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Situación política de 1841

     (11)Antes de señalar como punto de partida la situación ¿el Gobierno en el momento en que damos principio a nuestras tareas, séanos permitido dirigir una rápida ojeada a la situación en que se encontraba la Nación española antes de que se encumbraran al poder los hombres que se hallan hoy al frente de su destino.

     Esta situación no era tan triste y desesperada como por algunos pudiera creerse. A pesar de los siete años de guerra civil, a pesar de las calamidades que habían sido forzosa consecuencia y naturales síntomas de tan desastrosa lucha, la perspectiva que al hacerse la paz se presentaba, estaba muy lejos de aparecer tan lúgubre y sombría, como pudieran verla con su mirada superficial y somera los que no penetran nunca más allá de la primer corteza de las cosas. Las Naciones están, como los individuos, dotadas de una gran fuerza de vitalidad, que se rehace a veces con tanto más vigor, cuanto ha sido más fuerte el sacudimiento que se ha experimentado, y mayor el riesgo que se ha corrido.     La Historia, y acaso más que ninguna la contemporánea, suministra hartos ejemplos de este fenómeno. Pocas épocas presenta el mundo de un trastorno más universal, que el período de la revolución francesa: nunca guerras más complicadas y sangrientas turbaron la paz de Europa, que las gigantescas luchas de la República y del Imperio. Y sin embargo, cuando después de la paz de Viena parecía que iban a quedar sumidos en letárgica postración, o a pasar por las congojas de una penosa y larga convalescencia los pueblos, que por espacio de tantos años se habían desangrado y combatido; he aquí que la Europa se levanta más próspera y espléndida que nunca, y que en ese brillante período de su civilización, el vuelo más alto de la inteligencia rivaliza con el más prodigioso desarrollo de las artes de la paz, y con las maravillas de la industria.

     La España misma había sido en aquella época un continuo y sangriento campo de batalla. Desolada y pobre en su interior, y perdidas a poco sus inmensas posesiones ultramarinas, todavía en medio de los errores de un Gobierno ignorante y preocupado, revivió al impulso reparador de sus fuerzas de vida y de sus elementos de riqueza, y en breves años se hubieran olvidado los desastres de aquella guerra, si no hubieran sobrevenido las calamidades, no menos desastrosas, de una administración desacertada. Un Gobierno, cuya ilustración hubiera estado al nivel de los demás de Europa, hubiera con pocos esfuerzos elevado entonces a la Nación española al rango que debía ocupar en el gran consejo de las naciones europeas, y al grado de prosperidad a que su clima, su posición, y la índole de sus habitantes la destinan.

     Empero era todavía más ventajosa la posición de España después del convenio de Vergara y de la pacificación de Cataluña. El siglo no había corrido en vano sobre nosotros, y el impulso progresivo, que imprime a todos los pueblos, y que, aun combatido, es más fuerte que todos los estorbos que le embarazan, había desarrollado elementos y gérmenes de prosperidad, que todos los contratiempos y calamidades de la lucha no habían podido sofocar ni destruir.

     Es verdad que durante la guerra se habían sufrido en muchos puntos de la Monarquía desastres horribles, si los consideramos aisladamente; pero a pesar de todo, no había aquélla causado los estragos ni dejado las huellas indelebles de una calamidad general e irreparable. Muchas provincias quedaron intactas de sus inmediatos horrores: otras los sufrieron pasajeramente; y en el principal teatro de esta obstinada querella, la guerra se había regularizado muy desde el principio. A vueltas de su agitación, y de los trastornos que produjo en las fortunas una conmoción tan radical y profunda, la actividad de la industria y del comercio parecía haber recibido un nuevo impulso. Las fuentes de la riqueza no se cegaron: la producción no se disminuyó: en siete años de calamidades, de incertidumbre y desconfianza, de cuantiosos dispendios y de exacciones inauditas, los artículos de primera necesidad no habían escaseado ni subido de precio en ningún punto de la Península, inclusos los más inmediatos al teatro habitual de la guerra: por último, los curiosos estados que publicó el Ministerio de Hacienda en 1839, demostraron que el aumento de las rentas públicas, que a pesar de los desórdenes de la administración, resultaba, comparándola con los ingresos de diez años antes, no podía tener otro origen en que el incremento de la riqueza. ¡Fenómeno extraordinario, que por sí solo revela todo lo que puede llegar a ser esta Nación, a poco que se halle al frente de su administración un Gobierno tutelar y siquiera medianamente ilustrado!

     Apártese de nosotros la intención de querer pintar con halagüeños colores una época tan funesta. Pero nuestra opinión es que los tristes efectos de una lucha, que era fratricida, en el sentido genuino y propio de la palabra, más bien deben buscarse en el orden moral, que en los perjuicios materiales y positivos; y que más hondamente todavía que la miseria y la pobreza, devoraba las entrañas de la Patria aquella desmoralización profunda, aquel encarnizamiento de odios y de venganzas, aquella relajación de los vínculos sociales, que acompañan siempre a las escenas de sangre de las discordias civiles, y a la precaria estabilidad y flaqueza de los Gobiernos débiles.

     Pero también, si en el orden político eran agudos los dolores, su remedio era tanto menos difícil, cuanto que era más apetecido. Las pasiones políticas se habían explotado durante la lucha; pero la paz debía, a poco, dirigirlas y calmarlas. Nuestra época, más bien que de principios, es de resultados. El último período del siglo anterior fue tiempo de fanatismo: el que ahora corremos es de intereses. Aquel era de más entusiasmo que saber: éste, más de razonamiento y de buen sentido que de ilusiones. En aquel, habían seducido los filósofos y arrebatado a las masas con brillantes teorías: en éste, aquellas se habían ensayado ya en la piedra de toque de una práctica desencantadora. La revolución, lo mismo que el cólera y que todas las epidemias, acometió violenta y mortífera en su aparición; pero después de haberse aclimatado y héchose endémico en la Europa, su virulencia y malignidad ha ido desapareciendo poco a poco.

     Sin embargo, nuestros hombres de 1812, representantes de la idea de la Revolución francesa, habían conservado una veneración y prestigio que, más que a sus talentos, debían a la persecución del Gobierno absoluto. Estos hombres que, como los emigrados franceses, nada habían aprendido ni olvidado, fueron aquí, respecto del liberalismo, lo que aquéllos respecto a la Monarquía. El siglo había adelantado en teorías, y administración y Gobierno: el siglo, que había llegado a comprender que en los Gobiernos monárquicos, lo mismo que en los populares, podía labrarse la felicidad del pueblo, no daba ya tanta importancia a las teorías políticas. El siglo consideraba el Trono como primer elemento de orden y libertad, como primera garantía de poder y seguridad para los Estados y para las Naciones. El siglo había vuelto a buscar su guía, sus consuelos, y hasta el principio de su saber., en la creencia religiosa. Y en tanto, los hombres de 1812, anacronismos vivos del siglo, estacionarios en la tendencia y en la marcha de su espíritu, enemigos del poder, enemigos del Trono, enemigos de la Religión, y enemigos de todas las instituciones que dan fuerza, enlace y cohesión al cuerpo político y social, no hubieran podido ya, en esta última época, crear un partido de principios, si en las de su anterior dominación no hubieran formado una clientela de esperanzas y de intereses; si no se hubieran organizado en conspiración permanente y en sociedades subterráneas, para la conservación de estos intereses y el logro de estas esperanzas.

     Empero, la mayoría de las clases inteligentes de la Nación había recibido la influencia del siglo; el partido liberal de 1840 no solo no era el de 1812 y 1820, pero ni aun el de 1833. A pesar del descuido de la educación pública, las nuevas doctrinas habían penetrado muy hondamente en la sociedad. Algunos pocos hombres de las anteriores épocas no habían permanecido estacionarios ante el movimiento general de los espíritus, y casi toda la juventud, la nueva generación política, entró en la escena, alzando una grave y vigorosa protesta contra las ya rancias preocupaciones revolucionarias, contra las teorías trastornadoras, contra las exageraciones democráticas, contra la ojeriza antimonárquica y el fanatismo antirreligioso de nuestros decrépitos jacobinos. Los hábitos y los instintos generales estaban admirablemente de acuerdo con estas ideas: el pueblo era por experiencia y por buen sentido, lo que por raciocinio y convencimiento había llegado a ser la nueva escuela política; y el partido monárquico-constitucional fue el producto de esta alianza.

     Este partido era el representante del interés más grande, de la necesidad que más vivamente se hacía sentir en la sociedad después de las convulsiones sufridas; la necesidad de Gobierno. La lucha política había concluido en los campos con la guerra; en las regiones del poder, con la aceptación de la ley política de 1837.

     Nadie, nadie pensaba en alterarla: nadie quería volver a tocar aquellas cuestiones delicadas, que suscitan siempre tempestades sobre los pueblos. Para el nuestro estaban zanjadas: lo que pretendía era que los poderes, creados por la Constitución, empezaran a obrar. La tarea del poder durante la lucha, no había podido ser exclusivamente la protección de la sociedad.

     Las discusiones constitucionales y la dirección de la guerra habían absorbido todas sus fuerzas; pero concluida la guerra y resuelta la cuestión política, la acción de los poderes políticos quedaba definitivamente reducida a fundar Gobierno; y Gobierno les demandaba a voz en grito el partido constitucional. Como fuente y principio de todo Gobierno, pedía Trono fuerte y respetado: para la acción desembarazada y firme del poder, centralización y autoridades responsables: para la sociedad, libertad civil, justicia, seguridad, reforma de los Códigos, religión y culto: para el pueblo, en vez de estériles tablas de derechos y de aparentes franquicias electorales, un plan beneficioso de Hacienda, un sistema de mejoras y adelantos materiales, una protección despreocupada e imparcial de la industria, ¡Y a estas opiniones, y a estas tendencias, y a este partido, se han atrevido los fanáticos revolucionarios a llamar ideas, sistema, partido retrógrado y liberticida!

     A fin de realizar este pensamiento, se daba una circunstancia, que no siempre se ofrece en las vicisitudes de los pueblos. En el descrédito de todos los poderes, que la revolución y la perra había acarreado, sólo un poder había salvado su fuerza y su prestigio. Este poder era el Trono. Ocupado por una inocente niña, su augusta Madre la Reina Doña María Cristina de Borbón se había captado desde el principio el amor de sus súbditos por las admirables cualidades que la han distinguido en el solio, y para las cuales reserva la Historia una de sus páginas más brillantes. Amorosa y solícita como una madre, valiente y esforzada como un héroe, instruida como el primer hombre de Estado, apreciadora del poder de las circunstancias como el más hábil diplomático, e inteligente en los negocios como el administrador más práctico; popular por carácter y por convencimiento, no se ha sentado acaso sobre ningún Trono de Europa persona más a propósito para las augustas funciones de Rey constitucional; ninguna que mejor pudiera reconciliar con el poder Real, a parte de la opinión extraviada por desaciertos pasados; ninguna que pudiera dar a las reformas que la situación exigía, la solidez y estabilidad que suele faltar a las innovaciones.

     La presencia misma del Pretendiente D. Carlos en las provincias, y su conducta durante la guerra, habían realzado el prestigio de la Excelsa Madre de Isabel II. La nulidad de aquel Príncipe se había puesto en evidencia, después que, habiendo querido ser el campeón del principio monárquico, su causa había perecido por la anarquía.

     A la conclusión de la guerra, D. Carlos no representaba nada, ni para la Europa, ni para los suyos. Más que vencido, se retiraba insignificante y desacreditado. María Cristina era desde entonces el poder necesario; era el Trono, era la Monarquía. Hasta los carlistas habían reconocido su superioridad. Muchos de ellos, aleccionados como el partido liberal, por la experiencia, reconocieron la necesidad de acogerse bajo su manto y de agruparse en derredor de su trono. Cualquiera que sea el ridículo que se haya querido lanzar sobre la palabra fusión, la fusión no podía menos de ser, en una Nación dividida en dos parcialidades tan grandes, una necesidad social. Después de la paz, era más que nunca necesaria, porque era la paz la fusión misma. Sólo María Cristina podía realizarla; pero ella podía sin duda alguna.

     Por último, un elemento poderoso de fuerza había nacido del seno de la guerra. La guerra civil había creado lo que todas las guerras crean, lo único que crean; un ejército: un ejército numeroso, que después de siete años de penosas campañas y de inauditas fatigas, si no podía presentar a su frente capacidades tan brillantes como las de otros siglos y naciones, podía desafiar a todas en valor, en bizarría y en sufrimiento; ostentar en sus hechos de armas proezas individuales casi fabulosas, y en sus jefes más respetados una ilustre colección de los más nobles y elevados caracteres. Cualquiera que fuese la reforma que la paz haría necesaria, la Nación nada debía temer, ni de los agresores de su independencia, ni de los perturbadores del orden público.

     ¡Oh, sí; era consoladora -a pesar de todos nuestros males- esta perspectiva! Las víctimas no, no podían sacarse de las tumbas; pero se podían enjugar muchas lágrimas; muchas heridas se podían cerrar. Los campos talados, podían cultivarse de nuevo. No faltaba actividad, ni trabajo, ni capitales. La ilustración renacía. Las doctrinas trastornadoras de la revolución hacían lugar a otros principios tutelares, fecundos y conciliadores. Había hombres eminentes en todos los ramos del saber y de la administración. Había un pueblo dócil, sensato, cansado de discordias y de desgracias. Había un ejército aguerrido y brillante. Había una Constitución, por todos aceptada. Había, en fin, un Trono respetado y querido, donde brillaban radiosas, en un grupo de inocencia, la Reina Regente, ídolo de nuestras memorias, y la niña Reina, ídolo de nuestras esperanzas. ¡Oh, sí: jamás Nación alguna había salido de una guerra civil y de una revolución política, con tantas probabilidades, con tantas esperanzas, de próspera y pronta regeneración! ¡Execración eterna a quien las ha cortado en flor, haciendo imposible, o retardando cuando menos, lo que debía coronarlas!...

     ¿Qué era preciso al efecto? ¿Qué faltaba para organizar todos estos elementos, y dirigir convergentes a un centro común, tantos saludables intentos, tantos generosos impulsos? ¿Qué era preciso para fecundar tantos gérmenes de vida, como a vuelta de malas pasiones y de doctrinas absurdas, brotaban lozanos o despuntaban florecientes? Una sola cosa faltaba, una sola; o dos que son una misma. Faltaban el Gobierno y la Administración; el Gobierno, que durante las angustias de la lucha política, y la instabilidad de los Ministerios anteriores, no había podido menos de debilitarse; la Administración, que propiamente hablando, no había existido nunca en España, aun bajo el poder absoluto; y que tal cual se hallaba entonces, destruida después por la reforma política, no había sido reemplazada sino a trozos, por algunas absurdas y anárquicas leyes, que la presunción e inexperiencia de 1812 y de 1820 habían abortado.

     Pero el partido monárquico-constitucional, que, al concluirse la guerra, se hallaba en mayoría en el Parlamento, como lo estaba en la Nación, había, desde luego, conocido toda la importancia y toda la necesidad del gobierno y de la administración. Sólo a él le era dado, y sólo a él le era posible y fácil, crear el uno y plantear la otra; porque sólo en sus doctrinas se hallaban los principios que presiden a la gobernación en un sistema esencialmente gubernativo; sólo hombres que las profesaban, podían aplicarlas. Para el partido monárquico, la revolución política estaba consumada; la reforma da las antiguas instituciones, concluida. Pero para el partido monárquico, no siendo la reforma política nada de por sí, no siendo un fin, sino un medio, era preciso llegar a los resultados, y tocar al fin práctico y positivo, que con las nuevas instituciones se había querido buscar. No se había hecho aún más que destruir, derribar: era ya tiempo de construir, de organizar; y lo era, ante todas cosas, de atajar los malos efectos de absurdas leyes y de viciosas instituciones, cuya presencia y cuya acción corrosiva hacía cundir de una manera espantosa, en el cuerpo social, el cáncer de la anarquía.

     Merced a la ley municipal y de administración provincial vigente, el Gobierno de la Nación española era el más débil y descentralizado de todos, los Gobiernos; la acción de su poder ejecutivo, servido en todas partes por agentes irresponsables, la más aparente y fantástica.

     Cada provincia era más independiente que el Estado soberano de una confederación; y cada ayuntamiento, entregado a todo el violento furor con que se desenvuelven las pasiones locales, formaba parte de ese acéfalo conjunto, que constituye al poder monárquico y parlamentario, creado por las nuevas instituciones, en la misma impotencia y aislamiento en que en los tiempos de la anarquía feudal se hallaba la autoridad de los Reyes, en medio de los independientes y altivos barones.

     Era urgentísimo poner orden en este caos. España había sido siempre, más bien que Nación, provincia: ahora corría a desmembrarse todavía más que en los tiempos bárbaros: como en las edades primitivas, cada ciudad iba a ser un Estado. Dar unidad a este cuerpo fraccionado, era darle la existencia: convertir a este pólipo, todo miembros, en un ser de una sola vida, y de una sola inteligencia, era lo primero, para que tuviera fuerza y acción. El partido conservador emprendió este fecundo trabajo; acometió la hazaña de Hércules luchando con la hidra de Lerna; y empezó por donde era preciso empezar, por el principio; por la reforma de los ayuntamientos, y presentó leyes completas de Hacienda, de imprenta y de administración provincial.

     Pero el partido revolucionario, a quien el conocimiento instintivo de su esterilidad o impotencia, hacía creer que el poder se le escapaba para siempre de las manos, intentaba persuadir al pueblo de que lo vital, lo importante, lo no concluido todavía, era la reforma política, reforma que, según ellos, no consistía sólo en las instituciones constitucionales, sino que se continuaba en las leyes secundarias. Lo que proclamaban, como salvador, como fecundo, como progresivo, era lo que ellos apellidaban garantías, tablas de derechos, libertades electorales, despreocupación religiosa, igualdad democrática, franquicias locales, independencia individual. Pensando, como los jacobinos franceses, que el Gobierno es un mal necesario, concluían que gobernar era retroceder. Sintiéndose débiles y desacreditados ante la Nación, quisieron dominar en los pueblos; y llamando libertad a la anarquía administrativa, como habían llamado opresión a la fuerza natural del poder, hicieron capítulo de la Constitución política la organización municipal. La Nación no los creyó; pero teniendo a su disposición la fuerza, hicieron una revolución; y como no podían derribar un despotismo que no había, y en el que nadie pensaba, lo que derribaron, lo único que pudieron derribar, fue el Gobierno.

     Nosotros no examinaremos ahora esa revolución, ya para siempre juzgada; no añadiremos el grito de nuestra censura al clamor unánime, que dentro y fuera de España se ha elevado contra el escándalo de setiembre. No calificaremos de nuevo aquella deslealtad, a que sin duda el cielo reserva un gran escarmiento. No analizaremos ahora los motivos de vanagloria o de pasión, que obcecaron la mente de un hombre, hasta el punto de hacerle inmolar a un momento de efímera popularidad todas sus glorias. No aumentaremos las lágrimas que hemos derramado por el ingrato destierro que sufre la Reina querida de nuestro corazón, y tiempo nos queda de llorar sobre la aflicción tristísima de sus augustas Huérfanas. Un año de transcurso ha fallado ya severamente sobre estos deplorables sucesos: otro los juzgará más severamente aún; y más despiadadamente, en fin, la inflexible posteridad.

     Nosotros ahora consideramos a la revolución de setiembre bajo un punto de vista distinto del de su moralidad y justicia. Cúmplenos sólo hacer observar que un poder creado por esta revolución, en manera alguna podía mejorar la situación del país, porque no podía crear Gobierno.

     La revolución de setiembre había atacado nuestros principios, y al levantarse vencedora, se encontró sin ningunos. El gobierno y la administración son ciencias fundadas en verdades únicas y eternas. No hay varias formas administrativas, como hay varias formas políticas; porque administrar y gobernar son hechos y resultados. No hay dos administraciones; de la manera que no hay dos astronomías, que no hay dos químicas. Los adelantos administrativos de un pueblo se pueden aplicar a otro, como los adelantos de la navegación, como los progresos de la táctica. Y estos principios indeclinables, estos adelantos indesatendibles, eran los que el partido monárquico profesaba, los que quería aplicar. Ellos los desecharon, no podían menos de desecharlos, porque eran cabalmente los fundamentos y pretextos de su alzamiento; ellos no presentaron ni podían presentar otros; no los tienen: sus doctrinas se limitan a negar las nuestras; con nada las sustituyen; sus principios son negaciones, y con negaciones no se gobierna, como con desmoronar no se construye.

     Así, ellos nada han podido hacer más que destruir, porque esta es su misión política; desorganizar, que es su tarea social; no gobernar, que es su destino en el poder. Pudieron acabar de destruir al clero; pudieron acabar de destruir el monárquico sistema de vinculaciones; pudieron despojar de sus bienes a la Iglesia; pudieron reducir el ejército, suprimir algunos empleos y dependencias públicas. Éstas eran las últimas exigencias de la revolución. Todas estas son, por decirlo así, operaciones de abstracción. De positivo, sólo una cosa han hecho, y a duras penas; recompensar con el poder al primer instrumento de su victoria.

     En todo lo demás, la situación es más triste todavía de lo que era antes de finalizarse la guerra; porque falta siquiera el consuelo de la esperanza que se abrigaba, cuando considerándose la guerra como causa de todos los males, se creía que la paz había de ser indefectiblemente su término. Ahora, ese término no se ve: ahora, la anarquía local extiende cada día más la gangrena de su cáncer: ahora, se relajan cada vez más los vínculos de respeto a un Trono inerme y humillado, y los lazos de obediencia a un poder, que el último alcalde puede insultar y desobedecer impunemente. Ahora, no hay garantías contra la intolerancia que se ejerce contra las personas que no profesen creencias políticas absurdas y envejecidas. Ahora, no pueden ser elegidos Diputados los hombres más eminentes en legislación, para que el Derecho pueda ponerse en claro, y darse principio a la reforma de los Códigos: ahora, la desmoralizada administración de las rentas públicas no cubre la mitad del presupuesto, y en el abismo sin fondo de su déficit, cada vez más espantoso, el crédito se hunde y desaparece. Ahora, el clero es víctima de una persecución, que, lejos de disminuir su influencia, cubre las indiscreciones políticas en que algunos de sus individuos pudieron incurrir, con una aureola brillante de martirio: ahora, una imprudente excisión con el Jefe de la Iglesia mantiene en continua alarma la conciencia de una Nación religiosa. Ahora, en fin, la sensación tristísima que el espectáculo de tanto desorden produce, ha salvado los Pirineos y los mares, y su poder presuntuoso no cuenta con un solo Gobierno que no le vuelva la espalda con enojoso desdén, con una sola Potencia que no esté dispuesta a serle hostil y contraria.

     Y en vano, de un poder creado bajo la influencia mortal de estos principios y de estas circunstancias, esperaría la sociedad mejoras materiales. No puede dispensarlas. Si de ellas fuera capaz, podría acaso hacer olvidar su origen. Pero cabalmente porque no puede alcanzar este fin, es por lo que sube más de punto lo absurdo de los motivos que le dieron vida. Mejoras materiales se obtienen con hombres y con medios, con autoridad y con recursos. Recursos, no puede tenerlos el Gobierno de una Nación, cuyos gastos son mayores que sus productos; fuerza y autoridad, no puede ejercerlas quien no tiene instituciones, ni hombres. El partido que subió al poder en setiembre, carece de estos elementos de mando. Las instituciones, las ha derribado, y no puede sustituirlas; los hombres, le faltan; sus principales corifeos no conocen la sociedad actual.

     Acaudillar un partido no es lo mismo que gobernar una Nación; ni un gran pueblo de complicadísimos, y a veces encontrados intereses, se dirige como se trama una conspiración, que tiene un solo objeto. Otro poder, aun en circunstancias tan apuradas, tendría el recurso del crédito para hacerles frente; pero el crédito no le obtienen jamás, en los primeros años de su existencia, aquellos Gobiernos, que necesitan de un gran transcurso de tiempo para que sus vecinos los tengan por legítimos y seguros. El Gobierno elevado en setiembre, no puede aspirar a tanto, no puede hacer nada. Ni moral, ni política, ni intelectual, ni colectiva, ni individualmente tiene las condiciones necesarias para la dirección siquiera de los intereses materiales de la sociedad. La sociedad marcha y vive sola, entregada a sus fuerzas. Todo lo que existe, todo lo que queda, es lo que el interés individual aislado, y sin porvenir, ni seguridad, produce. Todo aquello para lo cual se necesita la acción del poder, o intereses complejos, que solo el Gobierno puede organizar, decae, muere, desaparece.

     ¡Oh! ¡triste es, tristísima esta situación! El país no puede sobrellevarla, y los depositarios del poder no tienen fuerzas para vencerla. No tienen remedio contra males que son la consecuencia rigorosa de lo que han hecho. Sólo deshaciéndolo le tendrían, y por no poder, ni deshacer su obra pueden.

     Dejaría ese Gobierno de ser lo que es, porque tendría que renegar de lo que ha sido. ¿Cómo legislar quien ha empezado anulando las leyes? ¿Cómo mandar quien ha empezado canonizando la desobediencia? Las personas que ha lanzado, no se reemplazan; los principios que ha anatematizado, no se sustituyen; y sus personas son incompatibles con los nuestros. ¡Oh! Triste, tristísima es su situación: fatal su destino: todos los caminos le conducen al suicidio. Gobernando, perecería, porque le hundiría su misma obra: fabricaría un capullo que le envolviese; trabajaría, y excavaría su tumba. No gobernando, perece también, porque la falta de Gobierno que devora a la sociedad, se le traga a él primero. En vano se debate dentro de este círculo de hierro, inflexible como las verdades matemáticas, inexorable como el Destino. El Gobierno es necesario, pero ese Gobierno no es compatible con nada de lo que para ese poder es preciso. El Gobierno no es posible sino con nuestros principios; con esos principios que él anatematizó, con esos principios salvadores y tutelares a que la Nación habrá al fin de acogerse y de refugiarse; con esos principios de eterna verdad y de eterna justicia, que nos proponemos inculcar cada vez más, y desenvolver y difundir en nuestro periódico.



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Sobre la revista que en 25 de enero de 1841 pasó a la Milicia Nacional de Madrid el Duque de la Victoria, Regente

     (12)En la sucinta relación que ayer hicimos de la revista pasada a la Milicia Nacional de todas armas de esta capital, con el objeto de que jurasen las banderas los nuevos individuos, hicimos notar que el Sr. Duque de la Victoria, después de la alocución con que arengó a los nacionales, dirigiéndose especialmente a la compañía de cazadores del segundo batallón, la felicitó en particular, por haber tenido en 1840 ocasión de dar una muestra de su civismo y bravura. A continuación manifestamos, que el asombro de que nos hallábamos poseídos, nos impedía añadir, por el momento, reflexión alguna a un hecho de tanta gravedad. El asombro que nos abrumaba, no ha hecho más que aumentarse con la fría meditación de estas palabras.

     Parecíanos, después de tantos sueños horribles, un sueño espantoso más. Esa muestra de civismo, que hizo distinguir a la mencionada compañía de cazadores, entre tantos otros ciudadanos, que habrán dado, en el curso de su vida, tantas oscuras e inadvertidas pruebas de amor a la Patria; esa muestra de bravura, calificada así por un General, que se ha hallado en tantos combates, ya saben nuestros lectores cuál es: haber dado el primer grito de sublevación en 1.º de setiembre; haber hecho fuego sobre el Capitán general de Madrid, sobre el legítimo Jefe, entonces, de la fuerza pública de la capital!

     No extrañarán, pues, nuestros lectores, el asombro que nos ha sobrecogido. Muchos escándalos, muchas aberraciones hemos presenciado; pero hace mucho tiempo que no habían sonado en nuestros oídos unas palabras que nos hubiesen parecido más sacrílegas. Porque siempre ha sido, a nuestros ojos, más fácil y más explicable, y menos inmoral, que haya quien pueda aprovecharse de las acciones reprobadas, que el que pueda haber quien las ensalce y canonice.

     Nosotros mismos, en la tarea que nos ha impuesto la defensa de los eternos y tutelares principios de nuestro sistema político, por un instinto de noble deferencia al poder, hemos respetado siempre, y hemos guardado decorosas consideraciones a la persona que se halla, por las circunstancias, revestida del mando supremo de la fuerza armada, y encargada particularmente de la situación política y de la dirección de los negocios del Estado. Nosotros hemos querido a veces creer que acaso no todas esas circunstancias habían sido creadas por la misma persona que de ellas se aprovechaba. Nosotros habíamos recordado en los antecedentes de la historia de su vida, hechos que revelándonos, cuando menos, instintos de orden, debilitaban en nuestra imaginación los datos que nos hacían propender a mirarle como autor único y exclusivo de los desórdenes que en esta espantosa época presenciamos; como suscitador de la revolución y anarquía que se han desencadenado sobre esta Nación sin ventura. Nosotros, tal vez bien convencidos de que no tardarían estos monstruos sociales en presentarse a la vista con toda su desnudez, y su repugnante deformidad, y su azuzada rabia, y su crecida fuerza, pudimos abrigar a ratos una sombra de germen de esperanza de que esa persona, al verlos, y al verse ante ellos desarmada, apelase, apremiado de una necesidad imperiosa, a los únicos medios de combatirlos y exterminarlos. Nosotros acaso sólo en él reconocimos, por su posición, golpe de vista para conocerlo; por los restos de su prestigio, fuerzas todavía para ejecutarlo.

     Por eso, lo presente, lo pasado y lo futuro nos imponían el deber de respetar al jefe de ese poder de hecho.

     Por eso le hemos respetado cuanto en nuestra concienzuda oposición ha cabido. Por eso hemos ahogado, con la fuerza de muy altas consideraciones, los particulares desahogos que con sobrado fundamento pudieran haber sido objeto casi cotidiano de declamaciones y diatribas, que ninguna otra oposición que la nuestra hubiera dejado de aprovechar.

     Hoy, empero, es un deber mucho más alto, mucho más imperioso que todas esas consideraciones, el que nos impele a faltar a nuestro propósito. Hoy tenemos que acusar, no al poder como otras veces, sino particularmente a su primer Jefe. Hoy tenemos que consignar esas palabras ante la Nación, ante la Europa; escribirlas, grabarlas ahí como un lema de maldición, de reprobación a ese poder que a sí mismo se maldice.

     Esas palabras forman una valla que le separan de nuestros principios, de todo principio de gobierno. Esas palabras nos revelan toda la deformidad de lo presente: ellas tiñen y emborronan el más glorioso pasado: ellas son, sobre la frente de ese hombre, y para los destinos futuros de su poder, aquella tremenda inscripción del Infierno del Dante: Lasciate ogni speranza...¡Ninguna nos queda... ninguna le queda!

     Al que al frente de los ejércitos nacionales, al que mandando una Nación entera, puede llamar civismo y bravura a la rebelión contra el Gobierno, a la tentativa de muerte de un Capitán General; y decirlo así resuelta, espontánea, inmotivadamente, en una solemnidad pública, al frente de un pueblo entero, al frente de doce batallones de fuerza armada, nosotros le abandonamos a su destino y a las consecuencias de sus mismas palabras.

     Ese vértigo revolucionario nos absuelve de todos nuestros propósitos; nosotros no reconocemos en tal poder, ni siquiera a la dictadura, ni siquiera a la usurpación. No reconocemos más que la tremenda personificación de la demagogia, que amenaza devorarnos. Si en la impotencia de resistir a la anarquía, quiere hacerse su jefe, su intento está ya realizado. Cesen los ultras, cesen los exageradores, cesen los republicanos en su oposición y en su antagonismo. Injustos serán y ciegos, si su ataque siguen. Ningún tribuno que esos partidos aborten puede elevarse a mayor altura de exageración. Más que la abolición del Trono, más que proclamar la república, más que repartir la propiedad, más que establecer con la guillotina la nivelación de todas clases y jerarquías, es hacer en público la apología de la rebelión, la canonización de la indisciplina.

     Y al querer hacernos cargo de los motivos, que tan inopinada y extemporáneamente pueden haber dado lugar a semejante arrebato demagógico, y a tan revolucionaria recrudescencia; al enlazar entre sí diversos hechos y diversos rumores, que han pasado y corrido en estos últimos días; al ver en ellos la tendencia e intención exclusiva de halagar con nuevas demostraciones de efecto y popularidad al único partido que parecía dispuesto a disputar la unidad del mando supremo, no pueden dejar de agolparse a nuestra imaginación reflexiones harto amargas y desconsoladoras.

     Nosotros no tenemos por innoble la ambición, no: es con frecuencia una pasión generosa; a veces la ambición es el genio; a veces es la virtud. Pero cuando para llegar al objeto que se propone, desprecia todo lo más sagrado, conculca lo más justo, y profana lo más santo, y proclama lo más absurdo, la ambición no deja de ser un delito; antes es el delito mayor de todos los delitos. El provocar a sabiendas una excisión, el tramar un motín, el urdir un pronunciamiento, bajo el pretexto de una ley, que a los ocho días había de ser reemplazada por disposiciones nulas y dictatoriales, tan sólo para que mil personas ocupasen los empleos de otras mil, tan sólo para hacer abdicar a una Señora, abrevándola de amarguras e ingratitudes, el puesto que a otra persona no había concedido el Cielo, es una maldad tan espantosa, que nosotros no habíamos concebido en nadie, hasta ahora, el negro plan de tan deliberado y consecuente propósito.

     Siempre habíamos atribuido algo a sugestiones; habíamos concedido algo a las circunstancias; habíamos desconfiado mucho de la apreciación y de los abultados cargos de las apariencias.

     Pero cuando vemos que para conseguir lo que todavía no se ha alcanzado, se proclama y aplaude la heroicidad de lo mismo que, si bien consentido, nosotros no nos habíamos atrevido a creer enteramente prevenido y mandado, confesamos que nos asaltan espantosas dudas, y que no somos dueños de impedir a nuestro pensamiento juicios tremendos y cavilaciones, que a nosotros mismos nos aterran.

     La Historia nos revelará en breve, por desgracia, el secreto de tan espantosos acaecimientos; pero en tanto, su resultado no podrá ser favorable, -por mucho que lo parezca,- a la persona que con tanto afán lo anhela, y con tan pueril impaciencia lo provoca. Si a través de esos medios, en que hoy no repara, alcanza ese poder, que tan risueño ve; aun después de poseerle, ¿qué será en sus manos, qué será sobre sus hombros ese poder, cuyos cimientos ahora de antemano está minando con sus propias palabras? ¿Qué es un Jefe, ni qué es un Regente, en una sociedad donde la rebelión es civismo y donde hacer fuego a ese Jefe y a ese Regente podrá ser también bravura?

     ¿No temía el Duque de la Victoria, al arrojar esas tremendas palabras, -que las recogiera el Cielo, y las dejara caer sobre él algún día con todo el peso de la expiación y de la venganza? ¿No se figuraba él en aquel momento, otro momento más terrible, en que un oscuro y ambicioso jefe, pudiera mandar hacer fuego sobre él, a nombre acaso de la libertad, a nombre acaso del civismo y de la bravura? ¿Qué consuelo le quedaría más que un remordimiento desesperado, más que un eco terrible de sus mismas palabras, si algún día se viera, después de cien combates, asesinado en una plaza, indefenso y solo, revolcándose en su sangre como Saint-Just, como Canterac, como Sarsfield, como Ceballos Escalera?

     No serían las sombras de estas ilustres víctimas las que se le aparecieran entonces, no. Nosotros, al imaginarnos esta escena, veríamos alzarse de su tumba a D. León de Iriarte, y aplaudir con feroz sonrisa el sangriento fin de quien le había mandado fusilar en el glasis de Pamplona, por un hecho semejante al que, tres años después, había de venir a aplaudir y ensalzar en el Prado de Madrid.



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Medidas excepcionales

     (13)Cuando no hace muchos días debatió la prensa diaria la cuestión suscitada con motivo de haber indicado un periódico, ostensiblemente ministerial, la necesidad en que se vela el Gobierno de hacer callar las leyes comunes, y de adoptar medidas extraordinarias y excepcionales, suspendimos, a la verdad, nuestro juicio, persuadidos de que, aunque por la mente del Gobierno hubiera podido pasar por un instante tan desvariado pensamiento, le habrían sin duda retraído de su ejecución graves consideraciones de demasiado escandalosa inconsecuencia, y aun acaso la material imposibilidad de realizarle. No dudábamos de la intención del Gobierno; pero debíamos, y con razón, dudar de su fuerza de acción, y de su energía de voluntad ante los innumerables inconvenientes que, por muy alucinado que se halle sobre su situación, debía presentarle tan absurdo y desastroso propósito.

     Sin embargo, acaso hemos sido demasiadamente confiados, demasiadamente lógicos en nuestro buen Juicio. Acaso, más de lo que debiéramos, tuvo parte en él, que por muy poco ventajoso concepto que nos merezcan los hombres del poder, nunca, sin embargo, puede hacer nuestro entendimiento el penoso esfuerzo de considerarlos absolutamente destituidos de buen sentido, y de un resto siquiera de consecuencia y moralidad política a su manera. Pero el sistema que les hemos visto empezar y seguir perseverantes contra la prensa; algunas precauciones militares, que pasan como no advertidas entre providencias y hechos políticos; nuevos nombramientos y separación de autoridades, que no se prestaban demasiadamente dóciles a la ejecución de disposiciones insólitas y violentas; la amplitud y actividad dada a las causas que penden en los tribunales contra algunos funcionarios de la pasada administración, más bien que enjuiciados, rencorosamente perseguidos; todo esto, y otras varias demostraciones, que ningún pretexto abona, ni ninguna necesidad motiva, nos han puesto en el caso de inclinarnos a no negar nuestro completo asentimiento a los recelos de un estado desembozadamente extralegal, y de que debamos considerar, sino muy próxima, muy posible a lo menos una situación ya preparada, y cuyos cimientos y puntales vemos abrir y asegurarse por donde quiera.

     Nosotros ya debemos creer, sin aventurar nuestro pensamiento, que el Gobierno la desea, y que a la primera ocasión, al primer pretexto que pueda dar colorido a sus disposiciones, las garantías y derechos que la Constitución sanciona, las seguridades que se apoyan en las fórmulas de la legislación común, y en los procedimientos y trámites establecidos, sufrirán la suerte que ha cabido al art. 2.º de la Constitución ante las medidas empleadas para encadenar la libertad de imprenta. Otras libertades, otras garantías, otros derechos hay más fáciles todavía de suspender y de encadenar.

     Nosotros, acaso, deplorando los males que no dejan de pesar sobre esta sociedad desvalida y sobre esta Nación desgobernada, al paso que no podríamos dejar de padecer y de lamentar las consecuencias de un sistema en que agravase hasta el terror y la dictadura el estado de irritante violencia, que estamos ya sobrellevando, no dejaríamos de encontrar una especie de triste consuelo a nuestra amargura en lo mismo que la motivara. Ella sería, ella será la más firme corroboración de nuestros asertos, la demostración más evidente de la infalibilidad de nuestros principios.

     Porque, no hay que dudarlo, las medidas extraordinarias, las leyes excepcionales, llevan en su nombre su refutación. Ellas son la contraprueba más visible de que es falso el sistema del Ministerio que las invoca en su auxilio. Un sistema de gobierno, que no se basta a sí mismo, es una decepción. Un poder, que declara que las condiciones de su existencia no satisfacen ni proveen a la necesidad de su conservación, declara su insuficiencia y su incapacidad. En un sistema de gobernación, todo debe estar previsto, todo debe estar calculado; hasta sus extraordinarios peligros. Proclamar cuando estos existen, que el sistema adoptado no basta, es confesar que es incompleto. Pero declararlo en circunstancias comunes, o cuando los riesgos que se temen no, pasan de ser las difíciles contingencias que surgen siempre de la nunca fácil, siempre laboriosa y complicada tarea de gobernar un Estado; es refutar todo un sistema, es declarar la destitución de las leyes, y abdicar los principios, por no tener la magnanimidad necesaria para abdicar el poder, y declarar la incapacidad de las personas.

     Limitándonos nosotros a lo que a nuestro alrededor pasa, prescindimos de esta última cuestión. Sabido es que las personas no pueden sernos afectas; pero no es por eso personal nuestra animadversión: ni se fundan nuestra hostilidad y nuestras consideraciones en personales motivos, o en caprichosas antipatías. Nosotros, sí, creemos a los actuales gobernantes impotentes para la dirección de los negocios del Estado; pero a otros que hubiesen ascendido como ellos, cualquiera que fuese su capacidad, los creeríamos lo mismo. La impotencia a que ahora nos referimos, la incapacidad que ellos declaran, la que dará más a conocer la situación que tememos, es la impotencia de la situación, la incapacidad de sus principios. Si sólo hubiéramos de considerar sus personas, tendríamos que probarles -y a la verdad nos costaría pocos esfuerzos,- que no adelantarían más con sus medidas extraordinarias, que con lo que llaman estado ordinario y situación legal; que las armas, de que intentan valerse, serían tan débil resguardo en sus inexpertas manos, como aquellas de que hasta ahora se han valido.

     Pero no es ese nuestro intento. Nosotros queremos concederles que obtengan completo resultado; que sean bastante inteligentes y bastante hábiles para la realización de su favorito pensamiento; que a favor de él se salven de los peligros que circundan su aterrorizada fantasía: todavía sería cierto que esos peligros de que se hubieran librado, serían la situación misma creada por ellos, y que se habían salvado en buque de otra bandera, del naufragio a que su propio bajel y su torpe maniobra les conducía.

     Un Gobierno representativo, -y aunque representativo no fuera,- un Gobierno que se apoya en los principios que hoy presiden, cuando no a todas las Constituciones políticas, sí al menos a la organización social de todas las Naciones de Europa, debe estar apoyado y construido sobre los estribos y cimientos de la legislación y de la administración civil. Aun en los Estados despóticos el elemento militar ha desaparecido como aristocracia o jerarquía política. Es un medio de fuerza, un medio de defensa; pero ya no puede decirse que sea un medio de gobierno.

     La autoridad militar, aplicada a la ejecución de las leyes, ha ido desapareciendo conforme ha crecido, con la civilización y con los adelantos de la época actual, la necesidad de una administración más compleja, a la par que más ilustrada; conforme la autoridad ha tenido que ponerse más en armonía con las clases, con los intereses, con las instituciones que predominan en la organización de los Estados modernos. El poder militar, que era la aristocracia de los siglos medios, y que fue después el instrumento gubernativo de las monarquías modernas, ha cedido su lugar al imperio de la autoridad civil. Toda vez que su influencia gubernativa se haga necesaria, toda vez que se invoquen como tutelares y necesarios para la conservación del Estado, las formas y procedimientos característicos y distintivos de ese poder, síntoma es de que esos tiempos pasados resucitan; de que la barbarie renace; y que no sólo el sistema representativo se destruye, sino que el imperio de la autoridad civil abdica y desaparece. Entre nosotros significa todavía una situación más lastimosa: significa que la ley civil no existe.

     El Gobierno militar es necesario para la guerra; pero la gobernación, por apurada que sea, no es la guerra. Los súbditos no pueden ser enemigos: los descontentos no siempre son facciosos; las oposiciones no son ejércitos invasores. Oposición, descontento, dificultad en la obediencia, deseo de variaciones, anhelo de mejoras son los obstáculos materiales de todos los Gobiernos, porque son las condiciones necesarias de todas las sociedades. Los que para removerlos y superarlos apelan a medios de guerra, ellos son los que la declaran, ellos son los que anuncian que no son ley, sino fuerza; que no son magistrados, sino enemigos, y que su destino es combatir, cuando no tienen armas ni medios de gobernar. Entonces el Gobierno es la dictadura; el poder el terror; la administración un estado de sitio general, el despotismo.

     La necesidad de un estado tan violento, si no revela la perversidad de las personas, prueba la falta de las leyes. Pero cuando esas leyes faltan, porque esas personas se opusieron a su formación, esa falta no les disculpa. Entonces son doblemente reos: entonces son culpables de una necesidad que ellos mismos han creado, y de los medios que para superarla emplean. Ellos, oponiéndose a la existencia de la ley, sin la cual es forzoso el despotismo, si han aceptado las consecuencias de una situación tan difícil, claro es que ha sido para ejercerle.

     No procedieron así, ciertamente, los hombres de nuestro partido, cuando se hallaron al frente de los negocios públicos, en una situación infinitamente más difícil y complicada, en unas circunstancias en que la oposición del partido carlista era guerra, y en que las consecuencias de la guerra hacían poco menos que imposible la gobernación y la resistencia a la oposición revolucionaria.

     Y era tanto más grave la situación a que aludimos, y fue tanto más meritoria la conducta de aquel Gobierno, cuanto que al entrar en el poder tranquila y constitucionalmente el Gabinete de 1838, hubo de aceptar como estado normal, y recibir de manos de la revolución, a beneficio de inventario, la herencia y resultado de una administración y de un Gobierno revolucionarios. Las luchas, implicaciones y embarazos en que iba a encontrarse para desempeñar su misión, no eran de su responsabilidad, a lo menos. Otros se las legaban. Había harto mérito de abnegación en arrostrarlas, de parte de unos hombres, que iban a sacrificar al bien público su reputación, en tiempos en que, rodeado de azares y compromisos el poder, mal podía su empañado brillo compensar sus amarguras y sinsabores.

     Ellos lo conocieron. La Constitución de 1837 era en sus manos un progreso inmenso sobre el absurdo Código de 1812; era el principio de un nuevo sistema, pero era un principio nada más. Aquella ley era nueva, y estaba sola. Una ley política es una forma; pero no es un medio de gobierno. El nuevo poder no tenía ninguno, no tenía autoridad, no tenía ley civil. Era preciso hacerla, y el Gabinete la hizo. No se lanzó a un golpe de Estado, como en 1836 el Ministerio de la Granja. Respetuosamente presentó a las Cortes un plan entero de administración civil, a que el Congreso no dio, acaso, toda la importancia y preferencia que la situación del país y del Gobierno reclamaban. De todos modos, la necesidad de gobernar en aquellos apurados días, no podía dar espera a los trámites y dilaciones de una discusión, que debía ser lenta y empeñada.

     Las leyes, nunca completamente, pero sí hasta cierto punto, se suplen por los hombres; y apremiados por las dificultades, los Ministros trataron, como único y necesario recurso, de reemplazar con hombres la falta de leyes, si bien sólo en aquellos puntos en que, siendo la oposición más violenta, era la gobernación más necesaria, o en aquellas provincias, en donde se complicaban con la inmediata presencia de la guerra, las dificultades del mando. De aquí nació, no un sistema de medidas excepcionales para la Nación entera, como el que los Ministros de 1836 habían querido plantear, sino el que, reducido a parciales demarcaciones, se llamó Gobierno de los estados de sitio, heredado también, en parte y en los principales puntos, de los mismos hombres, que cambiando su papel de gobernantes en el de opositores, se dieron a declamar furiosos e incesantes contra lo que ellos mismos habían dejado establecido.

     Nosotros no hemos sido jamás parciales y apologistas de todo cuanto en aquella administración se hizo. Mucho menos hemos sido parciales y apologistas de los estados de sitio, no siendo realmente en estado de guerra. Sabemos que, con ligeras excepciones, esta medida lleva consigo todos los inconvenientes de la debilidad, con todo el escándalo de la violencia. Pero sabemos también que los mismos que los empleaban, no los defendían; así como que gran parte de las personas sujetas a aquel régimen, bendecían a los tiranos de los asesinos.

     A nuestro propósito no cumple ahora entrar en más detenido examen, sino consignar que entonces, como siempre, la necesidad de emplear la autoridad militar, induce la debilidad y el vacío de la ley civil, y que entonces, los mismos que usaron de este peligroso e ineficaz suplemento, demandaron el único remedio que este mal tenía. Culpa no fue suya, si no se apresuraron quienes debían robustecer su autoridad; si la oposición cifró todo su ahínco, y agotó todos sus esfuerzos, en dejar subsistentes en torno del poder, todas las leyes e instituciones que, imposibilitando su acción y enervando su autoridad, la obligaban a ser excepcional donde no podía dejar de ser fuerte. El Gobierno no pudo hacer más; no hizo traición a sus principios, a sus antecedentes; no fue hipócrita, y sobre ser franco y explícito, sólo el desapoderado espíritu de partido ha podido acusarle de tiránico.

     No está en el mismo caso el Gobierno que hoy rige el timón del Estado. Él ascendió al poder, aceptando amplia y francamente una situación revolucionaria que creaba, que con su advenimiento resucitaba, a tiempo que ya estaba por el Gobierno anterior destruida. Llegaba en unas circunstancias de pacificación, de reposo, de postración y de bonanza. Entraba renegando de nuestros principios, anatematizándolos. Esta denegación, este anatema, eran sus únicos títulos al mando; eran la condición necesaria de su elevación y de su existencia. Nosotros la aceptamos: sólo le exigimos consecuencia. Nosotros sólo le pedimos -en guisa de reto- que gobernara según sus principios. Así lo prometió, así lo juró, así debía cumplirlo, así es necesario que lo cumpla.

     Ahora, empero, dicen sus allegados, y él no lo desmiente, antes bien parece indicar con sus disposiciones que, depuesta su primera intención y su solemne compromiso, la situación le obliga a dictar medidas excepcionales. ¿Qué quiere decir este nombre? Nosotros no creemos que le pueda dar semejante título a la suspensión de ciertas garantías y formalidades, que está acostumbrado a tener en poco para con sus adversarios políticos, el Gobierno de las populares promesas. Esas garantías hace mucho tiempo que no existen sino para un partido. El otro se halla incapacitado políticamente, y sería un oficioso alarde de inconstitucionalidad reducir a leyes, consignar de cualquier modo en documentos oficiales lo que sobradamente se halla sistematizado por una larga serie de hechos inicuos, y de no reprimidos, antes bien ensalzados delitos. Desde las últimas elecciones de concejales hasta los recientes atentados contra la prensa, el partido conservador, plebe proscripta ante la dominante aristocracia progresista, vive fuera del círculo de los derechos políticos, y se mantiene como una casta de ilotas o parias que esperan, sí, del tiempo, pero que no apresuran el día de su necesaria emancipación. El Gobierno nada tiene que hacer para que continúe este excepcional estado: tanto como él, tanto como a opresión revolucionaria puede durar, sin que el poder se vea precisado a adoptar nuevas medidas.

     No nos equivoquemos: nosotros no podemos dejarnos alucinar por nombres, de que los unos se asustan como de alarmantes y desmesurados fantasmas; que los otros presentan como embozados y modestos títulos. Para nosotros un sistema de medidas excepcionales es un nuevo sistema de gobierno. Los que proclaman que con el actual no se puede gobernar, proclaman una verdad que en tesis general no sólo no negamos, sino que es nuestro diario tema. Pero cuando ellos presentan las medidas que es necesario sustituir al régimen actual, lo que invocan, lo que proclaman, lo que a voz en cuello demandan, lo que presentan como el único remedio de la situación, es la dictadura, el despotismo militar. Nosotros no pedíamos tanto: a nosotros nos bastaba la monarquía.

     Si ellos piden dictadura, nosotros queríamos Trono: ellos piden despotismo; nosotros queríamos Gobierno: ellos claman sangrientos por medidas de terror; nosotros nos contentábamos con leyes de represión: ellos reniegan de sus principios y desmienten sus creencias; nosotros no teníamos que cejar un ápice en las nuestras. Nosotros, fundados en doctrinas invariables, teníamos siempre a la vista las necesidades eternas e indeclinables de la sociedad, sin tomar en cuenta las eventualidades de la dominación o preponderancia parlamentaria de uno y otro partido; ellos, atentos siempre al partido que gobierna, y no a la sociedad gobernada, sólo ven si prevalece el nuestro, para sostener la excelencia y posibilidad de la anarquía; o si son ellos los que mandan, para reclamar la dictadura a nombre y bajo pretexto de transitorias circunstancias.

     ¿Y por qué son, -les preguntaremos nosotros,- por qué son transitorias estas circunstancias? ¿Por qué ha de ser pasajera y efímera esta situación? ¿No es este su estado normal, el estado por que suspiraban, para cuyo logro hicieron la revolución? ¿Hay, por ventura, una nueva guerra, hay sediciones armadas y peligros sociales, de aquellos en que la fuerza pública tiene que hacer oír a la fuerza subversiva la última razón del poder supremo?

     ¡Oh! no: no por cierto. La sociedad está en calma, el Estado tranquilo. La revolución que le agita, la convulsiva excitación que le desconcierta, no de sí misma, de nadie procede más que del poder mismo que a su frente se halla. Los males que lo postran, los peligros que le rodean, son los tristes efectos de sus propios errores, las rigurosas consecuencias de sus desaciertos. Esas graves y difíciles circunstancias, son su propia existencia, su poder, sus principios; y estas circunstancias no son para ellos transitorias, o su remedio habría de ser perpetuo. Si las circunstancias extraordinarias pudieran pasar vencidas por las medidas excepcionales, se renovarían tan pronto como las leyes excepcionales pasaran. O ahora no existen, o entonces no habría razón para que dejaran de existir y para que el estado excepcional no fuera eterno. Esta petición de principio, esta indefinida necesidad de la excepción, que como efímera anuncian, es la más palmaria condenación de sus principios, es la consecuencia lógica y universal de su absurdo sistema. No es sólo la dictadura, es la dictadura perpetua. He aquí el último resultado de la revolución, de todas las revoluciones.

     Por eso nosotros no queremos medidas excepcionales, sino leyes generales. Por eso no queremos despotismo militar, sino administración civil. Por eso no queremos que la revolución se convierta en tiranía, sino que, hundida y escarmentada, abdique en Gobierno.



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Progresos de la anarquía

     (14)Cuando a vista del triunfo y de la prepotencia de la revolución, nuestro partido se constituyó en el deber de protestar con alta y solemne voz contra el desbordamiento de la anarquía, considerándola con razón como consecuencia única del último trastorno político, todavía algunas almas neciamente cándidas, o perversamente hipócritas, tachaban de infundados tan justos recelos, y de afectadas exageraciones los tristes pronósticos de la calamidad que nos amenazaba. Ciegos y deslumbrados los que así pensaban por su insensato triunfo, no consentían en turbar la efímera alegría de su victoria, con la contemplación de sus positivos desastrosos resultados.

     Ignorantes los unos de las lecciones de la Historia; incapaces los otros de los escarmientos de la experiencia; ya indiferentes a los males de la Patria, siempre que los sucesos redundasen en su inmediato provecho; ya demasiadamente presumidos de su prestigio y poder; ora creían que las olas de la revolución tenían un señalado término, como el que Dios puso a los furores del Océano; ora pensaban que los vientos de tempestad, que habían soltado contra sus adversarios, no podrían jamás volverse contra ellos; ora confiaban en que podrían siempre a su albedrío hacer retroceder el desatado torrente, toda vez que pasara la raya del cauce que arrogantemente presuntuosos le habían trazado. Con esta presunción querían contestar a los tristes vaticinios del partido conservador: con ilusión semejante acaso querían algunos acallar el grito de su propio remordimiento. Ellos nos aseguraban, ellos pretendían persuadirnos, y con nosotros a la Nación entera, que si bien podían haber coincidido con los últimos trastornos algunos hechos de desorden, como inevitables o inmediatos síntomas de aquella perturbación política, estos síntomas pasajeros desaparecerían, una vez convertido en situación estable aquel breve período de transición, y que la anarquía, de que tanto recelábamos, iría poco a poco calmándose, transformándose en orden y obediencia ante la fuerza y seguridad del poder que de las entrañas de la revolución había salido.

     ¡Vana, engañosa, ridícula, absurda o hipócrita esperanza! ¡Vana y ciega ilusión, desmentida por una larga serie de previstos y deplorables hechos! La anarquía no debía, no podía calmarse: la anarquía no podía, no debía ceder ante el poder de la revolución. La anarquía y este poder eran hermanos: debían crecer juntos. Juntos han crecido: hermanados e inseparables viven: juntos también, -por dicha -han de desaparecer y morir.

     No. No pasó la anarquía de setiembre con el establecimiento de la Regencia provisional. No pasaron los desafueros revolucionarios con la material cesación de las Juntas, y su virtual canonización y recompensas. No pasaron los deplorables resultados de una administración fraccionaria y excéntrica con el nombramiento de autoridades sin poder. No se domeñó el imperio tiránico de las pasiones locales, confiriendo la ejecución de la ley a los caudillos del desorden. La anarquía siguió impávida, triunfante, consentida, respetada, ya sufrida como necesidad, ya empleada como medio; nunca combatida como resultado, nunca siquiera vituperada como peligroso ejemplo.

     La anarquía triunfó en las elecciones municipales en noviembre: la anarquía convirtió en un desierto el recinto electoral en enero. Palencia, Córdoba, Alicante, Pontevedra, Vejer, Conil, Jerez, Badajoz, Talavera, Valencia, otros mil pueblos y populosas capitales, presa fueron y teatro de la más repugnante y asquerosa anarquía.

     El nombramiento de Regente único no varió la situación: el nuevo Ministerio no apareció menos débil que el anterior Ministerio-Regencia. Donde quiera que una corporación municipal se negaba al cumplimiento de una orden, allí la orden era desobedecida: donde quiera que una apasionada ojeriza rechazaba el nombramiento de una autoridad, allí era revocado el nombramiento: donde quiera que un puñado de revoltosos, confiados en la impunidad, alzaban el grito contra la fuerza de la ley o contra la seguridad del ciudadano, allí los despreciables perturbadores eran condecorados con el título de indomables. Por último, ahora, recientemente, la anarquía ha revestido una forma más peligrosa y más alarmante, y en Valencia una corporación entera de fuerza armada acaba de desconocer la autoridad del jefe superior militar, la autoridad de la ordenanza general del ejército, la autoridad, en fin, del solemne pacto a que se debe la terminación de la guerra civil, y de proclamar en alta voz que la fuerza de la ley, que la fuerza del Gobierno, que la santidad de la fe jurada y prometida, todo debe ceder ante la violencia de las pasiones facciosas, ante el soberano fuero de la anarquía.     En nuestra crónica anterior hemos ya dado cuenta de estos hechos escandalosos, que la prensa diaria ha presentado también en toda su repugnante deformidad. Dolorosa ha sido la impresión que han excitado; dolorosa, ciertamente, la que nosotros hemos sentido. Pero este dolor no ha sido sorpresa, no. Escenas como estas, las aguardábamos siempre; y más terribles, y más repugnantes, y más deformes las esperamos todavía, por muy tristes y deplorables que las actuales nos parezcan. Porque ellas son los fenómenos naturales de la situación, las rigurosas consecuencias del sistema de gobierno, que rige a la sociedad.

     Sistema de progreso se ha intitulado. De progreso han atrevido a llamarse los hombres más estacionarios, los representantes de las doctrinas más aferradamente surtas enmedio de la rápida corriente del siglo. De progresistas blasonan los que creen que el espíritu humano había llegado en 1812 a la mayor altura de saber y de inteligencia política, Y tienen razón. Todas las cosas se corrompen y pervierten cuando no se mueven ni adelantan. El progreso es una ley general, moral y física: no están exentos de ella nuestros revolucionarios, ni su sistema. Su progreso es el que hemos puesto por título a nuestras observaciones: el progreso de la anarquía.

     Y hay todavía, sin embargo, quien pretende disculpar tamaños atentados, presentarlos tan insignificantes, cuanto exagerados nuestros recelos, y abultados los peligros que contempla en ellos nuestra fantasía, a juicio de algunos, asombradiza. Hay más. Hay quien entregándose al triste consuelo, que del mal ajeno puede caber al desgraciado, no halla otro medio de justificarse y de disculparlos, que comparándolos con los graves desórdenes ocurridos también, no ha muchos días, en muchas poblaciones, y en la capital misma de una Nación más ilustrada, y, según nuestros principios, mejor administrada y regida.

     Triste recurso es, a la verdad, apelar a tan pobre medio de defensa, y buscar alivio en tan absurdo consuelo. Ni tenemos nosotros a la sociedad francesa por la mejor organizada de las sociedades, ni por la más aventajada, a su civilización, ni por el bello ideal de los Gobiernos al Gobierno que la rige. No por cierto. La Francia no ha dejado de ser todavía un ejemplo vivo de grandes enseñanzas, que lejos de servirnos de defensa, debieran serlo de escarmiento inolvidable y severo. Pero una vez presentado el paralelo, nosotros no rehuimos la comparación; antes bien, ella podrá servirnos para corroborar nuestras observaciones. Si tal vez de ellas no sale muy ventajosamente librada la idea que de aquella sociedad se pueda formar, otra tanta mengua y desventaja resultará para nuestros hombres y su sistema de gobierno.

     Nosotros hemos examinado ya los sucesos de Francia, y procurado designar el verdadero carácter político de aquellas tentativas de desorden. Hemos hecho observar que muchos los creían hechos sociales, resultados de vicios y perturbaciones independientes de la forma de gobierno, y de los remedios que en poder del gobierno caben. Nosotros sólo los hemos considerado como hechos políticos, como los últimos desmayados suspiros de la lenta agonía de una revolución tan larga, y que ha sido tan brava y poderosa. Pero en ambos casos, en la hipótesis de que fueran una calamidad social, o en caso de ser un atentado político, aquellos desórdenes no caen bajo la responsabilidad del poder.

     Injustos e ignorantes agresores se muestran los que piden al Gobierno lo que ningún Gobierno puede dar; los miserables que carecen de trabajo y de pan; los pobres, que le demandan capitales y propiedad; los viciosos, acaso, que van a reclamar del poder político la felicidad de que sus pasiones y sus costumbres los alejan; o la salud y bienestar de que sus desórdenes les privan. Injustos e ignorantes; que hasta ahora no han encontrado los hombres la fórmula de un poder que dispense estos bienes, ora sea republicano o monárquico. Y agresores todavía más declaradamente enemigos, los que corren a las armas, y acuden al asesinato y al regicidio, con el desvariado objeto de reemplazar la dinastía de julio, la administración del Imperio, y la Carta de la Restauración, con los furores de la Convención y el sangriento poder de la guillotina.

     Ora se agiten en nombre de una teoría social, ora en nombre de un sistema político, esos hombres no están en el poder; no han hecho causa común con él jamás. No están en los partidos militantes; no están en el Parlamento; no están en la prensa. Están fuera de las clases inteligentes, fuera de las clases propietarias; hasta fuera de aquellas, que sin ser enteramente acomodadas, alcanzan con asiduo trabajo, y garantidas por el orden público, la seguridad de un tolerable pasar. Son el desecho, la escoria de la Francia. Son bandidos políticos, o cuando más, los cosacos de aquel inmenso ejército; y social o políticamente considerado, el Gobierno, apoyado en todas las fuerzas de aquella Nación poderosa, los rechaza sin miramientos, los destruye, extermina y aniquila, fiel a sus deberes, fiel a su Misión, sin hacer traición, antes bien rindiendo el debido homenaje a sus principios, a sus antecedentes, a sus empeños.

     Empero entre nosotros no hay esas grandes miserias que motivan para con algunos los trastornos; ni ahora se apoyan estos en un pretexto o en una razón política. Aquí la facción perturbadora se llama amiga del poder de setiembre, y en el poder influye, en el poder está; en la misma a quien el poder debe su vida. Ella tiene las armas, tiene periódicos, tiene Diputados, y Autoridades, y Generales, y Magistrados, y Ayuntamientos. Lo tiene todo, y todo el poder; y sin embargo, al poder ataca, y, deshacerse de esos tristes restos de poder pretende.

     El poder que está en sus manos, está sin defensa. El poder que de ella se compone y se ayuda, no tiene medio alguno de resistir. No le tiene en sus principios, que son los mismos que esa facción invoca. No le tiene en el apoyo de clases influyentes a quienes ha tratado como enemigas, de clases inteligentes cuyas opiniones ha perseguido con inquisitorial tiranía. No le tiene en el pueblo, inerte e indiferente ante las excitaciones políticas, y no dado, como el francés, al entusiasmo de las novedades. Está solo, solo con los suyos; y los suyos son los que le hostilizan, como tripulación que se desmanda y subleva. No tiene medios ni términos hábiles para resistir. Sólo le queda ceder, empujado por los perturbadores, darles la razón, adelantarse a su violencia, y llamarla justicia. Si resistiera, su resistencia sería la muerte.

     No se da en Francia el caso de una situación tan falsa para el poder. En Francia, -es verdad,- no se han concluido todos los malos gérmenes, que dejaron depositados en las entrañas del cuerpo social tantos años de revolución y de guerra. Allí las antiguas luchas de los partidos han dejado todavía tras sí la funesta huella de las sociedades secretas, tan fatales al reposo y seguridad de los Gobiernos. Pero estas sociedades no encierran ahora en su seno ningún hombre público importante, ninguna especialidad notable de partido, ningún carácter, ninguna inteligencia de porvenir y de esperanzas. Las sociedades secretas de alguna capacidad y valía perecieron para siempre en 1834 y 35 con las últimas malogradas tentativas, un poco graves, de la facción republicana, viva todavía entonces y pujante. Ahora no dan cabida sino a lo más abyecto, a lo más embrutecido, a lo más despreciable de la sociedad.

     El Gobierno no las reconoce, no las contempla, ni las considera. Pero tampoco se cruza de brazos ante sus esfuerzos, ni deja avanzar tranquilo por subterráneos caminos a esas nuevas hordas de bárbaros del siglo XIX, que se vienen sobre la civilización europea, no de las orillas del Danubio o de las riberas del Báltico, sino de los cuarteles y arrabales de los mismos emporios de esa civilización. Allí el Gobierno comprende su tarea, comprende la misión tutelar y protectora, que sobre la amenazada sociedad le corresponde; y por cumplirla se afana y se desvive. Allí la autoridad no desciende a una humillante polémica con los facciosos. El poder allí combate; no discute. Sus artículos comunicados son los que deben ser cuando fuera del campo de la ley se ve atacado. El arma en tales casos, -no titubeamos en decirlo,- no es la prensa; es el cañón.

     Pero cuando hemos dicho que la posición del Gobierno francés, arrostrando los ataques de la anarquía, no era falsa, no hemos querido decir que era fácil. Estamos muy lejos de creerlo ni de pensarlo. Despreciables son allí los facciosos, habida consideración a lo absurdo e irrealizable de sus planes, y aun a su fuerza numérica; pero son audaces, son fanáticos, están vigorosamente organizados. Los ligan juramentos terribles, y cuando cae sobre alguno de ellos la suerte de cometer un gran crimen, se resigna a ella, y se inmola fatídicamente a los riesgos del patíbulo que le espera. Allí, una civilización más general y adelantada, produce al mismo tiempo, en derredor de sí, una clase más numerosa de menesterosos y desvalidos proletarios, a quienes aquejan, tanto más punzantes, las privaciones y la miseria, cuanto que, rodeados diariamente del espectáculo de los goces materiales de la vida, en un grado de refinamiento, para nosotros desconocido, se ven martirizados sin cesar con la sed rabiosa de Tántalo y con los tormentos de Sísifo. Allí, esas mismas necesidades, se combinan con grandes pasiones, y con errores más grandes todavía; pasiones excitadas y encendidas por la lejana memoria, por el ejemplo reciente de sucesos terribles, de sangrientas catástrofes, de luchas colosales, humeantes hoy todavía.

     Allí, por último, en muchas partes, huele a sangre el suelo y a pólvora el aire; y este olor enfurece y embriaga a algunos de aquellos hombres-fieras, de aquellos restos de la generación de 93, de aquellos monstruos amamantados a los pechos de la guillotina, por cuyas venas discurre, comprimida, la sangre volcánica de Danton y de Marat. Ahora no hay campos de batalla, a donde conducir aquellas almas ardientes; no hay Moscow, no hay Marengos, no hay Beresinas, donde puedan morir como héroes, los que en la paz no pueden ser sino malvados. Allí el Gobierno lucha; lucha con fuerza, porque fuerzas tiene, sin duda, el enemigo con quien se las ha. Pero también el Gobierno las tiene gigantescas y atléticas; porque allí se comprende que gobernar no es escribir, no es perorar, no es, sobre todo, ceder, y transigir, y esperar. Allí, gobernar es hacer, es obrar, es prever, es trabajar; y trabajar mucho, muchísimo, incesantemente, con perseverancia, con fe, con conciencia, con valor, con inteligencia, con capacidad; y todo esto no basta todavía para desempeñar la más difícil tarea, que existe en aquella tierra de afanes y sudores.

     No se necesitarían entre nosotros tantos esfuerzos para que un Gobierno llevara a cabo su tarea de resistencia y su trabajo de organización. Poco sería preciso que en España gastase el poder en conservarse y vivir, y a fin de que le quedaran sus fuerzas íntegras y robustas para obrar. Aquí la anarquía no está en las masas, no; no está en el pueblo. Aquí el pueblo, más cuerdo y de más felices instintos, no aumenta las penalidades de su padecer con el estéril trabajo de discutir, con el ansia inquieta de rebelarse. A veces su inercia le inclina a no obedecer; pero jamás le ocurre espontáneamente la idea, ni le acosa la necesidad de resistir. Para él, el poder supremo es el Destino: a él se sujeta siempre, como se sujeta al cielo, sin que por esta natural sumisión se sienta esclavo ni deje de considerarse libre. Aquí nadie se ha dado a creer todavía que el Gobierno puede curar las dolencias sociales, y que con una forma política, más bien que con otra, puede lograrse que dé el trigo dos espigas en vez de una, o que críen los corderos un vellón de doble peso. Aquí hay, sin duda, más atraso de civilización, pero menos extravío en las ideas.

     El valor magnánimo, la bravura individual española, no se presta a las abstracciones políticas, ni se paga de nombres que no representan sentimientos ni creencias. Todas nuestras guerras civiles han estado ligadas a intereses y a nombres de personas. A veces se ha hecho la guerra por la guerra misma, porque es la guerra para muchos, placer o profesión; no por política. Aquí no hay valor ni fanatismo político. Nuestros fautores de anarquía no tienen el heroísmo del crimen. Todas sus tentativas llevan el sello de la perplejidad y de la cobardía. Nunca acometen con riesgo; nunca atacan sino envalentonados con la impunidad; nunca se han lanzado al combate, sino cuando han tenido indefectiblemente asegurada la victoria; nunca, sino cuando han contado con la no resistencia, o cuando han tenido de su parte la fuerza. Por eso los desórdenes son fáciles de atajar todavía. Por eso no pueden existir sino consentidos. Por eso desaparecen y desaparecerían como el humo, delante de un Gobierno fuerte. Pero otro tanto son a nuestros ojos deplorables y peligrosos, por lo mismo que de la existencia del Gobierno reciben la suya; por lo mismo que el único poder que pudiera ampararnos y defendernos, se ve en la imposibilidad de resistirles. Esta circunstancia los hace más deplorables, y constituye el horror de esa situación espantosa en que corre despeñada la sociedad a un abismo, a un abismo sin fondo abajo, sin resguardo y sin antemural arriba. A este fatal destino no nos resignamos, como tal vez nos resignaríamos si la anarquía fuera una planta indígena entre nosotros; si fuera un resultado necesario o irresistible de nuestras circunstancias sociales, o de nuestras instituciones. Pero, no; no lo es, en manera alguna. Es un árbol exótico, y a la fuerza transplantado, el que nos amenaza con su sombra de muerte. Es una situación facticia, a que quieren los dominadores progresistas acostumbrarnos como a un estado normal.

     La anarquía no es natural en nuestra sociedad; es impuesta; e imponer la anarquía, es, -para nuestra manera de ver,- un hecho horrible y sin ejemplo. Nosotros preferiríamos que se nos impusiera el poder, que se nos impusiera la dominación. Sí: temeríamos menos eso, por horrible que sea un poder tiránico, si de la anarquía nos libertara.-¡Pero ni ese consuelo desesperado nos queda!

     La anarquía no tiene remedio: la anarquía cunde, y progresa, y se engrandece, y nos inunda, sin dique y sin resistencia, no porque en la sociedad exista, sino porque el poder, débil, y desautorizado, y sometido, e impotente, es la anarquía misma.



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Ça ira

     (15)Vosotros todavía, vosotros mismos, hombres del poder, o en el poder influyentes; vosotros, ancianos y príncipes de los sacerdotes del liberalismo, vosotros debéis acordaros de haber oído en vuestra adolescencia, o en vuestra niñez, cuando menos, un espantoso cantar, que tenía por estribillo las palabras que estampamos al frente de este artículo.

     ¿Os acordáis?... ¿Os acordáis de aquel canto de sangre, de aquel himno de matanza, de aquel aullido de fieras, en que prorrumpía sin cesar, en su vértigo de destrucción, y en su embriaguez de sangre humana, una generación de verdugos, que se agitaba entonces del otro lado del Pirineo? Al compás de esa voz terrible, París había visto los reverberos de sus calles convertidos en otros tantos patíbulos: alumbrado que la revolución inventaba. Ese grito espantoso había precedido a las matanzas de setiembre, a los asesinatos de Versalles. Al son de aquella música infernal habían entrado sedientos de sangre los marselleses en la capital, donde años después habían de penetrar los cosacos. Con aquella voz de combate la plebe de los arrabales había acometido al Palacio de los Reyes de Francia, arrancado de la mansión de sus abuelos a un Monarca más bondadoso y popular que ninguno de aquellos populares inmundos corifeos, de aquellos inicuos magistrados, y había paseado en la punta de sus picas la hermosa cabeza de una joven princesa.

     Al compás de aquel himno habían marchado al patíbulo Luis XVI y María Antonieta, y Bailly, y Malesherbes, y Carlota Corday, y Madama Rolland, y Vergniaud, y Guadet, y Lavoisier, ¡y diez y ocho mil víctimas en un año! Ese cantar habían escuchado, como funeral responso, las treinta mil personas fusiladas, o ahogadas en Nantes por Carrier, y las otras treinta mil ametralladas, o decapitadas en Lyon por Collot y Saint-Just. Cuando en los días solemnes, el procónsul Lebon hacía colocar una orquesta al pie de la guillotina, era aquel canto el que recreaba los oídos del pueblo, y el que el pueblo entonaba en coro.

     ¡Oh, sí! vosotros debíais oírle: su eco sin duda salvaba los Pirineos: los millares de infelices que venían buscando a nuestro suelo un asilo hospitalario, debían traerle zumbando en sus oídos. Sonaba muy alto, muy agudo; más alto que la nobleza, más alto que el Trono, más alto que las eminencias revolucionarias, más que las arengas de Robespierre, más que la voz de trueno del formidable Danton, en cuyos postreros instantes sonó también. Vosotros debéis de acordaros. La Europa estremecida se acuerda todavía, se acordará mucho tiempo!... La memoria de los hombres ha escrito en una página negra esas palabras, que tienen ya un terrible significado histórico.

     Sin embargo, era bien sencilla su primitiva y genuina significación. Sin embargo, cuando se cantaban al principio de la revolución, su sentido era inocente, y los hombres cándidos inexpertos no veían en ellas ninguna alusión de peligro, ningún síntoma de alarma. Escuchábanse sin recelo en las calamidades públicas; el Rey las oyó, sin estremecerse acaso, el día de la confederación. Eran un trágala inocente y patriótico. Nada querían decir, sino que aquello marchaba; que aquello marcharía; que aquello era el principio; que aquello no se detendría; que seguiría su curso; que se querían, como se dice aquí, todas sus consecuencias; que tras de 89 vendría 93; tras del Consulado, el Imperio, y después del terror, el despotismo; ça ira, lo que quería decir, la traducción más natural de estas palabras, -no os asustéis, os la daremos;- ¡Ça ira, significaba...progreso!

     ¡Por eso las recordamos, hombres que estáis al frente de la Nación; hombres que debíais ver mejor que nosotros, desde vuestra altura, la tempestad que va cargando sobre nuestras cabezas, sobre las de todos, sobre las vuestras también! Por eso os las recordamos; por eso os las repetimos; porque las escuchamos, porque las sentimos zumbar en nuestros oídos, porque hace tiempo que las estamos oyendo, y que vosotros no queréis escucharlas; porque el eco de esa fatal palabra de la revolución, que vosotros mismos habéis repetido y aclamado, va desenvolviéndose en un trueno espantoso; porque esa palabra, que como contraseña de vuestro partido, significó para nosotros revolución y anarquía, dentro de poco puede significar desolación y exterminio. Porque la voz progreso, que escribisteis en vuestra bandera, está ya gastada; ya no es bastante, porque los que poco hace clamaban progreso, ahora ya le desdeñan, ya cantan: ça ira.

     Sí; esto marcha; esto marcha a pasos precipitados, a pasos de gigante. Esto marchará; la revolución marcha; la revolución sigue, no se detiene, no la detenéis, no podéis detenerla. Esto marcha; el Estado, a su ruina; el Trono, a su pérdida; la sociedad a su disolución completa; vosotros, al precipicio; nosotros y todos, al abismo, de donde salen llamándoos y llamándonos esas palabras fatales; esas palabras, que nosotros también con dolor y con verdad, con amargura y desconsuelo repetimos: ¡ça ira!...

     Vosotros os reís, acaso, de ellas todavía, y más, tal vez, de lo que llamaréis, de lo que habéis llamado constantemente nuestras apasionadas declamaciones. Sin embargo, estas declamaciones se han convertido ya en profecías. Todas ellas se van cumpliendo tristemente; y se cumplirán también las que ahora os dirigimos, por más que nuestros sinceros deseos se hallen harto distantes de nuestros justos y graves temores. Vosotros os reís de nosotros: ¡bien!..., volved atrás los ojos, y ved a la revolución complacida, que más ya de vosotros que de nosotros se ríe.-A nosotros nos detesta; de vosotros se burla. Nosotros la queríamos combatir; vosotros la dejáis avanzar; vosotros creísteis que la podíais contener.-¿Lo creéis todavía? ¿Será posible que lo creáis?

     No: no la veis no. Vemos que no la veis; vemos, vuestra ceguedad. Vemos que solamente a nosotros -adversarios,- nos tenéis por enemigos. Vemos todavía que os complace la desbocada carrera del bruto que creéis llevar enfrenado. Sólo nuestras voces de aviso, nuestros ayes de temor y susto tenéis por voces enemigas, por gritos de facción, o por alaridos de despecho. ¡Y entretanto, seguís, y seguís suelta la rienda, en el disparado galope! Os parece que nos quejamos, porque nos habéis atropellado; y vosotros corréis a estrellaros.

     Decís todavía que no hay temor; que nuestro miedo es ridículo; que la sociedad no se desorganiza; que el poder en vuestras manos se robustece, que el Gobierno se consolida; que el Trono se asegura; que la Constitución se afianza; que el orden reina, y la ley impera; y la autoridad se acata. La Nación entera os responda; y si no queréis oír su voz, escuchad la de vuestro propio partido. Consultadle, interrogadle sinceramente, a solas, en secreto, a ese partido, que se os conserva todavía leal y adicto.

     Preguntad a vuestros más cuerdos amigos por la situación de los pueblos y de las provincias. Ellos os responderán que no se puede vivir; que la seguridad de todas las clases va faltando, y que sobre todas pesa un vago terror, una secreta alarma, un recelo pavoroso, como de una gran calamidad, de una catástrofe próxima a suceder. Ellos os dirán lo que es la ley en esos millares de pueblos, donde sus ejecutores están diariamente expuestos al puñal asesino, cuando no quieren ser cómplices del crimen; lo que es la autoridad en un país sujeto a la caprichosa tiranía de ese feudalismo patriótico, asentado sobre todos los pueblos. Ellos os pintarán la vida de los pacíficos ciudadanos amenazada como nunca, por el asesinato y el crimen; la propiedad próxima a ser invadida por las imponentes masas, que empiezan a asomarse con el fuego de la codicia en los ojos, el hambre en los dientes, y la palabra repartimiento en los labios.

     ¡Ellos os dirán cómo los capitalistas emigran, y los capitales se esconden, y la industria cesa, y el ocio y la miseria aparecen en esas ciudades, -no ha mucho florecientes y opulentas!- donde se ha permitido a los trabajadores asociarse en conspiraciones de expoliación; donde, bajo pretextos políticos, se ha llamado juntas, a lo que nuestros padres y las leyes llamaban gavillas. Ellos os describirán, reflejados en hechos horribles, el desorden de las ideas, y la agitación anárquica de los espíritus; porque habrán presenciado crímenes, hasta ahora entre nosotros desconocidos; se habrán aterrado con esos casos tan frecuentes y tan repetidos de incesto, de parricidio, de espantosos aleves asesinatos; ellos habrán visto cómo el suicidio se hace ya popular.

     Ellos os explicarán cómo los hombres de bien de todas las opiniones y matices, se retiran y aíslan en el fondo de sus hogares, buscando allí el último asilo de la seguridad, que en público no encuentran. Y en tanto, que os digan cómo administran los negocios públicos esas autoridades que habéis puesto, esos miles de agentes obscuros e inmorales, que habéis evocado del seno de los pronunciamientos; qué tranquilidad procuran y conservan esas turbulentas milicias que habéis dejado en el seno de la anarquía. Que os ponderen la paternal administración, la rectitud y el celo de esas corporaciones que aclamasteis soberanas, que dejasteis independientes. Que os refieran el resultado de esas elecciones populares que habéis querido conservar como paladión inviolable; que os digan los nombres, condición y virtudes de los que van apoderándose del gobierno y administración, de la dirección moral y política y de los intereses de los pueblos. Que os pinten esas últimas luchas, esas últimas elecciones, esos recientes síntomas de una nueva inundación popular, que se viene encima.

     Los veréis consternados, los veréis pálidos; los veréis que sienten bajo sus pies estremecido el suelo con la sacudida del terremoto que empieza. Y os conjurarán que pongáis remedio, y os pedirán fuerza, y represión y Gobierno. Y os dirán que todo eso nada es todavía en comparación de lo que temen, de lo que vendrá. Os dirán que el desorden se ha hecho endémico; que la revolución empieza a dar sus frutos: que el presente es triste, pero que el porvenir es espantoso. Que el torrente que comienza a desbordarse, no se sabe a dónde llegará con sus riberas, porque su rugido, el rugido de esas voces que le forman, dice que están al principio todavía, que quieren más, que van, que marchan, que siguen adelante. ¡Y que ese más, que ese adelante, ese progreso, ese ça ira, es el caos, es el hundimiento de la sociedad!...

     Vosotros, empero, en la impotencia de remediar esos males, y de poner dique al torrente que habéis soltado, no hallaréis otro medio de conjurar esos peligros, que el de tenerlos por visiones y quimeras. Procuraréis acaso acallar esos terrores. Los tendréis por sustos de niños, os reiréis de esos fantasmas que se aparecen a los ánimos apocados, y que vosotros no veis en esa altura, donde sólo os veis a vosotros, tranquilos y dominadores.

     Les diréis que han dejado intimidarse por nuestras voces, y dado crédito con harta candidez a nuestros exagerados avisos. Esto les diréis, y esto les decís. Incapaces de contrarrestar la revolución, os ponéis a disculparla, a hacerla amable, a disminuir sus proporciones, a atenuar sus fuerzas y a declararla tan impotente como os sentís vosotros. «La revolución, decís, ha llegado al punto a donde puede llegar. Ya no pasará de aquí: no pasará de donde nosotros no pasamos, de donde queremos fijarla. La revolución se deja gobernar por nuestra voluntad y regularizarse por nuestras leyes. Esos horrores, esas escenas de sangre, esa tormenta de crímenes, ese entronizamiento de la ínfima plebe, y esa subversión de todas las clases, son hechos que no pueden reproducirse en este siglo, ni en este pueblo. El pueblo español no puede llegar a eso, no puede consentir en eso. Nosotros no queremos que suceda: no lo hemos querido nunca: no lo consentiríamos: no sucederá, no puede suceder.»

     Os engañáis, si tal creéis. Fuerza es decirlo. Acaso nosotros lo pudimos también creer un día: nos engañábamos, y os engañáis vosotros torpe y obcecadamente. ¿No pueden suceder entre nosotros esos horrores? ¿No pueden reproducirse esas espantosas escenas, que en otros pueblos han aterrado al mundo, en el seno del pueblo español? Si el pueblo las cometiera, no sucederían, no; no las hace el pueblo; pero el pueblo, que está sujeto en todas partes a la tiranía de una docena de audaces, está en la posesión de execrarlas, pero también en la de consentirlas. ¿Qué no puede suceder aquí!

-Aquí puede suceder todo: aquí, donde todo es glorioso e impune, menos la virtud.

     Recordad lo que hemos visto: figuraos lo que podemos ver. Repasad los espectáculos de sangre, que se han ofrecido a nuestros ojos durante la guerra: entre nosotros sucedieron. Los padres han fusilado a sus hijos; los hermanos han luchado con los hermanos; las madres han ido al suplicio por el crimen de ser madres; mujeres indefensas, niños tiernos, ancianos respetables, moradores sencillos y pacíficos de los campos han sido sacrificados en espantosas represalias, o en vandálicos saqueos. Cuando plugo a una soldadesca ebria asesinar a Generales beneméritos, Generales cubiertos de antiguas y gloriosas cicatrices fueron despedazados. Cuando un centenar de seides de sociedades secretas dispuso la muerte de autoridades respetables, su sangre corrió en medio del consternado pueblo. Se tocó a incendiar conventos y a acuchillar a religiosos indefensos, y nuestros ojos han visto poco ha las manchas de esa sangre no borrada. Se levantaron en cada capital personas iutrusas, que sin autoridad ni misión empezaron por deponer de los cargos que ejercían, a los mismos funcionarios que asistían al lado de la Reina; y desposeídos quedaron. Se quiso derrocar a aquella misma Señora, que tantos beneficios y tantas mercedes había dispensado a sus enemigos; y ese hecho, se consumó.

     Ahora mismo, juntas ilegales se levantaron de nuevo a disponer de la hacienda y de la vida de los ciudadanos; y sus mandatos cumplido efecto tuvieron. La hez del populacho pidió en Valencia la entrega y fusilamiento de reos no sentenciados, y suplicio se llamó a tan inicuo asesinato. Por último, una docena de personas osaron erigirse en tiranos de Barcelona. Decretaron la demolición de la fortaleza de Felipe V, la exacción de sumas inmensas a ciudadanos pacíficos e inocentes; mandaron encerrar en estrechos calabozos a inofensivas personas de todo sexo, edad y condición. ¡Ninguno de estos, ninguno de otros infinitos horrores que omitimos, era posible entre nosotros, era posible en España!... Y sin embargo, decimos con Calderón: «¡Vive Dios que pudo ser!».

     Y podrá ser más todavía. Todo se sufrió; todo se sufrirá. Como ha podido hacerse eso, -que sin duda os parece poco,- se hará más. El día en que se establezcan juntas para cortar cabezas, y para repartir propiedades, como se establecieron para imponer destierros y repartir empleos, veremos lo uno, como hemos presenciado lo otro. De todo está dado ya el ejemplo, de todo está hecho ya el ensayo. Se repetirá: ese día vendrá: ese día es, la terrible pesadilla de la Nación entera. Pero no es pesadilla; será una realidad espantosa. Porque es una necesidad fatal; porque es el progreso de la situación, el irresistible empuje del movimiento que habéis suscitado, y que os ha de hundir. ¡Oh! ¡no creáis, no digáis, que no puede ser! No adormezcáis a la sociedad en brazos de ese imbécil fatalismo, contra el cual, -mal que nos pese,- se revelan tantos testimonios de horror. Si la revolución os ha parecido hasta ahora blanda y suave, porque no ha pasado sobre vuestras cabezas, veréis cuando os alcance qué dura ha sido ya para las muchas víctimas que ha estrujado bajo sus ruedas. Si hasta ahora habéis visto la revolución de fango, aguardad un momento: -ça ira.- ¡De fango será también... pero de fango de sangre!

     ¿Y qué? ¿Es por ventura con sangre sola y con carnicería, y con patíbulos, con lo que una Nación se degrada, y una sociedad se desmorona? Aunque sea cierto que las terribles escenas a que aludimos, no puedan repetirse de una misma manera en la vida de un pueblo, ni de dos pueblos distintos, ¿no hay sociedades, que sin desangrarse apuñaladas, se gangrenan corrompidas, y desaparecen, como malditas de un anatema del Cielo?

     ¡Qué! Cuando en una antigua monarquía el Trono se hunde, y las aristocracias se nivelan, y el genio se ahoga, y la riqueza falta, y la propiedad se destruye, y la virtud se esconde, y la Religión se acaba, y la ley es la fuerza, y el Gobierno el terror; ¿creéis que eso no es la muerte, aunque esa muerte no sea con guillotinas y puñales?

     ¡Oh! no: una revolución crónica y lánguida puede tener síntomas más repugnantes y fases más deformes que una revolución aguda. Puede haber aún en la una salvación; en la lenta y dolorosa agonía de la otra, ninguna esperanza queda. Un pueblo de mendigos e idiotas, una abyecta behetría de improvisados demócratas, no valdría, más que una Nación de asesinos.

     Atreveos a elegir, entre estas dos situaciones, el terrible porvenir que nos espera. Nosotros lo esperamos, lo tememos; le vemos venir. ¡Ah! no con nuestros deseos, no. Nosotros nos volvemos por donde quiera, buscando con nuestros ojos ansiosos un claro a ese horizonte de tempestad, un pararrayos de salvación contra esa nube cargada y ardiente, que va a llover fuego y piedra sobre nuestras cabezas.-No se nos presenta por ninguna parte. En una sola podía estar, y no está allí. Clavamos nuestros ojos en el poder, donde debiera estar la resistencia; y el poder se mueve delante del huracán. Cuando la tempestad llegue, cuando la nube descargue, el poder habrá pasado. ¡Vosotros también os habréis ido!

     En vano quisiéramos daros fuerza; ¡en vano!... porque ni la tenéis, ni la podéis recibir. La que a nosotros nos habéis quitado, vosotros no la habéis adquirido. La habéis quemado en impuro holocausto a ese ídolo de la revolución, siempre hambriento, y que con nada se satisface. Vosotros, pues, no la tenéis, y la nuestra, la de nuestros, principios, no puede ser sino la de nuestros hombres, la de nuestra acción, la de nuestros esfuerzos. Vosotros habéis querido destruir todo eso. No seremos nosotros quienes digamos que lo habéis conseguido; pero no podéis ser vosotros los que en el día del peligro, porque no os ayudemos a lo que no podéis hacer, tengáis derecho a decirnos que os hemos abandonado. No: aquel día, ¡cumplid vuestro destino!

     Abrazaos con la revolución, vuestros amores por tanto tiempo. Dejad que os ahogue en sus brazos. Y dejadnos a nosotros con ella, que aunque no blasonemos de vencer, estamos seguros de luchar, y de ser más fuertes, solos con nuestras armas, y al pie de nuestros estandartes, que tomando las vuestras, y a la sombra de vuestras banderas.

     Ahora, empero, en la impotencia a que nosotros, como a vosotros, nos habéis reducido, sólo nos quedan ojos para ver lo que no podemos huir; la triste voz de Casandra, para predecir lo que no podemos evitar. Somos ahora como aquel hombre de Jerusalén, que antes de su destrucción por Tito, corría las calles gritando con desesperación profética: «¡Ay! ¡Ay de la ciudad! ¡Ay del templo! ¡Ay del pueblo!...¡Ay de mí!»

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