Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoJustos por pecadores.



       Es Clara una hermosa niña
que en la faz muestra gentiles
de sus diez y siete abriles
los encantos a la vez.
Sencilla, mas sin que el mundo
la sobrecoja ni empache;
las pupilas de azabache,
y de azucenas la tez.
   Suelta y libre la cintura,
como la noche el cabello,
transparentes en el cuello
venas de virgen azul.
Pie breve y aéreo paso,
más inquieta y más ligera
que en la fértil primavera
las hojas del abedul.
   Gacela del mirar dulce
la llamó un árabe errante;
sol, azucena y diamante,
las gitanas que la ven.
El árabe en sus desiertos
con su memoria camina;
Egipto la vaticina
infinito amor y bien.
   Sus ojos brillan tranquilos
como una noche serena;
su alma en ellos se ve ajena
de temor y de inquietud.
El Duque la dice «amiga»,
doña Inés la dice «hermana»,
los mancebos «soberana»,
y «hermosa» la multitud.
   Si se reclina cansada
junto a la fuente sonora,
la náyade protectora
parece de su cristal.
Si corre de los jardines
por las sendas desiguales,
semeja entre los rosales
una sílfide ideal.
   Si sonríe, es su sonrisa
tan pura y tan hechicera
cual la blanca luz primera
del alba limpia de Abril.
Su voz es a quien la escucha
red amante, oculta vira,
y el aliento, si suspira,
aura olorosa y sutil.
   El Duque parte con ella
todo el amor de su esposa;
doña Inés procura ansiosa
con ella olvidarse dél.
Y es Clara, partiendo entrambos
su purísimo cariño,
para aquélla un tierno niño,
y un serafín para aquél.
   Pasó toda aquella tarde
en el huerto entretenida,
con una dueña que cuida
sus caprichos de cumplir.
Cayó el sol; enlutó el cielo
la impalpable sombra inmensa;
la noche lóbrega y densa
amagó el mundo cubrir.
   Guardó Clara sus cabellos
con un velo, del rocío;
cruzando el jardín umbrío,
hacia el camarín tornó.
Y asida a un ramo de flores
que robó a la primavera,
por una obscura escalera
hasta el corredor llegó.
   Allí doña Inés, posada
la mano en el antepecho,
miraba un camino estrecho
que oculto a la calle da.
Y en el jardín, tras la dueña
que recatada le guía,
por la misteriosa vía,
rápido el Príncipe va.
   Clara entonces, silenciosa,
viendo a Inés tan distraída,
de su estancia la salida
ganó a su espalda veloz,
Cayó la puerta de golpe
con estrépito violento,
y oyóse en el aposento
del Duque ronca la voz.
Tornóse Inés aterrada,
oyóse dentro un gemido;
aplicó atenta el oído,
y dijo temblando: «El es.»
Rápida, desalentada,
por el corredor saltando,
dio al jardín, encomendando
su salvación a sus pies.
   Trémulo, descolorido,
el Duque de allí a un momento,
saliendo del aposento,
embozado apareció.
Caló el sombrero a los ojos,
y dando vuelta a la llave,
con paso callado y grave
la escalerilla bajó.




ArribaAbajoUn apéndice a las ventanas de la Duquesa



       Triste y lóbrega es la noche;
no está en el cielo la luna
colgada como una antorcha
entre la niebla nocturna.
No es azul el firmamento;
que le encapotan y enlutan
informes masas de nubes,
que a paso tardo lo cruzan.
Todo es silencio en Segovia;
las ráfagas no murmuran,
que el aire denso y pesado,
vecina tormenta anuncia.
Triste y lóbrega es la noche;
yace la ciudad a obscuras
en brazos del primer sueño,
inmóvil, opaca y muda.

   Con precaución cautelosa
que intento secreto anuncia,
corrió una mano el cerrojo
de un postigo que se ofusca
en un lado del alcázar,
entre prolijas molduras.
Por ella dos embozados
salieron: ya que la alumbra
débil luz de una linterna,
por defuera la aseguran.
Como mucho se recatan
y es la sombra tan confusa,
no se percibe a lo lejos
ni su faz ni su figura.
Porque es la sombra un cristal
que los recelos enturbian,
y el objeto que se mira
se disminuye o se abulta.
Tan velozmente caminan,
que pueden dejar en duda
si su acelerada. marcha
es persecución o fuga.
Doblan esquinas y calles,
plazuelas y plazas cruzan;
dijeran que van perdidos
sin encontrar lo que buscan.
Mas tan decididos siguen
la dificultosa ruta,
que bien se ve que no yerran
ni se desorientan nunca.
El ferreruelo cruzado,
a los ojos la capucha,
la barba sobre los pechos;
el morterete sin pluma,
van su camino en silencio
con planta firme y segura,
y el uno delante el otro,
ni se paran ni se juntan.
Debajo de unas ventanas
que con labores difusas
cercan muchos arabescos
de primorosa escultura,
detúvose el de delante
diciendo: «Vela y escucha,
esperando que yo vuelva
sin que nadie me descubra.»
Replicó el otro en voz baja,
saludando con mesura:
«Y si una ronda.....
-Que pase,
que mi grandeza te escuda.
-¿Y si un curioso?.....
-Que vuelva
Atrás.
-¿Y si me importuna?
-Requiere, si no eres manco,
la razón de tu cintura.»
   Siguió adelante, esto dicho,
y primero que él acuda
a dar, prevenido y cauto,
o noticia o seña suya,
abriéndose una ventana,
lanzó de su sombra muda
con una escala de seda
una voz que dijo: «Suba.»
Subió el galán; mas llegando
veloz a la cuerda última,
un brazo que sacó un hombre
que esconde la catadura,
dándole aprisa un saquillo,
dijo: «Tome lo que busca.»
Y cerrando la ventana,
mano, voz y hombre se ocultan.
A tal momento, en la calle,
con voz de duelo y angustia
un ¡ay! lanzando una dama,
de la escala se asegura.
Bajó el caballero, y ella,
jadeando lo pregunta:
«¿Vivís?», y asiendo el estoque,
él replicó: «¿Quién lo duda?»
Llegó en esto el apostado
con la linterna, y a una,
dama y galán prorrumpieron:
«¡Don Enrique!» «¡Inés!» «Alumbra.»
Abrió el Príncipe el saquillo,
y sintiendo la tela húmeda,
metió la mano, y asiendo
con asombro lo que oculta,
sacó de la hermosa Clara
la cabeza infantil, mustia.
«¡Santos del cielo! ¡Mi hermana!»
«Su sentencia era la tuya,
dijo a doña Inés el Príncipe;
válgate, pues, tu fortuna.»
Y dando a la dama el brazo,
tomando su antigua ruta,
entraron en el alcázar
por la puertecilla oculta.




ArribaAbajoA luengas edades luengas novedades




I



       El Príncipe pasó a Rey,
y, como era de esperar,
todo debió de cambiar,
sujeto a distinta ley.
   Era la Reina muy bella;
mas, como bella, celosa;
y otra alguna, por hermosa,
no tiene igualdad con ella.
   Así que, el Rey don Enrique,
si no adquirió más virtud,
de su ociosa juventud
puso a los vicios un dique.
   De sus amigas livianas,
mucho el número menguó,
y a la Reina encomendó
sus más lindas cortesanas.
   Es verdad que, a las dos leguas,
doña Guiomar, cada día,
entretenerle solía,
dando al matrimonio treguas.
   Y es cierto que, tan leal
a su Príncipe como ella,
de su amor le hace querella
Catalina Sandoval.
   Mas pecados Reales son,
que tachar fuera imprudencia:
son del cetro una exigencia,
excesos del corazón.
   Que es mezquino, a nuestro ver,
que mandando tanta gente,
un monarca se contente
con tan solo una mujer.
   Si Dios condena el amor
a la mujer del vecino,
no habla el precepto divino
con él con tanto rigor.
   Y sin duda alguna es bien
que, pues la ley dan los reyes,
sean ellos con las leyes
privilegiados también.
   Por eso, en una alta torre
que al campo del moro cae,
por do Manzanares trae
sus corrientes, cuando corre,
   se oye en la noche callada,
sobre las alas del viento,
un dulcísimo lamento
y un arpa bien acordada.
   Por eso, en la noche obscura,
dice el necio centinela,
que en aquella parte vela
la bruja que el Rey conjura.
   Pues de tiempo inmemorial,
por entre el vulgo se suena
que allí encontró el de Villena
un colega espiritual.
   Distinto habitante mora
hoy en la torre precita;
mas quiénes o quién la habita,
el vulgo y la Corte ignora.
   Porque aunque a veces en ella
se oye que en trova confusa
la voz de quien canta acusa
los rigores de su estrella,
   Se oye también que suspira
tan amantes cantilenas,
que si canta entre cadenas,
no canta, sino delira.
   A veces, una voz blanda,
en estribillo amoroso,
de un amador licencioso
nuevas al viento demanda.
   Y es tan suave, y tan flexible,
y tan tierna en su cantar,
que intentarla remedar
fuera a otra voz imposible.
   Ya apagada, ya sonora,
ya trémula, ya segura,
como la fuente, murmura;
como la tórtola, llora.
   Ya es un canto ronco y vago,
sin tema sobre que acuerdo,
como un aura que se pierde
entre la niebla de un lago.
   Ya es alegre y peregrina
una voz tan infantil,
que no envidia, en lo sutil,
tonos a la golondrina.
   Y a veces, en la alta, obscura,
larga noche, allí resuena
varonil, pujante y llena,
otra voz sin su dulzura.
   Mas también con su vigor,
la voz dulce se amalgama,
que el aire las desparrama
en dobles himnos de amor.
   Una de amor se querella,
y otra canta sus victorias;
ésta adora sus memorias,
y las diviniza aquélla.
   Quien de lejos las escucha
en la negra obscuridad,
duda si sueña, en verdad,
y consigo mismo lucha.
   Temo la superstición
maleficio en el cantar,
pero se mueve a escuchar
temerario el corazón.
   Es una noche tranquila,
de esas azules, serenas,
en que de la luna apenas
la pálida luz vacila.
   Dentro de aquel torreón
que cae al campo del moro,
se escucha el compás sonoro
de la femenil canción.
   Envuelta en obscuro velo,
emblema claro del luto,
torna el rostro mal enjuto
una mujer hacia el cielo.
   Y brilla más la tristeza
de su encantadora faz,
con el llanto que tenaz
destila de su tristeza.
   Y en su angustia solitaria,
demandársela pudiera
si canción tan lastimera
es cántico o es plegaria.
   En un sitial, a su lado,
con un laúd la acompaña
Enrique cuarto de España,
de su corona olvidado.
   Pero ella ensaya tan mal
la endecha triste que canta,
que mohíno el Rey aguanta,
mal sentado en su sitial.
   Viendo la poca virtud
que su canto ejerce en ella,
pues los tonos de la bella
no aciertan con su laúd,
   Soltando al fin de la mano
el inútil instrumento,
dijo con severo acento,
entro brusco y cortesano:
   «Para tal torpeza, Inés,
que no cantes es mejor.»

DOÑA INÉS

Cuanto pude hice, señor,
Y os lo ofrezco tal cual es.
   Dos meses ha que venís
a gozaros en mi afán
con el nombre de galán,
mas como señor pedís.
   Sin curar de mi dolor,
mandáisme cantar, y canto,
no llorar, y enjugo el llanto,
no amar..., y muero de amor.

DON ENRIQUE

Inés, importuna estáis.

DOÑA INÉS

Y vos, por demás severo.

DON ENRIQUE

Que estáis muy celosa infiero.

DOÑA INÉS

Yo infiero que no me amáis.

DON ENRIQUE

¡Siempre dudas de mujer!
¡Siempre igual reconvención!

DOÑA INÉS

Amando de corazón,
amar es obedecer.
   Todas las noches traéis
la desazón en el gesto,
siempre a enojaros dispuesto,
y no hay de qué os enojéis.
   El tiempo os parece largo
que pasáis siempre conmigo;
nunca, señor, os lo digo,
y lo lloro, sin embargo.

DON ENRIQUE

Mas todas las noches vengo,
Inés, y no se te oculta
que siempre lo dificulta
el grave cargo que tengo.

DONA INÉS

Mas yo, señor, noche y día
en esta torre encerrada,
os espero enamorada
sin tener otra alegría.
   Veo la noche importuna,
de la aurora el arrebol,
nacer y morir el sol,
nacer y morir la luna.
   Y todo el tiempo se va
en inútiles querellas,
demandando a sol y estrellas
que me digan dónde está.
   Veo todas las mañanas,
así que el sol reverbera,
partirse en fuga ligera
las avecillas livianas.
   Todas las noches las veo
al crepúsculo volver,
fatigadas, puede ser,
mas cumplido su deseo.
   Y a mí el tiempo se, me va,
en esas rejas vecinas,
pidiendo a las golondrinas
que me digan dónde está.
       Callaba el Rey, interés
prestando a sus voces poco,
y en delirio amante y loco
lloraba a su lado Inés.
   Él, la barba sobre el pecho,
cruzadas ambas rodillas,
sus querellas sin oillas,
distraído o satisfecho.
   Ella, en más bajo lugar,
mal prendido el luengo velo,
las mangas le terciopelo
deshilando sin cesar.
   El Rey, como quien tolera
algo que le mortifica;
ella, como quien suplica
algún favor que no espera.
   Al fin, como quien despierta
de un sueño que le acosó,
así don Enrique habló,
con trémula voz incierta:
   «Mucho te amé, bella Inés;
mucho te amo, mas perdona
que no pueda mi corona
rendir amante a tus pies.
   »Casado estoy, en verdad,
y de mi cetro en honor,
no cuidaré de tu amor,
sí de tu seguridad.
   »El Duque no sé qué es dél,
y pues se habla de ello mal,
partirás a Portugal
con un mensajero fiel.»
   Calló el Rey, e Inés, transida
de dolor tan impensado,
de espaldas cayó a su lado,
cercana al fin de la vida.
   En sus brazos la sostuvo,
y a merced de un elixir,
la vida volvió a latir,
camino el aliento tuvo.
   Volvió a herir su corazón
su altivez o su mancilla,
y dijo al Rey de Castilla
con la voz de la aflicción.
   «Fue amaros orgullo en mí;
hízolo amor la porfía,
mas pues la culpa fue mía,
castigada quedo así.»
   Y tornándola a faltar
segunda vez el aliento,
salió el Rey del aposento
tras quien la venga a ayudar.


II



   Allá, por do Manzanares
en humildosas corrientes,
antes de entrar cortesano
en Madrid, sus aguas vierte,
hay un sitio en que fundaron
un alcázar otros reyes.
Pardo en el nombre, y perdido
en verdad en sus placeres,
en un despejado campo
que a su entrada el lugar tiene,
con grande rumor levantan
a toda prisa un palenque.
Dispónense aparadores,
aparéjanse banquetes;
doquier se aprestan vajillas
y se despitan toneles.
Guirnaldas en los balcones,
tapices en las paredes,
pabellones en los techos
y en las alfombras pebetes.
Doquiera, en el campo tiendas
con banderas diferentes;
andamios para la Corte,
y andamios para los jueces.
Y en el palacio tumulto,
y tumulto en el palenque;
y en las calles y en las plazas,
los que van y los que vienen.
Por allá suben literas,
por acullá palafrenes;
por allí, de Real mandato,
de su Real guardia jinetes;
por un lado arcabuceros,
por otro lado donceles,
que ganando tiempo y tierra,
buscando aposentos vienen.
Músicos, dueñas, rateros,
saltimbanquis y corchetes,
tamboriles y danzantes,
curiosos e impertinentes.
Aquí una moza devota,
que el brazo a una vieja tiene,
se ajusta en son de maitines
con un majo matasiete.
Allí un dominico obeso
abultado de mofletes,
en una niña de quince
puso los ojos ardientes,
sin duda alguna admirando
al Dios que hace aquellos seres
de ojos negros, manos blancas,
cintura escasa y pie breve.
Más allá, bajo un sombrero
que en la oreja se mantiene,
alto y torcido el bigote,
larga espada, y entre el leve
rizado de ancha valona
escondido hasta los dientes,
de pie derecho, y la mano
sobre la cintura siempre,
está, a través escupiendo,
apercibido un valiente
de esos que dicen: «Miradme,
que hay indulgencias en verme.»
Y sobre todo el murmullo
que tan sin término hierve,
en cóncavo estruendo ronco
por pueblo y campo se sienten
los mazos de los peones
que levantan el palenque,
y el mantillo del armero
sobre golas y broqueles.
Grandes fiestas se preparan
y según dice la gente,
son por los embajadores
que de la Bretaña vienen;
así también lo confirma
la conversación siguiente
de dos judíos que aromas,
joyas y armaduras, venden:
-Buen agosto os habéis hecho,
Rubén, a lo que parece.
-No estoy quejoso, en verdad.
-Y aun contento.
-Ciertamente.
-Sed franco.
-¿Más he de ser?
-Y por nuestros intereses,
vayamos ambos a una,
que espero que no nos pese.
-Sea así, hermano Daniel,
y escuchadme atentamente.
El Rey me compró en secreto,
para lujo en sus valientes,
las armaduras mejores
del torneo.
-¿Cuántas?
-Trece.
-¡Santos del cielo! ¿En monedas
os pagó?
-Al punto y corrientes.
-Feliz sois, Rubén.
-Veamos
Vuestra fortuna.
-Yo siempre
Por enemiga la tuve.
-Pero yo sé que igualmente
el Rey, Daniel, os buscaba.
-Sí, mas fue ganancia leve:
aplazóme los caballos
de mejor sangre que hubiese,
y díle, blancos y negros,
Los mejores.
-¿Cuántos?
-Trece.
-¿Y os quejáis?
-¡Santa Sión!
Pagó dos; los once debe-
   Callaron ambos un punto,
y a Rubén Daniel volviéndose,
díjole:-Mas ya hay quien cubre
lo que pierdo en los corceles:
don Beltrán armó los suyos,
pródigo con mis arneses.
-¡Oiga! ¿También don Beltrán
campo en el cerco mantiene?
-No por cierto; mas levanta
en Madrid otro palenque,
para una segunda fiesta
a la vuelta de los Reyes.
A la parte de Alcalá
tiene apostada su gente,
para tomar de las damas
la brida a los palafrenes.
-¡Atrevido es el pagano,
y ardua causa la que emprende!
Los galanes victoriosos
se opondrán reciamente.
-Pues don Beltrán de la Cueva
aun se está tan en sus trece,
que diz que hasta el mismo Rey
le hará campo, aunque le pese.
-Mucho puja
-Es conde y rico.
-Y el Rey es rey.
-Y él valiente;
y tiene consigo un hombre
que recata el rostro adrede,
que es capaz de armar batalla
el solo con diez y siete.
-¿Un soldado?
-Un caballero.
-¿Que es quien paga?
-Lo parece.
Que es un extranjero dicen
que de aventurero viene.
-¿Trae gente en su compañía?
-Lanzas hasta veintinueve.
-¿Es francés?
-Flamenco.
-¿Amigo
de las batallas?
-No debe.
-¡Cómo!
-Dél se cuentan cosas
bien extrañas cabalmente.
Dicen que, en vela continua,
no se sabe cuándo duerme;
que es sobrio como una monja.
-Mas ¿su nombre?
-No le tiene;
sólo el Flamenco le llaman;
siempre anda solo y le temen.
-Mas ¿no se conoce de él.....
-Nada más que lo que él quiere;
y que es alto, recio, osado,
y a lidiar dispuesto siempre.-
   Callaron ambos judíos,
y en raudo tropel la gente
se agolpó sobre el camino
a vitorear a sus Reyes.


III



   Como seis días después,
y hacia las dos de la tarde,
en el prado que en Madrid
por San Jerónimo sale,
armados hasta los dientes
y cubiertos los semblantes,
estaban dos caballeros
de una ancha tienda delante.
Detrás de ellos, apostados
en hilera formidable,
hay hasta treinta jinetes,
potentísima falange.
Y otros treinta caballeros,
cuanto valiente galanes,
-en varios grupos conversan,
de su pompa haciendo alarde.
Donceles tienen sus lanzas;
sus caballos tienen pajes,
siendo a la par todos ellos
soldados y capitanes.
Detrás hay una barrera
que guardan, con antifaces,
otros doce caballeros
sobra doce yeguas árabes.
A los lados dos andamios,
uno con las armas Reales,
y otro con las de Bretaña,
coronados de sitiales.
Otro andamio casi enfrente,
y en él los jueces y grandes
que han de pesar la justicia
y la ley de los combates;
y el resto cerca una valla,
hasta dos arcos triunfales,
en que remata una liza
que por la barrera se abre.
Banderas de mil colores
se estremecen en el aire,
que embalsaman ramilletes
de jazmines y azahares.
Lindísimas cortesanas
de cabellos de azabache,
tez pálida y ojos negros,
bajan el prado adelante;
porque ¿qué son los jardines
en que las flores no salen,
no lo que son las fiestas
en que las damas no caben?
De ambas las tropas que aguardan
el duro y próximo trance,
hablan en voces secretas
ambos los jefes audaces;
uno es Beltrán de la Cueva,
del otro nada se sabe,
sino que con treinta lanzas
con don Beltrán hizo parte.
Es de talla aventajada,
de nunca visto semblante,
vigoroso asaz de miembros
y de fuerza sin iguales;
un hacha de armas esgrime
y una espada formidable,
que los arneses más recios
desencajan y deshacen.
Cabalga un potro normando
como sufrido pujante,
que obedece a los impulsos
de dos largos acicates;
y acostumbrado a la guerra,
en que ha tiempo que le traen,
mal le reprime el jinete
al oír los atabales.
A su vez el caballero
le acosa con voz tonante,
como si el mismo caballo
a la misma par lidiase;
y dicen que tan a tiempo
la segunda, vuelve y parte,
que un solo cuerpo lidiando,
caballero y corcel hacen.
Así Beltrán de la Cueva
le hablaba a este personaje,
y el flamenco respondía
con razones semejantes:

DON BELTRÁN

¿Seréis firme?

FLAMENCO

Como un roble.

DON BELTRÁN

¿Lidiaréis?

FLAMENCO

A toda sangre.

DON BELTRÁN

¿Nadie pasará?

FLAMENCO

Ninguno
con espada ni con guante.

DON BELTRÁN

¿Y si el mismo Rey se empeña?

FLAMENCO

¡Al Rey vive Dios que mate,
y lleve su guantelete
en una pica hasta Flandes!

DON BELTRÁN

Si como decís obráis,
temo que el campo no os baste.

FLAMENCO

Al tiempo lo recomiendo;
y si la suerte me vale,
veréis que mejor amigo
no hallaréis para este trance.

DON BELTRÁN

¿Qué mote sacáis?

FLAMENCO

Ninguno.

DON BELTRÁN

Pues he visto a vuestro paje
un broquel con una letra.

FLAMENCO

Esa letra dice: «Nadie.»

DON BELTRÁN

¿Es orgullo?

FLAMENCO

Es una historia.

DON BELTRÁN

¿De amoríos?

FLAMENCO

Y de sangre.

DON BELTRÁN

¿Sois príncipe?

FLAMENCO

No por cierto.

DON BELTRÁN

¿Sois huérfano?

FLAMENCO

Lo acertasteis
porque, a ninguno sujeto,
soy libre, y la tierra grande.
       Oyóse en esto el tumulto
de pífanos y atabales,
y vióse la polvareda
que por el campo adelante
envuelve a los que se acercan
tras los pendones Reales,
que acabados los torneos,
a Madrid vuelven triunfantes.
Cabalgó al punto Beltrán,
y cabalgando el de Flandes,
asió broquel, lanza y brida,
diciendo con voz pujante:
«¡A caballo!, ¡voto a Dios!
y en torneo o en combate,
no hay que dejar con espada,
desde San Miguel, a nadie!




ArribaAbajoEl paso de armas de Beltrán de la Cueva




I

   ¡Espléndida cabalgata!
¡Caballeresco tropel!
La Reina viene montada,
y el Rey, la brida dorada
asiendo de su corcel.
   Vienen siguiendo sus huellas
las cortesanas más bellas,
y a su vez los caballeros
sirven de palafreneros
a los palafrenes de ellas.
   Detrás las literas vienen
sobre esclavos orientales;
los pajes detrás se tienen,
y el orden, al fin, mantienen
mil arcabuceros Reales.
   Todo es luego en derredor
y detrás, pueblo y tumulto;
en el centro va el valor,
y en la fiesta, mal oculto,
el orgullo y el amor.
   Al valor pruebas lo dan
las cotas hechas pedazos;
orgullosos todos van,
y el amor probando están
las empresas y los lazos.
   Ondulan los martinetes
asidos a las cimeras
de los ufanos jinetes,
y usurpan tocas ligeras
el lugar de los almetes.
   Y en vez de ferradas golas
y de rojas banderolas,
flotan en suelto equipaje
los velos blancos de encaje
de las damas españolas.
   Y de las sillas de guerra
forradas de limpio acero,
hasta tocar con la tierra,
cuelga, el que de amor encierra
misterios, cendal ligero.
   No aprisionan los corceles
guanteletes ni escarcelas,
sí terciopelos y pieles,
y ellos van libres y fieles
sin temor a las espuelas.
Solamente mas severos,
aunque no siendo mejores,
tras el Rey van altaneros,
pacíficos caballeros,
los nobles embajadores.
   Y a sus personas prestando
las atenciones Reales,
en rico y vistoso bando,
sobre mulas van pasando
obispos y cardenales.
   Todo es lujo y altivez,
todo es oro cuanto brilla,
y osténtanse allí a la vez
los hidalgos de más prez
de León y de Castilla.
   Todas las mejores lanzas
de ambos reinos acudieron,
y descuidando sus danzas,
osados en esperanzas,
diz que hasta moros vinieron.
   Que, para ostentar valor,
cualesquiera liza es buena;
y el moro batallador
sabe siempre que es mejor
lidiar en cristiana arena.
   Allí en los andamios miran
sin máscaras las hermosas;
sus alientos se respiran,
y a sus miradas aspiran
las hazañas generosas.
   Por eso vienen ligeros
sobre sus negros corceles
diez árabes caballeros,
silenciosos y severos,
envueltos en alquiceles.
   Su mirar rápido, incierto,
la negra barba crecida,
el corcel, de oro cubierto,
todo muestra la atrevida
generación del desierto.
   Y aunque cuanto audaz, cortés,
culta en usos y lenguaje,
siempre se alcanza a través
de su magnífico arnés
algo de origen salvaje.
   Llegaron ante la valla
Rey, pueblo y embajadores,
y al son del clarín que estalla,
van a ofrecer la batalla
al Rey los mantenedores.
   Llegó a sus pies don Beltrán,
y díjole audaz: «Señor,
aquí mis nobles están,
que sus lanzas medirán
con vuestra lanza mejor.
   »Y pues por encarecellos
vuestra Real esplendidez,
fiestas quiso concedellos,
para no ser menos que ellos,
he aquí campo a nuestra vez.
   »Como tan buenos vasallos,
de las damas requerimos
las bridas de los caballos;
y pues a aquesto venimos,
o combatir o soltallos.»
   Y echando el guante en la arena,
brida volviendo a su gente,
el campo en torno resuena
con largo aplauso, que llena
cuanto el sol resplandeciente.
   Aceptó el Rey; y los vientos,
rasgando los atabales,
fueron ocupando atentos,
la multitud sus asientos,
y los Reyes sus sitiales.
   Puestos los embajadores
a un lado, y a otro los jueces,
al son de los atambores,
a los nuevos lidiadores
requirieron por tres veces.
   Lanzáronse hacia la liza
hasta cuarenta jinetes,
y en su línea movediza
el aura estremece y riza,
crestones y martinetes.
   Tascan espumoso el freno
impacientes los bridones,
henchir queriendo su seno
con los belicosos sones
de que el aire tragan lleno.
   Entonces, desde una tienda
de los que el campo mantienen,
al lugar de la contienda
un caballo por la rienda
dos pajes bajando vienen.
   Por si quisiera lidiar,
al Rey le ofrecen corteses;
advirtiéndole a la par,
que mejor no le ha de hallar
ni con mejores arneses,
   Partieron los lidiadores
el sol de la liza igual,
y al son de los atambores,
retados y retadores
aguardaron la señal.


II

   Con la visera calada
y los lanzones en ristre,
los broqueles ante el pecho,
sobre los estribos firmes,
cerráronse a toda brida
los lidiadores insignes,
los unos contra los otros,
a la voz de los clarines.
Todo fue polvo un instante;
no se oye ni se distingue
más que el son que los aceros
en fiero compás despiden.
En honda y ansiosa duda,
en angustia indefinible,
almas con ojos esperan
a que el polvo se disipe.
Es en vano que las damas
al turbio palenque miren;
todo entre el espeso polvo
está en el campo invisible.
En vano sobre su escario
se levanta don Enrique;
el polvo oculta a sus ojos
los que vencen o se rinden.
Se oye que abajo en la liza
la recia contienda sigue,
porque los gritos no cesan
y los golpes se perciben.
Unos gritan: «¡Flandes! ¡Nadie!
«¡Al Rey, al Rey!», otros dicen;
y las lanzadas se doblan
Y los tajos se repiten.
Ayes, lamentos, insultos,
maldiciones, lelilíes,
relinchos y cuchilladas,
todo a un tiempo se concibe;
todo en tumulto espantable,
todo en confusión horrible.
Todos los gritos se mezclan,
y a gran pena se distinguen
los de: «¡Cierra!» «¡Hiere!» «¡A ellos!»
«¡Alá!» «¡Flandes!» «¡Don Enrique!»;
creyéndose al mismo tiempo,
por los «cierra» y los lelíes,
que flamencos y cristianos
contra sarracenos riñen.
   Rodó al fin el polvo denso
con las ráfagas sutiles,
descubriendo la vergüenza
de los que la arena miden.
Pocos pudieron bizarros,
al encuentro resistirse;
su mismo impulso fue causa
del azar que les aflige.
Quedaron de entrambas partes
tan sólo trece que lidien,
son los seis mantenedores,
los otros siete del Príncipe.
De ellos hasta tres son moros
que a los del Rey bien asisten,
con los alfanjes sangrientos
y los palafrenes libres.
Donde una espada se rompe,
donde un yelmo se divide,
doquier que un palmo se pierde
o un caballo se reprime,
allí la lanza de un moro,
allí un alfanje invisible,
hiere, acosa, rompe, vence,
antes que se lo adivine.
Algunos de entrambos bandos
que levantarse consiguen,
con los pomos y los puños
en el combate persisten.
Dan, oían, avanzan, vuelven,
y ligeros como tigres,
soltando el inútil hierro,
con los brazos se reciben.
Se abrazan y se sacuden,
y se cruzan y se oprimen,
quedando un momento inmobles
en duda de si respiren.
Y al fin de afanosa lucha,
sin vencer y sin rendirse,
ruedan abrazados ambos,
y cuartel ninguno pide.
Perdidos entre el tumulto,
tal vez aún se distinguen
sus desperados esfuerzos,
sus convulsiones horribles,
hasta que el tropel sangriento
de los jinetes que viven,
los envuelve enteramente,
los separa o los persigue.
   Tocó el sol en Occidente;
y a la voz de don Enrique,
pajes entran en la liza,
que los heridos retiren.
Despejado un poco el campo,
la liza de estorbos libre,
quedaron lidiando siete,
sobre los estribos firmes,
don Beltran con el de Flandes
y un flamenco que le sigue,
con un hacha a cuyos filos
mal los broqueles resisten.
Lidian por el Rey valientes,
los ventajados en lides,
el Marqués de Santillaua,
que negra armadura viste;
don Juan Pacheco, que el mando
lleva a medias con el Príncipe,
y el buen Conde de Trevifio,
del solar de los Manriques.
Con ellos guerrea un moro,
de cuya opulenta estirpe
dan testimonio y no escaso
el negro corcel que rige,
el corvo alfanje que empuña
y el arnés con que se ciñe.
Mas todo está deslucido,
sin que oro ni acero brillen,
que todo en polvo y en sangre
a puro lidiar se tiñe
Don Beltrán, rota una brida,
con esfuerzos increibles,
contra el moro y Santillana
ve su salvación difícil.
Las damas le vitorean
mostrando bien cuánto es triste
que caballero tan bravo
con tal desventaja lidie.
Los jueces están inquietos,
e indeciso don Enrique,
duda si el bastón de mando
a tiempo en la arena tire.
Mas antes que esto suceda,
se oyó pujante y terrible
el grito con que el flamenco,
«¡Flandes y Nadie!» repite.
Y revolviendo el caballo,
con ímpetu se dirige
hacia el noble Santillana,
que el campo a su empuje mide.
Entonces, al de Treviño
volviendo, «¡Aquí Flandes!», dice;
y alzándose en los estribos,
de entrambas manos se sirve.
Cayó del caballo el Conde;
y volviendo el que le rindo
al soldado que le ayuda,
le manda que se retire.
Quedaron, pues, dos a dos,
cuatro valientes que piden
una corona los cuatro,
para los cuatro difícil.
Y bien merecen que en ellos
su honor sus partidos cifren,
porque no hay mejores brazos
para que le depositen.
Pacheco y Beltrán cayeron;
Pacheco, asido a las crines,
debajo está del caballo,
incapaz de desasirse.
Vino don Beltrán sobre él;
mas los jueces que presiden,
dan por vencido a Pacheco,
y escuderos le permiten.
Mientras, agotando esfuerzos
que parecen imposibles,
el árabe y el de Flandes
la lucha tenaces siguen.
Grita el flamenco: «¡Aquí Flandes!»,
y el árabe, a cada quite
entra y sale huyendo y dando,
siempre en dada y siempre libre.
En vano el flamenco acude
a cuanta fuerza le asiste;
el moro hace que el caballo
pase, cruce, salte y gire.
Mas cansada su fortuna,
a tiempo que ambos se embisten,
al dar una huída el moro,
hace que el caballo pise,
tan en vago, que aunque diestro
le levanta y le reprime,
dobló las manos en tierra,
tocándola con las crines.
Esto que viera el flamenco,
con empuje irresistible
para adelante se viene
sin que el moro alcance a herirle.
Cayó el de Flandes encima,
y aunque el caballo le oprime,
asió con tal fuerza al moro,
que le acogota y le rinde.
   Tiró su bastón el Rey,
y al son de los añafiles
mandó que por los del campo
la victoria se publique.


III

   Mientras a los pies del Rey
de hinojos Beltrán se pone,
y el Rey le tiende la mano
porque con ella se honre,
a las puertas de la liza
la multitud agolpóse,
para ver la cabalgada
cuando a palacio se torne.
Bajaron de sus andamios
el Rey, la Reina y la Corte,
damas, caballeros, pajes,
obispos y embajadores.
De manos de los donceles
recibiendo los bridones,
conducir de allí a las damas
como enantes se proponen.
Asidos brida y estribo
porque más fáciles monten,
por las hermosas esperan
los caballeros mejores.
Púsose el primero el Rey,
y ya cortés se dispone
a dar la mano a la Reina,
cuando con audacia un hombre,
cejar haciendo al caballo,
sin respeto se la coge.
«¿Quién se atreve?....», dijo el Rey;
y en el rostro los colores
tornando el gesto alterado,
delante su vista hallóse,
la brida asiendo, al flamenco,
que así osado le responde:
«Si pasáis sin combatir,
será sin guante ni estoque,
que he lidiado en el palenque
bajo de estas condiciones.»
El rey Enrique, indeciso,
de arriba abajo miróle,
dudando si por quien sea
se lo tolere o se enoje;
pero por más que a sus solas
su pensamiento recorre,
como él su rostro recata,
no sabe si le conoce.
Al fin, fingiendo respetos
por sus derechos, cedióle,
ya su razón otorgando,
ya por secretas razones.
Tendióle la mano y dijo:
«¡Loor a los vencedores!
Tomad lo que habéis ganado,
que en efecto anduve torpe.
¿Quién sois?»
-Nadie. Esa es mi empresa
-¿Es vuestra cifra?
-Es mi nombre.
-Sois valiente, y no os atañe,
por vida mía, ese mote.
-Ya dije que es nombre propio,
y no le merezco noble.
-¿Cómo, pues?
-Porque he vendido
mi honra y mi nobleza a un hombre.

   Tornóle a mirar el Rey,
y tras cortas reflexiones,
con sonrisa ambigua dijo:
«Id adelante»; y siguióle.




ArribaAbajoRecuerdos



       Es una noche tranquila,
de esas azules, serenas,
en que de la luna apenas
la pálida luz vacila.
   Algunas nubes errantes
por medio el espacio flotan,
que así de la luna embotan
los resplandores brillantes.
   La brisa fresca que vaga,
los árboles estremece,
y según se extingue o crece,
crece el murmullo o se apaga.
   Noche espléndida y serena
que al hombre a pensar convida,
y en que resbala la vida,
de gozo y pesar ajena.
   En que, absorto el pensamiento
en vaga meditación,
halla una blanca ilusión
en cada arruga del viento.
   Nada ve el ojo, aunque mira,
oye el oído y no escucha,
y consigo en débil lucha,
triste el corazón suspira.
   Una noche clara y pura
en que, contemplando el cielo,
crece en el alma el consuelo,
y hechiza hasta la amargura.
   Noche en que se ve a lo lejos,
con el fulgor de la luna,
la ilusión de la laguna
en argentinos espejos.
   En que se ve el bosque umbrío
cual un escuadrón gigante,
y cual rastro centellante
la cinta blanca de un río.
   Noche en que prestan a una
blando perfume las flores,
música los ruiseñores
y resplandores la luna.
   De esas noches que una vez
todos los hombres gozaron,
y a cuya luz recordaron
los sueños de la niñez.
   De esas noches cuya historia
dura en el alma escondida,
página de nuestra vida
pegada a nuestra memoria.
   Oyendo el tropel sonoro
con que en murmullos süaves
aduermen hojas, y aves,
y aguas, el campo del moro,
   un hombre sobre una peña,
se alcanza en la obscuridad,
mas no se alcanza, en verdad,
si aguarda, medita o sueña.
   Se percibe, allá en la obscura
sombra negra, alguna vez,
la movible brillantez
de su límpida armadura.
   Se oye entre las hierbezuelas,
a cada sacudimiento,
el brusco estremecimiento
de sus ásperas espuelas.
   Dolientes suspiros lanza
del ánima dolorida,
tal vez por la antigua vida
o acaso por su esperanza.
   En esto, en una alta torre
que al campo del moro cae,
por do Manzanares trae
sus corrientes, cuando corre,
   Vagó sobre el aura leve
voz tan dulce y lastimera,
que atenta el aura ligera,
por oilla no se mueve.
   A aquel suavísimo son,
el caballero escondido
ansioso prestó el oído,
hízose toda atención.
   La voz que oye limpia y blanda
en estribillo amoroso,
de un amador licencioso
nuevas al viento demanda.
   Y es tan suave, y tan flexible,
y tan tierna en su cantar,
que intentarla remedar
fuera a otra voz imposible.
   Ya apagada, ya sonora,
ya trémula, ya segura,
como la fuente murmura,
como la tórtola llora.
   Ya es un canto ronco y vago,
sin tema sobre que acuerde,
como un aura que se pierde
entre la niebla de un lago.
   Ya es alegre y peregrina
una voz tan infantil,
que no envidia en lo sutil
tonos a la golondrina.

   ¿Es ilusión mentirosa,
o es tremenda realidad
ese sueño de otra edad
más bella y más dolorosa?
   ¿Por qué estremecido miras
esa torre solitaria,
y al rumor de esa plegaria
con pesadumbre suspiras?
   ¿Qué oyes, caballero, di,
en ese son misterioso,
que el, céfiro vagaroso
arrastra ufano hasta ti?
   ¿Ese que gime en el viento
sonido despertador,
es un recuerdo de amor
o es tenaz remordimiento?
   ¡Ah! El pensamiento perdido,
incapaz de decidir,
vacila entro el porvenir
y las sombras del olvido.
   Y aunque aquella voz se exima
de más cercana inspección,
bien sabe su corazón
que aquella voz le lastima.
   ¿Quién vivirá en esa torre,
que canta tan dulcemente,
mientras suena mansamente
el Manzanares que corre?,
   Porque aunque a veces en ella
oyó que, en trova confusa,
la voz de quien canta acusa
los rigores de su estrella;
   aunque a veces triste canta
lastimado son de duelo,
cual queriendo enviar consuelo
al corazón la garganta,
   oyó también que suspira
tan amantes cantilenas,
que si canta entre cadenas,
no canta, sino delira.
   Cesó la voz de repente,
y sobre el césped mullido
oyóse un pie contenido
que va cautelosamente.
   Cada vez más cerca está.....
Púsose en pie el caballero,
y requiriendo el acero,
preguntó firme: «¿Quién va?»
   A sus rayos argentinos,
la luna dejóle ver
un paje, que echó a correr
dando vuelta a unos espinos.
   -¿Sois vos (lo dijo llegando),
nadie en Flandes, mucho aquí?
-Mucho te han dicho de mí.
-Pues a vos vengo buscando;
Seguidme.
-¿Adónde?
-¿Teméis?
Dijeron que erais valiente.
-Mas fiarse no es prudente
del primero.....
-Bien hacéis.
   Dios os guarde. A decir voy
que os propuse una aventura,
y desechó por mesura
vuestra prudencia la de hoy.
   -Mucho sabes, pajecillo.
Vé delante.
-Pues de mí
no os separéis: por aquí.
-¿Dónde vamos?
-Al castillo.
   Y de un torreón en el centro,
postigo oculto buscando,
entraron ambos, cerrando
la portezuela por dentro.




ArribaAbajoFavor de Rey



       En medio de un aposento
que el rey Enrique eligió
para secreto teatro
de sus comedias de amor,
él y Beltrán de la Cueva,
a quien con prisa llamó,
están; don Beltrán en pie,
y él tendido en su sillón.
Decora del gabinete
el magnífico interior,
cuanto de rico y espléndido
monarca jamás juntó.
Cuelga una lámpara de oro
del cincelado artesón;
forrados en terciopelo
los muros en derredor;
el pavimento, de alfombras
exquisitas se vistió,
y sobre el Rey pende inquieto,
de plumas un pabellón.
Delante tiene, a una fiesta
preparado un velador,
cual le anhelaran cubierto
la codicia y la ambición,
copas y cubiertos de oro,
vajilla que cinceló
diestro artista, a quien por ella
dieron riquezas y honor;
y a su lado, entre perfumes,
en pródiga ostentación,
doble y superior servicio
sobre un ancho aparador.
Siguiendo el Rey y el privado
su rota conversación,
el vasallo respondía,
preguntándolo el señor.
-¿Conque lloraba?
-Doliente,
en mis brazos se arrojó
diciendo: «¿Es él quien lo manda?»
-Y ¿qué respondisteis vos?
-Que en ello vuestros mandatos
no admitían dilación.
-Muy bien dicho. Y a esa orden,
ella, ¿qué dijo?
-Señor.....
-Sin escrúpulo decid,
Beltrán, que en esta ocasión,
si alguien debiera tenerlos,
vos, cabalmente, no sois.
Mas os juro por mi vida,
que no me acosa el menor;
por el bien de mis vasallos
tengo en esto obligación.
Conque ¿qué dijo?
-En injurias
su lengua se desató.
-¡Hola, hola!
-Lamentando
vuestra inconstancia en amor.
-No fue mucho, don Beltrán;
pero ya, gracias a Dios,
tenemos algo de mundo
y ha tiempo uso de razón.
Y ¿qué más?
-Roja de rabia,
mal caballero os llamó,
indigno de vuestra estirpe,
hipócrita y seductor
-Ése ya es otro cantar,
buen Beltrán; mas tengo yo
para mí, que el injuriarme
era pedirme perdón.
-A vuestro Real pensamiento
sin oponer la menor
contradicción, yo os dijera
que me asiste otra opinión.
-¿Cómo? Decid.
-Doña Inés,
por ultrajada se dio,
y serenándose al punto,
«Bien, caballero. ¿Sois vos
(me dijo con voz resuelta)
mi guarda, o mi conductor?»
-¿Y vos?
-Señora, la dije,
otro el Rey os preparó.
-¿Y ella?
-Añadió: «Pues decidles
de mi parte a ambos a dos,
que apresuren nuestro viaje,
que estoy pronta y noble soy;
y al Rey, en particular,
que excuse toda ocasión
de sincerarse; que siento
tal desprecio por su amor;
que si al paso se me pone,
ni aun he de mirarle yo.
-Bravamente lo ha pensado;
no lo hiciera yo mejor.
¡Pobre muchacha! En las redes
que la he tendido, cayó.-
   Callaron por un instante
el privado y el señor,
en consulta cada cual
con su propia reflexión.
En esto, confusamente,
del muro en el interior,
con misteriosa cautela
llamada o seña sonó.
-¿Han llamado?
-Sí por cierto.
-Ellos serán.
- Sí, señor.
y en mis conjeturas
ayúdeme el vino y Dios.-
   Con un oculto resorte
don Beltrán la puerta abrió,
y entraron por ella un paje
y el flamenco vencedor.
Tendió el flamenco la vista
sin señal de turbación,
por todo cuanto le alumbran
las luces en derredor.
Y sereno, altivo, inmóvil,
en la misma posición,
con la visera calada
callando se conservó.
   -Venid, le dijo dejando
el Monarca su sillón,
venid al igual conmigo,
ilustre batallador.
Aliviaos de esos hierros,
ocupad ese sillón,
y tendedme vuestras manos,
que a fe que me harán honor.
Beltrán, que sirvan la cena;
y en tan dichosa ocasión,
Chipre, el Vesubio y Falerno
nos presten gozo y valor.
¿No os sentáis?- El desconocido,
sin moverse respondió:
-Yo soy un aventurero
que por mis desgracias voy
cumpliendo una penitencia
que me han impuesto, señor.
No puedo mostrar mi rostro,
mi nombre, ni mi blasón,
sino al hombre que me venza,
en las armas superior;
y entonces será pidiéndole
en nombre del sumo Dios,
que me pase compasivo
con la daga el corazón.
-Caballero, pues que todo
me convence que lo sois,
díjole el Rey, ¿no pudieran
alzar ese voto en vos
la voluntad de los reyes,
ni aun por haceros honor?
Porque en verdad que me aflige
al daros por galardón
mi amistad y mi palacio,
no saber a quién los doy,
-Por respeto a mi rey solo,
voy sin ventura, señor;
ved si estimo vuestras dádivas
como de quien ellas son.
Miró al caballero el Rey
con ojo escudriñador,
y comprimiendo los labios,
a don Beltrán los volvió
diciendo:-¡Cómo ha de ser!
La voluntad es de Dios;
mas ya, señor caballero,
que la suerte me privó
del placer que me esperaba,
pediros quiero un favor.
-Será mandato, y cumplirlo,
en mí será obligación.
-Jurad que lo cumpliréis.
-Jamás he jurado yo;

que el juramento mejor.
que tengo en más mi palabra

un brindis.
-Eso más bien,
con mil amores, señor-
   Llenó don Beltrán las copas,
una cada cual tomó,
y alzándose la visera
el flamenco lidiador,
encubiertas las mejillas
con un antifaz mostró.
   -Engañásteis mi esperanza,
díjole el Rey.
-¡Ah, señor,
para encubrir mi desdicha
es doble mi precaución!
-Y ¿quién tanta penitencia
a imponeros alcanzó?
-Mi vergüenza.
-Y ¿por qué trazas....
-De una mujer se valió.
-Basta y brindad, caballero;
el que buscaba sois vos.-
   Bebieron ambos: la mano
el Monarca le tendió,
-Y ahora, le dijo, escuchadme,
si os place, con atención.
¿Queréis llevar en secreto
una dama de alto honor
a Portugal?
-A la misma
Constantinopla, señor,
centellándole los ojos
el hidalgo respondió.
-Está bien. Beltrán-, mis órdenes
llevad a esa dama vos;
que al punto partan. -Tomad;
en ese pliego que os doy
encontraréis, caballero,
mi voluntad superior.
En pasando la frontera
le abriréis, y en tanto no;
ni vos ni nadie a la dama
mantenga conversación.
Ved que en ello os va la vida,
pues gentes os daré yo
que os velen y os acompañen
por mi reino.
-Eso, señor,
más es castigo que premio.
-Negocios de corte son,
en que a par necesitamos,
yo prudencia, y vos valor.
De vuestros treinta jinetes,
hasta diez irán con vos;
los demás a la frontera
los enviaré luego yo.
¿Comprendisteis?
-Comprendí.
-¿Prometéis?
-Delante a Dios
os aseguro que nunca
mi ventura fue mayor.
-¡Ah! Mirad; se me olvidaba:
este pequeño cajón
llevaréis a su destino.
-Decidme dueño.
-Vos.
Es un presente que os hago,
que os probará, salvo error,
que es mi memoria tan larga
cuanto la vida en los dos.
Conque si os cumple, brindemos
a vuestra vuelta.
-Señor,
nadie cuenta con su suerte.
-No me la aseguro yo;
mas si a mi España volvéis,
tal vez halléis lidiador
que os arranque vuestro nombre
sin ver vuestro corazón.
A vuestra salud, hidalgo,
y a que nos ayude Dios.
   El Rey apuró su copa,
y apartando el pabellón,
por una puerta secreta
del gabinete salió.




Conclusión


   Es una tarde nublada
que espléndido el sol no alumbra,
volado entre las neblinas
que el cielo cóncavo enlutan.
Recio y norte sopla el viento,
e interceptada y confusa,
la vista a distancia corta
los objetos no columbra.
Es un estrecho camino
do entre la arena menuda
brota a pedazos un césped
que la marcha dificulta,
y por entrambos sus lindes
mecen sus ásperas puntas
zarzas que guardan con ellas
frutos que nunca maduran.
Por él a rápidos pasos,
temiendo la noche obscura,
las fronteras españolas
en triste silencio cruzan
una dama en su litera
a la merced de dos mulas,
un caballero que el rostro
bajo el capacete oculta,
y hasta cuarenta jinetes
que les custodian la ruta.
Apenas en Portugal
fijaron planta segura,
oyóse del caballero
la pujante voz robusta.
«Alto, dijo; nadie pase.
Cada cual consigo cumpla:
los españoles a España,
y mis gentes aquí juntas.»
   A este mandato obedientes,
como cosa en que no hay duda,
los de España, saludando,
tornan a su España grupas,
y a la espalda los flamencos,
de su capitán se agrupan.
Éste, entonces, con la risa
en sus labios insegura,
exclamó: «Ya está en mis manos
su secreto y su fortuna.
Enrique, si en esta dama,
que en verdad lo será tuya,
a aclararme tu vergüenza
no sirve cuanto discurra.
me libro de mi palabra,
pues mi razón me disculpa,
y a recibir te prepara
por tus injurias, injurias.»
Y rasgando el sello Real
que el pergamino le oculta,
leyó estas negras palabras,
escritas de la Real pluma:

   «Mi valiente aventurero,
don Rui Pero Sandoval,
pues según me son testigos
las justas de don Beltrán,
tanto os place los corceles
de nuestras damas guiar,
ahí lleváis a doña Inés,
a quien, en Dios y en verdad,
podéis adonde os contente
desde este punto llevar.
Y porque memoria mía
no os falte desde hoy jamás,
el regalo que me hicisteis
en ese cajón lleváis.
Mas os prevengo que cauto
no entréis en Castilla más,
que en ella os espera una horca
más alta que la de Amán,»

   Los ojos desencajados,
la lengua en la boca muda,
contemplando el pergamino,
que entre las manos estruja,
quedó el duque don Rui Pero
sin intención que le acuda.
Volviendo al fin en su acuerdo,
víctima de interna lucha,
con que lo acosan a un tiempo
los recuerdos y las dudas,
a la litera lanzóse,
y asiendo las vestiduras
de la dama, a viva fuerza
sacándola, la pregunta.
«¿Quién sois? ¡Por Cristo bendito,
que lo diga y se descubra¡»

   Ella, de dolor transida;
a tales voces se turba,
y el Duque la arranca el velo,
cogiéndole de las puntas.
Blasfemó el Duque; y asiendo
con mano audaz e iracunda
el cajón que lo dió el Rey,
le estrella en la tierra dura.
   Rodó por el campo estéril
una cabeza insepulta.
Desmayóse doña Inés,
corrió una lágrima turbia
por los párpados del Duque,
más amarga que cicuta;
y en el solemne silencio
de aquella tragedia muda,
de entre un pabellón de nubes
pálida asomó la luna.