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Don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas. Biografía

     No es siempre la vida de los hombres conocidos en el mundo por la fama de sus escritos y el mérito literario de sus obras, la relación tranquila de los estudios de su gabinete, la observación lenta de los progresos del arte que cultivan, o del vuelo de su imaginación por las regiones que pueblan o conquistan con el poder creador de su fantasía. No están exentos los privilegiados ingenios, de las tristes vicisitudes de la vida material, y frecuentemente suele cebarse en ellos, como en más sabroso pasto, la desventura y el infortunio.

     Desde muy antiguo fue azarosa la existencia de los poetas; y mezclados, -por su voluntad unas veces, otras, mal de su grado, -en el torbellino de los acontecimientos públicos, ha solido tocarles mayor parte en los rudos golpes de la fortuna, que en los costosos favores de la gloria. Turbulenta, agitada, borrascosa, aparece en los períodos de la historia, griega y romana la vida de sus poetas y de sus filósofos: más animada y combatida aún en las épocas tempestuosas de la Edad Media. Los Dantes, los Tassos, los Petrarcas, los Milton no pasaron su existencia en la elaboración tranquila de sus obras inmortales. Su vida fue, -por lo general y desgraciadamente para ellos, -un variado e interesante drama, un poema no menos lleno de incidentes y portentosos episodios, que los que se deben a su pluma. Solamente en siglos más avanzados, y en períodos de estabilidad y consistencia, alcanzó a veces al talento la calma que disfrutaba, la sociedad entera; y los poetas y escritores del siglo de Luis XIV y de la reina Ana, pudieron atravesar tranquilos los años dichosos de sus pacíficos tiempos, sin dejar huellas en la historia, de sus desgracias y privadas vicisitudes.

     Los ingenios españoles rara vez gozaron de este favorable privilegio. El cultivo de las artes y de las letras no ha sido jamás en España una tarea única y una profesión exclusiva. Desde Carlos I hasta nuestros días los escritores han figurado como hombres públicos, ora en la guerra, ora en la política, desde que la política ha sustituido a la guerra. Garcilaso muriendo al escalar una torre, Ercilla cantando sus propias hazañas, Cervantes mutilado en Lepanto y cautivo en Argel, son altos y memorables ejemplos de esta verdad. Lope de Vega, Calderón, Quevedo y otros autores, que alcanzarón más prósperos y bonancibles tiempos, no se eximieron sin embargo de correr gran espacio de su vida por entre notables alternativas y no siempre prósperas aventuras.

     Pero habían de venir siglos más azarosos y turbulentos; y en el huracán de las conmociones espantosas, que nuestra edad y nuestra patria habían de presenciar, más mezclada y revuelta había de andar la vida de los hombres distinguidos con los extraordinarios sucesos, que conmovieron tan profundamente la sociedad española, desde los primeros años de la centuria que vamos recorriendo. Pocos se han eximido de las grandes penalidades, que ha dejado caer la providencia sobre este pueblo tan sin ventura. Pocos han dejado de verse contrariados en su carrera, abatidos en su prosperidad, privados de su riqueza, condenados al destierro, a la muerte quizá, y a la abyección de la pobreza.

     Personas que habían nacido con inclinaciones pacíficas; que se habían educado con costumbres blandas y suaves; que parecían exclusivamente destinadas a cultivar las artes de la paz en la calma de la vida doméstica, viéronse en sus más tiernos años transportadas al seno de los ejércitos, y se criaron entre la sangre y estrépito de los campamentos militares. Hombres virtuosos, en cuyo corazón no hubiera podido penetrar jamás el pensamiento del crimen, llenaron en diversas épocas los calabozos y treparon los escalones del patíbulo. Las discordias civiles no han dejado de lanzar sobre el suelo extranjero millares de proscriptos, y una generación entera se ha visto más de una vez expuesta a diseminarse por el mundo, cual nuevo pueblo de Judá, maldito del cielo por algún delito horrendo.

     La vida de cada español notable puede ofrecer en sus páginas íntimas fecunda materia para la novela y para el romance. A veces pudieran sacarse de estos sucesos, perdidos sin embargo entre la inmensidad de tantas desventuras, y eclipsados entre la variedad de tan grandes vicisitudes, tragedias espantosas, o caprichosos y fantásticos dramas. Nuestras memorias individuales podrán acaso parecer imaginarios cuentos a los ojos, de una generación, a quien el cielo permita vivir más tranquila, sobre el suelo regado por las lágrimas y el llanto de sus padres; ¡y a la cual ahorre la divina clemencia el espectáculo espantable y desconsolador de las revoluciones!

     Aún, si pudiéramos consolarnos de este mal con la idea de que los infortunios, atormentando al individuo, redundaban en pro de la sociedad, aguijando el talento y acrisolando la virtud, no nos afligiría tanto la triste reflexión con que hemos dado principio a estas páginas; pero hasta la desgracia nos cabe de profesar una opinión contraria a la teoría, que quiere extraer la virtud por la presión del martirio, y que no ve las lumbreras del ingenio sino en las tinieblas del infortunio.

     Nosotros tenemos otra convicción. Creemos que la desgracia, por sí sola, no enaltece a los hombres; creemos que los que en la miseria cultivan las artes, en la prosperidad harían maravillas. Creemos, en fin, que los que en medio de tantos azares y de tantos contratiempos, han podido arrojar todavía destellos de luz sobre el horizonte de su patria, más espléndidamente la hubieran iluminado sino les hubieran envuelto por muchos años tan densas nubes de polvo, de oscuridad y de vapor de lágrimas. La mayor parte de los hombres distinguidos que conocemos, acaso han sido en el infortunio medianías; y sólo desde que han podido desplegar en las creaciones de la fantasía o en acciones útiles a su patria, las fuerzas que antes empleaban para luchar con la adversidad, se han elevado a la altura a que desde el principio eran llamados. No llamamos nosotros, no, tiempo de aprendizaje a los días de dolor y de amargura. Para el saber y para el arte, no menos que para la vida, le llamamos tiempo perdido.

     La existencia del ilustre personaje cuya interesante biografía vamos a bosquejar, nos ha sugerido naturalmente estas reflexiones. Acaso las desgracias de su país han rectificado sus ideas, y le han servido de viva lección y de provechoso escarmiento; pero las suyas propias y sus propias penalidades no le habían escarmentado en años ya muy avanzados. Su edad actual ha pasado más allá de la juventud; y sin embargo, literariamente hablando, es un joven, y a la escuela de nuestros días pertenece. En los años del 20 al 23 era ya conocido como literato y como hombre público; y para nosotros sus verdaderos progresos, su justa nombradía, su original talento, su brillante imaginación, y el mérito que realza y distingue las producciones de este escritor, pertenecen, más principalmente en los últimos años, a la parte de su vida que no tiene tantas aventuras y contratiempos; y no tendríamos inconveniente en poner una línea divisoria entre D. Ángel de Saavedra y el Duque de Rivas.

     Pero cabalmente nuestra tarea es lo contrario: tenemos que enlazar esos dos períodos, soldar esas dos existencias, empezar la vida del poeta con la del soldado; la del Grande de España con la del imprevisor, y un sí es no es calavera mozalvete; la del Ministro conservador, por la del fogoso y entusiasta revolucionario; la del poeta romántico, del galano romanceador, la del cómico fantástico y calderoniano, por la del clásico imitador de Herrera, o el humilde discípulo de Racino o de Alfieri. Acaso no hay existencia alguna, en que estén más exactamente personificadas las mudanzas políticas y las vicisitudes literarias de nuestros días.

     Y así debía suceder, atendida la cualidad que principalmente descuella en nuestro protagonista. Los grandes talentos especulativos, los caracteres fijos y tenaces, son los que imprimen dirección y crean las circunstancias de su época. Pero el Duque de Rivas no nació para ser un filósofo, no nació para ser un político sistemático. Imaginación florida, vivísima, ardiente y fecunda, carácter móvil e impresionable, su destino era ser un gran poeta, un poeta meridional, recibir y reflejar las impresiones su país y de su época, no dominarlas ni resistirlas, ni tal vez modificarlas.

     Córdoba, ciudad de tantos recuerdos y de tantas glorias; Córdoba, magnífico mosáico donde han engastado brillantes piedras los períodos más poéticos de nuestra historia; Córdoba, la ciudad de los Emperadores romanos y de los Califas orientales, de los Marco Aurelios y los Abderhamanes; Córdoba, la de los magníficos campos, la del paisaje más bello que puede ofrecerse a los ojos del hombre; Córdoba, la de las alamedas de naranjos, la de los campos de rosas, con su sierra entapizada de jazmines, y que refleja en las aguas del Guadalquivir las casas de placer morunas entre las modernas ermitas; Córdoba, la patria de tantos ingenios y de tantos hombres grandes, cuna de Séneca y de Lucano, de Averroes y Avicena, de Juan de Mena y de Góngora; Córdoba es también la ciudad donde nació D. Ángel de Saavedra; y Córdoba debe ser una patria muy bella y muy querida para el que nace bajo las alas de sus ángeles de oro(15), cuando su memoria es indeleble para quien, como el autor de estas líneas, la ha visto sólo un rápido momento de una hermosa manana de Abril, y la volvió a mirar con ojos amortiguados en el paroxismo de una mortal congoja, otro día de harto penoso y melancólico recuerdo.

     Nació en 10 de marzo de 1791. Fueron sus padres el Sr. D. Juan Martín de Saavedra y Ramírez, Duque de Rivas, y doña María Dominga Remírez de Baquedano y Quiñones, Marquesa de Andía y de Villasinda, grandes de España. Pero D. Ángel, hijo segundo, no era el heredero inmediato de los títulos y grandeza de sus ilustres padres. Criado en Córdoba al cuidado de dos hermanas de su padre, desde los años más tiernos se acumularon en la persona del niño las gracias y favores de la corte; que se apresuraban entonces a no dejar a los segundos tiempo de ambicionar, para compensar en cierto modo el privilegio de los mayorazgos, equilibrar en lo posible su condición, o impedir que los hermanos mirasen con envidia o germen de rencor a los que la suerte del nacimiento había favorecido más.

     Así, a los seis meses de edad le pusieron la cruz de Caballero de Justicia de la órden de Malta, y poco después la bandolera de guardias de Corps supernumerario.

     Su primera educación fue, no sólo correspondiente a su esclarecido nacimiento, sino superior en solicitud y esmero a la que por lo general cuidaban en España los Grandes de dar a sus hijos, a quienes se consideraba que no habrían menester de los favores de la fortuna, ni de ejercer ola la sociedad cargos y empleos, que hubiesen de requerir conocimientos demasiado vastos y profundos. Tocóle a nuestro protagonista la buena suerte, que alcanzó entonces a muchos jóvenes que después fueron hombres ilustres y aventajados. La revolución francesa había lanzado sobre nuestro suelo millares de emigrados virtuosos e instruidos, que buscaban en la generosidad española un abrigo contra la voracidad de la guillotina revolucionaria; y España, que dentro de pocos años había de lanzar de su seno tantos proscriptos, pagaba entonces anticipada la triste deuda de la futura hospitalidad.

     Habíase hecho casi moda y buen tono en todas las casas pudientes recibir para ayos de sus hijos a eclesiásticos franceses fugitivos de aquella sangrienta carnicería; ciertamente que no tuvieron motivo para arrepentirse. Los individuos del clero francés estaban entonces a mayor altura de ilustración y de ciencia que los de igual clase en España, y aplicábanse con ahínco a corresponder dignamente a la benévola acogida, que encontraban sus talentos, sus virtudes y sus desgracias. Tocóle también por ayo a nuestro D. Ángel, un ilustrado canónigo emigrado, llamado Mr. Tostín, y bajo su dirección estudió, a par de las primeras letras, la lengua francesa, y elementos de historia y de geografía. Desde aquella temprana edad le fueron asimismo revelados los principios de las bellas artes, e inoculado el gusto por la pintura, en que había de ser después tan sobresaliente aficionado, aprendiendo los primeros rudimentos del dibujo bajo la dirección de Mr. Verdiguier, escultor francés establecido en Córdoba.

     Pero la primera invasión de la fiebre amarilla, que tan horribles estragos hizo en Andalucía, obligó a sus padres a llevarle a Madrid, dándole por ayo a un honrado sacerdote, que lo enseñó la latinidad, y por maestro para continuar sus estudios de francés, historia y geografía, a M. Bordes, también emigrado francés muy protegida del Duque su padre.

     Los instintos artísticos y literarios brotan en la primera infancia en todos aquellos, a quienes la providencia destina para que cultiven las artes o conserven vivo sobre la tierra el fuego sagrado del entusiasmo, que están encargados especialmente de eternizar y de transmitir a las generaciones sucesivas los grandes poetas. Don Ángel Saavedra fue pintor y poeta desde la cuna. Aficionadísimo ya en sus más tiernos años a los versos, hubo además circunstancias domésticas que determinaron esta inclinación, y fomentaron en gran manera lo que era ya en él efecto del temperamento, espontáneo producto de una imaginación lozana, influencia de la patria y del clima, y generoso presente de la naturaleza.

     El Duque su padre hacía también versos, y no malos, en el estilo de Gerardo Lobo, y había en la casa un antiguo mayordomo, que los componía con singular facilidad, atestados de retruécanos y equívocos, y que en todas las festividades de familia se creía en la obligación de dar muestras de su festiva y fecunda vena. Eran demasiado inmediatos, sino muy notables y distinguidos estos ejemplos, para que no obrasen poderosamente sobre la precoz imaginación del joven D. Ángel, y le estimulasen a probar también fortuna en aquel doméstico certamen. No menor pasión mostró por el dibujo; y el mayor castigo que le podían imponer para reprimir sus juveniles travesuras (en las que cuenta la historia que sobresalía grandemente nuestro protagonista) era recogerle los lápices, y prohibirle el dar lección de aquel su arte favorito y predilecto entretenimiento.

     En el año de 1802 perdió D. Ángel al Duque su padre, que falleció en Barcelona, a donde había ido con la corte a recibir a la princesa napolitana doña María Antonia, primera esposa de Fernando VII, entonces Príncipe de Asturias, y de la cual estaba nombrado Caballerizo mayor. Distinguíale el Rey Carlos IV con singular favor; y en demostración de lo que había sentido su muerte, y del aprecio que hacía de su memoria, condecoró al heredero de la casa, hermano mayor de D. Ángel, con los empleos de Exento de Guardias de Corps y de Gentil-hombre de cámara con ejercicio, y con servicio particular cerca de su persona.

     D. Ángel había recibido también, a la edad de siete años, la gracia de Capitán de Caballería agregado al regimiento del Infante; y al fallecer su padre, la Duquesa viuda, que quedó tutora y curadora de sus hijos, dispuso que entrase en el Real Seminario de Nobles de Madrid, para que recibiese la brillante y esmerada educación que en él se daba. Hallábase entonces en efecto aquel establecimiento bajo el pie más brillante, y podía competir con los mejores de Europa, así por su organización como por el mérito y circunstancias de sus esclarecidos profesores.

     Era su Director General el Brigadier D. Andrés Lopez de Sagastizábal, tanto más notable por sus modales finos y cortesanos, por su varia y escogida erudición, y por un talento y tacto particular para el cargo delicado que desempeñaba, cuanto que había empezado su carrera de soldado raso. El laborioso y conocido humanista D. Manuel de Valbuena era regente de estudios, y hombres asimismo notables y escogidos en todas las carreras los catedráticos y directores de sala, encargados de dar a los niños de las familias ilustres una educación, que por cierto no encontrarán en el día, después de tantos adelantos y progresos, en ningún establecimiento público.

     Estudió D. Ángel latinidad con D. Antonio Salas; poética y retórica con D. Demetrio Ortiz, después Ministro del Tribunal Supremo de Justicia, y que conservó siempre el más tierno cariño a su discípulo predilecto; matemáticas con D. Agustín de Sojo, y geografía e historia con el célebre D. Isidoro de Antillón. Cultivaba al mismo tiempo el dibujo y el idioma francés, y se ejercitaba en la esgrima, en la que salió notablemente aventajado. No sobresalía D. Ángel ciertamente por su aplicación, ni mostraba la tenacidad necesaria para adelantar con grandes progresos en estudios profundos y en especulaciones científicas; pero era notablemente distinguida la vivacidad de su ingenio, la facilidad de su comprensión y su felicísima memoria, debiéndose a estas aventajadas disposiciones el lucimiento, con que en todos los exámenes y actos públicos solía brillar más que otros compañeros suyos de esmerada aplicación e infatigables en el trabajo. La poesía y la historia eran sus estudios favoritos; las ciencias exactas inspirábanle tedio y aversión profunda, como suele acontecer en todos aquellos en quienes predominan las facultades de la imaginación. En aquella época componía versos de bastante mérito, ya en traducciones de los clásicos latinos, ya en composiciones originales, en que se proponía seguir las huellas de Herrera, autor que él creía, o que lo hicieron creer, -y no por cierto sin razón sobrada, -que era el modelo mejor qne podía imitar su naciente musa.

     Otras tareas, empero, y otras ocupaciones debían atajar el vuelo de su lozana fantasía y los progresos de su afición literaria. La época no era entonces de letras; era de armas. Abrasábase la Europa en guerras. Las portentosas y sangrientas campañas del emperador Napoleón absorbían la atención del mundo entero, y amenazaban la existencia de todos los pueblos y naciones. De un extremo al otro de la Europa crujía el estruendo de las armas, y tronaba por todos los campos el cañón de las batallas. Todavía no se había dado en nuestra Península la señal de combatir; pero todas las imaginaciones estaban preocupadas por la guerra, que se avanzaba como una necesidad fatal. Su instinto fermentaba inquieto y vago, pero poderoso y amenazador, en los corazones de todos, y con más ardor en la sangre de la juventud. Era entonces España aliada de Bonaparte, y aquel cometa de guerra arrastraba en su órbita sangrienta no menos a los que no eran sus contrarios, que a sus declarados enemigos.

     Dispúsose para marchar al norte la famosa expedición auxiliar confiada a las órdenes del Marqués de la Romana. D. Ángel, a fines del año de 1806, cumplidos apenas los diez y seis de edad, había salido del Seminario para incorporarse a su regimiento, que estaba de guarnición en Zamora; y fue aquel cuerpo uno de los de caballería, que debían marchar a hacer la guerra más allá del Rhin a nombre del ambicioso Emperador. Pero la Duquesa viuda, vivamente apesadumbrada de que su hijo se separase de ella en tan tierna edad, para ir a guerrear en lejanas tierras, por una causa que no era la de su patria; y deseosa, como tierna madre, de que adelantase más rápidamente en su carrera sin exponerse a tantas fatigas, consiguió que pasara a empezar sus servicios al Cuerpo de Guardias de la Real Persona, dejando su empleo de Capitán efectivo, por el de Alférez sin despacho, como simple guardia.

     No era ciertamente aquel Cuerpo una escuela de literatura, ni el Cuartel de Guardias de Corps el sitio más a propósito para perfeccionar la esmerada educación de un joven ilustre. Pero por fortuna de D. Ángel, tocóle en suerte tomar plaza en la compañía flamenca, compuesta de caballeros extranjeros, la mayor parte belgas, que o por gozar de menos medios de fortuna, o por estar más lejos del mimo y amparo de sus familias, o por haber recibido en sus primeros años una educación más esmerada, vivían en el cuartel con más disciplina y compostura. Fue su compañero de cuarto un Mr. Bouchelet, joven fino, moderado e instruido, que pasaba los días leyendo, pintando con primor en miniatura, o tocando la flauta con singular habilidad; y el nuevo guardia, trabando con su camarada estrecha amistad, y estimulado de noble emulación, pintaba tambien y leía a su lado.

     Empezaron asimismo sus relaciones de afecto con el Conde de Haro, después Duque de Frías, desde su edad más tierna aficionadísimo a las musas, y con D. José y D. Mariano Carnerero, y D. Cristóbal de Beña, jóvenes literatos, que bajo la dirección de Luzuriaga y del famoso Capmany, redactaban un periódico literario. D. Ángel empezó también a ensayar en él sus fuerzas, y a buscar en sus páginas los primeros desahogos de la publicidad, que tanto halagan al talento naciente, que tanto alientan y dilatan en la juventud primera el corazón entusiasta, que necesita, para respirar y vivir, la brisa vivificante del aplauso y de la gloria. D. Ángel escribió para aquella publicación varios versos y algunos artículos en prosa; y solícito no menos de cultivar el arte de la pintura, para el cuál había mostrado tan felices disposiciones, había tomado por maestro al pintor de Cámara D. José López Enguídanos. Ciertamente que la conducta de nuestra protagonista podrá parecer ejemplar, comparada con el proverbial desarreglo que caracterizaba, al privilegiado Cuerpo en que servía.

     Tocóle empezar a servir como Guardia, después de algunos meses de aprendizaje, en las jornadas de los Reales Sitios de 1807, primero en Aranjuez, y en el Escorial en seguida. Ya entonces hirió su atención la primera escena del espectáculo político, que después había de desenvolverse a los ojos de la Nación y del mundo, en cuadros tan variados como sorprendentes y espantosos. En el Escorial vio D. Ángel levantarse el telón del drama revolucionario. Allí empezó con los famosos sucesosllamados del Escorial, con el alto escándalo de la causa formada al Príncipe de Asturias, y con la prisión del primogénito de los Reyes.

     La revolución empezaba, y empezaba desgraciadamente antes que en las plazas públicas, en el Palacio de los Monarcas. Tremenda expiación debía venir después sobre los autores y cómplices de tales escándalos; grandes plagas de calamidades y de infortunios sin cuento habían de llover, a poco, sobre las elevadas personas, que así faltaban, -ellas las primeras, -al respeto debido a su carácter augusto; grave baldón, y menosprecio y descrédito sobre el sagrario del Trono, cuyas cortinas ellos descorrían, ¡para que viesen los pueblos en él las miserias y flaquezas de la humanidad! Aquel prestigio conservador de la Monarquía recibía su primer golpe; pero golpe ya de muerte, y en el corazón; primera hendidura del secular edificio, qué debía conocerse más tarde cuando el vaivén del terremoto le sacudiese; fermento y levadura primera de la revolución, que insensiblemente se inoculaba en la sangre del pueblo.

     Acaso este espectáculo no dejó de influir en el carácter político de nuestro D. Ángel, y en el sesgo de sus ideas, quizá sin que él mismo lo percibiera. Cuando años más adelante contribuyó él a trasladar preso a un monarca, de una ciudad a otra de la Península, ni él tal vez, ni los jueces que le condenaron, se acordaban sin duda de que había empezado su vida viendo a aquel rey preso, e infamado por sus propios padres, reyes también y reyes españoles.

     Poco después de aquellos ruidosos sucesos se verificó la reforma del Cuerpo de Guardias. Quedaron suprimidas las compañías extranjeras, se declaró Jefe supremo del Cuerpo al Príncipe de la Paz, y las esperanzas de D. Ángel de hacer pronta carrera se desvanecieron, así por el gran número de Jefes que quedaron supernumerarios, como porque aquel poderoso personaje no miraba con ojos muy favorables a la familia de Rivas, y estaba particularmente indispuesto con el Duque, hermano mayor de D. Ángel.

     Pero, entretanto, se aproximaban, a más andar, los extraordinarios sucesos de 1808. Los ejércitos de Napoleón atravesaban los Pirineos, y bajo pretexto de pasar a Portugal, se apoderaban de las plazas fuertes de España. La Corte de Aranjuez, conocidos ya los verdaderos intentos de los invasores, aunque sin atreverse a revelarlos, andaba aturdida y desatentada. Quiso reunir en derredor de sí el mayor número de tropas posible; y a mediados de Marzo llamó repentinamente a toda la guarnición de Madrid. En la ansiedad que produjo esta medida, formábanse mil conjeturas, a cual más temerosas y extrañas, sobre el motivo que la impulsaba. Como quiera, los sucesos que se preparaban eran extraordinarios, y el deseo de tomar parte en ellos, de tal manera aguijaba y encendía el ánimo a nuestro joven, que habiéndose dispuesto la salida de los escuadrones de Guardias, y no habiendo suficiente número de caballos, que quedasen en Madrid los más jóvenes, entre los que aquel se contaba, pidió y le fue concedido marchar en un potro cerril de la última remonta.

     Entonces fue testigo presencial de los sucesos memorables de Aranjuez en marzo; vio la caída de un privado, la destitución de un rey, la abdicación de un padre, y el ensalzamiento de un hijo en brazos del ímpetu popular; y entró a poco en Madrid, en la escolta del nuevo rey Fernando VII el día que con tanto júbilo y entusiasmo, entre lágrimas y aclamaciones, le recibió enloquecida de placer y de esperanzas la capital de la Monarquía, ocupada e invadida ya ésta por los ejércitos franceses.

     La fermentación iba cundiendo; la situación se complicaba cada día; la familia real abandonó la capital de sus dominios, dejándose a la espalda el antemural que le ofrecía la entusiasta lealtad de sus súbditos; el descontento contra los franceses se revelaba por todas partes, en síntomas inequívocos, presagios de más violentas demostraciones. El terrible dos de mayo estalló al fin, amenazadora e imponente, aunque vencida, la indignación del pueblo de Madrid.

     No presenció D. Ángel aquellas escenas de sangre, porque al amanecer de aquel mismo memorable día había salido a Guadalajara con un escuadrón, que la Junta de Gobierno, dominada por el Duque de Berg, envió a dicho punto, y que regresó a los pocos días. Pero el Cuerpo de Guardias, ya por la parte inmediata que había tenido en los sucesos de Aranjuez, ya por la influencia que ejercían entonces en el ánimo del pueblo sus individuos, era mirado con gran desconfianza por los franceses; y aunque reducido en la capital a menos de la mitad de su fuerza, por los gruesos destacamentos, que habían acompañado hasta la frontera a las personas reales, todavía el príncipe Murat deseaba sacarle de Madrid, y empeñarle en seguir alguna de sus divisiones destinada a invadir las provincias. Mas sabiendo que en el cuartel se celebraban reuniones clandestinas de jefes, oficiales y guardias, para tomar un partido decisivo, y que habían salido disfrazados varios individuos del Cuerpo a fomentar el levantamiento de las provincias, mandó que marchase al Escorial con sus estandartes y con toda la fuerza disponible.

     Causó grande agitación y alarma esta órden. Muchos Jefes, Exentos, oficiales y guardias pidieron su retiro o su licencia absoluta. Procuró tranquilizarlos el Ministro, convocando a su despacho a los Jefes e individuos más influyentes, entre los que se contaban nuestro D. Ángel y su hermano el Duque. Hiciéronseles promesas, ofreciéronseles seguridades, y se les prometió que no encontrarían un solo francés en el camino, ni en el Escorial. Pero salido el escuadrón de Madrid, y apenas había pasado de Galapagar, se encontró con dos escuadrones franceses de dragones, y un batallón de infantería ligera, que dejando pasar a los guardias, siguieron detrás de ellos como a un cuarto de legua, entrando casi a un tiempo en el Escorial, donde estaba acantonada la división francesa del General Frere.

     Allí pasaron ocho días en la mayor ansiedad, alarmados de continuo con los avisos confidenciales que recibían de los parientes y amigos de Madrid, anunciándoles cada día peligros y asechanzas. Quién les escribía que iban a ser pasados a cuchillo a media noche en sus alojamientos: quién que los franceses trataban de provocar por medio de una querella particular, una refriega en qué exterminarlos: quién que iban a ser desarmados y llevados en rehenes a Francia cargados de cadenas: voces y rumores que denotan el estado de exaltación y de zozobrosa inquietud en que se hallaban entonces los ánimos, y a los que en cierto modo podía prestar probabilidad la manera irregular con que habían sido conducidos y con que eran tratados en el Escorial.

     En esta angustiosa posición, llegó una tarde al anochecer el oficial de guardias españolas Quintano con pliegos para el General Frere. A su recibo, hizo que sigilosamente tomaran sus tropas las armas en sus cuarteles, y que con disimulo se reforzasen los puestos; y convocó a su casa al General Perellós con los Exentos, oficiales y algunos guardias, entre los que fue D. Ángel con su hermano el Duque. Recibiólos el francés con la más atenta urbanidad, y rogando al mensajero que expusiese el objeto de su viaje. Quintano, después de un diestro preámbulo, manifestó que el Colegio de Artillería de Segovia estaba en insurrección; que iban a marchar fuerzas francesas a sujetarlo, y que el Príncipe Murat deseaba que el escuadrón de guardias las acompañara para procurar con su prestigio calmar la efervescencia de aquella ciudad, y evitar que se llegase al último extremo. Reinaba, mientras este discurso, gran inquietud en la asamblea, sin embargo de que el oficial enviado, persona tan sagaz como cortés y discreta, no omitió ninguno de aquellos primores que disfrazaban la orden, presentándola sólo con el carácter de una insinuación y de un buen deseo. Mas, finalizada apenas su arenga, levantóse nuestro D. Ángel de su asiento, y con impetuoso ademán, y con todo el calor de los diez y ocho años, empezó a contestar a nombre de todos, negándose a marchar sobre Segovia, y manifestando alta y resueltamente que ningún guardia pensaba en hacer traición a su patria, ni contribuir como instrumento de extraña tiranía a la opresión y castigo de sus compañeros de armas. En esta primer arenga y estreno de nuestro personaje, eran tan noble y patriótica la atrevida resolución, cuanto fueron acaloradas y descompuestas sus razones. Aplaudieron, sin embargo, todos su arranque de osadía y elocuencia: quedóse perplejo el General francés; y prudente el oficial, para atajar los resultados desagradables de una resolución estrepitosa, se limitó a echar en cara al arrojado mozo su poca edad, y la inconveniencia de tomar el primero la palabra, delante de tantas personas de respetabilidad y de servicios. Pero contra su propósito, sus palabras produjeron el efecto de irritar más los ánimos, y de que todos levantasen tumultuosamente la voz en favor de D. Ángel. Calmólos en fin el General francés, accediendo a que el escuadrón quedaría en el Escorial, o regresaría a Madrid, ya que se negaba a cooperar a los buenos deseos del Duque de Berg, y regresó en posta Quintano camino de Madrid, portador de la nueva de sus inútiles esfuerzos.

     Pasaron aquella noche con ansiedad y en vela los guardias, preparados sus caballos y sus armas. Al amanecer advirtieron que la división francesa había evacuado el pueblo; y a media mañana recibieron la órden de regresar inmediatamente a Madrid. Emprendieron la marcha tarde, y pernoctaron en Galapagar. Deliberaron allí sobre tomar un partido, y fueron varios y discordes, como acontece siempre, los pareceres. Opinaban unos porque el Cuerpo se dispersara, esparciéndose sus individuos por las provincias para fomentar y organizar su general levantamiento: creían otros más conveniente mantenerse reunidos, y aprovechar la ocasión oportuna de marchar al punto en que se formase el primer ejército español. Eran de esta última opinión D. Ángel y el Duque su hermano; mas como no hubiese allí autoridad que decidiera, cada cual aquella noche tomó su resolución y su caminó, dispersándose los primeros, y quedándose los últimos con el General Perellós y con sus estandartes. El mermado escuadrón, reducido a menos de la mitad de su fuerza, recibió en la Puerta de Hierro la órden de ir a Pinto, sin detenerse, ni entrar en la Corte. Siguió D. Ángel a sus compañeros, y su hermano entró en Madrid para ver y tomar datos más seguros, a fin de adoptar una determinación conveniente y decisiva.

     En Pinto conocieron cuán pocos eran para permanecer reunidos, y abrazar como Cuerpo la causa de la nación, no pudiendo abrirse paso a través de tantas tropas francesas, como circunvalaban la capital. Fuéronse, unos tras otros, ausentando todos los que habían llegado allí; y D. Ángel Saavedra entróse de oculto en Madrid a reunirse con su hermano. Era de opinión de irse a Castilla, donde se decía que se habían incorporado a las tropas del General Cuesta los destacamentos de guardias, que habían acompañado a las Personas Reales, y que representaban todo el Cuerpo, teniendo allí dos estandartes. Pero el Duque, entusiasmado con las noticias de Zaragoza, y con el nombre de Palafóx de quien era compañero y particular amigo, decidió que emprendiesen el camino de aquella ciudad. Salieron los dos hermanos a Guadalajara; y en pocos días, preparado su viaje, y escondidos sus papeles y sus armas en los tercios de una acémila, disfrazados, y provistos de buenos caballos, tomaron la ruta de Zaragoza, evitando el camino real.

     Iban encontrando alarmada toda la tierra; y avizoradas todas las gentes de los pueblos, miraban con recelo a los transeuntes. En un lugar de los primeros de Aragón, a que llegaron nuestros viajeros, se vieron rodeados de gran muchedumbre de personas, que les preguntaban con avidez noticias, y que querían indagar sus nombres y los intentos con que caminaban. Manifestáronles D. Ángel y su hermano sus pasaportes, firmados por autoridades españolas, si bien con nombres supuestos; cuando tropezando desgraciadamente en la plaza la acémila, rompióse el lío en que llevaban ocultas las armas. Los lugareños, que vieron rodar por el suelo espadas, pistolas y carabinas, gritaron ¡traición! palabra de muerte entonces, y querían en tumulto dársela pronta a los viajeros. El alcalde los salvó del primer ímpetu de la cólera de las turbas, encerrándolos en la cárcel, a cuya puerta se agrupaba bramando el enfurecido paisanaje, que decía haber visto entre las armas, grillos y esposas para atar españoles y venderlos a Napoleón. Pero por gran fortuna para los dos presos, estaba en el pueblo aquel, uno de los Guardias de Corps, que se habían dispersado en Galapagar, y gozaba en él de mucha influencia y popularidad. Acudió al lugar del desorden, penetró en la cárcel, y reconociendo en el Duque a un estimado jefe, y en D. Ángel a un compañero querido, publicó sus nombres, asegurando que eran leales patriotas y amigos del General Palafox. Trocóse luego al punto el furor popular en rendidos agasajos, la prisión en obsequioso hospedaje, y los gritos de muerte en vivas y aclamaciones de entusiasmo, con que por toda la duración de la noche, quisieron aquellas gentes recompensar de alguna manera a nuestros caminantes el mal rato, que a su recibimiento habían debido pasar.

     Pero escarmentados estos con tal contratiempo, informados de que antes de llegar a Zaragoza hallarían nuevas dificultades, y de que era verdad que había con el General Cuesta un escuadrón de su Cuerpo, mudaron de plan y de dirección, encaminándose a Castilla buscando la sombra de sus estandartes. Hubo de ser penosa, tardía, y rodeada su marcha, para no topar con franceses; y no pudieron llegar a los reales españoles hasta después de las jornadas de Cabezón y de Rioseco, encontrando, al fin al ejército recobrándose de aquellos gloriosos desastres en las inmediaciones de Salamanca. Fueron muy bien recibidos en San Muñoz por el General en Jefe, y marcharon seguidamente a Tamames. Hallábase allí el escuadrón de Guardias, compuesto de los destacamentos que habían acompañado a la familia real a Francia, y de los dispersos de Madrid, Galapagar y Pinto, componiendo una fuerza de 200 hombres mandados por el Exento, Marqués de Palacios, y muy acreditados ya por la bizarría, con que habían peleado en Rioseco. Uniéronse a ellos los hermanos Saavedras, como quien después de muchos peligros, arriba a los hogares domésticos; que en aquella guerra santa y pura, eran para los españoles la familia sus camaradas, y su paterno solar el campamento.

     Ganada en las vertientes meridionales de Sierra-Morena la gloriosa batalla de Bailén, marchó el ejército de Castilla sobre Madrid a incorporarse con el General Castaños; y en esta marcha combatió D. Ángel por la primera vez, saliendo en guerrilla a picar la retaguardia de un destacamento francés rezagado en Sepúlveda. Incorporado entonces a un escuadrón de Guardias de la división que mandaba el Conde de Gante, marchó con ella a Logroño, que fue atacado a los pocos días por tropas francesas. Los Guardias hicieron entonces importantes servicios, y las orillas del Ebro los vierón combatir con tanta bizarría, como los habían visto las márgenes del Órbigo y las llanuras de León. D. Ángel compartió los peligros y la gloria de sus compañeros en todos aquellos sucesos, y pasó poco después, dada nueva organización al ejército, a reunirse con otro escuadrón del mismo Cuerpo, que se había reorganizado en Madrid, y que formando parte de la reserva en la desgraciada jornada de Tudela, fue maltratadísimo en la voladura del repuesto de municiones de Tarazona. Perdió en aquella noche el Duque su caballo, y recibió una fuerte contusión, teniendo que hacer la penosa marcha de la retirada, a las ancas del caballo de su hermano D. Ángel.

     Retiráronse sobre Madrid, y en una refriega cerca de Alcalá sacó D. Ángel el caballo muy mal herido. Perdido Madrid, hizo la retirada a Cuenca, y después del desastre de Uclés, en que se halló como ordenanza del General en Jefe, marchó con su escuadrón a la Mancha. Pero adoleció gravemente el Duque, de calenturas pútridas, y tuvo que retirarse a convalecer, acompañándole su hermano a la ciudad de Córdoba, donde tenían a su madre. Restablecióse el enfermo, y marchando ambos a Extremadura, donde se hallaba su Cuerpo, pelearon con él en la memorable batalla de Talavera. Regresó a la Mancha el escuadrón, cuyo mando había recaído en el Duque, y formó parte de la división de caballería que mandaba el General Bernuy, la cual después de sorprender y arrollar impetuosamente a los enemigos en Camiñas, Madridejos y Herencia, habiendo avanzado hasta Mora, se vio atacada súbitamente por mayores fuerzas, y obligada a retirarse precipitadamente por el puerto de la Jara. Empeñada ya en aquel estrecho, apretóla el enemigo en tal manera, que se pronunció en completo desorden abandonando la artillería. Pero el Duque de Rivas, que era bizarrísimo y entendido oficial, logró mantener firme su escuadrón, y corriendo de uno al otro lado, con su hermano D. Ángel y otros valientes, logró restablecer el orden, contener, reunir y rehacer a los fugitivos, y dar por último una carga tan oportuna y denodada, que salvó las piezas, de que era ya casi dueño el enemigo.

     Después de otras correrías por la Mancha, retiróse la división a la Carolina, donde organizado de nuevo el ejército al mando del general Aréizaga, marchó decidido sobre Madrid. Preparábansele a nuestro D. Ángel en esta campaña más graves peligros y más lastimosos desastres, que los que hasta entonces había corrido y presenciado. Tocaba a su fin el año de 1809, y el 18 de noviembre, víspera de la desgraciada batalla de Ocaña, avanzó por la tarde la división de Bernuy sobre Antígola, donde sostuvo un duro choque contra duplicadas fuerzas francesas, mandadas por el general París. Hicieron los guardias, al mando del Duque de Rivas, prodigios de valor en aquel reencuentro. Cargaron como desesperados, cuando ya estaba deshecha el ala izquierda de la división, rehaciéndose y volviendo cara tres veces sobre el enemigo, con pérdida de más de la tercera parte de su fuerza.

     Tuvo D. Ángel herido el caballo, desde los primeros, momentos de aquella acción tan desgraciada; pero continuó peleando con indecible denuedo, cuerpo a cuerpo y a cuchilladas, con los enemigos que le rodeaban. Recibió dos muy peligrosas en la cabeza, y una profunda estocada en el pecho, y todavía cerraba firme y desesperado con sus cojutrarios; pero cercado al fin de enemigos, y atravesado de un bote de lanza, cayó a tierra entre los muertos, y pasó por sobre su cuerpo desangrado, aumentando sus heridas, el tropel de los combatientes. Su hermano el Duque, que a lo lejos, entre el humo y la confusión de la pelea, le había visto en tan peligroso empeño, volaba a toda brida a su socorro, cuando le vio caer y desaparecer entre la muchedumbre, que no podía atravesar.

     Cerró triste y negra la noche; los nuestros, en confuso desorden, se retiraron a Ocaña, donde estaba ya el grueso del ejército; y los franceses, con pérdida de su General, se replegaron sobre Antígola, quedando por unos y otros abandonado el campo de batalla, cubierto de cadáveres. Reunía el Duque de Rivas junto a las tapias de Ocaña los destrozados restos de su gallardo escuadrón, y a la siniestra luz de un hacha de viento, pasaba lista para cerciorarse de su pérdida. Su hermano no estaba allí. Cien veces repitió su nombre con el acento de la desesperación, y nadie respondía. Por último, y con las lágrimas en los ojos, rogó a algunos guardias que saliesen en busca de su cadáver. Hiciéronlo así varios, que amaban mucho a su comandante, y que conocían toda la intensidad de su gran dolor; pero fue vana su fatiga. La providencia envió por otros medios socorro al joven moribundo.

     Era más de media noche cuando volvió en sí D. Ángel. Sintióse rodeado de cadáveres de hombres y caballos, y oía en derredor los quejidos de los moribundos. Estaba casi desnudo, porque había sido despojado. Divisaba por uno y otro lado lejanas fogatas, y probó con angustiosos esfuerzos, a caminar por entre rotas armas y sobre charcos de sangre. A pocos pasos sintióse desfallecer, turbó su cabeza el vértigo de la agonía, y se preparaba a morir. Pero entre las tinieblas de la oscurísima noche, creyendo divisar el bulto de un hombre, que llevaba detrás de sí un caballo, le gritó para que viniese a socorrerle. Era un soldado español del regimiento del Infante; su nombre ha quedado en la agradecida memoria de nuestro protagonista, de cuyos labios le hemos oído alguna vez. Llamábase Buendía, y había venido al campo a recoger despojos. Acercándose, y enterado de quién era el herido, con gran trabajo le levantó del suelo, y terciándolo sobre el caballo lo mejor que pudo, le condujo a Ocaña.

     Estaban los hospitales tan atestados de heridos y moribundos, que ya no hubo para éste cabida. Buendía consiguió, a fuerza de ruegos, que lo admitiesen en una casa particular, donde le fueron prodigados todo género de socorros, y corrió en seguida a media legua de allí, donde con los restos de su escuadrón vivaqueaba el Duque. Voló éste a abrazar a su hermano, después de recompensar largamente al soldado libertador, e hizo traer casi a la fuerza un cirujano del hospital. Vino, y halló al herido moribundo. El frío de la noche, contrayendo las heridas y coagulando la sangre, había contenido la pérdida de ésta; pero al calor del lecho y de una atmósfera más templada, sobrevino una espantosa hemorragia. No halló el cirujano otra cosa que recetarle que la Extremaunción, y salió a prestar sus auxilios a quienes pudiesen aprovechar. Traspasado de dolor el Duque, demandaba en vano otro facultativo, y las gentes de la casa trajeron un barbero del pueblo, que hizo diestramente la primera cura, y dio muy buenas esperanzas.

     En esto, amanecía; los tambores batían generala por todas partes; los enemigos estaban encima. El Duque, dando un doloroso abrazo a su hermano moribundo, dispuso que trajeran un carro del país, para alejarle de allí con otros siete guardias heridos, sobre cuya suerte velaba con no menos ternura que sobre la de su hermano. Y para ir más descuidado adonde le llamaban los clarines, rogó al sub-brigadier D. Julián Poveda, y al guardia Mendinueta, que acompañasen y custodiasen, hasta ponerle en salvo, su para él tan precioso depósito.

     Marchó el carro lentamente, y a poco empezó a oírse a su espalda el gran rumor de la espantosa batalla. Cuando a media tarde llegó a Tembleque, ya los fugitivos y dispersos anunciaron la infausta nueva de aquella infelicísima jornada. Los siete guardias heridos, que iban en compañía de D. Ángel, uno tras otro se habían ido muriendo por el camino: sólo él continuaba firme y animoso en situación tan horrible. La confusión crecía por momentos. Poveda y Mendinueta entráronse con él en el carro, para asistirle más de cerca, y apresuraron la fuga. Pero el camino real se puso a poco intransitable con el número de fugitivos, carros, cañones y bagajes que llegaban precipitados, y ya perseguidos. Al anochecer aparecieron los franceses deteniendo y acuchillando aquellas apiñadas turbas. Oíanse sus voces y el estruendo de los pistoletazos: los criados de Poveda y Mendinueta, que seguían el carro con los caballos de sus amos, les rogaron que se pusiesen en salvo y abandonasen al herido; pero aquellos pundonorosos caballeros y leales amigos, con heroica resolución, mandaron a sus criados que escapasen como pudiesen, quedándose ellos con su compañero para perecer con él. Era Poveda de Daimiel, conocía la tierra, y dispuso tomar otro rumbo. Con ruegos, amenazas y ofertas obligó al carretero a dejar el camino real, y a seguir a campo-traviesa la dirección de aquella villa. La misma confusión favoreció sus intentos, y después de vencer mil obstáculos para atravesar aquellas llanuras, llegaron al amanecer a Villacañas, donde descansando el herido, y hecha la segunda cura, se halló más repuesto y animoso. A su estada en aquel pueblo compuso después aquel bello romance que empieza:

                                  Con once heridas mortales,
Hecha pedazos la espada,

que anda impreso en sus poesías, y saben muchos de memoria. Pasó allí tres días, prosiguió su viaje con más seguridad por el camino de Montizón, regresó Mendinueta en busca de sus estandartes a meterse en nuevos peligros, y a anunciar al Duque que su hermano quedaba en salvo, y después de once días de penosísimo viaje, llegó Poveda con el herido a Baeza.

     Logró en aquella ciudad la más esmerada asistencia, y al cabo de veinte días hallóse muy repuesto, menos de la lanzada en el pecho, y otra en la cadera, que le tuvo cojo algunos años; y sintiéndose con fuerzas, pasó a Córdoba, donde estaba la Duquesa su madre. Su recibimiento en aquella ciudad debió satisfacerlo y lisonjearle en gran manera. Muchas gentes salieron a esperarle al camino; y en las calles fue detenido varias veces su carruaje, por la muchedumbre, que se agolpaba a verlo y victorearle. El entusiasmo popular recompensaba largamente en aquella época de verdadero patriotismo los servicios militares y la sangre derramada en las batallas.

     El regalo de la casa paterna apresuró su convalecencia, aunque por la frecuencia con que vomitaba sangre, temiesen los facultativos, que a la larga, produjesen algún funesto resultado sus peligrosas heridas, algo precipitadamente cicatrizadas. Pero a principios del año de 1810 forzaron los franceses el paso de Sierra-Morena, y se derramaron por Andalucía. Retiróse D. Ángel con su madre a Málaga: detúvole allí arbitrariamente Abello, que había sublevado la población contra las autoridades legítimas, so pretexto de defenderla: entraron de pronto los enemigos, no pudo embarcarse, y después de perder sus caballos, equipajes y dinero, tuvo que esconderse con su afligida madre, disfrazados ambos y faltos absolutamente de recursos, en la miserable barraca de un pescador del Perchel. Sacólos de esta angustiadísima posición un oficial español, pasado a los franceses, que algunos meses antes había estado en Córdoba, alojado y obsequiado en la opulenta casa de los entonces ocultos y desvalidos. Este hombre generoso los descubrió por una casualidad, y facilitó a D. Ángel y a la afligida Duquesa pasaportes con nombres supuestos, caballerías y dinero con que dirigirse por la costa a Gibraltar, adonde llegaron felizmente.

     Pasó desde allí a Cádiz, acabado de sitiar por los franceses, y volvió a ver a su amado hermano, que acababa de llegar, siempre al frente de su escuadrón de Guardias. La Regencia del reino, instalada en la isla de León, y presidida por el General Castaños, colmó a don Ángel de honras y elogios, y le concedió en premio de sus servicios el grado y sueldo de Capitán de caballería ligera, quedando agregado al Cuerpo de Guardias, y otra vez a las órdenes de su hermano; y formado a poco por el general Blake el Estado Mayor de los ejércitos, entra D. Ángel como adicto, en el Estado Mayor General, que se estableció cerca del Gobierno, y tres meses después con plaza efectiva de ayudante segundo.

     Agitada y azarosa había sido la vida de nuestro protagonista en las fatigas y vicisitudes de aquella campaña.

     Había ciertamente en los trabajos de la guerra, de sobra con qué absorber y ocupar toda la actividad, ardor y entusiasmo de la juventud primera. La dirección belicosa que debían haber tomado todos los espíritus y todas las pasiones, los temores continuos, los frecuentes reveses, las largas marchas y penosas fatigas corporales, poco espacio podían dejar a los vuelos de la imaginación y al estudio de aquellas artes, para cuyo cultivo ha necesitado siempre el ingenio recogimiento, ocio y regalo. Sin embargo, nuestro D. Ángel no había dejado, en medio de los trabajos de la campaña, sus ocupaciones favoritas, y los mismos extraordinarios sucesos, o los variados cuadros, que a su vista se desarrollaban, acaloraban a veces su fantasía.

     El entusiasmo es más que la sensibilidad. Es esta una cualidad meramente pasiva; la otra, fecunda, expansiva y creadora. Los hombres muy sensibles y delicadamente impresionables, sienten mucho, gozan o padecen mucho, viven más vida que los otros hombres; pero pueden absorver en sí mismos esa vida, y como los cuerpos negros la luz, guardar en su propio corazón sus impresiones. El entusiasmo las recibe para reflejarlas; para comunicar a todos los demás lo que en sí no cabe, y rebosa. El entusiasmo no siente sólo, se inspira; no sólo vibra, suena; no sólo arde, quema; no sólo escucha, canta; y después de mirar, pinta.

     D. Ángel Saavedra, primero que militar, había nacido entusiasta, porque había nacido poeta. Necesitaba cantar lo que sentía, pintar lo que miraba. No había dejado de hacer versos y cuadros. Ni los unos ni los otros eran entonces buenos; pero no importaba. No era la época de la perfección; era la del estudio, la del progreso. Las artes son también una especie de guerra, y sólo los que han combatido en esa liza, saben cuán dura es a veces. En las batallas del genio, la lucha no es el triunfo, y también en sus reveses hay mérito y gloria. Muchos grandes talentos, como muchos grandes capitanes, han empezado por derrotas, que no dejan de ser hazañas. Nuestro poeta no podía hacer entonces obras maestras; pero sus producciones mantenían y atizaban el fuego sagrado de las musas, que a veces, si no se remueve, se apaga. Compuso entonces una oda al alzamiento de la nación española, otras piezas líricas que se imprimieron después entre sus poesías; y canciones patrióticas, versos de circunstancias, que él mismo no ha querido que sobreviviesen a los sucesos que los inspiraban. Y también en los campamentos y cuarteles dibujaba siempre que podía, ya haciendo ligeros retratos de sus compañeros, y alguna vez de sus patronas, ya tomando apuntaciones de grupos de soldados, caballos y cañones; de escenas militares, o de vistas y paisajes; todo, si no con gran maestría, con mucha inteligencia, animación y verdad.

     Esta facilidad de escribir y práctica de dibujar, le hicieron singularmente apreciado en el Estado Mayor, en que sus jefes le encomendaron el negociado de topografía e historia militar. Y sus heridas, su vivacidad, su carácter blando, y su trato jovial y ameno, lo granjearon el cariño de todos sus compañeros. Escribió entonces con mucho acierto los resúmenes históricos formados sobre los partes oficiales de los ejércitos, que se presentaban mensualmente al Gobierno, documentos preciosos para la historia de la guerra de la Independencia, que habrán desaparecido, o yacerán sepultados en algun archivo. Publicó una defensa larga y razonada del Estado Mayor, contestando a un folleto que apareció en Cádiz contra aquel establecimiento; redactó varias Exposiciones y Memorias al Gobierno sobre la organización del Cuerpo, y fue redactor y director del periódico militar del Estado Mayor, que se publicó semanalmente en Cádiz con general aceptación en todo el año de 1811.

     Por estas ocupaciones facultativas o abandonaba sus predilectos estudios. La amistad que entonces contrajo con el Conde de Noroña, Gobernador de Cádiz, con don Juan Nicasio Gallego, y el trato frecuente con D. Manuel José Quintana, D. Juan Bautista de Arriaza, con don Francisco Martínez de la Rosa y con otros esclarecidos literatos, avivaron su pasión por la poesía, haciéndole progresar cada día, sino en la inventiva y originalidad, hasta donde no se atrevía a lanzarse entonces, sí en la corrección y pureza del lenguaje, en la fluidez y sonoridad de la versificación, en la profundidad y elevación de los pensamientos. Distínguese ya por estas dotes el paso honroso, poema en cuatro cantos, en buenas octavas, que fue muy leído y aplaudido, y siguiendo al mismo tiempo su inclinación al dibujo, no sólo ejecutaba planos y croquis por obligación de su empleo, sino que concurría todas las noches a la Academia de Cádiz a estudiar el modelo vivo, y a copiar algunas buenas estampas de la escogida colección que aquel establecimiento posee.

     Nuestro D. Ángel había nacido artista, poeta, caballero; pero a pesar del papel que le ha tocado hacer en la escena de los negocios públicos, creemos que a esta fecha él mismo pensará que no había nacido para ocuparse en materias políticas, y que fue como una aberración en el destino de su vida la parte de hombre público que le ha cabido en suerte. El cometa fatal de la revolución debía lanzar a todos de su órbita, y arrebatarlos por un momento en su excéntrica y fatídica carrera. La política ha sido para los talentos de esta época el genio malo que los ha perdido; el epidémico influjo, que ha tenido por largos años paralizadas y en postración sus fuerzas más vitales; que ha abatido contra la tierra las alas de su vuelo.

     Afortunadamente ese cometa maléfico se aleja. El talento y la juventud se han desprendido de su órbita en sus postreras violentas sacudidas. Las letras y las artes, las ciencias y las musas han dejado a ese funesto meteoro marchar solo; y ahora, cuando más arrebatado parece que camina, gira ya sin los brillantes satélites que otro tiempo arrastraba, y su sulfurosa lumbre ilumina sólo las regiones de la ignorancia y de la vanidosa presunción. Pero en la época de que vamos hablando, los hombres de más ilustración estaban preocupados de los sentimientos, que habían despertado en todos los corazones los sucesos de la guerra, los desórdenes del reinado anterior y la catástrofe de la familia reinante, amalgamado todo con las ideas y teorías, que la revolución francesa había esparcido en la sociedad.

     D. Ángel había respirado el aire de guerra de los campamentos: respiraba ahora la atmósfera política de la isla gaditana y de la sociedad allí reunida; y sin apercibirlo él mismo, la revolución se inoculaba en sus venas. Había mirado la independencia como el mayor bien de su patria, y la vuelta de Fernando al trono de sus mayores, como el remedio de todos los males pasados, como el principio de una nueva época de regeneración y ventura. Pero tras de los nombres y los sentimientos de monarquía e independencia, habían venido los nombres y las esperanzas de Constitución y de libertad. Creía, como todos, que los gobiernos que se habían sucedido desde el alzamiento, eran la causa de los desastres de la duración de aquella guerra desoladora. Las Cortes era la palabra mágica, que simbolizaba el único remedio de los males y desaciertos que se lamentaban: D. Ángel participó naturalmente del entusiasmo unánime que excitaba su reunión. Las sesiones de aquel Congreso, a que asistía constantemente, fueron su primer escuela de política. La ardiente fantasía del poeta simpatizaba naturalmente con los fogosos arranques de los nuevos tribunos. Todo lo que se le figuraba reformas, merecía sus aplausos y abrazó con calor las más exageradas ideas del partido liberal.

     Las doctrinas políticas, como el cólera morbo, son más fulminantes y vehementes en el punto en que empiezan, y cuando tienen una esfera reducida de acción. Cádiz fue entonces el foco generador del cólera político, y adoleció de él gravemente nuestro D. Ángel. Varios versos satíricos, y algunos artículos, que publicó en Redactor General, fueron el desahogo de aquel entusiasmo. La Constitución del año 1812 fue a sus ojos la obra más perfecta de la inteligencia humana, el monumento más grande de su sabiduría y el cimiento más sólido de la grandeza y prosperidad nacional. Pero prueba del extravío de estos sentimientos, es que aquellos artículos y aquellos versos no han sobrevivido a los días de vértigo en que nacieron. El cantor de Mudarra, el poeta de los bellos romances, y que celebró después en versos inmortales los caballerosos recuerdos y las glorias tradicionales de la nación española, se burlaría tal vez hoy, si pasara la vista por producciones, que le inspiraron sus primeros amores con la revolución y con la libertad. Mejores eran sin duda los que, más mozo todavía, había compuesto a su primera amada.

     No cesaron en Cádiz sus tareas militares. Ascendido a Ayudante primero de Estado Mayor (Teniente Coronel efectivo), desempeñó varias comisiones importantes: se halló eventualmente en la batalla de Chiclana, a donde fue de órden de la Regencia para traer noticias; pero su ardor le llevó a mezclarse activamente en la pelea, antes que a atender el inmediato objeto de su comisión. Habiendo entrado el Gobierno en algunos recelos del General Ballesteros, pasó a su cuartel general comisionado para averiguar sus intenciones; y cuando levantado el sitio de Cádiz, y perseguidos los franceses, se amotinó en Córdoba la división del general Merino, so pretexto de sostener la resistencia de Ballesteros a reconocer al lord Wellington por General en Jefe, de los ejércitos españoles, envió la Regencia a D. Ángel con plenas facultades para atajar aquel desorden. El éxito coronó sus esfuerzos. Por su cooperación y consejo, el General Echávarri reasumió el mando, restableció la severidad de la disciplina, y se logró sacar de Córdoba en buen orden la división, después de deponer al General, y, de prender a los oficiales, principales cabezas y promovedores de la insurrección.

     La guerra tocaba a su fin. El triunfo importante de Vitoria aseguraba la evacuación inmediata de la Península. D. Ángel pretendió ser destinado a la sección de Estado Mayor, que servía a las órdenes de lord Wellington; pero no pudo conseguirlo, y resintiéndose de nuevo de la herida del pecho, que le hacía arrojar sangre por la boca, y aconsejándole los médicos quietud y reposo en el templado clima de Andalucía, pasó a Sevilla destinado al ejército de reserva. Fue a poco comisionado a Córdoba; y recibida la noticia de la victoria de San Marcial, y de que no quedaba ya un solo francés en el territorio español, se retiró del servicio militar con la consideración de Teniente Coronel, que por su empleo le correspondía.

     A la vuelta del rey Fernando, y abolida por el decreto de Valencia la Constitución de Cádiz, tuvo D. Ángel la rara suerte de no ser perseguido por sus ideas liberales, como al principio se lo había temido. Lejos de eso, el Rey dispensó a ambos hermanas la más cordial acogida, elogió en pública corte sus servicios militares, y concedió a D. Ángel el empleo de Coronel efectivo de caballería, con el sueldo correspondiente, consignado como retiro en la plaza de Sevilla. Establecido en la hermosa capital de Andalucía, pudo aprovechar los ocios de la paz, y consagrarse de lleno a las tareas literarias y al cultivo de la pintura. Las amistades que contrajo con el respetable anciano D. Francisco Saavedra, con el erudito, aunque extravagante Vargas Ponce, con el ilustrado Ranz Romanillos, y con el poeta D. Manuel María de Arjona avivaban su afición a la literatura, inspiraban nuevas ideas en su entendimiento, y dirigían sus estudios o moderaban la fogosidad de su fantasía. Acaso las mismas inclinaciones de su juventud recibían saludables correctivos de aquellos sesudos varones. Sabemos, por ejemplo, que era D. Ángel un tanto aficionado a torear, y Vargas Ponce le dedicaba con tal motivo un romance, que empieza con este requiebro:

                     «¡Bárbaro, que así desluces
Los presentes de natura...
Y en demonio, siendo Ángel,
Tu torpe sandez te muda.»

     Empero esta dirección, que sin duda era un bien para formar el gusto de nuestro poeta, contribuía no menos poderosamente a cortar los vuelos de su originalidad, y a sujetarle demasiadamente a seguir el camino trillado de nuestros antiguos clásicos y de sus manoseados asuntos; camino a cuyas orillas ya no quedaban entonces flores, que pudieran recoger los nuevos peregrinos. Lo que menos podían temer los severos preceptistas de aquella época, eran innovaciones literarias: estaban muy lejos todavía. Los que se llamaron restauradores de nuestra poesía a fines del pasado siglo y principio del actual, hubieran podido, con más razón y con pretensiones más modestas, llamarse restauradores del buen gusto poético. Eran sin duda un gran progreso, un inmenso progreso después del siglo de decadencia, en que yació postrada la literatura española desde el advenimiento de la casa de Borbón al Trono de Castilla.

     Meléndez, Jovellanos, Quintana, Arjona, Gallego y Lista, eran ciertamente poetas. Ellos volvieron a versificar con la robustez, la resonancia y el vigor, la dulzura y la armonía de Garcilaso, de Quevedo, de León, de Villegas, de los Argensolas, de Herrera y de Rioja. Pero demasiado desdeñosos de la antigua poesía nacional, demasiado amantes de la belleza de las formas, y sacrificando a ella sin duda la grandeza de los asuntos, parecióles que no podía haber, sin extravío, novedad en los pensamientos y en la manera de sentir; y no puede negarse, -por muy reconciliados que ahora nos hayan puesto con la antigua escuela los excesos de la actual anarquía, -que era algún tanto académica e imitativa, y no muy rica de originalidad y de jugo, la literatura que recomendaban por modelo.

     Nunca había sido muy original, muy profunda, ni muy elevada la poesía que se llamó andaluza. Lejos de tener el carácter de espontaneidad, que debía darle aquel clima tan poético de suyo, y donde brotan los versos como las flores, sus principales y más celebrados maestros habían cerrado los ojos -y no sabemos si el corazón, -a las bellezas de aquella naturaleza, grande, magnífica todavía más que risueña, para ir a beber sus inspiraciones en los poetas de la moderna Italia o de la antigua Roma. El mismo Herrera y Rioja son notables por no tener color local. Sus imitadores fueron áridos e insípidos. Eternos amores y pálidas galanterías, tratados a la manera antigua, sin idealismo, sin profundidad, muchas veces, sin pasión y sin ternura, eran el tema obligado de sus versos. Respecto de la naturaleza, y de sus escenas, y de sus pinturas, aparecen más pobres todavía. Los colores, de la aurora y las plateadas linfas de los ríos, los jazmines y las rosas de sus campos son el repuesto de sus galas y el arsenal de sus descripciones.

     Los poetas del Guadalquivir no habían bajado nunca por sus aguas al mar inmenso que ciñe sus playas; jamás se habían extasiado ante los grandiosos e imponentes cuadros de Sierra-Morena, o de las perpetuamente nevadas cumbres que circundan a Granada; jamás se habían inspirado con la impresión honda y melancólica de aquellas llanuras, que se despliegan dilatadas y monótonas bajo un cielo purísimo, sin celajes, como sin nubes. Jamás habían evocado las sombras de las generaciones, que cultivaron en otros tiempos aquel riquísimo suelo; jamás habían oído las voces, que suenan todavía en los monumentos romanos, en los palacios árabes, en las ruinas de los vándalos, o en los castillos y torres de los conquistadores godos. Jamás habían reflejado en sus amanerados versos aquel sentimiento de languidez y de voluptuosidad, que hasta el pueblo, -más poeta allí que sus poetas, -exhala en sus romances, en sus cañas y en sus playeras. La historia, en sus diversos períodos, no les había dicho nada.

     Los conquistadores del Nuevo Mundo no habían encontrado ninguna riqueza poética en las alturas de los Ándes, en las palmeras de las Antillas, en los inmensos bosques de aquellos ríos, más grandes todavía, ni en los palacios de Moctezuma y de los hijos del Sol. La Religión, que elevó la maravillosa catedral de Sevilla, y que decoró sus naves con los mágicos lienzos de Murillo, no había hablado al corazón de los poetas el mismo idioma que a sus colosales arquitectos y a sus divinos pintores. El mismo Herrera, para celebrar a D. Juan de Austria, pone sus loores en boca de Apolo, e introduce todas las deidades de la Mitología escuchando las alabanzas de aquel, que en las sangrientas aguas de Lepanto, tremolaba el estandarte de la Virgen del Rosario.

     Toda la poesía española se había resentido del carácter académico de la imitación clásica. Los romances, principal tesoro de la poesía nacional; los romances, en que se han conservado todas las glorias tradicionales de nuestro país, y en los que han compuesto los siglos y las generaciones las magníficas epopeyas de los Bernardos y de los Cides, de los Guzmanes y Almánzores, eran desdeñados por los grandes maestros; y crítico ha habido entre nosotros que los declaró incapaces de servir para asuntos heroico y graves. Porque era trivial y popular su forma, porque no se ajustaban bien a su tono y a su estilo las Venus y los Cupidos, Palas Atenea, y el Bistonio Marte, habíanse creído igualmente triviales y no a propósito para calzar el alto coturno poético, los asuntos que en ellos habían sido tratados; y por el contrario, las estrofas y las liras del verso endecasílabo no podían prescindir del acompañamiento obligado de las imágenes mitológicas, ni emanciparse del yugo de la imitación pagana. Los mismos poetas, que poco ha mencionamos, y que tanto ensancharon el campo, y con tan nuevos pensamientos aumentaron la riqueza de la poesía, trabajaban por coartar su propia tendencia; y si eran a veces atrevidos y originales en sus producciones, mostrábanse duramente severos e intolerantes en sus críticas; y no eran para abrir nuevos caminos sus lecciones, en oposición tal vez con sus ejemplos.

     D. Ángel Saavedra empezó a escribir bajo la influencia de estas ideas y de esta escuela. Los amores vestidos de Ninfas y de Faunos, la historia de los siglos medios, pintada con los colores y las costumbres de los griegos y de los romanos; la política de las revoluciones modernas transportada al foro de Roma, o de las repúblicas griegas; tal era el fondo de la poesía que había cultivado, tal era el carácter distintivo de las composiciones de nuestro autor. A fines de 1813 había publicado un tomo de poesías, que tuvieron entonces bastante voga; pero que no son leídas hoy. D. Ángel añadía un volumen más de poesías académicas, de imitaciones de Herrera o de Petrarca, a los muchos que habían salido. Era una maceta más en el recortado jardín de la literatura imitativa y convencional; eran plantas de estufa, sin calor propio, sin raices en la tierra, y D. Ángel Saavedra había nacido para ser árbol pomposo y lozano, al aire libre, y bajo el sol fecundo de su propia inspiración y fantasía.

     Su inclinación le arrastraba a escribir para el teatro, y en el teatro siguió la misma senda y la misma escuela literaria y filosófica. A fines del año 1814 compuso la tragedia Ataulfo, que si no le valió coronas escénicas, mereció la señalada honra de ser prohibida por la censara. No era para desalentarle, un contratiempo que podía lisonjear su amor propio; y dio a poco otra tragedia titulada Aliatar, de éxito prodigioso en el teatro de Sevilla, y que obtuvo mayores aplausos y excitó más entusiasmo que otras obras posteriores del autor, trabajadas con más estudio, pensadas con más intención y detenimiento, y versificadas con más corrección y esmero. Siguió a estas Doña Blanca, aplaudida también, aunque no tanto como la anterior. Escribió luego, aunque no dio al público, El Duque de Aquilania, descolorida imitación del Orestes de Alfieri; y Maleck-Adhel, obra escrita con más juicio, y pensada con más filosofía. Con estas dos tragedias, con el Paso honroso, y con otras producciones líricas nuevas, pensó hacer en 1819 la segunda edición de sus poesías, sujetándolas para ello a la censura y corrección de D. Juan Nicasio Gallego, confinado entonces en la Cartuja de Jerez, y que conociendo ya, en medio de la incorrección de sus primeras obras, las grandes cualidades de poeta que adornaban a D. Ángel, hacia grande aprecio de sus versos y de su talento(16)

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     Y merecíanlo sin duda. Nosotros, al lamentarnos de alguna manera, de la influencia que pesaba sobre un ingenio, que no tenía acaso las dotes necesarias para elevarse a más altura que sus modelos en el campo de la imitación clásica, estamos muy distantes de creer que Saavedra no fuera ya entonces, y en aquella literatura, un poeta muy distinguido, y que podía serlo más todavía. Su versificación no era correcta, porque nunca lo ha sido; pero era ya sonora, rica, y armoniosa, y siempre fácil, si a veces no igualmente elevada y vigorosa.

     Sus producciones dramáticas pertenecían a la escuela francesa, y alguna vez se recuerda en sus escenas la lectura de Alfieri, escuelas que Cienfuegos y Quintana habían introducido no sin gloria y sin éxito en el teatro español, y que tanto como el talento de estos poetas, había contribuido a poner en voga el genio trágico del ilustre Máiquez. Las tragedias con que había enriquecido nuestro D. Ángel la escena española, no eran obras maestras; pero no seremos nosotros los que neguemos que si hubiera continuado por aquella senda, no hubiera llegado en el género de Corneille y Voltaire al mismo grado de perfección y de belleza que en el de Calderón y de Moreto.

     Pero la edición de estas poesías no tuvo efecto hasta dos años después. Entretanto había ocurrido la revolución política, que tuvo por resultado el restablecimiento de la Constitución de 1812. Hallábase en Madrid don Ángel cuando estalló aquel suceso, que aplaudió entusiasmado, como todos los liberales españoles: júbilo desinteresado, en el que no entraban miras personales. Aquel cambio político no despertó ambición alguna en su pecho. Aunque todos sus amigos volvían a ejercer influencia, y a ocupar los primeros puestos del poder, nada pretendió, nada quiso para sí. Aprovechó sólo aquel acontecimiento para realizar sus vehementes deseos de viajar y de recorrer la Europa. Había solicitado en vano la competente licencia de los Ministros de la Guerra del régimen absoluto. Se la concedió por seis años, y con todo su sueldo, el Marqués de las Amarillas, después Duque de Ahumada, encargándole al mismo tiempo, recorrer y examinar los establecimientos militares de los países extranjeros, dando al Gobierno noticias de sus adelantos y mejoras, conforme a un pliego de instrucciones, dignas de aquel entendido e ilustrado personaje.

     La impresión de sus poesías le detuvo aún algunos meses en España; pero publicado en Madrid en enero de 1821 el segundo tomo de aquella colección, se partió D. Ángel a Francia a principios de mayo del mismo año, después de haber ido por algunos días a Córdoba, a despedirse de su familia. Llegado a París, procuró realizar el objeto para que el Gobierno lo había comisionado, sin olvidar su propia instrucción, y las artes que le eran más queridas. Visitó los establecimientos militares: frecuentó las bibliotecas y museos: trató con intimidad al ilustre lord Holland, al anciano Desttut-Tracy, y al célebre pintor Horacio Vernet; y preparábase en el mes de diciembre a continuar sus viajes por la pintoresca Italia, cuando la revolución política, que iba recorriendo en España una de sus más violentas fases, le llamó estrepitosamente a su país, para lanzarle por una nueva carrera, en que los riesgos, los infortunios y los errores debían pesar más que la gloria, y serle tan fatales para su suerte personal, como para la de las artes y las letras, que estaba llamado a cultivar.

     Durante su última mansión en Córdoba había contraído D. Ángel amistad, que siempre tuvo tierna y estrechísima con D. Antonio Alcalá Galiano, entonces Intendente en aquella ciudad. No sabemos si era ya el señor Galiano, como después, un prodigio de saber y de erudición; pero era ya seguramente una maravilla de elocuencia. Por desgracia, las opiniones que profesaba eran a la sazón las más ardientes y exageradas, y el poder con que el elocuentísimo tribuno arrastraba la convicción y las voluntades del partido democrático, no se ejerció menos fascinador y poderoso sobre la imaginación móvil y ardiente y el carácter apasionado de don Ángel. El talento subyuga con más fuerza todavía al talento, que a la ignorancia; y Galiano arrastró a Saavedra en el torbellino de sus opiniones, y en la carrera de su partido.

     En las elecciones para la legislatura de 1822 ocurriósele a D. Antonio que un amigo suyo de tanto mérito, y ligado además con el país por las consideraciones debidas a su ilustre familia, y por el buen afecto con que sus paisanos generalmente le distinguían, sería un digno representante de aquella provincia. D. Ángel Saavedra fue elegido Diputado a Cortes; y aunque vio con pena desbaratado su plan de viajes, sin duda hubo de lisonjearle grandemente esta muestra de aprecio de sus compatriotas, más que asustarle las eventualidades de una revolución, que ya entonces se presentaba amenazadora y embravecida.

     Su conducta en el Congreso fue la que debía esperarse de las circunstancias de su elección. Unido estrechamente con Galiano y con D. Javier Istúriz, a quien había tratado de joven en Cádiz, se colocó, como ellos, en lo más extremo de la oposición al Ministerio que presidía Martínez de la Rosa, en lo más culminante del partido exaltado. Chocaba tanto más su conducta, e incurrió por ella en tanto mayor animadversión de la Corte, cuanto que su educación, sus conexiones de familia, y sus maneras aristocráticas le hacían extraño por demás a las exageraciones o intereses de los demagogos. Sin embargo, jamás fueron móvil de su conducta política; ni estímulos de su ardor tribunicio los bastardos intereses, que principalmente en nuestros tiempos, se suelen ocultar bajo la máscara de las pasiones políticas de los nuevos patriotas. El entusiasmo de los exaltados de entonces era sin duda más sincero y más desinteresado. Jamás D. Ángel Saavedra llevó en su virulenta oposición miras personales, deseosa de engrandecimiento. Jamás pidió mercedes para sí ni para sus allegados; jamás se prosternó bajamente ante los mismos poderes a quienes desafiaba en la tribuna.

     Los recuerdos de Cádiz obraban de lleno en su fantasía: aguijábale el estímulo de imitar a los oradores que había admirado entonces; y el odio de una Corte, que era la primera a conspirar por indecorosos medios contra un sistema que no se atrevía a contrarrestar frente a frente, no podía en verdad hacer en él la misma impresión que en otra época más próxima, el amor o la gratitud de la reina, que había abierto las puertas de su patria a los que lejos de ella gemían desterrados. Las teorías políticas no estaban entonces tan ensayadas por la experiencia, ni en nuestra nación, ni en las extrañas, para que no subsistiesen muy vivas y halagüeñas, ilusiones, que el transcurso de veinte años ha desvanecido. D. Ángel las abrigaba. ¿A quién de nosotros no le ha sucedido otro tanto?

     D. Ángel creyó que eran verdadera popularidad los aplausos que las galerías daban a sus discursos. Parecíale sin duda que eran tan desinteresados y tan sinceros, como los que pudiera arrancar una buena tragedia o la vista de un buen cuadro; y cuando improvisaba sus breves arengas, acaso se le figuraba que leía bellos versos. Don Ángel no podía entonces profundizar las cuestiones políticas, que ni aún otros hombres más exclusivamente consagrados a su estudio, habían examinado sino muy superficialmente. El sistema representativo no era conocido en España. Aquel período no era gobierno: era revolución nada más; y todos los hombres políticos de entonces, con más o menos generosas intenciones, con más o menos ilustrados instintos, eran sin embargo revolucionarios. ¿Nos atreveremos a asegurar si todavía no lo somos, si profesamos ahora principios capaces de organizar un gobierno que pueda durar una generación?...

     D. Ángel fue Secretario en las Cortes de 1822, y desempeñaba su cargo con facilidad y expedición. No hablaba muchas veces, y era siempre breve. Después del 7 de julio, -en el cual se halló con otros diputados en el Parque de Artillería, -y reunidas las Cortes extraordinarias, apoyó al Ministerio presidido por San Miguel en favor de las medidas excepcionales que propuso; y abogó por ellas con calor en un vehemente discurso, de dimensiones más extensas que los que hasta entonces había pronunciado. Pero su mayor fama parlamentaria de aquella época se funda en la célebre sesión de 11 de enero de 1823, en que se aprobó la conducta del Gobierno, por la contestación dada a las amenazadoras notas de los Gabinetes de la Santa Alianza. Nosotros sí, porque hemos visto recientemente mayores extravíos y aberraciones; pero la posteridad dificultosamente podrá formarse idea del vértigo, que desvaneció las cabezas de los que osaron en aquellas circunstancias creerse hombres de Estado. La Europa entera se conjuraba contra ellos, y ellos se atrevieron a desafiar a la Europa. Presumieron contar con la nación, y estaban solos.

     La cuestión no era de independencia, como en 1808; era de libertad política; y el pueblo, o desdeñaba o no comprendía este principio abstracto. Ardía embravecida en su seno la discordia civil; un partido peleaba contra el otro partido, y en balanza de tan iguales pesos, la menor fuerza que al uno se añadiera, le daba irremisible la victoria. Sin embargo, el Gobierno del Sr. San Miguel arrostró la cólera de todas las potencias, y los diputados que debían pedirle cuenta de su conducta, que podían acaso haber modificado el desenlace de aquella catástrofe, hicieron en público Parlamento la apoteosis del insigne desacuerdo, que había sido ya sancionado con la aprobación y aplauso de las sociedades secretas, tan influyentes y autorizadas entonces. Tocóle en aquella discusión hablar el primero a nuestro protagonista, y en una arenga acaloradísima, que acaso dio temple y tono al debate de aquel día, fue el intérprete fiel de las opiniones, que embriagaban, por decirlo así, la delirante fantasía de los patriotas exaltados. Retó con ardor belicoso a la Europa y al mundo entero, y sus declamaciones y apasionadas frases rayaron en los últimos límites de la vehemencia. El salón y las galerías se desplomaban en prolongados y estrepitosos aplausos, y su discurso, con los de Argüelles y Galiano y de los demás oradores, que tomaron parte en tan famoso debate, se imprimió, y circuló profusamente dentro y fuera de España, como un monumento notable, en el juicio de unos, de temeraria arrogancia, en el de otros, más atentos a las circunstancias y al infelicísimo resultado de aquellas amenazas, de extravagante e inexplicable ceguedad.

     Consecuente a sus principios y opinión, influyó el Diputado por Córdoba en la traslación de la corte a Sevilla; y en la memorable y borrascosa sesión del 11 de julio en dicha ciudad, fue de los que votaron la suspensión del Rey, propuesta por Galiano, y su traslación a Cádiz. El lastimoso desenlace de aquellos sucesos le encontró en su puesto. La víspera de la entrada de los franceses ocupaba su asiento de Diputado. Al amanecer del día 1º de Octubre, en que el rey Fernando VII recobraba la plenitud de su poder, emprendía D. Ángel desde Cádiz a Gibraltar su peregrinación de proscripto y su carrera de emigrado.

     Condújole, en compañía de su amigo Galiano, una barca catalana, y sufrió en aquella plaza los amargos sinsabores, que experimentaron entonces todos los refugiados españoles. El mal estado de su salud le detuvo allí sin embargo, hasta que en mayo, del año siguiente se trasladó con próspera navegación a Inglaterra, centro entonces y refugio de todos los emigrados, y donde encontró a sus principales amigos, Istúriz y Galiano, y al respetable don Cayetano Valdés, y a Argüelles, y a Gil de la Cuadra, con quienes corría entonces en la mejor armonía.

     El torbellino de la política lo había apartado de la literatura y de las artes. Sin embargo, en el intervalo de la legislatura de 1822 a 1823, en que fue D. Ángel a Córdoba a visitar a su hermano el Duque, que acababa de enviudar, había compuesto en pocos días la tragedia titulada Lanuza, obra más bien inspirada por los sentimientos políticos de la época, que por los recuerdos históricos del Justicia aragonés. No carecía, en medio de un plan poco meditado, de algunas situaciones dramáticas; era robusta, aunque declamatoria y vacía, su versificación; y sus diálogos, más que para expresar las pasiones y caractéres de los interlocutores, estaban hechos para poner en su boca peroraciones tribunicias y arengas revolucionarias. Se puso en escena en Madrid, en el teatro del Príncipe; y por efecto de las circunstancias, se repitió por espacio de muchos días con un éxito prodigioso. Reprodujéronla todos los teatros de provincia, y llegó a ser la función obligada en todos los aniversarios y celebridades patrióticas de entonces.

     Pero la emigración le llamaba de nuevo con más tranquilidad y conciencia a sus ocupaciones favoritas. En la travesía a Inglaterra había escrito El Desterrado, composición lírica de alguna extensión, y en que ya se vislumbraba un nuevo rumbo, separándose de la imitación servil de los poetas clásicos. El horizonte de la literatura se agrandó a sus ojos en la tierra extranjera, y la pintura volvió a ser el recreo de sus ocios en la amargura del destierro: que debe ser sin duda muy dulce consuelo para un proscripto, el poder reproducir, -a lo menos con el pincel, -la imagen de las personas y lugares de que la desgracia le aleja.

     Hizo entonces D. Ángel varios retratos, escribió una sátira en prosa, titulada El peso duro, llena de cuadros de costumbres, de no escaso mérito, y mucha frescura y viveza de colorido. Compuso un poema en octavas, titulado Florinda, la composición titulada El sueño del proscripto, y otras de menos fama.

     Entretanto, la Audiencia de Sevilla había fulminado contra D. Ángel, por la votación de 11 de junio, la sentencia de muerte y la confiscación de todos sus bienes. Su hermano el Duque, por haber ido a Cádiz al frente de una columna de nacionales de Córdoba, sufrió dura persecución: el Rey le había quitado la llave de Gentil-hombre, y tenía en secuestro sus estados. D. Ángel debió los recursos de su subsistencia al tierno cariño y solicitud de su desconsolada madre, que aunque arruinada por las circunstancias, hizo siempre por el hijo proscripto todos los sacrificios y esfuerzos de que sólo es capaz el corazón maternal.

     El clima de Inglaterra no era favorable a la salud de D. Ángel, por lo que, y deseando perfeccionarse en la pintura, que empezó a mirar como un recurso, que podía servirle algún día para hacer frente a su situación, entró en vivísimos deseos de ir a Italia, procurando que se le abriesen las puertas de aquel país, cerradas a todos los emigrados españoles. La Duquesa madre imploró del Nuncio de Su Santidad en Madrid un pasaporte para su hijo. Consultó el Nuncio a Roma, recomendando mucho la solicitud, y le fue respondido, que como D. Ángel se comprometiera a no hablar ni escribir de política en Italia, ni frecuentar la sociedad inglesa, se le librara el pasaporte, seguro de que allí encontraría hospitalidad y amparo. Dio D. Ángel por medio de su madre las seguridades que le exigían, y provisto del resguardo del Nuncio, en que éste había escrito de su propio puño: «Dado por orden expresa de Su Santidad» dejó el proscripto a Londres a fines de diciembre de 1824, y con dura navegación llegó a Gibraltar.

     Permaneció allí hasta junio del año siguiente, en que verificado su matrimonio, ya de antemano concertado, con la señorita doña María de la Encarnación Cueto, marchó con su joven esposa a Italia, arribó a Liorna después de un largo viaje, y cumplida la rigurosa cuarentena, se presentó al Cónsul romano de aquel puerto. Manifestóle aquel agente que a pesar de las seguridades de su pasaporte, no podía visarle sin remitirle antes a Roma. Hízolo así, y a correo seguido volvió el pasaporte reconocido por auténtico; pero con la prohibición absoluta de que el portador pusiera los pies en los Estados romanos.

     A esta repulsa, debida a las exigencias de la diplomacia española, se siguió una orden del Gobierno Toscano para que D. Ángel y su esposa salieran de su territorio en el término de tres días. En vano escribió D. Ángel al Gobierno Pontificio: en vano reclamó de Florencia un plazo más largo para aguardar en Liorna: en vano le protegió eficazmente, el Conde de Bruneti, que residía accidentalmente en Massa Carrara: la inexorable policía dispuso arrojarlos de allí a la fuerza. Acudió en tal conflicto D. Ángel al cónsul inglés, el cual, apoyado en otro pasaporte, que llevaba también nuestro viajero, dado por lord Chatam en Gibraltar, como a comerciante de aquella plaza, le sacó de las garras de los esbirros, le llevó a su casa de campo, y dispuso su embarque en un bergantín maltés que regresaba a su isla, único buque que estaba próximo a marchar a punto donde ondeara el pabellón de Inglaterra.

     El mal tiempo dilató algunos días el viaje, y D. Ángel y su esposa permanecieron constantemente a bordo, vigilados por la policía, que ni aún desembarcar en el muelle les dejaba; pero fueron allí visitados por todos los extranjeros de distinción que había en Liorna, y por lo más florido de la ciudad, que a la noticia de aquella irracional y encarnizada persecución, acudieron obsequiosos a prodigar a los desafortunados proscriptos las más lisonjeras atenciones y los más cordiales ofrecimientos.

     Diéronse por fin a la vela, y navegaron prósperamente cuatro días. Pero en la tarde del quinto, estando cerca del Marétimo, sobre la costa de Sicilia, arreció el viento al sudoeste, y desatóse en la noche un crudo temporal. El barco era viejo, mal pertrechado; su tripulación, compuesta de seis viejos malteses, desconocía la autoridad del capitán, hasta el punto de no obedecerle, cuando mandó varias veces tomar rizos. La luz de un relámpago descubrió muy cerca por la proa el Marétimo, y al orzar por no estrellarse en el formidable escollo, se rindió con gran estruendo el trinquete, que quedando trabado en la jarcia, torció el casco en términos de que los golpes de mar se llevaron la cocina, los gallineros y toda la obra muerto. Los viejos malteses abandonaron aterrados la maniobra, y apiñados en la popa, entonaron la salve, pidiendo a Dios misericordia en el último trance. D. Ángel, con el desesperado aliento, que nace del exceso mismo del miedo en los últimos peligros, salió sobre cubierta fuera de sí, reanimó la tripulación con amenazas y golpes, y ayudando al capitán a sujetar la caña del timón, no sin recibir grandes contusiones, logró que se picase la jarcia, que se zafase el roto palo, y que se hiciese de prisa lo que exigían las circunstancias. Hecho lo cual, bajó a la cámara todo empapado en el agua del mar y la del cielo, y cayó, y estuvo por largo tiempo desmayado, de la gran fatiga y del extraordinario esfuerzo.

     Al amanecer se hallaron sobre la costa de Sicilia; y detenidos lo absolutamente necesario para hacer los reparos más precisos, siguió su viaje el buque, siempre con el mar embravecido, hasta que después de otros dos días de navegación, como dijo nuestro viajero en su preciosa composición Al Faro de Malta...

                    . . . . . . . . . . los marineros
Olvidando los votos y plegarias
Que en las sordas tinieblas se perdían,
¡MALTA, MALTA! gritaron.

     No pensaba D. Ángel detenerse más tiempo en aquella isla que el necesario para encontrar proporción de regresar a Londres. Pero agradóle tanto aquel benigno clima, encontró allí tanta baratura y comodidad para vivir, y tan benévola y hospitalaria acogida, que determinó fijarse en el punto a donde le habían llevado la casualidad y el infortunio. El ser Caballero de la Orden de San Juan, fue una recomendación muy grata a los ojos de los malteses, que conservan mucho apego y religioso respeto a la memoria de sus antiguos señores. Cartas que llevó de Liorna, y otras que llegaron de Londres, le procuraron la protección decidida del respetable Marqués de Hastings, Gobernador de la isla, y de su segundo el General Woodford, que le conserva la más fina amistad, y de la que le dio, andando el tiempo, pruebas muy positivas. Y la bárbara persecución que había experimentado en Italia; los peligros de su viaje; su trato ameno; su imaginación rica, y sus maneras finas y aristocráticas, le hicieron interesante y querido a la benévola sociedad de aquel peñón del Mediterráneo.

     Cinco años pasó D. Ángel en tan agradable residencia, frecuentada entonces de extranjeros, con motivo de la guerra de Grecia. Y cierto, que aquellos años no fueron los menos venturosos de su vida, ni los menos útiles para la literatura de su patria. En el largo reposo de aquel destierro, volvió D. Ángel a buscar ocupación y consuelos en la literatura; pero entonces ya el campo de las bellas letras, se presentó a sus ojos en más dilatado horizonte, que cuando con tan estrechos límites le circundaban en dobladas hileras los antiguos modelos y los modernos críticos. D. Ángel no conocía antes más que la literatura clásica española, francesa, italiana o latina. Todos los hombres de reputación a quienes había podido consultar, no le presentaban otros modelos, ni otros principios, extraños, como eran absolutamente, al movimiento que fermentaba entonces en toda Europa, sordo y latente, por emanciparse de las antiguas trabas, y abrirse nuevos caminos en el campo de la imaginación y de la inventiva.

     En aquella época, empero, tomó D. Ángel conocimiento de las nuevas tendencias, y vio autorizado por hombres de gran saber y de inmensa reputación, los que según la austeridad de sus antiguos principios le hubieran parecido extravíos. Vivía en Malta, por ser clima a propósito para la salud de su esposa la Condesa de Erol, el respetable anciano Mr. Frere, que habiendo sido Ministro plenipotenciario en España para la paz de Amiens, y después en tiempo de la Junta Central, tenía en gran aprecio a los españoles, y mucha afición a las cosas de España, poseyendo con perfección nuestro idioma, siendo muy entendido en nuestra literatura, y reuniendo en su biblioteca muchos, muy escogidos y muy raros libros españoles.

     Honró desde luego este sabio y respetable inglés a Saavedra con el más tierno y paternal cariño; le hizo leer y conocer a Shakespeare, a lord Byron y Walter Scott; le reconcilió con la antigua literatura nacional española, tan desdeñada por la crítica del siglo décimo octavo; le regaló la antigua edición completa de Lope de Vega, y una colección de nuestras crónicas, y le exhortó a escribir con brío y originalidad sus propios afectos y sus propias sensaciones.

     Prendieron desde luego estos combustibles en la ardiente imaginación de D. Ángel. Hubo de pasmarse al ver tantas bellezas y primores, en lo que hasta entonces había mirado con desdeñoso menosprecio; hubo de presentársele la historia nacional como un tesoro soterrado, como una mina no beneficiada todavía, y en que había oro y pedrería a montones, y púsose con ahínco a explotarla, dejando a un lado las fajas de su infancia literaria rotas las trabas de la escuela. ¿Quién sabe? Acaso también el estar ausente de su querida patria contribuyó a que procurase dar a sus obras un colorido local más pronunciado del que hasta entonces habían tenido.

     Los recuerdos y las esperanzas son más poéticos siempre que la inmediación a la posesión de las cosas. La ausencia y la distancia aumentan la belleza a los ojos de la imaginación. La antigüedad, sólo por serlo, es poética, como lo son las regiones desconocidas, o los climas remotos. Ha dicho Juan Jacobo Rousseau, que para pintar las delicias del campo y los encantos de la primavera, no hay como estar encerrado entre cuatro paredes, y que en un calabozo estrecho es donde se puede describir con ricos colores la libertad, y en un abrasado desierto las orillas encantadas de un río.

     ¿Quién sabe, decimos, si algo de esto, sin él mismo percibirlo, aconteció a nuestro poeta? En España parecíanle sólo grandes y poéticas las cosas antiguas y las escenas de otros tiempos y países. En las playas lejanas de Malta, a donde sólo de tarde en tarde le llegaban de su patria nuevas amargas y renglones con lágrimas escritos, ¡qué interesantes y qué llenos de poesía no debían presentarse a su imaginación todos los lugares de su país, las más leves circunstancias y accidentes de localidad! ¡Cuánto no debían halagarle, y parecerle bellos y dignos de contarse los hechos históricos de los siglos caballerescos, en que tan viva y animada se le aparecía la imágen de los héroes castellanos!

     Entonces ciertamente debieron presentársele, no vestidos a la griega y a la romana, sino con el traje nacional, con el carácter hidalgo y religioso, con las rudas virtudes, o con las pasiones feroces y desmandadas de los siglos de lucha y de conquista, de los tiempos de guerras y caballerías, de moros y cristianos, de cañas y torneos y fiestas de toros, o de tumultuosas y ensangrentadas revueltas. Entonces debían ofrecerse a sus ojos, vistos por el microscopio de la proscripción, todos los bellos accidentes, todas las más leves circunstancias de su tierra natal, de la poética España. No eran ya sólo las rosas y los jazmines, sino el cielo azul y las sierras majestuosas, el mar bravío, y las ruinas, y los templos, y los cantares del pueblo, y sus festejos y procesiones, y su culto, y sus lugares y sus ciudades, morunas o góticas, y hasta el Arcángel dorado, que corona de Córdoba la torre, y que se le presentaba como un faro resplandeciente, mirado desde la tormenta del destierro.

     No entró, sin embargo, en esta nueva senda rompiendo de una vez todos sus hábitos. Desde luego comprendió, como debía, lo que después se llamó escuela romántica; y tenía ya demasiado ilustrada su razón, demasiadamente perfeccionado el gusto, para no ver y sentir que con el carácter y con la tendencia, con los pensamientos y las descripciones, y los fines, y el plan, y el tono y colorido de la nueva poesía, eran compatibles la belleza, corrección y pureza de las antiguas formas. El tránsito del uno al otro género se hizo en él con lentitud, y acaso creía que se había emancipado ya de las antiguas trabas, cuando todavía, y a pesar suyo, le ligaban. Así, después de concluir la Florinda, compuso el Arias Gonzalo, tragedia clásica en la forma, de versificación, por lo general robusta y fácil, aunque desigual, como suya; y la comedia Tanto vales cuanto tienes, clásica también, aunque escrita en variedad de metros, y que después hemos visto representada en los teatros de la capital.

     Su primera composición, en que decididamente toma otro rumbo, así en la sustancia como en la forma, es la que ya hemos citado al Faro de Malta, y que copiaríamos íntegra, si la extensión de este artículo nos lo permitiera, y si no fuera tan conocida ya: notable ciertamente, no menos que por su mérito artístico, por ser la primera en la nueva serie de producciones que emprendía el autor.

     Pero donde más resueltamente alzó la bandera de la literatura, que él debía tremolar el primero en su país, fue en El Moro expósito, o Córdoba y Burgos en el siglo X(17) que después se publicó en París con un brillante prólogo. No haremos mérito de éste al autor del poema, porque tenemos entendido que se debe a la elocuente pluma del Sr. Alcalá Galiano; pero en él se asientan con profunda filosofía, y con elevación y miras hasta entonces desconocidas, los fundamentos de la nueva escuela literaria, y las altas razones que presidían a la reforma, que entonces para nosotros empezaba. En él se vuelve por la nacionalidad de nuestra literatura, y en él se marca la senda que deben seguir los ingenios en la nueva regeneración a que con esta obra se abría la puerta. Es el asunto de este poema, la historia lastimosa, la popular tradición de los siete Infantes de Lara. Obra de esta clase no tenía modelo en nuestra literatura. Está muy distante de parecerse a las composiciones épicas de Balbuena, de Lope, de Ercilla y de Ojeda, y no se puede decir tampoco que se parezca a los romanceros, en que descosidamente y a la ventura, aparece tejida, en composiciones de autores y de épocas distintas, la historia y las hazañas de nuestros personajes y de nuestras guerras.

     El Moro expósito tiene su plan: El Moro expósito no es meramente un romance de alguna extensión. Mayor analogía se le encuentra con producciones extranjeras, especialmente con las novelas en verso de Walter Scott. No es nuestra intención hacer aquí un juicio crítico de esta obra. Sería preciso dar una extensión inmensa a nuestra biografía, y copiar trozos enteros de una producción, que asegurará para siempre a su autor un alto y privilegiado lugar en la literatura nacional. Sin embargo, el poema del Sr. Saavedra no es perfecto en su conjunto: la crítica severa puede tacharle de lánguido y lento en la acción, de tímido en el plan, de embarazoso y monótono en la narración, y su desenlace no aparece demasiadamente preparado ni bien traído. Las trabas mismas, de que su autor pensaba sacudir el yugo, le sujetaban a su pesar, y se ven a través de todo el poema los esfuerzos con que lucha, y el temor de entregarse con demasiado abandono al vuelo de su fantasía; pero cuando el autor le despliega sin reparo, entonces es difícil pedir más riqueza y más valentía a los cuadros que nos describe.

     Hay bellezas de detalle incomparables; hay trozos descriptivos de inimitable verdad; hay figuras vivas; hay pinturas de relieve, que se mueven y se palpan; hay ternura, hay sentimiento, y hay gala oriental, y lozanía andaluza, y valentía española. Si no hay demasiada individualidad en los caracteres principales, esos mismos perfiles y fisonomías comunes están dibujados con gran naturalidad y franqueza.

     Nada más tierno que los recuerdos de Córdoba en la invocación o entrada del poema. Nada más brillante y galano que la descripción de las fiestas de Almanzor. Nada más cómico y animado que el cuadro de la cocina del Arcipreste de Salas, y que la gresca y algazara que se mueve en el banquete de los criados moros y del populacho cristiano. Nada más sombrío y altamente poético que el incendio de Barbadillo, o que el salón lúgubre de Rui-Velázquez. Nada más magnífico que la descripción de Zahara. Para hacer sentir o recordar todas las bellezas de este libro, sería menester otro libro igualmente extenso; y bien pueden compensar sus defectos, sin embargo de que a veces, las mismas bellezas que el autor sabe producir, nos hagan ver cuán a poca costa hubiera salido su obra más acabada. Por ejemplo: no se concibe cómo haciendo con tanta facilidad sonoros y robustísimos versos, se encuentran con frecuencia trozos lánguidos o prosaicos, y expresiones triviales, que desdicen bastante del tono general del diálogo o de la narración, dado que no llevemos nuestra severidad a censurar el empleo del romance endecasílabo, que se hace a la larga tan monótono como el martilleo de la octava, que el autor creyó evitar. De todos modos, ésta obra, que no tenía modelo, ni ha tenido hasta ahora imitadores, es una de las joyas más preciosas de nuestra literatura, y a nuestros ojos el más bello florón de la corona poética de D. Ángel Saavedra.

     No sólo consagró su tiempo al cultivo de la poesía: la pintura fue también objeto de sus tareas, haciendo en ella profundos estudios y notables adelantos, bajo la dirección del profesor Hyrler, llegado a Malta desde Roma, pocos meses antes que nuestro proscripto.

     A pesar de la tranquilidad que gozaba en aquella isla, luego que el Ministerio francés, presidido por Martignac, aflojó algún tanto el odio a los emigrados españoles, quiso D. Ángel acercarse a su patria, y consiguió pasaporte para trasladarse a París con su mujer e hijos. El General Ponsomby, Gobernador entonces de Malta, le facilitó una goleta de guerra para transportarle a Marsella. Pero a su llegada, Martignac había caído, y su sucesor volvía a la misma política intolerante. Obligado a detenerse en aquel puerto, ordenáronle a poco que se internara con su familia hasta Orleans, donde precisamente debía fijar su domicilio. Tuvo que resignarse a esta dura condición, y allí, arruinado por sus viajes, y consumidos todos los recursos que su tierna madre de continuo le enviaba, estableció una escuela de pintura, a que no faltaron discípulos; pintó con buen éxito varios retratos, y le compró en alto precio el Museo de Orleans, donde existe, un cuadrito de natura muerta, que estudió con acierto del natural.

     Acaeció a los cuatro meses de su residencia en aquel punto, la revolución de julio: trocóse la suerte de los emigrados, y se trasladó al punto a París con su familia. Encontró allí a sus amigos Istúriz y Galiano, y se comunicaron sus opiniones literarias y sus doctrinas políticas. Las antiguas idéas de estos tres amigos se habían templado mucho con la observación inmediata de países tan bien gobernados como Francia e Inglaterra. La experiencia había desvanecido en D. Ángel muchos errores, y no creía tanto ya en la sinceridad de las intenciones. No quiso tomar parte en los descabellados planes de los emigrados, ni en los bandos de Torrijos y de Mina, con que aún en la desgracia, los dividían encarnizados odios. Sus estudios y la pintura eran sus planes y sus conspiraciones. Varios retratos suyos fueron admitidos en la Exposición del Louvre de 1831, y el nombre de D. Ángel Saavedra se halla en el Anuario de artistas establecidos en París en aquel año. Los estragos del cólera le obligaron a retirarse a Tours. Siguió allí pintando, dio su última mano a El Moro expósito, y escribió en prosa el Don Álvaro, que Galiano tradujo al francés, con ánimo de que se representara en algun teatro de París.

     La primera amnistía del rey Fernando VII en 1833, no comprendía a D. Ángel, como ni a los demás Diputados que votaron en Sevilla la deposición momentánea del Rey; pero aprovechó de ella para enviar a Madrid su familia, regresando él sólo a la capital de Francia. Entonces fue cuando D. Vicente Salvá publicó El Moro expósito, con la Florinda, y otras composiciones, entre ellas algunos romances históricos, primeros ensayos en que el poeta había empezado a cultivar un género, en que fue el primero en esta época, y en que contanto lustre debía sobresalir después. Pero la inmortal reina Cristina extendió, muerto Fernando VII, los beneficios de la amnistía, hasta un punto donde habían impedido que llegara, durante la vida del Rey, graves consideraciones de política.

     Abriéronse al fin para D. Ángel, como para todos los españoles, las puertas de la patria, y el día 1º de enero de 1834, a los diez años y tres meses de ausencia y de lágrimas, vertidas por la memoria de este tan amigo suelo, volvió a derramar las que la vista de la patria deseada arranca, entrando en España por Perpiñán y la Junquera. Apresuróse a jurar a la reina en manos del Gobernador de Figueras, y de Barcelona llegó a Madrid, a los brazos de su familia, y de la tierna madre, a quien tantos suspiros y llantos habían costado su ausencia y su desgracia.

     Era ya a su llegada Presidente del Consejo de Ministros D. Francisco Martínez de la Rosa, con el cual, a pesar de la oposición que le había hecho el año 22, había contraído cordial y estrechísima amistad. Publicado a poco el Estatuto Real, D. Ángel no participó del odio tenaz que le declararon en su mayor parte los malcontentos emigrados, que llegaban con la presunción de Conquistadores, a un país que los recibía como hijos, pero por cuya felicidad nada habían hecho, no teniendo siquiera la gloria de haber contribuido al restablecimiento de las instituciones liberales, que era llamado a dar al país el Sr. Martínez. D. Ángel aplaudió sinceramente la publicación del Estatuto, y le pareció un buen principio y sólido fundamento de mayores adelantos y progresos. No estaba curado todavía de sus antiguas ideas, y en el periódico que entonces fundó con D. Gabriel José García y D. José de Álvaro, titulado El mensajero de las Cortes, defendió opiniones más avanzadas de lo que convenía, en la primera época de la revolución, si bien comparadas con sus antiguas doctrinas, no merecían el dictado de anárquicas ni revolucionarias.

     Como quiera, la política volvía a apoderarse de su espíritu, y un suceso doméstico, próspero a la par y desgraciado, vino a arrebatarle más decididamente en su agitado torbellino. El 15 de mayo de 1834 falleció en Madrid, de una pulmonía aguda, el Duque de Rivas su hermano mayor, y no dejando sucesión, hallóse D. Ángel heredero de su grandeza de España, títulos y bienes. Vióse el nuevo Duque de Rivas llamado, como Grande, a ocupar un puesto en el Estamento de Próceres; y abiertas las Cortes en 24 de julio, fue elegido segundo Secretario del Estamento, quedando al día siguiente, de primero, por la repentina muerte de D. Diego Clemencín. Conocióse desde las primeras sesiones cuánto había madurado su juicio en materias políticas, y el notable discurso que pronunció en el debate de contestación al discurso de la Corona, de oposición sí, pero comedida y templada, le valió un lugar distinguido en el aprecio del alto Estamento.

     Pero el discurso más profundo de todos los suyos, el más trabajado y lucido, y el que le valió más justo crédito y merecida reputación, fue el que pronunció con motivo del proyecto de ley presentado a las Cortes, excluyendo al Infante D. Carlos y a su familia, del derecho de sucesión a la Corona de España. Elevóse el primero don Ángel a la altura de la gran cuestión, que se presentaba, abordóla con resolución y con franqueza, la determinó y fijó con no común valentía, y la consideró en el verdadero punto de vista, desde el cual las Cortes debían mirarla. No fue a sus ojos aquella cuestión un pleito civil en que dos familias venían a ventilar ante un tribunal de justicia la propiedad de un trono. No eran tampoco las Cortes jueces, que iban a sentenciar en una causa criminal contra el príncipe rebelde, y desposeerle de sus derechos en pena de sus delitos. Tratábase en su concepto de una cuestión de alta política, de conveniencia nacional, y las Cortes no eran en aquel asunto jueces, sino legisladores. El fundamento de su exclusión actual era la ley del reino sí, pero el de su exclusión perpetua y la de toda su línea en cualquier eventualidad, fundábase en la incompatibilidad de la estirpe de D. Carlos con las instituciones representativas, y en el fundado temor de una futura violenta reacción de sus hijos y descendientes contra el gran partido nacional, que había proclamado a Isabel II.

     Osado y resbaladizo era el modo de tratar esta cuestión, y lo hizo el nuevo Prócer con todo el brillo y con toda la ilustración de que era capaz una teoría ocasionada a sentar máximas y principios de algún tanto peligrosa aplicación, convertidos en doctrina general. La tendencia de su discurso, y las citas históricas en que apoyó su raciocinio, no podrán acaso reputarse por muy ortodoxas para una creencia severamente monárquica. Pero disculpábalo todo la criminal conducta del Infante rebelde, y la injusta guerra que había movido a la legítima reina de España su ambición desatentada. Era el partido de D. Carlos entonces el que tomaba la iniciativa de la revolución, y disculpaba por cierto, por sus mismos hechos, las medidas revolucionarias contra él tomadas. Con respecto a su descendencia y a las esperanzas de su estirpe, todos sabían que la cuestión no se decidía entonces; que esas cuestiones las deciden los sucesos, y las ejecutorían los siglos.

     D. Ángel tuvo sin embargo un arranque monárquico al fin de su discurso, en que a despecho de sus ideas, se revelaban sus hidalgos pensamientos. «Ciertamente, Señores, dijo, es dolorosísimo el que nos haya puesto en trance tan amargo un Infante de España, descendiente de cien monarcas, y del glorioso Enrique IV de Francia, padre de sus pueblos; un nieto de Carlos III, un hijo del benigno y candoroso Carlos IV, anciano venerable que murió en el destierro, lejos de su trono y de sus servidores. Soy agradecido: mi padre y mi familia le debieron honras y favores sin cuento, y la mayor parte de los que estamos en este salón le servimos en nuestra juventud con lealtad y buen celo, y conservamos su memoria con aquel recogimiento que inspiran la gratitud y el respeto.» Estas palabras honrarán para siempre el corazón y los sentimientos del que se atrevía a alabar a los poderes caídos.

     Las tareas parlamentarias no le distrajeron de la literatura. Hemos dicho ya cuándo había escrito el Don Álvaro, o la fuerza del sino. Entonces le corrigió, hizo en él notables variaciones, le versificó en quince días, y le puso en escena en el teatro del Príncipe. Recibióle el público, primero con asombro, después con largos y estrepitosos aplausos. Todos los teatros de España reprodujeron este drama singular, que sigue representándose, y excitando siempre la admiración, el interés y la sorpresa. No juzgarémos esta obra. Se resiste a la crítica. Pueden hallársele defectos, errores, extravagancias, hasta ridiculeces; pero todo esto desaparece cuando se la ve representar. Todo el mundo la ha visto. ¿Qué diríamos nosotros, que fuese nuevo, de esa producción?

     Fue sin duda una revolución en el arte dramático de nuestros días. Su éxito alentó a los autores, que han ilustrado y enriquecido últimamente nuestro teatro, a separarse de la senda trillada por los dramáticos del último siglo. Sin embargo, nadie se atrevió a seguir la trazada por Saavedra; ni él mismo, sin duda, El Don Álvaro es el único drama verdaderamente romántico del moderno teatro español. Se han censurado sus formas, sus contrastes, sus caractéres incoherentes, sus demasiado fuertes pinceladas. Nosotros no le censuramos por nada de esto. Eso es lo que él quiso hacer: eso es un género como otro cualquiera; y las intenciones que al hacer esta obra tuvo, están realizadas con singular talento, con inimitable verdad, con vigoroso y fuerte colorido, con imaginación sorprendente y arrebatadora, con versificación maravillosa a veces, casi siempre rica y sonora, y digna de los mejores tiempos de Moreto y Calderón.

     Acaso el principal defecto, que para nosotros tiene la creación del Don Álvaro, no está en sus formas, ni en su estructura, ni en sus accidentes. Está en el pensamiento, que en él domina. El objeto del drama del Duque de Rivas, es el mismo que el de la antigua tragedia griega, la fatalidad. D. Álvaro es un Edipo destinado por el cielo para hacer la desgracia, de una familia, como el Edipo griego la de la suya. Ni la religión salva a D. Álvaro de su misión sangrienta, de su destino de crimen. Hubiéramos querido en el nuevo drama otro objeto, otra intención más acomodada a las costumbres, a los caracteres de nuestro siglo, y de nuestra religión; una tendencia más moral y más cristiana. D. Ángel creó un carácter, que no pertenece a época ninguna determinada, acaso más universal en esto porque pertenece a todas, como los héroes de Shakespeare. El Duque de Rivas se elevó con esta producción a su mayor altura de gloria literaria. El brillo de Don Álvaro eclipsó del todo sus anteriores producciones dramáticas, pálidas de todo punto e insignificantes ante el nuevo drama. No hay mayor rival para un poeta que el poeta mismo. Una grande obra de un autor hunde y sepulta, más que la de otro cualquiera, sus obras anteriores de menos mérito y de menos alcance.

     Después de la excisión revolucionaria contra el Ministerio Toreno, durante la cual se hallaba el Duque en Andalucía, abriéronse las sesiones de los Estamentos, y el Duque de Rivas, influyente en el suyo, y que debía por sus ideas políticas no ser desfavorable al Gabinete nombrado después de aquellos sucesos, fue elegido por la Corona Vicepresidente del Estamento de Próceres y condecorado con la gran cruz de Carlos III. A estos honores en el órden político, correspondieron otros en el orden literario. La Academia Española le recibió, en su seno en 9 de octubre de 1834, y al crearse el Ateneo de Madrid, le nombró por unanimidad su Presidente.

     Había conocido nuestro Duque en el año de 1820 al Ministro Mendizábal, y le había tratado después en Londres y París. No podía, por consiguiente, creerle un hombre de Estado; pero participaba de aquella ilusión popular, con que en los grandes peligros, los hombres que aparecen en la escena, son mirados, no como son, sino con todas las calidades y circunstancias que la situación requiere. En el gran conflicto del año de 1835, amenazada por todas partes la causa de la reina, y estremecido hasta sus cimientos el edificio social, la opinión pública había de alguna manera idealizado a Mendizábal, tanto más cuanto que absolutamente no le conocía. D. Ángel participó algún tanto de este vértigo, le creyó un entendido hacendista, y le parecía aún en aquel tiempo, un buen instrumento para el objeto de avanzar por el camino de las instituciones políticas. Sin embargo, la tendencia del partido en que entonces figuraba nuestro Prócer, más que política, era gubernativa. Su exaltación no era estimulada por los temores de que el Gobierno de la reina fuera opresor y despótico, sino por los peligros de que la causa de D. Carlos triunfara. Exigíase del poder, no tanto instituciones, como medidas fuertes y vigorosas para concluir la guerra.

     El error consistía en creer la amplitud de las instituciones como una de estas medidas. Hubo desde el principio hombres ambiciosos; interesados en extraviar la opinión, amalgamando, confundiendo estas dos ideas, y sobre personas de la mejor buena fe llegaron a conseguir su objeto, con tanta más facilidad, cuanto que la administración del partido moderado y menos adicto al demasiado ensanche de las reformas liberales, había sido desafortunado en la dirección de las cosas de la guerra. Pero subidos al poder los hombres del otro partido en 1835, y visto,que en sus manos todavía se embravecía más la lucha, y que a la par se desataba la revolución amenazadora, hubieron muchos de contemplar con espanto la suerte del país, y los peligros a que le precipitaban los charlatanes de la política, o los que hicieron infame mercadería de promesas estériles de libertad. La experiencia, más rápida en su enseñanza ineludible que las teorías todas, hizo volver en su acuerdo a muchos hombres extraviados. La necesidad de dar fuerza y vigor al poder, empezó a sentirse viva y perentoria; los héroes de 1812 cayeron a poco en vergonzoso descrédito, y separáronse de las filas del partido exaltado casi todos los hombres de ilustración y saber, y la juventud toda, que conoció desde luego que no era de los antiguos revolucionarios la sociedad, ni el porvenir.

     Refundióse entonces el partido moderado, o se creó, por mejor decir, un nuevo partido, al que convino mejor el dictado de monárquico constitucional. No fueron la parte menos vital y robusta de sus filas, los que habían pertenecido antes al partido exaltado. Contábanse a su frente dos corifeos notables de las antiguas opiniones demagógicas, Istúriz y Galiano. El Duque de Rivas acompañó a sus antiguos colegas en lo que sus antagonistas llamaron necia y despechadamente defección y apostasía, y contribuyó a preparar por los medios constitucionales un cambio ministerial, que las circunstancias hacían necesario, y en que debían estar representadas las fuerzas y las tendencias, las doctrinas y las personas de un nuevo partido conservador.

     Para esto, en la legislatura de 1836, se presentó oposición al Ministerio Mendizábal: empezaron a ejercer verdadera influencia en el alto Cuerpo colegislador los discursos de nuestro Duque, que eran escuchados con atención y agrado sumo, y formuló a pocos días una proposición, que otros Próceres firmaron, y que aprobó el Estamento, poniendo coto al uso que se hacía del célebre voto de confianza. Fue éste un golpe mortal para aquel Ministerio, aunque contara con el apoyo del Cuerpo popular. Su posición se hizo cada vez más crítica: los Ministros presentaron su dimisión; y S. M. confirió en 15 de mayo al Sr. Istúriz la presidencia y la formación del nuevo Gabinete.

     No es ésta biografía el lugar competente para juzgar al Ministerio de 15 de mayo. Su turno le llegará en alguna de las nuestras. Aquí sólo debemos referir cómo Istúriz, atento sin duda a que el Duque de Rivas era el representante de su pensamiento en el Estamento de Próceres, le designó por uno de sus colegas, y S. M. la confirió el Ministerio de la Gobernación del reino. Sabemos que D. Ángel se sorprendió sobremanera al verse nombrado Ministro, y que recibió con sumo desagrado, un poder que jamás había ambicionado, un cargo para cuyo desempeño no se reconocía con suficientes fuerzas, en tan difíciles circunstancias. Tentó en vano todos los medios honrosos de evadir su compromiso; pero sus amigos Istúriz y Galiano le arrastraron en su suerte común, y unióse al fin con ellos, decidido a arrostrar los riesgos de una administración, desde sus principios tan combatida.

     Presentóse con sus colegas en el Estamento de Procuradores en la célebre sesión de 16 de mayo, y el Estamento, so pretexto de no haberse recibido la comunicación oficial de su nombramiento, y estimulado por la peroración violentísima y apasionada del Sr. Olózaga, hizo dejar su asiento a los nuevos Ministros, con grande aplauso de la tribuna pública. Mortificó no poco a nuestro Duque aquella demostración. Los silbidos de las turbas llevadas a aquel recinto, no sonaban en sus oídos todavía como alabanzas y gritos de triunfo. No le parecía aún gloriosa la impopularidad de la pagada plebe. Don Ángel, primero que Ministro, era poeta dramático: antojábansele acaso aquellas vociferaciones los silbidos de una comedia, y decía con muestras de pesar a uno de nuestros amigos, que presenciaba aquella farsa: «¡Es posible! ¡Silbarme a mí!» -Nuestro Duque se habrá reído más de una vez de aquellos improperios, cuando vuelto de su natural sorpresa, haya podido apreciarlos en su valor verdadero.

     No había pensado jamás en ser Ministro: no tenía pretensiones de administrador, ni funda hoy su gloria en sus tareas de Ministro. Sin embargo, en el corto período de aquel efímero Gabinete, desempeñó su parte, sino con extraordinario mérito, con dignidad, decoro y conciencia. Abrazó con decisión y entusiasmo el pensamiento político de sus colegas, y demostró en todos sus actos su anhela de concluir a toda costa la guerra, de establecer sólidamente la Monarquía constitucional, y de combatir los esfuerzos de la revolución amenazadora. Los nombramientos de sus agentes y funcionarios fueron dignos y acertados, y para los pormenores de administración y gobierno, a que no podía descender, tuvo el acierto de nombrar un Subsecretario que valía por muchos Ministros, el Sr. D. Alejandro Olivan. Durante su administración se redactó un plan general de estudios, que honrará para siempre su memoria, y que la revolución ignorante y retrógrada condenó después a la nulidad y al olvido. Convocadas las Cortes llamadas revisoras, ejercióse por primera vez la elección directa, y el Ministro de la Gobernación dirigió con sumo tino aquellas elecciones, las más solemnes y más tranquilas de cuantas tuvieron lugar en España, y en que sin acusaciones de corrupción ni violencia, se reunió lo más ilustrado y respetable de la Nación, llamada a discutir una nueva ley fundamental de la Monarquía.

     Pero aquellas Cortes no llegaron a reunirse. El partido revolucionario las condenó de antemano. Vencido en el campo de la legalidad, invadió el terreno de la fuerza. La Nación había elegido Cortes: la revolución nombró juntas. Dióse la señal del alzamiento, asesinando en Málaga a un Jefe político. En Zaragoza el Capitán General proclamó la Constitución de 1812. Un batallón embriagado sitió en la Granja el Palacio de la Reina, y la obligó a adoptar el Código de Cádiz. El Ministerio resistió en Madrid valerosamente: pero recibidos los decretos de destitución, y envalentonados los vencedores con su triunfo, nuestro Ministro se vio precisado a ocultarse en un barrio extraviado, para no ser víctima de la sed de sangre, que se cebó en el valiente y benemérito General Quesada.

     Pasó algunos días el Duque en la mayor ansiedad: halló refugio en la casa del Ministro de Inglaterra Mr. Villiers, hoy lord Clarendon, y allí permaneció veinte y cuatro días, rehusando siempre el emigrar como la última desgracia. Pero como las pasiones no se calmaran, ni se viese término a una época de inseguridad y peligro para los hombres que habían figurado en el caído Gabinete, resolvió al fin dejar por segunda vez el suelo de que le lanzaban sus amigos los liberales, como antes le habían expulsado los absolutistas, sus adversarios.

     No era ésta resolución tan fácil de verificar como de concebir. Los pasaportes extranjeros no ofrecían garantías suficientes. Los caminos no estaban seguros. Casi todos los pueblos por donde se podía transitar, se hallaban dominados por la sedición. El camino de Zaragoza, único entonces que comunicaba con Francia, estaba interceptado por la facción. En el de Portugal, por Extremadura, había suma vigilancia, después que se supo que Istúriz había pasado por Badajoz, disfrazado, y con grave riesgo de su persona. Acudió entonces el Duque de Rivas al General Seoane, con quien le ligaban relaciones de antigua amistad, y correspondiendo caballerosamente a la confianza del Duque, le proporcionó pasaporte y un bizarro oficial de coraceros de la Guardia, que le acompañó hasta Gata. De aquel punto D. Pedro Ontiveros le introdujo en Portugal con nuevo disfraz y precauciones, dándole por guía un contrabandista del país.

     Ya en Portugal, y en la ciudad de la Guarda, corrió un nuevo inesperado peligro. Su conductor dijo en una taberna que aquel caballero era un alto personaje, y corriendo éste rumor de boca en boca, alarmóse la ciudad toda con la noticia de que había llegado un agente de don Miguel. El Gobernador civil le llamó a su casa, le participó el desorden, que tomaba cuerpo, y le exigió que lo dijera la verdad. Descubrióse el Duque sinceramente, y aquel digno caballero desplegó la mayor eficacia para salvarle del peligro. Hizo traer los caballos del Duque, y por la puerta falsa de su propia casa le sacaron al campo, seis hombres armados y de su confianza, que le alejaron de la ciudad y de su término.

     Llegó el Duque a Lisboa, donde acababa de publicarse la Constitución del año 20, y allí supo que le habían secuestrado los bienes (a pesar de prohibirlo expresamente la Constitución restablecida) por el delito de haber salido de España sin permiso del Gobierno, delito tan capital a los ojos de los liberales. Con la mira de acercarse a su familia, establecida en Sevilla, resolvió pasar a Gibraltar, y lo verificó, no sin riesgo y precaución, por la circunstancia de que los vapores que salían de aquel puerto, se detenían en la bahía de Cádiz.

     En Gibraltar encontró y fue obsequiadísimo por su antiguo amigo sir A. Woodford, con quien había tenido en Malta tan estrecha amistad. Allí pasó un año; allí contribuyó, por el influjo de que gozaba con el Gobernador inglés, al alivio y socorro de las familias españolas de aquellos contornos, que se refugiaron aterradas al peñón, cuando apareció la expedición de Gómez. Allí se dedicó de nuevo a la pintura y a la poesía, y escribió muchos de sus romances.

     Promulgada la Constitución de 1837, y aceptada por la Reina, la juró el Duque en manos del Cónsul español, y el día 1º de agosto se trasladó a Cádiz, y volvió de su segunda emigración a los brazos de su familia.

     En las elecciones de aquel año figuró su nombre como candidato para Senador por varias provincias. Propuesto en terna por la de Cádiz, le nombró la Corona. Consecuente a sus principios, apoyó al Ministerio Ofalia, y pronunció un largo y vehemente discurso en favor de la proposición del Senador Sánchez, para que se le devolviesen sus bienes a las monjas, uno de los mejores sin duda de su larga carrera parlamentaria. En las siguientes legislaturas, y tomando siempre parte en los debates del Senado, defendió los principios conservadores, apoyó con buenas razones el convenio de Vergara, y la necesidad de conservar sus fueros a las Provincias Vascongadas, y sostuvo, en fin, todos los planes y proyectos que tenían por objeto dar unidad y fuerza al poder. Defendió el establecimiento de un Consejo de Estado, la ley de ayuntamientos y la de imprenta. Verificado el viaje de S. M. a Barcelona, se retiró a Sevilla, y el cambio político conocido con el nombre de Pronunciamiento de setiembre, le alejó acaso por mucho tiempo, de trabajos y tareas en que ya no debió conservar fe, ni esperanza alguna para el porvenir y ventura de su patria.

     El desaliento de la política no le retrajo del entusiasmo de la literatura. La gloria estéril, problemática y disputada del Parlamento, al rebajarse o desvanecerse a sus ojos, dejó más vivo y más ardiente en su alma el sentimiento de la gloria literaria, sentimiento inmortal y siempre generoso. El literato tiene a todas horas elevada la tribuna en su gabinete, un Parlamento en las creaciones de su fantasía, un auditorio inmenso en el mundo entero. El Duque de Rivas no abandonó, ni creemos que abandone jamás, sus artes queridas, sus primeras inclinaciones, que fueron como la religión de su alma.

     Desde la publicación de don Álvaro, nada había vuelto a componer para el teatro. En este último período, la escena le llamó de nuevo a su palenque glorioso. No se atrevió a seguir en el género de que había dado tan insigne muestra. Arredráronle sin duda los peligros de incurrir en exageraciones, y sintió que, sin trepar a tan altas y tempestuosas regiones, envueltas a veces, como las crestas de las altas montañas, en nubes, y surcadas del rayo, había, a menor distancia, no tan terribles y más despejadas eminencias.

     Nuestra patria había tenido un teatro nacional rico y glorioso, como ningún teatro del mundo. Cuando la Europa no tenía más que un autor dramático, España los contaba por docenas. Cuando la poesía había perdido toda su vida propia y su jugo natural, y no acertaba el genio poético a formular un género, toda la originalidad y la fecundidad inmensa del ingenio español se había refugiado al teatro. Lope de Vega, Tirso de Molina, Moreto, Alarcón, Rojas y el gran Calderón se elevan todavía en medio de la literatura europea, como se alzan en una extensa cordillera las cumbres eminentes, de donde descienden los ríos y manantiales, que han de fecundarla llanura tendida a sus pies.

     Originales y espontáneos siempre estos poetas, porque bebieron sus inspiraciones en el carácter y las costumbres de su patria, quedan todavía las mismas dotes para sus imitadores; como quiera que el carácter nacional y las costumbres del pueblo no hayan sufrido aún modificaciones tan absolutas, que le tornen otro carácter y otro pueblo distinto. La parte de sociedad española, que se confunde con la sociedad francesa y con la de todas las naciones de Europa, es una capa bastante superficial y somera; y los mismos que la componen, sienten aún renovarse los antiguos sentimientos, no borradas del todo en su corazón las huellas de las antiguas costumbres, cuando al escuchar en el teatro los acentos de Calderón y de Moreto, simpatiza desde luego con ellos el alma, como se descubren las letras de una tinta simpática al contacto del reactivo que las colora. El género y la poesía de aquellos grandes maestros es, aún con las modificaciones del tiempo transcurrido y de las costumbres alteradas, el género cuya poesía pertenece a nuestro teatro moderno.

     D. Ángel volvió a él: su imaginación tiene más puntos de contacto con nuestros antiguos dramáticos, qué con autores más modernos. Las tres comedias tituladas Solaces de un prisionero, El Crisol de la lealtad y La morisca de Alajuar, han sido el fruto de esta nueva dirección. El público ha recibido con aplauso estas producciones, y la crítica sólo ha tenido acaso que censurar el sabor demasiado fuerte a la comedia antigua, la rehabilitación, inoportuna quizá, del carácter gracioso, que ya no puede ser tolerado en nuestros teatros por un público, distinto del que los frecuentaba en tiempo de Felipe IV; y alguna vez, lo precipitado y no siempre interesante del desenlace. La crítica ha sido más severa con La morisca de Alajuar: ha visto en ella demasiada complicación, muchos y atropellados incidentes; materia en fin, para dos dramas distintos, ora ligados, ora independientes.

     El autor de este artículo no ha logrado verla representada en las tablas, ni puede, por tanto, juzgar de su efecto en el teatro; pero cuando en días, de que conservará siempre tiernísimo y grato recuerdo, escuchó de los labios mismos de su autor la lectura de aquella composición, formó un juicio, que no se ha conciliado todavía con la severidad de esta censura. A sus ojos La morisca de Alajuar es la producción más acabada y más bella del Duque de Rivas; la más interesante, la de más movimiento y de más preparado desenlace. Los caracteres están de relieve, y sostenidos sin desmentirse jamás, sin decaer nunca. El Conde de Salazar es un tipo de los más bellos que puede ofrecer ninguna producción dramática, y hasta la versificación nos parece más igual y más esmeradamente correcta que en las demás obras de aquella fecunda, pero a veces demasiado fácil y suelta, vena.

     Por último, ha coronado sus trabajos con la publicación de sus Romances históricos, obra en que según nos manifiesta en el elocuente y erudito prólogo que la precede, se propone vindicar al romance, del magistral anatema que contra él había fulminado la crítica de nuestros días, volviéndole a su primer objeto, y a su primitivo vigor y enérgica sencillez, sin olvidar los adelantos del lenguaje, del gusto y de la filosofía. Ya hemos manifestado en qué tiempos y por qué circunstancias había vuelto a cultivar este género, tan rico como abandonado, de nuestra literatura. Ya se habían impreso, con El Moro expósito, La vuelta deseada, El sombrero, El Conde de Villamediana y El Alcázar de Sevilla, muestra de la profundidad con que el autor sentía la poesía histórica de su país, y de la verdad con que sabía pintarla.

     Los romances posteriormente publicados no han desmentido las esperanzas, que habían hecho concebir sus primeras inspiraciones. No nos es dado recorrer todos los cuadros de esta magnífica galería. Remitimos a su lectura a todos los que quieran sentir las originales bellezas de nuestras grandezas históricas, y reposar sus ojos en la viva y animada pintura de una naturaleza engalanada por un pincel de tanto fuego, de tanta vida. Encontrarán atesorados en esa colección argumentos hábilmente conducidos, caracteres soberbiamente delineados, figuras vivas, ricas descripciones, afectos verdaderos y vehementes, rasgos atrevidos, entonación poética, locución castiza, y grande inteligencia histórica.

     A veces, como en El solemne desengaño, El cuento de un veterano, Amor, honor y valor, La noche de Montiel y otros, éstas composiciones son unos verdaderos dramas llenos de animación, de progresivo interés en su plan, de escenas brillantes, a veces de cuadros siniestros y sombríos. Otros, empero, se distinguen por su mayor sencillez, por su mayor regularidad; son apacibles historias, agradables cuentos llenos de candor y dulzura, como tiernas bucólicas, como campestres baladas; galanas y bellas, aunque tal cual vez monótonas, como el curso de un arroyo, o como una dilatada pradera. Sentimos que las dimensiones obligadas de nuestro artículo no nos permitan, para prueba de esta verdad, trasladar, ora las estrofas en que describe las angustiosas agonías del Rey D. Pedro en su noche postrimera, ora la pintoresca descripción del Guadalquivir, cuando Hernán Cortés se embarca en él en busca de la corona de Moctezuma, ora las dulces y melancólicas meditaciones a que se entregaba en su triste prisión el Marqués de Lombay, ora la animada pintura, las pinceladas de franco y vigoroso estilo, en que retrata los tres ilustres misteriosos galanes de la bellísima Princesa de Évoli.

     El Duque de Rivas ha levantado en este libro a la literatura nacional un monumento, que durará más que otras obras, en que libran acaso algunos muy altas pretensiones y esperanzas. En la amanerada y anárquica literatura de nuestros días, nuestro poeta ha trazado un vivísimo surco de luz por las regiones de la belleza y de la originalidad. A los defectos de su época y a las particulares circunstancias de su azarosa vida, ha pagado más de una vez tributo; pero sus defectos quedarán oscurecidos en el olvido con sus obras medianas, bastándole para una aureola muy espléndida de gloria el mérito de las muchas que pasarán a la posteridad.

     Y su gloria literaria será la única que de él quede. En los hombres que la obtienen, se oscurecen todas las demás con su brillo. La gloria de los destinos públicos, la reputación política pasa con las circunstancias, aún en los más eminentes Hombres de Estado. ¿Quién se acuerda ya de que Petrarca fue un negociador y un estadista?, ¿Quién une al nombre de Ariosto su carácter de Embajador en Venecia? ¿De qué le sirve a Milton haber sido Secretario de Cromwell? ¿Quién dentro de pocos años sabrá que Chateaubriand ha sido Ministro, y Lamartine Diputado? Creemos, pues, que el Sr. Duque de Rivas no librará su fama póstuma en sus recuerdos de orador, de Prócer, de Senador, y de Secretario del Despacho, por más que para sus contemporáneos sean gratos o censurables su exageración en un período, su medianía en algún puesto, y sus brillantes cualidades en otro. La política que tanto ha influido en su vida, no influirá para su fama.

     Y sin embargo, todavía en las elecciones de 1840 la provincia de Vizcaya le propuso para Senador en segundo lugar, y la de Álava en primero. El Gobierno de setiembre no tuvo por conveniente elegir a quien sin duda hubiera unido su elocuente palabra a las que en el Senado fueron la última protesta, si bien severa y terrible, contra los nuevos poderes. No le pesó de tan honroso desaire, y vive en Sevilla contento, satisfecho y desengañado, en el seno de su numerosa familia, ocupada toda su atención en los placeres y trabajos de la vida doméstica, en la composición de sus comedias, en la publicación de sus obras, y en el trato de sus amigos.

     El autor de estas líneas ha sido testigo de esta vida deliciosa, en días a cuyo recuerdo puede consagrar aquí una línea, siquiera le tachen por ella de parcialidad o de impertinencia. Cuando desfallecido y enfermo fue a buscar aire de salud y de vida en las perfumadas riberas del Guadalquivir, bajo el sol vivificante de la bella Andalucía, allí, donde acaso más que la benignidad de la atmósfera, calmaron sus dolencias los consuelos y ternura de sus solícitos amigos, no fue entre ellos el menos tierno y cariñoso el ilustre escritor, cuya biografía le ha cabido en suerte. De sus labios mismos oyó alguna vez la interesante narración de algunas de sus vicisitudes y desgracias, en aquellas deliciosas noches, de que sólo pueden formar idea los que las hayan pasado en los encantados patios de Sevilla, entre columnas de mármol, y macetas de flores, y árboles y fuentes, y en la sociedad de amigos y de hermosas, tan amena como aquellos jardines.

     Los recuerdos que de esto nos quedan, van unidos a la grata memoria del Duque. -Por eso quizá nos hayamos detenido alguna vez en circunstancias minuciosas, cediendo, sin querer, al recuerdo de nuestras conversaciones, y repitiendo acaso las reflexiones mismas que entonces se nos ocurrían. Complacidos como el que cuenta sus propias adversidades, acaso hemos creído a veces que tendrían para todos la importancia que para nuestro corazón.

     La amistad puede habernos hecho prolijos: un consuelo nos queda, y es que el temor de parecer por ella parciales, nos ha hecho ser constantemente severos.

Apéndice

A la Biografía del señor Duque de Rivas. (Última época. -De 18545 a 1866)

     La ancianidad del literato y la del hombre de Estado son el crisol verdadero de sus merecimientos: en ellas se aquilata la estimación que, no por boga o por adulación, o por esperanzas de protección y de medros, sino por aprecio, admiración y respeto, tributan a los varones ilustres las generaciones que van a sucederles. Y de igual manera que debe parecerles expiación cruel de sus errores el abandono y el olvido en que hayan de recaer los más, debe ser grata en extremo a los pocos elegidos, el aura de desinteresado favor, que aunque apartados del torbellino del mundo, gocen, sientan y respiren.

     Así logró la fortuna de que lo acaeciese, el buen don Ángel de Saavedra para sus contemporáneos, y para la posteridad, el Duque de Rivas. El obtener estimación tan grande por parte de la opinión pública, no era debido en verdad a las obras que en su ancianidad, y desde el regreso de Italia hubiese dado a luz el Duque, ni tampoco porque en los cargos que aún desempeñó, haya tenido proporción de prestar servicios señalados a la patria.

     Únicamente dos composiciones poéticas del autor de El Moro expósito han sido publicadas en esta época: la una, alarde feliz de jovial ingenio, escrita como respuesta a una invitación galante para la cena anual, que en Noche-Buena daba el Marqués de Molins a los principales literatos; y la otra, airoso y bello fragmento de El Romancero de la guerra de África, único en verdad que puede ser popular, y que corresponde plenamente al ambicioso intento de este libro. Irán pasando los años; mas no se dará al olvido aquel respetable viejo, que al ver llegado el instante de la generosa lucha, prorrumpía en firme acento:

                                                                                                                               
   ¡Ah! ¿Por qué la omnipotencia
No hace conmigo el milagro
De que la nieve se funda
Que está en mi frente pesando;
Y que se siente mi planta,
Y que se afirme mi brazo,
Como un tiempo memorable
Bajo el invicto Castaños?
. . . . . . . . . .

     ¿Qué corazón no latía con el corazón del Duque, cuando éste sentía vibrar su fibra más honda al recordar los heridos? ¿Cómo no simpatizar con el trasunto inteligente y vivo de otro tiempo más glorioso, y no participar de su justo orgullo, cuando exclamaba con altivo arranque:

                                                                                                                               
   Al herido... Yo también
De Ocaña por los collados
Con el licor de mis venas
Regué los laureles patrios;
Y hoy en cárcel de dolores
Por la vejez amarrado,
Con mi lira solamente
El marcial grito acompaño,
Mientras que mi nietezuelo
Hace mi bastón caballo,
Y dice que va a la guerra
De moros y de cristianos!

     ¡Cuán grato, en fin, oír de labios, de quien por la edad y los pesares, los vaivenes de la fortuna y las alternativas de la opinión, menos podría esperarse conservara esa pureza y verdor de juventud, el desprendimiento que campea en su arrogante desprecio de los intereses, que son hoy, más bien que guía, el pérfido faro de muchas naciones:

                                                                                                                               
   Pues si sólo por guarismos
Se rigieran los Estados,
Y sólo a cuentas mirasen,
No hubieran salido acaso
Pelayo, de Covadonga,
Cristóbal Colón, de Palos,
De Medellín y Trujillo,
Hernán-Cortés y Pizarro;
Y aun ¿quién sabe si vivieran,
De innobles canas cargados,
Velarde en su alojamiento,
Y Mina junto a su establo?

     He aquí el secreto de la popularidad del Duque. Haber hecho de joven lo que canta; haber procedido, hombre maduro y Prócer estimado, con igual resuelto brío, y decir con franqueza, sencillez y natural gallardía, cuanto venía a sus labios, cuanto de improviso brotaba en su mente, más que por fría razón, por irreflexivo impulso.

     Así es que la opinión pública, mirando sólo al varón recto, al poeta esclarecido, simpatizó con el Duque hasta los últimos instantes de su vida, como había simpatizado con aquel otro hijo mimado suyo, D. Francisco Martínez de la Rosa.

     Uno y otro desearon siempre hacer el bien: ambos tenían bien merecidos los honores y el aprecio público. Martínez de la Rosa, como el Duque de Rivas, gozaban al fallecer, de igual o menor fortuna que la que heredaron, y los dos a la par habían sufrido por la constancia y lealtad de sus propósitos, la persecución y el encono de los bandos enemigos; y perdonando siempre, y no abusando jamás de su posición, más tarde, aquel había tenido constantemente los restos de su valor cívico, y los últimos rayos de su elocuencia para emplearlos en pro de las causas perseguidas, y éste, para igual empresa, la fácil expresión de su palabra donosa, de su intrépido gracejo.

     Por eso nadie tildó al buen Duque, al aceptar en 18 de julio de 1854, con el cargo de Ministro de Marina, la presidencia de un Consejo de Ministros, que vivió veinticuatro horas, y que, merced a poco felices circunstancias, llevó el apodo de Ministerio de las barricadas. Por eso nadie desaprobó más adelante su nombramiento de Embajador de España en París, hecho en 20 de julio de 1859, por un Gobierno muy combatido por los bandos militantes. Hizo dimisión de este cargo en 2 de julio del siguiente año; y tampoco persona alguna vio después con desagrado que aceptase la presidencia del Consejo de Estado, que desempeñó desde el 2 de noviembre de 1863 hasta el 20 de noviembre del siguiente año, recibiendo al otro día, como último galardón que podía otorgarle la bondad de la reina, el Collar del Toisón de Oro.

     Aún recuerda el que esto escribe, la solemne ceremonia celebrada en la Real Cámara para la imposición del Collar al venerable Prócer; y aún le parece oír de labios de éste, terminado ya el acto, su festiva respuesta a la felicitación de la reina. «Señora, decía desde su asiento, mientras ella en pie, el impedido anciano: esto es como la cena que, deba dársele o no, se concede a los antojos del enfermo desahuciado, del hombre ya moribundo.»

     Y no sin razón así hablaba: estas palabras decía el 9 de diciembre de 1864; y el 22 de junio de 1865 había fallecido después de recibir con serenidad apacible las visitas y consejos del Cardenal Arzobispo de Burgos, D. Fernando de la Puente, su paisano y buen amigo, cuya muerte ocurrida ayer(18) lloran sinceramente cuantos aman la sabiduría y la virtud.

     Madrid unánime lamentó la eterna ausencia del Duque de Rivas. Y como si desde entonces hubiese de extinguirse toda una época, toda una literatura, los poetas, los artistas, la masa general de los madrileños se asociaron a los varios pensamientos, que, para conmemorar el aprecio universal hacia el autor de Don Álvaro, formaron entonces renombrados escritores; y asistieron a la par con recogimiento y fervor, a las honrosas exequias que al Duque fueron tributadas, y en las cuales cuanto hubo de modesto procedía de la voluntad del finado; cuanto de pomposo, del anhelo de sus compañeros y amigos.

     Algunos meses después, otra solemnidad reunía en el salón de sesiones públicas de la Academia Española a cuanto Madrid encierra de florido en letras, artes, ciencias y dirección de los negocios públicos. Esta ilustre Corporación, -cuyo director era el Duque desde el 20 de febrero de 1862, hasta que falleció, -con más suerte y mejor acierto que los que tuvieron las reuniones de admiradores de aquel, antes habidas, oía el elegante y concienzudo discurso, que el Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto, hermano político del Duque, consagraba al examen de las dotes y de los escritos de aquel eminente varón, a quien rendía, no como pariente, sino llevando la voz de la Academia, este tributo de veneración y de afecto. Pulcro, castizo, exacto y muy razonado el escrito del Sr. de Cueto, era una obra tan grata y tan acabada, como lo son cuantas salen de su bien cortada pluma. La deleitada concurrencia o luego, recitadas por la voz sonora del Sr. D. Manuel Cañete, las dos poesías que el Duque escribió, en bien diferente situación de su existencia por cierto, con los títulos Al faro de Malta la una, y A la vejez la otra.

     Este ha sido el último homenaje de los contemporáneos, y especialmente de los hombres de letras, que se lo tributaron cumplido(19).

     Todo lo demás que pueda honrar la memoria del Duque de Rivas, queda a la posteridad desapasionada. ¿Cabe, sin embargo, prever su juicio? Si no fuera temeridad arrogante, no vacilara en decir que el patriota estará, con el tiempo, al nivel del poeta; el poeta tendrá primacía sobre el hombre público; y la alcanzará por encima del Prócer y del Académico, el hombre como era en sí: el fogoso y discreto decidor; el razonador caprichoso pero noble siempre; el perpetuo enamorado de tradiciones, grandezas y libertades; de lo grave y lo jovial a un tiempo.

     Como nada era a él ajeno, nadie consideró al Duque como persona que le pudiera ser indiferente: y nuestros hijos, aunque lean menos sus obras, estimarán aún más que nosotros al varón a quien se deben.

Benito Vicens y Gil de Tejada.

Madrid 13 de Marzo de 1867.

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