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Libertad

     (16)Hay palabras que han ejercido mucha influencia en la suerte del mundo; palabras que tienen el privilegio, más que de significar una idea, de representar una situación entera, próspera y venturosa; de excitar en el corazón del hombre una serie de sentimientos elevados, simpáticos y generosos, que a su sola voz vibran, y a su voz se ponen en movimiento. Palabras que no se pueden definir ni explicar, porque la impresión que excitan, no cabe en el círculo de ninguna explicación ni análisis; palabras que, como las voces de mando o los toques de ordenanza de un ejército, tienen el poder de imprimir a las masas movimiento, marcha y dirección; de hacer que, al oírlas, la sociedad se conmueva, y evolucione, y gire, y vuele, a su son, a la conquista, a la victoria, a la felicidad, a la gloria; otras veces también a la muerte y al exterminio.

     Pero estas palabras, que significan mucho para la sociedad, suelen perder su significación, y desvanecerse en proporciones, como una niebla que se toca, si se quieren aplicar al individuo; si se quiere calificar con ellas un período breve y limitado de tiempo, o un reducido círculo de hombres; si se pretende que signifiquen una situación, que no corresponde a la época en que se inventaron. Sobre todo, si se las transporta de una sociedad ruda y naciente a una civilización refinada; de un pueblo que nace o se regenera, a una Nación que ha pasado ya las grandes crisis de su vida social, y que vive y vejeta en el reposo de una condición estable, de una organización política afianzada y duradera.

     Entonces esas palabras no son más que memorias. Son bellos recuerdos, gloriosas inscripciones de grandes hechos, de memorables acontecimientos. Cuando el corazón palpita al oírlas, muchas veces no sabe darse razón de por qué se estremece y se afecta, pues que sólo una quimera representan. Es que no son una ilusión, como se cree; es que no son palabras vacías y vanas, como llamaba Bruto a la virtud. Son palabras de cosas, de grandes cosas que han existido: son palabras históricas, palabras monumentales, palabras que consignan los sentimientos que animaban a los pueblos, como los restos de sus ciudades atestiguan el estado de sus artes y de su condición material.

     Entonces esas palabras excitan un entusiasmo de antigüedad, como el que despiertan los nombres de Babilonia, de Palmira, de Memphis o Cartago. La imaginación se engaña cuando quiere prestarles ahora formas, y buscar en la actualidad su existencia pasada. Buscando la realidad de lo que no es más que un recuerdo, fácil es que ni una ilusión, ni un fantasma encontremos, sino una voz, una palabra; y aun acaso ni una voz: un eco solo.

     Empero este engaño es muy frecuente. Los pueblos tienen períodos de alucinación, como los individuos, en que la fantasía puede más que la sensatez y la razón, de suyo frías e insuficientes. Nosotros nos acordamos de cuando en la dichosa edad de nuestros estudios clásicos, no nos podíamos persuadir de que era pasado la Historia, y de que no era verdad la fábula. Vivos estaban a nuestros ojos los héroes de Homero y de Virgilio, en pie todavía los templos de Éfeso y de Corinto. Queríamos ir a consultar el oráculo de Delfos, y a visitar la encina de Dodona. Nos parecía que a lo menos las ruinas de Troya existirían, y suspirábamos por visitar la Grecia, creyendo que hallaríanlos aún, las islas del Archipiélago cubiertas de palacios y pórticos de mármol, pobladas de ninfas sus riberas, y embalsamada de ambrosía y perfumes la brisa de sus encantadas playas. Eran aquellos entonces nuestros sueños de oro; y cierto que no nos fue grato despertar de ellos a la triste verdad.

     Y así también como esos recuerdos, y como esas historias, y como aquellas hazañas, y aquellas hermosuras, y aquellos poéticos cantos, hubo un tiempo, unos días, -no muy lejanos, por desgracia,- en que sonaban también en nuestros oídos, y nos conmovían hasta la médula de nuestros huesos, bellas y sonoras palabras, en cuya realidad creímos, y cuyo objeto buscamos ilusos y seguimos anhelantes con un ansia tal, como acaso no volveremos a sentir en nuestra vida por objeto alguno. De esas palabras mágicas, de esas palabras que acaloraban nuestra sangre, y duplicaban los latidos de nuestro corazón; de esas palabras, que al circular en la atmósfera abríamos los labios para aspirarlas, porque nos parecía que aspirábamos en ellas fuerza y vida, era la más bella sin duda la palabra Libertad.

     Sí: era muy bella. Jamás se ha pronunciado otra, que más indeleble impresión haya hecho en nuestros corazones. Hoy es, y todavía palpitamos al recuerdo de aquellos momentos de ilusión y de esperanza.

     Éramos inexpertos en los negocios del mundo, en los intereses de la vida. Habíamos pasado una juventud triste, habíamos llorado y compadecido las desgracias de un partido, a cuyos hombres debíamos creer sabios y virtuosos: habíamos visto la tiranía estéril de un Gobierno mezquino y opresor: nos habíamos creído vueltos por él a la barbarie oriental, y separados de la comunión europea. Habíamos pensado que estábamos condenados para siempre a carecer de prosperidad, de gloria, de ciencias y de artes, de comercio y riqueza, de grandeza y de virtud; todo esto por un hecho solamente, por un poder, por el mágico conjuro de un nombre ominoso. Habíamos oído decir que todo esto cambiaría, si otro nombre se pronunciara, como cambian a la voz de un silbato las decoraciones teatrales.

     Aquel nuevo nombre se pronunció: la palabra libertad sonó. Fue para nosotros un feliz momento, sí. Pudo ser una ilusión, pero fue una ilusión muy bella. La aclamamos, la adoramos. Aquel fantasma fue un ídolo; fueron los amores de nuestros primeros años. Y luego, ¡era tan grande y tan bella la persona que simbolizaba ese nombre, y que era la primera a pronunciarle!

     Hermosa apareció entonces, como ella, y grande la libertad; bella, y pura, y generosa, y desinteresada, y llena de porvenir y de gérmenes de felicidad. Bella para nosotros; bella para el pueblo; bella para el Trono; bella para la sociedad; bella para la Religión; bella hasta para sus enemigos, a quienes compadecíamos por su obcecación; bella, por lo mismo que entonces se nos presentaba existiendo por sí sola como un ser real y positivo; bella y pura, como es bello el amor cuando no es interés; como es bella la amistad, cuando no es egoísmo; como es bello el placer, cuando no es corrupción. Media España voló por ella a la muerte. Acaso sólo una ilusión podía obrar tanto prodigio.

     Triste hubo, pues, de ser el momento en que nos convencimos de que era una ilusión; y en que, vueltos de nuestro arrebato, quisimos darnos tranquilamente cuenta del objeto de nuestros deseos y del ídolo de nuestras adoraciones. Como todos los sentimientos que conmueven poderosamente la existencia, cuando nos dijeron que la habíamos tocado, nos pareció que se había desvanecido. Como la gloria, como la ambición, como el amor, tal vez nos había parecido grande a lo lejos. Era una nube dorada por el sol, con hermosos cambiantes, a través de la distancia y sobre la altura: cuando llegamos a ella, era humo y vapor nada más. Como otros bellos nombres, como otras encantadas ilusiones, que se habían ido desprendiendo de nuestra existencia, hubo un momento en que renunciamos también dolorosamente, a la ilusión de la libertad, sino la última, la más ardiente de nuestras esperanzas, la más viva de nuestras creencias.

     No acriminen nuestros adversarios nuestras palabras. Tristes son y con dolor las pronunciamos. No añadan ellos la calumnia de sus odios a la amargura de nuestro desencanto. Las penas con que su tiranía diariamente nos amenaza, no pudieran igualar a la que nos causa nuestra triste convicción de hoy. Ellos son, también, los que nos la han causado: ellos son, acaso, los que nos han hecho llegar, más tarde de lo que debiéramos, a la ingrata verdad de un amargo desengaño. No agraven ahora su culpa con culparnos de ello a nosotros. Contamos un hecho, y el hecho no lo hemos nosotros creado.

     A nosotros nos han llamado liberticidas alguna vez; y si hay entre los actuales partidos alguno que haya dado a la libertad la muerte, no será, por cierto, el nuestro, que la adoraba, y que la llora. Permítannos, siquiera, este desahogo, y no lleven a mal que nosotros mismos disculpemos su obra, cuando decimos, no que ellos han dado, muerte a la libertad, sino que la libertad no existe; que esa libertad que buscábamos, es una ilusión y una quimera.

     Afortunadamente, nos han dejado la facultad de decirlo, sin faltar a la ley. Cuando han querido erigir en artículo de fe política una opinión controvertible, un principio abstracto, han consignado en la Constitución política la palabra soberanía. La palabra libertad no pudo venir a cuento: no se consigna por la ley su existencia; y sin faltar a la ley, y, desgraciadamente, sin faltar a la verdad, podemos decir que esa ninfa Eco de la política, ni representa un objeto, ni representa una idea, ni representa una causa, ni representa una doctrina. Representó una esperanza, porque era, acaso, una memoria. Pudo ser un grito de guerra, un distintivo de una bandera, como lo es un color azul, rojo o blanco; como puede serlo otro grito cualquiera, como el Santiago de nuestros antepasados. Pero no fue más. Un distintivo no es siempre un objeto real. Escuela liberal, ejército liberal, no significan ya que lo que defiende el uno, que lo que la otra proclama, es la libertad. La libertad, lo que creíamos libertad, debemos creer que no existe, o que su existencia es independiente de las formas políticas.

     Pero la libertad existió, La libertad es una palabra desenterrada de la antigüedad, para la cual representaba lo que no puede significar para nosotros. En una sociedad fundada sobre la esclavitud, se sabía muy clara y muy distintamente lo que era la libertad social. En una legislación donde no todas las clases gozaban de los mismos derechos, bien se comprendía lo que era libertad civil.

     En repúblicas, aparentemente democráticas, y donde de hecho y de derecho inmensas clases de la Nación estaban privadas del voto en las Asambleas y de la participación en la formación de las leyes, harto se sabía lo que era libertad política. En el antiguo Derecho de gentes, en la organización de los pueblos antiguos, en que la guerra era la conquista, y la conquista la desaparición y la servidumbre del pueblo conquistado, la demolición de sus ciudades, el repartimiento de sus tierras, la explotación de sus personas; libertad significaba también la independencia, la existencia, la vida.

     Así eran libres en Roma los ingenuos, porque los demás o eran esclavos o extranjeros. Así eran libres en Atenas y en Esparta los ciudadanos, veinte mil hombres, o cien mil hombres, en tanto que un triplicado número de siervos trabajaban la tierra y ejercían la industria para ellos: la libertad era la ociosidad, la nobleza la dominación. Así era libre Cartago antes de ser arrasada por Roma; era libre Corinto y la Grecia antes de la conquista de Paulo Emilio; eran libres la España y las Galias antes de ser colonias y provincias del Imperio. Ser libre, era, para el hombre, ser amo, ser señor, ser vencedor; ser libre para una Nación, era serlo, ser pueblo; ser libre, era no ser animal doméstico, no ser bestia de carga, como lo eran en aquellos infelicísimos tiempos las nueve décimas partes del género humano. ¡Oh! Entonces significaba mucho la libertad. Era un precioso bien, era un distinguido privilegio. Porque la esclavitud, porque la sumisión era una condición horrible, y era la condición general.

     Para poner fin a ese período desdichado; para hacer general a todos los hombres aquella libertad de excepción y de privilegio; para levantar a la especie humana del estado de embrutecimiento y abyección a que la reducían las instituciones políticas, legislativas y sociales de la civilización antigua; para establecer en el mundo la libertad del individuo, la igualdad de la ley entre los hombres, y hacer desaparecer del Derecho de gentes y del Derecho público sus principios de iniquidad y sus leyes de tiranía, se pronunció también una palabra que cambió la faz del mundo. Entonces, es verdad, aquella palabra no fue libertad: no se pronunció en la tribuna de las arengas, ni en la cátedra de los filósofos, ni en el real de los pretorianos: ni los filósofos, ni los soldados, ni los tribunos la sabían.

     Aquella palabra era divina. Abriose el Cielo para pronunciarla. Cantáronla los ángeles una noche en las alturas, anunciando la paz a los mortales. Los collados de la Judea y las rocas de la Palestina oyeron y vieron aquella palabra que se había hecho Hombre. Desde aquel centro del mundo voló al Oriente y al Occidente. El Hombre-Dios la pronunció desde lo alto de su cruz, como el soplo de una creación nueva; y todo fue consumado. Aquella palabra de libertad y de vida tomó un nombre más bello. Lazo de todos los hombres, unión de todos los pueblos, igualdad de todas las clases, hermandad de todas las razas y naciones, aquella palabra se llamó Religión.

     Aquella libertad no había de perecer, y no pereció. Sin ella, tal vez las naciones del norte hubieran convertido a la Europa en lo que son ahora los páramos del Asia, donde acampan las naciones tártaras. Pero la semilla de la Religión debía prevalecer contra la ferocidad de la conquista, y conservarse al abrigo del templo, dejando pasar el primer ímpetu de la barbarie septentrional, para, domeñarla después, y obligar al fiero Sicambro a prosternarse ante el altar.

     En ninguna parte fue la Religión libertad, tanto como en España. La Nación, conquistada por los godos, organizose en Iglesia para no sufrir la esclavitud; y lo consiguió. Confundiéronse al fin esta libertad de los vencidos y la libertad de los vencedores; y la monarquía goda, ni fue un bárbaro despotismo, ni fue la triste explotación de una raza subyugada por una aristocracia conquistadora. La libertad social quedó para siempre enmedio de aquel período de calamidades, aunque vestida entonces de toscos ropajes y de groseras armaduras. La libertad social era siempre la Religión.

     La libertad política y civil tampoco había perecido. Bajo el dominio de los pueblos del norte, la Europa no fue más esclava que lo había sido bajo la dominación romana. Sin embargo, no podía ser enteramente libre, porque las ideas y prácticas de libertad, que los conquistadores traían de sus bosques, no eran demasiadamente compatibles con la libertad de los conquistados. Así como la organización democrática de las antiguas repúblicas reposaba en la existencia de una gran multitud de esclavos, así la igualdad e independencia de los jefes e individuos de las naciones germánicas produjo en torno de sí el vasallaje del feudalismo. La libertad de la Edad Media era la independencia de los barones, de los señores, de las corporaciones, o de las ciudades, que se crearon también, al abrigo de sus muros, como aquellos al de sus torreones, una existencia propia y peculiar.

     No había entonces naciones libres, pueblos libres. Muy por el contrario, la libertad, -como entonces se la concebía,- era la falta de nacionalidad: era la independencia de la naturaleza y de la fuerza: era absolutamente la libertad individual en su más amplia significación. Los criados, los dependientes, los soldados de estos hombres libres, no eran, no podían ser libres ellos mismos: ni lo deseaban, ni lo pedían, ni lo necesitaban entonces que no se comprendía la sociedad, sino organizada de aquella extraña manera. Siervos eran; vasallos se llamaban; pero su servidumbre, su vasallaje, enmedio de aquellos siglos rudos, no era una condición tan dura como la esclavitud antigua en tiempos que se llamaron más civilizados.

     Entre el señor y el vasallo, más que derechos de fuerza, había lazos de obligación. La servidumbre de aquellos tiempos revestía el carácter de un pacto; inducía deberes recíprocos de asistencia, de sumisión, de trabajo, en el uno; de protección, de defensa, en el otro. Había de por medio juramentos y homenajes; y en el número de las virtudes, y como la virtud fundamental de aquella sociedad y de aquellos tiempos, se proclamó un sentimiento, que no era la libertad tampoco. Lealtad era su nombre.

     La servidumbre feudal se hizo pesada y opresora, cuando los adelantos de la civilización comenzaron a dar la idea de que el trabajo se podía organizar de otra manera, y cuando la regularización del poder por los Reyes, hizo conocer las ventajas de la asociación de los pueblos, y de formarse en naciones, haciendo innecesario primero, y después embarazoso el señorío y la protección inmediata de los barones. Entonces empezó la lucha; entonces empezó la revolución. Pero no era esta lucha a nombre de la libertad, no. Las dos clases podían invocar ese nombre, y más la clase opresora que la que quería emanciparse. Los que verdaderamente perdían la libertad, la independencia, los que iban a dejar de ser soberanos, eran los nobles y los pueblos privilegiados. Sus privilegios, sus franquicias, sus libertades, eran para el pueblo la tiranía.

     El pueblo, al desear su emancipación, no llamó libertad a su deseo, porque aquel nombre estaba muy lejos de significar a los ojos de su buen sentido y de sus seguros instintos, la dependencia de la asociación, la sumisión a las leyes generales y a autoridades que tuvieran un centro común de obediencia, la elevación, en fin, de un poder grande y fuerte, como era necesario que se levantara para presidir a una nación vasta, para imprimirle una dirección homogénea, para hacer respetar los derechos de todos, para hacer desaparecer ante el nivel de la igualdad de las leyes, las tiranías particulares.

     El pueblo no podía apellidar libertad, cuando ensalzaba en sus robustos hombros a la Monarquía; y era, sin embargo, entonces la Monarquía el poder popular. Eran los Reyes los tribunos de los pueblos contra los tiránicos señores: era el Trono el poder que era preciso a las naciones para emanciparlas, para constituirlas, para abrir su seno al desarrollo de la civilización. La Monarquía fue entonces un hecho general, porque fue una necesidad. La civilización era la libertad social. La libertad política era la Monarquía. La civilización, la industria, el comercio, la imprenta, la navegación, consumaron la obra del cristianismo: los Reyes destruyeron el feudalismo, y la Europa moderna, y la civilización moderna, y la libertad moderna aparecieron.

     Esa libertad, empero, no es perfecta, no: tampoco lo es la civilización. La libertad, como negación de toda esclavitud y de toda miseria, no puede existir cuando la civilización no ha llegado a descubrir el remedio de todas las miserias sociales. Si antes existían esclavos, si después hubo siervos y vasallos, ahora hay todavía, y siempre habrá pobres. El pauperismo es la esclavitud de los tiempos modernos; pero la civilización que remedia el pauperismo, es la única libertad en cuyos adelantos las clases pobres libran el remedio y la gradual y sucesiva mejora de su triste condición.

     Los Gobiernos son impotentes al efecto. Las formas políticas no son influyentes para este fenómeno. El estado social le produce, cualquiera que sea la constitución de su Gobierno. En Rusia, como en los Estados Unidos; en la libre Inglaterra, como en la subyugada Polonia, gimen en la indigencia del mismo modo las clases menesterosas. Los ricos Vaivodas, aunque sean vasallos del Autócrata, son, a nuestro entender, mucho más libres que los infelices trabajadores de Derby, que entretienen el hambre quemando la efigie del primer Ministro. Lo repetimos: la libertad social, la libertad civil, es la civilización misma. Esa libertad existe en todas las naciones de Europa, cualquiera que sea la forma de gobierno. Y otra libertad no existe en ninguna parte, cualquiera que sea también la forma y organización de los poderes públicos.

     La libertad de la industria, la libertad del comercio, la libertad de las artes, la libertad de las profesiones, la libertad del pensamiento y de la conciencia, la libertad del hogar doméstico y de la vida interior, patrimonio son ya de la Europa entera, producto de sus adelantos sociales, no de una revolución política. La misma revolución francesa no podemos hoy decir si retardó o aceleró el desarrollo de esta civilización, que iba llegando de suyo a sus más remotas consecuencias, cuando tuvo lugar aquel espantoso trastorno. Lo que vemos es que la Francia no es la más adelantada de las naciones, y que la Alemania, que no tuvo revolución política, rivaliza con ella en prosperidad y ventura. La revolución francesa no adelantó para el espíritu humano más que lo que el tiempo transcurrido hubiera adelantado. Ejemplos terribles dejó en herencia a las generaciones futuras, pero verdades y descubrimientos, no tantos. No sabemos si Robespierre, y Saint-Just, y Danton, y Bonaparte después, eran hombres de dejar a la sociedad que dominaron, mayor suma de lo que se ha querido llamar libertad. Y sin embargo, no hay otra que la que ellos proclamaron. El poder, el Gobierno no se puede llamar libertad.

     La participación en los actos públicos no es libertad tampoco. Al ejercicio de un poder muy limitado, muy pasajero, muy subdividido, no se le puede llamar así, sin un extraño abuso del lenguaje, sin un trastorno de las ideas, y tal es la mayor suma de libertad que producen los Gobiernos que se llaman libres. Estos Gobiernos son mejores que los otros, se dice, más beneficiosos, más ilustrados. Enhorabuena. Sea así; dígase así, llámeseles así, Gobiernos mejores.

     Pero una mejora, un adelanto en la forma del Gobierno, una reforma en los medios de ejercer el poder público, ¿es por ventura lo que significa, lo que ha significado siempre aquella gran palabra? ¿Hemos desenterrado de entre las ruinas de su altar, aquel ídolo que presidía a los destinos de los pueblos y a las revoluciones que cambiaban la faz del mundo, y variaban la existencia de la humanidad, para reducirla a las raquíticas proporciones de estas leves mudanzas, de estos trastornos parciales, que surcan, pero que no alteran la superficie de la sociedad, y que dentro de poco no distinguirá la Historia, así como desde una grande altura no se perciben las olas sobre la inmensa llanura del Océano? No: dejémosla en su antiguo pedestal y en sus formas gigantescas. No la reduzcamos a una figura de barro para tenerla como juguete sobre nuestras mesas. No la encerremos en la limitada esfera de las formas políticas. Todas ellas sujetan la libertad del individuo al poder de las autoridades, y al imperio de las leyes. Ninguna de ellas ofrece bastantes garantías de que las autoridades no puedan ser arbitrarias, de que las leyes no sean desastrosas e injustas.

     Despótico puede ser el poder de las repúblicas; suave y humana la tiranía de un déspota. Libertad y república se llamó al triste Gobierno de Venecia. Libertad y república a la Francia de Robespierre. Despotismo al Imperio de Antonino y de Trajano, despotismo al reinado glorioso de Carlos I, y a la ilustrada administración de Alejandro de Rusia. Despotismo se llama hoy al estado de las naciones del norte de la Europa; y a la condición en que se hallan varios Estados de nuestras antiguas Américas, ¡se le quiere llamar libertad!

     ¡Y también a la nuestra!... ¡También a la triste dominación de un partido! ¡A la aristocracia de una clase, al exclusivo mando de una secta política... se le quiere dar ese nombre! ¡Qué trastorno en las ideas y en las palabras! Somos más libres que los franceses, que los ingleses, se nos dice por todos los tonos. -Nosotros no sabemos ya lo que eso significa. Los realistas eran más libres en tiempo de Fernando VII. Los moderados eran más libres antes de la revolución de setiembre. Los carlistas serían más libres con D. Carlos. Los progresistas, son libres ahora. ¿Es eso lo que nos quieren decir?

     Dígasenos, empero: «ahora estamos mejor gobernados.»-Eso lo comprenderíamos; pero entonces no podríamos convenir, -harto a pesar nuestro,- en que estábamos mejor gobernados que otros pueblos. Y cuando, como en recompensa de ese buen Gobierno, nuestros fanáticos políticos se atrevieran a decirnos que teníamos más libertad, ya no nos podrían alucinar, ya sabríamos qué responder a su absurda blasfemia.

     No: los Gobiernos no necesitan principios falsos para sostenerse. Las instituciones no necesitan para conservarse, nombres que no son los suyos. El poder público en los Gobiernos de Europa no es la libertad. La libertad de Europa no hay ningún poder ni tiranía alguna que pueda destruírla. Está en el corazón de la sociedad: es la sociedad misma. Pero en el Gobierno no hay libertad Este nombre no puede figurar al frente de ninguna causa, al frente de ninguna persona, al frente de ningún partido que se apoya en una forma de Gobierno, porque no hay ningún Gobierno que pueda darla. Si hay alguna persona, si hay algún principio, si hay alguna mudanza política, que valga la pena de que los hijos de una misma Patria se aborrezcan, y luchen, y se degüellen, dígase así; pero no se diga más.-Vayan a morir los hombres a nombre de la revolución, o a nombre de la ley, a nombre de la independencia nacional, o a nombre de una dinastía querida; pero no se pronuncie esa otra palabra ilusoria y embriagadora; porque ni la ley, ni la revolución, ni una dinastía, ni la independencia nacional son la libertad. Son más o son menos, pero no son ella.

     Por eso nos queda un consuelo. Si la experiencia política ha hecho desaparecer de nuestros corazones una ilusión muy halagüeña, al meditar profundamente sobre nuestro desengaño, hemos encontrado una verdad. Al desterrar el nombre sonoro de libertad de las regiones de la política, no lo hemos desterrado de la filosofía, ni de la Historia, ni de la sociedad. Al asegurar que nada significa en los artículos de una Constitución o de un Código, no hemos querido decir que no signifique mucho en el corazón del hombre.

     La libertad no es un nombre político: es un nombre moral, como ha sido un nombre religioso. Representa un sentimiento del alma, no principio alguno de ningún sistema. Sintámoslo así: acatémoslo así; pero no creamos nunca que es el gran principio o el gran interés que se ventila en las tristes querellas de los partidos. Cuanto más independiente de ellos nos parece esa libertad, que consiste en los adelantos del arte y del saber del hombre, y en el conocimiento de su dignidad y grandeza, otro tanto debe aparecernos más firme y más incontrastable.

     Más grandiosa idea formamos de la libertad, los que creemos que no puede destruirla ni arrancarla un Emperador poderoso, que los que proclaman que puede darla un tribuno, o salvarla un motín.



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Necesidad de un principio incontrovertible de gobierno

     (17)Todos los grandes pensadores, todos los que se han dedicado profundamente al cultivo de las ciencias, ora fuese para hacer investigaciones especulativas sobre sus verdades, ora fuese para aplicar sus resultados a las artes prácticas, a las necesidades, a los usos comunes de la vida y de la sociedad; todos, -sin excepción,- han convenido en la necesidad de remontarse a un primer principio, a una base fundamental, ya de cada ciencia, ya de todos los conocimientos humanos, creyendo que todos los trabajos del espíritu se convertirían en una tarea inútil, cuando no reposaran en un cimiento indestructible, en una verdad a la cual no se pudiera tocar, en un principio sobre el cual no pudiera suscitarse discusión ni controversia.

     Desde la antigüedad más remota hasta nuestros días; desde los oscuros orígenes de las ciencias humanas hasta la civilización actual; desde los antiguos mitos religiosos hasta los modernos sistemas filosóficos; desde las más firmes creencias de la Revelación hasta la incredulidad y el escepticismo de los tiempos que alcanzamos; desde los legisladores teocráticos hasta los filósofos de nuestro independiente siglo; desde Numa, Confucio y Zoroastro, desde Pitágoras y Aristóteles hasta Descartes y Kant, ninguno ha habido que haya dudado un momento de la necesidad a que aludimos; que no haya buscado, teórica y prácticamente, un principio inconcuso, en que asentar sus teorías y sus leyes.

     Leyes, decimos; porque, si los sabios han tenido siempre por imposible fundar una ciencia sin un principio eterno de verdad, del cual fuesen todos los demás como deducciones y corolarios, los legisladores de todas las épocas, Reyes o pueblos, Asambleas o dictadores, sacerdotes o tribunos, conquistadores militares o magistrados pacíficos, han creído imposible el establecimiento de un poder y la consolidación de un Gobierno, si no se admitía por todos como un principio de fe política, una verdad fundamental de legislación, a la cual no fuera posible tocar ni variar jamás, por mucho que las demás leyes secundarias y los demás principios y formas de Gobierno hubieran de quedar sujetos a la mudanza de los tiempos, a la acción de los siglos y a la instabilidad de las opiniones, y de los intereses de los hombres.

     Por eso, en la primera época que nos recuerda la Historia; en aquellas remotísimas edades, en que nos aparece la sociedad humana saliendo inculta y bárbara de manos de la naturaleza, o salvándose de un cataclismo en que pereció una civilización anterior; en todos los orígenes de las legislaciones de los pueblos orientales, que son, al mismo tiempo, los fundamentos de las ciencias, vemos que sus autores apelaron siempre, llamándola en su auxilio, a la intervención del Cielo para sus obras. Y no se creyeron capaces de hacerse obedecer por mucho tiempo de los hombres, si no daban a sus leyes y preceptos el indestructible sello de la infalibilidad religiosa; si no convertían en fe y en creencia lo que sin fe no esperaban que pudiera obtener respeto y obediencia. Las leyes fueron Religión, porque de la Religión no se podía dudar. Los Gobiernos fueron culto, para que sus formas se pudieran destruir.

     Y cualesquiera que sean en el día los progresos del entendimiento humano; por muy emancipada que se halle la razón, y por muy imposibles que sean hoy las creencias de otras edades, todavía, sin embargo, la filosofía tiene que reconocer que sólo aquellas instituciones que nacieron bajo la inspiración de esta fe viva, y revistieron el carácter de la infalibilidad religiosa, han tenido el privilegio de pasar casi intactas a través de los siglos, y de conservarse muchas de ellas enmedio de los vaivenes y de la vacilación de las teorías y de las opiniones modernas.

     Sin duda el principio del poder y de la obediencia se han conservado en Europa a favor de la Religión. Sin duda los Reyes han obtenido hasta nuestros días su prestigio y su majestad, porque sus personas han sido sagradas y ungidas; porque la creencia religiosa había elevado su trono al nivel de los altares. Sin duda todas las grandes instituciones sociales se han mantenido robustas o indestructibles contra las fuerzas destructoras y disolventes; contra el empuje de las revoluciones modernas, porque la Religión las había santificado. El matrimonio y la familia, elemento primordial de la sociedad humana, hubieran, acaso, a estas horas, fracasado entre las teorías y las alteraciones de la legislación civil, si no tuvieran arraigados más hondamente sus cimientos en un terreno que la revolución y la filosofía de los hombres no han podido minar todavía; que, para bien de la humanidad, reposa sobre fundamentos eternos, sobre principios incontrovertibles e incuestionables.

     Ahora bien: si es preciso que el principio de la asociación doméstica sea una verdad, de la cual no se pueda dudar; si la familia, y con ella toda sociedad, dejaría de subsistir el día que se pusiera en duda la creencia en que reposa; si no habría orden, ni concierto, ni porvenir, ni certidumbre de ningún género en la organización de la vida interior, y de las relaciones más íntimas, y de las afecciones más naturales y santas entre los hombres, el día en que la institución que las abraza, que las resume, que las comprende y organiza a todas, quedase reducida a las mezquinas proporciones de una institución humana y de una convención civil y transitoria, ¿no es este grande argumento para creer que la asociación política de los Estados y el gobierno de los pueblos, necesita asimismo apoyarse en una verdad, que no pueda todos los días removerse y alterarse, a merced de la opinión fluctuante y de las vacilaciones del espíritu humano?

     Si ha sido preciso para construir la casa del hombre, y para rodear de cuidados y de verdad su cuna, y de respeto y veneración su tumba, edificarla al abrigo del templo y al apoyo de sus firmísimas columnas, ¿deberemos creer que el edificio de la asociación política ha de poder levantarse como tienda de una noche, y plegarse y desplegarse o desaparecer, dejando a la sociedad sin cubierta ni abrigo, a merced de la inclemencia y de las grandes tempestades, que todos los días asoman y estallan sobre el horizonte de los pueblos?

     No podemos creerlo. Nuestro corazón, tanto como nuestra inteligencia, nos había hecho sentir siempre la necesidad de buscar un principio de gobierno, que fuera tan firme y sólido en la conciencia política de los hombres, como los axiomas fundamentales de las matemáticas en la región de las ciencias exactas.

     Muchas veces, al examinar la Historia y al contemplar el triste espectáculo de los trastornos políticos, que en nuestra agitada época presenciamos; al considerar imposible en nuestra edad, y en la tendencia actual de los espíritus, la fe ciega y la sumisión del entendimiento a las verdades tradicionales, que formaban el carácter de otros siglos, hemos deplorado amargamente la pérdida de aquella saludable y feliz disposición. Hubiéramos de buen grado ofrecido en cambio de ella algunas de las ventajas, -no siempre muy sólidas,- de la actual independencia de la razón humana; de este orgullo estéril, con que hoy cada individuo se cree con derecho a juzgar, en el tribunal de su particular y limitada razón, los grandes principios y las altas cuestiones, que nuestros padres, harto exacta y significativamente, llamaron razón de Estado.

     Más de una vez, testigos de las aberraciones lastimosas, de los inconcebibles desvaríos, en que hemos visto incurrir a los hombres y a las generaciones enteras de este siglo ilustrado, nos hemos dado a pensar que pudieron ser más venturosos y tranquilos aquellos tiempos, en que los hombres hacían de las verdades políticas artículos de su símbolo de fe, y en que confundían en uno la necesidad de obedecer los decretos del Cielo, y la obligación de someterse resignados, a la autoridad de las potestades establecidas. Cuando la moderna independencia no nos pone al abrigo de la injusticia y de la arbitrariedad, era a lo menos más consoladora que nuestras opiniones, la opinión de aquellos que ponían en el número de los sacrificios que exigía la Religión, las contingencias y probabilidades de la arbitrariedad y de la injusticia.

     Nosotros podemos ahora, mirándolas por el prisma de nuestro orgullo, llamar envilecimiento y servilismo a aquellas opiniones: pero si nuestros padres se alzaran de sus sepulcros, puede ser que más razón tuvieran en creernos degradados y envilecidos, -cuando pesa sobre nosotros el yugo de las actuales tiranías demagógicas, o cuando nos arrastran en sus reveses y proscripciones las alteradas vicisitudes de nuestros partidos,- que nosotros para compadecerlos o motejarlos porque se prosternaban noblemente rendidos, o caballerosamente humillados, ante el poder que acataban como imagen y representación de Dios sobre la tierra.

     Cierto que creemos que había en ellos más grandeza y dignidad que en nuestra posición falsa y en nuestras jactanciosas pretensiones. Cierto que era un gran principio de gobierno, un principio noble y santo, -y cual ninguno, indestructible,- el que había consagrado su educación, su caballería y su fe. Cierto que era un título tan bello el de leales, como el de patriotas, cuando el Rey simbolizaba la Patria. Verdaderamente que tenemos todos los días motivos para echar de menos que la revolución y la filosofía, al destruir aquel gran principio, no hayan acertado a reemplazarle.

     Como quiera que sea, aquel principio pasó; y nosotros no tratamos de retroceder a lo que ha sido, ni de reconstruir lo pasado. Conocemos demasiadamente el estado de los espíritus en la actualidad, para que proclamáramos como indispensable la necesidad de lo que es de todo punto imposible; y tenemos, por otra parte, demasiada fe en los designios de la Providencia, y en la perfección y marcha progresiva de la humanidad, para creer que han quedado para siempre a merced de la anarquía, y de la duda, y de la discusión, las altas regiones de la moral y de la política,-No por cierto.

     Cuando la antigua creencia se ha perdido, el buen sentido de la humanidad entera se apresura a colmar ese vacío. Cuando la razón humana, llamando a juicio a todos los principios y todas las creencias, amenazó pulverizar y reducir a escombros todas las instituciones y todas las verdades, a poco la razón misma hubo de aterrarse a la vista de los precipicios que ante su senda excavaba, y de la imposibilidad de marchar por un camino minado. Cuando la fe faltó, la razón se vio a su vez en la necesidad de crear un símbolo. Nunca más que en los días en que se conocieron los efectos de dudar de todo, y de discutirlo y analizarlo todo, se reconoció la necesidad y el deber de elevar a verdades indubitables e incontrovertibles, ciertos principios, sin cuya reconocida inviolabilidad se estaría desmoronando todos los días el edificio de las instituciones políticas, y sería la tela de Penélope el trabajo de los legisladores de los pueblos.

     Era empero una cosa harto difícil para la razón humana asignar estas verdades fundamentales con las cualidades que deben tener para su objeto. Era poco menos que imposible hallar una base fija para todos los partidos, un punto común, no de arranque, sino de límite y barrera para todas las opiniones. Era un descubrimiento tan sublime como los de Copérnico y de Kepler en las leyes de los cuerpos celestes, o como los de Leibnitz, Bacon y Descartes en las regiones de la metafísica, hallar ese primer principio de los derechos y de los deberes políticos. Unos le buscaron en la obediencia pasiva y en el derecho divino; buscáronle otros en la canonización de la fuerza, como Hobbes; y la revolución proclamó altamente el suyo de la omnipotencia y de la soberanía popular. Pero el día que hubo muchos, no hubo ninguno; y estaba muy distante de ser unanimidad lo que era en sí mismo un nuevo fundamento de controversia y de duda.

     Estos principios eran absurdos, porque eran impracticables: eran falsos, porque a fuerza de legitimarlo todo, no daban la legitimidad a nada. Y eran además estériles, porque a fuerza de ser contradictorios, eran en su resultado uno mismo. Era el derecho divino la santificación de la fuerza. Era el derecho de la fuerza, en los filósofos ateos, la materialización degradante de lo que, a lo menos, la Religión engrandecía y hermoseaba. Era la infalibilidad de la potestad absoluta la supresión de todos los derechos individuales; era por fin la soberanía popular el mismo derecho de la fuerza, trasladado de los Reyes a la muchedumbre. Dándole el poder de sobreponerse a la razón y a la justicia, no quedaba en esta teoría, como en las otras, más criterio de legitimidad que la sanción de la fortuna y de la victoria.

     No había entonces otro arbitrio para los que pugnaban por encontrar esa base común del poder, que apelar a un convenio de todos los partidos. No se encontraba el principio en la teoría; era preciso buscarle en la práctica. No se hallaba, no se descubría esa verdad primitiva; era menester crearla. Sin embargo, esa verdad existía; esa verdad era la misma necesidad de que la hubiera. La imposibilidad de todo Gobierno, sin la existencia de un principio incontrovertible, era el Principio mismo. Dada esta necesidad, cualquiera podía serlo; pero era preciso declarar uno que lo fuese.

     Esta declaración sólo podía hacerla la ley, el poder supremo, por la ley creado, y por la ley reconocido. Y de consiguiente, el hecho primordial y el principio inconcuso de gobierno y de poder, no podía ser otro que el respeto a la ley, y al poder vigente, y la imposibilidad de infringirla y de traspasarla ningún otro poder, sin cometer un delito, sin hacerse reo de una traición. El reconocimiento de este deber, es lo que constituye la conciencia, la moralidad, la razón y la justicia política. Sobre esta justicia, sobre este deber, no hay fallo alguno, no, hay poder alguno, no hay soberanía alguna. Más allá de ese elevado criterio, no hay sino el caos, la anarquía, la disolución social. Cuando la ley deja de ser obedecida, abierta y públicamente, no hay poderes legítimos; no hay legitimidad; no hay justicia; no hay más que fuerza, y fuerza solamente, aunque sea la fuerza la revolución. Y aunque se llame, para ejercerse, voluntad del pueblo, esa fuerza no dejará de ser tiranía, ni podrá ser nunca legitimidad.

     No se deduzca de esto, que nosotros atacamos aquí lo que se llama soberanía popular. No nos mezclamos, de modo alguno, en esta cuestión, que ha venido a ser la teología de la política. Nosotros hablamos de hechos, de principios prácticos o practicables. No concebimos la sociedad sin leyes; y fuera de las leyes, y sobre las leyes, no reconocemos nada. La soberanía del pueblo, -como Poder que la ley establece, y cuando le establece, y según la forma en que lo establece,- la comprendemos, y su ejercicio cabe en el círculo de la ley que la declara. Pero lo que no comprendemos, y lo que rechazamos, es la soberanía de la insurrección, porque cualquiera que sea el nombre que para ello se invoque, cuando de la ley se prescinde, es, como hemos dicho, fuerza; y a la fuerza nadie la ha llamado legítima soberanía.

     Y sino, los mismos que han proclamado la santidad de algunas insurrecciones, ¿no han condenado otras, no las han tachado de ilegales, de tiránicas, de opresoras? Luego es preciso una señal, un criterio, -aún en la opinión de esos mismos que la insurrección proclaman,- para saber, para reconocer, para distinguir cuándo la insurrección es Justa. Luego sobre la insurrección está la justicia; luego en la insurrección no está la infalibilidad, y es menester otros caracteres y otras condiciones que la insurrección misma.

     Esa señal, esas condiciones, no pueden existir en otra parte que en las leyes. Fuera de ese terreno, fuera de la región de los poderes establecidos, en vano buscaréis más elevados poderes, ni el ejercicio de otras soberanías que no se han ejercido jamás. Las Constituciones mismas que consignan la soberanía popular, han sido obra de un poder delegado, que debía su existencia a otra ley y a otra Constitución cualquiera. Nosotros no hemos asistido al origen de nada, ni en el orden físico, ni en el orden moral. Las Constituciones se han sucedido unas a otras, como las generaciones. Al poder constituyente, no lo vemos jamás en la Historia, naciendo de teorías, sino de hechos. Por eso sólo en la región de los hechos hablamos, y sólo podemos partir de la legitimidad de los poderes constituidos. El principio fundamental del Gobierno, para nosotros, tiene que ser un hecho, y este hecho indestructible no puede ser otro que la ley.

     En vano se nos dirá, -para buscar un fundamento más hondo o un principio más elevado,- «que las leyes pueden ser violadas por los poderes mismos.» Así es. Pero no hay que buscar remedio a este mal, porque no le tiene. Peores que él son todos los remedios que se proclaman. Es un mal que reside en la imperfección de las instituciones humanas. Pero no hay más allá, no es posible mayor criterio. En otras cosas tiene que suceder lo mismo. Los tribunales pueden errar, pueden condenar a un inocente. Los depositarios de la fe pública pueden falsificar un documento. La sociedad más perfecta no reconoce remedios ni garantías para estas contingencias. No las hay tampoco contra la violación de las leyes, y otro tanto más prueba esto a nuestro favor, que el último, y más elevado y más inconcuso principio es el deber de respetarlas.

     En los primeros tiempos de la revolución francesa, se había puesto una cinta alrededor del palacio de Luis XVI; la cual trazaba el espacio más allá del cual no podía penetrar la multitud. Aquella cinta fue suficiente valla. Cuando la revolución inundó de muchedumbre la morada de los Reyes, hubiera penetrado, aunque la cinta se hubiera convertido en artillados baluartes. Esa cinta es el símbolo de las leyes. Todas ellas pueden ser traspasadas, aunque no ya cintas, y si cables de hierro fuesen. Su fuerza está, no en la imposibilidad, sino en la convención, en la obligación sagrada de no traspasarlas.

     Por ventura no deja de ser momento oportuno para inculcar este principio tutelar y conservador de la sociedad, aquel en que diariamente oímos proclamar, desde muy altas regiones y desde muy elevados lugares, los principios más anárquicos y destructores del orden social, y sembrarse en nombre de la libertad y del patriotismo doctrinas de todo punto incompatibles con el repos y la prosperidad de los pueblos; cuando escuchamos todos los días sangrientas amenazas de apelar del fallo de las leyes a la demagógica tiranía de las insurrecciones.

     Es preciso anatematizar estas voces: es preciso protestar contra esas espantosas doctrinas: es preciso asentar y convenir, -de una vez para siempre,- en principios, que nadie pueda controvertir, en hechos que nadie pueda destruir, porque sea deber para todos admitirlos y respetarlos. No podemos consentir, no podemos comprender que se quiera emplear como elemento de gobierno lo que santifica todas las insurrecciones, siempre que queden triunfantes. No podemos admitir como verdad, lo que hace imposible toda estabilidad, todo reposo, toda confianza en las instituciones. Rechazamos la funesta doctrina de que cada partido pueda variarlas a su antojo, siempre que tenga medios para ello. Denunciamos como altamente antisocial y absurdo, el que en una sociedad, dividida en intereses y opuestos bandos, no haya unos límites, una valla, una cinta que todos respeten, que ninguno traspase.

     Esa valla, esa cinta es la ley. En la ley todo cabe, inclusa su defensa, inclusa su reforma. Fuera de la ley no vemos más que el caos, la noche, el vacío. Dios mismo se ha impuesto leyes de orden eterno que no traspasa, aunque omnipotente. Nadie en la tierra, por soberano que sea, -ni individuo, ni Nación,- es árbitro tampoco de traspasarlas, sin exponerse a incurrir en una triste expiación de sangrientas catástrofes y de dolorosas tribulaciones.



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De las Asambleas deliberantes como poder legislativo

     (18)La prensa diaria se ha ocupado en estos últimos días en deplorar amarguísimamente la esterilidad de las sesiones de las Cortes, y el ningún fruto que reporta el país de sus estrepitosos debates. Ofrécese, efectivamente, a la consideración general, el espectáculo de una Nación, que después de atravesar una gran crisis revolucionaria, y de haber pasado por todas las fases de una reforma radical, se halla, sin embargo, al cabo de tan penosas agitaciones, sin Gobierno, sin instituciones y sin leyes.

     La revolución española, -como todas las revoluciones de su género,- no ha hecho más que derribar y destruir. El antiguo edificio de las instituciones monárquicas del siglo XVI, del Gobierno por ellas creado, y con ellas sostenido, y de las instituciones sociales, que se derivan de él inmediatamente, han venido al suelo tras una y otra embestida, tras uno y otro golpe de piqueta, mezclado lo bueno con lo malo, lo mediano con lo detestable, lo necesario con lo absurdo, lo funesto e intolerable con lo útil y beneficioso.

     El Gobierno de los antiguos Consejos, la unión de las potestades gubernativa y judicial, la viciosa organización de las antiguas municipalidades, de los regimientos perpetuos y de los oficios enajenados, el predominio de la autoridad militar en la administración de las provincias, los privilegios de las familias nobles en las carreras facultativas, los colegios mayores, el régimen de las Universidades, los conventos y monasterios, la riqueza y los bienes del clero, la brillantez del culto, las órdenes militares, los diezmos y los mayorazgos, en fin, cuya sola falta es una revolución social; todo ha desaparecido en pocos años, dejando el desmantelado suelo, no raso y limpio, sino embrozado de escombros. Y lo que es peor, hállase también falto de nuevas fábricas, -siquiera sean provisionales,- que den abrigo a la sociedad, ínterin ese período de transición se consuma; falto de nuevas leyes, de nuevas instituciones, de nuevos elementos de autoridad, de nuevos métodos de administración, de nuevo arreglo judicial, de nuevos sistemas de enseñanzas, de nueva organización militar y de nuevo plan de Hacienda y de contribuciones. Todo está por arreglar; todo por hacer; todo por levantar: mucho habrá que reconstruir; algo, quizá, que acabar de hacer que desaparezca.

     Y cuando tan vasta empresa, cuando obra tan gigantesca y tan complicada está sometida a las tareas de los Cuerpos colegisladores, y no puede, sin sus trabajos, comenzarse, ni llevarse a cabo sin su cooperación asidua, natural es que el país mire con desconsuelo y con aflictivo desaliento la lentitud con que, a juzgar por las muestras, habrán de proveer las Cortes a las urgentes necesidades que señalamos, a esas necesidades perentorias, universales, vivamente sentidas por todas las clases y por todos los partidos.

     Lo hemos dicho ya en el número anterior. Hasta ahora no había notado tanto el país esta desventaja, esta lentitud. La revolución y la guerra, que absorbían la atención pública, absorbían también exclusivamente la atención y los trabajos de las Asambleas legislativas. La guerra, la revolución, eran tiempos de luchar, de vencer, de destruir, de derrocar; para el pueblo, de esperar, y temer; de agitarse, y sufrir. Los días de gobernar y de dar leyes, debían venir en la estación de la paz. El país lo creía: a lo menos, así se le anunciaba.

     Pero he aquí que la guerra ha cesado, y que, a menos que un ciego frenesí no se haya apoderado de nuestro entendimiento, debemos asimismo creer que la revolución no puede avanzar más allá del término que ha tocado. He aquí que hemos llegado a los días prometidos; que el plazo se cumple, y que la Nación se vuelve ansiosa, esperando las ventajas que para esta época se le habían pronosticado. Ciertamente que nada hay que pueda servirla de consuelo, ni que justifique esos pronósticos.

     La Nación podrá vivir, podrá seguir, podrá vejetar, podrá prosperar, hasta cierto punto, con esa fuerza de vida y de actividad que la actual civilización comunica a los pueblos, independientemente de la acción y de los esfuerzos del Gobierno, a pesar de las trabas de la administración y de la imperfección de las leyes. La Nación podrá continuar a merced de las costumbres del pueblo y de los intereses individuales, dada todavía la gratuita suposición de que el torrente revolucionario no la precipite y la haga pasar años de nuevas calamidades y convulsiones; pero, en todo lo que pende de la acción social y de la influencia del Gobierno, no creemos que pueda, -por lo que se observa,- alimentar lisonjeras y fundadas esperanzas.

     En otro lugar hemos manifestado el origen de este mal en lo que al Gobierno toca, en lo que se refiere a la práctica y dirección de los negocios, a la satisfacción de las necesidades que la sociedad experimenta a cada instante; al remedio de los dolores que diariamente padece. Hemos encontrado la causa de este mal en razones harto inmediatas y ostensibles; en la índole, en los antecedentes, en la insuficiencia y en la esterilidad del partido que se ha apoderado del Gobierno, y que amenaza conservarle entre sus manos mucho más tiempo del que a la prosperidad de la Nación española fuera conveniente. Y ciertamente, en lo que hemos dicho creemos haber tenido razón; creemos haber dicho la verdad.

     Pero no hemos dicho la verdad toda; y sería demasiado común, trivial y rastrero nuestro modo de examinar las cosas públicas, si no nos eleváramos un tanto a una esfera más dilatada y más anchurosa, en que se nos ofrecen para muchos de los males que tememos, razones que no pertenecen solamente a este Gobierno, ni a este partido, sino que son comunes a todos los Gobiernos, a todos los partidos, a cualquiera partido, y a cualquiera Gobierno que se pusiera al frente de la Nación en una situación como esta; en una situación tan nueva, tan peregrina, en que, como hemos dicho antes, todo está por hacer, todo está por edificar.

     Porque no sólo hace falta Gobierno, sino que falta legislación. Hay más que administrar; hay que organizar. Hay más que hacer, reglamentos; hay que hacer códigos. Y hay más que hacer leyes; hay que crear instituciones. Hay que dar a este pueblo, que va ya cansado por el desierto de la revolución, más abrigo que las tiendas de una noche, y más alimento que el maná de la mañana. Hay que darle un terreno estable y una tierra fija, y moradas de robusta fábrica, y templos y palacios de hondos cimientos y de construcción sólida y duradera.

     Y esto no tiene espera; esto no puede permanecer así dilatados años: esa interinidad, esa desnudez, ese desamparo son necesidades premiosas: es preciso cubrirlas, es preciso satisfacerlas. Mas cuando comparamos con esta perentoria e imprescindible exigencia la lentitud de los medios que la actual organización legislativa ofrece, es muy aflictiva y desconsoladora la mirada que tendemos sobre el porvenir, y sólo sacamos de ella la horrible pesadumbre de ver cuán inconsideradamente procedieron los que nos arrebataron todo lo antiguo, dejándonos a la inclemencia, sin pensar en la infinidad de tiempo que se necesitaba para reedificar con instrumentos parlamentarios lo que se derribaba en un día con el ariete de la revolución.

     En efecto, cualquiera que haya sido la ventajosa idea que en los sueños de nuestras agradables teorías nos hayamos formado todos de las Asambleas representativas, todos habremos de confesar asimismo, y de convenir -tanto los del uno, como los del otro partido,- en que antes de verlas funcionar, y de observar de cerca su marcha y la práctica de sus deliberaciones, les habíamos dado en nuestra imaginación calidades de que en la realidad carecen, porque son contrarias a la naturaleza misma de su institución y de sus procedimientos. Es muy bello figurarse uno a los elegidos del país, a los hombres más distinguidos en ciencia, en virtud, en intereses, discutiendo grave y detenidamente las leyes por que el país ha de ser regido, y a que habrán de someterse y arreglarse los mismos a quienes está encomendado el mando supremo de la Nación.

     Parece que esta es la perfección de las instituciones políticas; parece que las leyes, así elaboradas, han de tener todas las seguridades posibles de justicia y de sabiduría, en cuanto pueden tenerlas las obras siempre imperfectas de los hombres. Nosotros así lo creímos, así debíamos creerlo, y lo creemos todavía. Pero al creerlo así, hemos prescindido de que el país puede necesitar un Código en un año, y hemos olvidado que una Asamblea de doscientos individuos necesita para discutirle medio siglo; y no nos hemos parado nunca a reflexionar que tratándose de una legislación entera, todas las legislaturas de la generación presente, por mucho que se afanen, sólo pueden legislar para la generación venidera.

     No exageramos, no: no argüimos ex absurdo. Dejamos al cálculo de cualquiera, -por poco entendido que sea en pormenores y materias de legislación,- computar el tiempo que necesita la discusión sencilla y rápida de los códigos legislativos. Recordemos además que faltan todas las leyes orgánicas, todas las que deslinden las atribuciones de las autoridades y funcionarios públicos; que la justicia se administra conforme a las reglas de un reglamento provisional; que falta una ley de policía y de estados excepcionales; que al mismo tiempo se necesitan todos los días leyes exigidas por las circunstancias del momento, y autorizaciones al Gobierno para todo aquello a que en virtud de sus propias atribuciones no puede proveer; y por último, que cada legislatura tiene que consagrar una considerabilísima parte de su tiempo al examen de los presupuestos, y a su cotejo con las cuentas generales de los Ministros de Hacienda.

     Aun suponiendo la mayor buena fe y la más completa armonía entre los individuos de los Cuerpos Colegisladores, y entre los dos Cuerpos entre sí; aun en el caso de que una mayoría muy compacta y una oposición: débil o poco turbulenta permitan al Gobierno caminar con rapidez y desembarazo en el desarrollo de sus planes y proyectos; aunque la sensatez y buen juicio de los diputados les haga deferir constantemente al pensamiento principal y a la esencia de los proyectos presentados; aunque el Ministerio, después de ejercer ampliamente su iniciativa, no se vea a cada paso detenido y embarazado por impertinentes o presuntuosas enmiendas, la discusión de las pocas leyes que se han votado en este período constitucional, puede dar una idea aproximada de los lentos, y dilatados días que habrán de transcurrir antes de que se elaboren las infinitas que faltan.

     Empero, todas estas hipótesis, que como ventajosas y favorables condiciones hemos asentado, son imaginarias, gratuitas, no se realizan jamás. Índole es de las Asambleas deliberantes la división en partidos, la pugna de intereses, ora políticos entre las diversas fracciones de las opiniones que reinan en el país, ora materiales entre las unas y las otras clases de la sociedad, y entre unas y otras provincias de la Monarquía. Condición es, y ley general de la institución de estos altos Cuerpos, la oposición sistemática, la resistencia al sistema entero, y a todos los actos y propósitos del poder, cualquiera que sean su necesidad y sus ventajas, y el haber de valerse de todos los medios que están al alcance de una buena táctica y disciplina, y de una tenacidad perseverante para desbaratar los planes mejor concebidos, o inutilizar los más bien combinados esfuerzos. Las enmiendas, las dilaciones, los votos particulares, las cuestiones incidentales, las proposiciones particulares, las interpelaciones al Gobierno, los largos y multiplicados discursos, las votaciones nominales, medios son todos estos, que en manos de una oposición cualquiera, y a pesar de reglamentos y mayorías, hacen indefinidamente interminable la discusión de una ley, por corta y clara que sea, siempre que a la oposición le place, y siempre que a sus intereses políticos cumple.

     Y no vale decir que hay para las oposiciones y las minorías, sino las trabas del reglamento, los deberes y las altas consideraciones de la moralidad; y que existe un límite, más allá del cual deja la oposición de ser parlamentaria, para convertirse en facciosa. No: los partidos jamás se dan este nombre; jamás hay deber para ellos más alto que aquel en que el interés de partido los constituye. Jamás hay decoro, ni pudor, ni moralidad que no ceda ante las razones, y los nombres, y los principios, y las causas, que se invocan siempre para justificar los más chocantes y escandalosos procedimientos, las más conocidas y mañosas arterías, y hasta los rastreros y vergonzosos subterfugios de que se valen los bandos políticos.

     En sus manos no hay nunca armas vedadas, ni tiros alevosos, ni traidoras sorpresas. El bien de la Patria, el bien del país nunca sirven de freno a los que empiezan por invocar los nombres de la prosperidad del país, del bien de la Patria, que cifran siempre, al parecer, en su triunfo, y en derribar a los que apellidan enemigos del país, y de la Patria, y del pueblo, y de la libertad, y de todos esos nombres y frases consagradas en la sabida fórmula de todas las oposiciones y de todas las resistencias.

     Acordémonos de lo que sucedió entre nosotros en días no muy lejanos, y señaladamente en la discusión de la célebre ley de Ayuntamientos. Lo que sucedió entonces sucede con frecuencia, y sucederá siempre. Ni la ley, ni la razón, ni la moral, ni la conciencia, ni la urbanidad siquiera, ofrecen un remedio para mal tan grave; y días tras días, y años tras años pueden transcurrir, sin que de esas tan ardientes fraguas, en que se atiza el fuego de las pasiones políticas, salga ninguna obra acabada y duradera, agotados en vano los más constantes deseos, los más meritorios y tenaces esfuerzos; y clavados, en vano, en aquellos recintos, los ojos y las esperanzas del pueblo.

     No esperamos que nuestros enemigos nos atribuyan, en virtud de estas consideraciones, pensamientos que no abrigamos, consecuencias extremadas que estamos muy lejos de querer deducir; intenciones hostiles contra la índole de las instituciones que hemos defendido siempre: intenciones, por cierto, que estamos muy lejos de abrigar. Examinamos, filosófica y razonadamente una cuestión, que llama hoy la atención de todos los publicistas. Señalamos un grave inconveniente de una situación tan difícil como la nuestra. Publicamos una observación y un recelo, que se ha despertado y cunde entre todos los hombres pensadores de todas las opiniones y partidos, no para atacar a las instituciones, como absurdas, sino para estimular a más entendidos políticos a meditar sobre este grave punto, y a dar solución a estas dificultades, y para señalar a los partidos todas las consecuencias de un peligro, que diariamente agravan, y a que sin consideración se precipitan.

     Tal vez si nuestros amigos políticos se hallaran en el poder, pudiera arredrarnos de estas consideraciones, el temor de que se nos imputara que queríamos inducirlos a saltar las vallas de la ley en la elaboración de los grandes trabajos orgánicos y legislativos. Los que se hallan en el mando son nuestros adversarios; y garantía segura debe parecerles esa circunstancia de la sinceridad de nuestras observaciones, cuya tendencia va contra las oposiciones todas; contra la que les hostiliza, ni más ni menos, y más directa o inmediatamente aún, que contra ninguna otra de las de un lejano futuro contingente.

     Avisamos seria y francamente un peligro; no le exageramos, ni le paliamos tampoco. Buscámosle un remedio; y cuando no podamos hallarle, pretendemos, desvaneciendo una ilusión, que no se culpe a partido alguno en particular: ponemos delante lo que todos los partidos, de consuno, deben proponerse neutralizar o desvanecer; so pena de que sea imposible de todo punto la consolidación y afianzamiento de unas instituciones, que tanta sangre han costado, y la realización de las ventajas que de ellas nos habíamos prometido.

     Y no se nos arguya con hechos en contra de nuestros raciocinios; no se saquen pruebas de lo que existe, para lo que puede existir y suceder, ni se vayan a tomar ejemplos de naciones extrañas, para rebatir con ellos nuestras proposiciones, o para calificar de abultados nuestros asertos. No.

     Todos los ejemplos, todos los datos de los pueblos vecinos, serían peligrosos y contraproducentes; servirían sólo para corroborar nuestras razones, y dar mayor cuerpo y consistencia a nuestros recelos. No se nos citaría, por cierto, la Inglaterra; ese pueblo original y único, esa sociedad, toda de hábitos y de tradiciones; esa Nación, donde la organización social es la misma organización política, y las clases de la sociedad, las jerarquías gubernativas; ese pueblo, donde las leyes son las costumbres, la mayor parte de lo que se practica, no está escrito ni preceptuado. No sería a ese Gobierno, que cuenta ocho siglos de Carta constitucional y de instituciones representativas, sin que los Parlamentos hayan podido hacer ni reformar los Códigos, a donde se irían a buscar pruebas para refutarnos. ¿Y la Francia? ¿Qué sería la legislación y la administración francesa, si hubiera tenido que crearlas el poder legislativo de su Carta? La Revolución primero, el Imperio después, organizaron aquella Nación tal cual está en el día, y siempre con la ventaja a su favor, de que la Francia misma de 1789, abrigaba más elementos de unidad nacional, que la Nación española.

     Ni se nos diga que Asambleas eran las Constituyentes y la Convención. Asambleas eran, sí; pero eran poderes absolutos; eran Gobiernos despóticos, horriblemente despóticos los Gobiernos de la revolución, y tanto distaban de Cámaras representativas aquellos Cuerpos, y de sistema parlamentario en su marcha, como después los Consejos y comisiones que obedecían a la voluntad férrea, a la actividad incansable, a la inteligencia organizadora del grande Emperador. La guillotina pasó, la Convención pasó, Robespierre pasó, las grandes batallas pasaron: pasaron las conquistas, y las campañas gigantescas, y pasó el terror, y la orgía de la democracia, y el imperio del sable, y la embriaguez de la gloria.

     Pero la administración vigorosa del Imperio, quedó; pero quedaron Códigos: la Nación en 1815 estaba hecha: la Restauración no fue más que la restitución de una Corona, la rehabilitación de una dinastía. Todo estaba fijo y organizado. Las Cámaras no han hecho más que conservar, que es lo único para que sirven, y para lo que sirven admirablemente.

     Los gobiernos parlamentarios son por su naturaleza conservadores, porque son aristocracias. Los gobiernos absolutos, ora sean monarquías, ora repúblicas, no son tan lentos, tan estacionarios, tan circunspectos. O retroceden, o marchan. Nunca avanza más una revolución, que cuando un Rey se mete a reformador. Una Asamblea deliberante necesita un siglo para lo que puede crear en un año un poder absoluto, ora se llame éste Convención o Autócrata, ora Emperador o Comité de salud pública.

     Los mismos pueblos antiguos, desde los tiempos más remotos conocieron esta verdad. Las mismas repúblicas fiaron siempre a una comisión o a un ciudadano solo, los trabajos de legislación general. Conocidos son y vulgares los nombres de Licurgo, Dracón, Solón, Zalcueo, Charondas y otros varios, a cuya inteligencia y sabiduría sometieron su destino aquellas celosas y altivas repúblicas; y Roma, -a pesar de su patriciado, y del vigor de sus instituciones aristocráticas,- hace remontar sus primeros Cuerpos legislativos a Numa, primero, y años después a los Decenviros.

     Por eso hace tiempo que participamos de la opinión de que los Cuerpos parlamentarios no son tanto Asambleas legislativas, como instituciones políticas; que más que la formación de las leyes, su destino es formar Ministerios; que más que de legislar, su misión es de gobernar o de influir en la gobernación del Estado.-«Pero ¿y la legislación, y la codificación?»-No resolvemos la cuestión: nos basta con promoverla.



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De la aristocracia

     (19)El partido revolucionario, en especial aquella porción más fanáticamente impregnada de los principios que habían adquirido tan funesta boga, cuando el jacobinismo francés salvó las vallas del Pirineo; esa escuela, que después de tanto afán y de tantas vicisitudes, ha llegado, en la actualidad, al apogeo de su poder y a enseñorearse el terreno político, planteando en él, sin obstáculos, todas sus absurdas teorías; esa escuela, retrógrada cual ninguna, e ignorante en el más alto grado, así de las verdades de la ciencia política como de los hechos que constituyen la situación social, se ha dado, hace mucho tiempo, a minar los fundamentos que formaban nuestra aristocracia; a destruir con tenaz ahínco, y a desacreditar con más obstinado empeño, todo lo que, en su juicio, constituía los privilegios, las distinciones, el prestigio y poder de esta clase, como ninguna aborrecida, y por ella detestada sobre todos los restos de las antiguas instituciones, y más pulverizada por sus golpes que todos los demás escombros del vetusto edificio de la antigua Monarquía.

     Y por su parte, el partido conservador, ha tenido siempre en gran cuenta el poder y las ventajas de la jerarquía aristocrática; ha querido siempre contemplarla como un elemento necesario en su plan de organización política, y hasta se ha visto calumniado por los que exageraban esta su declarada tendencia de querer sacrificar a los odiosos intereses de privilegio, los amplios beneficios de la libertad política, y la igualdad de los derechos políticos y sociales.

     No se crea, sin embargo, que nosotros, a fuer de conservadores, suscitamos ahora esta cuestión, y vamos a tratar de este punto, con el objeto de defender la vencida causa de las distinciones y noblezas tradicionales. Causa es esta que, aunque vencida por la revolución, se puede defender brillantemente en teoría; y en tan alto grado, que hasta la defensa se excusa. La filosofía moderna, las meditaciones de los que se han dado, en los últimos tiempos, a reflexionar y discurrir sobre las formas políticas y sobre las instituciones más beneficiosas a la sociedad y al poder; han rehabilitado con incontrastables argumentos, la fuerza de la legitimidad, la necesidad y las ventajas de las jerarquías aristocráticas, y del poder tutelar y moderador, que deben ejercer en el Gobierno del Estado.

     Nosotros no vamos a reproducir estas manoseadas razones, ni haremos ostentación de nuevos argumentos con que combatir las teorías del partido adversario. Reconocemos toda la solidez de los fundamentos en que se han apelado los defensores de la nobleza, toda la futilidad de los sofismas con que la han combatido sus enemigos. A nosotros no nos pesaría de la existencia de la aristocracia; no nos pesaría de su intervención beneficiosa y de su influencia ilustrada en la dirección de los negocios públicos. Pero no es esa la cuestión; no es ese el punto de vista bajo que queremos considerarla. La aristocracia, pudiera ser un hecho útil; pero la aristocracia no es un hecho; y cuando el hecho no existe, todas las teorías del mundo son impotentes para crearle; todos los sofismas, vanos y absurdos, por innecesarios, para destruirle.

     Ahora bien: nosotros bien podemos no ser enemigos de la aristocracia, y creer, con harto pesar, que la aristocracia ha desaparecido; como podemos ser muy religiosos, y deplorar que la fe no es, en el día, tan ferviente y acendrada como fuera de desear para bien de los hombres y de las sociedades. Y cierto; nosotros tenemos esa triste creencia. La aristocracia, como institución; la aristocracia, como poder social, capaz, por consiguiente, de convertirse en poder político; la aristocracia tradicional y, por decirlo así, dinástica, ha desaparecido de la sociedad y de la Monarquía española. Una revolución la ha destruido. Pero cuando revolución decimos, estamos muy distantes de querer significar estos últimos años; no. El período revolucionario, para la aristocracia, cuenta siglos de fecha. La Monarquía, que ha sido en todas partes su más poderoso adversario, no lo fue menos en España; y acaso más que en parte alguna. Todos los Reyes que quisieron representar dignamente su poder, y elevarse a la altura de su puesto, lucharon por abatirla y humillarla.

     En Villalar lo que pereció, no fue la libertad; allí pereció, allí se suicidó la aristocracia. Las mismas franquicias de las ciudades comuneras, eran, -no la democracia política, tal como ahora la consideramos;- eran verdaderos privilegios aristocráticos, y privilegios se llamaban. Toledo, Segovia, Salamanca, Medina, Valladolid y las demás ciudades que se coligaron entonces contra el poder absoluto, eran unas baronías colectivas, eran unas asociaciones privilegiadas, que tenían derechos feudales, derechos políticos, como los barones y señores. D. Lope de Haro y los suyos olvidaron, por una pueril rivalidad y despique de amor propio, lo que harto debieran conocer, y se cortaron el uno al otro los brazos aristocráticos, cayendo así todos a los pies de la triunfante Monarquía, ante la cual desapareció con ellos todo germen de Gobierno representativo, que no es, que no puede ser otra cosa, que no lo era en los antiguos tiempos, más que el Gobierno de las aristocracias.

     Así desde entonces no hubo señores, como ni procuradores de las ciudades. La causa de Austria hundió la nobleza política, que se tornó en cortesana. Felipe V y la casa de Borbón acabaron de hacerla desaparecer, admitiendo indistintamente a las clases plebeyas al poder y a todos los cargos públicos, y derramando pródigamente títulos de nobles, sobre todos los que eran bastante ricos para comprarlos.

     La aristocracia del dinero se incorporó entonces a la de nacimiento; y no quedó más que una. Al primer acontecimiento social que destruyese un tanto las grandes fortunas, o que elevase otras muchas al rango de las ya existentes, no debía quedar señal alguna de aristocracia. La Monarquía había destruido sus privilegios: el tiempo destruyó sus fortunas: la civilización y la industria crearon nuevas riquezas; las riquezas nivelaron las condiciones; la educación, el desarrollo de la inteligencia; y la aristocracia dejó de existir. La revolución tuvo poco que hacer.

     En Francia, donde subsistían más en fuerza y vigor los privilegios territoriales, fue la transición más brusca, y la nivelación más violenta. Pero entre nosotros nada de privilegio existía: unos tras otros los sucesos de todo este siglo habían dejado raso el suelo de la Nación, y las eminencias aristocráticas que en él se elevaban, no más descollaban ni tenían un carácter mayor de perpetuidad, que las que ensalzan y abaten todos los días, en sus alternadas vicisitudes, la fortuna, la guerra, el talento, el favor, la política, y a veces, medios menos nobles y menos, decorosos. Cuando las leyes de mayorazgos, señoríos y diezmos vinieron a dar el último golpe a las fortunas aristocráticas, tiempo hacía ya que estaba casi confundida entre nosotros con lo que se llamó clase media. Las costumbres, los hábitos, las pretensiones, los recuerdos, las preocupaciones, y aun hasta los vicios de algunos individuos, no constituyen jerarquía, cuando esas costumbres, y calidades, y pretensiones se han hecho extensivas a todos los demás que pueden disponer de iguales medios.

     De aquí resulta que entre nosotros, como en Francia, no hay más que clase media, perdidas por la aristocracia las condiciones de su grandeza. Sabemos, es verdad, que la civilización actual y la organización de la sociedad moderna, crea a su vez clases y jerarquías, que son llamadas hoy, habidas y reputadas como aristocracias, confundiéndose bajo este nombre las superioridades que la riqueza, el talento, el nacimiento y el poder encumbran. Pero este nombre no es más que la explicación de un fenómeno democrático, de uno de los resultados de la igualdad social. No es eso lo que entendemos nosotros por aristocracia política, considerada como una clase nacida, educada, organizada, exclusivamente predestinada, por decirlo así, para tener en sus manos el poder, y dirigir los negocios públicos y el gobierno de la sociedad.

     Una aristocracia de esta clase sólo existe y sólo se conserva en Inglaterra; y sólo allí reúne las condiciones necesarias para ser un poder político, como es una institución social. Entre nosotros, como en Francia, lo que se llama aristocracia es un accidente, es un producto del acaso; es una situación individual, no un hecho social; y tan imposible es que sus accidentes fortuitos y vicisitudes diarias constituyan aristocracia, como que elecciones, alzamientos y usurpaciones constituyan Monarquía. Ni la una ni la otra existen sin perpetuidad y sin dinastía. Se ha dicho que treinta y dos millones de votos no pueden nombrar un Rey; y es verdad. Nosotros añadimos que todos los Reyes de Europa no pueden crear un noble. Treinta y dos millones de votos harán un Jefe del Estado, que no será Rey, si no lo era ya. Un Monarca nombrará un General, un Prefecto, un Embajador, un Ministro que no será noble, si antes no lo era. Los tronos y la nobleza son hechos, que cuando de suyo no existen, no hay poder sobre la tierra bastante para producirlos.

     De este hecho, empero, que como historiadores exponemos, podrían ser muchas las consecuencias que dedujéramos, y las consideraciones a que nos diera lugar, así en el orden histórico, como en el filosófico y político. Pero teniendo que estrechar en nuestras reducidas columnas un asunto, que podría ofrecer materia para un libro, sólo añadiremos ahora dos o tres reflexiones, dirigidas las unas a aquellos que más se avienen con nosotros en principios políticos, y las otras a los que más distan y se apartan de nuestras doctrinas.

     A los primeros sólo nos cumple recordar que las cosas que pasaron no se resucitan, y que los antecedentes y la historia de muchos siglos, no se improvisan ni se reconstruyen en una generación. Mal podrá ser, -y mal de mucha gravedad,- que la aristocracia no pueda representar entre nosotros el importante papel que le atribuyen aquellos a quienes nos dirigimos; pero es un mal que está en la naturaleza de los hechos, y en la esencia de las cosas -es un mal a que, como a otros, debemos resignarnos, y que no se puede curar con los empíricos remedios de que algunos políticos han querido valerse para ello, y que sueñan acaso todavía posibles.

     Vano es consignar en Cartas y Constituciones lo que en la sociedad no existe. En vano es querer por medios artificiales y con andamios postizos levantar y dar firmeza a viejos árboles, que han caído en tierra, roídos en sus cimientos, y abrasados en su tronco y ramaje. Vano es dar vida por medio de un efímero galvanismo a lo que yace cadáver. Esos medios y esas excitaciones no hacen más que apresurar la ruina de lo que se quiere hacer revivir. La inconsiderada exageración de lo que queda, acabaría de destruirlo y de hacer desaparecer hasta sus más leves vestigios.

     Los que se empeñan en dar a nuestra aristocracia un poder y una importancia de que ella misma se había desprendido, y que constantemente rehúsa, incurren en el mismo error que los que intentan fanatizar a las masas populares con derechos, cuya conveniencia no comprenden, y cuyos beneficios materiales no palpan. Los dos objetos son igualmente irrealizables, y no nos atrevemos a decir cuál lo sea en mayor grado. Ni las unas están en disposición de ser poder inteligente y progresivo, ni la otra en el caso de ser poder directivo y moderador. En la creación de los altos Cuerpos del Estado y en el nombramiento de los más elevados funcionarios y representantes del poder, hay que contar con estos datos, y tener en cuenta otros elementos que la capacidad y prestigio de las jerarquías, que pudieron ser en otros tiempos, -pero que no lo son ya,- gubernativas y verdaderamente aristocráticas.

     En España no hay más que pueblo, clase media y Trono. La Constitución política tiene que sacar sus poderes de esos elementos, que forman su constitución social.

     Por consiguiente, a los que tan furiosamente declaman contra las clases de privilegio; a los que a cada momento invocan la igualdad y los derechos del pueblo, y a los que echan en cara a nuestro partido el intento de renovar prerrogativas y distinciones que tan ominosas y tiránicas suponen; a los que invocando sus frases vacías y sus principios estériles, agotan todas sus fuerzas por enterrar bajo el polvo de los escombros revolucionarios los últimos fustes y columnas truncadas del edificio derruido, les diremos también que sus ataques contra lo que no existe, ya no son más que criminales pretextos para aniquilar también lo que no puede dejar de existir.

     No son las superioridades aristocráticas, no son los abolidos derechos territoriales y señoriales, ni las distinciones de nobleza y nacimiento contra lo que embisten. Son todas las eminencias sociales las que quieren derribar; son todas las fortunas las que quieren repartir. Todas las elevaciones les hacen sombra; todas las distinciones les irritan. Por eso atacan a la riqueza; por eso procuran ahogar la ilustración; por eso aborrecen tanto como los más reaccionarios absolutistas, el talento y la educación esmerada. Por eso los hemos visto blasonar de su honrosa ignorancia.

     No es a la antigua y sepultada aristocracia política a la que dirigen sus tiros: es a todo lo que ahora mismo es grande, es noble, es influyente, es elevado y superior. Ellos quieren nivelar y deprimir las aristocracias de actualidad, como el antiguo despotismo pugnó por abatir las de clase y nacimiento. Los que dirigen ese movimiento nivelador, tampoco saben ahora lo que se hacen: ellos también caminan al suicidio, como los nobles de Villalar. Porque ellos son clase media ahora; y la clase media de los Gobiernos representativos, ya demasiado numerosa para gobernarse, camina -confundiéndose cada vez más con la plebe, y ensanchando cada vez más su esfera,- a hacer imposible el sistema constitucional, y a arrojarse a los pies de la Monarquía pura.

     Ya lo hemos indicado antes de ahora. El Gobierno representativo es un Gobierno de aristocracias. Cuando existen éstas, y donde existen, el Gobierno representativo es una verdad. Entonces, como en Inglaterra, y como en algunos períodos de nuestra Historia, los poderes políticos son los mismos poderes sociales. Cuando la ley crea esas aristocracias gubernativas, entonces el sistema representativo sufre una transformación, que le hace vivir y sostenerse a poder de ficciones, de conflictos y embarazos. Todavía los restos de la aristocracia y las mayores eminencias de las clases medias, pueden sostenerle, porque estas pueden gobernar. Pero agrandándose infinitamente el círculo de las clases de donde han de salir las personas llamadas al poder político, entonces el Gobierno representativo se acaba, porque convirtiéndose en república, se hace tan imposible como ella.

     La igualdad de clases y condiciones, la democracia social sólo es compatible con un poder puramente democrático, o monárquico sin restricciones. Una sociedad perfectamente nivelada sólo puede gobernarse por la dictadura de una Asamblea, o por la autoridad de un dictador; y como hoy es imposible una Asamblea gubernativa, la democracia social, llevada a su mayor exageración, hace necesaria la dictadura de uno sólo, que es la Monarquía absoluta cuando hay Rey.

     Esto ha sucedido siempre, y siempre sucederá. Los Gobiernos llamados libres, siempre han subsistido a favor de la aristocracia. Las Repúblicas antiguas, -y Roma especialmente,- dan el ejemplo. Roma se conservó libre ínterin que tuvo Senado y patricios. En Farsalia pereció con la aristocracia la República: el triunfo de la plebe trajo con César el Imperio. En nuestras naciones de Europa algo de eso ha sucedido. Las masas populares apoyaron y dieron vida a las Monarquías, destruyendo las aristocracias.

     Ahora que a favor de la civilización quieren rehabilitarse, y han tomado otra vez el poder de manos de los Reyes, vuelve a asomar otra vez el espíritu de nivelación. Pero el día que todas las eminencias e ilustraciones desaparezcan, y la plebe quede por absoluta señora, la plebe no se quedará, no, con el poder, que le pesa, y del cual no sabe hacer uso; y si no tiene a mano un ambicioso que le recoja, no faltará un Rey que se haga nivelador y plebeyo, como alguno que hemos visto, para que le aclamen y adoren.

     ¿Es ahí a donde quiere llevarnos la revolución?... Pues esa es, a lo menos, su tendencia. Mas téngase en cuenta que, ahora como siempre, el día que ninguna aristocracia quede, y la democracia triunfe... no será que la Monarquía vence, sino que el absolutismo resucita.



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De la república en las sociedades modernas

     (20)No nos habíamos propuesto, ni nos proponemos ahora, entrar en polémica con todos los partidos que se han engendrado en el seno de nuestra revolución, como se engendran en todas. No consideramos nosotros la política como una ciencia, aunque ciencia sea; ni ha sido nunca nuestra intención, al imponernos nuestra tarea, erigirnos en profesores de principios abstractos, y llamar a juicio, en nuestras columnas, a las varias opiniones que pueden controvertirse en el campo vastísimo de la especulación y de la teoría.

     Nuestros trabajos tienen un fin más inmediato, una esfera no tan alta y más limitada, una aplicación más práctica. Frente a frente con la revolución, que va cada día apoderándose de esta sociedad combatida; frente a frente con el poder, que, a nombre, y por inspiración y mandato de la revolución, va dejando, -cuando menos,- que se infiltren en las entrañas de la sociedad los elementos de disolución y muerte, que se le inoculan todos los días; nosotros, sólo bajo ese aspecto, hemos combatido la política revolucionaria que creemos mortífera y disolvente, procurando sostener los principios que profesamos, porque, como tutelares y conservadores, creemos que les pertenece el porvenir y el dominio de la sociedad, si la sociedad no ha de perecer y disolverse de todo punto. Si el interés de esta cuestión no fuera tan inmediato y trascendental, nosotros no empeñaríamos tan vivos debates, y tendrían más amena variedad los artículos en que ventilamos esta querella.

     Pero no hacemos una obra puramente filosófica y literaria: nuestra oposición no es una controversia académica. Sólo a las ideas que vemos convertirse en hechos, y a los hechos revolucionarios, dirigimos nuestros ataques. Sólo al partido que manda, combatimos; y le combatimos porque manda; no porque sea nuestro adversario en teoría. De los demás partidos no nos curamos; y no es porque los menospreciemos, no. A todos ellos, como partidos, y en la región de las ideas, respetamos; pero no queremos luchar con ellos, cuando solamente existen, cuando no amenazan mandar. Por eso guardamos silencio acerca del partido carlista; por eso no hemos combatido, tampoco, hasta ahora, al que se denomina partido republicano.

     Tampoco le vamos a combatir hoy, a lo menos directamente: no nos hemos propuesto hablar de él con el fin de impugnar sus principios. Están demasiado distantes de los nuestros para que fuera posible una tarea de esta clase. Para discutir, se necesita convenir en algunas bases; admitir recíprocamente algunas verdades comunes; y nosotros respecto a los republicanos, no estamos en este caso: no tenemos terreno, no tenemos liza, no tenemos campo donde combatir. No cabe lucha entre ideas totalmente contradictorias. La exposición de nuestras doctrinas es la refutación de las suyas, y viceversa.

     Hablamos distinto idioma, profesamos opuestas creencias; y no es nuestra tarea la misión de convertir a los que tan fervorosos prosélitos se presentan. Nuestras reflexiones no van dirigidas a ellos. Al mencionar al partido republicano sólo nos dirigimos al partido que manda, al partido del Gobierno, al partido que sus más avanzados adversarios llaman también partido setembrino, al partido que con una jactancia de que la próxima posteridad hará merecida justicia, se ha dado a sí mismo, profesando en 1841 ideas de medio siglo de fecha, el absurdo título de progresista.

     Absurda nos ha parecido siempre, y por demás ridícula, en ese partido tal pretensión; pero de tiempos acá ha dado en otra que no le va en zaga, en punto a la ridiculez y a lo absurdo, y que si quisiéramos profundizar en las aparentes miras de ciertas personas, algo más todavía que absurda y ridícula nos pudiera parecer. Hablamos de la persecución que afecta contra el partido republicano, del desvío y horror que los principales capataces y reconocidos órganos del partido de setiembre muestran sentir y profesar hacia lo que llaman extravíos y aberraciones de los ardientes e inexpertos partidarios de la república; de los actos de oposición y de hostilidad abierta, que han empezado a declararse entre esos dos campos, con más fuerza y alguna más gravedad e importancia, de algún breve tiempo a esta parte.

     Al ver la actitud del Gobierno, al ver algunas de sus medidas y disposiciones, al escuchar el compungido y meticuloso lenguaje de algunos de sus más celosos amigos, y principalmente al oír el tono amenazador y virulento con que el mismo partido que proclama república, increpa y acrimina al partido de setiembre y al Gobierno por él creado, cualquiera podría darse a pensar que el Gobierno ha concebido serios temores; que está amenazado de pretensiones extremas, y que se halla decidido a seguir un plan de útiles y meritorias resistencias contra los rudos embates que por aquella parte le esperan.

     A nosotros todo eso nos parece absurdo; todo ese aparato y esas demostraciones, los creemos una farsa. No vemos en todos esos temores, sino hipocresía, sino ridículas miserables apariencias; y en el poco diestro juego de toda esa tramoya de oposiciones y resistencias, creemos que sólo algún sincero obcecado republicano podrá ser juguete o víctima de una ilusión de fanatismo político de que les creemos capaces todavía. Respecto a los que mandan, no. No les concedemos la honra de creer los fanatizados ni apasionados por nada. Sus cálculos podrán ser mezquinos, las combinaciones de su limitado egoísmo podrán ser absurdas; pero sólo a egoísmo, y a cálculo, y a personal interés pueden referirse todos sus actos, ora cuando nos persiguen tan tenaz y consecuentemente a nosotros, ora cuando débil, blandamente, y con la sonrisa de la indulgencia en los labios, aunque con gesto hipócrita de escándalo en los ojos, amagan a un partido a quien, no por revolucionario, sino por menos hipócrita, menos cauto, y menos artero, aborrecen.

     Empero, al fin, nosotros comprendemos por qué somos, por qué debemos ser así tratados por nuestros constantes adversarios y tenaces perseguidores. Es preciso toda la fuerza, toda la máquina de terror y de intimidación que contra nuestro partido se ha desplegado, para que nuestras ideas no prevalezcan. Es preciso usar de toda la violencia y de toda la fuerza desplegadas contra nosotros, para que nuestra razón no triunfe. Es preciso habernos declarado en tan completo ilotismo político, para que nuestros principios no dominen en todos los actos políticos, como dominan y se profesan en la sociedad.

     Nuestro sistema, que es la libertad, no necesita más que la libertad misma para establecerse y plantearse de suyo: de donde resulta la necesidad que tienen nuestros contrarios de erigirse en tiranía, para sostenerse y perpetuarse en su exclusiva despótica dominación. Sí: lo comprendemos. Ellos lo saben, como nosotros. Ellos nos oprimen, porque nos temen: nos persiguen, porque nos aborrecen: nos quisieran exterminar, porque ven en nosotros sus sucesores. Esto es claro, obvio, sencillo, natural. Pero que aborrezcan y persigan a los republicanos, sólo puede tener por explicación un fundamento que, sobre pueril, a nadie puede hacer ilusión ni engaño.

     Sabido es que todos los Gobiernos, -aun los más extremados,-han querido llamarse de justo medio. No es sólo la política del Ministerio francés después de la revolución de julio, la que ha aspirado a obtener y a merecer ese dictado. Robespierre y Saint-Just, en los tiempos del terror, también aspiraban al justo medio; querían también llamarse moderados, y perseguidores de la anarquía. Hacían guillotinar a Camilo Desmoulins y a Danton por indulgentes, a Hébert y Chaumette por anarquistas y trastornadores; y Hébert y Chaumette, gobernando, hubieran acaso enviado al patíbulo a muchos por exagerados, y por moderados y retrógrados a Robespierre y Saint-Just. Es la ley común, la ley fatal de todos los Gobiernos, de todos los poderes. Es una necesidad de su existencia. Cuando no la tienen, se la crean o se la fingen; y en la existencia de nuestro Gobierno no podía dejar de sentirse esta ficticia necesidad. Érales preciso un justo medio: se han ido convenciendo de que podía serles conveniente, y le han encontrado.

     ¡La república!... La república era un poderoso adversario, al cual podían noblemente resistir. La república era una espantable y temerosa visión, que se aparecía a perturbar el reposo de la sociedad; y heles ahí ya bastantemente ennoblecidos y condecorados con el título de Gobierno de resistencia; helos ahí anunciándose como vigilantes y guardadores de la amenazada seguridad del Estado, y aprestados por tanto a esgrimir sus aceros contra esa fantasmagórica estantigua, contra lo que ellos mismos conocen que no es más que una engañosa marimanta.

     Porque ahora, es verdad, tendríamos que dirigirnos a los republicanos, y rogarles que nos explicasen más clara y explícitamente el sistema que como salvador y necesario anuncian, y cómo entienden esa absoluta y universal democracia, gobernándose a sí propia; cómo organizan esa plena e igual soberanía numérica para formar administración y Gobierno. Entretanto no recibimos nuevas aclaraciones sobre el particular, tenemos un concepto demasiado ventajoso de los apóstoles de esas doctrinas, para creerles capaces de pensar que la república en las sociedades modernas pueda revestir las mismas formas que en los pueblos antiguos, y que pueda ejercerse la soberanía en una Nación de veinte a treinta millones de habitantes, de la misma manera que legislaba el pueblo de una ciudad como Roma y Atenas.

     Suponemos que la república de que nos hablan, y que como la perfección de los Gobiernos nos muestran, es la república, tal como se la conoce y se ha ensayado en América, la República de los Estados Unidos, la República de Méjico, la del Ecuador, la de Bolivia; la República en que se admite el principio de la delegación; la República representativa, en fin, con su Congreso nombrado por el pueblo, su Senado moderador, su poder ejecutivo; temporal asimismo y electivo; todo esto, rodeado de instituciones secundarias, de leyes orgánicas y administrativas en consonancia con estos mismos principios, y en las que predominara el influjo electoral, y con él la opinión y los intereses de las clases populares, dejando la menor acción y autoridad posible al poder supremo y central del Estado.

     Verdad es también que, planteada en esta forma una República, no dejarían de suscitarse, entre sus mismos adictos, cuestiones y divergencias sobre puntos graves, que darían en breve origen y nacimiento a nuevos partidos y banderías, entre las cuales se trabaría muy desde el principio cruda o interminable guerra. Porque unos querrían unidad y vigor en el poder ejecutivo, fuerza y exposición en la administración central, y dependencia absoluta y homogeneidad completa en las divisiones del cuerpo político; mientras que otros reclamarían para cada provincia, para cada ciudad y para cada distrito una independencia casi absoluta, franquicias, libertades, una Constitución aparte, un Estado casi independiente en cada localidad o territorio.

     Y a nombre de estos dos sistemas, y de los intereses y pretensiones de los que una u otra causa abrazasen, se ventilaría, -no siempre en el campo del Parlamento, sino en la sangrienta liza de las calles y plazas públicas,- la natural y eterna querella entre federalistas y unitarios o centralistas. Y a vueltas de esa cuestión, figuraría también capitalmente la disputa entre los que demandaran el sufragio universal, y los que proclamaran la necesidad de limitar el derecho electoral y de sujetarle a un censo más o menos alto; entre los que quisieran la larga duración, o tal vez la perpetuidad del Jefe del Estado, y los que creyeran que la libertad peligraba revistiendo por muchos años a un ciudadano, de la alta dignidad de Presidente.

     Tal sería, creemos, el Gobierno a que nuestros republicanos aspiran; tal sería, en general, su sistema y su constitución; tales sus partidos; y también pudiéramos describirles sus resultados. Esa gran novedad de República, no sería otra cosa que el mismo Gobierno representativo, menos el Trono, menos la aristocracia, menos la fuerza de la administración central, menos los intereses conservadores de antiguas clases, de respetadas jerarquías y de instituciones independientes del ímpetu violento y destructor de las efímeras pasiones populares.

     «Y bien, -decimos ahora a los hombres del Gobierno,- vosotros no podéis combatir esa República, porque esa República es lo que existe; porque ese Gobierno es el de que habéis dotado a la Nación después de la revolución de setiembre de 1840. No importa que hayáis conservado ciertos nombres; no importa que no se haya borrado de la Constitución de 1837 la palabra Monarquía.

     La Monarquía no es una palabra, no es una ficción; la Monarquía es una realidad, es un hecho; y esa realidad, ese hecho ha desaparecido, o cuando menos, se ha eclipsado. El Trono no es más que un germen, no es más que una esperanza. La sanción Real no existe desde que en las calles se ha alzado un poder que se creyó competente para anular lo que la Corona había sancionado: la inviolabilidad regia no tiene sentido desde que pudo decirse de una persona augusta, depositaria del poder supremo, que se había puesto en desacuerdo con la voluntad nacional. La aristocracia ha acabado de desaparecer y sepultarse.

     La administración central nada puede, rechazada en todas partes por la independencia de los ayuntamientos, y la autoridad siempre amenazadora de las juntas. Las prerrogativas del poder ejecutivo han sido anuladas y absorbidas, y hasta del nombramiento de agentes y funcionarios se ha desprendido, aceptando sumiso las autoridades designadas e impuestas por las corporaciones revolucionarias. Hasta el poder parlamentario ha perdido su infalibilidad política y su soberanía constitucional, el día en que se sentó, como dogma corriente y ortodoxo, que sus decisiones podían ser anuladas y residenciados sus actos por la soberanía popular en ejercicio.

     Desde esa época, la cuestión de República nos parece una cuestión de palabras. Desde entonces, y cada vez más, la sociedad española no es más que una agregación de Estados federales; y hasta, -para que nada falte a la mayor similitud con el Gobierno de otros países donde no ha sido admitido como poder e institución el principio dinástico,- preciso es confesar que los hombres que han creado la situación actual, han hecho todo lo posible para que la actual Regencia se parezca mucho a una presidencia temporal, y se acostumbre la imaginación del pueblo a ver y a no extrañar un fenómeno, que rompe la cadena, de todos sus hábitos y tradiciones.

     En vano nos dirán los republicanos que el sistema que sueñan, que el Gobierno que anhelan, no sería el Gobierno de esos hombres, a quienes ellos también acriminan y detestan. En esto se engañan, miserablemente se engañan; y la prueba es lo mismo que está sucediendo; lo mismo que ahora nosotros decimos y consignamos. Si el Gobierno suyo se planteara, se plantearía con los mismos hombres y con los mismos intereses que han organizado el que existe. Si lo hubieran creído oportuno y conveniente, hubieran llamado república a lo que apellidaron progreso. La situación sería la misma, la misma la administración, los mismos los errores, la debilidad, los desaciertos del Gobierno.

     El mando, el poder, la exclusiva influencia estaría en las mismas personas, que tan ardientemente se hubieran llamado republicanos, como ahora progresistas. El poder supremo estaría organizado como en el día; los mismos serían los Ministros; los mismos los Diputados y Senadores: los empleos públicos, en manos de los que hoy los obtienen estarían también; y en las provincias, en los pueblos, en las ciudades campearían los mismos caciques y mandarines que hoy tiranizan nuestro país, a nombre de una palabra, que poco les cuesta reemplazar por otra.

     No lo han hecho, porque con esa palabra podrían causar daño y susto, sin reportar mayores ventajas: con lo que hicieron les bastaba. A poco que lo creyeran conveniente, lo harían; y lo harán sin duda. Una palabra poco cuesta, y en una palabra no más está toda la variación. Los mismos que la rechazan ahora afectada o hipócritamente, la proclamarían entonces como necesaria, como gloriosa; así como meses después de protestar que nadie pensaba en el restablecimiento de la Constitución de 1812, sostenían que el Código de Cádiz era el voto unánime de la Nación española. Ahora desprecian a los republicanos; ahora persiguen a sus hombres, y denuncian sus periódicos. También les despreciarían después; se colocarían delante de ellos, como sus amos y señores; y serían capaces de culparles y echarles en rostro que con sus imprudencias y su oposición inoportuna o injusta; no habían hecho más que retardar el día de su triunfo.

     Y en efecto también nosotros lo creemos así. Conocemos cuánto debe afligir a hombres, que quisieran ocultar sus tendencias y caminos, el que otros indiscretamente los revelen. Comprendemos cómo puede mortificar la sinceridad a los hipócritas; y cómo no siempre simpatizan y se avienen el calculado egoísmo y la alucinada fanática imprevisión de los entusiastas. Sin embargo, a nosotros no nos inspiran el mismo sentimiento. Hacia los unos podemos tener compasión: los otros nos causan horror. Se nos alcanza cómo los unos pueden tener fe y esperanza en lo que proclaman pero no podemos ver sin indignación que hombres que conocen toda la profundidad del abismo a que nos conducen, afecten dolerse y asustarse, y temblar ante el precipicio por donde a sabiendas nos despeñan y derrumban. Más nos escandaliza en sus labios la voz progreso, que en los de los otros esa otra república, de que ellos se ríen. Nosotros no nos reímos. En ninguna de ellas creemos. Ambas nos son iguales. Ilusión es la una: decepciones la otra.

     ¡Progreso! ¡República!... Palabras vacías de genuino sentido, pero que tienen en la actualidad un mismo significado, que representan una misma situación, un mismo espantoso porvenir. ¡Progreso!... ¡República!...Todo es lo mismo para nosotros: sólo que nosotros le llamaremos: revolución, anarquía, trastorno social.

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