a posarse, y sobre él quedó dormida. Inmóvil, en silencio, el joven ni podía rebullir, ni podía pensar, presos también sus movimientos mentales. Pretendió echar el anzuelo de la imaginación a los pececillos más irisados de su agua ilusoria, en el mar de ayer, en el mar de hoy: Tori, Mab... Imposible; esos eran bienes y posibilidades piscatorias de la rica almadraba de una personalidad de cierto hombre de veinticuatro años, alumno del último curso de la Escuela de Caminos, diestro geómetra del billar, etc., etc. Pero todo aquello había huido de la redoma de su ser descaracterizado, vaciándolo, y apenas podía tener ni sentido en tales momentos. Pasaba el tren por túneles frecuentes. Él, solo atento a no despertarla, la veía sonreír -apoyada, reclinada- a un sueño enigmático y dulcísimo, y se enterneció de conmiseración al sospechar a los protagonistas de aquella creación engañosa, fugaz, arcano impenetrable... Todos los viajeros estaban pendientes de ellos. La mirada general encendía una apoteosis de bengalas de admiración a aquel soñable ensueño. Cuando despertó llegaban casi a la estación de su destino, meta y fin del dilatado viaje. La media tarde estival cruzaba todas las espadas de su armería en los andenes, ya cercanos. Palmoteó como una chicuela al saber que había dormido sobre el hombro de Agliberto. Sobre la solapa de este, una hebra rubia, verde de puro rubia, se enroscaba como la rúbrica de un contrato, pero de convenio de cuento de hadas; verde, más brizna que cabello.

La madre de la novia frontera preguntó, boquiabierta, maravillada:

-¿Hace mucho tiempo que se han casado ustedes?

Pestañeó el infeliz, mientras bajaba una sombrerera y un trípode, meditó y se dio por vencido.

-Celedonia, ¿cuánto tiempo hace que nos hemos casado?

-Ocho meses -contestó la recién despierta, solemne y sin vacilación.



  —[141]→  

ArribaAbajo El duro falso

LA CAMARERA TEMBLABA de los tacones a la cofia. Celedonia estaba hecha una furia. Cada uno de los rayos de sol de su cabeza (cien mil mañanas de junio) era una centella. Hubiera querido destruir su equipaje, acobardado a sus pies, rebaño sumiso; destrozar aquel hermoso lecho imperial que llenaba buena parte del aposento. Todo el hotel se estremecía, y no de frío. Un buen calor cuajado, inmóvil, de cinco de la tarde, hacía pensar en un incendio.

-¿Quién ha podido creer que somos matrimonio?

-No sé, señora, mejor dicho, señorita. Ha debido de ser una confusión -dijo la pobre en su idioma, balbuciente.

-Pues no. Sépalo usted. Sépanlo todos. No me cansaré de gritarlo, hasta que suban los guardias y se enteren las gentes. No, no somos esposos, ni amantes, ni novios, ni nada, ni lo seremos nunca, a Dios gracias. ¿Quién ha pedido este cuarto? ¿No habrá sido él? Si es así, le abofeteo, y me voy.

La extensa comarca del lecho aparecía granada de un cosmos de estrellas y flores de encajes, sobre el campo de un viso, cosechado en verde manzana. La mujer argumentó:

-Sin duda la dirección entendió mal, o se confundió, o creyó acertar... Como son ustedes jóvenes y venían solos, tan risueños y felices...

-Es verdad -comprendió Celedonia-. Tenemos los mismos gustos, el mismo genio, casi la misma edad. Nos conocemos hace muchos años. Por eso vengo con él. Quizá hayamos tenido la culpa nosotros. Entramos aquí riéndonos a carcajadas... Pero no; no somos nada -concluyó, como si hubiera demostrado algo por reducción al absurdo.

Su pasión por las labores se enredaba en las randas, en los entredoses de los cuadrantes. Mirándolos, gemelos, orondos, mórbidos, sintió cosquillearle alguna reminiscencia en el pabellón de la oreja -palabras o suavidades soñadas- y su ceño se esclareció. Los festones de lino escarolado, le recordaban sus pliegues las cunas de los   —142→   dulces codiciados ya en el Sagrado Corazón y las jaretillas de las tareas de costura, remotas y miríficas.

-¡Qué bordados más bonitos! ¡Qué colcha más linda! ¿Y ese aro? ¿Y esas gasas? ¡Ay, un mosquitero! ¿Hay aquí muchos mosquitos? ¿Como en Italia, quizá?... Y esas incrustaciones de bronce en los remates ¿qué animales son? Ah, sí; son esfinges. No podían ser otra cosa con esos pechos tan redondos y perfectos. ¡Las esfinges enigmáticas! ¡Qué gracioso! Un enigma a un lado y otro enigma a otro...

-Esta es una cama de las que ofrecemos siempre a los recién casados -aclaró la camarera.

-Pues por ahora... no puedo usarla. De esa nube de muselina parece que va a salir un corro de angelitos, o una corona de palomitas, como en las estampas... Una flor bordada en la colcha le trajo a la memoria su bastidor del colegio, las bromas con las compañeras a hurtadillas de las blancas tocas de las madres, las puntadas mirando a la umbela del geranio, junto a la ventana del patio.

Apareció Agliberto, tronchado, caedizo, colgado del dintel. Rebañó la alcoba con la vista y puso la boca en forma de O.

-Miserable, ¿has sido tú quien ha pedido este cuarto de luna de miel?

-Hace veinticuatro horas que he tomado un hábito espiritual -respondió el increpado-. Hábito usado. Mejor dicho, no; lo prestado no es el hábito. Lo que ha cambiado -y se golpeaba el pecho- ha sido el maniquí. Y este maniquí no habla ni decide. Es expectante, callado, dócil.

Al decir estas incoherencias, se exhibía en ese aspecto de incorporeidad, consecuencia de las posturas y actitudes del cansancio y el agotamiento; su ojos, enrojecidos, miraban fija y serenamente a Celedonia, que se hizo cargo, saturada de lástima.

-Agliberto, estás pluscuamperfectamente atontado. Báñate. Voy a escoger habitaciones.

-¿Las desea la señorita que estén en pisos distintos? -preguntó la camarera.

-No. De ningún modo. Sería una injuria a su amistad. Además quiero que me oiga si me siento mal o intentan robarme.

-¿La señorita las prefiere contiguas, pared por medio y, claro es, sin comunicación?

-Sí, eso es. Muy bien. Juntas y sin comunicación.

  —143→  

Antes de salir no pudo evitar que volvieran a írsele los ojos a aquella colcha del lecho imposible, tan bella que tenía bordadas, nada menos, las flores del bastidor de sus doce años.

Subieron un piso. La joven escogió dos aposentos mellizos, empapelados en rojo y azul, respectiva y caprichosamente, con balcones, no a la gran plaza de empinada estatua, sino a una calle lateral. Camitas exiguas, cenobiales, de individual aire hospiciano, y cuartos de baño independientes. Cuando apareció Agliberto, ella le consultó:

-¿Qué te parecen?

-Deplorables, Celedonia, deplorables. Aquí vamos a llorar y a maldecir nuestra suerte. Ya suponía yo que tú escogerías un cuarto abierto a una calle en que se viera a un sombrerero en mangas de camisa, un escritorio con una prensa de copiar (míralos allí, en el principal y en el segundo) y un inevitable taller de modistas.

-¿No te gustan las modistas, Agliberto?

-Van a tomarme por tu esposo, como todo el mundo en esta tierra, y si les hago señas van a reírse de mí, y de ti también, claro es.

-Eres encantador, tienes los escrúpulos que nunca se conocieron en los maridos auténticos. Oye, ¿y no te gustan estos cuartos?

-No me gustan nada, pero me parecen muy bien.

-¡Qué insoportable! Si hablas así en público, nadie dejará de tomarnos por marido y mujer, y ya va picando en historia. Mira, está cayendo el sol. Debemos vestirnos y salir un momento.



Una hora después deambulaban por la ciudad desconocida, desnivelada a golpe de terremotos, servida por ascensores, igual que las minas. Era domingo y los pazguatos estaban, desesperados y desesperantes, a las puertas de los cafés bullidores, porque los mirones quedan cesantes los días sin escaparates ni trabajo que contemplar y compadecer. En lo alto de una elevada columna una estatua de un rey se entretenía en ver pasar la gente. Las mejillas de la tarde adquirieron ese matiz de rubor, de embero de uvas, sonrojadas por la brisa fresca de la ría, que iba afinándose como un aguijón y estremecía las carnes, suavemente, denunciadora de la proximidad del mar. Celedonia se puso un abrigo de seda.

  —144→  

-No has sacado gabán, Agliberto. ¿Quieres caer enfermo? Tengo que cuidarte. Menos mal que este traje no es fino. Está muy bien. Es de un gris muy original. ¿No te parece que este paseo es casi idéntico al de Recoletos?

-Sí, Celedonia, sí. El ser humano se figura que va a encontrar algo nuevo en alguna parte del mundo y cae en la insania de los viajes. Pero no hay en toda la tierra, supongo yo, sino media docena de cosas típicas que se repiten, odiosa e infatigablemente, en todos los lugares.

-Déjame que me apoye en tu brazo. Me duele mucho un tobillo. El jueves pasado estuve en el picadero del cuartel, pues Sinibaldo está ampliando mis habilidades ecuestres. Vamos Laura y yo, y nos reímos mucho, por ese vértigo que da el galope, tan alegre como el giro de una ola o una plataforma de verbena. Él y otro capitán nos hacen el amor sin ningún interés, y nosotras dos les tomamos el pelo de lo lindo. El otro día, para bajar del caballo, me apoyé mal en su mano, di un brinco y se me torció el pie. Si cojeo, voy a hacer aquí muy mal papel. Agarrada a ti nadie lo advierte. Siempre me ha parecido delicioso ir del brazo de un hombre vestido de gris. Además, ¿quién nos conoce?

-A ti siempre te han gustado mucho los capitanes de caballería.

-No puedo verlos. Lo que me encanta es hacer ejercicio. En las carreras de caballos sí admiro mucho a los buenos jinetes.

-En atención a que estás inválida estimo oportuno sentarnos bajo aquellos castaños y tomar algo en una de las mesitas blancas.

Corrían fragantes efluvios de estío por el paseo de coches. Sombrillas y abanicos se cerraban en los vehículos. Las mujeres adoptaban actitudes de ensueño en los autos, mientras el sol, de un rosa fuerte, les encendía los rostros. Agliberto ansiaba poner un telegrama a Mab, pero como estaba real y hondamente enamorado no quería confesar su pasión. Lanzó un suspiro, tan profundo y prolongado que hizo decir a Celedonia, impaciente:

-Si te aburres conmigo, mañana mismo tomo el tren y me voy.

-No, hija, yo estoy encantado con tu compañía.

Se sentaron junto a un veladorcito. Ella se quitó los guantes de seda; él los suyos, y los puso encima.

-Agliberto, no supusiste que vendría contigo.

-Nunca.

  —145→  

-Creíste que era broma mi apuesta.

-Más apuesta que broma. Más porfía que apuesta, porque no hemos apostado nada, que yo sepa.

-¡Quién sabe, Agliberto, quién sabe! Me molesta mucho que me ganes y superes en todo. No lucho contigo sino en cosas de insignificante importancia, y siempre me vences, siempre me achicas. Y no estoy dispuesta a aguantarlo. Muchas dificultades he tenido que resolver, muchas mentiras que echar para hacer este viaje, pero quiero poder contigo.

-Esfuerzo vano, Celedonia. Somos dos seres dotados de cualidades distintas. Cada uno tiene que triunfar en diferentes medidas y ocasiones. Hace dos o tres años quisiste que fuéramos a las Ventas a merendar. Después de engañar a la señora de compañía, tomar un coche y jadear en balde, tú no acertabas a bailar al compás del manubrio, en un piso de astillas. Después nos sirvieron unas tajadas de bacalao muy chulas con su mantón alfombrado de salsa de tomate, y sentenciaste al probarlas: «Están muy frías. No hay quien las coma».

-La falta de costumbre, Agliberto. La juventud, que debe resolver todos los problemas, no resuelve ninguno, unas por defecto de experiencia, otras por defecto de coraje. Pero ya no me intimidas. Quedamos en que bailas mejor que yo y en que no pudiste enseñarme a jugar al billar decorosamente. ¡Recuerdo qué escándalo y expectación se armaban en el Café de Madrid, cuando en cierta época entrábamos tú y yo a jugar a las carambolas!

-Sí, lo recuerdo muy bien, hasta el desenlace, y veo la mesa herida por la lanza de una amazona.

-Tú me recomendabas siempre: «Alto el taco, Celedonia. Los rotos hay que cubrirlos con plata». A mí me gustaban las carambolas de efecto. «Celedonia, picas más que una gallina en un pimiento.» Y un día atravesé el paño. Y tuviste que cubrir la lesión, no con tafetán, sino con discos de plata.

-Sí, parecía aquella mesa una de aquellas amas de cría de mis infantiles años que llevaban pendientes y pectorales hechos de moneditas pequeñas. Aquel día perdí yo, pero desde entonces has perdido tú.

-Sí; me ha tocado el papel más difícil. Es muy sencillo para un muchacho. «Voy a viajar», pero ¡si supieras cuántas combinaciones he tenido que hacer para venir! Preparar   —146→   la coartada, diciendo que me invita Claudia, la viuda. Eso es verdad, pero no me reúno con ella hasta que no me enseñes a hacer fotografías. Después, ponerme de acuerdo con la familia del magistrado para dar la sensación de que voy acompañada con una custodia de toda garantía.

-No quisiera engañarme, Celedonia, pero me parece que tu padrastro y tu hermano me vieron ayer en la estación al salir el tren, al asomarme.

-¿Por qué te asomaste, idiota? ¿No convinimos en que te esconderías en el último coche?

-Sí, pero mi familia, el cónsul... Ahora que, al pasar frente a ellos, me tapé la cara con el pañuelo.

-¡Ah, muy bien! Entonces estoy tranquila.

-Yo no estoy tranquilo, Celedonia. Me asustan las responsabilidades, y la más grave de todas es que yo no podré pagarte tus delicadezas. Tú deberías ganar, porque juegas siempre limpio y de buena fe, aunque piques demasiado.

-A veces desisto de toda ganancia. ¿Recuerdas la tarde del tiro de pichón?

-No. ¿Cuándo? ¿Qué fue?

-Estábamos sentados en una mesa de la terraza Carolina, Betty y yo, contigo, ¿no recuerdas? ¡Qué tarde más bonita! Como estábamos junto a las gradas de la escalera pasó una muchacha vestida de azul, con un sombrero grande de flores amarillas. ¡Esa que anda como una diosa antigua y presume de escultura! ¡Esa que te gusta a ti tanto!

Agliberto quedó paralizado. Una palidez mortal le alcanzaba a él y alcanzaba al mundo entero (Mab). Celedonia continuó:

-Tú nos dijiste: «Hace dos años que estoy enamorado de ella y no me atrevo a confesárselo». Yo en broma propuse: «Si quieres, yo se lo diré por ti». Tú contestaste: «A que no». Yo: «A que sí. ¿Qué apuestas?». Tú, tan tacaño siempre en materia de amor, dijiste, ¡oh, vergüenza!: «Un duro». Yo no conocía a la muchacha y no podía abordarla con embajada semejante. ¿No recuerdas cómo nos divertimos?

-Sí, Celedonia, sí lo recuerdo; es uno de los más grandes pecados que he cometido contigo. Me pareció tan descabellada la idea de interceder por mi amor que aposté un duro falso que llevaba en el bolsillo hacía tiempo. Cuando Betty dio por deshecha la apuesta por desistimiento tuyo, creyendo que los duros eran iguales, me   —147→   dio a mí el bueno y te entregó a ti el falso. Me divirtió la travesura, pero ahora me pesa en el alma.

-No te atormentes, Agliberto. Cuando apostamos mujeres y hombres, a nosotras la mejor contingencia que nos cabe es ganar un duro falso, la peor y la mayor perder el nuestro bueno, hasta cuando se anula la apuesta.

-La verdad, Celedonia, la filosofía de las mujeres es la más barata. Edifica una teoría psicológica masculina a base de cinco pesetas.

-Y la vuestra la más cara, niño, porque siempre transforma un remordimiento en una chuscada más o menos ingeniosa. No te enfades, pequeño. Estas cosas puedo yo decírtelas porque no soy ni tu mujer, ni tu amante, ni tu novia; porque no soy más que tu camarada.

Cerraba la noche. A través del follaje del jardín brillaban las uvas claras de los faroles eléctricos. El recuerdo de Mab venía para Agliberto acarreado en la humedad y la brisa de alguna tormenta lejana. Se estremeció de frío.

-Vamos a cenar, Celedonia.

-Vamos, Agliberto, porque hace mucho relente.

Se colgó de su brazo, y al verle perplejo y triste, le advirtió:

-La cocinera de casa, en las compras de la plaza, pasa todos los duros falsos.



-Espérame un momento, voy a cambiar de ropa para ir al comedor.

-No seas transformista, Celedonia. Aquí nadie te conoce. ¿Para qué molestarse? ¿O es que quieres sacar novio?

-No, es un vestido que he mandado hacerme pensando en ti. Es negro, bordado de lirios blancos y lirios morados. Muy sencillo. Siempre me reprochaste una cierta afición a lo recargado y pomposo, y quiero desbaratar tu opinión.

Ya vestida, entraron en el comedor, lleno de zánganos, de viejas teñidas y de oficiales de opereta.

-¿Qué te parece? Ya no dirás que voy vestida como las muñecas que ponían encima de las consolas y los pianos en el estúpido siglo XIX. Es un vestido muy cuento de Edgard Poe.

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-Sentémonos en aquella mesa. Tiene una pantalla más bonita que las otras. El vestido es realmente de alivio de luto. Te tomarán por una viuda joven que ha venido a cenar con el abogado que le desenreda el último pleito derivado de la testamentaría.

Agliberto nunca se había sentido impulsado hacia Celedonia. Guiones de skiss, mah-jong, té danzante, camaradería les enlazaban, pero siempre la estimó demasiado blanca, demasiado portada de magazine -pecas raras, pero irritantes; ojos color ciruela, mitad verdes, mitad violáceos; nariz respingona, boca de A-. «Me sabe, es decir, me sabría a chocolatina y a galleta inglesa -pensaba-. Y yo lo que necesito es una morena de ojos grises y pelo rufo, cuyo cariño estimulante sepa a pepinillos o alcaparras en vinagre.»

-No sabes nada de indumento femenino. No sabes nada de nada, Agliberto. No sé por qué busco tu compañía. Pero ¿qué te pasa para poner esa cara?

-Es la tirantez de los párpados y la nuca, producto de los viajes largos en tiempo de calor. Cada exceso, cada deporte, cada vicio dan un signo local de dolor en determinado músculo. En eso he hecho notables observaciones.

-No me las digas. Lo más probable es que no pueda escucharlas una señorita.

El joven ingeniero descubrió el procedimiento de desembarazarse de su acompañante cuando fuera ocasión; decir una inconveniencia o simular un atentado. Pero lo concibió con ese candor en que incurre el funcionario honradísimo a carta cabal al pensar en la improbabilidad de solucionar sus miserias pecuniarias con un desfalco o una malversación.

Los camareros empleaban siempre el tratamiento más irritante: «La señora no quiere modificar el menú». «Aquí está el lavamanos, señora.» El maître: «De la glace, madame». Madame, señora... ¿Cómo llamarían aquellos zánganos a Mab cuando viniera con ella en viaje de luna de miel?

Celedonia estaba regocijadísima.

-Cada vez me hace más gracia que nos tomen en todas partes por marido y mujer. Después de la cena se despidieron a la puerta de sus alcobas.

-Tú no te acostarás. Saldrás un poco.

-Estoy malo.

-Anda, vete un ratito, que no será tanto.

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-¿No me dejas entrar en mi cuarto?

-Ahora no, porque voy a desnudarme.

-Y qué puede importarte, si yo no lo voy a ver.

-Sí, pero lo puedes oír. Los flecos de mis vestidos chascarán como trallas. Mis zapatos darán dos aldabonazos al caer. Mi faja, mis medias sisean al escurrirse. Mi camisa vuela con un zumbido de mosquito. Cuando suene un silencio estaré desnuda. Con solo pensar que puedas oírlo, me enciendo de vergüenza.

-Sí, es cierto. El pudor ha sido siempre el pecado más procaz. ¿Me das permiso para ir de juerga?

-Sí; pero no te acuestes tarde. Mañana te necesito a las nueve para tomar el barco y cruzar el estuario. Escucha, ¡qué maravillosa palabra: estuario! No se puede pronunciar en todas partes.

Salió. Parecía que acababa de desencarnar. La noche de julio, oreada de ozonos y de lágrimas celestes, era un dulce caos: violines, risas, estrellas, rosas. Pasaban por su vera de noctívago mujeres con luceros en los zapatos. Los castaños de Indias tenían las hojas más finas, más sutiles, epidermis más transparente que nunca. Detrás de ellos corría clara y preclara la sangre de los arcos, los farolillos, los anuncios luminosos. Seguía la siembra de sonrisas. Agliberto estaba cansadísimo. Vio una verbena, tan familiar y sin originalidad como todas las cosas que se ven por vez primera. Anduvo largo rato y acabó durmiéndose, andando. Completamente dormido dio su paseo, encontró el hotel, su escalera, su cuarto. Entonces despertó. Reinaba un silencio seductor, con acierto temido por Celedonia. Miró al reloj, solo para pensar: «También Mab debe de estar acostada a estas horas». Volvió a dormir, y, dormido ya, se desvistió y cayó en el lecho.