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ArribaAbajoRecuerdos de Valladolid

Tradición





I


DON TELLO

Señora, por vida mía
que os di siete meses más,
y es un plazo que quizás
concederos no debía.
¿Paréceos aún poco?

DOÑA ANA

No.

DON TELLO

Pedisteis un año.

DOÑA ANA


DON TELLO

Si año y medio os concedí,
¿qué más hacer pude yo?
Don Juan de Vargas no viene.

DOÑA ANA

Harto, por mi mal, lo sé.

DON TELLO

Pues que tanto os aguardé,
no esperar más me, conviene,
que fuera lance fatal
que mi imprudencia pudiera
dejar que don Juan volviera
con derecho al mío igual.

DOÑA ANA

Tenéis, don Tello, razón.
Pedí por término un año,
pues tan fiero desengaño
no aguardó mi corazón.
Prometí que si en todo él
el de Vargas no volvía,
con vos me desposaría:
¡creíle menos infiel!
Año y medio me esperó,
don Tello, vuestra nobleza,
y en tan hidalga grandeza
no habré menos de ser yo.
A mi padre responded
lo que os dije; vuestra soy;
mas si don Juan vuelve hoy.....

DON TELLO

Doña Ana, el labio tened,,
o mirad lo que decís.

DOÑA ANA

Si acabar no me dejáis.....

DON TELLO

No, que o todo lo negáis,
o todo lo consentís.
Vuestra fe daréis entera,
como os la pide, a don Tello,
que si Vargas vuelve, en ello
yo sé bien lo que me hiciera.

DOÑA ANA

¿Que decís, Tello?

DON TELLO

Doña Ana,
yo os pedí para mujer;
mirad si lo habéis de ser,
y vuelva Vargas mañana.

DOÑA ANA

Que sí os dije; pero si hoy
viniera Vargas, ya no.

DON TELLO

Ya en eso me veré yo,
pues vuestro marido soy.

DOÑA ANA

Pues, don Tello, si viniera.....

DON TELLO

¡Vive Dios, que le matara,
pues porque yo os esperara
no era justo que os perdiera!

DOÑA ANA

¡Don Tello!

DON TELLO

Miradlo bien,
que pues más no he de esperar,
conmigo habéis de casar
si viene, y si no, también.

DOÑA ANA

Don Tello, pues ha de ser,
no haré en ello oposición;
ya que tenéis la razón,
mirad lo que habéis de hacer
Esto hablaban una tarde,
ya muy cercana la noche,
doña Ana Bustos Mendoza
y don Tollo Arcos de Aponte.
   Iguales en lustre ostentan
sus heredados blasones;
ella envidia de las damas,
él galán entre los hombres.
   Y ella hermosa, y él valiente,
por especiales razones
unirlos en casamiento
sus parientes se proponen.
   Don Tello adora a doña Ana,
mas como valiente noble,
ha más de un año que espera
que su afán se le malogre,
   porque ha tanto que la niña
tiene asentado en otro hombre
el pensamiento amoroso,
y ni sosiega ni come.
   Es su amor don Juan de Vargas,
que a Italia oculto fugóse
por no sé qué muerte oculta
en las sombras de la noche.
   Mas don Juan desde aquel día
tan de veras ocultóse,
que de su estado y persona
cartas ni amigos responden.
   En vano tras nuevas suyas
se rastrearon en la corte
mil exquisitas pesquisas,
mil cortesanos favores.
   La justicia dióle libre,
el mismo Rey perdonóle;
pidieron a todas partes
cartas y noticias dobles;
   mas en todas fueron vanos
al misterio que lo esconde,
los parabienes presentes,
las antiguas precauciones.
   De todas partes los pliegos
vuelven bajo el mismo sobre,
porque en ninguna parece,
ni en ninguna le conocen.
   Cansado por fin don Tello
de plazos y condiciones,
y recelando que al cabo
parezca don Juan y torne,
   resuelto y tenaz decide
que, pues año y medio corre,
de grado o de valimiento
se cumpla cuanto pactóse.
   Y la verdad, que doña Ana,
más tibia ya en sus amores,
no con enojos escucha
de don Tollo las razones,
   ni estorba que la festeje,
ni que vista sus colores,
ni entre en su casa de día,
ni que sus rejas la ronde;
   porque en esto de firmezas
en ausencias y en amores,
era sin dada lo mismo
que en nuestros tiempos, entonces.
   Quedó, pues, dicho y jurado
que, excusadas dilaciones,
la boda se concluyera
dentro de la misma noche.
   Y en todo Valladolid,
cuantos hay vecinos nobles,
a dar sus enhorabuenas
a los novios se disponen.
   Mas es preciso advertir
que mientras en los salones
danza y festejos preparan
juntos Mendozas y Apontes,
   las puertas del Campo Grande
cruza a resuelto galope,
embozado en una capa,
sobre un potro negro, un hombre
   Es una noche de Octubre
que la atmósfera encapota
entre las dobles cortinas
de la niebla y de la sombra.
   En ráfagas desiguales
el cierzo a intervalos sopla,
quebrándose en las esquinas
con voz destemplada y bronca.
   Lucen en ellas apenas,
como sombras vaporosas,
mas esparcidos, faroles
que entre la niebla se ahogan.
   Y a su esplendor vacilante,
por las calles tortüosas
apenas a ver se alcanza
de los que pasan la forma;
   que no es tan tarde, que en sueño
la ciudad repose toda,
ni tan pronto, que aun excusen
los rondadores su ronda.
   Oyese el sordo murmullo
de las fugitivas ondas
con que el revuelto Pisuerga
ambas orillas azota;
   y entre su son temeroso,
la voz compasada y ronca
con que las huecas campanas
al toque de ánimas doblan.
   Allá por sobre las cercas
que el Campo Grande aprisionan,
turbias luces se perciben
por entre ventanas rotas,
   a cuya opaca lumbrera
algún penitente ora,
y con el llanto del monje
las culpas del hombre borra;
   o algún sabio solitario,
en meditación más honda,
del vano mundo desprecia
la mal olvidada pompa.
   ¡Cuán grato es ir sin camino,
con el corazón a solas,
en la deliciosa calma,
de la noche silenciosa,
sin testigos que sorprendan
sobre la faz melancólica,
las lágrimas que se escapan
de los ojos gota a gota!
   Noche, consuelo del triste,
bendita tu amiga sombra,
entre cuyos densos pliegues
no se avergüenza quien llora.
   Yo también, triste poeta,
al compás del arpa ronca
te rindo tributo en lágrimas,
plegarias de mis memorias;
   y una y mil veces bendigo
tu espesa tiniebla lóbrega,
desciñendo las guirnaldas
que el arpa cansada adornan.
   Noche, consuelo del triste,
bien haya tu amiga sombra,
entre cuyos densos pliegues
no se avergüenza quien llora.
   Cruzando del Campo extenso
la soledad misteriosa,
a lentos pasos camina
un hombre, de cuya forma
se distingue solamente
la pluma que en alto flota,
las espuelas en que acaba,
y la espada que le abona.
Lo demás de su figura
lo velan, guardan y embozan
los secretos de una capa
en que envuelve la persona.
   Ganó la vuelta a la plaza
por, una calleja corva,
de casa en casa pasando,
señas tomando de todas.
   Delante de una al tenerse,
que de palacio blasona,
«Ésta es», dijo, y en la puerta
la mano atrevida posa.
   Mas no bien dentro del patio
el son de la aldaba dobla,
corriendo dentro un cerrojo,
un hombre al dintel asoma.
   Haciendo paso al que sale,
el que iba a entrar se reporta,
y al tiempo mismo en su rostro
reflejó la luz dudosa.
   -¡Don Juan1-¡Don Tello!-exclamaron
en voz descompuesta y honda
ambos a dos personajes,
como quien duda y se asombra.
   -¿A don Juan mirando estoy?
-¿A quien veo es a don Tello?
-¡Por Dios, que no erráis en ello!
Ni vos en mí: don Juan soy.
-Seguidme.
-¿Adónde?
-A reñir.
-Vamos; mas reñir, ¿por qué?
-Seguidme, don Juan, que a fe
Que os lo tengo de decir.-
   Calló don Juan, y don Tello,
en faz decidida y torva,
«por aquí», dijo, y airado
la vuelta del Campo toma.
   Los estoques en la mano,
sueltas en tierra las capas,
están dos hombres a punto
de cerrarse a cuchilladas.

DON TELLO

Reñid, don Juan, o vos mato.

DON JUAN

Grande será vuestra cansa,
don Tello; mas, ¡vive Dios,
que yo en saberla me holgara!

DON TELLO

Reñid, don Juan.

DON JUAN

Vos, parece
venís a reñir con rabia;
mas yo, que ignoro.....

DON TELLO

O reñís,
u os asesino a estocadas.

DON JUAN

¡Tello!

DON TELLO

Reñid, ¡voto a CristoF!

DON JUAN

Mas decid una palabra,
una razón, un pretexto,
y riño.

DON TELLO

¡Pese a mi alma!
¿En Valladolid no estáis?

DON JUAN

Bien se ve.

DON TELLO

Y ¿a quién buscabais?

DON JUAN

A doña Ana de Mendoza.

DON TELLO

Reñid, pues, que esa es la causa.

DON JUAN

A doña Ana ¿Qué.....

DON TELLO

Esposa mía....

DON JUAN

¿Es?

DON TELLO

Será.

DON JUAN

¿Cuándo?

DON TELLO

Mañana.

DON JUAN

Defendeos bien, don Tello,
que la razón es sobrada.
       Cruzáronse los estoques,
adelantaron las dagas,
y empezaron los aceros
do acabaron las palabras.
   El ruido de entrambas hojas
en la obscuridad sonaba,
sin que en la sombra se alcance
cuál es más feliz de entrambas.
   El aliento a resoplidos
ambos, fatigados, lanzan;
mortales golpes se tiran,
mortales golpes se paran.
   Sin duda que corre sangre,
sin duda el brazo se cansa,
porque los golpes son menos,
la respiración más tarda.
   Y sin duda que es temible
la contienda solitaria;
don Tello no cede un paso,
don Juan un paso no avanza.
   No suena un golpe que a fondo
recto al corazón no vaya;
no hay un quite que no pare
la postrimera estocada.
   Es el brazo que defiende
tan fuerte cómo el que ataca,
que a acertar un solo golpe,
con él la lid acabara.
   Jura el uno, calla el otro,
ni uno cede, ni otro avanza;
con más arrojo don Tollo,
don Juan con mejor constancia;
   y en vano son los ardides,
los esfuerzos y las mañas,
los amagos engañosos,
las embestidas trocadas.
    Siempre un golpe encuentra un quite,
siempre un estoque una daga,
y un esfuerzo inesperado
una defensa pensada.
   Entrambos desfallecidos,
pierden tierra, y tierra ganan;
mas en ganar y en perder,
siempre es igual la ventaja.
   Desesperado don Tello,
don Juan en siniestra calma,
así igualmente se estrechan,,
o igualmente se rechazan.
   Y está la muerte dudosa
en ambos aposentada,
la mano en entrambas vidas
sin atreverse con ambas.
   Abrasado al fin don Tello
en el volcán de su rabia,,
no mirando ya su honra,
sino sólo su venganza,
   viendo que don Juan no cede,
y que él tampoco adelanta,
pensó en ganar por traidor
lo que por audaz no gana.
   Y cerrando más brioso
con tan traidora esperanza,
como si alguno amagase
a don Juan por las espaldas,
gritó: «¡Tente! ¡No le mates!»,
y al volver don Juan la cara,'
hasta la cruz escondióle
dentro del pecho la espada.
   Cayó don Juan, y don Tello,
ganando apenas su casa,
guardó en la vaina su estoque,
y su secreto en el alma.


II



   Lejos del mundo y de sir pompa vana,
harto de juveniles devaneos,
el polvo hollando que la raza humana
encierra en sus placeres y deseos,
renunciando su gala cortesana
y de su clara estirpe los trofeos,
en celda estrecha y solitaria habita
un austero y humilde cenobita.
   Pasó su juventud en ardua guerra
derramando su sangre generosa
por ensanchar los lindes de su tierra
y engrandecer su patria poderosa.
   En el valle acampó, saltó la sierra
tremolando la enseña victoriosa,
y los vencidos le debieron leyes,
conquistas su nación, oro sus reyes.
   Hoy, porque al mundo su valor asombre,
o porque su valor ponga en olvido,
vela en el claustro el opulento nombre
con que ha valiente capitán vivido;
y olvida con lo mísero de hombre
cuanto de grande e ínclito ha tenido,
curando en santa y religiosa calma
las hondas cicatrices de su alma.
   Que entre ásperas y crudas penitencias,
buscó su Dios el alma atormentada
por el revuelto golfo de las ciencias,
por el desierto de la inmensa nada;
así avivó su fe con sus creencias,
así acalló su carne macerada;
mas en lucha tenaz consigo mismo,
en sus creencias encontró un abismo.
   Creyó y dudó; y en duda irreverente,
tornó a creer, y recayó en la duda;
hundió en el polvo la humillada frente,
en su cuita a su Dios pidiendo ayuda;
creyó segunda vez, pero igualmente
dudó segunda vez el alma ruda;
oró, su pertinacia castigando,
mas creyendo dudó, y creyó dudando.
   Doquier su incertidumbre y su impericia,
el orden de las cosas reprochaba;
la virtud presa, impune la malicia,
doquier de sus creencias recelaba;
mal segura y torcida la justicia,
de la justicia celestial dudaba,
y de los males del viciado suelo,
culpa argüía en el dormido cielo.
   Con sus dudas así y con sus creencias,
arrastraba el severo capuchino
su vida entre recónditas dolencias,
y dudaba tal vez de su destino.
En vano con austeras penitencias
pedía al cielo sa favor divino;
siempre acosaba al pensamiento adusto
la duda de lo justo y de lo injusto.
   Siempre sus penitentes oraciones,
y su estudio, y sus horas solitarias,
turbaban sus incrédulas ficciones,
siempre con causas o con hechos vanas;
ni el turbulento mar de sus razones
sosegaban su llanto y sus plegarias,
que cuanto más oraba penitente,
se rebelaba el corazón demente.
   El pueblo, al contemplar su faz severa,
que con el tosco capuchón ceñía,
el paso grave, la mirada austera,
la barba que a los pechos lo caía,
su misteriosa forma pasajera,
que tan sólo en el templo aparecía,
reputación de justo le otorgaba,
y por justo varón le respetaba.
   El sabio que en su cámara medita,
en un confuso libro amarillento,
las ideas que el sabio cenobita
creó en la soledad de su convento,
viendo que su honda creación gravita
sobre su aventajado pensamiento,
ambas razones balanceando, cede,
y el renombre del sabio le concede.
   Mas tal es la mundana inconsecuencia
y el frágil peso del consejo humano,
que yerra el corazón, yerra la ciencia
en el juicio más fácil y liviano:
en medio de su airada penitencia,
presa a su vez del pensamiento humano,
bajo el sayal del hombre penitente,
el incrédulo habita impunemente.
   Doquiera le mantiene arrebatado
honda meditación que le divierte
por el gran laberinto en que, obcecado,
razones busca a la insensata suerte;
y el mundano doquier cura engañado
de que en su arrobo el justo no despierte
y la sagrada inspiración no acuda;
mas el sabio no adora, sino duda.
   Es una mañana clara
de una fresca primavera;
la brisa arruga ligera
la hierba, el agua y la flor.
El sol asoma al Oriente
su cabellera inflamada,
y alza el ave en la enramada
dulces himnos al Criador.
   Orlan el campo las perlas
que ha derramado el rocío,
murmura allá abajo el río
la orilla al acariciar;
y en niebla azulada y tenue
que remeda al limpio cielo,
vapores exhala el suelo
de jazmines y azahar.
   La inquietas mariposas
despliegan sus cien colores,
columpiándose en las flores
con revoltoso bullir,
posando en todas livianas;
sólo al lindel dejan sola,
sin sus besos, la amapola
el tosco vaso al abrir.
   Ostenta cuantos primores
en su ancho tapiz encierra
a la luz del sol la tierra
respirando juventud.
Todo es calma, luz y vida
en la dulce primavera;
mas ¡ay, cuánto es pasajera
su belleza y su quietud!
   También gozó de su infancia,
su vigor y su opulencia,
esa ciudad, de existencia
más remota y más feliz;
mas si no alcázar de reyes,
aun conserva la nobleza
en que muestra su grandeza
lo que fue Valle-de-Olid.
...........................................
...........................................
   A un lado del Campo Grande,
en un balconcillo estrecho,
el codo en el antepecho,
sobre la mano la sien,
un austero capuchino
el campo está contemplando,
la baja tierra mirando
con religioso desdén.
   Si sufre, goza o medita,
si bien ríe o males llora,
si desespera o si ora,
es difícil de atinar.
Los ojos fijos en tierra,
la tez rugosa, amarilla,
en la palma la mejilla,
siempre en el mismo lugar,
   siempre en la misma postura,
en el mismo arrobamiento,
sin voz y sin movimiento,
sin aparente razón;
insondable el alma viva
tras aquella estampa muda,
una cifra es de la duda
de imposible comprensión.
   Al pie del mismo convento,
en paseo solitario,
desde la iglesia al osario
vagar un hombre se ve;
ambos brazos a la espalda,
hasta la ceja el sombrero,
larga daga, agudo acero,
y espuela dorada al pie.
   Su pensamiento no aclaran
su talante ni su paso;
tal vez estará al acaso
y sin voluntad allí;
creeráse que reconoce
el lugar en que se mira;
se tiene, calla, suspira,
viene y va, y constante así.
   Del cementerio a la iglesia,
de la iglesia al cementerio,
siempre en el mismo misterio,
siempre en el mismo vagar,
ni él ve al monje que a su reja
asomado ora o medita,
ni se cura el cenobita
su ocupación de acechar.
   Seméjase el capuchino
a un ilustre prisionero,
y semeja el caballero
el vencedor capitán;
mas el uno en su ventana
en imperturbable vela,
y el otro en su centinela,
indiferentes están.
   En esto, del fin del campo
que ambos a espalda tenían,
uno tras otro venían
dos hidalgos a la vez.
La del primero era fuga,
la del otro seguimiento,
y víase bien su intento
en su tenaz rapidez.
   Desarmado el de delante
y la faz desencajada;
en la derecha la espada,
ya cerca el perseguidor.
Ambos a par se empeñaban
en su fuga y su denuedo;
el de delante era miedo,
el de atrás era furor.
   «¡Detenerlos!» ,gritó el monje:
tornó el caballero el gesto,
y un punto en el mismo puesto
viéronse iguales los tres.
Mas antes que el más cercano
acudiera al homicida,
el otro cayó sin vida,
bañado en sangre, a sus pies.
   Seguir al vivo era en vano;
como una sombra fugóse;
al desplomado tornóse,
mas era inútil también;
y antes que reconociese
de la herida la malicia,
llegó a punto la justicia
gritándoles que se den.
   Prestó atención exquisita
desde lo alto el capuchino:
«¡Éste es, éste, el asesino!,»
a la ronda oyó decir.
Requirió el preso su espada
para dar final respuesta,
pero otra mano más presta
vino su intento a impedir.
   -Déjese sin fuerza, hidalgo,
y hacia la cárcel se apronte.
¿Quién es?
-Don Tello de Aponte.
-Préndanle y vengan en pos.
Cerró el monje la ventana,
la prisión injusta viendo,
con voz cóncava diciendo:
«Si no hay justicia, no hay Dios.»


III



   Tras una mesa cubierta
con un terciopelo verde,
en tres sillones de brazos
están sentados tres jueces.
   En más ínfimo lugar,
y de ellos frente por frente,
espera en silencio un hombre
sentado en un taburete.
   Serenos tiene los ojos,
alta y tranquila la frente,
el rostro descolorido,
y ambos pies en un grillete.,
   Mas nada hay en su persona
que a imparciales ojos muestre
que tan orgulloso porte
acompañe a un delincuente.
   Que es noble, se ve en su nombre;
que es criminal, en las leyes;
que no es traidor, en su rostro;
y en su talle, que es valiente.
   Mas que importa su custodia
se ve bien en los mosquetes
que esparcidos por la sala
las entradas la defienden.
   Por las puertas y tapices
se alcanzan confusamente
las cabezas apiñadas
de la multitud que atiende.
   Y en el inquieto murmullo
que discurre entre la gente
se ve que todos escuchan,
pero que pocos entienden.
   Confusas, distantes, rotas,
concebirse apenas pueden
de preguntas y respuestas
las razones diferentes.
   El juez pregunta, y el reo
responde; los escribientes
escriben; los guardias guardan,
y el pueblo murmura siempre.

EL JUEZ

¿Quién sois?

EL REO

Un hombre.

EL JUEZ

¿Su nombre?

EL REO

Don Tello de Aponte soy.

EL JUEZ

Levantaos.

DON TELLO

Bien estoy.

EL JUEZ

Ved que soy el juez.

DON TELLO

Yo el hombre.

EL JUEZ

Ved que es fuerza obedecer.

DON TELLO

Que me desaten decid,
o en preguntar proseguid,
que así os he de responder.

EL JUEZ

¿Matasteis a un hombre?

DON TELLO

No.

EL JUEZ

Con el muerto os sorprendieron,
y os acusan.

DON TELLO

Pues mintieron.

EL JUEZ

Fue la justicia.

DON TELLO

Mintió.

EL JUEZ

Esta espada, ¿de quién es?

DON TELLO

Si en esta mano estuviera,
mejor ella lo dijera.

EL JUEZ

¿No os la hallaron?

DON TELLO

Sí, a los pies.

EL JUEZ

¡Bañada en sangre!

DON TELLO

Es así.

EL JUEZ

Y un hombre teníais muerto
junto a vos.

DON TELLO

También es cierto.

EL JUEZ

Luego fuisteis.....

DON TELLO

Yo no fui.

EL JUEZ

Decid, pues, ¿quién le mató?

DON TELLO

Un hombre que le seguía.

EL JUEZ

¿Cuyo nombre?

DON TELLO

El lo sabría
Y si no se huyera, yo.

EL JUEZ

Luego ¿huyó?

DON TELLO

Dije que sí.

EL JUEZ

¿Le conocierais a verle?

DON TELLO

Mal pudiera conocerle
si nunca el rostro la vi.

EL JUEZ

¡Bien lo fingís!

DON TELLO

Bien lo cuento,
que esto solo aconteció.

EL JUEZ

¿Confesáis el crimen?

DON TELLO

No.

EL JUEZ

Pues ponedle en el tormento.

DON TELLO

Vedlo bien.

EL JUEZ

Lo vi.

DON TELLO

Pues voy;
pero mirad que inocente.

EL JUEZ

Vos nombraréis delincuente.

DON TELLO

Puede ser, pues hombre soy.
Mas si el dolor da por mí
alguna declaración,
anulo mi confesión,
y en cuanto diga, mentí.
       Sacáronle de la sala,
y en sus sillones los jueces
callaron, mientras susurra
en son siniestro la plebe.
   A verse en la puerta alcanza,
que en el fondo el salón tiene,
una alfombra de cabezas
que bullen eternamente;
   un montón desordenado
de ojos de hombres y mujeres,
que giran en muchos gestos,
ya curiosos, ya impacientes.
   Acá y allá algunas damas,
que en los tupidos dobleces
de un velo en que acaba un manto,
la faz ruborosa envuelven.
   Y esta multitud inquieta
cuchicheando sordamente,
esperando alguna cosa
de otra cosa que sucede;
   ya de parte de don Tello,
ya de parte de los jueces,
y ya bien, como en comedia,
aguardando lo siguiente.
   Dispuesta del mismo modo
a escuchar lo que dijeron,
a partir cuando se acabe,
y a esperar mientras la dejen,
   forma un susurro monótono
que por el aire se extiende,
y un acento sin palabras
en la atmósfera mantiene.
   Los centinelas pasean,
el escribano se duerme
con la barba sobre el puño,
y el puño entre los papeles.
   Los galanes, rostro a rostro
plática entablada tienen,
que amantes, serán amantes
dondequiera que se encuentren.
   Los muchachos, la paciencia
con aquel silencio pierden,
y hacen los viejos a solas
comentarios de las leyes,
   en favor de la justicia
que andaba allá en sus niñeces,
porque sin duda es muy bueno
lo malo que se nos pierde.
   Así en paciencia o enojo
mantuviéronse igualmente,
en son confuso de muchos,
jueces, soldados y plebe.
   Alzóse al fin la cortina;
impusieron los corchetes
silencio, y todos los ojos
tornáronse de repente.
   Retratada en el semblante
la agonía de la muerte,
salió el primero don Tello,
que apenas basta a tenerse.
   Alzáronse en el salón
vagos murmullos al verle,
que más que a satisfacciones,
a amenazas se parecen;
   mas a una señal airada
de los irritados jueces,
y a la vista de vecinas
alabardas y mosquetes,
   reinó el silencio en la sala
capitulando la plebe,
que cuanto más atrevida,
es tanto menos valiente.

EL JUEZ

(¿Confesó?)

USO

(Confeso está.)

EL JUEZ

Decid, pues, ¿quién le mató?

DON TELLO

El asesino soy yo,
si no estáis cansados ya.

EL JUEZ

Hablad más claro.

DON TELLO

El tormento
dejó menos fuerza en mí;
a todo digo que sí,
pero en cuanto digo miento.

EL JUEZ

¿Le matásteis?

DON TELLO

Le maté.

EL JUEZ

¿Por acaso o por razón?

DON TELLO

Por intento y a traición.

EL JUEZ

¿La razón?

DON TELLO

Yo me la sé.

EL JUEZ

Decidla si la tenéis.

DON TELLO

¿No basta que le matara?

EL JUEZ

Sí, por cierto, que bastara.

DON TELLO

Ruégoos, pues, que despachéis.

EL JUEZ

Sobre ese libro jurad
que por traición le habéis muerto.

DON TELLO

Dadme el libro; todo es cierto;
jurado está, y despachad.
       Entró en esto, atropellando
por los guardias y la gente,
sin que curiosos ni guardias
bastasen a detenerle,
   un capuchino severo,
de luenga barba, ancha frente,
claros ojos, tallo erguido,
grave paso y voz solemne.
   Sin duda por sus virtudes
alto respeto merece,
porque todos en silencio
aparentan conocerlo.
   Díjole el juez: «Perdonadnos,
porque, en vela de las leyes,
somos por nuestro destino
hombres afuera, aquí jueces.»
   Y con acento más firme,
al capuchino volviéndose,
en ademán imperioso
díjole: «Padre, ¿qué quiere?»
   El religioso, sereno,
en faz y gesto imponente,
contestó: «Apoyo del justo,
que la justicia no yerre.»

EL JUEZ

Si erró la justicia acaso,
nos fuera ayudarla en gozo.
Decid dónde.

EL MONJE

En este mozo,
que ya con ánimo escaso
habló a impulsos del dolor,
y en cuanto dijo ha mentido.

DON TELLO

Padre, tarde habéis venido,
y que os volváis es mejor.

EL MONJE

Escuchadme.

EL JUEZ

Ya es en vano.

EL MONJE

Oídme.

EL JUEZ

Dije que no.
Como reo confesó,
y juró como cristiano,

EL MONJE

Ved que ha de saberlo el Rey,
y que en ello soy testigo.

EL JUEZ

Yo no soy quien le castigo,
que escrita me dan la ley.

EL MONJE

Mirad que él no le mató,
que desde un balcón lo vi;
no es el reo.

EL JUEZ

Será así.

EL MONJE

¿Condenáisle?

EL JUEZ

Confesó.

EL MONJE

Ha mentido.

EL JUEZ

No lo sé.
Don Tello, otra vez jurad.

DON TELLO

¿Queréis matarme? Acabad;
juro que a un hombre maté.

EL JUEZ

Pues veis que otorga el delito,
dejadle sufrir la pena.

EL MONJE

¡Ved que el miedo le condena!

EL JUEZ

Padre, en la ley está escrito.
       Quedó el monje meditando
del reo la confesión,
inmóvil en el salón,
de lo que mira dudando.
   Firmó la sentencia el juez,
y del estrado al bajar,
en voz alta a preguntar
volvióle el monje otra vez:
-¿Conque muere?
-Vedlo vos,
contestó el juez: y aun dudando,
fuese el monje murmurando:
«¡Si no hay justicia, no hay Dios!»
El sol, en trémulas hebras,
tornasolando los aires,
tranquilo radiante y puro,
en colores se deshace.
   Doquier el pueblo se agolpa,
doquier los balcones abren,
en faz de ver o esperar
lo que pasa, o lo que pase.
   Doquier bellas en las rejas,
doquier hidalgos galanes,
doquier desenvueltas mozas,
clérigos y militares.
   Todo es turba y movimiento,
tropezar y atropellarse;
todos van hacia la plaza,
ganando esquinas y calles.
   Todos por bajo platican
cual si una historia contasen
que prenguntándola todos,
todos a la par la saben.
   Comprenderse apenas pueden
en razones desiguales,
la razón de lo que a todos
tan afanosos los trae.
   Óyense en palabras sueltas,
entre otras mil estas frases:
-Es justicia. -Son las doce.
-¡Quien tal hace, que tal pague!
-Del Rey aguardan indulto.
-Ya daban vuelta a la cárcel.
-Hace ocho días. -Es noble.
-¡Sálvele Dios!-¡Pobre fraile!-
Y a veces, allá a lo lejos,
en lastimosos compases,
otra voz reza o pregona
con acento suplicante.
   Hierve en la plaza la gente,
puertas cierran, rejas abren,
y a un tiempo todos los ojos
se vuelven hacia una calle.
   Por ella, en orden siniestro,
muchos soldados delante,
de dos en dos muchos hombres,
a otro hombre a la plaza traen.
   Atadas tiene las manos,
descolorido el semblante,
descubierta la cabeza,
desaliñado en el traje;
sin valona y sin espada,
capotillo ni acicates,
sobre una enlatada mula,
y acompañado de un fraile.
   Van detrás algunos monjes
de varias comunidades,
con cirios que al sol del día,
aunque no le alumbran, arden.
   Los ministros de justicia,
el reo y el pueblo parten,
y el pregonero decía
en lúgubre son delante:
   «Ésta es la final sentencia
que hoy debe de ejecutarse
en don Tello Arcos y Aponte
por mano de Luis Hernández,
ejecutor por el Rey ....»
   Y al transponer una calle,
perdióse con el bullicio
la sentencia con la frase.
   Abrióse la muchedumbre
y entraron con paso grave
dentro de la plaza juntos
los que vienen y el que traen.
   Llegados a una escalera
con que unos maderos hacen
ancha subida a un cadalso,
dijo una voz: «Que le bajen.»
   Bajó el reo, y en la escala
el religioso sentándose,
díjole con voz inquieta
que de hinojos se postrase.
   Así fue, y ambos quedaron
en posición semejante,
sin que sus tenues palabras
alcanzara osado nadie.
   Mas sobre el hombro del reo
algún ojo penetrante,
a saberlo, ver pudiera
el ojo atento del fraile.
   Y en su inquietud confiada,
más bien que reconciliarle,
víase que era dar tiempo
a que tiempo se ganase.
   Avisóle la justicia;
se alzó el reo, calló el padre;
llegaron hasta el cadalso,
y tornaron a postrarse.
   Tornó a avisar la justicia
y a la confesión el fraile,
y más de las doce y media
señalaba ya el cuadrante.
   -Don Tello, decía el monje,
dad tiempo a que el tiempo pase,
que fuera mengua en el Rey,
que su perdón os negare.
   -¡Pluguiera, buen monje, al cielo,
que así tan ciego no errarais!
-Siendo testigo.....
-¿Qué importa?
-Fuera otro crimen.
-¡Quién sabe!
-Yo sé que sois inocente,
puesto que no le matasteis.
-Secretos del cielo son,
como el cielo impenetrables.
-¡Imposible!.....
-Padre, pronto.
-¡Que tanto el indulto tarde!
¡Padre, es vano!
-¡Oh, que no hay cielo,
cuando acudiros no sabe!-
Y el capuchino, azorado,
las miradas suplicantes
desesperado tendía,
sin aliento, a todas partes.
   Por vez postrera volvieron
con más empeño a avisarle,
y el reo dijo:-¡Es inútil!
¡Padre, que muera dejadme!
   -No, don Tello, ¡por mi vida!
Y volviéndose anhelante
el monje a la multitud,
así rompió a voces grandes:
   «¡Está inocente!.....» En tumulto
impidió que terminase,
la turba, que por oírle
gritaba a su vez: «¡Dejadle!»
   «¡Está inocente!», decía
el monje, y en voz pujante
decía el pueblo en tumulto,
sofocándole: «¡Dejadle!»
   Gritaba el pueblo, y el monje
gritaba, y palabras tales
se lo oían: «¡Dios.... Testigo....
Indulto.... El Rey!» ¡Todo en balde!
   Unos decían: «¡Oídle!....»
Otros decían: «¡Salvadle!....»
Pero cuando todos hablar,
es cuando no escucha nadie.
   Arrodillado don Tello,
y el ejecutor delante,
hizo la justicia seña,
y el verdugo hizo su parte.
   Calló el pueblo; calló el Monje:
y al ver la cabeza en sangre
bañada, desesperado
se perdió en la turba el fraile.
   Y allá en el fin de la plaza,
volviendo el rostro un instante,
«¡Si no hay justicia, no hay Dios»,
dijo y transpuso la calle.


IV. Conclusión

   Coronada de juncos y espadañas
hay en un soto cristalina fuente,
donde al abrigo de sonantes cañas,
en arroyo se cambia mansamente.

   Espérala el Pisuerga, y de sus olas
la abre amoroso el transparente seno,
con silvestres espigas y amapolas
de su margen bordando el cerco ameno.

   A su amoroso halago nunca ingrata,
la fresca y sonorosa fuentecilla
mezcla constante su raudal de plata
con la del padre río agua amarilla.

   Y allá a lo lejos, por la angosta calle
que la abren en dos bandas cien colinas,
Valladolid dibújase en el valle,
velada entre las pálidas neblinas.

   Y la vieja Simancas, más ufana,
alza a su espalda la torreada frente,
que pintan a la par en la onda vana
los tres ríos que abarca con su puente;

   Do empiezan a tender los arenales
su enmarañado pabellón de pinos
por donde abren en grietas desiguales
sus engañosos lindes los caminos.

   Era la hora en que, cansado acaso
de su rauda y magnífica carrera
el moribundo sol hunde en ocaso
su universal espléndida lumbrera.

   Dábale el ruiseñor su despedida
desde el olmo sombrío que le oculta,
alegre adiós a la gloriosa vida
del astro rey, que en sombra se sepulta.

   Despídenle las auras y las hojas
y las sutiles auras que adormecen,
y las coronas de los pinos rojas,
a su luz, despidiéndole, se mecen.

   Todo era paz y lánguido sosiego
en la fresca pradera y soto umbrío,
todo aspiraba el esplendente fuego
en derredor de fuente, soto y río.

   La luz tendiendo de los ojos vagos
sobre el rápido arroyo campesino,
del llanto preso resistiendo amagos,
velaba el solitario capuchino.

   Y allí con él su exasperada duda
revolviéndose audaz dentro del pecho,
hondo tormento daba al alma ruda,
sitio en el corazón hallando estrecho.

   Continuo presentábale su mente
la ensangrentada imagen de don Tello,
a quien de un crimen defendió inocente,
y a quien la injusta ley mató por ello.

   Y allá en su alma, a quien vicia
de lo humano la miseria,
así la ruda materia
luchaba con su impericia:
«No hay Dios donde no hay justicia,
porque a ser de otra manera,
o Tello no pereciera
con tan clara sinrazón,
u oyera el Rey mi razón,
o el matador pareciera.

   »Que Tello al cabo murió,
ojalá no fuera cierto;
que no es reo en lo del muerto,
por mis ojos lo vi yo.
Si la ley le condenó
con ignorancia o malicia,
manifiesta la injusticia
en entrambos casos fue,
que si Dios existe, a fe,
no está Dios do no hay justicia,

   »Porque hacer el bien y el mal,
y negar al mal el bien,
arguyera error también
en la justicia eternal;
que amparar al criminal
e ir del inocente en pos
contra el justo de los dos,
fuera en Dios ley bien tirana;
luego, en consecuencia llana,
do no hay justicia, no hay Dios.

   »Y puesto que si es, no es justo,
siendo así Dios no cabal,
en obrar el bien o el mal
cuerdo es no forzar el gusto.
Pues no es Dios un Dios injusto,
no quiero por mi impericia
tener un Dios de injusticia,
de sus hechuras ajeno;
que en este mundo terreno
no está Dios, pues no hay justicia.

   »Y si niegas, Dios, aquí
tu justicia, aquí no estás,
y donde no estés, de hoy más
quiero vivir para mí;
que si hijo tuyo nací,
es bueno y justo a los dos
que el hijo te vaya en pos,
y que tú acudas al hijo,
o mintió quien tal nos dijo,
pues sin justicia, no hay Dios.»

   Así pensaba el monje vacilando,
sin razón ni creencia que le acuda;
cuanto más convencido, más dudando
por entre el laberinto de la duda;

   Y triste, y macilento, y sin destino,
¡sin fe en el mismo Dios que a par confiesa,
sentóse a las orillas del camino,
como fardo a posar que mucho pesa.

   Miserable reptil, busca en la tierra
lo que la tierra misma no merece;
y el ciego pensamiento se le cierra,
y el atrevido pensamiento crece.

   Acosado de amargos pensamientos,
de negras dudas entre turbias nieblas,
nave presa de ciegos elementos,
hasta en su propia luz halla tinieblas.

   Y así, al dulce rumor del agua mansa,
son de las hojas, trino de las aves,
en fatigado corazón descansa
a los murmullos lánguidos y suaves.

   Tal vez abriendo los cansados ojos,
la moribunda luz goza un momento,
y la imagen de Tello le da enojos,
y el sueño se la roba al pensamiento.

   Tal vez aún en duda congojosa,
razones sueña y vanidad delira,
la claridad fingiendo misteriosa
de lo que le huye más cuanto más mira;

   Que así lo muestra el fatigado aliento
que el pecho en sueño atosigado lanza,
revuelto mar que el torvo movimiento
del gran volcán del pensamiento alcanza.

   Sorbió el falaz crepúsculo la noche,
ganó el espacio la callada sombra,
la flor cerró su perfumado broche,
veló la tierra su pintada alfombra.

   Allá a lo lejos, tras el negro monte,
a tardos pasos asomó la luna,
tibia alumbrando el lóbrego horizonte,
rasgando el vuelo que la sombra aduna.

   Vagaba el aura y susurraba el río,
murmuraba la fuente que corría,
y de ella al pie, con ademán sombrío,
el capuchino su pesar dormía.

   Iba la parlera fuente
resbalando entre la hierba,
en son acorde lamiendo
la parda y menuda arena,

   Y a la fugitiva lumbre
que en sus ondas reverbera,
la luna en su espejo errante
la pálida faz refleja.

   Brotaba espumas de plata
el ronco y turbio Pisuerga,
bañando en corvos cristales
entrambas a dos riberas,

   Y al compasado murmullo
de aguas, hojas, aura y presas,
en insomnio inquieto el monje,
tendido a la orilla sueña.

   Alzando a veces los párpados,
como quien duerme y le pesa,
la luz se pinta en sus ojos
entre cendales de niebla.

   Siente el agua que murmura
y el aura que bulle apenas,
y en vago adormecimiento,
oye, ve, respira y piensa.

   A través del agua mansa
que el límpido arroyo lleva,
algún objeto confuso
la luna blanca lo muestra.

   Duda y mira, y, fatigoso,
otra vez los ojos cierra,
y anda el torpe pensamiento
en lucha con una idea.

   Tornó a descorrer los párpados,
y allá en el agua serena,
entre las sombras del sueño,
un rostro a mirar acierta,

Tornó a dudar acosado
entre si duerme o si vela,
contemplando aquel semblante
de igual color que la tierra,

   Fantasma, ilusión o ensueño,
que minucioso semeja
al muerto don Tello Aponte,
que finó la tarde mesma.

   Tornó a dudar, mal despierto
y mal dormido en su vela,
al ver detenida el agua
y apilada en las riberas,

   Y en el lecho del arroyo,
al nivel de las arenas,
todo el cadáver de un hombre
asido con su cabeza.

Alzóse despavorido
el monje, mas teme y tiembla
cuando el cuerpo de don Tello
le dice así en voz severa:

-¿Conocéisme, padre?
-Sí.
-A que me siente ayudad.
Bajo mi cuerpo mirad
lo que hay debajo de mí.-

   Miró el monje, y con asombro
halló la faz macilenta
de otro a quien Tello cubría
pie a pie y cabeza a cabeza.

   Temblaba el monje aterrado,
de rodillas en la hierba,
Y don Tello en voz solemne
díjole de esta manera:

   «En duelo injusto los dos,
a traición le asesiné:
no preguntéis el porqué
de la justicia de Dios.»




ArribaAbajoA buen juez, mejor testigo

Tradición de Toledo





I

       Entre pardos nubarrones
pasando la blanca luna,
con resplandor fugitivo
la baja tierra no alumbra.
La brisa con frescas alas
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
un momento se columbran,
como lanzas de soldados
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula llama turbia,
y un instante entre las rocas
riela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
parecen en espesura,
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre la sombra confusa,
y el Tajo, a sus pies pasando,
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,
no le aqueja su amargura.

   Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela,
que entre la sombra se ofusca:
frente por frente a sus ojos,
un balcón a poca altura
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,
ni en la callejuela obscura,
el silencio de la noche
rumor sospechosos turba.
Pasó así tan largo tiempo,
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura
ganando el centro a la calle,
resuelto y audaz pregunta;
«¿Quién va?»; y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
«¿Quién va?», repite, y cercana
otra voz menos robusta,
responde: «Un hidalgo: ¡calle!»;
y el paso el bruto apresura.
«¡Téngase el hidalgo!», el hombre
replica, y la espada empuña.
«Ved más bien si me haréis calle,
repusieron con mesura,
que hasta hoy a nadie se tuvo
Ibán de Vargas y Acuña.»
«Pase el Acuñia, y perdone»,
dijo el mozo en faz de fuga,
pues teniéndose el embozo,
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa
salió una niña al balcón
que llama interior alumbra.
(¡Mi padre!», clamó en voz baja;
y el viejo en la cerradura
metió la llave, pidiendo
a sus gentes que le acudan.
Un negro, por ambas bridas
tomó la cabalgadura;
cerróse detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto, desde el balcón,
como quien tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuñia,
y huyeron, en el embozo
velando la catadura.


II

   Clara, apacible y serena,
pasa la siguiente tarde,
y el sol, tocando su ocaso,
apaga su luz gigantes.
Se ve la imperial Toledo
dorada por los remates,
como una ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo, por entre rocas
sus anchos cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate;
y la ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prendas de que el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos, en la vega
tiende galán por sus márgenes,
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje,
y porque su altiva gala
más a los ojos halague,
la salpica con escombros
de castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
que toda una historia vale,
cada colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien dejó un Rey culpable,
amor, fama, reino y vida,
en manos de musulmanes.
Allí recibió Galiana
a su receloso amante,
en esa cuesta que entonces
era un plantel de zahares.
Allá, por aquella torre
que hicieron puerta los árabes,
subió el Cid sobra Babieca
con su gente y su estandarte.
Más lejos se ve al castillo
de San Servando, o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde don Peranzules
al Rey que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra,
que, político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,.
que oyó en el primer Concilio
las palabras de los Padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por todas esas memorias
de las pasadas edades,
y del Cambrón y Visagra
los caminos desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los labradores se acercan
al fuego de su hogares,
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave,
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes;
y los clérigos y monjes,
y los prelados y abades,
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes,
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate;
y los valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que, libres sus estoques,
en riña sonora dancen.
Una mujer, también sola,
se viene el llano adelante,
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes;
mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle,
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda,
y él al encuentro la sale,
diciendo cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella, galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpo
en voz decisiva y grave:

   -Abreviemos de razones,
Diego Martínez; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe;
y así, quien mancha mi honra,
con la suya me la lave:
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme.-

   Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta,
y contigo en los altares
honra que yo te desluzca,
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo, exclamó la niña.
-Más que mi palabra vale
no te valdrá, un juramento.
-¡Vive Dios, que estás tenaz!
-Dalo por jurado, y baste.
-No me basta, que olvidar
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano,
del santo CRISTO delante.

   Vaciló un punto Martínez,
mas porfiando que jurase,
llevóle Inés hacia el templo
que en medio la vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle:
-Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?
Contestó el mozo:
-¡Sí juro!-
Y ambos del templo se salen.


III

   Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había,
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.

   Lloraba la bella Inés,
su vuelta aguardando en vano,
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.

   Todas las tardes venía
después de transpuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.

   Y siempre al anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer,
el campo salía a ver
al alto del Miradero.

    ¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!

    La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos
que abrasan el corazón.

   Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan frágil realidad
quien espera, desespera.

   Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.

   En vano a su confesor
pidió remedio o consejo
para aliviar su dolor,
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.

   En vano a Ibán acudía
llorosa y desconsolada;
el padre no respondía,
que la lengua le tenía
su propia deshonra atada.

   Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo nació altanero.

   Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.

   Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.

   Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada en una almena
miraba Inés la corriente.

   Iban las tranquilas olas
las riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.

   Algún olmo que escondido
creció entre la hierba blanda,
sobre las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.

   Y algún ruiseñor colgado
entre su fresca espesura,
daba al aire embalsamado
su cántico regalado
desde la enramada obscura.

   Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las puntas de una rama.

    Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja,
como el contorno redondo
del hueco sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.

   Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba,
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.

   A lo lejos, por el llano,
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano,
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.

Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir, zozobrosa,
más inquieto el corazón.

   Tan galán como altanero,
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero,
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.

   Jubón negro acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma, al diestro lado
el sombrero derribado,
tocando con la gorguera.

   Bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido
agudo cuchillo moro.

   Vienen tras este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en adarga y coselete
diez peones castellanos.

   Asióse a su estribo Inés,
gritando: -Diego, ¡eres tú!
Y él, viéndola de través,
dijo: -¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!

   Dió la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido,
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar.

   Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente,
diciendo: -¡Malditas viejas,
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!

   Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las obscuras callejuelas.


IV

   Así, por sus altos fines
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas,
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores,
alzábase en pensamientos;
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo Rey, a su vuelta,
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez
quien ha poco entró en Toledo
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias,
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gentes de poco seso;
que ni él prometió casarse,
ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés
con amenazas y ruegos:
cuanto más ella importuna,
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba,
prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así, llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno,
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimiento.
Mas ella, antes que la asieran,
cesando un punto su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
-Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas,
en buen fiel las posaremos.

   Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo,
a pasos desatentados
salióse del aposento.


V

   Era entonces de Toledo,
por el Rey, Gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está, como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra,
reclinado en un sillón,
escuchando con paciencia
la casi asmática voz
con que un tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo arrullador;
los jueces, medio dormidos,
hacen pliegues al ropón;
los escribanos repasan
sus pergaminos al sol;
los corchetes, a una moza
guiñan en un corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que en el mercado venden,
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de grande aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el cabello y el manto,
tomó plaza en el salón,
diciendo a gritos: -¡Justicia,
jueces; justicia, señor!
Y a los pies se arroja, humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro,
calmando la confusión
Y el tumultuoso, murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo: -Mujer, ¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le presté.
-Y ¿no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿Y promesa?
-Sí, ¡por Dios!
que al partirse de Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró.-
Quedó en silencio la sala,
y a poco, en el corredor,
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: -El capitán don Diego.-
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
-Sois el capitán don Diego,
díjolo don Pedro, vos?-
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí juro.
-Pues id con Dios.
-¡Miente! clamó Inés, llorando
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad que, acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
o Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle: tengo un testigo.
¡Llamadle otra vez, señor!
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que estaba en un suplicio,
donde ha tiempo que expiró.
-Luego ¿es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
- El CRISTO de la Vega,
a cuya faz perjuró.-
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
-La ley, es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos.... lo que sepamos:
escribano, al caer el sol,
al CRISTO que está en la vega
tomaréis declaración.


VI

    Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del purpurino horizonte
blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores,
sus hojas plegando, exhalan,
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la orilla
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero,
por el Cambrón y Visagra,
confuso tropel de gente
del Tajo a la vega baja.
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, Ibán de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás, monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la vega les aguarda,
cada cüal comentando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos, de reojo
le miran de entre las capas,
los chicos al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el Gobernador
y gente que le acompaña,
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el CRISTO
cuatro cirios y una lámpara,
y de hinojos un momento
oraron allí en voz baja.
Está el CRISTO de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos de una vara.
Hacia la severa imagen
un notario se adelanta,
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al Gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó en voz alta:

«Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras plantas divinas
juró a Inés Diego Martínez
por, su mujer desposarla?»

Asida a un brazo desnudo,
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma;
y allá en los aires, «SÍ JURO,,,
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa.....
los labios tenía abiertos,
y una mano desclavada.


Conclusión

   Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio,
Diego Martínez también.
Los escribanos temblando,
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer,
donde hasta el tiempo que corre,
y en cada un año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.