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Italia y Roma: Roma sin el Papa

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Prólogo

     Muchas veces los escritores ascéticos han comparado al enfermo próximo a la muerte, con una plaza sitiada por invencible y cruel enemigo, pronto ya a apoderarse de ella. Caen por todas partes los embestidos baluartes, el combate no cesa, la lucha, por desesperada no es menos cruel, los asaltos se alcanzan unos a otros; ninguna esperanza hay de exterior socorro, y en lo interior todo es llanto, desolación y ruinas.

     Nadie mejor que los que asistíamos en sus últimos tiempos a D. Nicomedes-Pastor Díaz, pudimos juzgar de la exactitud de esta pintura: uno tras otro se lastimaban y paralizaban sus miembros; el dolor siempre vivía permanente; ninguna esperanza en los exteriores auxilios de la ciencia, y las noches sin sueño, y los días sin alivio, y las angustias de la agonía a cada momento; el alma sola velaba, acongojada, pero firme.

     Pues bien: si en aquel conflicto al mísero defensor se le ofreciese lugar seguro en que poner a salvo cuanto quisiera; de cierto que en tal sitio encerrara no solo su caudal y alhajas, sino los primores del arte, los escritos importantes, los títulos de propiedad, y más que nada, las prendas de su puro amor y los venerados objetos de su culto.

     Arrasada luego la ciudad, pasados a cuchillo sus moradores, �feliz quien entre las cenizas encontrara el escondido tesoro! que fácilmente formaría idea cabal del modo de ser y de sentir de quien lo ocultó, de sus creencias y de sus afectos.

     Así aprecio yo el escrito que hoy sale a luz, y que con buen acuerdo coloca en el primer lugar entre las obras de Pastor Díaz su celoso compilador. El insigne varón, no sólo aquejado por tenaz y dolorosísima enfermedad, sino desengañado del mundo, y cierto de su próximo fin, parece como que quiere poner a salvo en el sagrado de este libro todos los tesoros de su alma; su fe sólida, su razón ilustrada, su imaginación riquísima, la piedad de católico, las joyas de poeta, el caudal de historiador, de filósofo, de estadista; cuanto heredó de la naturaleza, cuanto adquirió con el estudio; y aun no sé qué cuadros más vivos a la vez y misteriosos, iluminados casi con la luz de la eternidad.

     El lector que atentamente recorra estas páginas, bien satisfecho puede estar de que conoce a Pastor Díaz, y de que le ha visto en el punto culminante de su elevación.

     Pastor Díaz, que había nacido y crecido en un hogar católico; que mancebo había hecho sus estudios en las escuelas clásicas; que hombre de Estado había presidido en distintas épocas los Ministerios donde radican nuestros asuntos diplomáticos y los de nuestro único culto, de nuestra justicia y de nuestra instrucción pública; que como diplomático, en fin, había visitado y tratado de cerca las ciudades y los hombres de la Italia contemporánea, no podía menos de dar preferente atención al importante problema que, afectando al mundo y a la eternidad, se ventila en aquel reducido espacio, en plazo limitado, y con apremio grande.

     Al estudio de ese grave asunto dedicó, pues, los mejores años de su vida; los mejores, porque aún vivían en su alma las flores de su primera juventud; y herido y roto y (permítaseme decirlo) triturado el cuerpo, desprendido por tanto de mezquinos intereses o de voluptuosas ligaduras, dejaba a su alma levantar el vuelo sobre los horizontes de la historia y de la filosofía; y ver, y medir, y dibujar clara y correctamente a Roma y a Italia; y adivinar y bosquejar en lontananza lo que puede ser la ciudad, que aspira al nombre de Eterna, si no la habita el Hombre o el Poder a quien está prometida infaliblemente la eternidad.

     En dos partes, por tanto, dividió su trabajo: Italia y Roma se titula la primera; Roma sin Papa es el nombre de la segunda. En la primera parte, que es necesariamente retrospectiva, prueba que Roma es mayor que Italia, no sólo en su vida histórica, sino en su misión providencial; porque Italia fue provincia y Roma Estado, como que Italia es el país Che il mar circonda e gli Alpi, y Roma es el imperio que no tiene límites; porque Italia obedece la ley de su autonomía, y Roma guarda la ley de la civilización del mundo; porque en Italia, en fin, la libertad es parcial, la unidad es peninsular, la independencia es anti-austriaca; y para Roma, libertad quiere decir emancipación humana; unidad quiere decir sede universal; independencia quiere decir exención de todo poder. �Qué entiende Roma de libertad, pues es soberana? �Qué de unidad, pues es sola? �Qué de independencia, pues es señora?

     Después que Pastor Díaz ha examinado en la primera parte de este escrito la primacía y la universalidad de Roma, como ley providencial incontrastable y como hecho histórico patente; después que ha descrito la carrera que por el cielo de Roma y del mundo han seguido César, y Carlo Magno, y Carlos V, y Napoleón, esos grandes planetas de la historia, justo es que recoja la vista, como aquel que concentra y fija la mirada para distinguir mejor una constelación nebulosa, y analizar la posibilidad de su existencia en el equilibrio del orbe, y medir su distancia, y calcular su curso; deja, pues, a Roma y a su imperio

                     La quale, e il quale (a voler dir lo vero)
Fur stabiliti per lo loco santo
U' siede il successor del maggior Piero,

y se fija en esta Roma, predestinada para Sede del Pontífice, según Dante, y en esa otra Roma sin Papa, que, cual cometa misterioso, o como estrella pasajera, columbran algunos.

     �Italia sin Roma, me decía poco tiempo ha un hombre de Estado de la Gran Bretaña, es para mí como Inglaterra sin mar.� Y esta proposición, que se aventuraba quizá con objeto muy diverso, es la definición exacta de lo que seria Italia huérfana del Pontificado: quizá parezca poética la expresión; el sentido es matemáticamente exacto.

     El mar que aísla a Inglaterra, no sólo es su defensa, sino su ser; hace inexpugnables sus costas, pero más aún hace universal su influencia.

     Roma es la barca de Pedro, surta hoy en el Tíber como antes en Genesareth, pero rodeada del mar; del mar que durará hasta la consumación de los siglos; que se extiende por todo el ámbito del mundo, insondable, inmenso, el mar de la creencia católica, de la civilización cristiana. Ese mar trae a Italia, en encrespadas olas y recios huracanes, borrascas, tempestades, herejías, conquistas, guerras... pero lleva de Italia, y desde Italia a todo el mundo, el comercio salvador de la verdad, el santo influjo de la caridad evangélica.

     Suprimid con la mente el Océano que baña las islas inglesas, y ni tendrán riqueza, ni influencia, ni existencia.

     Suprimid a Roma con la barca de Pedro, anclada en el Vaticano, y con el mar de la cristiandad que la rodea; y entonces Italia, como las pirámides, se asentará en un mar de arena, y será olvidada y esclava.

     Volviendo a la obra de Pastor Díaz, tengo una satisfacción en reconocer que en esta parte de la cuestión, en que parece que el autor había de ser arrastrado por su entusiasmo de católico o por su imaginación de poeta, es donde más gala hace de su razón de estadista y de su frío cálculo de político. Como si temiese acusaciones de parcial o de apasionado, se resigna un momento a ser utilitario; y dejando aparte la historia y la humanidad, que Roma sola comprendió y preside, se limita a ser italiano: y en tal concepto demuestra que la gloria, la conveniencia, la necesidad de Italia, su modo de ser y su medio de durar y de influir, dependen de Roma; de Roma, libre como en la antigua República, soberana como en el grande Imperio, independiente como en el Pontificado.

     No se crea que, limitándose en la primera parte a generalidades elocuentes, y en esta segunda a abstractas combinaciones, no propone soluciones prácticas.- Pastor Díaz, hombre de fe y de inspiración, católico y poeta, volaba con sobrada elevación para que no extendiese mucho su mirada: por eso generaliza y hasta canta; pero Pastor Díaz, hombre de Estado y moribundo, se acercaba demasiado a la tierra, y tocaba harto próxima la verdad material y la eterna, para que dejase su obra sin conclusión verdadera y práctica.

     Cuál sea esta, la verá el lector.

     Si es español y católico, gloríese de que su compatriota ha luchado por la misma causa, con las mismas armas y no con menos honra que los Dupanloup y los Mauning: si es italiano, quizá inscriba el nombre de nuestro Académico en el catálogo en que brillan Gioberti, Manzoni y Azeglio, defensores, no de una Iglesia libre en un Estado libre, sino de una Roma, de un Pontificado independiente, en medio de una Italia libre: una trinidad latina con su Primado italiano. Si el lector, en fin, no ha nacido en ninguna de las dos Penínsulas latinas, pero como hombre, al cabo, admira el talento y busca la verdad, párese un poco, y verá cómo una mano trémula por la dolencia postrera, escribe trozos de sublime y enérgica elocuencia, y cómo ojos entornados ya por el sueño de la muerte, penetran avizores a sondear los abismos del porvenir.

     Ocasión fuera ésta de copiar trozos que justificaran semejante juicio: alguno, además, como si fuese iluminado por luz superior, presentaría anunciados y previstos, años hace, el engrandecimiento de Prusia, la nueva división Germánica, la humillación de Austria, la cesión oportuna de Venecia, y hasta las perplejidades que hoy agitan al que quiere optar entre una Roma liberal o una Italia anti-católica. Pero quien esto escribe, se propuso, desde que tomó la pluma, no manchar con sus repeticiones el escrito magistral de Pastor Díaz; no analizar, no comentar, no copiar una frase siquiera de un libro, que por el grave asunto de que trata, por la dolorosa ocasión en que fue escrito, hasta por la época solemne y suprema en que aparece, no debe ser desflorado con irreverentes mutilaciones, antes bien respetado en su imponente integridad.

     Si con esta convicción, si a pesar de ella y enmedio de secreta y casi invencible repugnancia, tomo la pluma, y a la carrera, tras largo meditar trazo estas líneas, es con dos objetos meramente: el primero, explicar el porqué una obra, la última en el orden cronológico, y quizá no la más perfecta en el literario, ocupa con justicia el primer lugar en la colección que hoy se da a luz; y el segundo, el de pagar un homenaje de cariño y un recuerdo de altísima estimación al hombre a quien, mientras vivió, tributó fraternal amistad, y ya en el reposo de los justos consagra admiración piadosa

El marqués de Molins.



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Italia

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- I -

Introducción.

     La historia de Italia es la historia del mundo casi desde la fundación de Roma, y más principalmente desde la primera guerra púnica. Es la historia de la legislación y de la política, de las armas y de las letras, de las artes y de las ciencias, de, la civilización y de la Europa entera. Desde el siglo de Augusto es la historia de la Religión y del Cristianismo, la historia de los tiempos modernos, la historia de las razas y de las revoluciones que han fundado todos los Estados y Monarquías que existen en Europa.

     Todo hecho, todo hombre, todo capitán, todo artista, todo sabio, todo Santo, han venido o pasado por Italia. Toda ciencia ha nacido allí; toda institución se ha ensayado allí; toda obra maestra de arte se ha inspirado allí; toda ley ha sido allí promulgada; toda política ha tenido de allí su origen; todo descubrimiento humano ha necesitado, si no para nacer, para desenvolverse y tomar posesión de la tierra, la fecundación de aquel suelo.

     Aníbal no hubiera sido gran General si no hubiera batallado en la patria de los Escipiones. Los códigos modernos están hechos de las Doce Tablas. De Virgilio al Dante, y del Dante a Manzoni, la cadena de oro, de los poetas europeos cuenta tantos brillantes como poetas italianos. Shakespeare y Milton, Cervantes, Byron y Goëthe no serían lumbreras de la literatura europea si no los hubiera iluminado el sol de la Italia. Copérnico fue de Polonia a Italia, para ver desde lo alto del Capitolio cómo estaba construido el universo. Galileo sintió en Italia cómo rodaba bajo sus pies el planeta en que, habitamos. Después de Puffendorf, de Grocio, de Montesquieu y de J. J. Rousseau, todavía se lee con avidez a Machiavello.

     En el molde enciclopédico de Cicerón habían de modelar la Italia cristiana Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. Vico dio leyes a la historia, antes que, Bossuet y de Ballanche; pero estos filósofos no hubieran tenido texto a sus prodigiosas lecciones, sin Tito-Livio y Guicchiardini. El grabado inicia en Italia la imprenta. Giotto y Cimabuè pintaban, y eran ya genios de la pintura, en los bárbaros siglos en que Dante iba a crear la lengua de la poesía. Dos siglos después, Rafael había trazado con su pincel los últimos límites de la pintura idea, haciendo bajar a sus tablas la Reina de los Ángeles como está en los cielos; y Miguel Ángel había señalado en éstos el último punto a donde el hombre puede alzar un altar al Dios verdadero.

     La Providencia quiso que la Madre del Antiguo Mundo fuera la que primero tuviera la revelación del Mundo Nuevo. Cristóbal Colón y Américo Vespucio eran italianos.

     Pero �qué mucho que cupiera a la Italia la revelación de un mundo, cuando quince, siglos antes le había sido dado el poder de hacer a la Europa la revelación del cielo? Si Colón y Américo dieron al globo su mitad, y a esta mitad un nombre, de más alta maravilla fueron instrumentos los que vinieron a decir al hombre: �tu destino no es de este mundo;� los que vinieron a enseñar en la cátedra universal del derecho humano los principios del derecho divino.

     Jesucristo, subiendo, a Sion sobre la más humilde cabalgadura, para morir bajo el poder de un Pretor romano, parece que quiso escarnecer el orgullo de la ciudad primitivamente predestinada. Cuando subió al Calvario para atraerlo todo a sí, la Cruz reflejó en el Tíber los resplandores que aún habían de ver tres siglos después las legiones de Constantino. Desde el Gólgota miraba al Capitolio, y legaba el imperio de la nueva ley a San Pedro. A Jerusalén la condenó a la destrucción y a la barbarie. Donde había de resonar eternamente su palabra, era en Roma. Jerusalén no es más que el sepulcro de Cristo: el cristianismo es la cátedra de San Pedro. San Pablo recibe en Damasco la misión de evangelizar a los romanos, y desde entonces hasta nuestros días, la transfiguración y regeneración del mundo se llamó Iglesia católica; y el mundo que se prosternó ante el Pontífice romano, fue la cristiandad toda entera.

     Desde entonces la autoridad, el prestigio y el nombre de la ciudad del Tíber no tuvieron límites ni barrera; y la Italia, como el peristilo de un gran santuario, pudo ser hollada, despedazada, dividida, dominada, cargada de hierros, regada de sangre, inundada del llanto de todas las desventuras de la tierra. Pero por toda la redondez del globo, víctimas y verdugos, vencedores y vencidos, pueblos y soberanos, acataron su autoridad, doblaron el cuello a su ley, se humillaron ante su poder, hicieron ante ella penitencia de sus crímenes, o abjuración de sus errores, y tuvieron vueltos los ojos siempre a aquella tierra sagrada, para consultar los oráculos de la eterna sabiduría, para recibir las inspiraciones de la eterna belleza, para aspirar a la apoteosis de su santidad.

     Cuando los Griegos, y los Turcos, y los Tártaros pasaron por el Asia, no quedó nada de sus sucesivos Imperios. Cuando los Romanos, y los Turcos han devastado la Grecia, nada queda de sus artes, de su destino. Cuando los Árabes han plantado sus tiendas en Egipto, cuna de todas las civilizaciones antiguas, queda el Egipto tan sepultado como sus momias, y su historia tan incomprensible como sus jeroglíficos. Cuando todas las hordas de bárbaros han caído unas tras otras sobre Italia en una depredación de más de dos siglos, la Italia no muere, no desaparece, no se despuebla, no abdica, no pierde importancia, no amengua en influencia.

     Allí donde más feroces y numerosos se derraman los bárbaros, allí no hay nunca barbarie. Allí donde más espesas parece que debían condensarse las tinieblas de la ignorancia, allí no se extingue nunca la vida de la ciencia ni la luz de la sabiduría. Allí donde los furores combinados de la codicia y de la destrucción se ceban en las obras del arte, allí el arte no muere, y el lujo no se acaba; la industria no retrocede, y los siglos medios continúan en aumentar nuevas maravillas a la conservación de las antiguas. La que recibe más numerosos y más feroces conquistadores, conserva más el lujo, las industrias, los trajes, la lengua, la cultura de la civilización, en todos los demás países destruida.

     Allí donde se levanta o impera tanta tiranía, allí es donde más vive, y se agita, y se desenvuelve el espíritu de libertad: allí donde se destruye el grande imperio que peleaba con todo el mundo, cada república que se levanta, sigue guerreando fuera, y conquistando sola: allí donde se ahoga, la independencia, cada Estado crea una soberanía. Allí es precisamente donde se conserva el tesoro intacto de las leyes civiles; la tradición de las instituciones sociales; el hábito y la posesión de las costumbres políticas. Allí donde más corrió la sangre de los mártires, y más hecatombes de víctimas hizo el hierro de las persecuciones, allí tiene su asiento y pone su cátedra la enseñanza de la Religión, y la santidad del Evangelio. Allí, de donde huyeron los Emperadores, los Reyes bárbaros dejan su solio a los Pontífices.

     Allí se celebran los concilios, y las instituciones religiosas tienen su centro y sus jerarquías. Allí se construyen por todas partes maravillas de catedrales, y al lado de los castillos, portentos de palacios. Allí, donde van los cruzados a bendecirse, van los sabios a hacerse doctores. Allí donde van a guerrear los condottieros, van a fundar santuarios los monjes. Allí irán los Agustinos, los Benitos, a fundar órdenes religiosas; y allí vendrán en otros días San Francisco de Asís, y los hijos de Santo Domingo. Allí, entre el estruendo de la guerra, al lado de los santuarios del ascetismo y de la piedad, y enmedio de las convulsiones de la tiranía, la ciencia dilatará su imperio tanto como la Religión, y nacerán tantas universidades como santuarios. Allí vendrán al mundo los Tomás de Aquino, y San Buenaventura, y Pedro Lombardo, y Pico de la Mirandola, y todos los doctores de Bolonia, y toda la Universidad de Pavía, y los profundos políticos de Venecia, y los de Génova y Pisa.

     Allí los mismos errores, y los sistemas más temerarios tendrán sus apóstoles y representantes; allí Arrioldo de Brescia primero, y después Savonarola, vendrán delante de Lutero y Calvino; y Campanella y Giordano Bruno antes que los socialistas modernos. Allí donde parece que reina tanta depredación y anarquía, se alzarán los más espléndidos palacios, los más maravillosos jardines: aquella región devastada florecerá en cultivo esmerado, y será cruzada de canales; y esa zona de tierra que faldea los Alpes, por donde bajan todos los conquistadores, y donde se da el mayor número de batallas, es, por una rara maravilla, la zona de tierra donde en igual dirección y extensión, la Europa cuenta el mayor número de ciudades florecientes.

     Italia recoge toda la grandeza, toda la autoridad de Roma. Como aquellos monstruosos reptiles, cuyos miembros desunidos y cortados conservan cada uno movimiento y vida, así parece que se multiplica, después del gran cataclismo de la barbarie, la prodigiosa vitalidad del desmembrado coloso. Italia subyugada, no deja de ser la Italia señora. La púrpura de los Emperadores de Oriente tiene que teñirse en las aguas del Tíber. Las águilas de todos los ejércitos de Europa continúan tomando vuelo desde el Capitolio. Los conquistadores que llegan sedientos de sangre y de venganza, no aspiran a más alto premio que a recibir los favores y la adopción de la vencida. Pero ella no recibe ni aclimata, como la Francia, la Inglaterra y la España, ninguna dinastía bárbara. Teodorico pasa, Odoacre pasa, los Lombardos pasan.- Ella no quiere dejar de ser latina, ni recibir la soberanía que ella no dé.

     La Roma del bajo imperio; la Ravena de los exarcas; la Monza de los Lombardos; la Nápoles de los Partenopeos: la Milán gáulica; la Florencia etrusca, se disputan, bajo los nuevos señores, la primacía universal o la influencia local que ellos mismos fundan en los títulos de sus nuevos dominios. Alarico, Ricimer, Odoacre, Alboino, Teodorico, son grandes entre los bárbaros; fundan imperios, reparten las provincias, desafían a los Emperadores de Oriente, porque reinan en Italia, y porque Italia es Europa. Ataúlfo funda la monarquía gótica de España, porque la recibe como flote de una hermana de Honorio, y se desposa en Barcelona, hablando la lengua y revistiendo el traje imperatorio de los Césares. Atila decae y muere, y pasa como un sangriento meteoro, porque ha tenido pavor de enseñorearse de Roma. Cuando quiere aspirar al imperio, se presenta como llamado por una princesa imperial. Al abandonar a Italia, dejaba en ella un Pontífice santificado con sus terrores, y una colonia de fugitivos de sus armas, que habían de continuar en los pantanos de la Venecia la república de los antiguos patricios.

     Cuando todas las naciones bárbaras se reúnen para lanzar de su seno a aquel nuevo monstruo, precursor de Gengiskan y de Timur, es todavía un caudillo general de Italia el caudillo a quien obedecen. Las Galias del Mediodía continúan en ser italianas, a despecho de los francos del Sena. Y en toda la inmensa vega del Danubio, las colonias de Trajano conservan, a través de los Hunnos, de los Germanos, de los Ávaros, de los Esclavones y los Tártaros, aquel sello indeleble, que llega a nuestros días con un cuño tan tenazmente italiano, de raza, de lengua, de derecho y denominación. En el caos anárquico de la barbarie, toda luz, toda ley, toda salvación, toda vida, toda autoridad viene de aquella tierra saqueada, vencida, pero cada vez más inagotable, cada vez más fecunda.

     Cuando las tinieblas se condensan, y la barbarie parece tocar a sus últimos límites, y se siente en el mundo la necesidad de que haya un centro de unidad después de tanta lucha, un principio de organización entre tanta anarquía, y una eminencia de superioridad entre tantas individualidades feroces, y entre tantas tiranías anárquicas, la Italia llama al caudillo de los Francos, y al debelador de los nuevos Germanos, para encomendarle la tutela de la Europa; y el Pontífice le aclama Señor del mundo y sucesor de los Césares. Pero Carlo Magno no se cree señor del mundo y soberano de todos los pueblos y tribus nacidos del consorcio germano-latino, sino cuando un sucesor de San Pedro ungió su cabeza en la ciudad de Augusto y cuando la Italia adoptó por hijo de los Césares al que se arrodillaba a los pies de su pueblo y de su Sacerdote, para recibir de manos italianas la corona restaurada del que, con tan altas miras y tan grande autoridad, se denominó Santo Imperio.

     Mas �qué mucho esto, si Pipino, para ser Rey de Francia, había sido primero Patricio de Roma, y consagrado por Esteban III? Desde entonces, franca o germana, la Italia no cesa de conservar la primacía, porque son los Francos y los Germanos los que se disputan, no lo, que ellos la han de imponer, sino la sanción y título que sólo ella les puede dar. Desde entonces, todo predominio en Europa sigue siendo italiano, y donde todo poder europeo había de traer de Italia los timbres de su gloria, toda querella italiana fue acontecimiento europeo. La casa de Suevia, la casa de Anjou, la dinastía de Aragón y la familia de Habspurgo; los Normandos de Islandia, la casa de Borgoña, y los Comenos y Paleólogos del Oriente, que resumen y representan todas las grandes contiendas de la historia europea, y todos los principales jefes y naciones que se repartieron el Imperio, se dan cita de reto, y se señalan campo de desafío, por espacio de siglos, en aquella Italia, que ellos miran como suya. Y ella, más que rechazarlos como extranjeros, forma parcialidades en torno de aquellos que son sus más adictos y simpáticos campeones.

     El camino de los Alpes es hasta nuestros días el camino de la gloria; las orillas del Po, del Ádige, del Mincio, del Tíber y del Garellano, el teatro de toda gran contienda, la escena de todo gran drama. Por allí bajaron un día Breno y Aníbal, y los Cimbros que venció Mario; por allí Alarico, Ricimer, Teodorico, Odoacre, Atila, Genserico y Alboino; por allí Pipino Heristal, y Carlos el Grande, y Ludovico el Piadoso. Allá irá la progenie de San Luis, con Carlos de Anjou, y los temerarios descendientes de Rollon de Normandía. Allí irán los Conrados y los Enriques de Suevia; los Alfonsos de Aragón, los Federicos Barbarrojas; los Hohenstaufen; los Habspurgos, fundadores de Imperios. Allí irá la estirpe denodada de los condes de Barcelona; allí los duques de Aquitania, los señores de la Provenza, los dueños de Arlés, los condes de Aviñón, los poderosos de la Baviera, los temerarios de la Borgoña. Allí irán los Humbertos y los Amadeos de Saboya. Allí Gonzalo de Córdoba, a reivindicar para los descendientes de Alfonso, la usurpada presa de los Angevinos. Allí tornarán, en memoria de Carlo Magno y de Carlos de Anjou, Francisco I y Bayardo. Allí estará esperándolo Carlos V, en nombre de Rodolfo de Habspurg, de Carlos el Temerario y de Fernando el Católico; con Antonio de Leiva y el marqués de Pescara, y el desheredado y proscripto vástago de los Borbones. Allí irá Luis XIII con Richelieu a buscar a Mazarino; allí irá Luis XIV a tomar venganza por Francisco I, y a preparar a Alberoni; allí irá Isabel Farnesio a desquitarse de la Toscana perdida, y a las Dos-Sicilias la dinastía que reina en Aragón.

     Y después de todos, y eclipsándolos a todos, en el gran día del cataclismo de todos los imperios, y del terremoto que conmueve todos los tronos, y de la renovación social que subvierte todos los principios, irá allí el más joven y más denodado de los Generales de la República Francesa, y volverá de allí Cónsul, a ser consagrado Emperador. �Por qué? No busquéis la clave de este portento en el estado de la Francia, ni en el número y calidad de sus victorias. Suponed que las ha ganado en el Rhin, en el Mosa, en el Támesis o en el Volga, y veréis cómo no puede traer de allí la corona de Carlo Magno, que estaba amayorazgada en los archivos imperiales de Monza. La púrpura, la diadema, el globo imperial no podían venir sino de la tierra augusta de los Césares. Sólo en el Capitolio había una púrpura consular, sólo en el Vaticano había un globo imperial; sólo en las aguas del Po y en las del Tíber, el que había entrado General, podía ser bautizado César.

     Italia le había dado la sangre; Italia le había dado la gloria; Italia le dio el poder. Había nacido Güelfo: pudo ser Gibelino de sí propio. De padres italianos se llamó Bonaparte. Una Asamblea italiana le aclamó Napoleón; y desde entonces este nombre fue Cesáreo y Augusto, como el de los Luises y de los Carlos. Los Habspurgos se honraron con darle su hija, porque ya les había dado el anillo nupcial del Adriático; porque él traía en dote propio las provincias de Italia. Su hijo pudo nacer Rey de Roma. El sucesor de su nombre y de su dinastía fue mirado con malos ojos del pueblo de Italia, porque desde los primeros días de su advenimiento no miró aquella tierra como su patrimonio y como su protectorado.

     Y por eso, a la caída del nuevo Carlo Magno, le reclamó como suyo el que siempre aspiró a mantener viva la idea del Imperio, y a reconstruir la política fundamental de la Europa sobre la base tradicional del Cesarismo Germano-latino. Por eso Metternich no consintió que en 1815 envainaran su espada los vencedores de Bonaparte, sin que sentaran los cimientos de una organización, en que pueblos germanos y latinos habían de aparecer al fin como tributarios de su Soberano. Por eso en 1815 el César de Viena volvió a coronarse en Milán Rey de la Lombardía. Por eso no soltó de sus manos el anillo misterioso que le traía la dominación del Adriático en dote de la recobrada esposa. Hijos de este consorcio fecundo vinieron a ser dentro de poco, en tratados que fueron la renovación de los antiguos feudos, los Ducados de Parma y Plasencia, el gran Ducado de Toscana, la corona borbónica de la dinastía secular de los duques subalpinos, hechos Reyes con la Cerdeña y la Liguria, la Italia toda entera. Porque apoyado en este baluarte, había de dar otra vez la ley al Rhin, al Elba (Albis)(6), y al Espree, el soberano del Danubio, que volvía a ser el Emperador del Tíber, vuelve a ser la Italia, en los últimos cuarenta años, la clave de todos los sistemas, el núcleo de todas las cuestiones, el teatro de todos los acontecimientos, el blanco de todas las revoluciones.

     La revolución de España en 1820, proclamando una Constitución que había sido reconocida en 1812 en Velicky-lucky por el Emperador de Rusia, no importa nada a la Europa, hasta que suscita la independencia de Turín, y la emancipación de Nápoles en 1821. Los franceses pasan los Pirineos en 1823, como instrumentos pasivos de lo que se decide en Laybach y en Verona, para que los austriacos puedan pasar de nuevo los Alpes como únicos señores. La Europa imperial transige con el liberalismo francés de 1830, a condición de que la Francia de Luis Felipe reconozca su dominación en la Península itálica, tan ampliamente como Luis XVI. Pero el advenimiento de un Papa que se presenta como Güelfo, y un liberalismo italiano que amenaza la constitución fundamental del Imperio, basta para conmover la Europa, y en 1848 hacer caer en seis meses casi todos los tronos bajo la masa de sus pueblos, como si se hubiera desplomado la clave de la bóveda que a todos los cubría. La clave no estaba en París, sino en el Quirinal.

     Así que se conmovió la alta cúpula, las columnas cedieron bajo el peso de la vetusta mole, y sus escombros rodaron con estrépito en ambas orillas del Sena y del Danubio. Por eso vimos todavía los ejércitos del César bajar a las llanuras del Po, y al viejo Radetzcky, representante nonagenario de un Imperio más caduco que sus años, humillar a la revolución subalpina en la rota sangrienta de Novara. Por eso aquella batalla fue, como las otras mil dadas en aquellos contornos, un acontecimiento que cambió la faz de los sucesos europeos, poniendo un dique a la revolución francesa, y obligándola a darse un César, si había de cumplir los destinos de la Francia, y no había de pasar como un terremoto demagógico.

     Por eso, cuando a la cesación del terremoto se le llamó la paz, la montaña que había levantado en su sacudida, tuvo que abrirse para vomitar el fuego de la guerra. La eminencia que se llamaba Napoleón, no podía dejar de tener sus vertientes a la patria del primer Cónsul. Para eso, para armarse soberano, como en otros tiempos los paladines se armaban caballeros, aceptó la primera ocasión de guerra, y envió sus legiones al primer palenque de gloria, que la Providencia le deparó en aquella Táuride, antiguo teatro de la primera epopeya europea. Pero cuando de Soberano para la Inglaterra y la Rusia, quiso pasar a César para la Europa, bien sabía que si en San Remigio se ungen los Reyes, no hay más que un templo donde se consagran los Emperadores. Por eso llevó a Crimea las banderas de Italia; por eso tomó bajo su amparo las libertades piamontesas y las aspiraciones lombardas; por eso bajaron por el Splugen y pasaron el Tessino 200,000 hombres; por eso 150,000 franceses cruzaron el Mont-Cenis y el Apenino. Por eso tronó estrepitosamente el cañón de Magenta y Solferino (casi en los mismos sitios en que cayó Bayardo y el Rey Francisco) enmedio de la viva ansiedad de la Europa entera. Por eso las águilas de Napoleón volaron sobre el Montblanc hasta las hondas gargantas de la Maurienne, y sobre el Coll de Tende hasta las playas de Niza.

     Por eso en Villafranca tomó otra vez en su mano la corona de Lombardía, para que de él la recibiera el que de esta manera le prestaba homenaje. Por eso aquella estipulación no fue a los ojos de Europa un convenio de paz, sino una tregua para enterrar los muertos de la pelea, y preparar las nuevas líneas de batalla. Y por eso, mientras en España hay una guerra de África, más gloriosa que las expediciones heroicas de Cisneros y Carlos V; mientras la Rusia asimila las tribus mahometanas del Cáucaso, y haciendo prisionero a su profeta caudillo, civiliza las riberas dilatadas del tártaro Amor, y emancipa en un día una inmensa nación de siervos; mientras la Inglaterra sostiene en las riberas del Ganges una guerra feroz y desigual con ochenta millones de pueblos indostánicos; mientras en las orillas del Delaware, y del Mississippi amenaza feroz ruina y desmembración la que se creía juvenil inmortal república de Washington; mientras que las agoniosas convulsiones del mahometismo oriental renuevan en las faldas del Líbano la época gloriosa de las leyendas de los mártires; mientras, en fin, que los dos ejércitos europeos penetran en las antiguas misteriosas regiones del Catay fabuloso, descubren al mundo los arcanos del Imperio y penetrando por la emblemática muralla, profanan los misterios de la enigmática Pekín, y dan al fuego las espléndidas mansiones que inspiraron tal vez los cuentos de Las mil y una noches; ningún pueblo tiene ojos, ni oídos, ni expectación, ni ansiedad, ni interés sino para los sucesos que pasan, y las cuestiones que se ventilan allí donde las arterias de su sangre, allí donde palpita el corazón de la Europa, mientras esa entidad que se llama Europa, exista sobre la tierra, y sea la reguladora del mundo.



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- II -

Cuestión de actualidad

     Las reflexiones que acabamos de hacer, las líneas que acabamos de escribir, no son el prólogo de un libro sobre Italia. No tenemos esa pretensión, no nos asiste tan alta capacidad: ni nuestras fuerzas físicas nos consentirían tan arduo trabajo. Nuestro propósito no es más que exponer en las menos frases posibles, los términos en que quisiéramos ver tratado y discutido ese espinoso problema.

     Y sin embargo, a esta nación y a esa historia, y a estos sucesos a un espectáculo, que de tal manera nos embarga, y nos interesa, y nos absorbe y preocupa, se han de ajustar el compás y las reglas de esa política empírica y vulgar, de ese espíritu mercantil nivelador, matemático y materialista, que pretende reducir la cuestión de Italia a las proporciones de una nacionalidad cualquiera, que se presentara ahora a constituirse y organizarse, como la Pensilvania cuando la emigración de los puritanos, como los Estados del Norte-América, en tiempo de Washington. �Es por ventura ésta la cuestión concreta de un pueblo que cambia su forma de gobierno, como la Inglaterra de 1668, o la Francia de 1789; de un Estado que reivindica su aislada independencia, o su separación autonómica, como la Bélgica de 1830, o como la Hungría de 1848; o la de un pueblo, que había dejado de existir por siglos, y que sale a luz como exhumado de una excavación, por ejemplo, la Grecia de 1823?

     Cuando vemos a cierta escuela revolucionaria, o a cierta diplomacia caduca y burocrática, o a cierta filosofía pedante, superficial y vanidosa, considerar de una manera tan fácil y tan cómoda, la cuestión más compleja de la política verdaderamente filosófica, desplegando ante sus ojos un mapa de Europa, y tomando la Italia como si acabase de nacer ahora del seno de los mares, o como si hubiese hecho su aparición en el mundo después de todos los pueblos conocidos; y sujetarla, los unos a sus combinaciones teóricas, o utilitarias; los otros a sus pretensiones dinásticas; éstos a reglas administrativas; aquéllos a preocupaciones o a medidas estratégicas, y todos ellos queriendo aplicarle o reclamando para ella -en bien o en mal,- lo que llaman el derecho común, el derecho internacional, la autonomía soberana de los pueblos, la ley de los tratados, los intereses del equilibrio europeo, y todos los demás principios que los diversos partidarios de esta misma escuela quieren aplicar a la resolución del arduo, y temeroso problema, ciertamente nos preguntamos: �dónde está la inteligencia profunda, sintética, histórica y transcendental de los grandes estadistas europeos? Y aterrados, al mismo tiempo, de nuestra personal medianía, o más bien de nuestra insignificante pequeñez, nos demandamos con asombro si es una ilusión de nuestros ojos, si es una alucinación de nuestra deslumbrada mente la que nos hace ver la Italia tan grande, tan gigantesca, tan excepcional, tan única, que no cabe en las proporciones geométricas, geográficas, aritméticas, económicas o parlamentarias tan acompasadas o exiguas de ninguno de esos improcedentes sistemas. Más que ver la Italia despedazada o sometida, humillada por ultrajes, o embriagada por ilusiones, todavía repugna más a nuestra inteligencia y a nuestro corazón, el ultraje de ver comparadas a la lucha que la trabaja, y la fiebre que la agita, una contienda que pudiera surgir entre la Irlanda y la Inglaterra, entre la Rusia y la Polonia. Hay tales manifestaciones de simpatía, que la rebajan más que la tenacidad dominadora del Austria, o que las enormes aspiraciones del protectorado francés.

     Cuando vemos que se quiere ajustar la grandeza del destino de Italia, a las formas de cierta política, o a los consejos de cierta diplomacia, se nos figura ver al augusto cautivo de Santa Helena, oyendo los consejos de un abogado para que demandara a los ingleses ante un tribunal de justicia; o a un honrado banquero que le viniera a decir cómo podía y debía procurar hacer su fortuna, y vivir, simple particular, en el mundo, con el producto de su trabajo; como él, honorable alderman de la City o plantador esforzado y laborioso de la nueva Inglaterra. Nosotros creemos que Napoleón, si había tenido la paciencia de oír, y la humildad de responder, hubiera dicho con plácida sonrisa, mirando a su roca, y extendiendo la mano a través de los mares, hacia las torres de Nuestra Señora de París, o las cúpulas del Duomo: Voici ma place quand je ne suis pas lá.

     No. Nosotros no podemos injuriar de tal manera a la Italia, ni rebajarla delante de la Europa en todo lo que se levanta sobre nosotros, con la abrumadora grandeza de sus veinticuatro siglos de hazañas y portentos. No está en nuestro poder, ni cabe en nuestra razón, tal como Dios nos la ha dado, ser del número de aquellos que no consideran a un pueblo más que por la extensión que ocupa sobre el mapa. Hay para las naciones otra geografía más importante y transcendental, y cuyos límites están trazados por lo que han vivido en el tiempo y ocupado en el espacio. Lo que sería un absurdo, tratándose de la limitada existencia de un individuo; lo que sería quimérico para la ciencia o para la voluntad humana, que quisiera destruir las condiciones físicas de su organización y de su origen, o las condiciones morales que resultan de su pasado, eso nos parece un absurdo elevado a lo infinito, cuando se quiere aplicar a una nación, ora sea en nombre de la ciencia que se llama política, ora en nombre de ese querer colectivo, aunque sea tan espontáneo y unánime como el individual, que hoy se quiere apellidar soberanía nacional.

     Otra cosa debemos añadir.

     Amamos mucho, compadecemos mucho, admiramos mucho a Italia. Que nos perdone, pues, lo augusto de su dignidad histórica y providencial, si alguna vez podemos sacar de su grandeza misma conclusiones duras y deducciones que podrán parecer desapiadadas. A los soberanos de la tierra hay que hablarles en nombre de la Historia en un lenguaje respetuoso, pero más severo y menos vulgar que al común de los mortales. La Reina inmortal de las naciones, tiene eso de extraordinario; por la excelsitud de su pasado, su presente tiene que ser juzgado como su porvenir; porque este presente contiene tal vez el germen del porvenir del mundo católico y del mundo civilizado.

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