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Roma sin Papa. Lo que fue.- Lo que puede ser.

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Preliminares

     Omnes considera gentes, in quibus romana pax desinit.

                     Seneca, de Providentia.

     Et ecce motus magnus factus est in mari, ita ut navicula opereretur, fluctibus; Jesus autem dormiebat.

                      San Math�i: VIII, 24.



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- I -

Obligaciones que impone la Historia: síntesis de la de Roma

     Libre, como lo es, el albedrío humano, nada puede contra lo pasado. La voluntad del hombre más enérgico y más perseverante, ninguna fuerza tiene contra sus propios antecedentes. Ora quiera seguirlos, ora contrariarlos, siempre obrarán sobre su vida, cuando no como procedencia, como reacción, o como contraste. Héroe o malvado, sabio o ignorante, -para no hablar más que de cualidades morales,- no podrá prescindir nunca del carácter o influencia de la reputación que entre los hombres se haya adquirido. Hasta la virtud, hasta la santidad misma, son impotentes contra la opinión que les haya otorgado el mundo. Un hombre degradado, una mujer infame se rehabilitarán delante de Dios, por el arrepentimiento y la expiación: tendrán abiertas las puertas del cielo; pero la sociedad les cerrará las suyas. Mientras que, derribado, o corrompido, un personaje ilustre será siempre una grandeza caída; como las columnatas de Palmira, convertidas en chozas, serán siempre un monumento.

     Lo que no es dado a la libre voluntad del individuo, tampoco fue concedido al querer y al poder de esas voluntades colectivas, que se llaman sociedades y naciones. Un pueblo entero, el más numeroso, el más ilustrado, el más potente, el más enriquecido, el más unánime en su propósito, nada puede contra el carácter y el destino que le trazan las ideas y los hechos, en que le han dado el ser las generaciones que le precedieron y criaron. Al dar impulso a su porvenir, obedece irresistiblemente a las fuerzas que le traen de lo pasado; como obedece un gran río a las condiciones que le imponen la masa del caudal de sus aguas y el recorrido cauce de sus riberas.

     Los pueblos que han sido guerreros, que han sido religiosos, que han sido legisladores, que han sido comerciantes, que han sido artistas o filósofos, turbulentos o pacíficos, austeros o afeminados, obscuros o gloriosos, vanamente se querrá que borren o alteren en un día, y desde una fecha, la significación que traen al mundo, ya sea que fuerza extraña los oprima o compela, ya que su voluntad propia reunida en millones de votos, decrete lo contrario. En la reñida controversia a que hemos asistido toda nuestra vida sobre la naturaleza y asiento de la soberanía nacional, lo que nunca hemos visto claro es el límite de su mandato; lo que ha quedado siempre para nosotros como misterio no explicado, es el punto en que la fuerza de las voluntades presentes concluye, para enlazarse con la omnipotencia, siempre nueva, de las voluntades futuras. Pero respecto a lo pasado, no queda misterio, ni abrigamos duda.

     Los que llamamos Nación, no sólo a un pueblo que hoy vive, sino también, y con mayor derecho, al que como tal ha vivido veinte siglos, y ha de seguir viviendo hasta un término para nosotros ignorado; como llamamos Tajo, no sólo a las aguas que riegan los jardines de Aranjuez una mañana de primavera, sino a los raudales que han corrido por miles de años desde las sierras de Cuenca, hasta las playas de Lisboa, no nos satisfacemos con razones sacadas exclusivamente de lo que es actual y transitorio. Lo que ha sido perenne en un pueblo, es independiente de su voluntad determinada en un año. Ni las cancillerías todas de Europa, ni todas las asambleas del mundo, pueden alterar la significación de una palabra del idioma. �Una palabra decimos? -�Pues si hemos visto no ha mucho que el número de personas que hubiera sido bastante para derribar un Ministerio, no consiguió hacer cambiar la forma de un sombrero!(8)

     De cierto, los que más alto coloquen esa voluntad colectiva, que se llama soberanía de los pueblos, habrán de reconocer con nosotros, que sobre esa corriente de poder, que hoy vemos pasar tan impetuosa, tan rugiente, tan incontrastable, domina inexorable, providencial e irresistible, la soberanía de la historia.

     Y no se deduzca de esto, que al profesar tal doctrina, no aceptamos la regeneración de las sociedades y el progreso de la humanidad. Por el contrario, este mismo principio es el único que puede darnos una certidumbre consoladora. Historia, para nosotros, significa progreso: historia, es el atributo de la especie humana, como la razón atributo del individuo. Dios, que según la magnífica expresión de un Santo Padre, �se ha reservado para sí solo la memoria de lo futuro�, ha querido concedernos un maravilloso destello de su presciencia, dándonos en la historia, �la profecía de lo pasado.� Al cerrarnos por delante el wagon acelerado, en que por la existencia nos conduce, nos ha puesto en ella, como un espejo frontero, que nos muestra el camino recorrido.

     La humanidad es un ser histórico, como el hombre es un animal racional. Los otros seres animados no tienen historia, y por ello no tienen progreso. La historia no solamente nos sirve para explicar las revoluciones, sino que es para nosotros el criterio de su legitimidad. No sabemos de otro. Al aceptarlas como resultado de las fuerzas sociales, las admitimos, no sólo cuando son su consecuencia, sino cuando aparecen como su explosión.

     También en la naturaleza las hallamos. Hay de trecho en trecho en el globo volcanes que inflaman los aires y estremecen la tierra: hay, de cuando en cuando, lluvias de fuego que sepultan ciudades. Hay en los acontecimientos humanos unas leyes de geología moral, pero no menos encadenadas al orden misterioso de una insondable Providencia, que concentran, en determinados lugares, erupciones como las del Etna; en determinados días, lluvias de ceniza, como la que cubrió a Pompeya. El autor de la naturaleza es el mismo autor de la Historia.

     Vulgares y axiomáticas, como son estas observaciones, las vemos, sin embargo, olvidadas y desatendidas en el examen de las cuestiones europeas. En casi todos los problemas, cuya solución agita al mundo, vemos desechados con desdén, o no contados como positivos factores, los datos y los elementos históricos. A veces se nos figura que aportamos a un mundo recién creado, náufragos de otro mundo antiguo; o nos da una medrosa duda de nuestro propio entendimiento, como si nos sintiéramos evocados de una región de muertos y aparecidos.

     Por no hablar de nuestra propia historia, en la cual unos no recuerdan nuestro poderío y grandeza como elementos de derechos o influencia; y no consideran otros que estamos expiando las ambiciones, tiranías, errores y fanatismos, de que dieron escándalo al mundo las generaciones que nos legaron esta grandiosa y embrollada herencia; por no hablar de la Hungría, de la Polonia, de la Irlanda y de otros cien pueblos, cuyos precedentes vemos tan contradichos o tan malamente interpretados, uno de los espectáculos que más nos admira, es el olvido completo de la más sabida, de la más estudiada, de la más vulgar, de la más manoseada de las historias, cuando se trata de los acontecimientos y de las cuestiones de Italia, que tienen hoy, como han tenido en todos tiempos, el privilegio de preocupar, absorber e interesar tan profunda y completamente la atención y la expectante ansiedad del mundo entero.

     Fenómeno es éste que abruma, por incomprensible, nuestra inteligencia.

     Necesitamos, pues, resumir y concentrar en algunos párrafos cuanto llevamos expuesto en nuestro anterior estudio sobre Italia.

     Ya lo hemos dicho allí, y no nos cansaremos de repetirlo. La historia de Italia es la historia universal; es, a lo menos, la historia del mundo civilizado y europeo: la que entra como elemento primordial en la genealogía y progresos de todos los otros países. Y con todo eso, si posible fuera que arribara a nuestro globo un viajero de otro planeta, al observar cómo se plantean y discuten los problemas desde la constitución italiana, debía creer que los pueblos de aquella región acababan de aparecer en el mundo; que Italia salía hoy del seno de las aguas, como la antigua Delos, o del de la barbarie, como uno de los más recientes establecimientos de la Australia. Decimos mal: quien no saldría de su estupor, sería, no el morador de otro planeta, o de un continente desconocido, sino más bien un romano desenterrado del tiempo de Gregorio VII, o un florentino contemporáneo del Dante.

     Recordamos haber leído en la Mesíada de Klopstock, la visita de un ángel viajero a los habitantes de la tierra; al cual, viniendo de una esfera de seres inmortales, cuesta mucho trabajo, y le causa mucha tristeza comprender lo que es entre los hombres la muerte. Parécenos que algo de esto había de pasar a una sombra evocada de aquellos tiempos, ora fuese de un intransigente güelfo, ora del más unitario gibelino, al explicarle lo que hoy significan estas palabras: LIBERTAD, UNIDAD, INDEPENDENCIA DE ITALIA.

     No lo dudamos: si a cualquiera de ellos se le anunciara que la Italia iba a ser al fin reino independiente, libre y separado, como España, Francia e Inglaterra; que el Sumo Pontífice iba a ser un Obispo, como el de Milán o Turín; que Roma pasaba a ser una capital civil como Madrid o Viena; si le dijeran, en fin, que el Imperio desapareció hace tres siglos, y que la Iglesia romana desaparecería dentro de tres semanas, �oh! sí, tenedlo por cierto; llamárase aquel hombre Farinato, llamárase Arnoldo de Brescia, o llamárase Galeato Visconti, mesaría con tristeza sus cabellos, y llorarían sus ojos lágrimas de patriótica amargura. ��Al fin ha llegado a suceder después de tantos siglos, exclamaría volviéndose a su tumba, lo que tanto temieron nuestros padres en los días de Odoacre el Hérulo y de Desiderio el Lombardo!�

     Cuando Metternich decía que Italia no era más que una expresión geográfica, afirmaba una verdad histórica; sólo que esta proposición, para él de menosprecio, encierra, por el contrario, la significación de la más alta primacía, el destino más privilegiado que recibió de la Providencia región alguna de la tierra. Este destino fue desde su principio, excepcional, único. La Italia política no ha tenido límites jamás: Italia no ha existido nunca, porque Italia tuvo a Roma, y Roma fue, desde su dilatación primera hasta nuestros días, más grande que Italia; porque Roma fue sucesivamente la unidad política, la unidad histórica, la unidad legislativa, la unidad moral y la unidad religiosa del mundo civilizado.

     La historia de Europa no tiene más que dos capítulos: historia del Imperio Romano; historia de la Iglesia de Roma. De estas dos grandes evoluciones, que una a otra se heredan y completan, y que describen en torno de ella, como los orbes de un sistema planetario, todos los pueblos y razas de Europa, Roma es el sol central, Italia su atmósfera luminosa. Dios, que ha creado en el hombre, regiones en que se elabora la sangre, entrañas en que se prepara la nutrición, alambiques en que se desprende el oxígeno del aire, órganos diversos en que se comparten con maravillosa armonía las varias funciones, y las misteriosas fuerzas de la vida, nos revela, sin embargo, por un sentido íntimo, que en el reducido espacio de nuestro cráneo hay un privilegiado foco de vitalidad, donde más concentradamente sentimos que funciona y preside la inteligencia. Y quien ha dado a los hombres cerebro, también para la razón y voluntad de las grandes asociaciones de la humanidad ha designado cabezas.

     En el más largo período histórico que conserva la memoria de la Europa, esta cabeza ha sido Roma. Lejos de hacer una figura poética, lejos de asentar una paradoja, consignamos una verdad vulgar.- Roma antigua fue la antigua unidad europea: Italia, una provincia, la más central, del mundo romano.



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- II -

Unidad religiosa: sin límites en el tiempo ni en el espacio

     Desorganizado y destruido el Imperio, constituida la unidad de la ley, Roma heredó asimismo el centro de la unidad fundada en la fe religiosa. De las dos antorchas que iluminaron al mundo, una en aquella noche de barbarie, en que estaban sumidos los pueblos antes de la asimilación romana, otra en aquel caos indefinible que resulta del choque de los nuevos bárbaros, con la cultura y corrupción de la sociedad pagana, Italia fue la torre, Roma el fanal; Roma fue el centro de aquellas dos ideas, Italia el núcleo de aquellas dos unidades.

     La primacía de Italia consiste en haberse asociado a la grandeza de una fuerza que empezó no reconociendo fronteras de territorio, y luego al poder de una idea, que ni siquiera admitía límites de tiempo. Mayor que esta primacía no la hubo jamás. Más grande que este destino no lo tuvo raza alguna. Los principios elementales que le constituyen, son: el dominio del mundo en el espacio, la asociación del género humano por una eternidad. Imperium sine fine dedi, decía su gran poeta.

     La historia de Italia está urdida y tramada por estas dos aspiraciones a que Roma preside, a que Italia no ha renunciado nunca. Lo universal y lo eterno son los elementos constitutivos de su organismo, son las fuerzas vitales de su existencia; son los instintos de su temperamento; son los caracteres de su genio. Están en su origen, están en su desarrollo, están en su gloria, están en su decadencia; están en el genio de su ciencia, en el esplendor de sus artes, en su dominación, en su servidumbre; están en la guerra que hicieron a todos los pueblos, en la opresión con que todos la tiranizaron, en la adopción de todos los Dioses que acogieron en su panteón; están en el culto de un solo Dios verdadero, con el que su Pontificado evangelizó al universo.

     Pero donde ciertamente no están es en los que ahora, al presentar programa de unidad, independencia, resurrección y engrandecimiento de esa Italia, que ya no puede representar sino una fracción política, quieren que deje de tener por corona la cabeza universal de la unidad religiosa.

     Tal se nos presenta a primera vista, y teniendo sólo en cuenta los hechos culminantes, la gran cuestión italiana y su conflicto con Roma. Tal es, a lo menos, el punto de partida donde nos colocaríamos para recorrer la serie de consideraciones que se ofrecerían a nuestros ojos, si hubiéramos de escribir un libro sobre ella. Faltos de fuerzas para tan ardua tarea, hemos reconocido por otra parte, que el desenvolvimiento de nuestras ideas pudiera conducirnos a las regiones de una filosofía histórica, donde la verdad misma revistiera las apariencias de paradoja; donde lo que pudiera nacer en nuestra alma, de una inspiración generosa, se creyera, -en un siglo positivo, y por un público apasionado,- misantrópico y desapiadado fatalismo.

     Recelando que la esfera de nuestras contemplaciones, como el aire de las altas montañas, fuera una atmósfera demasiado fría y enrarecida, incapaz de servir a la respiración ordinaria, hemos descendido a un terreno menos elevado y más practicable; nos hemos ceñido a un horizonte más limitado, más al alcance de nuestros ojos, más en relación con nuestros medios, y hemos aceptado la cuestión práctica y actual, como la presentan la diplomacia y la política, sobre la constitución de un Reino o de una Confederación italiana, que reúna en posible armonía y en completa independencia de las naciones extranjeras, los elementos de esa particular y reconocida nacionalidad.



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- III -

Cómo rebajan a Italia y a Roma los que hoy aspiran a realzarlas.- Nuestro propósito: el Pontificado independiente en una Italia independiente

     Pero si podemos admitir y ensalzar este propósito sin inconsecuencia, no nos es dado asentir a aquello que, proclamándose como complemento, nos aparece como flagrante contradicción; que señalándose como extremo límite de elevación y altura por los que aspiran a engrandecer la Italia, se representa, por el contrario, a nuestros ojos, como el ínfimo escalón de su final descenso, el último y certero golpe de su completo acabamiento y ruina.

     En el punto en que las razones de fijar y constituir la Italia en un Estado europeo, pretenden absorber a Roma en esa limitación italiana, las consideraciones que durante siglos se aplicó a sí misma la Italia entera se reconcentran todas sobre la cabeza del Catolicismo y nos hacen reivindicar los derechos eternos de la Historia contra las exigencias respectivamente mezquinas y transitorias de la política.

     Cuando se anuncia con seguridad tan presuntuosa que porque la Italia se eleva al rango de Nación, Roma debe descender a la representación exclusiva de su nacionalidad, nos creemos con derecho de preguntar a la opinión, a la Europa y a la Italia misma, si la pretensión de hacer de Roma una capital política, está en los derechos de los Italianos respecto a la Europa y al orbe cristiano. Debemos preguntar más todavía: si en el caso de que esto fuera humanamente posible, autorizado y consentido, estaría en la conveniencia, esplendor y grandeza de la Italia misma regenerada y constituida, la secularización definitiva de Roma, y la supresión final de todas las condiciones que han hecho de ella el inmortal y divino asiento del Sumo sacerdocio de la Iglesia Católica.

     Tal es, tan modesto, tan limitado, el único objeto de nuestras observaciones, por más que en el improvisado desarrollo de este ceñido estudio, no sigamos una rigurosa dialéctica, y nos separemos más de una vez, a derecha e izquierda, de nuestro principal objeto y propósito. La deducción principal, la conclusión definitiva de nuestras ideas, se la abandonamos a la razón y al sentimiento del que, leyéndonos, nos acompañe, nos comente, o nos contradiga.

     Generalmente se ha considerado lo que será el Pontificado sin Roma: nuestro tema es más mundano: EL DESTINO DE ROMA, SIN PAPA, es el final objeto de nuestro discurso.

     No sabemos si nos acusarán los partidos, de escribir con pasión y parcialidad. -�Por qué?- Nuestras palabras podrán ser vehementes, porque es así el acento de la voz de nuestro espíritu; pero nuestro ánimo está perfectamente sereno, porque está completamente seguro.

     Abrigamos dos grandes esperanzas. El porvenir eterno del Pontificado, está afianzado en la infalibilidad de una divina promesa. La independencia, la gloria y la libertad, creemos confiadamente que las alcanzará al fin la Italia, aunque sea a través de una lenta prueba de errores, desventuras y expiaciones. No es culpa nuestra, si en el espíritu de los hombres que están al frente de su actual revolución, no se concilian y avienen estas dos esperanzas, tan naturalmente como se acuerdan y combinan en nuestra razón y en nuestra creencia. No es culpa nuestra, si los que alucinados por un patriotismo, no bien depurado de elementos revolucionarios y de aspiraciones protestantes, han proclamado, desnaturalizándola, al aplicarla a esta cuestión, la fórmula, hoy en boga, de LA IGLESIA LIBRE EN EL ESTADO LIBRE, no buscaron en el fondo de los verdaderos sentimientos patrióticos, religiosos, liberales e históricos que animan a aquella sociedad, la realización de este otro programa, que creemos más práctico a la par y más elevado: EL PONTIFICADO ROMANO INDEPENDIENTE, EN UNA ITALIA INDEPENDIENTE.



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- IV -

Urbs y civitas en la Roma antigua: Roma imperial

     Ya lo hemos anunciado anteriormente; ahora es fuerza concretarlo.

     Lo que hoy se llama unidad o independencia de un Estado, no podía tener para la Italia el mismo significado que dan a estas palabras el sentimiento patriótico y el derecho público de nuestros días. Unidad e independencia no fueron en el mundo antiguo, ni aun lo que son ahora; expresiones tan correlativas, que frecuentemente no hayan sido ideas contradictorias. La independencia es un hecho muy primitivo, muy originario: la unidad es la elaboración lenta de una civilización ya adelantada. La unidad se nos muestra primero como cualidad de raza: tarda mucho en aplicarse a una extensión de territorio.

     Los grandes Estados territoriales europeos son de fecha muy reciente. Los vastos Imperios, como los de Asiria y Babilonia, el Mogol y la China, son de índole asiática. La antigua Europa no conoció semejante existencia política, que repugnaba al carácter libre y vagabundo de la raza de Japhet, que fue su pobladora. Su constitución social y política fue, desde los más remotos orígenes, múltiple, diseminada en cortos grupos, y en limitadas e independientes asociaciones. El escaso ejército expedicionario que la reducida extensión de tierra llamada Grecia, envió a la guerra de Troya, contaba más Príncipes y Reyes, que monarquías cubren el inmenso continente asiático. Aquellos que Homero llama pastores de pueblos, guardaban muy escasos rebaños en sus silvestres apriscos. Más tarde, las mismas repúblicas griegas eran una confederación de pequeños municipios; y el coloso que Alejandro quiso levantar por el diseño de los Imperios de Oriente, rodó en pedazos después de su muerte, como si sólo le hubiera sostenido en equilibrio atlético su poderosa espada. No quedó en esta parte de Europa, más que el trozo que vino a ser después uno de los sillares para el edificio que la Providencia encargó de construir a Roma.

     No hay para qué insistir de nuevo sobre la reconocida misión de la ciudad predestinada. El mundo entero ha consignado en todo género de testimonios, los hechos y los caracteres del destino excepcional y maravilloso, de que le tocó ser providencial instrumento. Roma no es una nación: no es un estado territorial, ni se cuida de serlo. No es una raza que viene de afuera, ni que busca su vivienda en el mundo: no es una familia prepotente que levanta el esplendor de una autoridad social o doméstica, al rango del poder político: no es un conquistador guerrero, o un profeta religioso, que sale a pasear por la tierra la fuerza de su espada, o la inspiración de una doctrina. No es un taller industrial, que va a imponer a pueblos rudos y necesitados, el consumo de sus mercancías, o a demandarles a poco precio las materias de su trabajo y de su comercio.

     Ya lo hemos anunciado. Roma viene a mandar, a constituir, a ser Reina, a crear poder, a organizar gobierno, a establecer derecho, a poner un yugo de ley en los hombres, un vínculo de unidad en los pueblos: viene a amalgamar en una inmensa ciudadanía las diferencias de todas las razas, de todas las gentes, de todos los países. El germen de sus instituciones, como el de una bellota caída, destinada a ser un fortísimo roble, para dar origen a un dilatadísimo bosque, rompe desde luego y sucesivamente, todos los obstáculos que dentro quieren aprisionar su fecundidad, todos los diques que se levantan por fuera, a ceñir y limitar su impulso. Sus ojos y sus brazos se extienden sobre la tierra, pasando por encima de la región geográfica que la circunda. Antes que en Italia, piensa en el mundo; antes de cruzar los Alpes, desafía a Cartago; antes de pasar el Po, coloniza el Ebro y el Betis. Un hijo de Gades viene a ella a ser cónsul; y Sagunto puede ser aliada y amiga, primero que los Lígures y los Vénetos dejen de ser para ella bárbaros, extranjeros y enemigos.

     Ni los Galos de Breno han de venir a incendiarla desde lo que después fue París; sino de las regiones que hoy son Turín y Milán. La guerra social fue una consecuencia, no fue un propósito. Su vocación, no es fundar una Italia: el REGERE IMPERIO POPULOS, todos los pueblos, es su divisa.

     Todos son sus enemigos, porque todos han de venir a ser sus ciudadanos. A todos los ha de organizar con la doble fuerza de la asimilación y de la resistencia. Las dispersas tribus que pueblan la España y las Galias, antes de formar provincias por la sumisión, organizarán confederaciones para la lucha. Viriato, como Vercingétorix y Arminio, no serán jefes de pueblos, sino caudillos de ejércitos allegadizos; y Roma triunfará fácilmente de aquellas nacionalidades indeterminadas, que no tenían entre sí ni vínculos morales de poder, ni intereses de comercio y cultura. Roma se los traía. Roma no venía, como habían venido los Asirios y los Persas; como vinieron después los Tártaros y los Mogoles; como Gengiskan y Timur.

     Roma no exterminaba, no destruía. Su instrumento era la espada; su fin la ley, la gobernación. Sus legiones de guerra hacían obras de paz: sus Procónsules, que eran en su hogar Magistrados, traían instituciones, y sus Augures y Feciales, templos, culto y ritos. No causaban, pues, tanto horror, ni sobre todo, tanto desconcierto, como hoy nos parece, aquella dominación, aquella conquista. El mundo era entonces horriblemente bárbaro; y a través de las tradiciones de los pueblos sometidos, y de las exageraciones de los historiadores nacionales que las acogieron, alcánzase a ver, poniendo alguna atención en el carácter de aquellos tiempos, que salvas las diferencias de raza y clima, estas poblaciones primitivas y subyugadas, se hallaban poco más o menos en la situación de los pueblos americanos, cuando se descubrió el Nuevo Mundo.

     Los siglos de la conquista romana no están tan remotos, que no hubieran quedado vestigios y monumentos de anterior cultura, si por ventura existían, como quedaron del Egipto y de Grecia. Por eso fueron asimilados todos; por eso aquella civilización fue tan homogénea, tan uniforme, tan completa, tan unitaria; por eso el sentimiento de la patria nativa llegó a perderse, o más bien a confundirse con la ciudadanía de la patria común. Por eso llegó el tiempo de que las ideas de independencia fuesen ridículas; y de que Séneca pudiera decir que la pretensión de dividir los pueblos Por los Pirineos y los Alpes, por el Rhin o por el Danubio, era como si las hormigas quisieran dividirse en especies por los cuadrados de un huerto. A tan formidable unidad llegaba ya en tiempo del filósofo cordobés, y a mayor llegó siglos después aquella asociación universal, aquel catolicismo pagano, de que fueron Pontífices los Césares. Aquel Imperio ya no tuvo fronteras; ni sus súbditos extranjería.

     Roma era ya una idea; ser Romano, una especie de religión. Y esta idea, este sentimiento, solo pudo inspirarlo una ciudad, un ser moral, no una nación toda entera. Hubiera parecido absurdo que todos los hombres se llamaran italianos; como nunca será que se llamen ingleses ni franceses. Romanos se pudieron llamar todos, sin abjurar de su patria nativa. CIVIS ROMANUS SUM, tanto quería decir como soy hombre en la plenitud de mis derechos; soy hombre civilizado. Fue un dictado político, como lo es hoy religioso: llamose romana la humanidad, como después hasta nuestros días, romana se llama la Iglesia católica.

     La que se decía urbs se asentaba en el Tíber: la civitas llegaba del Atlas al Rhin, y del Támesis al Cáucaso. Y como para dejar un público testimonio de que el mundo se asociaba en torno de una metrópoli; pero que no se constituía en siervo de una raza, ni se daba en vasallaje a una región, Italia resistió la primera la prepotencia de Roma, luchó con ella largo tiempo como otras provincias, y aun más que muchas de ellas, hasta que, concertadas o sometidas, pero arrebatadas unas tras otras las ciudades italianas en el vórtice de Roma, formaron en torno de ella un centro luminoso de gravitación y fecundidad, que fue el sistema político del mundo.



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- V -

Erradas apreciaciones históricas: -la verdad

     Desde que aquel destino le faltó, desde que el astro de Roma, en su choque con el cometa de la barbarie, cambió la eclíptica de sus revoluciones, hay quien cree que la Italia no ha tenido tiempo ni ánimo para formular las condiciones de una nueva existencia.

     Hay quien cree que el arquitecto que construyó la Domus aurea de Nerón, no sabría labrar el palacio modesto de un Rey constitucional; que aquella Emperatriz del mundo, que pudiera haberse cobijado en un claustro, como Carlos V, deja pasar siglos sin que piense en desceñirse la diadema, y en construirse su nueva morada; que antes quiso recibir la hospitalidad ajena, que reducirse a la vulgar condición y partija igual de sus otras hermanas; que prefiere, como Boabdil destronado, ir a pelear en extranjeras campañas, a recomponer un pequeño Estado con los pedazos de un roto Imperio; y que le fue más soportable su caída, hospedándose en las regias múltiples estancias del palacio del Universo, que si hubiera medido por los términos de su estrecha península las dimensiones de su vivienda.

     Hay también otra historia más vulgar, otra apreciación -que, por más materialista y más cronológica, tiene más pretensiones de práctica y verídica,- la cual nos cuenta la agonía de un Imperio romano, que muere y se extingue en un día y una hora dada, con la abdicación de Augústulo, y nos hace pasar más de tres siglos en mirar la descomposición cadavérica del gigante del Mediodía, pasto de los buitres del Septentrión. Ella nos hace asistir al tristísimo espectáculo de una Italia cautiva en vergonzosa servidumbre, entregada en feudo a un rudo Emperador germánico, cuyos sucesores la profanarán con todo género de tiranías y liviandades, hasta que por último, despedazada en una división anárquica de Estados incoherentes, presa en lo interior de la violencia de sangrientas facciones, ludibrio y juguete de toda dominación extranjera que quiso imponerle yugo, viene arrastrando hasta nuestros días un largo martirio, demandando en vano a sus opresores y verdugos la ley de su libertad y de su emancipación, en las condiciones de su unidad, y con el derecho de su independencia.

     Nos atrevemos a creer que tal juicio y tal pintura no son la verdad de la Historia. Quien aprecia de este modo las circunstancias y consecuencias de aquel gran cataclismo, olvida que entonces, no sólo varían las condiciones del mundo político, sino que se invierten los polos del mundo moral: se cambian los puntos de vista y la perspectiva de la Historia. Los hijos de los bárbaros, al estudiarla, al escribirla y al aprenderla, hemos seguido más bien las ideas que sirvieron a nuestros padres en la constitución de las nuevas naciones, que el gran principio y el gran sistema político, que había quedado en la mente y en el corazón de aquella MAGNA PARENS BERUM, señora e institutriz del género humano.

     La verdad es que el pueblo cuya misión había sido destruir toda individualidad y toda independencia, no pudo aceptar jamás ni comprender siquiera las ideas de los bárbaros. No cupo en su pensamiento que las razas invasoras trajeran pretensiones de organización política; ni pudo él entrar en el espíritu que preside a la constitución interior y especial del embrión de estas nuevas nacionalidades.

     La unidad y la independencia, como principios políticos, son una idea contradictoria al elemento constitutivo del Imperio; como condiciones domésticas de aquellas tribus, ni las aprecian, ni las contradicen. Roma había dilatado sus términos de conquista, para gobernar: las razas germánicas y escandinavas bajan al Mediodía pidiendo campos en que vivir. El establecimiento de cada una de ellas empieza por una demarcación de territorio; sus condiciones de fundación son arreglos económicos de repartición de productos; su gobierno interior, el predominio de sus nombres venerados o temidos: su ambición no va más allá. Aquel espíritu que, entregado a sí mismo, había de concentrarse cada vez más, hasta llegar al aislamiento feudal, no trae pretensiones de dar leyes, ni de fundar instituciones; y al aceptar la organización política de las regiones que ocupa, le es indiferente que conserven sus códigos, con tal que pueda darles sus costumbres.

     Las nacionalidades que se forman más tarde y más lejos, en las provincias separadas, se organizan, -ya lo hemos visto en nuestros estudios preliminares,- para el cumplimiento de su particular destino, siempre sobre la base de una raza conquistadora, un pueblo sometido y una familia prepotente. Pero en Italia nada de esto sucede. Italia es la única en que las familias latinas siguen siendo las familias patricias. Ni en Italia ni en Roma (contrayéndonos a nuestro actual propósito) se levanta, ni bárbara ni indígena, ni se ha levantado hasta nuestros días, una dinastía con aspiraciones de italiana. Porque un imbécil se despoje de la púrpura, no se desprende ella del derecho de darla, que los mismos bárbaros le reconocen y acatan.

     Su imperio está donde quiera que mande el que es Señor del mundo; y el mundo no reconoce otro dueño que el que ella acepte o designe. El círculo de su elección es tan extenso e ilimitado, como cuando llamaba de Siria a Heliogábalo, de la Arabia a Filipo, a Trajano de España, a Maximino de los Godos ilíricos, de África a Severo, y de las Galias a Póstumo, Tétrico o Avito. Los bárbaros siguen siendo elegidos, porque hace tiempo son elegibles. Hace siglos que mandan los ejércitos, y que intervienen en la elección de Emperadores.

     Los nuevos jefes de estas razas más numerosas y más audaces, no dejan de ser romanos: las muchedumbres que acaudillan, son legiones. Aëcio las mandará todas en los campos cataláunicos. Stilicon, el vándalo, había sido Ministro universal y regente, después de la muerte de Teodosio, a nombre de Honorio, su sobrino, y de Serena, su mujer: sin duda que era romano. Alarico y sus hordas penetran a saco en Roma: Romanos son: súbditos del Imperio se llaman. Así entró un día el Cónsul Mario; y a través de más sangre y de mayor matanza, subió a ejercer la dictadura Sila.

     Piden tierras y botín, como los veteranos de César. Saquean la ciudad, pero no matan el Imperio; y cuando nombran un Emperador, no es por la usurpación de conquistadores, sino por el derecho consuetudinario de pretorianos: así lo hacían las legiones de las Galias o las de Bretaña.



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- VI -

Unidad del Imperio, aún dividido. Aversión al fraccionamiento

     Que sean dos los Jefes del Estado; que manden separados; la unidad no desaparece por ello. La antigua república tuvo dos Cónsules; a la muerte de Gordiano, el Senado eligió ya dos Emperadores. Que uno de ellos esté en Oriente, no es nuevo. En otro tiempo llegaron al Eúfrates o al Orontes: en el Bósforo no está sino acampado el que allí habite.

     Constantinopla es una residencia, no es una capital. El Emperador que se sienta en este solio, se llamará heredero de aquella soberanía: se intitulará CÉSAR y FLAVIO, y cuantos nombres le puedan hacer más latino, y acumulará cuantos dictados puedan justificar la categoría de Romano. Por eso, entonces y por muchos siglos -�quién sabe si aun en el nuestro?- Francos y Germanos, Escitas o Esclavones, se disputarán encarnizadamente, en la posesión de Roma, no el yugo que le hayan de imponer, sino la consagración que de ella hayan de recibir.

     Pero Roma no se satisface con lo que puede bastar a la ambición del más poderoso de los Reyes bárbaros. Clodoveo puede creerse Rey de los Francos cuando se aloja en las ruinas del palacio de Juliano; pero el Genio de la Ciudad Eterna se hospeda en el Capitolio; y en tanto que pronuncie sus oráculos, ya sea por boca de un Senado decrépito, que había visto derribar en su foro el altar de la Victoria, ya por los labios de un anciano Sacerdote, que se alza evocado de las Catacumbas, con aquellas dos llaves que cierran las puertas del antiguo mundo, y abren la entrada de la eternidad prometida, Roma se creerá la Emperatriz del Orbe, y no comprenderá que pueda retroceder el antiguo dios Término de su vocación dominadora.

     Todo cuanto le señale límites, y la circunde de fronteras, es para ella abdicación y destronamiento: toda idea de formar un reino aparte, le parece atentatoria a la majestad imperial, sacrílega traición a su inmortal soberanía. �Quiere Odoacre dar a sus Hérulos el rico patrimonio de Italia? Apelarán demandando auxilio al César que en Oriente guarda el nombre romano, y vendrá el Ostrogodo Teodorico, de parte de Zenón, a libertarlos. -�Intenta Teodorico convertir su delegación imperial en monarquía vinculada en su raza, y limitada por el mar y los Alpes, como hacen sus compatriotas en regiones vecinas? Belisario y Narses volarán en nombre del Trace Justiniano, a exterminar en Teya y en Totila la estirpe de los audaces usurpadores. �Hace señas el injuriado Narses a los Longobardos de Alboino, como se cuenta de D. Julián a los moros, para que descienda a posesionarse de lo que no pueden guardar los degenerados Césares de Bizancio?

     Narses pudo muy bien ser un político filósofo, que llamase a Alboino para fundar la patria italiana, como fue llamada ahora la casa de Saboya; y a Narses, sin embargo, le apellida traidor la Historia. La estirpe de Alboino, lejos de hacer desde Monza o Verona lo que hoy aplaude y espera de Turín y Milán, no consigue siquiera lo que lleva a cabo Clodoveo en las Galias, y en ambas vertientes del Pirineo, aquel

                     Ataúlfo valiente
En cuya heroica frente
De los Godos descansa la corona(9);


ni en los dos siglos y medio que corren hasta Desiderio se funda unidad lombardo-italiana, como se organiza en torno de los otros caudillos sociedad bárbaro-latina.

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