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Una inspiración alemana

A mi amigo Ramón Rodríguez Correa


Te dedico estas páginas extravagantes e incompletas, que parecen inspiradas por el vino agridulce del famoso Rhin.

¿Son un sueño real o una realidad soñada? Lo ignoro. Únicamente sé que debieron ser extraños y nebulosos versos alemanes, formando composiciones casi aisladas, de memoria aprendidas hace muchos años y hoy traducidas en pobre y pesada prosa española.


      Desde la mañana
       hasta la alta noche,
siempre luchando el cuerpo ya viejo,
       con el alma aún joven.


(Canción de no sé quién.)                



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Época primera


I

En mi corazón vuelve a amanecer. En mi corazón se ocultan los últimos rayos de la luna pensativa, y se esconde el último brilla de las relucientes estrellas.

En mi corazón se acurrucan en tropel todos los ecos de las infinitas palabras que la noche, oscura y silenciosa, porque tiene recuerdos, medita con acento íntimo y profundo.

En mi corazón buscan seguro abrigo los suspiros, los punzantes duelos, los comprimidos sollozos, las penas solitarias y quejumbrosas que la noche ha despertado y que ahuyenta el nuevo día.

En mi corazón se precipitan todos los hijos de la noche: recuerdos y esperanzas, deseos y realidades, ensueños y desengaños, verdades y mentiras.

Mi pobre corazón se asusta al pronto; siente que lo oprimen, que lo conmueven, que lo agitan; pero es tan fuerte, que no quiere quejarse, y calla resignado al ver la claridad del nuevo día.

Sí; en mi corazón vuelve a amanecer. Los primeros rayos del sol doran la cumbre de las montañas. Los prados se iluminan, las colinas resplandecen, y los barrancos más profundos se despiertan perezosos.

El sol mira con sus mil ojos resplandecientes, desde la cumbre de la montaña, y al pronto nada ve, porque su intensa claridad es como el relámpago que deslumbra y todo lo ilumina, hasta la sombra más oculta.

Donde no hay sombra no hay verdadera luz. -Yo te saludo, ¡oh sol! Hacia ti levanto mis brazos, tanto tiempo caídos e inmóviles, y con profundo júbilo me paro a mirarte y exclamo, herido por tu deslumbrante esplendor:

¡Oh sol incomparable! ¡Oh sol siempre joven! Si fueras el sol del invierno te volvería la espalda; si fueras el sol del estío te despreciaría; si fueras el sol del otoño me burlaría de ti; pero ¡oh sol generoso y altivo!»

Tú eres el sol de la primavera, y como eres el sol de la primavera, caigo de rodillas ante tu luz bienhechora, y beso la tierra, y al besar la tierra, late mi corazón fuertemente.

Dentro del pecho late fuertemente, y despierta, y salta de júbilo, porque tus rayos primaverales llegan hasta él, y porque tus rayos primaverales despiertan en su fondo y llenan de radiantes reflejos.

Dulces imágenes casi heladas por el frío invierno, recuerdos tristes y alegres de primaveras ya olvidadas, deleites y pesares ya casi muertos de frío; porque tus rayos primaverales y ardientes, al dar nuevo vigor a la tierra, vieja y sombría al exterior, pero siempre joven y tranquila en el fondo, encienden, quién sabe si por última vez, mi aterido corazón, si no muerto, helado ya y moribundo.




II

Brotaron todas las flores. Se abrieron hasta las flores que se ocultan entre la maleza. El sol de la primavera brillaba radiante en el cielo. Mi corazón volvió a despertarse, y al sacudir su profundo sueño, ¿cómo expresar con palabras el anhelo dulce y a la vez pesaroso que lo agitó profundamente?

Deseos que nunca llegan a cumplirse, esperanzas que mueren casi al nacer con los recuerdos que las dieron vida; ansias de días mejores, sueños de goces reales; impulsos de algo indecible que, aunque no tiene nombre, vibra y se comprende; ecos de apagados deleites; anhelo incesante, ya de ocultos goces, ya de triste calma, ya de pesares casi apetecidos; inquietud siempre vencedora, delirio nunca vencido; fiebre que se alimenta de su propio fuego inextinguible; tranquila muerte que está acechando el último movimiento de la vida; sueño inquieto, pero largo, que dura días y noches; letargo frío, pero no yerto; silencio profundo con ecos muy lejanos; sombra que, adormecida, sueña con la luz que la engendra; olvido eterno, que al ser olvido es un recuerdo remoto de algo que debió ser.

Quietud después de la agitación; calma después de la tempestad; muerte después de la vida... ¡Ah! Yo no sé qué fuerza misteriosa y sin nombre sacudió con creciente violencia mi corazón dormido, y mi corazón se despertó; y al ver el crepúsculo de la mañana que huía presuroso, exclamó lleno de angustia y de placer: «¡Yo te saludo, nueva y deseada primavera.»




III

Y al aparecer el sol primaveral, palidecieron las estrellas que tan tristes rayos vertían en mi corazón, y se escondió pronto la luna que tantas noches había alumbrado mis ensueños con indecisa y traidora claridad. En mi pecho penetró un torrente de luz radiante y deslumbradora, y mi corazón, ha poco rodeado de sombras espesas, se iluminó.

Se iluminó, y al verse un gran centro de luz, tuvo precisamente que mirar con sus brillantes ojos las sombras lejanas que su misma luz engendraba, porque se deslumbraba al contemplarse a sí propio, y en su propio esplendor nada conseguía ver distintamente: enmedio de las encendidas llamas, la claridad sólo reina, es decir, la monotonía.

En una palabra; mi corazón, centro de luz, buscó a la sombra, la vio, la miró días y días, se acercó a ella y la dijo: «Yo soy la luz, pero la luz se aburre sin la sombra. Tú eres la sombra, y yo, a quien el sol primaveral ha despertado, yo soy la luz que a ratos se muere por la sombra.»




IV

Mi corazón, lo mismo que la primavera, tuvo amor. La luz se enamoró de la sombra. Mi corazón se enamoró, o, mejor dicho, yo me enamoré de la mujer más hermosa, pero más fría, entre todas las mujeres.

Cabellos castaños, que en realidad no son ni claros ni oscuros, ni forman un color definido; frente estrecha, preciosa, pero donde no cabe ningún pensamiento elevado; ojos grandes, aunque sin fondo; nariz, ni larga ni corta; mejillas sonrosadas, nunca pálidas; labios cerrados, jamás entreabiertos; la garganta y la mitad del pecho siempre al aire.

Las manos, afiladas y frías; los pies, demasiado pequeños; el talle... no sé si semejante al ciprés o a la palmera, y el aspecto, es decir, todo el cuerpo como un espejo frío, pero brillante, que está siempre esperando quien se mire en él.

Mi corazón se enamoró, quiero decir, yo me enamoré de esta mujer bellísima a quien pudiera comparar con un lirio descolorido y avaro que bebe ansioso las lágrimas de la aurora, de la pobre aurora.

Que toda la noche ha pasado comprimiéndolas y esperando con angustia el nuevo día, para derramar el llanto de sus penas sobre las flores desagradecidas.




V

Yo te amo con todo mi corazón, ¡oh Julia tan amada como desdeñosa! ¡tú eres mi encanto, tú eres mi dicha, tú eres mi patria y mi ciencia, y mi vida y mi muerte!

¡Tú lo eres todo; y sin ti, yo no soy nada! Antes, debe hacer ya tan largo tiempo, he querido a otras mujeres; pero ahora no comprendo cómo he podido querer a otras que no fueran semejantes a ti.

¡Hoy se me figura mi antiguo amor tan frío y egoísta! ¡El que por ti siento ahora, me parece, y en efecto lo es, el único amor de mi vida, el primero y el último!




VI

Cuando en la silenciosa y larga noche quiero precipitar las horas que me separan de mi amada incomparable, se despierta en mi alma como una angustia indecible, como un presentimiento de pesares crueles que a lo lejos me esperan y me llaman con apagado acento.

Un mundo de esperanzas azules y risueñas como la brillante bóveda del cielo, se me aparece a lo lejos, pero tan lejos, que la inmensa distancia abate las alas de mis deseos que se preguntan antes de lanzarse al espacio: «Si no podemos llegar hasta allí, ¿qué será de nosotros al caer desde la altura?»




VII

La desconfianza engendra la pereza egoísta, y la pereza engendra el desamor. ¡Fuera las dudas insensatas y los temores inútiles!

¡Yo sé que tú me amas, Julia mía! Me lo han dicho tus ojos, me lo ha dicho tu frente pensativa, me lo ha dicho tu mano temblorosa y ardiente.

¡Sí, me amas! Tus labios callados, pero trémulos, me lo están diciendo. Sólo falta que tu corazón comprimido y tembloroso estalle, para que tus ojos y tu frente, y tu mano y tus labios, sean por siempre míos!




VIII

¡Ay! Las nubes, las espesas y envidiosas nubes, agolpándose en el cielo, han oscurecido la luz del sol. -¡Oh pobre sol! ¡cuán pesaroso estás detrás de las nubes, sin ver a tus queridas flores que aguardan anhelantes tus miradas!

¡Oh corazón insensato a quien, cual nube espesa, oculta este miserable y envejecido pecho; cómo surges silencioso en tu oscura cárcel aprisionado hasta que a muerte destruya la cárcel y el prisionero!

Dulces esperanzas que al realizarse se desvanecieron; sueño interrumpido antes que la luz hiriera los ojos; palabras pensadas en el silencio de la noche y desoídas al brillar el sol como inútiles y mentirosas; ¡yo os maldigo una y mil veces! ¡Ojalá nunca os hubiera abrigado al calor de mi alma; ojalá nunca te hubiera soñado; nunca os hubiera mecido dentro de mi pensamiento! ¡Todo fue mentira, todo, menos mi amor!




IX

A veces, cuando la ávida mano del hortelano codicioso va a coger la fruta sazonada, se oscurece súbitamente el cielo, silban los vientos desatados, y gruesas y pardas gotas caen pesadas desde la amenazadora altura.

Huye atemorizado el hortelano, y la fruta se desploma al suelo para ser festín de los hambrientos gusanos. Pasa la tormenta, vuelve la alegría, y el hortelano echa pestes y se tira de los pelos.

Yo iba a coger la apetecida y sonrosada manzana; iba ya a cogerla; ya la tenía casi entre los dedos, y vino la tormenta y me la arrebató. ¡De rabia golpeé la tierra con mi frente, maldije la manzana y la tormenta, y me maldije a mí mismo!




X

¿Por qué no se cansa y envejece el cuerpo? ¿Por qué ella sueña mientras él duerme; ella anda intranquila, mientras él descansa perezoso; ella habla mientras él calla; ella está rebosando vida cuando él comienza ya la terrible lucha con la muerte? ¡Insensato! ¿Quién responderá a mis preguntas? Los hombres nada saben, y yo solamente sé que por ser mi cuerpo viejo, por estar ya fatigado, no puedo seguir en su carrera a mi alma joven aún y llena de vigor y de energía. Yo solamente sé, y esto lo saben tanto mi alma como mi cuerpo, que, al encontrarla, he perdido para siempre a la mujer más encantadora de la tierra.




XI

Y mientras perdí el tiempo en pensar día y noche en mi amada sin igual, y mientras me alimenté con esperanzas halagüeñas, y con promesas dulcísimas, y con ensueños amorosos, y mientras la amé sólo con el alma, sin que el cuerpo perezoso y confiado aprovechara las horas que huyen precipitadas para nunca más volver; se acercó a mi amada sin igual un joven estudiante y la habló de amor real, que como es fuego se pasa pronto; y me la arrebató por siempre, y la llamó su Julia, mientras yo fantaseaba y soñaba que la hermosa Julia era mía, ¡únicamente mía!




XII

¡Qué amargo es el dolor cuando la esperanza lo desprecia y lo abandona! ¡Es un rey absoluto, de corazón endurecido que hiere a sus vasallos con las mismas armas que sus vasallos le dieron. ¡Qué amargo es el dolor cuando la esperanza lo desprecia y lo abandona!




XIII

Traspasado el corazón por el agudo puñal de los celos, intranquilo en todas partes, loco y como huyendo de mí mismo, me fui no sé a dónde para olvidar a mi amada perdida, causa de mi dolor, y de mis celos, y de mi inquietud siempre despiertos.

Fui a ocultarme en los sombríos y apartados bosques; quise contar mi pena a los tristes árboles, a los arroyuelos alegres, y por ninguno fue oída mi pena, que siguió creciendo, creciendo más y más con el murmullo, monótono de las hojas y el ruido burlón de los arroyos.

Subí a lo alto de las montañas perezosas, y allí, gritando lastimosamente, conté mi profundo pesar a las nubes que se alejaban y a los barrancos que lo repetían, devolviéndolo sin calmarlo ni contestarme una sola palabra de consuelo.

Y me bajé a los campos. Y llegué a la orilla del Rhin, del Rhin serio y grave, pero siempre bondadoso con los tristes. Y le hablé de mis tormentos y le pedí el olvido y hasta la muerte. Y el Rhin tampoco me escuchó, siguió corriendo indiferente hacia el mar, y me dejó desesperado y solo con mi profunda pena.




XIV

Y cuando mi pena, cada vez más grande, iba a romper mi pobre corazón desesperado, no sé por qué mis ojos se fijaron en las aguas del río que al pasar murmuraban como burlándose de mi alma dolorida y de mi rostro angustioso.

Y miré las aguas largo tiempo. Y de pronto levanté, sin querer, los ojos, y a lo lejos vi, a la opuesta orilla del Rhin, una turba de alegres mozuelas con trajes de diferentes colores.

Unas estaban sentadas contemplando inmóviles el río; otras jugueteaban y corrían de aquí para allá; éstas cantaban amorosas canciones, aquéllas bailaban como en un día de fiesta.

Al mirar aquella alegría lejana; al escuchar aquellas voces frescas y sonoras, aquellos gritos agudos y a la par dulces, se me figuró que por un instante olvidaba mi pena, y en las sombrías tinieblas de mi corazón brilló como un relámpago súbito.

No sé lo que sentí. Era como si soñara despierto. -¿Se había apiadado el hermoso Rhin de mis pesares, haciendo salir de su fondo cristalino sus ninfas más juguetonas que sólo para mí bailaban y cantaban alegremente?

No sé lo que sentí. Nuevos deseos agitaron mi alma y mis recuerdos parecían fundirse en esperanzas nuevas. Con los ojos busqué alguna cosa a un lado y a otro, y a lo lejos vi amarrada a la orilla la barca de un pescador.

Corrí hacia ella y atravesé el río, el serio Rhin, siempre bondadoso con los tristes. Y me acerqué, no sin algún temor, a la turba de alegres muchachas que me recibieron amables y con muestras de júbilo.

Una sobre todo era encantadora. Alta, morena, de ojos negros y profundos, de trenzas obscuras y a la vez brillantes, de labios entreabiertos y nunca cerrados. Me acerqué a ella y ella se sonrió suavemente.

No la hablé ni de sueños, ni de promesas, ni de esperanzas. No la hablé más que de realidades. Y tuve buen cuidado de que mi pobre cuerpo no se quedara atrás cuando el alma intentaba correr inquieta.

Y a la caída de la tarde, con toda la galantería del más cumplido caballero, acompañé a la ninfa, morena y de ojos profundos, hasta la puerta de su casa, en la ciudad de Strasburgo, tan renombrada por su gótica catedral.






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Época segunda


I

La ciudad de Strasburgo es renombrada por sus excelentes patés de foie-gras y también por su palacio del Obispo, por sus fuertes murallas y por su catedral gótica, cuya torre tiene 142 metros de altura hacia el cielo, y cuyo célebre reloj representa el movimiento del sistema planetario y de las constelaciones de ese mismo cielo que acecha de día y noche la torre puntiaguda.

Es además renombrada Strasburgo, porque sus habitantes y los que no lo son saben que Francia tiene puestos en la santa ciudad los cinco sentidos y a la par centenares de cañones, y que Alemania la mira sin pestañear con sus ojos azules y también con sus obuses, de mirada inmóvil y profunda como la noche sombría. El azul es el color de los celos.

Pero Strasburgo goza entre los alemanes de más alto renombre, porque al llegar la verde y deseada primavera, acuden a la ciudad bendita una turba de amables francesas que vienen sin duda a distraer los cuidados y pesares del invierno por las risueñas praderas del bondadoso Rhin, que a corta distancia agita sus aguas lentamente.

¡Oh Rhin, medio alemán, medio francés! ¡Tú devuelves la energía al cuerpo que los fríos del invierno monótono tenían adormecido, y a la vez despiertas en el corazón soñoliento cien ansias de goces esperados, esos deseos de bienes prometidos, esos impulsos de correr por alamedas y campos solitarios, en busca de alguno a quien poder contar cuán hermosa es la soledad acompañada!

Tus ondas murmurantes cantan a media voz mil y mil baladas amorosas en que de continuo aparecen gallardos caballeros vencidos por los encantos de tus ninfas, o blancas y misteriosas ninfas por los astutos caballeros vencidas; cantan murmurando la leyenda de Loreley, la bella ondina que, con sus trovas irresistibles, atraía a su oculta y húmeda morada a todos los que cruzaban tu corriente; siempre que fueran, aunque mortales, de noble aspecto, es decir, en lengua vulgar, siempre que fueran buenos mozos. Semejante a Calypso en su afamada isla, los sujetaba años y años entre las redes de su amor nunca saciado y los ahogaba en tus aguas, si conseguía con sus canciones engañosas atraerse nuevos convidados a sus festines jamás interrumpidos.

Los sauces y los tilos que dan sombra a tus márgenes y en tus ondas azuladas se miran, tiemblan de júbilo, y al temblar se quejan alegremente y pronuncian palabras misteriosas de amores deseados y cumplidos, de goces imposibles casi pero realizables, de ventura en sueños apetecida y en la vigilia disfrutada.

Los ecos de las verdes colinas que van siguiendo contentas tu majestuosa corriente, repiten suspiros y sollozos de amor correspondido, de promesas largo tiempo invencibles, y al fin vencidas, de mentiras irrealizables y hoy verdades consoladoras, de besos escondidos en el alma y ahora sonriéndose en los labios.

Tus ondas, tus sauces y tilos, tus colinas y tus ecos, todo me habla de amor real, del único amor posible y verdadero en la tierra. ¡Oh Rhin! sigue acariciándome con tus baladas encantadoras, con tus palabras de amores no fingidos, con tus ecos de besos ardientes devueltos tan pronto como enviados. Ahora más que nunca imploro tu clemencia.

Ahora más que nunca necesito tus favores para levantar sobre tu merecido trono a la hermosa ninfa que en tus márgenes tuve la dicha de encontrar aquel día feliz en que te apiadaste de mi profunda e insulsa pena; a la ninfa sin igual que al parecer salió de tu húmedo seno, pero que realmente habita la santa y renombrada ciudad de Strasburgo.




II

Ando loco y nunca estuve tan enamorado. Es muy bella, y más que bella encantadora. Tiene todos los defectos y todas las perfecciones; toda la osadía y toda la dulzura; toda la astucia y toda la inocencia.

Es hermosa, y es más que hermosa, porque ella sabe que lo es en verdad y, semejante al atrevido artista que modela el duro mármol, ella modela a su capricho, pero siempre con arte, su inagotable hermosura.

Habla, calla, ríe, llora, juega, suspira, piensa, y todo con amor tan singular y desconocido, tan espontáneo y verdadero, que es imposible encontrar sobre la tierra una niña semejante a mademoiselle Celina, recién venida de París a Strasburgo, donde quiere pasar la primavera cerca del Rhin.




III

Mi alma y mi cuerpo están alegres. No recuerdo lo pasado, ni pienso en lo por venir. ¡Ay, no! yo no quiero ni recordar ni esperar. El ayer y el mañana, ¿qué me importan! ¡Quiero vivir hoy, y hoy vivo más todavía; hoy amo, y soy verdaderamente amado!




IV

Mi encantadora Celina tiene cosas de ángel y cosas de demonio. A veces, cuando por la orilla del Rhin paseamos, se para de pronto, me coge las manos, me mira fijamente, me da un beso inevitable, echa a correr, y se sienta bajo los tilos, que se estremecen callados.

Con el pañuelo me hace señas hasta que me tiene a su lado. Apoya la cabeza sobre mi hombro, permanece unos momentos muda y pensativa, arrancando pobres florecillas de entre la hierba, suspira, y luego, con acento alegre y sonoro, me dice:

-¿Verdad que los alemanes son medio tontos? Siempre piensan y nunca hablan. -¿A qué pensar, si no se ha de decir lo que se piensa?- Cuéntame algo de Alemania. Yo sé que allí hay castillos encantados y ruinas habitadas por espíritus benévolos, y oscuras cavernas donde se ocultan gigantes rencorosos y vengativos.

Yo sé que allí, a la media noche, los enamorados se levantan de la tumba silenciosa, y vuelven a amarse con amor vital y ardoroso, como el fuego entre las cenizas escondido; yo sé que en los ríos hay amantes ondinas, en los bosques elfos desengañados, en las montañas gnomos opulentos y generosos.

Yo sé que los silfos que por el aire vagan, y las willis, esas bacantes desterradas de París que inventaran el can-can, velan toda la noche acechando a los mortales para arrastrarlos a su morada oculta, donde los aturden con sus danzas voluptuosas e irresistibles.

Yo sé otra porción de historias que he leído en París en mis días de fastidio, y que de veras he olvidado, porque tan sólo me acuerdo de ti. Cuéntame algo de Alemania, y por cada cuento que sea de mi gusto, prometo darte... un beso es poco... un abrazo es menos... yo te prometo un beso y un abrazo.




V

Una hermosa niña, tan joven como hermosa, entró en la cervecería próxima a la Universidad de Heidelberg. Lleno de gente el salón, lleno de humo y de bullicio, nadie reparó en la hermosa niña.

¡Y en verdad que era hermosa! Parecía su rostro el de una de esas antiguas esfinges que van a revelar un enigma incomprensible. La niña entró, y mirando tímidamente en torno suyo, se adelantó por entre las mesas del salón.

No recuerdo qué canto sonoro brotó de sus labios trémulos; no recuerdo qué extraña melodía resonó, sin imponer silencio, en aquel recinto bullicioso; únicamente sé que algunos, muy pocos, se callaron, y que la pobre niña entonó una canción vieja al parecer y en el fondo siempre nueva.

¡Ay de mí, que olvidé la canción triste y alegre, pero que tiene ecos de tristeza nunca apagados, la canción que hablaba de amor, de celos, de goces, de tormentos, de ensueños en la vigilia soñados! ¡Ay de mí, que sólo recuerdo confusamente tan misteriosas palabras, misteriosas porque en la memoria quedan interrumpidas, y una melodía tan conocida y siempre nueva, que resonaba como el lejano recuerdo que antes de acabarse muere en el corazón!

¡Ay de mí! La hermosa niña cantaba... yo no sé lo que cantaba... cantaba, ahora lo voy recordando, que el amor principia en la muerte y se aumenta en la eternidad, donde el amor es ambición, y gloria, y virtud y eterno deleite; que tiene a todos los pesares por esclavos sumisos y por humildes servidores. Cantaba que no hay dicha real en la tierra, porque la dicha es un sueño que dura tanto como la vida, del cual nos despierta en silencio la muerte, voluble pero prudente.

Cantaba que la verdad de ayer es hoy mentira, que la verdad de hoy será mentira mañana, y que los pesares y los tormentos son únicamente el principio de la felicidad suprema.

Cantaba la niña con voz juvenil y sonora, aunque no vibrante. Y la hermosa niña, en verdad puesto que tales cosas cantaba, concluyó su canción, y a través de la gente se adelantó pidiendo muy quedo una limosna o una recompensa.

Y llegó a una mesa y tendió la mano a un extranjero que la miraba fijamente. Ella, sin conocerlo, se estremeció, cerrando casi los ojos. Él, ofreciéndole una limosna, la habló con un lenguaje extraño que ella no parecía comprender:

-Yo te amo, porque estás sola y eres humilde. Yo te amo, hace ya mucho tiempo, porque, obligada a cantar entre los hombres el amor, entornas al cantar los ojos, para oscurecer su brillo ardoroso, y cierras de vez en cuando los labios para ahogar el fuego de tus palabras.

»Yo te amo a ti, libre y a la vez esclava de ti misma, porque ninguna he visto, y visto a muchas, que te supere en humildad, en temor, en silencio que, a pesar tuyo, interrumpes con tus cantares enamorados.

»Todo el amor espontáneo que puse en otras, quiero ahora ponerlo en ti. He nacido muy lejos de Alemania, lejos de Francia; más allá de los Pirineos; en una aldea desconocida de los alemanes y casi de los españoles.

»Yo te amo con todo mi corazón, y si no te vienes conmigo, me moriré de dolor lejos de mi patria. -La pobre niña, rechazando la mano que en su mano quería depositar la rica limosna, respondió suavemente, en medio de la multitud:

-En verdad que no comprendo todas vuestras palabras; pero el sentido de algunas de ellas lo comprendo, porque estoy enamorada. Yo amo, aunque no sé lo que amo. Yo deseo y no sé lo que deseo. ¿A qué burlaros de mi deseo y de mi amor?...

-¿Se sabe algo más de la humilde cantadora y del extranjero desconocido? Muy poco se sabe. Ella abandonó su patria; y, como una flor trasplantada, se fue marchitando lentamente.

Él, que era acaso sin saberlo el espíritu del mal, la abandonó en la tierra extraña. Ella, pobre y solitaria siguió cantando en lejanas tierras, hasta que la muerte cerró por piedad sus labios. Y al morir cantaba:

«Yo amo, y ya sé lo que amo. Yo deseo algo y ya sé lo que deseo. Yo busco lo que al fin he de encontrar. Mi corazón sufre, pero suavemente y sin latir. Mi voz se apaga. ¡Yo me muero enamorada de la muerte!»




VI

En un oscuro bosque de Sajonia vivía solitario un caballero, viejo por fuera y por dentro joven, que, hallando en el mundo solamente mentiras, se retiró a aquellos lugares desiertos, donde había soñado que estaba escondida la verdad.

Una tarde apacible de primavera, oyó entre unos matorrales como suspiros y sollozos comprimidos. Con la espada separó el apretado ramaje y vio atónito... ¿qué diréis que vio?... Una corza blanca, mortalmente herida, que, entornando los ojos dolorosamente, le habló de esta manera:

«Yo soy la verdad que vivo con mil formas distintas. Ayer me transformé en corza para solazarme en los bosques, sin testigos fastidiosos, y unos cazadores me hirieron de muerte. Acaba de matarme, porque la herida no me deja respirar.»

Y el caballero, así lo aseguran los sabios, encontró a la verdad en medio de los bosques sombríos; pero la encontró moribunda, y de lástima le atravesó el corazón con su espada para matarla de una vez...




VII

Cayeron de los árboles todas las flores; cayeron todas las frutas; cayeron todas las hojas. El otoño sombrío llegó a recogerlas codicioso. Y sólo un árbol, un almendro que, en la corriente de un arroyuelo, se miraba día y noche, no perdió sus flores, ni sus frutas, ni sus hojas, siempre blancas y verdes como en la alegre primavera. ¿Estaba aquel árbol encantado? ¿Era el árbol de la pereza que no quería despojarse, por ser un trabajo inútil, de sus flores, de su fruta y de sus hojas?

¿Para vestirse de nuevo en la próxima primavera? ¿Qué misterio encerraba aquel árbol siempre florido y siempre verde? Nadie lo ha sabido. Solamente se dice que a su sombra venían a sentarse, en tiempos lejanos, los enamorados que allí se citaban para jurarse amor eterno y para engañarse en cuanto del árbol misterioso se apartaban.




VIII

Todavía recuerdo que no debieron agradar a mi Celina unos cuentos inoportunos que, a orilla del Rhin, bajo los tilos, le conté una tarde de primavera, puesto que ni un solo beso, ni un abrazo siquiera me dio al terminar mis pobres leyendas alemanas. ¿Por qué dos que se quieren bien han de tener pensamientos diferentes que principian por reconciliar sus cabezas y acaban por enemistar sus corazones?




IX

¡Ah! El amor correspondido que desprecia y olvida las exigencias del mundo, y en sí propio se encierra, y vive para sí propio, sin recordar que la vida tiene un término, ha sido, es y será siempre la única felicidad verdadera, el solo bien realizado. Todo es ilusión, todo es humo, todo es aire vano, menos la realidad del amor. ¡Hay también otra verdad, y es que la muerte, al apagar el fuego de dos corazones mutuamente enamorados, recoge solamente las cenizas y se queda burlada, porque de una llama tan viva y ardiente, la sombra y nada más le pertenece, la sombra muda y fría!




X

El placer es una semilla nunca averiada. Esconde en la tierra un grano de trigo y verás cómo, por medio de un trabajo misterioso y espontáneo, nace un tallo que crece altivo, de una espiga con cien granos que caen sobre la tierra para abrigarse en ella, y para comenzar, concluir el mismo trabajo a la vez, angustioso y placentero, pero siempre inevitable.

Siembra el placer sin ostentación y con cierto abandono: brotarán y crecerán nuevos placeres que, parecidos al primero, aunque no iguales, se irán multiplicando, y te darán una cosecha nunca enojosa y de continuo apetecida. Escoge la parte que hoy sea de tu gusto sin ningún temor, ya que mañana tendrás otra cosecha más rica.

Sembrar y recoger y volver a sembrar, he aquí la vida. Sólo es feliz quien así la comprende y la practica sin afán, sin temor y sin duda. Celina me vuelve loco, o, más bien, me vuelve cuerdo de amor; ella es la tierra donde, sin pena, recojo la alegría, el bienestar, y, sobre todo, el amor que sembré en su corazón generoso.




XI

Estréchame contra tu corazón para que los latidos de mi corazón y el tuyo se confundan y no puedan ser contados.

Besa mis ardientes labios con tus labios temblorosos; bebe mi aliento, que es el aliento tuyo que en un beso lento y callado he bebido.

Pero, sobre todo, besa mi frente y acalla con tus besos el ruido enojoso que dentro de mi frente resuena, y la desvela y sin cesar la agita.

Abrázame fuertemente. Sin hablar dime que me amas. Dame la vida, esa vida que parece una muerte animada en que durmiendo se vive; muerte tranquila que en un minuto de supremo deleite encierra un bienestar dulcemente angustioso, digno sólo de los dioses.




XII

Huyó la primavera. El estío llega a su término. Los días son breves, las noches largas. El peso de la escarcha despierta a deshora las plantas, los árboles y las pobres montañas, que velan todo el día luchando con esa angustia sin nombre engendrada por la vigilia forzosa y combatida inútilmente. La naturaleza, al acercarse el otoño, duerme intranquila, y extraña las horas que de pronto se han trocado, de brillantes y bulliciosas, en mudas y sombrías. La naturaleza vela durante el día y vela también soñolienta durante la noche. No puede conciliar el sueño que le arrebató el estío, tibio y ardiente, próximo ya al término de su jornada, al otoño, a quien entrega sus placeres para que los guarde sin disfrutar de ellos. Primavera, estío, otoño, invierno, cuatro amigos que jamás se engañan; que se dan hace largo tiempo una palabra, y muy pocas veces dejan de cumplirla.

Ya se acerca el otoño: siempre ha sido silencioso, siempre apocado, siempre humilde. Ha heredado las virtudes y los vicios del estío, pero los ha heredado, comprometiéndose a no disminuirlos en un adarme. El otoño es, por lo tanto, pensador y caviloso; es esclavo de una promesa. Se calla, pero de continuo piensa; cierra los ojos para ver mejor lo pasado y lo futuro. Y padece y medita.

Se aleja el estío y desaparece. Yo, que palpito como la naturaleza, siento que la primavera está lejos, que el estío se despide, que el otoño reina en mi corazón.

Soy como la hoja que piensa antes de brotar, que brota al fin, que se estremece de júbilo ante la realidad de lo que ha pensado, y que en breve se marchita, se seca, y se pierde sin saber ella misma dónde se pierde.

Soy como la onda que sigue involuntaria o gustosa la corriente del caudaloso río. Sonora e inquieta corre hacia el mar, y en el mar se precipita con recuerdos y quizá con esperanzas.

Soy como el fuego largas noches oculto que brota de repente, y en llamas inmensas inunda las sombras, y las vence, y las ahuyenta, y muere al llegar el día, cuya intensidad no puede combatir...

Primavera, estío, hojas, ondas, aire, fuego, tiemblan y se agitan con temor cuando ven acercarse la última hora. Yo también me consumo, me marchito, me muero, porque soy, como ellos, esclavo de un poder oculto e incansable.

Recuerdo como en sueños lo pasado; no quiero pensar en lo por venir; y el presente, a pesar mío, no me basta y me hastía. Y es que en la vida el ayer, el hoy y el mañana van siempre unidos; ¡tan rápida y fuerte es su carrera!

Después de tanto sosiego, de tanto placer, de tanta realidad, me siento arrastrado de nuevo en mi camino fatal. ¿Quién dispone así de mis horas?... ¿Seré yo propio mi único enemigo?




XIII

No acierto a comprender cómo el hastío más profundo tiene atemorizados mi alma y mi cuerpo. Es más que hastío; es un desasosiego sin término esperado; un impulso continuo hacia algo sin forma y sin nombre; una nostalgia por una patria desconocida.

Es como un conjunto de odio y de lástima que me tengo a mí mismo. Estoy rendido y no puedo descansar. ¡Oh Celina! Tú eras mi sueño, del cual he despertado porque no podía seguir durmiendo tantos días y tantas noches.

Velo, sufro, cavilo, batallo sin cesar, y aunque nada ansío, lo que poseo me entristece y desespera. ¿A dónde van las nubes que pasan presurosas? ¿A dónde van los vientos que huyen asustados? ¿A dónde va la estrella brilladora que cae y de pronto se apaga?

Ninguno lo sabe. ¿A dónde voy yo mismo que en tus brazos he descansado tranquilamente, y que de tus brazos me siento arrancado por una fuerza irresistible e inesperada? ¡Pobre Celina! Yo te he amado con el cuerpo y con el alma.

Que ahora están cobardemente cansados de amarte. Me asusto, me aborrezco a mí mismo, pero tu amor es peor que la muerte. El cuerpo no puede ni quiere soportar unas cadenas que lo oprimen y lo aniquilan poco a poco; y el alma, esclava por tu culpa del cuerpo, no quiere, ni podría si quisiera, pagar un tributo tan largo y odioso. El calor se trocó en frío, el rocío en escarcha, la brisa en cierzo, flores y frutos en brotes insensibles y ateridos, mi amor en odio.




XIV

¿A qué ocultarlo? Lo que ayer era deleite, quietud silenciosa, placer infinito, es hoy martirio, tormento sin nombre, desasosiego invencible. Quiero fingir que gozo y vivo, cuando padezco y muero lentamente.

Se me figura que estoy preso y encadenado en una prisión oscura. Anhelo mi libertad y no me atrevo a pedirla, porque mi carcelero, desconfiado, aumentaría mis cadenas y su vigilancia.

Quiero huir de ti, Celina, y no puedo. Quiero abandonarte, y me parece que seré yo el abandonado. Voy a proseguir mi camino, y no puedo: me paro, miro hacia atrás y te veo tan alegre, tan confiada, tan segura de mi cariño.

Sí, yo te amo; pero con un amor singular y nunca sentido hasta ahora, pero no deseo tenerte a mi lado. Cerca te odio; yo quiero amarte desde lejos, desde muy lejos. Te amo y te odio. Compasión y a la vez egoísmo.




XV

El alma, que se detuvo compasiva en su carrera para que el cuerpo, torpe y perezoso, pudiera seguirla, lo empuja de nuevo con violencia irresistible. Quiere seguir adelante, siempre adelante, y sabe muy bien que más vale descansar al fin de la jornada y no pararse a la caída de la tarde, cuando las sombras oscurecen ya el camino, áspero y penoso al acercarse a su término.

Contra lo invencible es inútil luchar. Lo que ha de suceder, sucede forzosamente. ¡Insensato quien no lo precave a tiempo y se duerme sin preguntarse qué le espera al despertar! ¡Es tan breve el sueño!...

Yo te abandono, Celina mía: es preciso, es inevitable. Yo te abandono, y no me atrevo siquiera a darte el último abrazo; el último, porque el de ayer no debía ser el último. ¡Te abandono, yo que también he sido abandonado! ¡Adiós, Celina!... Al separarme de ti, me consuela la certidumbre de que a tu lado se aumentarían mis sufrimientos y la esperanza de encontrar en mi patria la calma apetecida. ¡Ya estoy libre! ¡Adiós para siempre, pobre Celina!... ¿Seré yo propio mi único enemigo?






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Época tercera


I

Pasó el otoño...

¡Qué alegre es el invierno cuando los fríos y las nieves nos advierten que la primavera nos aguarda con impaciencia! pero, ¡cuán triste y desconsolador cuando nos recuerdan que la primavera pasada huyó para nunca más volver!

Silban los vientos caprichosos, caen la lluvia y la nieve con monótono y pesado son, aparece el sol perezoso y adormecido, se asoma la luna solitaria y temerosa; las estrellas están ocultas, y los vapores del suelo, en niebla convertidos y más tarde en espesas nubes, se atreven con el sol y con la luna y con las estrellas, y oscurecen su claridad aterida. La naturaleza tiene frío, es decir, pesadumbre angustiosa e incesante. Tiene sueño, y no puede dormir; está rendida, y no puede descansar.

Tristes están el cielo, las montañas, los campos y los bosques. Todo es fría tristeza y tedio insoportable. El cuerpo, de mísera tierra formado, se estremece de angustia y de frío, y en vano busca el perdido calor.

Ni siquiera sirve para abrigar el alma que entorpecen los helados vientos del Norte. Cielo, montañas, campos y bosques me causan horror y son ahora mis enemigos más crueles. La naturaleza me asusta. Yo la odio.

Quiero huir de ella y abandonarla a su propia miseria. ¡Lejos, lejos de aquí!... Aún tengo una patria donde la risueña ciudad de Leipzig espera al hijo prófugo y desagradecido. Allí me esperan también mi hermana y mis amigos tanto tiempo olvidados.

Allí está el término de mi peregrinación, allí está el hogar que ha de fortalecer mi cuerpo cansado y enfermo; allí el lecho que ha de ofrecerle reposo nunca interrumpido; allí me aguardan el olvido y el bienestar... ¡Fuera de aquí!... ¡Oh ciudad querida, acógeme sin rencor y con indulgencia!




II

¡Cuán dulces son los besos de una hermana que a la vuelta de una larga peregrinación, te espera impaciente, y al besarte llora de alegría!

¡Cómo se dilata el corazón al estrechar la mano de un amigo que, durante largos meses no se ha acordado quizá ni una sola vez de tu amistad sincera!

¡Cuánta alegría al ver la ciudad, la calle, la casa donde naciste y donde yacen encerrados los recuerdos de la niñez por siempre ida!

¡Qué a gusto, después de un viaje largo e intranquilo, se duerme en el lecho donde tantas noches se ha dormido y soñado!

¡Con qué placer el recién llegado cavila, se duerme y sueña; y cuán deleitosamente, al despertar, contempla los objetos que le rodean!...

¡Y qué lástima que estos goces sencillos no basten y sean duraderos, trocándose a lo mejor en fastidio insufrible y monótono!




III

No; los alemanes no son tontos, como los franceses dicen envidiosos. Los alemanes son astutos, son cuerdos, y, sobre todo prudentes, aunque ni astucia ni prudencia revelan su aspecto frío y pesado, sus maneras tímidas y torpes y sus costumbres al parecer monótonas, pero en el fondo sanas y confortables. Saben vivir bien, que es lo principal en la vida. El filósofo que día y noche cavila; el poeta que sin cesar fantasea; el militar que sueña con los franceses; el estudiante que respeta al profesor y el profesor que estima al estudiante; el noble que politiquea; el comerciante que ambiciona y hasta el obrero que en verdad trabaja; todos viven en su esfera bien y cómodamente; todos duermen en buena cama, comen buena carne, buenas patatas y buen queso; beben buena cerveza; fuman buen tabaco; oyen buena música y gozan a hurtadillas pequeñeces necesarias en la vida, que me parece oportuno callar, no sea que algún extranjero venga a robarme mi parte exigua, pero preciosa.

En una palabra, el rico vive muy bien, el pobre no vive del todo mal respecto de los ricos y de los pobres de otras naciones, en que la práctica de la vida está por demás descuidada.

Largas excursiones en cómodos trineos arrastrados velozmente por cuatro caballos que aguijonea el frío y que avivan los sonoros cascabeles; lentas horas contemplando a los jóvenes y a las rubias niñas que, sobre delgados y brillantes patines, pasan rápidos y me saludan, haciéndome señas de amistad o de inocente burla; una mañana o una tarde escuchando la lectura de un libro en el silencio meditado, o las palabras de algún profesor jamás satisfecho de su ciencia; lejanos paseos por entre los árboles callados y pensativos que a la meditación convidan; idas y venidas por las calles, donde medio ocultas detrás de los dobles cristales, se me aparecen rostros conocidos y ya casi olvidados; conversaciones íntimas con las amigas y los amigos de mi juventud; he aquí mis días alemanes.

Cortos pero alegres momentos en que a solas hablo con mi buena hermana... de nada o de mucho... forman el crepúsculo de la tarde; calurosas discusiones en la concurrida cervecería, donde los estudiantes, orgullosos con sus gorritas y sus bandas, cuyos colores indican a cuál corporación de la Universidad pertenecen, beben, disputan y cantan y vuelven a beber; una hora en el teatro para recordar tal o cual escena del Fausto, del Wallenstein o del Guillermo Tell, o para no olvidar por completo el Don Juan o el Fidelio un alto en un concierto, donde Beethoven, Haydn y Mendelshon viven siempre con esa vida que no tiene muerte; una cita yo no sé dónde, a la que acude o no acude, no me atrevo a decir quién; una cena que principia por mariscos y vino del Rhin, y concluye por un enternecimiento general y por un amor ampliamente humanitario que se desborda como las últimas botellas de Champagne; un espacio de tiempo, ora breve, ora largo, leyendo un poeta, un novelista, un filósofo, o escribiendo lo que nunca ha de ser leído; un sueño corto y algo inquieto; he aquí mis noches alemanas...

-¿Cuál es mi destino? ¿Durarán estos días y estas noches, sin que vengan a interrumpirlas los recuerdos que rechazo con indignación, ni las esperanzas que con energía desprecio? No lo sé. ¡Yo anhelo únicamente la quietud, el olvido profundo!




IV

Quiero alejar por siempre todos los recuerdos, todas las esperanzas y todas las realidades aparentes que son en el fondo ficticias e ilusorias.

Quiero vivir la vida verdadera, la única posible, la vida indiferente, irreflexiva, que así desprecia los placeres materiales, aunque a veces goce de ellos despreciándolos, como los ensueños y las fantasías, semejantes al humo que se amontona por ocultar la claridad, y todo ¿para qué? Para formar una sombra pasajera o un malestar momentáneo.

Quiero vivir en cuerpo y en alma, viéndolo todo sin mirarlo apenas. Es más, y no me avergüenzo de decirlo, pues así lo siento, quiero vivir llevando la burla en el corazón, ya que no me atreva a llevarla en los labios.

Alemania, esclava en la forma y en el fondo libre, vive confortablemente; pero esa vida, al principio halagüeña, me repugna y me molesta, porque en realidad es monótona y vulgar. No puedo vivir con los otros y he de vivir conmigo mismo.

Sí, odio al mundo y la mejor manera de odiarlo es burlarme de él. ¿Será egoísmo? no me importa. ¿Será impotencia? mentira. ¿Será orgullo? nunca. Quizá sea un sentimiento nuevo que viene a completar mi vida. Nada me importa de nada.

Soy realmente soberano de mi corazón. Las alegrías, como los pesares, dan a veces esa soberanía. Soy egoísta, soy filósofo, es decir, pueblo y tirano, que arreglo las cosas a mi gusto y a mi gusto las acomodo.

Tiempo es ya de vivir en paz, si en paz ha de morir. Desprecio todo lo que no me pertenece. ¿No estoy rendido y anhelo descansar? ¡A vivir, pues, o, mejor dicho, a no morir tan pronto!




V

Ahora recuerdo una antigua canción. ¡Qué estúpidas son las canciones populares, sobre todo las antiguas... y casi todas las modernas!

«Un rosal se empeñó en no echar rosas; una estrella se empeñó en no dar brillo: una aldeana se empeñó en no amar a ninguno.

»Y las rosas, la nocturna claridad y el amor brotaron aquella primavera con más empeño que nunca».

El pueblo canta esta canción antigua. Muchos la escuchan, pero ninguno la comprende. Sólo el viento silba, como para acompañar la canción del pueblo.




VI

Durante mi larga peregrinación, mientras yo combatía, unas veces vencedor otras vencido, han ocurrido cambios que he ignorado al pronto y que he descubierto al fin, porque el mal no puede estar oculto largo tiempo.

Un amigo, el único verdadero, que me fingía ausente, amigo de la infancia, a quien quería con esa amistad profunda que llama Byron amor sin alas, ha muerto en mi ausencia. De su muerte me refieren pormenores tristes y pesarosos.

Enfermo, y en el lecho postrado, preguntaba a menudo por mí y maldecía mi ausencia larga y silenciosa. A veces decía que su mejor amigo en la vida era el peor en la muerte. Ya en la agonía terrible me llamaba, me llamaba sin cesar, como si quisiera confiarme un secreto o que yo se lo revelara...

Es una angustia profunda y nueva para mí. Es un pesar que día y noche me atormenta. La amistad, la confianza, el desinterés han muerto sin que yo los viera morir, ni pudiera, por culpa mía, darles el último adiós y la primera lágrima para calmar la agitación de la hora suprema.

Es una angustia desconocida hasta ahora; no esa angustia que brota de una muerte temida o posible, sino la que engendra una muerte increíble, inesperada que, al matar, amenaza a los que se quedan con palabras sordas cuyo eco difícilmente se apaga...

Mientras yo vagaba errante huyó la amistad, pero se acercó el amor. Mi buena hermana está enamorada. Un joven me pide su mano, y ella me pide su libertad, que era mía, para dársela a un desconocido... acaso más digna de ella que yo, que en tan poco la he apreciado.

¡Muerto el único amigo!... ¡Para siempre perdido el corazón generoso y tierno donde podía yo encontrar alivio, si alguna vez se despertaban mis dolores! ¡Adiós, amistad; adiós, fraternal cariño!... ¿Me tiene la suerte envidia, ya que sin compasión me persigue, y con mano cobarde, entre las sombras oculta, me hiere y sin cesar me martiriza?... Si el mal existe y no lo crea la fantasía loca, ¿soy yo el escogido para sus pruebas y el esclavo de sus tiranías?... ¡Adiós, amistad! ¡Adiós, cariño fraternal, para siempre perdidos!




VII

La calma tanto tiempo apetecida, el olvido siempre buscado, la indiferencia casi hallada, la ironía y el desprecio a tanta costa adquiridos, en un instante huyeron cobardemente.

Rendido por el dolor está mi cuerpo, aunque el alma es en el dolor incansable. Vuelve a agitarse, vuelve a combatir, como si fueran la agitación y la lucha su centro fatal.

La soledad merodea, la soledad sombría y llena de ruidos extraños y ofensivos que aturden día y noche mi cerebro.

Amargo es el dolor cuando ataca frente a frente; pero cuando hiere, golpe sobre golpe, oculto entre las sombras, es más terrible que la muerte lenta y vengativa.




VIII

Vuelve otra vez el antiguo tormento, la lucha involuntaria y forzosa en que fatalmente soy amigo y enemigo. ¿Podrá el espíritu solo conseguir la victoria, cuando la vil materia está vencida y encadenada? ¡Sangre y fuego, ya que fuego y sangre son precisos!

Vuelven los recuerdos a atormentarme cruelmente. El ayer es más fuerte que el hoy, que en su tormento llama al ayer. Vuelven los recuerdos a atormentarme con tanta violencia estrepitosa, que la esperanza, sacudida y asustada, despierta, huye lejos y muere de miseria y de abandono. El ayer es más fuerte que el hoy y que el mañana.

¡Oh Julia, que me abandonaste! ¿Dónde estás? ¿Dónde yace tu hermosura, muerta para mí? ¿Dónde yacen los encantos para mí creados y por mí sorprendidos? ¿Dónde yace tu alma, que yo hubiera elevado a las regiones supremas, y en la que hubiera encendido la llama que aun después de la muerte eternamente arde?

Tu amor, a un mismo tiempo virtud y hermosura, ruina y salvación, ¿dónde está? ¿Es de veras dueño de tus encantos, de tu cuerpo y de tu alma el hombre que en hora aciaga me los arrebató? ¡Ay! ¡Si supiera en verdad que la muerte no es un remordimiento!...

Celina, tan bella como dócil, a quien abandoné ingrato, yo te he visto en sueños la última noche, en que al fin me rindió el sueño. Soñé que Francia y Alemania combatían por el hermoso Rhin. Soñé que los alemanes vencedores atravesaban el río asustado y sitiaban la ciudad de Strasburgo.

Yo era uno de los sitiadores. Las trompetas resuenan incansables; los tambores anuncian sordamente la pelea. Lanza el fusil con seco y áspero estrépito el primer grito de guerra, y el cañón, con voz bronca y prolongada, atruena los aires, y desde lejos destruye y aniquila.

Al estampido lento del cañón sucede el silencio profundo. Los combatientes se acercan a los muros solitarios: abaten las siete puertas de la ciudad; se desparraman por calles y plazas, sembrando la muerte, porque la muerte es para los vivos la victoria.

Yo entro también en la ciudad, henchido el corazón de venganza, y entro por la misma puerta cuyas losas aún guardan las huellas de tus menudos y sonoros pasos. Henchido el corazón de venganza fingida, entro en la ciudad.

¡Y me pierdo en sus calles tortuosas!... De mil compañeros seguido, que hallan solamente enemigos muertos o moribundos, atravieso, olvidando mi venganza, este arrabal, cruzo aquella ancha plaza, sigo la otra calle, y me paro al fin, rendido y cubierto de sangre, que brota de una herida de mi frente, delante de la casa sombría y silenciosa donde tantos días y tantas noches inolvidables gocé de tu amor incomprensible, ¡Celina abandonada!... Rompo la puerta; subo por la escalera desierta... busco... yo no sé lo que busco... La pobre vieja que, mientras tú y yo dormíamos, velaba.

Oculta en un rincón, me conoce, se adelanta temerosa, y me dice: -Mademoiselle Celina se marchó triste, pero no desesperada, cuando la abandonasteis tan bruscamente. Huyó a París, porque en París se olvidan fácilmente las penas. Me dijo al despedirse que, desengañada de vuestro inconstante amor, en París lo olvidaría, y me dijo también que los alemanes son tontos e insensibles...

En la calle resuenan de pronto alegres sonatas que anuncian la victoria. Resuenan y pasan y se alejan lentamente. Los compañeros que me rodean me tienden la mano y gritan: «¡Viva Alemania!» Al oír tan vibrantes voces, me despierto, miro alrededor, me veo solo, en medio de las tinieblas, y hundo la frente en la húmeda almohada.




IX

Es inútil luchar. Solo, castigado, sin fuerza para romper el castigo, de todos despreciado y despreciado de mí mismo, comprendiendo que el dolor real y el placer ficticio los he forjado yo solo, me agito como el náufrago moribundo, sin esperanzas, sin realidades, solitario con mis recuerdos que nada son, puesto que son recuerdos sin realidades ni esperanzas. Si en lo pasado reina la muerte vencedora, si en el porvenir reina la muerte, ¿por qué en el presente ha de reinar la vida?




X

No es el dolor el que me agita sin cesar; no son los recuerdos los que día y noche aturden mi sueño y vigilia; es el remordimiento el que de continuo vence mi voluntad y arrastra por el suelo mi albedrío. Sobre mí pesa el inútil pasado, el presente inútil y el porvenir aún más inútil.

Puesto que silenciosamente sé que soy el enemigo de mí mismo y de los demás; ya que a ninguno he de hacer bien y me he de hacer daño a mí propio, ¿por qué vivo y por qué no muero?... Soy más inútil que mis horas que, egoístas, sólo emplearon sus minutos en atormentar a los demás y en atormentarme a mí mismo. Soy como la tierra, de donde nazco y de donde he querido apartarme, que nunca está satisfecha, ni satisface al fuego intenso que la agita.

La tierra al menos da flores y frutos... ¡Si yo tuviera esperanzas!... Pero sin realidades, ¡cómo he de tener esperanzas! Cuando entre los recuerdos y las esperanzas hay una ruptura, la muerte sola puede unir las esperanzas y los recuerdos...

Sin embargo, aún poseo un bien real, único alivio en mi última hora: ¡he amado! ¡yo amo todavía! ¡De mi amor inmenso brota mi desencanto, mi nostalgia, mi muerte! ¡Ha sido mi amor y es tan grande, que todo ha sido y es para él pequeño!

Caminando hacia el Rhin, después de abandonar por siempre mi ciudad querida, voy lentamente, y la meditación acorta la jornada.

Llego por fin a aquellos sitios tantas veces contemplados. La primavera brilla de nuevo esplendorosa y alegre. Me acerco al Rhin; no sé lo que voy a buscar en sus orillas. ¡Las aguas corren tranquilas y silenciosas! Los sauces y los tilos las beben sin enturbiarlas; las verdes colinas las miran desde lejos.

Me acerco a la orilla del Rhin. De pronto oigo la voz de un aldeano que grita: «Apartaos de esa orilla engañosa; pocos días hace que ahí mismo resbaló un pobre mozo, cayó al río y aún no se ha encontrado su cuerpo...»

Estas palabras resuenan todavía en mi cerebro y en mi corazón con eco extraño y sonoro. No las puedo olvidar. ¿Son una advertencia, o son más bien un consejo? ¡Ay de mí!








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El puñal

En la parte occidental del reino de Aragón, se eleva y corre de Noroeste a Sudeste la gran sierra de Moncayo. Su frente oriental se extiende hasta el caudaloso Ebro bajando en hermosos valles y levantadas colinas, cuyas faldas están pobladas de pequeños y pobres lugarcillos, entre los que se cuentan Vera, Trasmoz, Alcalá, Añón y Litago.

De todos los valles que descienden de la montaña, es el más dilatado y a la par el más ameno y pintoresco, el llamado desde tiempo inmemorial valle de Veruela, que dista como unas dos leguas de la ciudad de Tarazona, y otras dos, por Oriente, de Borja.

En la mitad casi del valle, y a un cuarto de hora de Vera, se eleva un suntuoso monasterio, todo cercado de altos muros almenados y de fuertes torreones, cuya fundación se remonta al año 1140, y cuyos restos, medio derruidos y descuidados, por más que se cuenten entre los monumentos artísticos de España, muestran todavía con sus espaciosos salones y celdas, con su magnífico claustro gótico, su grandiosa iglesia, sus sepulcros de piedra y su palacio abadengo, las riquezas que su ilustre fundador debió emplear en su construcción, y la importancia y poder de este convento en tiempos remotos.

Hace ya algunos años, durante mi corta estancia en Vera, solía bajar la mayor parte de las tardes al monasterio, donde permanecía hasta el anochecer, contemplando aquellas murallas solitarias y ennegrecidas por el tiempo, que parecen estar mirando eternamente las faldas empinadas y cubiertas de nieve brillante del alegre Moncayo.

Una tarde me estaba paseando por las alamedas que circundan el monasterio, cuando de pronto oí una voz que me gritaba:

-Señorito, ¿me quiere V. dar un poco de tabaco?

Volví la cabeza y vi a un pobre viejo que venía hacia mí.

-V. me dispensará -me dijo- pero he salido esta mañana tan temprano de casa, que se me ha concluido el tabaco, y como uno es tan vicioso...

-Tenga V., buen hombre -le contesté, interrumpiéndole y dándole mi petaca- fume V. hasta que se acabe.

El viejo se puso a envolver un cigarrito, y mientras tanto me dijo:

-Me he tomado esta libertad, porque ya le he visto a V. en estos sitios una porción de tardes, y por cierto que me ha extrañado siempre el que esté V. las horas muertas paseando alrededor del convento tan solo. Más le valdría traer la escopeta y podría matar alguna buena torda, ahora que es el tiempo.

-Mal lugar es este para disparar tiros -le dije, ofreciéndole una caja de fósforos-; dejemos dormir en paz y sin ruido a los que están enterrados ahí dentro.

-Tiene V. razón -prosiguió el viejo, mirando con tristeza hacia el convento-; ni a los muertos se les debe molestar, porque si no la muerte no sería el descanso, como se suele decir. ¡Y a algunos de los que están ahí sepultados les hará falta tanta quietud! Mire V., a dos o tres varas de aquel torreón, dicen que yace uno que nunca hallará reposo, porque no está enterrado en tierra sagrada: siempre que paso por aquí rezo un Padrenuestro por su alma.

-¿Y cómo está enterrado fuera del convento? -pregunté al viejo.

-¡Ah! Es una historia muy larga.

-¿Una historia?... Pues cuéntemela V. si no está de prisa.

-Ya que V. se empeña, la contaré, si en cambio me deja fumar otro cigarrito.

-Y cuantos V. quiera -le contesté con curiosidad.

El buen viejo lió otro cigarro, y después de habernos sentado uno en frente de otro a la sombra de un árbol, me conté la siguiente historia:

«Hace, según dicen, cerca de siete siglos, que vivía en Borja un príncipe llamado D. Pedro Aterés, señor de Borja y de cuantos pueblos hay en este contorno, y pariente muy cercano de Don Alonso, rey de Aragón y Navarra. Este ilustre príncipe se había retirado a aquella ciudad, desde donde miraba las fatigas y peligros de que se había librado en el mar de la corte, para entregarse en su retiro al ejercicio de las virtudes y al cuidado de su alma y de su familia. De tiempo en tiempo, como para distraer su espíritu, solía ejercitar su cuerpo en peligrosas cacerías.

D. Pedro salió un día de Borja con sus criados y monteros a dar batida a las fieras por las risueñas faldas del Moncayo. Se pasó la mañana sin que se presentase ni venado ni jabalí, por lo cual dispuso que se diera a la tarde otra batida por el valle de Veruela. Mas apenas los criados habían empezado a batir el monte, cuando el cielo se cubrió de nubes, levantándose en seguida la más horrorosa tempestad. Disponíase la comitiva a marchar a Borja, cuando de repente cruzó el camino un jabalí seguido de algunos perros que se habían atravesado. El príncipe, sin pensar en el peligro a que se exponía, dio espuelas al caballo, y corrió con tanta velocidad tras la fiera, que al poco tiempo, lejos ya de sus criados, se vio perdido en lo más espeso del bosque. Llegó la noche, y la horrible tempestad, los truenos espantosos y los vientos desatados, infundieron pavor en el alma de don Pedro, que se encomendó a María Santísima, pidiéndole socorro en medio de su cruel angustia.

A los pocos momentos se calmó la tormenta, y entre refulgentes luces se le apareció la Virgen, que le dijo:

«Es mi voluntad que edifiques aquí un monasterio para honor y gloria mía.»

El príncipe salió sano y salvo del bosque, y algunos días después mandó que se principiara a edificar este santo monasterio.

Entre la multitud de obreros que fueron llamados de otros reinos y hasta de Francia, vino un herrero que es el héroe de esta historia.

Juan estaba de oficial mayor, y era muy querido de todos sus compañeros, tanto por su carácter bondadoso, como porque trabajaba mejor que ninguno. Nadie sabía de dónde había venido, ni quiénes eran sus padres, y esto no se pudo averiguar nunca.

Juan huía de las diversiones de sus compañeros, y en lugar de ir los domingos con ellos, solía marcharse solo por los bosques, donde permanecía hasta muy tarde. Todos interpretaban a su manera la causa de tan extraña tristeza: unos decían que estaba pálido y triste porque se veía sin padres, aislado en el mundo; otros, que le atormentaba el sentir que había nacido para algo más que un simple herrero. Mas sabe Dios qué pena oculta llevaba Juan en su corazón; quizá la causa la ignoraba él mismo, y quizá su tristeza fuera como un presentimiento de su desastroso fin. Privilegio que tiene a veces el pesar que se siente antes de venir, cuando ya ha llegado y después que se ha ido. ¡Así es el mundo: mucho y bueno, nunca; y mucho malo, siempre!

Juan aspiraba sin duda a algo que no tenía, deseaba una cosa que ni él mismo sabía cómo se llamaba ni dónde la podría encontrar. El trabajo continuo cansaba su cuerpo; pero lo que había dentro de él, su alma, estaba ociosa y deseando emplear sus fuerzas en algo que la ocupara y calmara su fogoso ardor. Así como con la mano doblegaba el duro hierro y le daba cuantas formas quería, lo mismo anhelaba vencer con el alma obstáculos imaginarios que nunca se le ofrecían. Y de esta lucha interior, de este malestar continuo, tal vez nacían su tristeza y la palidez que cubría su rostro.

Su adverso destino le proporcionó una ocasión de emplear las fuerzas de su alma, y al mismo tiempo le enseñó, aunque cuando ya no había remedio, que es más fácil al hombre ser dueño de su cuerpo que dirigir y contener los impulsos que agitan su interior.

Vivía por entonces en Trasmoz, pueblecito que dista una media legua del monasterio, un judío muy rico, que tenía una hija de singular hermosura, reputada como la más bella y a la par como la más orgullosa de toda la comarca.

Juan la vio y se enamoró apasionadamente de ella

La misma distancia que le separaba de la judía, la muralla insuperable que se levantaba entre ambos, nada fue bastante a contener el arrebato del pobre joven; por el contrario, tantas dificultades invencibles reunidas avivaron más y más el ardor que devoraba su alma.

Sin pensar en el fin que pudiera tener un amor tan imposible, en que sus quimeras no llegarían jamás a la realidad y en que su locura sería incurable si no ponía remedio a tiempo, se entregó de lleno a aquella pasión ardiente, inmensa, estragadora, olvidándose de cuanto le rodeaba, de su vida pasada, de su trabajo, de sus compañeros y de su propia existencia.

Un pensamiento fijo, un deseo incesante y devorador le atormentaba día y noche, de vencer a toda costa el orgullo y altivez de la hermosa judía, y de llegar a hacerse dueño de ella, fuera como fuera.

Con tan locas esperanzas pasaba Juan los días tristes y sombríos del invierno, cuando se divulgó la noticia de que la judía iba a casarse con un comerciante muy rico de Francia, y de que su casamiento debía efectuarse dentro de pocos meses.

Esta nueva fue para el pobre herrero un golpe mortal.

Después de haber sacrificado a aquella mujer su reposo, su porvenir, su vida entera, ¿cómo consentir en que otro le arrebatara la dicha que él creía cada vez más próxima? En cambio de tantos tormentos ocultos, de tantas lágrimas vertidas en sus noches de insomnio, no había conseguido aun ni oír la voz de aquella por quien vivía; y ahora tendría que sufrir en silencio que otro viniera a escuchar palabras de amor de tan queridos labios.

Su locura llegó al colmo, y desde entonces no pensó más que en hallar una ocasión de hablar con su amante. Mas los días se pasaban sin que pudiera conseguir su objeto; y por fin se resolvió a escribirle una carta en que le abría su corazón, diciéndole que no había de ser de nadie sino suya.

La judía entregó a su padre la carta, sin abrirla siquiera, y éste, enojado con tamaño atrevimiento, dio parte al encargado de las obras del monasterio, de cuyas resultas Juan fue expulsado de los talleres. Sus compañeros huyeron de él, y desde entonces le tuvieron por loco, y más aún, por poseído del diablo, pues que se atrevía a amar a una judía.

Desde aquel momento principió para Juan una vida horrible, insoportable, de tormentos y de sinsabores. Pasaba los días vagando alrededor de Trasmoz, adonde le atraía como una fuerza irresistible.

Por la noche a duras penas encontraba un albergue: nadie le quería recibir en su casa, y todos rechazaban a un hombre poseído del diablo.

En medio de sus tribulaciones, con la idea siempre fija de aquel funesto amor, recogió, por decirlo así, todas las fuerzas de su alma, y se puso a meditar día y noche en su situación horrenda. Su razón extraviada le decía que era preciso poner término a tanto martirio. Pero siempre, en medio de sus sombríos pensamientos, se le aparecía la imagen de la mujer que era causa de su perdición. A veces se le figuraba que el mundo estaba desierto y que sólo había en él dos seres, él y la judía: él desgraciado y maldito, ella doblemente feliz, porque le había robado su propia felicidad. Uno de los dos estaba de más sobre la tierra, y debía ser ella por lo mismo que era feliz.

Largos días, largas noches dio vueltas en su imaginación exaltada a tan sombríos pensamientos, y poco a poco llegó a resolver que la pérfida mujer debía morir, y que él mismo debía matarla para vengar en un momento todo el mal que le había hecho en tantos días.

Y en cuanto hubo tomado tan funesta resolución, quiso poner en planta cuanto antes sus proyectos.

Una noche se dirigió hacia los talleres que los obreros habían ya abandonado, penetró en uno de ellos, y puso manos a la obra. Avivó el rescoldo que quedaba en la fragua, cogió un pedazo de hierro y otro de acero, y en menos de una hora forjó un puñal.

¡Hora tremenda para Juan, durante la cual cada golpe que daba en la bigornia debía encontrar eco en su corazón! ¡Hora funesta en que, iluminado por los pálidos reflejos de la fragua, se veía obligado a hacer con sus manos el instrumento de salvación que su alma no había podido proporcionarle!

Concluido su trabajo, salió del taller y anduvo toda la noche vagando por el bosque que rodeaba a Trasmoz.

Algunos días se pasaron. Juan contemplaba a menudo con cariño el puñal, como la única esperanza que le quedaba en el mundo, como el único remedio a sus males.

Por la noche, al recostar su cabeza sobre la dura piedra, sacaba el puñal que siempre llevaba oculto en el pecho, lo miraba largo rato, y le decía:

-Te he hecho de prisa, y tu temple no es bueno; pero descuida, yo te templaré en su sangre...

Y lo volvía a guardar.

Por la mañana, al despertarse, contemplaba de nuevo el arma fatal, y le decía:

-Ya es de día, despierta. Si tienes sed, hoy beberás.

Se puede decir que Juan se había identificado con el puñal: era su amigo, su hermano, su todo, porque en él veía su salvación a la par que su venganza.

Su imaginación arrebatada daba vida a aquel pedazo de hierro que él mismo destinaba para causar la muerte.

Desde entonces estuvo acechando una ocasión de hallarse a solas con la judía. Mas todo fue inútil; ni en las alamedas, ni en el pueblo, ni en ninguna parte la pudo encontrar, por más que de continuo la buscaba.

No pudiendo ya soportar por más tiempo su vida angustiosa, sacó una noche el puñal y le dijo con voz segura: ¡mañana!

Al día siguiente se fue a Trasmoz y se escondió derruida que estaba a corta distancia de la habitación de la judía. Si ésta llegaba a salir, su muerte era segura.

Todo el día permaneció Juan mirando de hito en hito hacia la puerta fatal, y la puerta no se abrió en todo el día.

¡Día de zozobra y de angustia, peor mil veces que la muerte! De cuando en cuando metía la mano en el pecho, tocaba el puñal frío, y al tocarlo todo su cuerpo se estremecía, toda su sangre se helaba.

Aquella sensación no la había experimentado hasta entonces, y él mismo no sabía lo que sucedía en su interior.

Llegó la noche; las horas se pasaron y a nadie vio.

Juan se dirigió por fin hacia la casa del judío, miró al balcón y le pareció que estaba abierto.

Se fue subiendo por una reja que caía debajo y penetró en la habitación.

Nada se oía en la oscuridad.

A tientas fue andando por la estancia y no encontró ningún mueble.

Atravesó un corredor, entró en otras habitaciones y nada halló.

Después de largo rato llegó a una puerta cerrada a intentó abrirla.

Al ruido se oyeron gritos de ¡socorro! ¡ladrones!

Juan empujó con más fuerza la puerta, que por fin se abrió.

Su espanto fue grande cuando a la débil luz de un candil vio a la dueña de la judía arrodillada y temblando de miedo.

-¡Y ella... y tu ama! -le preguntó Juan con voz de trueno cogiéndola del brazo.

La pobre vieja no podía pronunciar ni una palabra.

-¡Y la judía! -añadió Juan sacando el puñal.

La vieja dijo temblando:

-No me hagáis daño y os diré todo. Hace ya una semana que se han marchado a Francia, y hoy se debe haber casado ella... Se lo han llevado todo...

Y enmudeció al ver el semblante pálido y feroz del herrero.

En efecto, al oír aquellas palabras, Juan se inmutó de tal modo, que su aspecto infundía pavor y espanto.

Todo su cuerpo se estremecía con violencia; sus ojos se querían salir de sus órbitas, sus cabellos estaban erizados y su mano apretaba convulsivamente el puñal.

Se lo llevó hasta cerca de los ojos, y dijo con acento horroroso:

-Tienes sed, hoy beberás: ahora veo que el mejor modo de vengarme es este...

Y con mano segura se clavó el puñal en el pecho, y cayó sin vida.

La sangre salió un momento a borbotones, pero según cuentan, ni una gota se vertió en el suelo, y el puñal sediento se la tragó toda.

Al cadáver de Juan no se le quiso dar sepultura en tierra sagrada, y fue enterrado cerca de aquel torreón, con el puñal dentro de la herida.

La judía no llegó a sospechar en su vida que tal hombre hubiera existido.

Ignoro cómo mi padre sabía tan detalladamente esta historia: él me la contó por verdadera».

El viejo se levantó y me dijo que se le hacía tarde.

Al despedirme de él, saqué la petaca y le dije:

-Buen hombre, guárdela V. como un recuerdo, y así, al pasar cerca del monasterio, se acordará del pobre Juan y de mí.

Y al poco rato nos separamos.




ArribaAbajo

Epitafio de una joven

(De Runeberg, poeta sueco)


La joven acaba de ver a su amante y trae las manos encarnadas. Su madre le dice: Hija mía, ¿por qué tienes las manos tan encarnadas? -Madre, he estado cogiendo rosas, y me he punzado con las espinas. Otro día vio a su amante y volvió con los labios encarnados. Su madre le dijo: ¿por qué tienes los labios encarnados? -Madre, he estado cogiendo fruta por los matorrales, y con el jugo se han puesto encarnados. Otra vez vio a su amante, y volvió con el rostro pálido. Su madre le dijo: hija mía, ¿por qué estás tan pálida? -¡Ay! madre mía, haz que me abran la sepultura, que me entierren pronto, y pon sobre mi tumba una cruz con estas palabras: un día vino con las manos encarnadas, porque su amante las había estrechado entre las suyas, otro día vino con los labios encarnados, porque su amante los había cubierto de besos; una tarde por fin vino con el rostro pálido, porque su amante la había engañado.




ArribaAbajo

Traducciones e imitaciones del poeta alemán Enrique Heine4




I


ArribaAbajo Corriendo entre la bruma
sin brújula ni guía
perdido el buque va...
       ¿Dónde irá?

Entre la espesa espuma
que alza la mar bravía
un alma triste está...
       ¿Qué tendrá?

Oyérase un crujido...
La nave en una roca
de hielo se estrelló
       y se perdió.

Escúchase un gemido...
Un alma vaga loca...
¡Alma que amó
       y en roca dio!




II


ArribaAbajo    En una jaula de oro
cantaba un pájaro;
un niño que le escucha
le echa la mano,
y con cariño
lo acaricia... y lo mata.
Tal me has herido.




III


ArribaAbajo    Tus cabellos deseé
y me diste algunos de ellos,
luego un beso te pedí
y tú me distes un beso.
Que si me amabas te dije
y lo juraste al momento,
y luego añadiste: -Pide,
pide para concedértelo.
Yo te pedí el corazón
y no accedistes a ello,
que eso tú no lo has tenido
ni nunca podrás tenerlo.




IV


ArribaAbajo    Los sonidos de tu boca
son dulcísimos, mi amor;
ellos eran armonías
cuando expresaban pasión.
Los sonidos de tu boca
amargos, mi vida, son;
me parecen hiel y acíbar
hoy que no tienes amor.
En dos sílabas, mi alma,
corristes el diapasón:
¡qué dulce que fue tu !
¡qué amargo que fue tu no!



V

    Pasada la tormenta
sonríes a la fortuna:
tu amor no es sol, es luna  15
que brilla y no calienta.



VI

Tu rostro con mi rostro se ha juntado,
tu espanto se ha reunido con mi espanto,
       y juntos hemos llorado...
       ¡Me amabas tanto!  20
Tu mano con mi mano se ha estrechado,
tu canto se ha mezclado con mi canto...
¡Qué alegre que de mí te has separado
       sin amor santo!




VII


ArribaAbajo    Yo te amé cuando niño
como un anhelo,
te amé de adolescente
como un deseo,
y mi amor cuando hombre
fue un sentimiento.

    Tú me amaste de niña
como un recreo,
luego de adolescente
como un muñeco,
y ya mujer, he sido
tu pasatiempo.

    ¡Qué extraño que mi alma
sea tu juego,
y la tuya... la tuya
sea mi infierno!




VIII


ArribaAbajo    Entre peñascos duros
con ¡ay! sentido,
por la montaña abajo
desciende el río,
sus quejas para
cuando en el mar penetran
sus turbias aguas.

    Río mis ilusiones,
tu amor peñasco,
deslízase mi vida
quejas lanzando;
hasta que mudas
las torne el mar que llaman
los hombres tumba.



IX

Cuando la primavera llegó con sus verdores  15
       te vi y te amé.
Te vi por vez primera al ver las puras flores
       y te adoré.
Cuando el otoño triste llegó, seco y sombrío
       ya no te vi.  20
Tu amor, vida, no existe, y en un invierno frío
       muero sin ti.



X

    Cuando eras, mi amor, buena
¡cuánto te he amado!...
Hoy, mi amor, que eres mala  25
¡cuánto te amo!...



XI

    Pláceme la noche amiga
de los que viven sufriendo,
y contar las tristes horas
embebido en su silencio.  30
Entonces se ensancha el alma,
y desprendida del cuerpo
vive vida de armonías,
vive vida de recuerdos.
Si me da en el rostro el aura  35
me creo sentir tus besos,
y si aspiro algún aroma
me creo aspirar tu aliento.
En las brillantes estrellas
tus miradas vagas veo,  40
y en el disco de la luna
me finjo tu tenue cuerpo.
Pronto las luces se apagan,
pronto se extinguen los ecos,
y las sombras se suceden,  45
y la aurora viene luego,
y tras de la aurora el día
que ahuyenta el dulce misterio,
y veo la realidad...
¡y miserable me veo!...  50




XII


ArribaAbajo    Entre dos que bien se quieren
no hay ausencia ni distancia,
que los pensamientos vuelan
y cada día se hablan.

    Esto es lo que llamar suelen
el lenguaje de las almas;
un corazón que recuerda
no necesita palabras.




XIII


ArribaAbajo    Cuando a tus citas voy
me ves mustio y callado,
y es que en tu calma pensando estoy.

    Cuando de ti me alejo
ando como espantado,
y es que celoso de ti me quejo.




XIV


ArribaAbajo    Yo te he visto dormida
y te he visto agitada;
¿los sueños te dan vida?
¿Lo real no te da nada?

    Despiertas... Ya la calma
lució tras el beleño:
¡cuán hermosa es tu alma,
¡ay, bella como un sueño!




XV


ArribaAbajo    Yo tus ojos he besado,
yo he besado tus cabellos,
yo besé tus manos blancas
y estreché tu talle esbelto.

    Nombres dulces yo te he oído
y me has hecho juramentos...
cuántas flores ¡ay! me has dado
perfumadas con veneno.



XVI

    La gente que a lo lejos me divisa
me llama el loco en medio de su risa.  10
       ¡Tanto mejor!
    Que aún no he visto -y perdóname el vocablo-
a ningún ganapán, pobre diablo,
       loco de amor.




 
 
FIN
 
 



La España Moderna
Revista Ibero-Americana


Año V


Cada número forma un grueso volumen de más de 200 páginas, gran tamaño, a dos columnas.

Se divide en dos secciones: española y extranjera. La española está escrita por Barrantes, Campoamor, Cánovas, Castelar, Echegaray, Galdós, Menéndez y Pelayo, Pardo Bazán (D.ª Emilia), Palacio Valdés, Pi y Margall, Thebussem y Valera, con los que alternan, en concepto de colaboradores, los primeros publicistas españoles. La parte extranjera está redactada por Bourget, Cantú, Coppée, Cherbuliez, Daudet, Dostoyusky, Gladstone, Goncourt, Richepin, Tolstoy, Turguenef y Zola.

Precios de suscripción, pagando por adelantado:

En España, seis meses, diez y siete pesetas; un año, treinta pesetas.- En las demás naciones europeas y americanas, y en las posesiones españolas, un año, cuarenta francos, enviando el importe a esta Administración en letras sobre Madrid, París o Londres.

Las suscripciones, sea cualquiera la fecha en que se hagan, se sirven a partir de los meses de Enero y Julio de cada año. A los que se suscriban después, se les entregarán los números atrasados.

Se remite un tomo de muestra gratis a quien lo pida por escrito al Administrador de LA ESPAÑA MODERNA, Cuesta de Santo Domingo, 16, principal.

Quedan algunas colecciones de los años 1889, 90, 91 y 92 a 30 pesetas cada año en rústica, y 40 en pasta.

COLECCIÓN DE LIBROS ESCOGIDOS

1. -LA SONATA DE KREUTZER, por Tolstoy.
2. -EL CABECILLA, por Barbey d'Aurevilly.
3. -MARIDO Y MUJER, por Tolstoy.
4. -RECUERDOS DE MI VIDA, por Wagner.
5. -DOS GENERACIONES, por Tolstoy.
6. -QUERIDA, por Goncourt.
7. -EL AHORCADO, por Tolstoy.
8. -HUMO, por Turguenef.
9. -LAS VELADAS DE MÉDAN, por Zola.
10. -EL PRÍNCIPE NEKHLI, por Tolstoy.
11. -RENATA MAUPERIN, por Goncourt.
12. -EL DANDISMO, por Barbey d'Aurevilly.
13 y 14. -JACK, por Daudet.
15. -EN EL CÁUCASO, por Tolstoy.
16. -NIDO DE HIDALGOS, por Turguenet.
17. -ESTUDIOS LITERARIOS, por Zola.
18. -MISS ROVEL, por Cherbuliez.
19. -MI INFANCIA. Y MI JUVENTUD, por Renán
20. -LA MUERTE, por Tolstoy.
21. -GERMINIA LACERTEUX, por Goncourt.
22. -LA EVANGELISTA, por Daudet.
23. -LA NOVELA EXPERIMENTAL, por Zola.
24. -UN CORAZÓN SENCILLO, por Flaubert.
25. -EL JUDÍO, por Turguenef.
26. -LA TEMA DE JUAN TOZUDO, por Cherbuliez.
27. -MIS MEMORIAS, por Stuart Mill.
28 y 29. -ESTUDIOS JURÍDICOS, por Macaulay.
30. -MIS OÍDOS, por Zola.
31. -LA CASA DE LOS MUERTOS, por Dostoyuski.
32. -NUEVOS ESTUDIOS LITERARIOS, por Zola.
33. -LA NOVELA DEL PRESIDIO, por Dostoyuski.
34. -EL SITIO DE SEBASTOPOL, por Tolstoy.
35. -ESTUDIOS CRÍTICOS, por Zola.
36 y 37. -HISTORIA DE AMÉRICA, por Campe.
38. -EL SITIO DE PARÍS, por Daudet.
39. -MARTÍN ALONSO PINZÓN, por José María Asensio.
40. -AMORES FRÁGILES, por Cherbuliez.
41. -MEMORIAS DE ENRIQUE HEINE.
42. -ESTUDIOS DE ANTROPOLOGÍA CRIMINAL, por E. Ferri.
43. -CASA DE MUÑECA, por Enrique Ibsen.
44. -LA ELISA, por E. Goucourt.
45. -ANTROPOLOGÍA Y PSIQUIATRÍA, por Lombroso.
46. -NOVELAS DEL LUNES, por Alfonso Daudet.
47. -EL REY LEAR DE LA ESTEPA, por Turguenef.
48. -LOS COSACOS, por el Conde León Tolstoy.
49. -TRES MUJERES, por Sainte-Beuve.
50 y 51. -EL NATURALISMO EN EL TEATRO, por Zola.
52. -IVÁN EL IMBÉCIL, por Tolstoy.
53. -LOS APARECIDOS Y HEDDA GABLER, por Ibsen.
54. -EUGENIA GRANDET, por H. Balzac.
55. -RAMILLETE DE CUENTOS, por varios autores.
56 y 57. -MEMORIAS ÍNTIMAS, por Ernesto Renán.
58. -EL PESIMISMO EN EL SIGLO XIX, por E. Caro.
59. -CARTAS DE MI MOLINO, por Alfonso Daudet.
60. -UN DESESPERADO, por Iván Turguenef.
61. -LA FAUSTIN, por E. de Goncourt.
62. -PAPÁ GORIOT, por H. de Balzac.
63. -EL CANTO DEL CISNE, por Tolstoy.
64. -UN IDILIO DURANTE EL SITIO, por Francisco Coppée.
65. - EL SUICIDIO Y LA CIVILIZACIÓN, por E. Caro.
66. -FILOSOFÍA DEL ARTE (La pintura en Italia).
67 y 68. -LOS NOVELISTAS NATURALISTAS, por Zola.
69. -TERNEZAS Y FLORES. -AYES DEL ALMA. -FÁBULAS, por Campoamor (tomo I de sus obras completas).
70. -SALONES CÉLEBRES, por Sofía Gay.
71. -EL CAMINO DE LA VIDA, por Tolstoy.
72. -EL HIPNOTISMO, por Lombroso.
73. -NUEVOS ESTUDIOS DE ANTROPOLOGÍA CRIMINAL, por Lombroso.
74. -LA PINTURA EN LOS PAÍSES BAJOS, por Taine.
75. -PLACERES VICIOSOS, por Tolstoy.
76. -ÚRSULA MIROUET, por Balzac.
77. -EL DINERO Y EL TRABAJO, por Tolstoy.
78. -ESTUDIOS ESCOGIDOS, por Arturo Schopenhauer.
79. -DOLORAS, CANTARES Y HUMORADAS, por Campoamor (tomo II de sus obras completas).
80. -PRIMER AMOR, por Turguenef.
81. -EL TRABAJO, por Tolstoy.
82. -TESORO DE CUENTOS, por Turguenef.
83. -APLICACIONES JUDICIALES Y MÉDICAS, por César Lombroso.
84. -LA PERLA NEGRA, por V. Sardou.
85. -MI CONFESIÓN, por Tolstoy.
86 y 87. -EL DOCTOR PASCUAL, por E. Zola.
88. -LA CONQUISTA DEL PAN, por Kropotkin.
89. -AGUAS PRIMAVERALES, por Turguenef.
90. -LOS HAMBRIENTOS, por Tolstoy.
91. -PAULA MERE, por Cherbuliez.
92. -OBRAS COMPLETAS, de Augusto Ferrán.
93. -META HOLDENIS, por Cherbuliez.
94. -EL ARTE EN GRECIA, por Taine.
95. -DEMETRIO RUDÍN, por Turguenef.
96. -¿QUÉ HACER?, POR Tolstoy.
97. -BAJO LAS BOMBAS PRUSIANAS (el sitio de París), por Teófilo Gautier.

Vidas de personajes ilustres
Jorge Sand, por E. Zola 1 pts.
Víctor Hugo, por íd. 1 »
Balzac, por íd. 1 »
Daudet, por íd. 1 »
Sardou, por íd. 1 »
Dumas (hijo), por íd. 1 »
Flaubert, por íd. 1 »
Chateaubriand, por E. Zola. 1 »
Goncourt, por íd. 1 »
Musset, por íd. 1 »
El P. Coloma, por E. Pardo Bazán. 2 »
Núñez de Arce, por M. Menéndez Pelayo. 1 »
Ventura de la Vega, por Valera. 1 »
Gautier, por Zola. 1 »
Hartzenbusch, por A. Fernández-Guerra. 1 »
Cánovas, por Campoamor. 1 »
Alarcón, por E. Pardo Bazán. 1 »
Zorrilla, por I. Fernández Flórez. 1 »
Stendhal, por E. Zola. 1 »
Martínez de la Rosa, por M. Menéndez Pelayo. 1 »
Ayala, por Jacinto Octavio Picón. 1 »
Tamayo, por I. Fernández Flórez. 1 »
Trueba, por Becerro de Bengoa. 1 »
Lord Macaulay, por Gladstone. 1 »
Sainte-Beuve, por Zola. 1 »
Concepción Arenal, por P. Dorado. 1 »
Enrique Heine, por Gautier. 1 »
Ibsen, por L. Passarge. 1 »
Taine, por Bourget. 0,50 »
Bretón de Herreros, por el marqués de Molins. 1 »
Campoamor, por E. Pardo Bazán. 1 »
Fernán Caballero, por Asensio. 1 »
Zola, por Maupassant y Alexis. 1 »
Eugenio Mouton (Merinos), por Gastón Bergeret. 1 »

Novelas y caprichos

Precioso libro que contiene lo siguiente:

Sopas de ajo (cuento), por el Doctor Thebussem.- El collar de perlas (cuento), por Manuel del Palacio.- Virtudes premiadas (novela), por J. Octavio Picón.- El poder de la ilusión (poema), por Ramón de Campoamor.- El mechón blanco (cuento), por Emilia Pardo Bazán.- Tisis poética (leyenda), por José Zorrilla.- Chucho (cuento), por A. Palacio Valdés.- La risa del payaso (cuento), por Emilio Ferrari.- El novenario de ánimas (cuento), por Narciso Oller.- Placidez (cuento), por Eugenio Selles.- La condesa de Palenzuela (cuento), por Antonio de Valbuena.

Grabados

Historias mudas.- Tomando el baño, Destreza de un bombero, Se paró el carro, El tigre y la suegra, Serenata romántico-naturalista, Dicha breve, De la novia a la suegra, Culpa y castigo, El fotógrafo, El que mucho abarca, Cambio de sacos, El perrillo amaestrado, Sueño interrumpido, El telescopio, En el circo, El pescador inglés, Desequilibrio, El viajero, Quien con perros se mete, El perrillo juguetón.

Autógrafos.- Del P. Luis Coloma, Ayala, Alarcón, Núñez de Arce, Hartzenbusch, Ventura Ruiz Aguilera, Zapata, Fernández y González, Selgas.

Retratos.- De Juan Eugenio Hartzenbusch, Núñez de arce, P. Luis Coloma, Ventura de la Vega, Avellaneda, Wagner, Fernán-Caballero y Tolstoy.

Caricaturas.- Napoleón I en Austerlitz y en Waterloo, Napoleón III, Federico el Grande, Ricardo Wagner, Listz, Wagner y Bülow, Ricardo Wagner en «El anillo de los Nibelungos».

Sombras.- Bismarck, Crispi.

Grabados sueltos.- Transformación de una cafetera, Estudio de Fernán-Caballero, Un descanso, Un niño artista, Teatro de Bayreuth, Retrato de familia, Wagner llevando la batuta, El Mesías de los judíos, Caricatura.

Este precioso libro ha sido unánimemente ensalzado por la prensa de ambos mundos, y es por su tamaño, lectura y los 300 grabados que contiene, sumamente barato.

Difícil, si no imposible, sería encontrar otro más ameno y bonito en lengua castellana.

Precio: tres pesetas.

PEQUEÑECES...
Currita Albornoz
AL P. LUIS COLOMA

Precioso folleto escrito por D. Juan Valera.

Precio, una peseta.

¿ACADÉMICAS?

Este libro anónimo, atribuido por la prensa y la opinión a diversos escritores, siempre los más famosos, es un dechado de ingenio, sal y pimienta. Se vende a una peseta.

OBRAS DE DERECHO

La casa de los muertos (La cárcel), por Dostoyusky, 3 pesetas.- La novela del presidio, por íd., 3 íd.- La cuestión de la pena de muerte, por Carnevale, 3 íd.- El visitador del preso, por Concepción Arenal, 3 íd.- El duelo y el delito político, por G. Tarde, 3 íd.- El delito colectivo, por Concepción Arenal, 1,50 íd.- Estudios jurídicos por Macaulay (dos tomos), 6 íd.- Antropología criminal, por E. Ferri, 3 íd.- Antropología y psiquiatría, por Lombroso, 3 íd.- El suicidio y la civilización, por E. Caro, 3 íd.- Derecho administrativo, por Meyer y Posada, 5 íd.- La administración política y la administración social, por Posada, 5 íd.- El derecho de gracia, por Concepción Arenal, 3 íd.- La criminalidad comparada, por G. Tarde, traducción, prólogo y notas por A. Posadas, 3 íd.- El hipnotismo, por Lombroso, 3 íd.- Nuevos estudios de antropología criminal, por Ferri, 3 íd.- La nueva ciencia jurídica, dos grandes volúmenes, 15 íd.- La criminología, por Garofalo, un tomo, 10 íd.- Indemnización a las víctimas del delito (segunda parte de La Criminología), por Garofalo; traducción, prólogo y notas de Dorado Montero, 4 íd.- Las transformaciones de derecho, por G. Tarde, traducción, prólogo y 120 notas por Adolfo Posada.- La Justicia, por Spencer.

DE MUY PRÓXIMA PUBLICACIÓN
Las instituciones eclesiásticas
POR
H. SPENCER
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS, PRÓLOGO Y NOTAS
POR
ADOLFO POSADA
Catedrático de Derecho en la Universidad de Oviedo
LA CRIMINOLOGÍA
ESTUDIO SOBRE EL DELITO
Y SOBRE LA TEORÍA DE LA REPRESIÓN
POR
R. GAROFALO

Profesor de Derecho penal en la Universidad de Nápoles, Presidente del Tribunal civil de Pisa, con un apéndice sobre «Los Términos del problema penal», por Luis Carelli.- Única edición española con multitud de adiciones y reformas hechas por su autor, y no comprendidas en las ediciones italianas.- Traducción por

PEDRO DORADO MONTERO

Catedrático de Derecho penal en la Universidad de Salamanca: Precio, diez pesetas.

INDEMNIZACIÓN
A LAS
Víctimas del delito
POR
R. GAROFALO
profesor de Derecho penal en la Universidad de Nápoles
y Magistrado de Audiencia

TRADUCCIÓN Y ESTUDIO CRÍTICO
POR
P. DORADO MONTERO
Catedrático de Derecho penal en la Universidad de Salamanca.

Segunda parte de La Criminología.

Se vende al precio de cuatro pesetas en las principales librerías.

GÉNESIS Y EVOLUCIÓN
DEL
Derecho civil
según las ciencias antropológicas e histórico-sociales
POR
JOSÉ D'AGUANNO
TRADUCCIÓN DE
PEDRO DORADO MONTERO
catedrático de la Universidad de Salamanca.

Ha visto la luz este gran libro, que representa los últimos adelantos y la marcha nueva del Derecho civil.

El autor ha hecho grandes estudios en los dos años que lleva de publicada su obra, y nos los ha remitido a fin de que figuren en la traducción española, de modo que ésta es más extensa y completa que la obra original y que las traducciones en francés, alemán, inglés y ruso.

De venta en las principales librerías al precio de 15 pesetas.

Derecho Internacional Privado
POR
T. M. C. ASSER Y A. RIVIER
ESTUDIO PRELIMINAR, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE
JOAQUÍN FERNÁNDEZ PRIDA
Catedrático de esta asignatura en la Universidad de Sevilla

De venta en las principales librerías.

Derecho penal
POR
A. MERKEL
Estudio preliminar, traducción del alemán y notas de
JERÓNIMO VIDA
Catedrático de Derecho en la Universidad de Granada.

De venta en las principales librerías.

DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO
POR
L. VON NEUMANN
Estudio preliminar, traducción del alemán y notas de
A. SELA
Catedrático de esta asignatura en la Universidad de Oviedo.

De venta en las principales librerías.

LAS TRANSFORMACIONES DEL DERECHO
POR
G. TARDE
Estudio preliminar, traducción y 120 notas por
ADOLFO POSADA
Catedrático de Derecho en la Universidad de Oviedo.

Economía política
Monografías de Neumann, Kleinwachter, Nasse, Wagner, Mithof y Lexis.

Versión española del alemán precedida de un estudio sobre el concepto y relaciones de la Ciencia económica.

POR
ADOLFO A. BUYLLA Y G. ALEGRE
Profesor y Decano en la Universidad de Oviedo.
Derecho Administrativo
LA ADMINISTRACIÓN
Y LA
ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA
en Inglaterra, Francia, Alemania y Austria
POR
J. MEYER

Véase, acerca de esta obra, el siguiente suelto que ha visto la luz en El Liberal:

«Este libro, que tanta resonancia ha tenido en las cuatro naciones de cuya administración se ocupa, pasa por ser el mejor tratado de Derecho administrativo publicado hasta hoy; la traducción está hecha directamente del alemán por el catedrático de la asignatura en la Universidad de Oviedo, Sr. posada, quien ha agregado a la obra famosa un nuevo tratado que comprende la Administración y la organización administrativa en España.

Este libro, de tanto interés para los abogados y políticos, ha sido esmeradamente impreso en buen papel, y forma un grueso volumen que se vende a cinco pesetas en las principales librerías.

TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO
La Administración política y la Administración social
EXPOSICIÓN CRÍTICA
DE LAS TEORÍAS Y LEGISLACIONES ADMINISTRATIVAS
MODERNAS MÁS IMPORTANTES
POR
ADOLFO POSADA
profesor de Derecho político y administrativo en la Universidad de Oviedo.

Esta obra constituye el necesario complemento de la de Meyer y Posada sobre Organización administrativa.

Forma un hermoso volumen de quinientas páginas.- Cinco pesetas en las principales librerías.



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