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ArribaAbajoLos borceguíes de Enrique II


       Riñeron los dos hermanos,
y de tal suerte riñeron,
que fuera Caín el vivo
a no haberle sido el muerta.
...........................................
Valiente llaman a Enrique,
y a Pedro tirano y ciego,
porque amistad y justicia
Siempre mueren con el muerto.


(Romancero general.)                





I

       Después de la cruel tragedia
en que murió el rey don Pedro
a manos de una traición
de serviles extranjeros,
su matador don Enrique
gozó en calma largo tiempo
la corona de su hermano
por la fuerza o por derecho.
Aunque de sangre bastarda,
cuentan de él famosos hechos,
liberalidades grandes,
de Real corazón ejemplos.
Dicen que a Castilla dio
gran prez y engrandecimiento,
en paz viviendo con todos
por la fuerza o el ingenio.
Y Aragón, Francia y Navarra
y Portugal, le temieron,
y lo temblaron los moros
aun teniéndole tan lejos.
¡De la voluntad de Dios
incomprensibles secretos,
mas donde van siempre juntos
los castigos y los premios!
Vivió dichoso este Rey
tras el fratricidio horrendo,
fama conquistando y nombre
de liberal y de recto.
Lo cual celebran los malos
y desespera a los buenos,
que no hay más ley que la fuerza,
ni más justicia creyendo.
Mas bien se ve en don Enrique
por la muerte que le dieron,
de Dios la recta justicia
y la igualdad de los cielos.
Con hierro mató a su hermano,
y él acabó con veneno;
por extranjeros matóle,
y a él matáronle extranjeros.

   Veía el Rey de Granada,
ayudador de don Pedro,
del reino de don Enrique
la prez y acrecentamiento.
Veíalo, recelando
que la memoria de aquello,
y el rencor que produjera
de don Enrique en el pecho,
aún en él se alimentaran,
fermentando en el silencio;
y el moro pensó en sí mismo
y pensó con mucho acierto.
Veló, inquirió con astucia,
de sus espías por medio,
el grande apresto de guerra
que el de Castilla iba haciendo.
Y al ver la paz asentada
con los inmediatos pueblos,
y a los monarcas cristianos
en amistad y sosiego,
penetró del rey Enrique
el oculto pensamiento,
y otro pensamiento oculto
pensó oponerle resuelto.
«Amigo fui de su hermano
(dijo el moro); él es soberbio,
y el ultraje no ha olvidado,
y está a volvérmele atento.
Ganémosle por la mano;
y astutos al defendernos,
venguemos con sangre suya
la sangre del rey don Pedro.»
Dijo esto el moro una tarde
por los jardines amenos
del alto Generalife
en solitario paseo.
Y enderezando los pasos
al alcázar opulento
de la Alhambra, mandó al punto
que llamaran en secreto
a un moro de grande ciencia
y en medicinas muy diestro,
el mejor de sus amigos
y el más leal de sus deudos.
Vino el moro, y encerrándose
con él en un aposento,
en larga plática oculta
hasta el alba se estuvieron.
Nadie lo que hablaron supo,
nadie jamás cayó en ello;
los hechos lo revelaron
y lo aclaró sólo el tiempo.
Sólo se dijo en Granada
con recatado misterio,
que el sabio huía del Rey,
y el Rey le echaba del reino.


II

   En Santo Domingo estaba
don Enrique, y muy ufano
celebraba con festejos
sus paces con el navarro.
Todo era gozo en la corte,
todo en la ciudad saraos,
y luminarias y músicas,
cañas, toros y caballos.
Andaban los caballeros
con las bandas y penachos
de los colores del gusto
de ambos a dos soberanos.
Y andaban los trovadores
con cantares regalados
las grandezas de ambos reyes
en sus rimas encomiando.
Y andaba el rey don Enrique
con largueza Real premiándolos,
ya elogiándoles los versos,
y ya con oro pagándoselos.
Y andaba Villa Sandino,
poeta el más afamado,
entre la gente de corte
vestido a lo cortesano.
Y andaba Pero Ferrús
sus dulces trovas cantando
desde el alba hasta la noche,
desde la choza al palacio.

   Y en una tarde serena
del mes de Abril, a caballo
con su corte el rey Enrique
quiso salir por el campo.
Ya comenzaban entonces
las florecillas del prado
a salpicar de los céspedes
el verde y tendido manto;
ya iba el tomillo oloroso
sobre los juncos brotando,
llenando el aura de aromas
cuanto más puros más gratos;
-ya empezaban a vestirse
de frescas hojas los álamos,
y las rojas amapolas
a crecer en los Sembrados.
Y todo la primavera
por doquier iba anunciando,
con su hierba la campiña
y con sus trinos los pájaros.
Cabalgaba don Enrique
Con sus dobles platicando
por fuera de la ciudad
en paseo sosegado,
cuando, jinete seguro
sobre un potro jerezano,
vio que hacia ellos llegaba
solo un árabe gallardo.
Sobre el almete de acero
rollaba turbante blanco,
y espesa malla vestía
bajo el almaizal plegado.
Corvo alfanje y lanza aguda
llevaba en opuestos lados,
y con cadenas de plata
el negro potro arrendado.
Y en fin, las prendas que usaba
la opulencia iban mostrando,
y su bizarra apostura
lo noble del africano.
Detuvo el Rey su trotón
un punto para mirarlo,
y su potro el sarraceno
tuvo también, saludándolo.
Quedáronse unos momentos
mirando uno a otro entrambos
hasta que así dijo el Rey,
y así dijo el africano..

EL REY

Vengas en paz, sarraceno.

EL MORO

Alá te guarde, cristiano.

EL REY

¿Adónde va el agareno?

EL MORO

A buscar al castellano.

EL REY

Pues qué, ¿no da ya Granada
A los creyentes asilo?

EL MORO

Mina una lengua dañada
el corazón más tranquilo.
No hay moro que más resuelto
servido haya a su señor;
mas el semblante me ha vuelto
Mahomad, como a un traidor.
Sin lealtad y sin fe
se olvidó de mi amistad,
y allí a Mahomad dejé,
¡Alá guarde a Mahomad!

EL REY

¿Y qué espera del cristiano?

EL MORO

Diz que es un Rey caballero
el vuestro Rey castellano
y a ofrecerle voy mi acero.

EL REY

¿Y si te recibe mal?

EL MORO

Continuaré mi camino.

EL REY

¿Y si osa a ti desleal?

EL MORO

Me avendré con mi destino.
Mas de ello estoy bien ajeno;
¿para mí malo ha de ser
quien para todos fue bueno?
¿Ante él me podéis poner?

EL REY

Moro, en su presencia estás;
y tu acendrada opinión
no desmentirá jamás
la fe de su corazón.

EL MORO

¿Tú eres don Enrique?

EL REY

Sí.

EL MORO

Dame los pies a besar.

EL REY

No; cabalga junto a mí,
que quiero contigo hablar.
   Picó espuelas don Enrique,
e imitóle el africano,
y atravesando la puente,
en Santo Domingo entraron.




III

       O el bueno de don Enrique
fue crédulo por demás,
o el moro fue por su parte
sutilísimo y sagaz,
porque en menos de dos días
entre los dos de tratar,
entre ambos a dos había
estrechísima amistad.
Ya fuera que el africano
descubriese desleal
a Enrique graves secretos
del rey moro Mahomad;
ya fuera que el rey Enrique
se los quisiera arrancar
con una sagaz política
a la del árabe igual;
ya fuera que ambos a dos
se intentaran engañar,
o ya que los dos obrasen
con hidalga lealtad,
ello es cierto que aquel moro,
del Rey empezó a gozar
muy repetidos favores
y muy grande intimidad,
que hizo a todos los privados
ante su favor cejar,
por más que el valgo y la corte
murmuró de este desmán.
Decían, y con justicia,
que le sentaba muy mal
a todo un Rey castellano,
con moros tanta amistad;
que quien nació su enemigo,
era al cabo de esperar
que tuviera allá en su pecho
poca o ninguna verdad.
Todo ello dicho en razón
y sin respeto quizás,
pero dicho todo en balde,
pues no lo quiere escuchar
el Rey, que por su capricho
o por recóndito plan,
hacia el gallardo africano
inclina la voluntad,
y ya por secretas causas
o por afición real,
festejábanse uno a otro
con correspondido afán.
Dábale el Rey privilegios
y rentas que disfrutar,
dábale estancia en palacio
y aun en su mesa sitial.
y el moro, a quien cada día
remitían sin cesar
desde Granada sus deudos,
sus amigos desde Orán,
tesoros inestimables
y presentes sin igual,
al Rey se los ofrecía
con gran liberalidad.
Y apenas día pasaba
sin que lo fuera a llevar,
ya el damasquino mandoble,
ya el cordobés alazán;
y siempre, entre sus regalos,
solían ir a la par,
ya el velo para la Reina,
ya para la dama el chal,
ya la armadura dorada
para el príncipe don Juan,
ya el perro de mejor rastro,
ya el azor más perspicaz.
Todo era el moro larguezas
y el Rey prodigalidad;
si el Rey el más generoso,
el árabe el más galán.
Todo era fiesta el palacio:
tañer, danzar y trovar;
todo festejos el día,
toda la noche rondar.
Todo festines y amores
en la gente principal,
todo embriaguez y rondallas
el vulgo hambriento y audaz.
Si en una apuesta o torneo
placíale al Rey bajar
a correr en el palenque
con un noble a trance igual,
bajaba el moro tras él
a lucir su habilidad
en los bohordos y cañas
y juegos de uso oriental.
Y nadie rompió una lanza
con tanta seguridad,
ni nadie montó a caballo
con una destreza tal,
ni nadie metió en el blanco
tantos dardos a la par,
ni nadie en cortesanía
logró alcanzarle jamás.
Si diez sortijas ganaba,
si ocho lazos alcanzar
lograba una misma tarde,
cual diestro, siendo galán,
al Rey y a la Reina al punto
ofrecía la mitad,
entre las damas más bellas
repartiendo las demás.
Y así se pasaba el tiempo,
y así, en escándalo asaz,
de don Enrique y el árabe
se estrechaba la amistad.
yo el bueno de don Enrique
crédulo era por demás,
o era por su parte el moro
sutilísimo y sagaz.


IV

   Corrió todo el mes de Abril
para el confiado Enrique,
uno de los más gloriosos
y uno de los más felices.
La tierra empezó con Mayo
con sus flores a cubrirse,
y el cielo fue despejándose
de nubes y nieblas tristes.
El viento henchían de aromas
los cefirillos sutiles
recogidos en las ramas
de los huertos y jardines.
Veía el Rey favorable
estación tan bonancible
para realizar los planes
que supo allá concebirse
en su corazón y juicio,
y que a poder él cumplirles,
fuera acaso el Rey más grande
y el mejor de los Enriques.
Pero no hay cosa que el hombre
para su bien imagine,
que no le estorbe la suerte
que por su bien la realice.
Ya ha días que el sarraceno,
tan pródigo en los festines
y en los regalos, ninguno
a su nuevo Rey dirige.
Ya ha días que de su parte
el Rey ninguno recibe,
ni el Rey le manda sus pajes
con prenda alguna que estime.
Y unos dicen que ya en ellos
no está la amistad tan firme,
y otros que dió a sus tesoros
fin el africano, dicen.
Pero desmentidos vieron
sus murmullos los malsines
en la mañana de un martes,
día aciago entre gentiles.
Gozaba el Rey todavía
blando reposo apacible,
cuando al dintel de su cámara,
un negro que al moro sirve,
se presentó, demandando
si la entrada le permiten;
y como saben los pajes
que el Rey dondequiera admito
al esclavo y a su dueño,
ninguno el paso le impido.
Franqueáronle, pues, la puerta,
y apartando los tapices,
en la cámara del Rey
entró en silencio el etíope.
Quedó tras él el ambiente
lleno de oloroso admizcle,
que un azafate que lleva
entre las manos, despide.
Mas no pudo nadie ver
lo que en él se deposite,
porque cubierto lo trajo
con la hermosa piel de un tigre.
Sintióse con el esclavo
hablar al Rey don Enrique;
sintiéronse las ventanas
a la voz del rey abrirse;
y tras de breves momentos,
con su semblante impasible,
como una siniestra sombra
volvió a salir el etíope.
Quedó el Rey con el regalo
sobre su lecho, y posible
no siéndole contenerse,
levantó la piel de tigre
que cubría el azafate,
y no es fácil de escribirse
su sorpresa, al ver en él
dos moriscos borceguíes.
Eran de una piel más blanca
que la pluma de los cisnes,
abotonados con perlas
y un hebillón de rubíes.
Mil exquisitos bordados
la piel finísima visten
de mil caprichosos ramos,
mil arabescos perfiles,
con cuyo primor y gusto
en tejidos y en matices,
los encajes y las flores
inútilmente compiten.
Obra del Oriente sólo
y de moriscos artífices,
que hacen palacios de piedra
como el encaje sutiles.
Trabajo de aquellas manos
que para que al mundo admire,
nos dejaron una Alhambra
del Darro en la orilla humilde.
La Alhambra, ante quien Europa,
ya desengañada, dice:
«No fue de bárbaros raza
la que alzó el Generalife.»

   La primorosa labor,
la pedrería que ciñe,
orla, corona y enlaza
los moriscos borceguíes;
el suave aroma que exhalan,
su piel dócil y flexible,
lo bien que al pie se le ajustan,
sin dañarle ni oprimirle;
la novedad del regalo
y el traer del moro origen,
fueron razones de gozo
para el buen rey don Enrique.
Mandó entrar, pues, a sus pajes
a tocarla y a vestirle,
para ostentar dignamente
los preciados borceguíes.
Bizarramente atavióse,
y al ver cuán brillante sigue
su curso sereno el sol,
y el día en púrpura tiñe,
pensó en celebrar del moro
el rico regalo insigne
con improvisada fiesta
que su placer lo atestigüe.
Llamó, pues, al africano,
y mandando que le ensillen
los caballos, y que apresten
los azores y neblíes,
una partida de caza
y un campesino convite,
para el árabe y sus nobles
rápidamente apercibe.
Y hora, y sitio, y compañía,
señala, busca y elige,
y alegremente cabalga;
parte, y la corte le sigue.


V

   Está el sol resplandeciente
y purísima la atmósfera,
y el azul del firmamento
sombrías nubes no entoldan.
Sólo a trozos le salpican
de ráfagas voladoras
al impulso arrebatadas
nubecillas caprichosas;
vapores tornasolados
que así varían de forma
como varían de sitios,
hasta que al fin se evaporan.
Risueño está el día, amena
la campiña, encantadora
la caza de cetrería,
en que los del Rey le gozan.
A inmenso trecho en el aire
los neblíes se remontan,
sin que los pierdan de vista
los cazadores. ¡Qué airosa
se cierne libre en los aires
sobre sus alas, y esponja
su fina y rizada pluma,
la garza provocadora!
¡Cómo se burla del vuelo
de las aves temerosas
que la huyen, y a quien persigue
revolando juguetona!
¡Cómo en torno de su presa
gira, y revuelve, y la acosa,
y en su derredor circula,
de su torpeza por mofa!
Ya, al parecer libre, y salva
dejándola, el vuelo acorta;
ya a perseguirla volviendo,
lo precipita afanosa.
Tiembla la avecilla débil,
canta el ave triunfadora,
y en espiral rapidísima
caen a la tierra una y otra,
y el lance a juzgar alegres
los cazadores se agolpan,
y con aplausos y risas
a celebrar la victoria.
Contentísimo está el Rey,
contenta la corte toda,
y las damas que esto miran
desde una empinada loma.
El halcón negro de Enrique
es quien lleva por ahora
el honor de la partida.
¡Con qué humildad tan donosa
hace la presa, la abate,
a los pajes la abandona,
y a don Enrique volviéndose,
en la mano se le posa!
Y ¡cómo el Rey le acaricia,
y en su palma le coloca,
y esponja el ave sus plumas
agradecida y gozosa!
Lánzala, y rauda se eleva;
la llama, y se abate pronta:
dijeran que oye y comprende
las palabras de su boca.
El sarraceno, que el arte
de la cetrería ignora
porque no es arte seguido
por la raza de Mahoma,
su incomparable destreza
prueba, con dardos que arroja,
que desde el caballo lanza
y desde el caballo toma.
Hienden el aire silbando
con rapidez prodigiosa,
y tan certeros los tira,
que a los más diestros asombra.
Su esclavo negro le sigue
sobre yegüecilla torda
de ruin estampa, mas fuerte,
incansable y corredora.
Y éste recoge los dardos
de su amo que al suelo tocan,
al estilo de los árabes,
con mano segura y pronta,
sin abandonar el lomo
del animal en que monta,
el cual lleva en su carrera
la tierra al vientre tan próxima,
que inclinándose el jinete,
sin que apenas se conozca
ase el dardo que está en tierra,
aun sin mirar si lo cobra.
¡Tanto puede la costumbre,
tanto la práctica logra,
y tanto a los castellanos
por eso entrambos asombran!

   En esto, y cuando en los aires
mirada firme y ansiosa
todos clavada tenían
en una torcaz paloma
que, de un halcón perseguida,
iba a la herida traidora
del dardo del sarraceno
a caer, si le era próspera
como siempre su certeza,
cubrióse la tierra toda
de obscuridad tan espesa,
que el día fue noche lóbrega.
Sintiéronse al punto todos
presa de mortal congoja,
sin que pudieran sus ojos
penetrar aquellas sombras.
Barrió el suelo un viento rápido
y helado, y cuando a la atmósfera
obscura se hizo la vista,
con hondísima zozobro,
vieron lucir las estrellas
que el firmamento tachonan,
creyendo que de repente
menguaba el día seis horas.
Faltó el aliento en los pechos,
faltó la voz en las bocas,
y todos ante el prodigio
callando tiemblan u oran.
Sólo el árabe y su esclavo
que están platicando notan,
y aquel fenómeno aplauden
con luna alegría loca;
y escuchando los cristianos
su algazara escandalosa,
por sortilegio lo juzgan,
por brujería la toman.
Hasta que a pocos minutos
asomando luminosas
del encapotado sol
las resplandecientes orlas,
volvió poco a poco el día,
volvió a ausentarse la sombra,
y el moro explicó el eclipse
a la comitiva absorta.
Mas aunque entendieron todos
que esas señas espantosas,
de este vistoso fenómeno
son las circunstancias propias,
a nadie arrojar fue dado
del corazón la congoja,
ni nadie siguió tranquilo
en caza tan azarosa.
Tornaron, pues, en silencio,
con faz decaída y torva,
a la ciudad que dejaron
con risa tumultuosa.
Quejóse el Rey de cansancio,
y tras noche asaz incómoda,
no pudo al día siguiente
salir por sí de su alcoba.
Vinieron con tal noticia
los sabios de la redonda,
y declararon unánimes
que el mal del Rey era gota.


VI

   Pasáronse así dos días,
y así se pasaron seis,
y así se contaron nueve,
y rayaron en los diez:
y en ellos las medicinas
sólo sirvieron al Rey
para entender que la muerte
le asaltaba por los pies.
Llorábale su hijo el Príncipe,
y la Reina su mujer,
y más que todos el moro
se hacía al llanto por él.
Iba y venía afanado,
los calmantes a traer,
y a preparar los remedios
con cuidadoso interés;
y como era hombre entendido
y el Rey le quería bien,
murmuraban de ello muchos,
mas le dejaban hacer.
Mirábanle los doctores
con ojeriza también,
mas a raya se tenían
respetando su saber.
Que era el árabe en su ciencia
hombre de tan alta prez,
que no hubo quien en Castillo
se le supiera oponer.
Y en las juntas que les plugo
reunir alguna vez,
siempre que él tomó la suya,
fuerza a los demás les fue
convenir exactamente
en lo propuesto por él,
y a sus opiniones siempre
y a sus razones ceder.
Y con tanta confianza,
con tan recta sencillez
la enfermedad explicaba,
y daba su parecer
con tanta y tan sana lógica,
con tan candorosa fe,
que nadie que le escuchaba
le dejaba de entender.
Y los remedios servía
al Real enfermo después
con tan sincero cariño,
con exactitud tan fiel,
que nadie le pudo tacha
en su servicio poner.
Y en el tiempo que duró
aquella dolencia cruel,
todas las noches velando
estuvo el árabe al Rey.
Sus largas noches de insomnio
le sabía entretener
con orientales historias
más sabrosas que la miel.
Los monteros le escuchaban
embebidos a su vez,
y el más suspicaz no supo
desconfiar ni temer.
Si alguna vez don Enrique
le miró con esquivez
a impulso de los dolores
que le hacían padecer,
mesaba el moro su barba
y le trataba de infiel,
de triste y desventurado,
y sin tenerlo merced,
decía que de aquel mal
él solo la causa fue
con la maldecida caza
dispuesta en obsequio de él.
En fin, de aquella dolencia
al rayar el día diez,
el Rey se sintió mortal,
y a Manrique el canciller
demandando a toda prisa,
y a su confesor después,
a concluir se dispuso
como católico y Rey.
Entonces, cruzando el moro
de las puertas el dintel,
de la turba cortesana
cruzó sombrío a través.
«Doctor (le dijeron muchos),
¿creéis que viva?-Tal vez,
les dijo, dure cuatro horas.»
Pero no llegó ni a tres.


VII

   Murió don Enrique en lunes
treinta de Mayo, a las dos,
como a un caballero cumple,
como a un monarca español.
Fama de bueno y de justo
y de liberal dejó,
mas juzgó mal de su muerte
el vulgo murmurador.
De aquella dolencia incógnita
el fatal estrago atroz
en breves días, sin tregua,
al sepulcro le arrastró.,
Y aquel agüero funesto
de haberse apagado el sol;
y hacer noche al mediodía
en el que él adoleció;
la amistad con aquel moro,
tal vez secreta ocasión
de la enfermedad traidora,
a muchos les recordó
lo bastardo de su sangre
y la sangrienta traición
con que en Montiel a su hermano,
el rey don Pedro, mató.
Unos lo dan por prodigio,
otros por falsa invención.
¿Quién, pues, lo cierto averigua
a través de tanto error?
Las conjeturas son rectas;
y el moro despareció,
y el Rey empezó a sentir
en las plantas el dolor
desde el día en que sus ricos
borceguíes se calzó.
La causa, pues, de su muerte
la sabe quien la hizo y Dios.






ArribaAbajoNotas

1.ª Alfonso Álvarez de Villasandino y Pero Ferrús, poetas del tiempo del rey don Enrique II, cuyas cantigas recogió en un cancionero (con las de otros muchos poetas) Juan Alfonso de Baena, escribiente del rey D. Juan, primero de este nombre.- Fue este Villasandino el poeta más celebrado de su época, no sin razón, y alcanzó los reinados de Enrique II, Juan I, Enrique III y Juan II. Largas son de citar las buenas canciones de este poeta: véanse, sin embargo, dos, la primera suya y la segunda de Ferrús, que manifiestan además la buena fama de que gozaba en vida y en muerte el fratricida D. Enrique, razón principal que me mueve a citar éstas y no otras:

«Decir que fiso Alfonso Álvarez de Villasandino para la, tumba del rey don Enrique el viejo.



       Mi nombre fué don Enrique,
rey de la fermosa España.
Todo ombre verdat publique
sin lisonja por fasaña.
Pobre andando en tierra estraña
conquistó tierras e. gentes.
Agora parad bien mientes
quel yago tan sin compaña
so esta tumba tamaña.

   Con esfuerzo e. lozanía
E. orgullo de corazón
fuí rey de grant nombradía
de Castilla e. de León.
Puse freno en Aragon,
En Navarra e. Portugal:
Granada miedo mortal
ovo de mí esa sazón,
recelando mi opinión.

   A los míos e. a estraños
fui muy franco e. verdadero.
Poco mas de dose años
me duró este bien entero.
Nunca creí de ligero.
Bien guardé sus privillejos
a fidalgos e. concejos:
conosciendo a Dios primero,
de quien galardon espero.

   Mi alma va muy gozosa
por dejar tal capellana,
tan complida, e. tan onrosa
la muy noble doña Juana,
muy onesta, e sin afana,
reina de liña real,
mi muger noble, leal,
en todo firme o cristiana,
quita de esperanza vana.

   Dejo a los castellanos
en riquezas, sin pavor:
de todos sus comarcanos
hoy le lievan lo mejor.
Por su rey e. su señor
les dejo muy noble infante
don Juan mi fijo, bastante,
bien digno e. merescedor
para ser emperador.
«Decir de Pero Ferrús al rey don Enrique.
Don Enrique fué mi nombre,
rey de España la muy gruesa,
que por fechos de grant nombre
meresco tan rica fuesa.
Grave cosa nin aviesa
nunca fué que yo temiese,
porque el mi loor perdiese;
ni jamás falté promesa.

   Nunca yo cesé de guerras
treinta años continuados.
Conqueré gentes e. tierras,
e. gané nobles regnados.
Fis ducados e condados,
o muy altos señoríos:
e. di a extraños e. a mios
mas que todos mis pasados.

   En peligros muy estraños
muchas veces yo me vi,
e. de los míos sosaños
sabe Dios cuántos sofrí.
Contemprarme sope así
con esfuerzo e. mansedumbre.
El mundo por tal costumbre
sojuzgar yo lo creí,

   Sabed que con mis hermanos
siempre yo quisiera paz,
adoviéronme tiranos
buscándome mal asaz.
Quísolo Dios, en quien yaz
el esfuerzo o poderío,
ensalzar mi poderío
e. a ellos di mas solaz.

   Con todos mis comarcanos
yo paré bien mi fasienda
quien al quiso, amas manos
ge lo puse a contienda.
E. bien así lo entienda
el que fue mi coronista,
que de paz o de conquista
onrosa quis la enmienda.

   En la fe de Jesu-Cristo
verdadero fuí creyente,
e. a la iglesia bien quisto,
muy amado o obediente.
Fis onra muy de talante
cuanto pude a sus prelados,
seyendo de mí llamados
señores ante la gente.

   Con devocion cuanta pud
yo serví a Santa María,
preciosa Virgen, salud,
nuestra dulzor, e. alegría.
Por saña, nin por follía,
a santa jamas, nin santo,
nunca yo dije mal, cuanto
los ojos me quebraría.

   E. teniendo yo mi imperio
en paz muy asosegado,
que cobré con grant laserio
por onrar el mi estado,
plogo a Dios que fuí llamado
a la su muy dulce gloria,
do estó con grant vitoria.
El su nombre sea loado.

   La mi vida fue por cuenta
poco mas que el comedio;
cinco años mas de cincuenta
e. cuatro meses e. medio.
Púsome Dios buen remedio
a mi fin, que yo dejase
fijo noble que heredase
tal que non ha sin medio.

   Deben ser los castellanos
por mi alma rogadores,
ca los fis nobles, ufanos,
guerreros, conquistadores:
e. a Dios deben dar loores
por los dejar yo tan presto
mi amado fijo onesto,
de liña de emperadores.

   Yo le dejo bien casado
con la infante de Aragon;
porque partí consolado
al tiempo de mi pasion.
A este viene bendición
e. los regnos por linages.
Los que de estoria son sages
saben bien esta razón.

   Dejo noble muger bueua,
que es la reina doña Juana,
que por todo el mundo suena
su grant bondat sin ufana.
Non cesa noche e mañana
facer por mí sacrificios,
que son deleites e vicios
a mi alma que los gana.

   Ella sea heredada
en paraiso conmigo,
do lo tien presta morada
Jesu-Cristo, su amigo.
De hoy mas a vosotros digo,
vasallos, e mis parientes,
e. yo dejo a todas gentes
este escripto por castigo.

   Quien muy bien escuadriñare
las razones que en el dis,
o cobdicia en sí tomare
de los fechos que yo fis,
non engruese la cervis
echándose a la vilesa,
nin se paguen de escasesa,
que a todo mal es raís.

   Quien vivir quiere en ledicia
o del mundo ser monarca,
desampara la cobdicia,
que todos males abarca.
Franqueza sea su arca,
esfuerzo e bien faser,
que lo tal suele tener
mucho bien a su comarca.»

«Fue su muerte (la de D. Enrique) muy plañida de todos los suyos; e non sin razón, ea pues tenia sus paces, e tratos, o casamientos, e sosiegos fechos en Francia, e. Portogal, e Aragon, e Navarra, de fecho trataba o lo mandaba ir guisando, que si viviera era su intención de armar grand flota, e tomar la mar del estrecho a Granada. E despues que él toviese tomada la mar, que de allende no se pudiesen ayudar los moros, facer en su regno tres cuadrillas, una él, otra el infante don Juan su fijo, e otra el conde don Alonso su fijo: e en su cuadrilla irian tres mil lanzas con él e quinientos ginetes, o diez mil omes de a pie: e las otras cuadrillas cada dos mil lanzas, o cada mil ginetes, e cada diez mil omes de a pie: e entrar cada año tres entradas de cuatro a cuatro meses, e andar todo el regno, o non cercar logar, mas falcar cuanto fallasen verde. E. que irían las cuadrillas de guisa que en un dia se pudiesen acorrer, si tal caso recreciese: e despues salir a folgar a Sevilla e Córdoba, o otro logar do tenían sus bastecimientos. Que desta guisa, fasta dos o tres años le darian el regno a pura fuerza de fambre, e. faria de los moros cuanto quisiese. E. Dios non quiso que se cumpliese ec tomóle la muerte....», etc.

(Crónica de D. Enrique II)

Tales eran los planes de este Rey, y por los cuales digo de él:


       y que, a poder él cumplirles,
fuera acaso el rey más grande,
y el mejor de los Enriques.

3.ª .....«a diez y seis del mes de mayo un lunes despues de vísperas, fizo el sol eclipse e. se oscureció todo él, que non se veian los omes unos a otros, e aparecieron las estrellas en el cielo, así como si fuera media noche: e duró aquella oscuridad una hora..... e. falleció el rey el lunes a treinta del mismo mes.»

Esto dice la crónica de este eclipse; la sola variación que hay en el romance es el atraso de un día, porque yo lo he fijado en martes y no en lunes, como aconteció.




ArribaAbajoUna aventura de 1360



       En las frondosas campiñas
que con sus ondas serenas
fecunda el Guadalquivir
antes que en el mar se pierda,
sentada está una ciudad,
que majestuosa ostenta
lo atrevido de sus torres,
lo antiguo de sus almenas.
El río su bella imagen
en su corriente refleja,
pasando enorgullecido
por pasar tan junto a ella.
Y ella se mira en sus aguas,
contemplando allí altanera
su antigüedad y poder
y su proverbial belleza.
Espesos muros la ciñen,
y frondosísimas huertas,
y apiñados olivares,
y fertilísimas vegas.
Radiante sol la ilumina,
y la bordan sus laderas
altos y copudos árboles
y olorosas flores bellas.
Alegre gente la vive,
que las calurosas siestas
y sus perf amadas noches
pasa al son de la vihuela,
ya en sus entoldados patios
entre fuentes y macetas,
ya en sus floridos jardines
gozando sus auras frescas.
Ciudad de hermoso recuerdo,
ciudad bella entre las bellas,
de los moros es envidia,
de los cristianos soberbia.
Sevilla, en fin, y esto basta,
que todo el nombre lo encierra,
y hablando de la hermosura,
todo es una cosa mesma.
En Sevilla, pues, y en una
noche azulada de aquellas
en que derrama la luna
tranquila claridad trémula,
y en lo cóncavo del aire
resplandecen las estrellas,
y más allá, con más brillo,
los luceros reverberan;
en una de aquellas noches
en que todo se presenta
blanco, pacífico, hermoso,
y que la mente embelesa,
y los sentidos embriaga
y el corazón enajena;
noche de aventuras propia
en mil trescientos cincuenta
(edad en que esto pasaba,
si mi memoria no yerra),
por la calle de la Sierpe,
media noche siendo apenas,
dos hombres en la ancha plaza
con prisa y silencio se entran.
Largas capas les envuelven,
no porque precisas sean,
sino porque bien les cubran
de las personas las señas.
Por el lado de la sombra,
punta a punta la atraviesan,
de la calle de la Sierpe
hasta la callo de Génova,
y el bulto de sus espadas
que bajo la capa llevan,
las plumas de sus birretes
y el rumor de sus espuelas,
por hidalgos les acusan,
por más que entrambos se empeñan
en pasar como personas
de común raza plebeya.
Al fin, cuando ya contaban
tomar una callejuela
que al alcázar los llevase
sin pasar frente a la iglesia,
paróse el más alto de ellos,.
diciendo: «¿Qué sombra es ésa
que tras el pilar se oculta,
Benavides? Yo dijera
que es un hombre.»
Y Benavides,
al que pregunta contesta:
«Llegad, señor, sin cuidado,
que ya imagino quién sea,
y hará paso al conocerme,
que es hombre que me respeta
porque me debe favores
e hicimos juntos la guerra.»
Siguió andando Benavides,
siguió el otro, por respuesta
dándole sólo el silencio,
que satisfacerle muestra,
y frente al hombre llegando
que junto al pilar espera,
mostrándose Benavides,
dejó franca la carrera.
«Dios te guarde, Andrés», le dijo
el que va, pasando cerca.
«Buenas noches», dijo el hombre,
saludando con llaneza.
Y pasaron los hidalgos
y siguió el otro en su espera;
y entre los dos que se van
por la obscura callejuela,
conversación en voz baja
se entabló de esta manera:
-¿Quién es ese hombre?
-Un soldado
que entró poco hace en la regla
de San Francisco, cansado
del servicio y de la guerra.
-Y ¿por qué precisamente
en tal ocasión lo deja,
pudiendo darle fortunas
estos tiempos de revueltas?
-Dice que al rey don Alonso
sirvió de grado, y por fuerza
no quiere servir a nadie.
-Ya entiendo.
-Señor.....
-Le lleva
la opinión del vulgo necio,
que mal de don Pedro piensa.
-Ya veis, señor, pues al claustro
se acoge, con su conciencia
se lo habrá mirado bien.
-Y a tales horas, ¿qué espera
solo, en mitad de la plaza,
sin el traje de su regla?
-Señor, es historia larga.
-Tal cual es, quiero saberla.
-Son cosas que importan poco.
-A mí todo me interesa;
decid, pues.
-Pues escuchad.
Ya sabéis que representan
al Rey los monjes Franciscos,
que habiendo en su casa mesma
un manantial necesario
para el buen servicio de ella,
el derecho a los vecinos
se les quite de que puedan
servirse de él en su daño,
porque sin agua les dejan.
Los vecinos, como tienen
aquella, fuente más cerca,
para tomarla a su gusto
su viejo derecho alegan.
-Y tienen razón, y el Rey
se la da.
-Por esa muestra
de su Real benignidad,
de los vecinos se aumenta
la osadía, y de los monjes
el trabajo y la impaciencia.
De aquí nacen las hablillas,
las voces y las quimeras:
los vecinos a los monjes
tal vez obligar intentan
a que de noche y de día
les tengan franca la puerta.
Los monjes quieren cerrarla
como lo manda su regla,
y esto ocasiona denuestos
y escandalosas pendencias.
Los vecinos traen soldados,
gente de su parentela;
los frailes sacan domésticos
y deudos que les defiendan.
Y como ven que su Rey
lo que le piden les niega,
los del pueblo cobran bríos,
y los frailes se exasperan.
Esto duró hasta que Andrés,
hombre a quien nada amedrenta,
hombre que usa de las armas
con asombrosa destreza,
con sus escrúpulos dando
de una sola vez en tierra,
asió su espada, saliendo
de los suyos en defensa.
Burlábansele al principio;
mas él se ha dado tal priesa
en asentar cintarazos
con tal fortuna y destreza,
que del manantial los monjes
son dueños a la hora de ésta.
-¿Tan bizarro es ese Andrés?
-Tan bizarro y tan a prueba,
que él solo guarda la plaza,
y ninguno se le acerca.
-El miedo de los villanos
es quien su valor pondera.
-De quien queráis informaos;
veréis que nadie lo niega.
Es hombre que si le dicen
que una calle por apuesta
guarde una noche, es seguro
que nadie pasa por ella.
-Y ¿no hay justicia en Sevilla,
un hombre que le contenga?
-Ya veis, se acoge a sagrado,
y los bravos le respetan.
   Murmuró el que preguntaba
unas palabras inciertas
que expiraron en murmullo,
cual pronunciadas apenas,
y como a un postigo oculto
que da al alcázar se llegan,
callaron ambos a dos,
llamando a espacio a la puerta.
Abrióles un pajecillo,
y entrando los dos por ella,
quedó en silencio en el aire
y en soledad la plazuela.

   Está la siguiente noche
tocando en la misma hora,
y desde el cenit vertiendo
la luna luz melancólica.
Ni una ráfaga de viento
la soledad silenciosa
interrumpe, ni una nube
del cielo el azul entolda.
Toda Sevilla es silencio,
reposo Sevilla toda,
que duerme al son que la arrullan
del Guadalquivir las ondas.
Apenas de tarde en tarde
atraviesa una persona
las calles a largos pasos,
o en una reja se aposta.
Y los grandes edificios
que la extensa plaza forman,
sobre el suelo do la plaza
tienden su gigante sombra.
En un pilar apoyado
de una callejuela angosta,
por do un largo pasadizo
en la plaza desemboca,
hay un hombre que está en vela,
y a quien la noche medrosa
vagos contornos lo presta
y faz amenazadora.
Inmoble en la obscuridad,
no parece que le importan
ni el relente de las noches
ni el ver que pasan las horas.
Si espera a alguien, nadie acude
a la cita misteriosa;
si aguarda algún hora fija,
su venida fue bien pronta.
Frente por frente al convento
de San Francisco se aposta,
cuya puerta se ve franca,
como abandonada y sola.
¿Es que aquel hombre la guarda,
o es que en acecho la ronda?
Porque él, la guarda o la acecha
con una intención incógnita.

   En esto, la plaza adentro,
por la calle de la Sierpe
un hombre desembocando,
a largos pasos se mete.
Un solo punto los ojos
en su derredor revuelve,
y viendo al hombre que aguarda,
vase a él rápidamente,
el sombrero hasta las cejas
y el embozo hasta los dientes:
llegó al que esperaba, y plática
entablaron de esta suerte:
-¿Andrés?
-¿Quién me llama?
-Un hombre.
-¿Me conoce?
-Sí.
-¿Qué quiere?
-Que tenga para tu aljibe
un privilegio mi gente.
Me han dicho que tú tan solo
a tu convento defiendes,
y que cejan los villanos
y la canalla te teme.
-Y te han dicho la verdad.
-Por eso precisamente
he venido aquí esta noche,
por si al cabo empacho tienes
en dejarme hacer de día
lo que de noche no entiendo
ninguno en el barrio.
-Hidalgo,
si eso trae, errado viene;
todos han de tomar agua,
o nadie absolutamente.
-¿Conque contra el Rey te opones,
que lo contrario te advierte?
-Yo contra el Rey no me opongo,
mas cuido mis intereses;
y pues por ellos no cuidan
siendo inútiles, sus leyes,
hombre a hombre, y fuerza a fuerza,
aquí has de encontrarme siempre.
Será injusticia y escándalo,
será cuanto se quisiere,
mas a quien osados cargan,
necio es si no se defiende.
-Hazlo, pues.
-Enhorabuena,
hidalgo, y tened presente,
que habéis venido a buscarme.
-Menos hablar, y defiéndete.

   Y esto diciendo, uno y otro
a cuchilladas se meten
con tanto brío, que chispas
de las espadas encienden.
El caballero le carga
tan fiera y bizarramente,
que el hacerle cara el otro
hasta milagro parece.
Dan, vuelven, paran, reciben;
ni uno ceja, ni otro cede:
Andrés con calma y acierto,
el otro como una sierpe.
Mas es inútil; el monje
es tan diestro y es tan fuerte,
que aunque es el hidalgo un hombre
que como un tigre revuelve,
y cuyo brazo muy pocos
a resistirle se atreven,
de poco o nada la sirven
lo que sabe y lo que puede.
Al fin, el monje, mirando
que el intento con que viene
es tal, que mucho peligra
si no se concluye en breve,
lanzóle tal multitud
de tajos y de reveses,
que el otro cejó seis pasos,
diciendo: «¡Demonio, tente!»
Túvose Andrés, y el incógnito,
la mano franca tendiéndole,
dijo: -Lo que quieras pídeme,
que todo te lo mereces.
-Yo nada de vos espero.
¿Qué podéis vos ofrecerme?
-A todo, por tu valor,
el rey don Pedro se ofrece.
-Señor, exclamó el buen monje,
ante sus plantas rindiéndose,
perdonad si anduve osado.....
-Andrés, obraste valiente;
concédote lo que quieras
para que de mí te acuerdes.
-Señor, de nuestra agua os pido
la propiedad solamente.
-Desde esta noche, a los monjes
anuncia que la poseen.-
Y tomando el rey don Pedro
por el callejón de enfrente,
volvióse al convento el fraile
agradecido y alegre.