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Segundo período: Juventud

               Una voz
   Yo conozco esa voz, a su sonido
Todo mi ser se estremeció temblando;
Hela subir cual bélico alarido,
A los cielos mi muerte demandando.
 
   Conozco ya esa voz, un tiempo ufana
La señal dio de paz y de alegría.
Hoy retumba, cual lúgubre campana,
Que en alta noche anuncia la agonía.
 
   La oyó mi corazón la vez primera,
Y entre aromas y púrpura sonaba.
Fue el céfiro vital de primavera,
Y «amor, amor»... su acento pronunciaba.
 
   Ahora se eleva de una tumba oscura;
Nube la sigue de terror secreto;
Aún pronuncia aquel nombre de ternura
Pero es quien le pronuncia... un esqueleto!
 
   Agigantado, aéreo, luminoso,
Véole alzar la vengadora frente;
Lánzame ese gemido doloroso,
Y se hunde entre las sombras de repente.
 
   Dó quier que vuelvo mi aterrada planta,
Allí me sigue, inseparable sombra;
A cada paso airada se levanta
Mi nombre dice, y otro ser me nombra.
 
   Oigola entre la espuma del torrente
Oigola en el bramar del torbellino;
En el sordo murmullo de la fuente,
En el tronar del piélago marino.
 
   Ya, como aterrador remordimiento,
Mi sueño torna en convulsión inquieta
Ya despierto a en estrépito violento,
Cual si escuchara la final trompeta;
 
   Ya del placer el desmayado instante
Con bárbara ficción remedar quiere;
Ya en resuello profundo, agonizante,
Imita las congojas de quien muere!...
 
   De quien murió...¡Gran Dios!... de quien me llama,
De quien me emplaza a su desierto asilo;
De ese tremendo ser que me reclama;
Que ni en la tumba me miró tranquilo!
 
   Obedézcote ya, voz misteriosa;
Héme sumiso a ti, como en la vida;
Heme postrado ante la yerta losa;
Ve tu incesante petición cumplida!
 
   A pasar van, cual tu vivir amargo,
Los lentos días de mi amargo duelo.
Y será más profundo mi letargo;
Que mi tumba también será de hielo.
 
   De ti quedó un recuerdo de hermosura,
De ti la sombra que implacable miro;
De ti esa voz de muerte y de ternura,
Ese que vaga, universal suspiro.
 
   De mi existencia oscura, solitaria,
No quedará ni voz, ni sombra leve;
No habrá en mi losa funeral plegaria,
Nadie que un ¡ay! por mi memoria eleve.
 
   A nadie llamaré; ni quien se asombre
Habrá en el mundo a mi nocturno acento;
Ni, como el tuyo, mi olvidado nombre
Eco será jamás de un pensamiento.
               La mariposa negra
   Borraba ya del pensamiento mío
De la tristeza el importuno ceño;
Dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
       Dulce mi despertar.
   Ya en mi pecho era lóbrego vacío
El que un tiempo rugió volcán ardiente;
Ya no pasaban negras por mi frente
       Nubes que hacen llorar.
 
   Era una noche azul, serena, clara,
Que embebecido en plácido desvelo,
Alcé los ojos en tributo al Cielo,
       De tierna gratitud.
   Mas ¡ay! que apenas lánguido se alzara
Este mirar de eterna desventura,
Turbarse vi la lívida blancura
       De la nocturna luz.
 
   Incierta sombra que mi sien circunda,
Cruzar siento en zumbido revolante,
Y con nubloso vértigo incesante
       A mi vista girar.
   Cubrió la luz incierta, moribunda,
Con alas de vapor, informe objeto,
Cubrió mi corazón terror secreto
       Que no puedo calmar.
 
   No, como un tiempo, colosal quimera
Mi atónita atención amedrentaba;
Mis oídos profundo no aterraba
       Acento de pavor:
   Que fue la aparición vaga y ligera;
Leve la sombra aérea y nebulosa;
Que fue sólo una negra mariposa
       Volando en derredor.
 
   No cual suele, fijó su giro errante
La antorcha que alumbraba mi desvelo;
De su siniestro misterioso vuelo
       La luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
En mis lánguidos ojos abatidos,
Ser creí de sus giros repetidos
       Secreto talismán.
 
   Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
Su extraña aparición no será en vano.
Desde la noche de ese infausto arcano,
       ¡Ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciaráme próxima la muerte?
¿O es más negro su vuelo repentino?...
¡Ella trae un mensaje del Destino!...
       Yo... ¡no le comprendí!
 
   Ya no aparece sólo entre las sombras;
Dó quier me envuelve su funesto giro;
A cada instante sobre mí la miro
       Mil círculos trazar.
Del campo entre las plácidas alfombras,
Del bosque entre el ramaje la contemplo
Y hasta bajo las bóvedas del templo...
       Y ante el sagrado altar.
 
   «Para calmar mi frenesí secreto
Cesa un instante, negra mariposa:
Tus leves alas en mi frente posa;
       Tal vez me aquietarás...»
Mas redoblando su girar inquieto
Huye, y parece que a mi voz se aleja,
Y revuelve, y me sigue, y no me deja...
       ¡Ni se para jamás!
 
   A veces creo que un sepulcro amado
Lanzó, bajo esta larva aterradora,
El espíritu errante, que aún adora
       Mi yerto corazón.
   Y una vez ¡ay! extático y helado,
La vi, la vi... creciendo de repente,
Mágica desplegar sobre mi frente
       Nueva transformación.
 
   Vi tenderse sus alas como un velo,
Sobre un cuerpo fantástico colgadas,
En rozagante túnica trocadas,
       Só un manto funeral.
   Y el lúgubre zumbido de su vuelo,
Trocóse en voz profunda melodiosa,
Y trocóse la negra mariposa
       En Genio celestial.
 
   Cual sobre estatua de ébano luciente
Un rostro se alza en ademán sublime,
Dó en pálido marfil su sello imprime
       Sobrehumano dolor;
   Y de sus ojos el brillar ardiente,
Fósforo de visión, fuego del cielo,
Hiere en el alma... como hiere el vuelo
       Del rayo vengador!
 
   «Un momento ¡gran Dios!» mis brazos yertos
Desesperado la tendí gritando:
«¡Ven de una vez!, la dije sollozando,
       ¡Ven y me matarás!»
   Mas ¡ay! que, cual las sombras de los muertos,
Sus formas vanas a mi voz retira,
Y de nuevo circula y zumba y gira...
       Y no para jamás...
 
   ¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa,
      ¿Qué es?... ¿Qué quiere de mí?...
   En vano llamo a mi ilusión, quimera;
No hay más verdad que la ilusión del alma:
Verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma...
      Verdad... que ya perdí!
 
   Por ocultos resortes agitado
Vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
Y mi canto otra vez vuela y mi mente
      A esa extraña región,
   Dó sobre el cráter de un abismo helado.
Las nieves del volcán se derritieron...
Al fuego que ligeras encendieron
      Dos alas de crespón.

1834.

               Su mirar
   Pasó... no era mujer!... era mi sueño
Que el aura del crepúsculo mecía:
El ángel era que forjó en su empeño
       De amor mi fantasía.
 
   Aérea, alada, leve, transparente
Volar la vi sobre la verde alfombra,
Como pasa un celaje de occidente,
       Como vaga una sombra.
 
   Azul ropaje celestial vestía,
Y alas de gasa el serafín radiante:
Era la luz, el aire, la armonía...
       Y un pálido semblante.
 
   Yo no vi en él lo que otro tiempo viera
En la espléndida faz de la hermosura,
Cuando a mi pecho fulminar sintiera
       Su llama ardiente, dura.
 
   No era un mirar sobre la faz del mundo;
No era un mirar de la terrestre vida:
Hundiérase del cielo en lo profundo
       Su mirada perdida.
 
   Allá, en un punto, en la insondable esfera
Misteriosa lanzábase y lejana,
Que ni alcanzar ni comprender pudiera
       Otra mirada humana.
 
   I desde sus incógnitas regiones
En mágico reflejo a mí volvía,
Y de ella en torno un mundo de ilusiones
       Fantástico nacía...
 
   ¡Ilusiones! ¡ay!... pasaron
Como ráfaga encendida.
Que del árbol de la vida
hoja y flores abrasaron.
 
   Mi alma las alas plegó
De su vagaroso vuelo;
Y en el abismo de hielo
De la realidad cayó.
   Faltó la tierra a mis pies
En aquel seno profundo;
Faltó a mis ojos el mundo...
Que una ilusión sólo es.
 
   Faltó el misterioso afán
Que me encumbraba a la esfera;
Faltó el norte a mi carrera,
Y a mi brújula el imán.
 
   Llamarle pude quietud
A mi solitaria calma,
Y era... la vejez de un alma
Que perdió amor y virtud!...
 
   Rayo, aquel mirar divino
A mi abismo descendió
En busca de mi destino;
Y a su fulgor repentino
Mi espíritu despertó.
 
   Volvió la vida a latir,
Volvió el alma a delirar;
Volvió el ardor de sentir;
Y el infierno de vivir...
Y el paraíso de amar
 
   Y esa mirada angelical, sublime.
Marcado lleva el sello del dolor:
Es el mirar de un serafín que gime,
Y pide a Dios un rayo de su amor.
 
   Simbólico mirar, que transparenta
So un espíritu puro, virginal,
El ansia vaga, de llorar sedienta,
De la pasión primera de un mortal.
 
   Mirar, que eleva eterna una plegaria
Al que a la dura tierra le arrojó,
Y en su aflicción profunda, solitaria,
A los cielos demanda -«¿Y quién soy yo...
 
   »Que de orfandad, misterios y amargura
Aparición fatídica me hallé?
Arrojada en el mundo a la ventura,
Ajena compasión mi madre fue.
 
   »De mi expósita cuna los vagidos
No arrulló nunca el gremio maternal;
Ni en su ósculo inefable recogidos
Los sollozos sentí de mi natal.
 
   «Pasó una noche, y despertó una aurora:
Flor arrojada a un arenal me vi.
Dónde está mi jardín el cielo ignora,
Y el árbol bello a que arrancada fui!»
 
   ¡Ay! de esa soledad la historia triste
En tu pálida frente adiviné.
La lágrima primera que vertiste,
Como esmalte en tus párpados se ve.
 
 
   Y allá buscan la imagen de consuelo
Que el mundo les negara sin piedad.
Bájalos ¡ay!... que no la tiene el cielo
Sobre otro ser de amor y soledad.
 
   ¡Bájalos!... heme aquí, triste hermosura.
Que mi destino en su mirar leí.
Yo también he bajado de esa altura:
¡Ángel!... para adoraros ¡hedme aquí!
 
   ¡Aquí... del mando a la puerta!...
Y no llaméis; que en su encono
No ofrece a vuestro abandono
Ni un lecho en que reposar.
 
   Tomad la ruta desierta
De un corazón que os adora.
Y que os promete, señora,
Un culto, un templo, un altar.
 
   ¡Oh mi deidad!... que yo hiciera
Un sagrario a tu hermosura
Dó alumbrara sola y pura
Tu celeste brillantez.
 
   Ni a esa túnica ligera
Tocara el borde mi mano,
Ni empañara aliento humano
El esmalte de esa tez.
 
   Allí sí que al térreo manto
Rasgara tu vista el velo,
Pura remontando al cielo
Tu mirada virginal.
 
   Mientras en transporte santo
Yo a tus plantas noche y día,
Extático besaría
Tu dorado pedestal.
 
   Y si una vez, de tu altura
Descendiendo vagamente,
Tu mirar sobre mi frente
Dejarás blando caer,
 
   Ese rayo de ventura
Rayo a mi existencia fuera;
Y al éxtasis sucumbiera
¡De amor, de gloria y placer!...
 
   Era sueño... ¡pasó!... ronca zumbando
La voz del mundo resonó en mi oído,
Y a tu nombre, en sus ecos repetido.
       Con pavor desperté.
 
   -«He allí tu aparición, dijo gritando
Por mi mano y mi voz desencantada:
Hela allí; no es tu huérfana, tu Fada.
       Ni el ángel de tu fe.
 
   »Qué antiguas glorias su blasón retrata:
»Lleva en la tierra un nombre de grandeza,
Y esa frente de luz y de belleza
       Áurea diadema orló.
 
   »Espléndida carroza la arrebata,
Magnífico palacio le da sombra,
Y la Fortuna su dorada alfombra
       A sus plantas tendió.»
 
   ¡Maldición sobre ti, mundo celoso,
Que el ángel de mis sueños me robaste;
Que su esplendor diáfano eclipsaste
       Con tu brillo infernal.
 
   Maldición! que a en vuelo vagaroso
Las seráficas alas detuviste,
Y el talismán fantástico rompiste
       De mi amor inmortal.
 
   Y tú, visión de luz, ¿a qué del suelo
Por la pompa trocaste y los placeres
El cielo azul de los etéreos seres,
       Y el trono de zafir?
 
   Yo siguiera a tu espíritu en su vuelo,
Yo siguiera tu mente hasta las nubes...
Y esa carroza, dó brillante subes,
       ¡No la puedo seguir!
 
   Mas aun cruza relámpago el espacio
Ese mirar, y a lo infinito vuela;
Y aun a mi triste despertar revela
       La deidad que soñé.
   Ni en las bóvedas anchas de un palacio
Cabrá lo que abarcar no puede el mundo,
Ni el sentimiento comprimir profundo
       Que yo te consagre.
 
   Que en vano esos salones recorriendo
Buscará esa mirada indagadora
Dó el espíritu vive que os adora.
       Que sentís, que no veis...
 
   ¡Sentid, y no veáis!... y bien ardiendo
Pase ante vos el soplo que respira.
No queráis ver los ojos con que os mira;...
       Sentid... y no miréis!
 
   Que negro ante estos ojos hay un velo,
Y verás sobre mí desde tu altura
Nube de polvo circundarme oscura,
       Y alzarse entre los dos.
 
   ¡Ay!... Mira siempre vagarosa al cielo,
Y pura allí, sin nube y sin grandeza,
Tú verás mi pasión; yo... tu belleza
       ¡En el seno de Dios!
               A S. M. La Reina gobernadora,
                        Doña María Cristina de Borbón
               en el acto de jurar la Constitución de 1837.(4)
   ¡Bendición sobre ti, Reina adorada;
Sobre ti bendición, y paz y gloria,
Hoy que al amor de un pueblo consagrada
Juras su ley, proclamas su victoria!
 
   Bendición sobre el solio dó se asienta
El poder, la inocencia y la hermosura.
El pueblo que hoy su pacto te presenta,
También del Trono la victoria jura.
 
   Sólo ante ti, magnánima heroína
Puede elevar tan sacro juramento,
Sólo por ti merecerá, Cristina.
Que le acepte propicio el firmamento.
 
   Que en el cerco de nubes que ennegrece
El horizonte de la patria oscuro,
Sólo eres tú la luz que resplandece,
Sólo es tu trono inmaculado y puro...
 
   En la confusa oscuridad luchando,
Su pendón tus guerreros ya no vían,
Y por lanzarse al enemigo bando.
Ciegos las armas contra sí volvían.
 
   El contrario aplaudió; su risa impura
Sonó en su campo cual rugir de fiera;
A raya tuvo el libre su bravura
Y gritó en alta voz: «¡Una bandera!»
 
   Y esa bandera que buscaba en vano
Espléndida, radiante, inmaculada.
Esa bandera tremoló en tu mano...
¡Bendición sobre ti, Reina adorada!
 
   Ese estandarte nuevo, refulgente,
En santa unión nos lleve a la pelea,
Y cuando al torvo despotismo ahuyente
¡Iris de paz y de bonanza sea!
 
   Que en su fondo, a tu nombre entrelazadas,
Simétricos ostenten sus colores
Divisas, en mal hora separadas.
Unidas ya, como en guirnalda, flores.
 
   Si es de un sólo matiz lúgubre, oscuro
Del fanatismo el pabellón de muerte,
¿Pensáis que el paño de la tumba impuro
Sea emblema de unión durable y fuerte?
 
   ¡Ah! no hace mucho que humillar al Sena
Quiso el blanco pendón de sus señores;
Miradle roto en extranjera arena,
¡Al mágico brillar de tres colores!
 
   Dos colores también, y el de tu manto.
Orlan las libertades españolas;
Mas uno es ya su lazo sacrosanto.
Una la enseña que a en faz tremolas.
 
   Alzala, oh Reina, en tu gloriosa mano.
Vedla, pueblos de Europa: ¡es ella, es ella!
Esa es la libertad del pueblo hispano:
¿Quién de vosotros la miro tan bella?
 
   ¡La libertad!... Horrorizado el mundo,
Creyóla un tiempo del puñal armada,
Coronada la sien de gorro inmundo,
Sobre regios cadáveres sentada.
 
   O el martillo del Cíclope en su mano,
A polvo reduciendo las ciudades,
Alzando el grito de su triunfo insano
Sobre desamparadas soledades.
   En alas de visión más venturosa
La ve España bajar sobre su suelo,
Pura, fecunda, celestial, gloriosa,
Como al hombre en amor la ha dado el cielo.
 
   La ve con la diadema en su cabeza.
Subir contigo al soberano asiento,
Y las, formas tomar de tu belleza,
Y pronunciar tu sacro juramento.
   La ve dorar las alas refulgentes
Del Ángel Regio que a tu lado brilla.
Y al cielo alzar sus manos inocentes,
Que también piden paz para Castilla.
 
   La ve... y ahoga el llanto de ternura
La voz con une tu nombre victorea,
Y al nombre augusto que tu labio jura,
Con lágrimas responde: «¡Eterno sea!»
 
   Y cuando alzas sublime al firmamento.
Confirmando tu voto, una mirada,
¡Bendición, bendición... murmura el viento,
Bendición sobre ti, Reina adorada!
               La mano fría
   Breve fue y robado instante
A la amarga inquieta vida,
En que el ánima rendida
Rindió los miembros también.
   Eran horas de alta noche,
Y en mi solitario lecho
Posaba tranquilo el pecho,
Lenta pulsando la sien.
 
   Cuando súbito en el sueño
Vibró el cuerpo estremecido,
Y taladrando mi oído,
Grito de muerte sentí:
   Desperté, tendí con ansia
Los yertos brazos al viento,
Contuve tardo el aliento,
Miré en torno... ¡y nada vi!
 
   Todo era silencio y sombras,
Todo oscuridad y calma;
Sólo el reposo del alma
Despareciera fugaz.
   Que ella, que sin lumbre mira
Percibió negro y secreto
Más que la noche, el objeto,
Que a ahuyentar vino su paz.
 
   Y en breve sentí arrastrarse.
Como en la yerba un gusano,
Áspera y fría una mano,
Que por mis miembros trepó.
   Una mano férrea. dura.
Una mano sola, helada...
Cual de un muerto despegada...
¡Que en mi frente se posó!
 
   Posó: cual monte de hielo
Su enorme peso oprimía,
Sin dejarle a mi agonía
Ni un ¡ay! de espanto lanzar.
   Porque en mis labios su dedo
Sentí cual férrea mordaza,
Que su sello de amenaza.
Imprimió muda al pasar.
 
   ¡Y pasó! pasó la noche,
Y el sueño, y la helada mano...
Y a la aurora esperé en vano
Que disipara mi horror.
   Que horrible, más que las sombras,
Su negra faz mostró el día...
Todo mudado se había
¡De mi vista en derredor!
 
   Radiante no brilló el mundo.
Ni iluminado el espacio,
Ni su disco de topacio
Trémulo ostentaba el sol.
   Ni del pabellón pendían
De un cielo desmantelado,
Nubes de gasa y brocado
Recamadas de arrebol.
 
   Trocara en árido polvo
Su esmeralda la pradera;
En negros paños la esfera
Su abrillantado turquí.
   Y ante un sol descolorido,
Sobre una tierra desierta...
La naturaleza muerta...
¡Muerta la vida creí!
   Tantas voces que armonía
Daban, y concierto al mundo,
Callaban en lo profundo
De medrosa soledad.
   O sueltas a un tiempo, el caos
Lanzaba al mundo aturdido,
En ráfagas, el ruido
De su eterna tempestad.
 
   Y vía cruzar los hombres,
Al azar, graves o inquietos,
Ora errantes esqueletos
Sin espíritu ni voz,
   Ora fantasmas siniestros,
Derramando en su mirada,
Fuego el alma depravada,
Sangre el corazón feroz.
 
   Busqué entonces con recelo
En la universal negrura,
Una forma de hermosura,
Un destello de beldad.
   En vano ¡ay Dios!... que el conjuro
De aquella noche de espanto,
De la belleza el encanto
Robó también sin piedad.
 
   Y vi inmóviles y mudos
Los semblantes de las bellas;
Apagadas sus centellas,
Sus pupilas sin lucir.
   Las vi, desecadas momias,
Yertas pasando a mi lado,
Su labio frío y cerrado,
Y mi seno sin latir.
 
   Sí, que como centro horrible
De aquel mundo en esqueleto,
Sin calor quedara y quieto.
Cadáver, mi corazón.
   Y la mano que en mi frente
Sus dedos selló pasando,
Se fijara en él, pesando
Con perenne compresión.
 
   ¡Ay!... ¿Qué mano, santo cielo,
Qué mano fue vengadora,
La que con magia traidora
Transformó el mundo, o mi ser?
   ¿Era la mano del Tiempo,
Por dedos sus desengaños?
No... no brillara veinte años
El sol desde mi nacer.
 
   ¿Era la mano de mármol
De emboscada muerte oscura,
Abriendo la sepultura
De una existencia veloz;
   Asiéndome con la rabia
De implacable odio tirano;
Que al fin fiaba a una mano
Lo que no pudo una voz?...
 
   No, que un día, en mis dolores,
Vino la Parca a mi lecho,
Y cruzadas en mi pecho
Sus leves manos sentí.
   Y eran manos perfumadas,
Suavísimas, deliciosas,
Que festonaban de romas
Una tumba que perdí.
 
   ¿Fue acaso del Infortunio
Esa mano... o del Destino?
¿Del cielo enojada vino,
O de la infernal región?
   No... que al orgullo del hombre
Sorprendí el horrible arcano...
De que era la helada mano...
¡La mano de la Razón!
               A un ángel caído
                          Fragmentos
   Helos allí postrados por el suelo.
Desde el trono esplendente en que brillaron:
Genios de eterna luz los creó el cielo,
Y genios de tinieblas se tornaron.
 
 
   He allí esa frente, más que el sol, radiante,
Que llevar pudo estrellas por guirnalda,
Cuando entre nubes de oro y de diamante
Desplegaban sus alas de esmeralda.
 
   Su voz sonaba, y al hosanna eterno
Se inundaban los cielos de armonía;
Su vuelo alzando, hasta el remoto infierno
Luminosa su huella se extendía...
 
   Pero intentó su vanidad demente
El poder igualar que los creara,
Quiso, alzando sus ondas, el torrente
La montaña inundar de dó bajara;
 
   Y la montaña le tragó en su seno,
Só el gran poder cine al universo abruma.
Y a los abismos, convertida en cieno.
Fue su brillante vanidosa espuma.
 
   A los abismos ¡ay! dó abrió su planta
Vasto sepulcro a su impotente crimen.
Dó en vano su soberbia se levanta,
Con los hierros luchando que la oprimen.
 
   Ya es su voz el bramar de la tormenta;
Su resuello feroz, los huracanes;
Que alguna vez abrasador revienta
Con espantoso estrépito en volcanes...
 
   ¡Eso, y no más!... les queda de la gloria
Que deslumbraba en la terrestre esfera,
El despecho infernal de su memoria...
¡Y el resplandor de la infernal hoguera!
 
   Y ellos... que para amar fueron nacidos
Con el amor de un Dios alimentados.
Helos sin fin... de Dios aborrecidos,
¡A odiar y a maldecirse condenados!
 
   Pero tal vez no todos la sentencia
De no amar, y el tormento merecieron;.
Pudo mirar la celestial clemencia
Que, espíritus de amor, no le perdieron.
 
   Pudo ser que en las huestes celestiales
Débiles almas ¡ay! también se hallaran,
Que, sin ceder al crimen, criminales,
Siguiesen a otros ángeles que amaran.
 
   Pudo ser que el rebelde sentimiento,
De el yugo sacudir de criatura
Fuese en alguno el generoso intento
De dar vida a otros seres y ventura.
 
   Y pudo ser que la justicia eterna,
Al sumergir la turba maldecida,
De una mirada perdonase tierra,
A esos tristes espíritus, la vida.
 
   «Vivid, les dijo, en la mansión del hombre,
De su dolor al yugo uncid la frente,
Llevad su carne mísera y su nombre,
Prisión de un alma de ángel penitente.
 
   »Pasad sobre su valle de dolores.
Largo destierro y siglos de quebranto;
Pues pecasteis de amor, de sus amores
Probad tan sólo el afanoso llanto.
 
»Y si del rayo que encendió el infierno
Sólo os hirió al pasar leve centella,
En amenaza de un suplicio eterno
Guarde vuestro interior su eterna huella,
 
   »Y guarde a un tiempo el éxtasis del cielo,
Y el arranque inmortal de su grandeza.
Pero... ¡sin alas para alzar el vuelo.
Sobre el nivel de la mortal flaqueza.
 
   »El mundo no comprenda vuestra lucha,
A vuestro llanto... estúpido se ría;
Y a vuestra voz responda, si la escucha,
Con gritos de sarcasmo y de alegría.
 
   »Mas apurando el cáliz de los males,
Séaos consuelo, en el dolor sumidos,
que otros serán los genios infernales;
Vosotros sed... los ángeles caídos!...»
 
   Y desde entonces se ven
Sobre el suelo peregrinos,
Esos seres, que la sien
Doblan con triste desdén
A los humanos Destinos.
 
   Extrañas apariciones
Que, perdidas e ignoradas,
Cruzan las generaciones,
Cual cruzan nobles pasiones
Por las almas degradadas.
 
   Que el mundo no las comprende,
Porque a su altura no llega,
Y su grandeza le ofende;
Que humilla lo que sorprende;
¡Y lo que deslumbra... ciega!...
 
   Así los vemos pasar
Solitarios e infelices,
De otros seres a la par.
Sin huellas y sin raíces.
Como barcos por el mar.
 
   Ni para su rumbo hay puerto,
Ni para su noche hay polo;
Y en el Océano incierto,
Como fiera del desierto,
Por marchar... ¡marchan tan sólo!...
 
   Para cumplir su destino,
Para ceder a su afán...
Sin curar que en su camino
Los envuelva el torbellino,
¡O los lleve el huracán!
 
   Y si compasivo el cielo
Con la raza que los ve,
Libre les deja en vuelo
Porque avasallado el suelo
Se postre humilde a su pie,
 
   Y en sus marmóreos anales
Graba entonces la memoria
Esos nombres colocales,
Que se alzan como fanales
En la noche de la historia.
 
   Ellos oscuros están,
Mientras en torno iluminan,
Como el cráter de un volcán,
Cuyo seno ardientes minan
Hondos abismos de afán.
 
   Y en la cumbre en que se admiran.
Y en el templo en que se adoran.
Ni aire de placer respiran,
Ni hallan eco si suspiran...
¡Ni lágrimas cuando lloran!
 
   Por eso raudo el solitario vuelo
De su vivir apuran;
Por eso surcan como el rayo el cielo...
Y como el rayo duran.
 
   Por eso eterno torbellino agitan
Con sus formas inquietas,
O el fantástico mundo sólo habitan
De amantes y poetas.
 
   Como un canto sublime,
El misterioso lúgubre lamento
De una deidad que gime.
 
   Y por eso tal vez pasa fecundo
De amargura y dolores
Algún ser, que portento admira el mundo
De hermosura y de amores...
 
   Hélos allí que aparecen
En la forma aérea y vaga
De una fantástica Maga,
De una Fada, o de una Hurí.
 
   Cree el hombre que amor le traen
En su pupila de estrellas,
Y desciende el rayo en ellas,
Y en vez de amor... frenesí.
 
   Que entonces nacen ardientes,
Horribles... esas pasiones
Que a mortales corazones
Piadoso el cielo negó.
 
   Y a vueltas de esa belleza,
Reflejo del sol eterno,
Se oculta el ardor de infierno,
Que sus alas abrasó.
 
   Aún queda a su triste noche
Luz de aurora en el semblante,
Y en sus ojos de diamante
Fascina la brillantez;
 
   Queda en sus labios perfume
De celestial ambrosía,
Y ese acento de armonía,
Que aún llega al cielo tal vez...
 
   Mas si al acento atraídos,
Si de esa luz fascinados,
Mortales desventurados,
Osáis su aliento aspirar,
 
   Veréis cual se torna en llama
Que inextinguible os devora;
Y al sentiros en mal hora
Arder... ¡creeréis que es amar!
 
   ¡Ay!... no es amar el suplicio
De ese convulsar inquieto,
De ese anhelar sin objeto,
¡Sin horizonte... ni fin!
 
   De esos deseos sin nombre,
Que aborta el alma abrasada
En la órbita arrebatada
Del alma de un serafín.
 
   ¡Ay!... no es el amor del mundo,
Flor de la vida del alma,
Con su transporte, su calma,
Su esperanza y galardón,
 
   Con sus lánguidos suspiros,
Y su llanto de alegría,
Con sus besos de ambrosía;
Su placer y su ilusión.
 
   No es ese lazo de rosas
De dos almas que se hallaron
Juntas, cuando despertaron,
Su juventud al nacer;
 
   Y antes de seguir el curso
De esta vida de tormento
Sacrifican un momento
Sobre el altar del placer.
 
   No: de esos seres extraños
No hay lazos, placer, ni flores;
Ni caricias, ni favores,
Ni un suspiro... ¡ni un mirar!
 
   Altar sí, dó en sacrificio
Se da al ángel que se adora
El llanto, que eterno llora
Quien le vio una vez pasar...
 
   ¡Ay! tú cruzaste, hermosa, ante mis ojos;
Yo vi en tu frente escrita mi pasión,
Y como un reo me postré de hinojos...
Para oír mi sentencia y maldición.
 
   Hirióme el rayo que esquivé en el suelo,
Cuando, presa de ciega vanidad,
Pedí un objeto para amar al cielo,
Pedí, para un mortal... ¡una deidad!
 
   Yo desdeñé también rebelde, ingrato,
La triste condición en que nací;
Mil corazones rechacé insensato,
Mil plegarias amantes desoí.
 
   Era una sed que no aplacó la fuente,
Buscó el raudal que por el monte va;
He allí que pasa indómito el torrete.
¡Y sin templar mi sed, me ahogará!
 
   He allí que cruza su mirar de fuego
Bajo un rostro de tibia palidez;
Y al yo mirarla... convertirse luego,
Mudo mármol, sus ojos y su tez...
 
   Ni una voz, ni un acento, ni un suspiro...
¡Ni un leve pensamiento para mí!
Ni el anhelo mirar con que le miro,
¡Ni la vida aceptar que le rendí!
 
   ¡Ay! si era mi existencia sola, oscura,
¿De qué me sirve tu funesta luz?
Antorcha de una negra sepultura,
Déjala con su noche y con su cruz,
 
   ¿A qué viniste a perturbar mi sueño.
Blanco fantasma, y mi profunda paz
¿A qué arrancaste el tétrico beleño
Que circundaba lívido mi faz?
 
   Era triste, era horrible, era la muerte...
¡En yerta postración, mi juventud!
Tú pasaste a mi lado, y para verte
Débil me levanté del ataúd.
 
   Tú venías del cielo... yo te amaba;
Creí que me mirabas... ¡te adoré!
Sentí correr mi sangre, ¡y era lava!
Y «¡esto sí que es morir!» triste clamé.
 
   Porque al punto ligeras más que el viento
Tus alas te llevaron más allá...
Y en vano, en convulsivo movimiento,
¡Mi espíritu infeliz te sigue ya!
 
   Porque en vano delicias de otra esfera
Soñé al mirar tu aérea aparición;
Y realizada la fatal quimera
Que en mal hora abortó mi corazón...
 
   «¡No soy más que un mortal!» vano mi acento
Con plegaria de amor te dirigí,
«¡No soy más que un mortal!...» y el firmamento,
Otros ángeles tiene para ti.
 
   Y para mí... ¿qué guarda? El mundo, el cielo,
¿Qué son ya para un ser que odian los dos?
Cuando me niega su quietud el suelo,
Y ángeles de dolor me envía Dios?
 
   ¿Queda tal vez oculto algún abismo,
De su destino incógnito a cumplir?
¿Seré tal vez espíritu yo mismo,
Condenado, como ellos, a vivir?
 
  ¡Ay!... ¡Si en mi noche esta esperanza fuera
Crepúsculo de bien y de verdad!
¡Si ese ángel su mirada detuviera
Un momento en mis ojos, por piedad!...
 
   ¡Si cruzando sus manos en mi pecho,
Temblaran, al pulsar del corazón!
¡Si reposando en mi abrasado lecho,
Viera de tanto ardor la abnegación!
 
   Tal vez entonces, ángel destronado,
¡Descendiera un recuerdo sobre ti!
Y ¡ay!... -¿eres tú?, clamaras-, ¡desgraciado!
El ser de amor que con mi amor perdí.
 
   ¿Eres tú el que yo busco? Y ceñiría
Mi cuello con su abrazo celestial;
Y entonces ¡ángel mío!... moriría...
¡Mísero ser!... ¡no soy más que un mortal!
 
   Un mezquino mortal que sufre y llora
Luchando con el mundo en que nació;
Un mortal que a los ángeles adora,
Porque en el mundo qué adorar no halló.
 
   Un corazón perdido en el desierto,
Dó viento al horizonte una beldad,
Al llegar a sus pies rendido y muerto,
Ya no le pidió amor... ¡sino piedad!
 
   ¡Y ni piedad, ni amor!... ¡Ángel caído!
Tu destino en el mundo es bien cruel.
Mas te envía el Señor... ¡dále cumplido!
¡Vierte entera la copa de su hiel!
 
   ¡Y ni amor, ni piedad!... Ahoga en el vuelo
De tus alas, el ay de mi sufrir;
Para ti queda en esperanza un cielo;
Para mí... ¡la esperanza de morir!
 
   Y ni amor, ni piedad... mas tus oídos
Escucharán mi voto criminal.
Tú eres ¡ay! de los ángeles caídos;
Yo buscaré tal vez uno infernal.
 
   Y en mi despecho me diré violento
Por consuelo a mi ciego frenesí:
-¡No soy más que un mortal!... ni el firmamento
Otros ángeles tiene para mí.»
 
               Mariposa y flor
               Traducción de Víctor Hugo(5)
                               I
   «No -decía a la errante Mariposa
Triste la Flor, del tallo suspendida-,
       No vueles más.
   ¿A qué en la vega giras vagarosa,
Mientras me agito al duro tronco asida?
       ¿Por qué te vas?...
 
   Amémonos, unamos la existencia
Aquí, donde tan lejos de los hombres,
       Nos puso Dios;
   Dó huyendo su maléfica presencia
Nos crean, confundiendo nuestros nombres,
       Flores las dos.
 
   Mas ¡ay! que el aura leve te arrebata;
En tanto, dura me aprisiona al suelo
       Honda raíz.
Y no me es dado en círculos de plata
Girar contigo, y perfumar tu vuelo.
       ¡Suerte infeliz!...
 
   Y allá lejos te pierdo en la pradera.
O inquieta cruzas la esmaltada alfombra
       De flor en flor,
   Mientras yo quedo, en soledad severa,
A ver lenta girar mi propia sombra
       En derredor.
 
   Mas tú vuelves, y tornas, y te agitas,
A cada flor mostrando brilladora
       Un nuevo encanto.
Así mi ansiosa juventud marchitas;
Así me veis, volviendo a cada aurora,
       ¡Bañada en llanto!
 
   ¡Oh! coronen mi afán horas felices,
Y fiel amante ya, tu vago vuelo
       Reposa en mí.
   Toma en la tierra como yo, raíces;
O alas me da para cruzar el cielo,
       Unida a ti.»
 
                              II
A****
   Mariposas y flores, dueño mío,
La tumba en breve reunirá, y su suerte
       Será común.
¿A qué esperar a un túmulo tardío,
Si antes unirnos puede que la muerte,
       La vida aún?
 
   Aún hay, sí, dó vivamos, dó volemos...
Si al azul de la esfera vagarosa
       Tiendes las alas.
Y campos hay también donde brotemos
Si en el campo pretendes, pura rosa,
   Lucir tus galas.
 
   Adonde quieras, sí, donde respires,
O matiz seas, o aromado aliento,
       Brisa o vapor,
O mariposa rutilante gires,
O ligero botón... halague el viento
       Tu ala, o tu flor.
 
   ¡Pero unidas, mi bien!.. en tanto dura
La vida... nuestra unión, mi único anhelo,
       Mi bien real;
Que después ¡oh mi amor! a la ventura.
Podremos escoger... la tierra, el cielo...
       Nos será igual.
 
               Desvarío
   Alto mi juventud remontó el vuelo,
       Y más alto mi amor.
Ídolo a su pasión buscó en el cielo,
Pábulo digno a su inmortal ardor
   Era un culto, una fe... Yo prosternado
       Le subí en el altar.
¡Ay! era una Deidad... no le fue dado
Mis sacrílegos votos aceptar.
 
   Las oyó por mi mal... oyó el acento
       Que impuro blasfemó...
Y descendió a mis brazos y mi aliento...
No, mi aliento de amor no le abrasó.
 
   Pero a mis pies el suelo estremecido
       Fuego brotó infernal.
Vi al ídolo en cenizas convertido,
Y el ara santa en urna sepulcral.
 
   Aún está allí... desnudo y solitario
       Como mi corazón,
Un túmulo, dó estaba un santuario,
Alza imponente su fatal padrón.
 
   ¡Ah! pensé que de altar su negra losa
       Me pudiera servir,
Y en ofrenda de culto religiosa
Mis lágrimas eternas recibir.
 
   Yo las lloré... sobre la piedra dura
       Se helaron al caer.
Nada tuvo la yerta sepultura
A mi ardiente oración que responder.
 
   Fuera del mundo, allá lindando al cielo
       Se levanta su cruz;
Mas en torno a mis pasos por el suelo
Ni despide fosfórica una luz.
 
   Luz y fuego perdí... sin movimiento,
       Sin camino después,
De la vida el calor faltó a mi aliento.
La claridad del día ante mis pies.
 
   Fáltame ¡ay Dios! la antorcha y el camino,
       Y vano es preguntar:
-«¿Cuál puede ser, respóndeme el Destino,
Si atrás queda un sepulcro y un altar?
 
   »¿Cuál puede ser a quien mayor encierra
       Que el mundo, un corazón?
¿Darle podrá entre el polvo de la tierra
Lo que no le dio un culto, una pasión?
 
   »¡No hay más allá!... ni senda ni camino
       Que a tus plantas tender.
Si un instante no más fue tu destino...
Un instante del cielo pudo ser.
 
   »¿Y a qué lento su término a la vida,
       Y el camino buscar,
Si al vuelo fue de un rayo recorrida,
Cruzando entre una tumba y un altar?»
 
   Mas yo dije tronando en mi despecho
       A la insultante voz:
«Las puertas abre de mi eterno lecho,
Que este eterno morir... ¡menos atroz!
 
   »Si terminó su efímera carrera
       Mi existencia infeliz,
¿Qué de sus restos el Destino espera,
Que no arranca infecunda su raíz?
 
   »Por qué aún fría, como ondas de veneno
       Corre sangre veloz?
¿Por qué aún hueco el abismo de mi seno
Al eco se estremece de una voz.
 
   »¡Un altar... una tumba!... únicos seres
       Fuera del mundo ya.
¡Un altar!... no comprendo sus placeres,
¡La tumba!... su quietud segura está.
 
   »¡Ay!... yo pedí sus goces a la vida...
       ¡Su transporte al amor!
Yo pedí el corazón a una querida,
A la virtud su esfuerzo y al honor.
 
   »¿Y muerte en esperanza me ofreciste
       Y en vida, soledad?
-¡Lecho y corona en túmulo volviste,
Y mi culto en sacrílega impiedad!...
 
   -»¡Ay! ¿Por qué fue entre todos señalado
       Un débil corazón,
Inocente, del cielo condenado
Al aire respirar de otra región?
 
   »¿Y a qué sin aire en el abismo hundido.
       Sofocarme y morir?...
Yo quiero ser del mundo en que he nacido,
Gozar con los mortales, y sufrir.
 
   »Quiero los campos y su blanda alfombra
       Su perfume y verdor;
Los bosques, y su bóveda de sombra.
Y la fuente escuchar y el ruiseñor.
 
   »Quiero ver los matices de la aurora,
       Y los visos del mar;
La brisa del vergel consoladora
Sobre el césped mullido respirar,
 
   »Quiero estrechar el seno de una bella,
       O llorar a sus pies,
Y en himno al cielo repetir con ella;
«¡El mundo que nos diste, hermoso es!»
 
   »No, no ambiciono en brazos de una nube
       Subir como Ixión;
Ni volar en las alas de un querube,
Ni descender helado al panteón.
 
   »Dejemos en sus sábanas de hielo
       A los muertos yacer.
Dejemos a les ángeles su cielo,
Y en la tierra busquemos el placer.»
 
   Mas ¡ay!... como a sacrílego conjuro
       A mi acento se ven
Dejar los muertos su ataúd oscuro,
Abandonar los ángeles su Edén.
 
   Y en tronador acento sobrehumano
       A mi voz contestar:
«¡No hay para ti ese mundo! llore en vano
Quien en sepulcro convirtió el altar!»
 
               Su memoria
   Héme aquí, como en medio del desierto,
Sin árboles, sin sombra, sin arrimo;
Héme sobre un Océano sin puerto,
¡Noche sin astros, faro, ni arrebol!
Pero esta noche eterna tuvo un día,
   Y su rastro de luz quedó fulgente,
Para cegar la deslumbrada mente
Con la imagen fantástica de un sol.
 
   Hubo un instante de ilusión, de gloria;
¡Voló un instante el corazón al cielo!
Y guardó el corazón una memoria
Con que a su abismo descendió después.
   ¡Ah! Cuán mejor el negro abismo fuera,
Que de esa viva ráfaga surcado,
Ver cada instante el cielo iluminado;
¡Y más hondo el abismo ante los pies!
 
   Fuera mejor del báratro profundo
Sin término mirar la oscura sima,
Que la visión sublime de otro mundo
Aparecerse al mundanal horror;
   Y mejor, bajo un túmulo de mármol
Encerrarse al nacer, muerto viviendo,
Que ver la luz -¡la soledad sufriendo!-
Con un recuerdo celestial de amor,
 
   Que emponzoña las horas de la vida,
Como a un precito la eternal ventura;
Como un recuerdo de virtud perdida,
Que despierta en un alma criminal.
   Un cielo... una virtud que yo perdiera.
Donde dejara una ilusión de gloria;
Un mirar... un amor... una memoria...
¡La memoria quedó para mi mal!
 
   Héla en torno de mí, fascinadora,
Reflejo fiel de una fatal mirada;
Héla sobre mis ojos vengadora
 
La frente en que leyera mi ventura,
De mi antiguo misántropo desdén.
   Hela dó quier, de aureola refulgente.
De nubes de éter y de azul ceñida.
Ángel en los espacios suspendida...
Ángel que guarda mi perdido Edén.
 
   Y asida de mi eterno pensamiento.
Fija siempre sobre él, como él errante.
Si fuerza adquiere, y vida, y movimiento.
Y atmósfera, y perfume de deidad,
   Como deidad la miro allá en su altura
¡Cada vez más, de mi pasión... lejana!
Que no es dado tener al alma humana
Con seres de otra esfera, sociedad.
 
   Y solo yo en el mundo, ella en el cielo,
Fatiga mi vivir, no le acompaña:
Véla con mis delirios cuando velo;
Ocupa, si medito, mi razón.
   Y mi sueño febril acecha, y viene
Solitaria a la orilla de mi lecho,
Férrea mano a posar sobre mi pecho,
Que no deja latir mi corazón.
 
   Sobre él entonces un recuerdo pesa,
Como si un mundo entero le abrumara;
Cual si inmensa una lápida, una huesa
Desplomara sobre él la eternidad.
   Memoria de un placer nunca sentido,
Memoria de deseos sin objeto,
Memoria atroz que el corazón inquieto
No osa creer memoria de verdad.
 
   Que no es entonces la visión radiante,
Que cruzó por la esfera de mi vida,
Un día, que su angélico semblante
De inmortal resplandor la iluminó.
   Que no es aquel mirar en que brillaba
El astro al fin de mi tormenta oscura,
Y un nombre ¡ay Dios! que el cielo no escribió.
 
   Que no es la aérea, arrebolada nube,
Del aura entre los árboles mecida,
Sílfida, que del Prado lenta sube
Entre sombras y gas, y aroma y tul.
   Que se desliza y pierde ante mis pasos,
-Sólo un mirar dejándole a mi noche,
Robado a los cristales de su coche,
O de los pliegues de su manto azul.
 
   No es genio de esperanza y de consuelo
No es la visión de un porvenir de gloria,
El éxtasis purísimo del cielo,
El amor, la virtud y la beldad.
   ¡Todo esto fue su vista! y su memoria
Es la imagen de espanto que me oprime;
-El triste acento que incesante gime...
¡Desengaño, despecho, soledad!
 
   Tal flotar la miré sobre mi frente,
Crespón de luto funeral colgando,
Lanzarme su mirada indiferente,
Y a su región retroceder veloz.
   Y un punto en mi frenética congoja
Fuerza y valor cobrando del despecho,
La mano alzando del helado lecho,
Así su manto, y la llamó mi voz.
 
   -«Tente, clamé, no busques esa altura
Dó contigo no vuela el alma mía;
¡Sé en imagen, al menos, mi ventura!
(¡Era tu imagen más que otra verdad!)
   »Y aunque de luto y de terror vestida
Tu fantástica forma viene ahora,
Aún ese luto y era muerte implora
Como el supremo bien, mi soledad».
 
   «¿Por qué, dime, enojada, a mi deseo
Martirio tornas mi única esperanza?
¿Por qué el solo recuerdo que poseo
En vértigo me agita y convulsión?
   ¿Por qué a tu paso, antorcha de mi vida,
La sangre de mis venas siento helada?
¿Por qué al clavarme esa fatal mirada,
Sangre destila herido el corazón?»-
 
   Víla a este acento estremecer el suelo,
Y severa plantarse y silenciosa;
Vi al viento de la noche alzar su velo,
Y su aureola fosfórica apagar.
   Dura sentí su túnica ondulante,
Fría mi mano que su borde asiera;
Cual si mi voz maléfica pudiera
Su vaporoso ser petrificar.
 
   ¡Sí, la misma visión, pero de roca!...
¡Él mismo su semblante, más de hielo!
Los ojos sin cristal, muda la boca;
Yerto, clavado, inmóvil su albo pie.
   Mar bajo el mármol retumbó un gemido,
Cual si rompiera de la tumba el seno;
Y esta sentencia, al pavoroso trueno,
De sus inmobles labios escuché.
 
   -«Si un recuerdo es esperanza,
El recuerdo es el placer;
Que a más la ilusión alcanza
De la ventura, que el ser.
 
   »Si empero el dedo divino
Cuando el bien te hizo mirar,
Sobre el libro del Destino
Quiso tu dicha borrar,
 
   »Memoria te cupo en suerte
Como eterna maldición,
Más horrible que la muerte...
¡Que es la desesperación!
 
   »Y si sueño de tu gloria,
Fue mi realidad allí,
Será siempre mi memoria
Aire, o piedra para ti.
 
   »Que sólo puede ofrecerte
Un destino tu pasión,
Más horrible que la muerte...
¡Que es la desesperación!»-
 
               A la C... de S...
                         Epístola
   Envuelta ¡ay Dios! en enlutado manto
Bajo tocas de duelo oscurecida,
¿Qué fuiste, díme, aparición de llanto,
Al asomar tu faz sobre mi vida?
 
   ¿Qué fuiste en esa playa tormentosa,
Áncora, por el mar de algas cubierta?
¿Qué fuiste entre las zarzas, blanca rosa,
Sobre la cima del peñón desierta?
 
   ¿Fuiste algo para mí cuando tu velo
Transparentó la aureola de tu frente,
Y entre las nubes de esa noche, un cielo
Dejó a mi vista adivinar fulgente?
 
   ¿Fuiste un humano ser, fuiste una hermosa
Por el mundo ante mí rauda pasando,
O fosfórica estrella, vagarosa,
De mi ilusión la atmósfera cruzando?...
 
   Yo no lo sé; de esta memoria incierta,
Como en sueño fugaz, la imagen pierdo,
Y vacilando el corazón, no acierta
Al origen subir de este recuerdo.
 
   Sólo sé que la orilla de esos mares
Recorriendo mi planta solitaria,
Sin que ni Dios, ni el mundo, a mis pesares
Oyen su blasfemia o su plegaria,
 
   Vacío el corazón, la sangre yerta,
Ciega la vista de mirar al cielo,
Cansada el alma, de esperar incierta,
Pidiendo el cuerpo su sepulcro al suelo,
 
   Alzarse vi entre el alga de esas rocas,
Como sirena que del mar brotara,
Cándida imagen entre negras tocas,
De ébano el cuerpo, y de marfil la cara...
 
   Yo estaba triste; en derredor el cielo
Vasto desierto ante mis pies tendiera;
Vos visteis mi dolor bajo ese velo;
Mas ni un suspiro demandé siquiera.
 
   Si vuestro seno le exhaló, lo ignoro;
Y en mi dolor... acaso desdeñada,
Os vi llorar, os respondió mi lloro,
Y cayó sobre mí vuestra mirada.
 
   Ni el mirar, ni la lágrima era mía,
Ni fue de vos mi vago pensamiento;
Ni yo el dolor de vuestra faz leía,
Ni vos sobre mi faz, mi desaliento.
 
   Y víais mi semblante en vos clavado,
Como en lisa pared, fija pintura;
Acaso extraño en su mirar; pasmado
De ver, sin adorar, tanta hermosura.
 
   Érais hermosa, sí; recuerdo ahora
De ese rostro de nácar la belleza;
La blanca frente, de arrebol de aurora,
La lánguida sonrisa de tristeza.
 
   Recuerdo en esos ojos decaídos
Brotando el fuego en ráfagas radiosas,
Y a los labios volver descoloridos
Blando el reír, sus naturales rosas.
 
   ¡Ah! sí, ¡érais bella!... En la mitad del cielo,
La luna sobre el mar da menos brillo
Que vos, alzando el enlutado velo.
Dando a la luz un rostro de Murillo.
 
   ¡Oh! sí, ¡yo le admiré! pero en mi arrobo
Fantasma de mis sueños le creía,
Que entre los rayos de la luna al globo,
Sobre un grupo de nubes descendía...
 
   Seguí, cual si fantástica cruzarais,
Las huellas de esos ojos en el viento;
Mas ni aún acaso en mi ilusión lograrais,
Que alzara a vos apasionado acento.
 
   Jamás tal vez de esta mirada incierta
Visteis brillando la anublada lumbre;
Y al ver hundida su pupila, y muerta,
Juzgasteis su mirar fría costumbre.
 
   Ni a unos ojos creísteis abismados
En la honda sima ante mis pies pendiente,
Que pudieran posar embelesados
Su vago vuelo en vuestra ebúrnea frente.
 
   Ni yo de vos creyera que a mi anhelo
Prestarais más que la apacible calma
De aquel reflejo de la paz del cielo,
Que la ideal belleza infunde al alma.
 
   Vos; visteis mi quietud; blanda sonrisa,
De compasión acaso y de extrañeza,
Leve agitó, como nocturna brisa,
De vuestra faz doliente la belleza.
 
   Y belleza y pasión dando al olvido,
Lejos mirando el surco de su rayo,
Por vuestra voz armónica mecido,
Reposé en mí letárgico desmayo...
 
   Buscó las vuestras trémula mi mano.
Busqué esa voz... y oí rugir el viento.
Y a lo lejos... bramar el Océano.
 
 
 
    El huracán mi sueño sorprendiera,
Y en su ráfaga audaz me arrebatara;
¡Y ya no os vi jamás!... de esa ribera
¡La tempestad por siempre me arrojara!
 
   No; ya no os vi jamás!... y en el momento
Que no veros jamás... fue mi destino,
Sentí trocarse en paso de tormento
Cada paso mortal de tu camino.
 
   Entonces tarde conocí ¡en mal hora!
Que aquel mirar indiferente y vago,
El rayo fue de una pasión traidora
Que a espaldas sólo fulminó su estrago.
 
   Y entonces ¡ay de mí! desapiadada,
Mas alta y fría que esa inmensa sierra,
Desplomó sobre mi alma abandonada
Su yerta soledad toda la tierra.
 
   ¡Me encontré solo!... en mi dolor profundo
Busqué en vano una sombra de consuelo,
Sólo una sombra vi, mayor que el mundo,
Seguir y huir mis pasos sobre el suelo.
 
   Sólo esa imagen enlutada y triste
Miro dó quier, como un mortuorio manto,
Que el campo inmenso de la vida viste
Con su color de soledad y llanto.
 
   Y llanto, y soledad, hermosa mía,
¡Y llanto y soledad eternamente!-
Soledad, cuando amaros no creía,
Y soledad... cuando os adoro ausente.
 
   Soledad, cuando a par de esa hermosura,
En letargo de amor absorto y quieto,
No osaba revelar a su ternura,
De mí mismo ignorado, mi secreto.
 
   Y llanto entonces, que surcaba en vano,
La amoratada tez de mis mejillas,
Como inunda sin causa el Océano,
Con periódico flujo, sus orillas.
 
   Y llanto y soledad más triste ahora,
Y llanto y soledad eternamente;
Llanto porque os dejé, dulce señora,
Y llanto ¡ay Dios! porque os adoro ausente,
 
   Llanto, porque estas lágrimas perdidas
Corren acaso oscuras al Leteo,
Sin esperanza de encontrarse unidas
Con las lágrimas ¡ay! de otro deseo.
 
   Y soledad sin fin... porque la suerte
Sólo en mi extraño corazón trocada,
De amor la ausencia en desamor convierte,
Y la memoria de mi amor... ¡en nada!...
 
   Que nada os quedará; nube ligera,
Que a la vista no más, cruzando el cielo,
Ni dio sombra a una frente en la ribera
Ni dio una gota de su lluvia al suelo.
 
   Allá se fue lejana al horizonte
A derramar sus líquidos torrentes,
Y a fulminar sobre el escueto monte
¡Lejos de vos, sin; rayos más ardientes!...
 
   ¡No... nada os quedará! Nunca esos mares
Repetirán, al son de su bramido,
La voz que endulzó un día mis pesares
Con un nombre también dado al olvido.
 
   Y para mí ¿qué quedará?... Señora,
Quedaréis vos en mi memoria y canto;
¡Y quedárame un alma que oí; adora!...
¡Y quedarán mi soledad y llanto!
 
               A la luna
   Desde el primer latido de mi pecho,
Condenado al amor y a la tristeza,
Ni un eco en mi gemir, ni a la belleza
       Un suspiro alcancé:
   Halló por fin mi fúnebre despecho
Inmenso objeto a mi ilusión amante;
Y de la luna el célico semblante,
       ¡Y el triste mar amé!
 
   El mar quedóse allá por su ribera;
Sus olas no treparon las montañas,
Nunca llega a estas márgenes extrañas
       Su solemne mugir.
   Tú empero que mi amor sigues dó quiera,
¡Cándida luna, en tu amoroso vuelo!...
Tú eres la misma que miré en el cielo
       De mi patria lucir.
 
   Tú sola mi beldad, sola mi amante,
Única antorcha que mis pasos guía,
Tú sola enciendes en el alma fría
       Una sombra de amor.
   Sólo el blando lucir de tu semblante
Mis ya cansados párpados resisten;
Sólo tus formas inconstantes visten
       Bello, grato color.
 
   Ora cubra cargada, rubicunda
Nube de fuego tu ardorosa frente;
Ora cándida, pura, refulgente
Deslumbre tu brillar.
   Ora sumida en palidez profunda
Te mire el cielo desmayada y yerta,
Como el semblante de una virgen muerta
       ¡Ah!... que yo vi expirar.
 
   La he visto i ay Dios!... Al sueño en que reposa
Yo le cerré los anublados ojos;
Yo tendí sus angélicos despojos
       Sobre el negro ataúd.
   Yo sólo oré sobre la yerta losa
Donde no corre ya lágrima alguna...
Bañala al menos tú, pálida luna...
       ¡Báñala con tu luz!
 
   Tu lo harás... que a los tristes acompañas,
Y al pensador y al infeliz visitas;
Con la inocencia o con la muerte habitas,
       El mundo huye de ti.
   Antorcha de alegría en las cabañas,
Lámpara solitaria en las ruinas,
El salón del magnate no iluminas,
       ¡Pero su tumba... sí!...
 
   Cargado a veces de aplomadas nubes
Amaga el cielo con tormenta oscura;
Mas ríe al horizonte tu hermosura,
       Y huyó la tempestad.
   Y allá del trono dó esplendente subes,
Riges el curso al férvido Océano,
Cual pecho amante, que al mirar lejano
       Hierve, de su beldad.
 
   Mas ¡ay! que en vano en tu esplendor encantar;
Ese hechizo falaz no es de alegría;
Y huyen tu luz y triste compañía
       Los astros con temor.
   Sola por el vacío te adelantas,
Y en vano en derredor tus rayos tiendes;
Que sólo al mundo en tu dolor desciendes,
       Cual sube a ti mi amor.
 
   Y en esta tierra, de aflicción guarida,
¿Quién goza en tu fulgor blandos placeres?
Del nocturno reposo de los seres
       No turbas la quietud.
   No cantarán las aves tu venida;
Ni abren su cáliz las dormidas flores;
Sólo un ser... de desvelos y dolores,
       ¡Ama tu yerta luz!...
 
   ¡Sí, tú mi amor, mi admiración, mi encanto!
La noche anhelo por vivir contigo
Y hacia el ocaso lentamente sigo
       Tu curso al fin veloz.
   Páraste a veces a escuchar mi llanto;
Y desciende en tus rayos amoroso
Un espíritu vago, misterioso,
       Que responde a mi voz...
 
   ¡Ay! calló ya... Mi celestial querida
Sufrió también mi inexorable suerte...
Era un sueño de amor... Desvanecerte
       Pudo una realidad.
   Es cieno ya la esqueletada vida;
No hay ilusión, ni encantos, ni hermosura;
La muerte reina ya sobre natura;
       Y la llaman... ¡Verdad!
 
   ¡Qué feliz, que encantado, si ignorante
El hombre de otros tiempos viviría,
Cuando en el mundo, de los Dioses vía
       Dó quiera la mansión!
   Cada eco fuera un suspirar amante,
Una inmortal belleza cada fuente;
Cada pastor ¡oh luna! en sueño ardiente
       Ser pudo un Endimión.
 
   Ora trocada en un planeta oscuro,
Girando en los abismos del vacío,
Dó fuerza oculta y ciega, en su extravío
       Cual piedra te arrojó.
   Es luz de ajena luz tu brillo puro;
Es ilusión tu mágica influencia,
Y mi celeste amor... ciega demencia,
       ¡Ay!... que se disipó.
 
   Astro de paz, belleza de consuelo,
Antorcha celestial de los amores,
Lámpara sepulcral de los dolores.
       ¡Tierna y casta deidad!
   -¿Qué eres, de hoy más, sobre ese helado cielo?
Un peñasco que rueda en el olvido,
O el cadáver de un sol, que endurecido,
       ¡Yace en la eternidad!

1832(6)

 
               Vie et mort(7)
Yo no hallo placer en la vida, y tengo
miedo a lo muerte.
(Palabras de la persona a quien fueron
dedicados estos versos.)
 
   Oh! le mot est horrible, c'est un cri d'agonie;
C'est l'arrêt du destin, c'est l'oracle du sort.
C'est l'abyme sans fond; le néant de la vie,
       Et l'horreur de la mort.
 
   Oui, j'ai cru quelquefois ce funeste anathème
L'entendre murmurer dans les échos du soir;
Mon coeur le rejeta comme le cri, blasphème
       Du sombre désespoir.
 
   Mon coeur le répéta; mais honteux de son crime,
Avec son doute amer il enferma ce mot:
Mon coeur ne croyait pas tout être une victime,
       Tout accent un sanglot.
 
   Il osait espérer!... La beauté, l'innocence...
Elles furent pour lui et l'espoir,et la foi:
Oh! ma belle, il comprit le vrai de l'existence
       En passant près de toi.
 
   Et ton regard devint sa céleste lumière,
Le doux teint de ton front fut l'aube de son jour;
Sa vie fut ta pensée, ton bonheur sa prière,
       Ton âme son amour.
 
   Et je voulus aussi de céleste harmonie
M'enivrer dans la voix de ton tremblant soupir.
Tu parlas -je frémis- Depuis lors (je t'en prie)
       Faut-il vivre ou mourir?
 
   Ni vivre ni mourir. -Voilà donc le mystère...
Toi-même tu n'as plus si désolante foi;
Tu parlas en Pythie au fond du sanctuaire.
       Mais l'oracle est pour moi.
 
   Non, ce n'est pas pour toi qu'est cette nuit profonde,
Elle n'est pas pour toi cette coupe de fiel;
Pour toi, brillant esprit, qui planes sur le monde
       T'envolant dans le ciel.
 
   Non, non ce n'est pas toi, brillante de jeunesse,
Innocence en sa fleur, rayonnante d'amour
Ce n'est pais toi qui peux plonger dans la tristesse
       Du terrestre séjour.
 
   La vie coule pour toi en longs flots de lumière,
Et sur ce front oú luit le sourire des cieux,
Rien que l'ombre d'azur de ta longue paupière
       N'ombragera tes yeux.
 
   D'un éternel printemps brillera sur ton âme
Le ciel toujours serein, et l'émail de ses fleurs,
Sans qu'y roule l'été son tonnerre de flamme,
       Ses nuages de pleurs.
 
   Non, il n'est que pour moi le jour sombre d'orage;
Elle fut pour moi seul l'aveugle nuit d'horreur,
Qui poussa dans les flots d'une mer sans rivage
       Le bateau de mon coeur
 
   Dès lors je ne vis plus ni le ciel, ni la terre,
Ni le jour m'éclaira, ni le phare du port,
Et je demande en vain dans ma nuit solitaire
       Ou la vie, ou la mort.
 
   Ni la mort, ni la vie... ah! Qu'es ce que de vivre,
Oh! mon ange adoré, si je ne vis en toi?
La mort!... eh! bien... la mort qui de toi me délivre,
       Me glace aussi d'effroi
 
   Je ne vis ni ne meure... sur ce désert de sable,
Vide ou de cendre plein, mon être est un tombeau;
L'épitaphe y manquait, et le mot qui m'accable,
       Tu l'y gravas. -C'est beau.
 
   Mais on ditque souvent l'on voit au cimetière
Un ange dans la nuit assis sur un cercueil,
Y pleurant quelquefois ses larmes de lumière
       Sur un marbre de deuil.
 
   Hélas! si dans l'essor de ta pure jeunesse,
Fatiguée en ton vol, de calme et de bonheur,
Tu veux aussi goûter une heure de tristesse
       Pour soulager ton coeur;
 
   Belle apparition, viens, descende dans mon âme;
Viens, voici le tombeau où tu pourras t'asseoir;
Répands dans l'ombre au moins, les clartés de ta flamme
       Sur un marbre aussi noir.
 
   Un moment sur l'horreur de ma nuit éternelle
Fais briller de ton front l'auréole étoilée,
Et cache sous l'éclat de l'émail de ton aile
       Ma carcasse brûlée.
 
   Oh! viens, rayon du soir, ou rayon de l'aurore,
De ce tombeau vivant visiter le séjour;
De grâce, rafraîchis le feu qui brûle encore
       D'une larme d'amour.
 
   Puis... Je ne veux plus rien... pur et charmant génie,
Je n'ose rien de plus demander à mon sort,
Mais, du moins, donne-moi le désir de la vie,
       Ou l'amour de la mort,
 
               El sol de mayo
   Ese sol que candente reverbera
Sobre el campo a sus fuegos abrasados,
Y el joven lirio del vergel tostado
Deja, y seco el arroyo en la pradera;
 
   Allá en el risco de montaña fiera
Bajo marmórea nieve sepultado,
Torna en arroyo el témpano apretado
Que fecunda espumoso su ladera.
 
   Tú, sol de amor, que en la mitad de mayo,
Alzas sobre mi fúnebre horizonte
El fuego que me abrasa y me ilumina...
 
   Que tu faz no me esquive un solo rayo,
Era mi corazón nevado monte,
Hazle, ardiendo sin fin... verde colina.

15 de mayo de 1849.

 
               En los días de un magnate
   Iba a cantar, Señor, y ya mi mente
       Recogía en la Historia
Los lauros con que adorna vuestra frente
       El Genio de la gloria.
 
Cuando, cual nube, que de negro manto
       En julio el sol rodea,
Cubrió mi alma de nubloso espanto
       Una lúgubre idea.
 
Y los ojos clavados en el suelo,
       Medité tristemente
Del hombre audaz el orgulloso anhelo,
       Y su razón demente.
 
¿Por qué, clamé con alborozo y fiesta
       Solemniza aquel día,
Que a la existencia le lanzó funesta,
       Dó nadie le pedía?
 
¿Por qué idolatra luego de la vida,
       Se alegra, al par que huye?
¿Por qué del año ensalza la venida
       Que tal vez no concluye?
 
Teme del Tiempo la guadaña inmensa,
       Y vano al Tiempo adora;
Como el egipcio al cocodrilo inciensa
       Que después le devora!...
 
No, yo no cantaré; sólo postrado,
       Pediré al cielo canto,
Que alargue el hilo a su vivir sagrado,
       Orar será mi canto.
 
Pero en el tierno y fervoroso ruego,
       ¡Oh extraño movimiento!
Alcé mi frente, y de celeste fuego
       Vi circundado el viento.
 
Sentí angélico aroma difundido,
       Y mi arrobada calma
Turbó una voz, que sin herir mi oído,
       Así sonó en mi alma.
 
-«¡Necio! tú que recónditos arcanos,
       De tu espíritu mismo, desconoces,
Sólo creyendo en las mentidas voces,
       ¡Qué osas llamar razón!
 
»¿Por qué dejas los ámbitos del cielo
       Dó sólo asciende el éxtasis del canto?
¿Nada es verdad en el inmundo suelo
       Sino la inspiración!
 
»En buen hora esos míseros humanos
       Que de terrenos límites ceñidos,
Para vivir no más fueran nacidos,
       Lloren su único bien.
»En buen hora con tétrico semblante
Miren volar la efímera existencia,
Y el giro de los años incesante
       Siempre acusando estén.
 
»No así el pecho magnánimo, que abriga
De la virtud el hálito divino;
Ni a sus ojos la vida es un destino,
       Ni sueño... y vanidad.
Él su enigma recóndito comprende,
En la tierra su tránsito no es vano;
Que... algo es la vida a quien por ella asciende
       A la inmortalidad!
 
»Sus días son magníficos presentes
Que los cielos al mísero regalan,
Y en el Empíreo, timbres que señalan
       El humano blasón.
»Y el año que tan plácido renueva
Para el Prócer benéfico que cantas,
Un nuevo paso, con que eterno eleva
       Su inmortal escalón.
 
»En él alzado mírale, y radiante
Deslumbrando en su espléndida carrera,
Reverberar en la terrestre esfera
       Como un sol de virtud.
»Así, tras de las hórridas tormentas,
Lanza el astro purísimo del día,
Triunfador de las nubes cenicientas,
       Gozo, lumbre y salud.»
 
«Y tú el arpa profética pulsando,
En ardoroso cántico proclama
Que de su vida la preciosa llama
       Jamás se apagará.
»Que el Tiempo en torno de él sus alas posa,
Y la corriente indómita de olvido,
En su nombre estrellándose rabiosa,
       Sin nombre acatará.»
 
Calló la oculta voz, y vi la aurora
       De este precioso día;
Y sobre el arpa de marfil sonora
       Preludié mi alegría.
 
Mas al querer con cánticos de gloria
       Dar mi voz a los vientos,
Resonaban tan sólo en mi memoria
       Los divinos acentos.
 
Y los canté... y del éxtasis, sagrado,
       Perdido que hube el fuego...
Otra vez en la tierra prosternado,
       ¡Torné a mi humilde ruego!
 

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