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- XI -

Autonomía italiana de Italia, en el Imperio de Carlos V

     Pero al fin este Emperador advino; este Príncipe se encontró: Carlos también; grande como el que consagró León III. Lloraba por él la Italia; pedíale al cielo y él, que en su solitario castillo de Gante, como Napoleón III en su fortaleza de Ham, había soñado en una nueva organización del mundo; cuando súbita e impensadamente se encontró con la realidad inesperada de heredero de los reinos de España, de las coronas de Austria, Alemania, Bohemia y Hungría, del ducado de Borgoña, y del porvenir inmenso, fantástico, y todavía no bien deslindado, de la América recién descubierta, para fundar, como fundó, si no la monarquía universal, que con harto motivo pudo pasar por su mente, a lo menos esa unidad política que se llama Europa, fundiéndola de todos aquellos miembros desunidos y aislados, necesitaba la Italia; y la Italia necesitaba de él, como necesitó más tarde de Bonaparte.

     Desde que hubo un Emperador elegido en Aquisgrán y triunfador en Toledo, como su predecesor lo había sido en el Sena, necesitó consagrarse en Roma, venir a arrodillarse César en el Vaticano. La Italia le recibió, no como a quien esclavizaba a los italianos, sino como a quien arrojaba de su suelo a los franceses y la autoridad que de ella recibe, y que en ella ejerce, no se parece en nada a una dominación directa, ni a una asimilación administrativa, sino al alto protectorado imperial, al eminente señorío cesáreo. Comparad la situación que se crea después de las victorias de Carlos V, con la situación más antigua; o más bien comparadlos con otra bien moderna, con la paz de Villafranca, si sus estipulaciones se hubieran realizado.

     No me objetéis contra lo que voy a decir, el juicio de la Inglaterra. Fuera de que Inglaterra no puede ser imparcial ni con Roma ni con Italia, a las cuales no ha de mirar nunca bajo el punto de vista nuestro, esencial en ellas, que es el católico, tenemos que declarar una gran verdad, que hemos aprendido en la historia, y que miramos como axioma: -�Los ingleses ni hacen ni comprenden la historia. La Inglaterra no entra en el cuadro de la historia política, sino de la historia comercial.�- Hablábamos de la situación política creada después de las victorias de Carlos V; de aquella situación tan católica como italiana, y aun española. Analicémosla.

     Venecia, no sólo quedaba libre y señora, sino restituida de la desmembración con que había querido castigar su poderío la liga de Cambray. Florencia fue gobernada por los Médicis; Génova recobró su soberanía bajo el glorioso escudo de los Dorias; Príncipes italianos eran los Farnesios de Parma; italianos fueron los Viscontis de Milán; los duques de Saboya ganaron para sí y para su hijo las victorias que sellaron la independencia de sus Estados, y con que se elevaron a Reyes; Nápoles y Sicilia continuaron en aquella antigua y tradicional casa de Aragón, más italiana que la de Saboya, y por cuya sangre el Emperador venía a ser más italiano que los Filibertos y Amadeos. Y si Roma sufrió de las huestes de Carlos un espantoso saqueo, cuyos accidentes se complican con la condición de un caudillo francés y el fanatismo de bandas luteranas, no pensamos que, aparte de los accidentes del hecho, y considerando sólo el aislamiento temporal del Pontífice, le desaprobarían ahora los que vieran el carácter personal o las antipatías políticas de un Papa, como un obstáculo para el arreglo de las cuestiones italianas.

     Carlos V no quitó al Papa sus Estados, ni le disputó sus prerrogativas, ni dejó a las proposiciones de Lutero, cuando no era más que el protegido del Landgrave de Hesse, la influencia anti-papista que tiene hoy Lutero, o el luteranismo, montado en 80 buques de línea que no son italianos. El Concilio de Trento tuvo lugar a pesar de los Russell y Palmerston de aquel entonces. Y el representante de la unidad europea, que consideraba la idea catolicismo como una idea tan altamente política, que trató a la reforma como una sedición y rebeldía, no podía mirar a la cuna del catolicismo como provincia y vasalla.

     Digan lo que quieran los que sólo leen la historia por los libros franceses, y que creen que las ideas de independencia y libertad nacieron en la Asamblea Constituyente, o que no hay más italianismo que los programas de Mazzini; Carlos de Austria no fue el opresor despótico, ni el tirano extranjero de una Italia, que encontró despedazada y envilecida, y que dejó gloriosa y hermanada. Tantos generales italianos como españoles, hubo en sus ejércitos; Carlos V, hombre, europeo y genio cosmopolita, sin nacionalidad fija y sin patriotismo local, fue el restaurador del Imperio de Occidente, fue el Soberano de todos los pueblos de quienes en, por sangre y espíritu, universal compatriota; fue el descendiente verdadero de Carlo Magno, el jefe de las naciones latinas, no español, (esta es ciertamente su censura para nosotros) pero sí sobre la base española; como el antiguo debelador de los sajones, sobre la base Franca. Aquéllas y sus contemporáneos le creyeron tan poco germánico, que el poeta soldado de sus legiones, que murió delante de Fréjus, a su vista, pudo cantar de sus caudillos:

                     Aquellos capitanes
En la sublime rueda colocados,
Por quien los alemanes,
El duro cuello atados,
Y los franceses van domesticados.

     Garcilaso no menciona entre los sometidos, a aquellos italianos, a quienes no había tomado más que la riquísima armonía de su idioma y la versificación con que enriqueció su lengua. Habla sí de los enemigos o de los dominadores de Italia, que eran vencidos o sujetados por el Emperador.



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- XII -

Carlo Magno: Carlos V: Luis XIV: La Revolución francesa: Napoleón

     Carlos V no fue tan feliz contra los Sajones herejes, como Carlo Magno lo había sido contra los Sajones idólatras. Faltole el tiempo y la vida para sus planes o para sus sueños; y sin esperar, estrellose contra la Francia, y contra la reforma; y antes de dar lugar a que una coalición le amarrase a una roca, vínose él por su pie a Yuste, otra Santa Helena; bastante cuerdo para dejar subsistente en el mundo, ya que no todo lo que había querido, sí a lo menos todo lo que había acabado. Su hijo fue bastante poderoso para dejar de ser formidable. Su hermano fue Rey de Romanos, y Emperador. D. Juan de Austria fue más que el Príncipe Eugenio. Doña Margarita y la Gobernadora de Parma, fueron más que las Reinas Bonapartes de Etruria y de Holanda.

     Aquel Imperio era más sólido; tenía en el mundo, por él tan renovado y tan conmovido, más vínculos históricos. Como una de esas antiguas catedrales no concluidas, quedó sirviendo para el culto de todos los pueblos. Las conquistas violentas se las lleva el humo de una batalla perdida. El Imperio francés lo deshicieron en tres meses Wellington y Metternich. A los ocho meses de Waterloo, la Italia era del Austria. Después de Carlos V pasa mucho tiempo todavía antes de que aparezca Richelieu para demoler su obra, y antes de que Luis XIV crea que es dado a la vanidad representar en el mundo el mismo papel que a la ambición.

     La tarea del grande Emperador fue fundar, constituir. El papel de la Francia es destruir. Carlos V acomete y emprende todo lo que es europeo. La Francia descompone todo lo que no es francés. A Carlos V, la unidad: a la Francia de Luis XIV, el equilibrio.

     Y sin embargo, esta idea llegaba en sazón. Aproximábase la época en que la unidad iba a ser una quimera, y la Europa práctica inauguraba una época de confederación sin preponderancias, sin Imperio. Los Imperios no se organizan ni se perpetúan por la fuerza. Los Imperios los crea y los mantiene la representación de un principio, de una idea. El Imperio romano se creó para la unidad de la ley: Carlo Magno recibió de Roma la investidura para fundar en la anarquía bárbara una unidad religiosa: Carlos V se apoya en la idea religiosa, para la unidad moral, que es su obra.

     El siglo XVII y XVIII vienen al mundo con ideas enteramente contrarias. La destrucción del Imperio de Carlos V por los sucesores de Francisco I, es una obra de revolución, que continúa el cisma y la reforma, y que precede e inicia la revolución de 89. Al principio de que todos los hombres son iguales y libres ante la ley, debía preceder la declaración de que todas las nacionalidades que tienen razón de ser, debían ser igualmente representadas en el Congreso de las Potencias.

     Un vago y tradicional instinto solamente la empujaba a atacar al Imperio en su base, en su cabeza, y a arrebatar la Italia a su dominación; pero en la reconstrucción de la obra y en los detalles de la ejecución no había de parte de la Francia de entonces, ningún pensamiento transcendental ni fecundo. En aquella política no había más que vanidad egoísta, miope personalismo, endiosamiento pagano, fuerza anárquica y desorganizadora. Los tratados, los pactos de familia, hechos en odio al Imperio, no fueron en favor de las naciones, sino de las dinastías reinantes. Se habló en nombre de la casa de Francia y de la casa de Austria, como si no hubiera Europa; y entretanto que la Francia, la Italia, la España, el Pontificado, la Inglaterra, huérfanos del pensamiento de los grandes soberanos, vivían y se agitaban bajo la tiranía descreída de Reyes y Ministros, que en el ajedrez de sus guerras y en la mesa de banca de sus diplomacias, perdían y ganaban reinos, en naipes que llamaban mapas, el trabajo de Dios y el del espíritu humano iban construyendo en el mundo europeo una nueva unidad formidable de libertad y de independencia, que tuvo una terrible representación contemporánea.

     �Cuál fue en este drama el papel de la Italia, que por espacio de dos siglos había sido el campo de batalla en la lucha de la Francia con los restos del Imperio? Ya lo hemos dicho. La nueva idea se había encarnado en la Francia. Y como si la Providencia hubiera querido proporcionar una solución consiguiente a los antecedentes de la historia, para personificar esta revolución, envió a un italiano. Napoleón, nuevo Pipino, pasando los Alpes para destruir a los nuevos Lombardos, vuelve nuevo Carlo Magno, para ser, -�tal al menos lo debiera, tal parecía serlo!- el Emperador de la libertad; y los Italianos, consecuentes a su eterno y fatal destino, saludan la época de su emancipación, no en el día en que recobran su independencia, sino en el que son uncidos de nuevo, eternos gibelinos, al carro triunfal del nuevo Emperador de los Francos, y le pasean con nacional orgullo en sus cesáreas conquistas, a través de todos los campos de batalla de la Europa.



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- XIII -

Cuestión de hoy: pleito de siglos

     Pero aquí se presenta una diferencia esencial, que se escapó a la perspicacia y al genio del moderno César. Llevó Napoleón consigo la Italia liberal; -pero no llevó la Roma pontificia. Por una fatalidad, que pesa horriblemente sobre el destino de la Europa moderna, y que ha de influir por mucho tiempo en la solución de todas las cuestiones europeas, la libertad, que había nacido cristiana, al pasar por la Convención francesa, se había hecho racionalista y atea.

     Pío VII no pudo ser Gregorio III; y Bonaparte, que no se creía Enrique IV, y que no tenía miedo de morir proscripto en una isla extranjera, como Federico de Suevia, por haber incurrido en los anatemas pontificios, no pudo ser el hombre de la conciliación de la libertad con la Religión. Desgraciadamente para su destino, estas dos ideas se divorciaron en su persona, y para mayor desventura, quedaron divorciadas para la Italia.

     Después de la caída de Napoleón, la Italia vuelve a ser súbdita del que en la reacción de 1815, aunque con diverso nombre, vuelve a ser Emperador; y el Pontífice, que por católico no había dejado de ser italiano, ni en 1815 ni en 1848, ni en todas las épocas pasadas, y presentes y aun venideras, deja de ser italiano, para no ser más que imperialista. La historia sigue su curso inexorable, y la legitimidad imperial vuelve a consagrarse. Ya no va a arrodillarse a Roma, para prosternarse ante el Pontífice; pero se apresura a firmar el Concordato, así que se levanta en el Sena el trono del nuevo César, que puede volver a poner en tela de juicio ese pleito de mil años; si el jefe del Imperio romano ha de ser el que mande en el Sena, o el que tenga su corte, germánica en las riberas del Danubio.

     En ese secular litigio estamos todavía. La independencia de la Italia podrá ser el resultado del gran movimiento que tiene lugar en aquella península. Pero nada de cuanto hasta aquí ha sucedido, nos hace creer que sea éste el objeto que se ventila entre las dos potencias, la que conserva a Venecia, y la que ha adquirido a Saboya y a Niza.

     En cuanto a los italianos mismos, no dudamos que el derecho de pertenecerse a sí solos, es ahora su aspiración. Pero esta pertenencia exclusiva, como hecho, no se ha realizado jamás en la historia; y como idea y pensamiento, es de tal manera moderna, que es contemporánea de la generación que se afana por realizarla. Ha sido menester la enseñanza de muchos siglos, para que parezca servidumbre lo que fue en algún tiempo dilatación y dominio. Ha sido menester una revolución fundamental en la manera de sentir la política y de juzgar la historia, para que a un corazón italiano de nuestra edad le sonría como sueño de gloria, lo que a algún gibelino de hace cuatro siglos le parecería sin duda acto de decadencia y abdicación.

     Entre tanto, -nada hay definitivo.

     Los arreglos no han sido más que treguas: el último el de Villafranca.

     -�Vivir para ver!



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- XIV -

Unidad.- La unidad de Roma, y aun la unidad de Italia, es la unidad del Mundo.- Ley providencial

     Hemos estudiado ya bastante lo que fue, lo que puede ser la independencia de Italia, y como por la mano somos traídos a tratar la cuestión de su unidad. Tan enlazadas se hallan, a la verdad, una y otra, que pueden considerarse una sola: más bien que diversas, son la consideración de una misma idea bajo dos puntos de vista diversos, aunque convergentes.

     Hemos afirmado, hemos procurado demostrar que la Italia no fue nunca independiente, porque sus destinos estuvieron siempre, y estarán ligados con los destinos del mundo. Hoy vemos en la historia, y creemos leer en el porvenir, que tampoco ha sido ni podrá ser UNA por sí sola, sino con el mundo Católico. Esto, que más especialmente afirmamos desde ahora, y demostraremos después, respecto a Roma, esto mismo afirmamos y nos proponemos convencer hoy, respecto a Italia. El germen, y aun la síntesis de nuestra demostración, está en lo que llevamos expuesto; otras razones, que deduciremos de la consideración filosófica y de la exposición histórica de la idea de la unidad política y de sus desenvolvimientos, después de servir a esta parte especial de nuestro trabajo, vendrán a corroborar nuestras anteriores afirmaciones. Aquí, como en otras materias, según pedía el gran poeta y legislador del buen gusto,

                Alterius sic
Altera poscit opem rem, et conjurat amicè.

     La idea de la unidad, fuera de la familia o de la tribu, o cuando más, fuera de los límites circunscritos de ciertos accidentes geográficos, no es espontánea. La independencia le es antitética: la unidad, consecuencia del predominio o de la lucha, se impone por la sumisión.

     Donde el elemento social es la familia, libre y naturalmente constituida, y su necesaria concentración en el hogar; con el hogar y con la familia coexisten el aislamiento y la independencia. El hábito y el cultivo de la independencia familiar resisten la agrupación fuera de los límites en que la necesidad la hace indispensable; y esta resistencia contradice la unidad. De este principio se deduce un hecho histórico que es bien fácil comprobar.

     Ninguna de las grandes divisiones geográficas de nuestra Europa, constituían algo que se parezca a lo que hoy se llama Nación. Los Cimbros y los Bretones, los Celtas y los Iberos, los Armoricanos y los Auvernios, los Turdetanos y los Cántabros, los Ligures y los Etruscos eran tan extraños entre sí, y las variadas subdivisiones de estos nuestros antepasados, aunque habitaran en un mismo territorio, y a veces a la ribera de unos mismos ríos, eran entre sí más independientes que hoy lo son los rusos y los franceses, los austriacos y los españoles.

     Crear la unidad del mundo, fue la misión de Roma; lo fue también, aunque en segundo término, la de Italia, cuerpo y manos y brazo y corazón de aquella cabeza, después que fue la primera sometida, y recibió la unidad, que antes que a nadie se le impuso.

     Pero ni Roma, ni Italia misma, son una nación territorial: en los pueblos sometidos por Roma hay independencia; tampoco hay unidad. La unificación de Europa y del mundo ha de venir de Roma.

     Mas �cuál es la ley providencial que a ello la obliga? Así como para el advenimiento de su Hijo en la plenitud de los tiempos, prepara Dios una raza, un pueblo, una familia, desde las eras bíblicas; así para revelar a los hombres la Buena Nueva, venido el Salvador, que ha de atraerlo todo hacia sí, manda a la unidad que allane los caminos al Dios único; y prepara a otro pueblo, y en él elige a una ciudad a quien confía este grande y misterioso destino.

     No importa que ella le desconozca. Impreso lleva en sí el espíritu de la dominación, y la fuerza de la asimilación universal. Instrumento de las miras de la Providencia, va donde ésta la lleva, sin saber cómo, ni preguntar para qué. Impone al mundo vencido la unidad, por la fuerza y por la ley, como siglos después se la impondrá por la verdad y por la enseñanza, por la fe y por la autoridad.

     Ya hemos dicho antes de ahora en estos apuntes, que la unidad romana del mundo es la preparación histórica del advenimiento de Jesucristo. Hoy lo repetimos, porque sólo así se comprende la historia.

     Más adelante, hablando concretamente de Roma, explicaremos cómo procede en esta obra providencial. Hoy nos hasta consignar que el mundo civilizado no tuvo unidad hasta que se la dio Roma.



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- XV -

De la constitución de las nacionalidades europeas.- Por qué no ha lugar en Italia

     Las nuevas nacionalidades que han llegado hasta nuestros días, no son más que fragmentos del despedazado coloso. Así como tantos edificios se hicieron con las columnas y piedras de los monumentos romanos, así los bárbaros del Norte que destruyeron el Imperio, al desmoronar el colosal edificio de la administración romana, construyeron nacionalidades con los grandes trozos de aquella sociedad. En la espantosa conmoción de aquella marea de pueblos, cada nación de las que hoy conocemos, se formó de dos elementos: de la forma cohesiva que le había dado la asociación romana, y de la substitución con que en cada una de las que fueron provincias, se reemplazó a la autoridad de los gobernadores, pretores, procónsules o prefectos; a saber, la unidad de una raza bárbara con el caudillo que la representaba. Así los Visigodos en España; así los Francos en las Galias así los Anglos, los Sajones, los Lombardos, los Borgoñones y los Avaros, y las demás grandes familias y derivaciones de ellos en los diversos distritos del mundo romano.

     Con estas o las otras circunstancias o accidentes, más o menos esenciales, y variados, en toda la Europa central y meridional se repite el mismo fenómeno; una sociedad romanizada; una tribu, casta, ejército, horda o raza, siempre en menor número que el pueblo sometido, y que entra a gobernarle con nuevos principios, usos y costumbres que él trae, recibiendo a su vez civilización, leyes, costumbres, trajes, lengua, religión e instituciones del mismo territorio y pueblo en que se asienta y fija.

     Especialmente en las Galias, en Inglaterra, en las Españas, en las orillas del Rhin y del Danubio, los bárbaros formaron esas naciones compactas y poderosas, que se llamaron España, Francia, Inglaterra y Alemania. Sus ejércitos fundaron poder; sus familias, nobleza; sus caudillos, monarquías primero, y dinastías después; sus repartimientos, sus guerras y sus tratados, política; y los límites de sus posesiones, más o menos acomodados a las condiciones geográficas, naciones más o menos determinadas.

     Este trabajo de reconstrucción, esta tarea de armonizar los poderes, que entonces sustituyeron a la cuidad de Roma, con las condiciones naturales de cada una de estas divisiones, y en combinación con las necesidades, vicisitudes y progresos de la civilización germano-romana, que reemplaza a la civilización del mundo imperial, es lo que constituye la historia de Europa desde el siglo IV hasta el día en que vivimos y que sólo espíritus muy limitados, o sumidos en una ignorancia que ya no es permitida a la educación más superficial o rudimentaria, pueden creer no ya definitiva, pero ni siquiera demasiadamente adelantada.

     El mundo camina siempre, aunque ya hemos visto que no siempre sabe a donde va. Va a donde le lleva la Providencia. De lo que es responsable siempre, es de sus crímenes; muchas veces lo es de sus errores; de su destino, nunca. Pocas palabras añadiremos a esto, pero de esperanza y consuelo. La sociedad política o diplomática vale siempre aun menos que la civilización social. Así como, por ejemplo, la civilización italiana de los siglos XIII, XIV y XV, valía más que su espantosa anarquía gubernativa, así la civilización europea vale hoy más que su monstruosa organización internacional.

     La contemplación de lo presente y las aspiraciones de lo futuro, nos han distraído involuntariamente algún trecho de nuestro camino.- Volvamos a él, considerando cuál sea la explicación del fenómeno histórico de que, como en otros pueblos, no se haya desarrollado ni fundado en Italia una unidad fuerte, una nacionalidad moderna.

     Cabalmente donde encontró más dificultades la desmembración bárbara, que dio nacimiento a las nacionalidades modernas, fue en el país más próximo a la entidad dominadora. Los bárbaros apagaron pronto en los extremos la vida central; pero no fueron bastante fuertes para destruirla en la cabeza y en el corazón de donde irradiaba. Ataúlfo y Clodoveo reemplazaron fácilmente a los procónsules y a los jefes de las legiones imperiales. Los pueblos no vieron alguna vez más que un cambio de delegados. Pero ni Alarico, ni Odoacre, ni Teodorico pidieron sustituir a los Césares. El Emperador a quien Roma enviaba la púrpura, era siempre el representante de la unidad de Roma, aunque se llamara Zenón, Justiniano, Anastasio o Heraclio, y residiera en Constantinopla. El mismo Teodorico, para asegurar su dominación, cuida de que esta idea no muera; y cuando la Italia, a la muerte de Justiniano, queda reducida a un Exarcado, no entra en su comprensión la idea de ser provincia. El corazón de la gente latina se rehace contra la barbarie, y no la admite ni la recibe nunca en su seno, como las otras regiones de aquel vastísimo Imperio.

     Iríamos muy lejos en esta investigación, o habríamos de tomar, para explicar este fenómeno histórico, el símil de algunas teorías de la formación de la tierra, según las cuales, al desprenderse un pedazo del sol, su superficie enfriada tornose en costra endurecida, sobre la cual se levantaron sólidos continentes, mientras que el núcleo interior conserva en eterna fusión la férvida incandescencia del astro originario.

     No de otra manera conservó ardiente las regiones vecinas al Capitolio, el fuego de aquel sol del mundo, que fue el GLOBO IMPERIAL. Todo lo que era bárbaro, escandinavo, tudesco, hunno, gótico o lombardo, se fundía y disipaba al acercarse a su centro. �Sólo la Cruz no se derritió con el contacto de aquel horno de dominación y de imperio! Como uno do los prodigios de las leyendas de aquellos siglos, resistió a la prueba del fuego, y por eso allí se alzó Señora y santificada, emblema de un nuevo, místico, santo, milagroso y espiritual Imperio, en la ausencia y orfandad de toda señal visible de poder en que quedaba una región, a la cual el poder que ella creó no llegaba, y que al que en otras partes le sustituía, lo despedía y pulverizaba.

     Derrocado el Imperio romano, hemos visto antes cómo no hay en Italia autoridad que sea independiente. En el seno del nuevo Imperio, después de extinguida en Adelchis la dinastía Lombarda, no hay ningún centro italiano que sea unidad.

     Los Emperadores de Oriente no dan la unidad a Roma. La unidad bárbara no la quiere de los Lombardos. Los Pontífices no tienen poder temporal, ni lo quieren, ni lo admiten, sino en la medida necesaria para ser independientes. Pero, como italianos, llaman a Pipino contra Astolfo, y a Carlo Magno contra Desiderio. Quedan los griegos en el Mediodía, las tribus vénetas en el Adriático, los restos del Exarcado en el Mediodía; pero el Imperio que funda Carlo Magno, no sólo no es, como ya hemos dicho, la independencia, sino que aquel vínculo moral está muy lejos de parecerse a la unidad que se forma en otras partes. Y cuando el poderoso Rey de los francos ha extinguido la última esperanza de la dinastía Lombarda, y viene a Roma a dar gracias al Dios de los ejércitos sobre el altar de los Santos Apóstoles, los romanos le reciben como su libertador, y le dan en recompensa de su victoria, el trono del mundo, aclamándole Emperador de Occidente.

     Ya hemos tenido ocasión de observar cómo el Imperio antiguo no era independiente. En el que se restauró con el hijo de Pipino no podía caber la idea de unidad. Esta idea hubiera implicado la de separación y aislamiento. Era una idea de los bárbaros. Por eso sólo la tuvieron la Francia y la España. Los italianos la desecharon. El débil vínculo de asociación en que los dejaba el nuevo Imperio, no fue más que un pretexto para quedarse existentes, y con una vitalidad propia, todas aquellas divisiones locales que había formado, enmedio de los trastornos de tres siglos, el espíritu liberal de la sociedad latina. Las antiguas confederaciones municipales, las que resultaron de las divisiones del Exarcado, los condados casi feudales que habían establecido los condes Lombardos, las colonias vénetas del Adriático, las ciudades lígures de Génova, las etruscas de la Toscana, y las que en el Mediodía quedan definitivamente emancipadas del Imperio de Constantinopla, se consideran iguales entre sí. Y si alguna quiere aspirar a una supremacía, está siempre el alto protectorado del Emperador para intervenir en sus discordias intestinas, y para mantener aquel equilibrio de administraciones y gobiernos que en ninguno de ellos es soberanía. El título de Rey de Italia que conceden algunos Emperadores a sus hijos, no es más que un título honorífico, como le llevó siglos después el hijo de Bonaparte. El misino feudalismo, que sigue a la época de Carlo Magno, y que en las demás naciones de Europa, aunque produzca caos y anarquía de gobierno, no destierra la idea de la unidad que les habían dado los bárbaros, no puede producir en Italia los mismos resultados. En los otros pueblos siempre queda un jefe permanente, para ir asimilando las divisiones feudales. En Italia, repúblicas y condados, municipalidades y Príncipes, Pontífice, Rey y Prelados soberanos son feudos del Imperio; y el Imperio no es Italia.

     El Imperio y la subdivisión italiana es de procedencia latina; y es un hecho a lo menos, (ya que no se admita como un principio y una ley de la historia, cuya significación anterior ya hemos explicado, estando la explicación de este enigma en los destinos de Roma católica), que ningún centro, ni raza, ni familia, ni persona latina ha creado unidad, ni fundado dinastía, después de la destrucción del antiguo Imperio de los Césares.

     En los demás países que nacen de la conquista bárbara, la unidad se revela, a través de las vicisitudes históricas, en cinco hechos fundamentales: la existencia de una familia dinástica, la creación de un centro general administrativo, la preponderancia de una ciudad o la insignificancia de todas ellas, la adopción de una lengua nacional, la universalidad de un código. Familia, intereses comunes de localidad, capitalidad, lengua, principio, he aquí, repetimos, las condiciones esenciales para formar unidad.

     En Italia todas las infinitas casas y familias que vemos pulular en su sangrienta historia, sus Estes, sus Viscontis, sus Gonzagas, sus Farnesios, sus Sforzias, sus Dorias y Médicis no pueden nunca llegar al poder, que fundan, o conquistan y consolidan las inmemoriales regias familias de Aragón y Castilla, los Carlovingios y Capetos de Francia, los Estuardos y Tudores en Inglaterra, la, casa de Suevia o de Habspurg en Alemania, después los Borbones, y los Braganzas y Romanow en Portugal y en Rusia. Pero no ha habido ni hay hasta nuestros días una familia Real italiana. La Italia imperial fue representada por lo que ella significaba en el mundo, por las familias imperatorias, por las dinastías Carlovingias, por la casa de Franconia, por la de Suevia y por la de Habspurg. En las luchas modernas, por la casa de Anjou y por la de Aragón: después, por Carlos V y la casa de Austria: últimamente por Napoleón I.

     El mismo obstáculo se opone a que la independencia y la unidad italianas se encarnen y localicen en ninguna ciudad. Las ciudades importantes que crecen, se desenvuelven, prosperan y se engrandecen enmedio de la espontánea y fecunda actividad de la Italia, siguen la suerte de sus familias. Ninguna es bastante grande, bastante populosa, bastante influyente, bastante preponderante para representar ni una Italia que no existe, ni un Imperio que es más grande que la Italia. Todas ellas representaban grandes centros intelectuales, soberanías políticas muy limitadas.

     La Galia hecha francesa, después de la definitiva separación del imperio de Carlos el Calvo, gravita siempre hacia un centro único, que no es por cierto su ciudad más populosa. Lyon, Marsella, Arlés, Tolosa eran más importantes que París; pero al fin las fuerzas sociales de la Francia, como girando instintivamente hacia el centro, de donde había vertido la unidad bárbara, acabaron por hacer de la antigua capital de Clodoveo, la metrópoli de su unidad y de su civilización.

     En España, cuando después del lento trabajo de la reconquista sobre los Árabes,-que sea dicho de paso, establece diferencias tan profundas entre nuestra historia y la de las demás naciones latinas, y da un carácter tan especial a nuestra civilización,- cuando al fin suena la hora de las grandes monarquías europeas, y de la unidad material de todos sus Estados, unidos de antemano en fraternidad de origen y pensamiento; la unión de las coronas de España no se encontró con los obstáculos materiales de una gran capital. Valladolid, Zaragoza y Valencia, Barcelona o Toledo, estaban harto distantes de ser Florencia o Génova, Nápoles o Venecia. Otras más importantes, Valencia, Sevilla y Granada, más o menos recientemente conquistadas, tenían carácter y aspecto árabe, en discordancia con sus vencedores; y por tanto no podían ni reclamar, ni ejercer sobre ellos su capitalidad. Ninguna, pues, de nuestras ciudades, volvemos a decirlo, era un centro que localizara tan grandemente la entidad y la acción, que constituían la unidad material y política de la monarquía española.

     Una sola había mayor que todas las otras; y por eso esa localidad sola determinó después su separación, y se creó una existencia excepcional, con otras tendencias, con otras afinidades y otras dependencias. Tener una tan gran ciudad ha valido a Portugal una nacionalidad, aunque reducida y débil. Si hubiera habido en la Península cinco o seis Lisboas, ellas hubieran sido tal vez muy prósperas y florecientes pero la Península española hubiera sido la más pobre y desventurada de las naciones de Europa. La Francia llegaría al Ebro; la Inglaterra al Guadiana: habría unos pobres Reyes de Castilla en Burgos y en Toledo; y acaso hubiera todavía en Granada un Rey moro, que la Francia y la Inglaterra sostendrían en nombre de la civilización y del equilibrio europeo, hasta que otra Isabel la Católica osara repetir, enfrente de la diplomacia anglo-francesa de nuestro siglo, la heroica y gloriosísima hazaña, que llevó a cabo la Reina santa de Castilla y Aragón, allanando las torres de la Alhambra, en el semi-bárbaro siglo XV.

     Congratúlense, pues, Barcelona la heroica, Sevilla la hermosa y Zaragoza la invicta, de haber confundido sus anales en el haz espléndido de la gran Nación, que las lleva hoy a todas en su magnífica corona; y no envidien en ninguna parte del mundo la triste suerte de esas hermanas desoladas que llevan en su soledad la pena de su parricidio. Glorifíquense al comparar su próspera vitalidad y su eterna juventud, con la lenta gangrena de esas piernas, que se amputaron para andar solas, o de esas cabezas sin cuerpo, que pensaron que sin pies ni brazos podían soportar coronas.

     Hemos estudiado el Imperio que funda Carlo Magno, y estudiado el carácter y el destino de Italia. Caminamos con la luz de la historia en la mano, y no creemos que es necesario separarnos del hondo y seguro sendero que marca.

     Vamos, sin embargo, a hacer una digresión. Vamos a entrar en el terreno de la hipótesis, siquiera sea por breve rato, para volver a entrar con más seguridad en el de la Historia, que abre el dedo invisible de la Providencia, trazándola con sus hechos los hombres.

     Tal vez se nos pregunte: -�Qué hubiera sido si la Italia de la Edad media hubiese formado una nacionalidad robusta e independiente?

     No sabemos qué hubiera acontecido, si los sucesores de Alboino hubieran tomado por capital a Roma, y hubieran constituido una Italia una, sola e independiente. Lo que sabemos es que el carácter del Pontificado hubiera sido otro; otra la historia del mundo, de la Edad media, de la cristiandad toda entera. Algo hubo de particular para que así no aconteciera; y ese algo no es la voluntad de tal Papa, ni el interés de tal Rey. La historia no se deja influir profundamente por individualidades aisladas. Si Desiderio hubiera podido ser dueño de Roma, hubiera sido Emperador como Carlo Magno. Los Lombardos no estaban llamados a tal destino. No habían adquirido en tres siglos ciudadanía italiana, como los Godos naturalización española. Roma llamó, en nombre de la Italia, al que ya representaba todas las grandes nacionalidades europeas, al Rey de los Francos y de los Germanos, al conquistador de los Sajones y de los Burgundios, al civilizador de toda la Europa, renovada y reunida por él bajo un cetro y una Religión.



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- XVI -

Unidad del Imperio moderno de Occidente: Carlo Magno: Carlos V: Napoleón

     Carlo Magno fundaba de verdad el imperio de Occidente: faltábale Italia, que era su corona. Vino a demandarla de rodillas; y el Pontífice, al consagrarlo Emperador romano, volvió a colocar a la Italia al frente del nuevo Imperio católico. Era una gran revolución en el mundo; por mejor decir fue una gran construcción; el principio de una nueva época en los anales de la civilización. César inaugura la dictadura de la república universal. Carlo Magno inaugura la monarquía universal de la cristiandad. En una y en otra, Roma es la cabeza; Italia la Primada, como ha dicho Gioberti. Que fueran a preguntarle entonces si era independiente! Ella os hubiera respondido, que era la Soberana. El nombre de Rey de Italia no significó después, en toda la duración de la historia, más que la condición de ser Emperador de Europa. El título de Rey de Italia o de Rey de romanos, fue para los nuevos Césares, como el de Cónsul y Tribuno del pueblo, para los primeros.

     Volvamos ya a la historia. Contemplemos en ella el Imperio de Carlos V, bajo el aspecto de la unidad, sobre todo, de su pensamiento.

     Cuando Carlos V renueva la obra de Carlo Magno, ya es una renovación de restauración la que comprende. No construye, como su predecesor, el grandioso edificio, gigantesco, bárbaro, majestuoso, inmenso en su conjunto, caprichoso y anárquico en sus detalles, como las grandes catedrales góticas. Carlos V lo recompone, lo repara, lo apuntala, y algunos antiguos lienzos se le vienen encima, de camino.

     En una cosa fundamental conviene con su predecesor: en recibir su autoridad e investidura de Roma; porque él todavía funda su autoridad imperial en el principio y en la idea religiosa, cuya unidad sustenta. Los dos proclaman de esta manera, que la fuerza no es poder, sino cuando es la representación de un principio; cuando se manda en nombre de un sentimiento y de una creencia!....

     Cuando Napoleón quiso imitarlos, se olvidó de que ya no tenía aquella representación, que era la fuerza de los que él creía sus progenitores. Entra en el terreno de las quimeras, de la fortuna. Pero Napoleón no representaba la unidad religiosa, sino la revolución francesa. Buscar él la consagración en Roma, era un anacronismo. No era la Italia Papal la que podía admitirle; era, por el contrario, la Italia antipapista. Por eso el Papa no pudo consagrarle, sino encarcelado. Mejor le hubiera sido prescindir completamente de él, que violentarle y escarnecerle. Hubiera sido consecuente con su destino. La Italia era para el Imperio Santo la Primada; no podía ser sino un satélite para la revolución, que no tenía su asiento en el Tíber, sino en el Sena sus fuentes bautismales. Pero Napoleón, que quería organizar la sociedad desgraciada, decía como Prudhon: Il me faut l'hypothèse d'un Dieu.

     Napoleón necesitaba la hipótesis de un cristianismo, el simulacro de un Papado; y en esta obra contradictoria y efímera, su Imperio se estrelló contra la Religión que no representaba, contra la libertad que oprimía, y contra la independencia que no puede dar una cosa tan precaria como la fuerza, cuando se tienen en contra los principios.

     Por eso Napoleón III tenía que optar, para renovar su obra, entre fundar una Italia con una Roma liberal, o con un italianismo anti-católico. Su obra será más ilusoria que la del César.

     �Quiere ser nada más que Pipino? -Pues no puede entregar a Roma a los nuevos Lombardos.

     �Quiere ser Carlo Magno?-

     -�De qué sacerdocio le ha de ungir el Pontífice?

     Pero nos hallamos ya no sólo en Italia, sino precisamente en Roma y con el Pontífice, que es el principal y verdadero asunto de estas páginas.

     Pasemos ya a consagrarle especialmente nuestra atención.

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