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Biografía de don Ramón Cabrera

     Pudieran algunos mirar, cuando menos con extrañeza, la brusca transición que hacemos en la serie de nuestras biografías, presentando en pos de las vicisitudes, afanes, trabajos y talentos de hombres parlamentarios, de celebridades políticas, el horrible cuadro, las escenas sangrientas y terribles, que desde luego representa a la imaginación el nombre sólo de Cabrera. -Pudiera acaso exigirse de nosotros que al pasar del estudio de los hombres políticos, del gabinete de los estadistas, o, si se quiere, de la no siempre pacífica y sosegada Asamblea de los Legisladores, al teatro más agitado y turbulento de los vivaques y campamentos, presentáramos estas horribles escenas, agrupadas en torno de la vida de uno de los muchos ilustres Generales, que ha dado a luz nuestra época y nuestra Patria, y cuyo nombre se levanta en medio de esos horrores puro de toda mancha sin embargo, y cubierto de noble, inequívoca e indisputada gloria. Nosotros, empero, hemos tenido presentes otras consideraciones, para dar principio a las descripciones de la guerra que ha destrozado nuestro suelo, por la pintura y retrato del famoso personaje a quien deparó el destino hacer en ella papel tan importante y terrible.

     Pintar la época contemporánea bajo todos sus aspectos, por medio de los hombres de más alta influencia en los sucesos que la constituyen, ha sido el principal objeto que nos hemos propuesto. El período más importante ahora para nosotros, el de más vivo, más palpitante, más dramático interés, es esa guerra encarnizada que acabamos de pasar; esa guerra que humea todavía; esa lucha en que batallaron tenazmente los dos principios que se disputan el dominio de la sociedad; en que obstinadamente pelearon los antiguos intereses, y con ellos los inveterados abusos, en contra del espíritu de reforma y de las ideas revolucionarias, que tras la reforma asomaron. Esta guerra debe estudiarse en el partido que la declaró, en el partido carlista; y, como en toda revolución, su historia debe ser la del partido que la hizo.

     Porque es verdad; el partido carlista, que al parecer proclamaba las ideas contrarias a la revolución, y que era el representante de los principios monárquicos, fue en su levantamiento, en su conducta, en los medios, y en los hombres que le sostuvieron, eminentemente revolucionario.

     Desde luego, el partido absolutista no se hallaba en el poder a la muerte de Fernando VII. Le había perdido sin agresión, sin violencia alguna del partido liberal, por sólo la fuerza de las cosas, y la marcha natural de los acontecimientos. El partido liberal estaba en el mando, porque había hecho alianza con el Trono: la Corona le había llamado. La situación legal, la situación reconocida, el poder de hecho y de derecho estaba en manos de la Reina Cristina, como Reina Madre de las hijas del difunto Monarca, como Gobernadora del Reino durante su menor edad; y María Cristina símbolo era del partido liberal. El mismo Zea, cualesquiera que sean las formas bajo que intentaba cubrir el poder, era sin duda alguna un Ministro reformador. Los primeros que le repudiaron, los primeros que le declararon la guerra, los que nunca le hubieran contado en sus filas, aunque hubiera llegado a plantear su sistema, y a establecer sólidamente lo que se llamó despotismo ilustrado, fueron los carlistas. Los carlistas se rebelaron contra su administración. Los carlistas empezaron por declararse franca, resuelta, revolucionariamente insurgentes, por atacar al poder constituido. No es disculpa que invocasen la legitimidad de su Rey. No hay insurrección política que se atreva a presentarse en nombre de la fuerza, y desnuda de todo derecho. Todas proclaman su justicia; todas se anuncian disculpándose de emplear la fuerza con la santidad de su causa. Sean personas o sean principios los que se proclaman en una sublevación, nunca sólo a nombre del interés, o de la conveniencia se declaran. Antes de todo, y sobre todo, la legalidad es la que se invoca. Los carlistas obraron de la misma manera. Anunciaron la legitimidad de su revolución; pero revolución era lo que hacían.

     Y si lo es, considerada bajo este punto de vista, y con relación a los medios de que en consecuencia de esta posición hubieron de valerse los que la hacían, todavía lo es más, si se considera el carácter democrático que ha revestido en España la causa realista. En 1823 eran las masas populares las que hacían la reacción; en la década siguiente las cuatrocientas mil bayonetas de los voluntarios realistas eran la plebe armada. Del seno de esta plebe salió el grito de insurrección en 1833. Al frente de una causa que parece debía ser la de los antiguos privilegios, la de los tradicionales intereses, y de las pretensiones aristocráticas, no apareció ningún aristócrata de gran valía. Todos los Grandes de España habían jurado a Isabel II, y reconocido el Gobierno de su madre: muchos de ellos cooperaron activamente al establecimiento del sistema representativo. Entre los primeros adalides del carlismo no figuró ningún título. Aun después, cuando hubo algunos en la corte de D. Carlos, ocuparon siempre un lugar muy subordinado, y no más importante que el que pudiera haberles cabido en un Gobierno democrático.

     Los principales Generales en el teatro de la guerra, eran militares de fortuna; algunos, sin alta graduación anterior. Y en las demás provincias todos los que levantaron partidas, eran personas de la ínfima clase, militares retirados subalternos, clérigos mal avenidos con su estado, jóvenes perdidos, deseosos de medrar; ambiciones democráticas, en fin, como las que se despiertan en el seno de toda revolución. Los Santerre, los Collot d'Herbois, los Robespierre y Saint-Just, acaso los Marat de nuestra guerra no deben buscarse en el partido que se cree popular: en la causa de D. Carlos se encuentran más fácilmente esos tipos, esos caracteres de actividad diabólica, ante los cuales se doblan y alinean los demás en tiempos de revueltas.

     El mismo Zumalacárregui, el gran caudillo, el organizador de la guerra de Navarra, no era ningún hombre del antiguo régimen. Merino, Balmaseda, Palillos, Carnicer, Tristany y los demás que empezaron la guerra en los otros puntos de la Monarquía, sabido es a qué clase y condición pertenecían. Cabrera, en fin, el último puntal del edificio carlista, el representante más puro del sistema y de las ideas del Pretendiente, el hombre más simpático al partido exagerado y monacal, que prevaleció por mucho tiempo en los consejos, y siempre en el corazón de aquel príncipe; Cabrera, el único caudillo de sus tropas, a quien dispensó la merced de un título; Cabrera, que en 1839 se firmaba Conde de Morella, y que, si hubiera triunfado su causa, se hubiera firmado Duque, y hubiera brillado cubierto de bandas, placas y cruces en los aristocráticos salones de la corte, Cabrera estaba más lejos que otro alguno de ser un personaje destinado a figurar en tiempos tranquilos, ya fuesen de monarquía pura, ya de régimen representativo, ya, si se quiere, de espíritu y dominación militar, en tiempo de guerras y campañas regulares. Cabrera en 1833 era un estudiante de Tortosa, un mala cabeza de lugar.

     Su padre era un patrón de barco, que había adquirido, algunas medianas comodidades, con especulaciones de su profesión. Cabrera, nacido en 1809, fue criado con todo el abandono y descuido con que se educan en nuestros pueblos de provincia los muchachos de las clases desacomodadas, que espontáneamente no manifiestan inclinaciones de trabajo o de estudio, máxime cuando sus padres los consienten, o les faltan. Ambas cosas sucedieron a Cabrera. Antes de tener uso de razón, murió su padre, y su madre contrajo segundas nupcias. Quedó pobre, descuidado, desvalido: fue travieso, holgazán y desaplicado. Apenas sus maestros le pudieron enseñar a leer y escribir. Quisieron dedicarle a la profesión de su padre, pero él no quería trabajar. Su madre pretendió que estudiara y se hiciese sacerdote, y los dómines de Tortosa no consiguieron enseñarle el latín. Distinguíase, empero, desde niño, como capataz y caudillo de sus iguales en las querellas de barrio, y en los alborotos y camorras de lugar. Más crecido, se hizo notar, según cuentan, por el desenfreno de sus costumbres. La carrera a que se dedicaba, el haber recibido a título de un beneficio patrimonial las primeras órdenes, no le retraían de la vida licenciosa, o acaso la hacían resaltar más.

     La febril actividad de su alma, que desde luego se empezó a notar; la movilidad casi enfermiza de su carácter, comprimidas en el fondo de un pueblo oscuro y levítico, no podían tener otro alimento ni otro desahogo que los placeres y recursos de la disolución, y las aventuras provocadas por una imaginación móvil, ardiente, que buscaba la agitación y las sensaciones fuertes donde era más fácil poder encontrarlas. Acaso con educación esmerada, y en la corte, hubiera sido un elegante disipado, y hubiera llenado los salones con la fama de sus aventuras galantes, de sus desafíos, de sus desórdenes y de sus excesos. Allí era lo mismo, salvo la diferencia de lugares y de personas. Allí era un tronera, un quimerista, un libertino, un perdido, una notabilidad de lupanar y garito, un digno jefe de partida del trueno, que se complacía, además de los escándalos, en las profanaciones, y que hallaba tanto más placer en sus orgías, cuanto más respetables eran los lugares en que las celebraba.

     Tal fue la vida de su adolescencia y de su primera juventud. Creen algunos que sin las circunstancias que vinieron a dar nuevo rumbo a sus ideas, y empleo a las facultades de su imaginación y de su carácter, hubiera al fin sido el estudiante tortosino un mal clérigo, un cura libertino, siempre penitenciado en ejercicios, siempre encerrado en claustros. Nosotros no somos de esa opinión. Partidario o guerrillero, bandido o pirata, armador o contrabandista, se hubiera, al fin, distinguido; se hubiera abierto uno de los muchos caminos que especialmente en España se han presentado siempre a esas existencias independientes y borrascosas, que no pueden sufrir el yugo de la sociedad. ¿Quién sabe si en caso de no haber podido ser el General de una causa política, hubiera sido, en las breñas del Maestrazgo, o en las montañas de Cataluña, un Roque Guinart o un Jaime el Barbudo? ¿Quién nos dice, si al ardor de las pasiones o al desenfreno de sus primeros extravíos no hubiera sucedido más tarde una reacción no menos ardiente de fanatismo y de expiación, y si el licencioso capellán de Michancami no hubiera concluido por ser un devoto penitente, un ejemplar misionero, o un fanático ermitaño entre las asperezas del Hort, o en las rocas de Monserrat? Posible es, si no probable; común en esos caracteres, tan susceptibles, tan impresionables, tan apasionados, como el carácter de Cabrera aparece y se revela desde los primeros momentos de su vida turbulenta y borrascosa.

     También algunos han querido decir que sus primeras relaciones fueron con sujetos del partido liberal, y que a favor de este sistema estaban sus primeras simpatías. Nada hay, sin embargo, que compruebe esta opinión, ni prescindiendo de hechos y de pruebas, parece probable. Nosotros no creemos que jamás se le haya ocurrido al estudiante Cabrera meditar sobre una teoría política, ni apasionarse por una forma de Gobierno. Sus relaciones eran indistintamente, dicen, con jóvenes de uno y otro partido; pero nosotros, a la verdad, no acertamos a figurarnos qué clase de liberalismo podría existir en Tortosa, gobernada casi exclusivamente por el célebre Obispo D. Víctor Sáez y su cabildo, ni entre los jóvenes que frecuentaban entonces la sociedad de Cabrera. Acaso, bajo el imperio de hombres tan fanáticos, se daría la calificación de liberales a los que se emancipaban de su yugo, a aquellos cuyas costumbres hacían mayor contraste con los principios ascéticos y los hábitos monásticos, que en aquel recinto debían prevalecer. Es verdad que D. Víctor Sáez negó a Cabrera las órdenes de subdiácono, cuando las solicitó; pero había bastantes motivos en la mala conducta y no mejor reputación del postulante, para que sea preciso acudir al absurdo pretexto de profesar principios liberales. Pero lo que creemos, y lo que parece indudable, es, sí, que Cabrera, al decidirse por la causa carlista, no obró por convicciones, ni por odios, ni por venganzas, ni por fanatismo de ningún género. Ninguno de estos sentimientos cabía en su carácter, ni había acontecimientos en su vida que a ninguno de ellos le determinasen. La sublevación carlista sólo se le presentó como un medio de colocarse, de hacer fortuna, a él, sin riquezas, sin esperanzas, sin profesión, sin carrera y sin porvenir alguno.

     Desde los primeros recelos de una guerra, despertáronse en él, o hallaron extenso campo en su alma los instintos que después le habían de dar tanto poder y fama tan terrible. A los primeros anuncios de posibilidad de una guerra de montañas, su corazón debió palpitar de placer y de entusiasmo, su fantasía debió entregarse a los sueños más deliciosos, al sentirse con las cualidades. necesarias para ser un poderoso y temible partidario. Era lo de menos la causa que iba a abrazar; los principios, los intereses, las personas que se comprometía a defender. Lo que debía llamarle y cautivarle, era el poder, el mando, la vida independiente, la inquietud continua, la actividad incesante de la vida de guerrillero; vida de riesgos, de peligros, de azares, de alternativas, de reveses y de triunfos, de emulaciones e intrigas, pero vida también de placeres y de delicias para las almas que gustan de aventurarse en ese gran juego; para los corazones que sólo sienten la existencia en la alternada sucesión de esos grandes y tempestuosos sacudimientos. Cabrera había nacido para ella: la más leve circunstancia debía determinar sus inclinaciones, y esta circunstancia no tardó en presentarse.

     Apenas había cerrado los ojos Fernando VII, diose en las Provincias Vascongadas la señal de guerra y de insurrección contra el Gobierno de Isabel II, y tremolose en las altas crestas de los montes de Navarra y de Vizcaya el estandarte de Carlos V. Este plan no era una tentativa aislada y local. Era una conspiración vasta, extensa, y muy de antemano de la muerte de Fernando, combinada. El grito de viva Carlos V debía hallar eco en la mayor parte de las provincias de España, y los voluntarios realistas debían decidir casi en todas partes el triunfo, contra un Gobierno que había tenido muy poco tiempo, y no demasiados elementos ni recursos, para preparar una eficaz resistencia.

     Fuele, sin embargo, favorable la fortuna contra las primeras tentativas de insurrección, no porque él las venciese, sino porque de suyo abortaron. El entusiasmo de las ideas liberales era poderoso entonces. La reacción de los ánimos contra el régimen que había prevalecido durante diez años, era más fuerte que la no saciada ambición de los que, considerando el Gobierno de Fernando como un régimen de tolerancia y de perniciosa lenidad, suspiraban por el entronizamiento de los principios llamados apostólicos, bajo el reinado de un Príncipe en cuyo parangón hubiera parecido Fernando VII liberal e ilustrado. Los realistas no eran bastante poderosos contra el entusiasmo naciente de sus contrarios; contra la opinión, entonces tan altamente pronunciada, de las personas más influyentes en los pueblos; contra el poder de las autoridades nuevamente establecidas por el Gobierno del Rey en el año último de su vida, y contra la tibieza y poca fe de sus mismos jefes y principales corifeos. Faltó la simultaneidad de esfuerzos, y con ella el buen éxito que pudiera haberlos coronado. La sublevación dispersada desde luego en los Pinares de Castilla, quedó circunscrita más allá del Ebro a lo interior de las Provincias Vascongadas. Los realistas aparecieron bastante débiles y desalentados para dejarse desarmar, cuando el Gobierno, en efecto, procedió a su desarme por decreto de 25 de octubre de 1833.

     Este decreto, obedecido y puesto en ejecución casi en todas partes, halló resistencia en un punto de la Península, sobre el cual la atención del Gobierno no se había entonces fijado, y que estaba destinado a representar tan importante y famoso papel en la comenzada lucha. Hay enclavado en las altas sierras que dividen los reinos de Aragón y de Valencia un reducido territorio, pequeña Suiza de aquellos Alpes, donde, más que valles, hondas angosturas, estrechas gargantas y sinuosos desfiladeros entre escarpadas cumbres, forman una línea de baluartes naturales y de fortificaciones, que constituyen a este retiro en una especie de ciudadela entre Aragón, Valencia, Cataluña y Castilla.

     En una de aquellas gargantas, y sobre una empinada roca, se eleva Morella, que da nombre a aquel territorio, llamado el Maestrazgo, y del cual es natural cabeza y centro principal, aunque, en la actual división civil de las provincias, pertenezcan en su mayor parte aquellos pueblos a la de Castellón de la Plana. Aquel punto debía ofrecerse desde luego como a propósito a las miras y sagaces instintos de los que intentaban a la una resistencia: desde luego fue elegido como centro y punto de reunión para todos los realistas que, no queriendo soltar las armas, se hallasen dispuestos a repetir el grito lanzado en las faldas del Pirineo.

     Considerose exactamente como un cuartel general de guerra, para la que, al igual de las Provincias Vascongadas, se creía posible encender en Aragón y Valencia, y el 12 de noviembre se proclamó solemnemente en Morella la soberanía de Carlos V: se tomaron medidas de resistencia, se hicieron aprestos militares, y se creó (lo que por fatalidad aneja a todos los partidos, necesita en España toda insurrección), se creó, decimos, una junta de gobierno, presidida por el Barón de Hervés, a cuyo llamamiento no dejaron de acudir bastantes realistas de los pueblos circunvecinos, y todas las personas que es fácil allegar para una empresa de este género, en un país donde abundan contrabandistas y han solido anidarse forajidos.

     Alarmáronse en derredor de este foco de insurrección, y no sin fundamento, los pueblos que permanecían leales, y las autoridades del Gobierno de la Reina; mucho más, cuando las primeras bandas, organizadas a la sombra de aquella guarida, empezaron a extender en todas direcciones sus correrías, y a dar principio al sistema de merodeo y rapiñas, que necesitaban para su subsistencia. Distinguíase ya en estas primeras expediciones la columna que capitaneaba D. Ramón Carnicer, que, a pesar de sus escasas y mal armadas fuerzas, osó acercarse a dos leguas de la ciudad de Tortosa, acaso creído de que, fiados en su apoyo, diesen allí el grito de guerra los muchos partidarios que debía suponerse tendría la causa del pretendiente, en una ciudad donde tanto había prevalecido, y tanto habría podido fructificar la apostólica influencia del Obispo Sáez. Fuesen o no fundadas estas esperanzas, en la ciudad se creyó que se urdía una conspiración para seguir el ejemplo de Morella. Estos recelos, y los peligros exteriores, alarmaron seriamente al General Breton, Gobernador de Tortosa, y le obligaron a tomar algunas medidas de precaución y de severidad contra los sospechosos de adentro, ínterin se aprestaba a salir para perseguir y sofocar a los insurgentes del Maestrazgo.

     Queriendo, sin duda, imponer e intimidar a los que más sospechas infundían de poder estar de acuerdo con los facciosos, y, según otros, cediendo a las sugestiones y exigencias de los que nunca encuentran otro medio de conjurar los peligros que el empleo de absurdas represalias, el Gobernador de Tortosa confinó e hizo salir, con destino a Barcelona y a otros puntos, a más de setenta personas tildadas, si no de conspiradoras, de desafectas, a lo menos. Entre los nombres de estos desterrados, figura por primera vez, en la escena política, el nombre de Ramón Cabrera. Algunos han querido decir que eran injustas e infundadas las sospechas que sobre él recaían, y que una ligereza del General Gobernador hizo a la causa de D. Carlos el inestimable presente del hombre que también debía servirla. Acaso sí. Pero, ¡cuántos otros que Cabrera estarían en el mismo caso! No es razonable juzgar ex post facto los errores, las ligerezas y las imprudencias, por la importancia de las consecuencias que casual e impensadamente de ellas se originen.

     No era fácil entonces adivinar en el destierro de un alborotador de barrio, el temible adalid que se ocultaba bajo las exterioridades del calavera. Acaso por este título, si no por el de carlista, fue comprendido. Debiose creer, y no enteramente sin fundamento, que el protagonista de todas las quimeras, el primer galán de todas las aventuras y escándalos de la población, era muy a propósito para asociarse a toda intentona en que fuera preciso temeridad y audacia. Acaso los que delataron su nombre al General Breton, le debían conocer mejor que los que han querido suponer que quizá Cabrera hubiera sido un fiel servidor de la Reina.

     Por otra parte, las grandes causas siempre encuentran hombres: que no es el hombre mismo, sino la causa que personifica la que le da la primera importancia, la que desenvuelve en él calidades que muchos tienen, y no aparecen hasta que la necesidad de su posición las pone en juego. Sin el confinamiento de Cabrera, sin la expulsión de Zumalacárregui, no hubieran faltado a D. Carlos Zumalacárreguis ni Cabreras. En el ejército de Fernando VII Zumalacárregui no había pasado de ser un Coronel estimable y respetado. De otros muchos de su clase hubieran podido tal vez salir no menos afamados caudillos. En las bandas de Aragón y Valencia, con más o menos fortuna, acaso no hubiera dejado de levantarse otro jefe, no menos temible que el oscuro y mal pergeñado estudiante tortosino. Y si Cabrera era el predestinado, el hombre necesario, allá hubiera ido ciertamente, no hay que dudarlo; que el hombre es el que más bien y antes que otro juzga el primero de su vocación y de su destino.-La vida de Cabrera nos manifiesta que él conoció desde luego el suyo.

     Viéndose desterrado por una causa política, sin duda empezó a creerse importante, y capaz de serlo. Cuéntase que en el despecho que le causaba la providencia de destierro, anunció que él había de hacer ruido en el mundo. Sin duda en aquel momento se hacía una crisis en su alma; y al salir por la primera vez de su ciudad natal, salía también, por decírlo así, del puerto de la vida, y ofrecíase a los ojos de su imaginación ardiente el horizonte dilatado de un mar abierto y borrascoso, en el cual se sentía con impulsos y arranques de navegar con próspera y audaz fortuna. Un momento de inspiración, inesperado, rápido, debió decidirle. Salido de Tortosa con los demás confinados, separose de su compañía al principio de su viaje, y se presentó en Morella.

     Allí apareció desconocido, oscuro, sin que nadie reparase en él; sin que nada le distinguiese de los demás allegadizos aventureros, más que la circunstancia de saber leer y escribir. Cuando llegó, reinaba la mayor consternación y desorden en el recinto de Morella. Las guerrillas que habían salido para hostilizar a las tropas de la Reina, habían sido derrotadas y dispersas, una tras otra, por las columnas que había destinado en su persecución el Gobernador de Tortosa y por la que mandaba el Brigadier Linares. El General Breton se puso en movimiento sobre Morella, incapaz entonces de resistir a una embestida formal. Rindiose a poco de una ligera resistencia, y los insurgentes, en la mayor confusión, dejaron precipitadamente aquellos muros, en los cuales volvió a ondear la bandera del Gobierno de la Reina, y en cuyo recinto los principales promovedores de la sublevación pagaron con la vida la declaración de una guerra en la que no se daba cuartel todavía.

     Cabrera no podía ser de este número. Acaso enmedio de aquellas tumultuosas escenas había tenido bastante tiempo para observar, mas no para distinguirse. Confundido entre la multitud facciosa, evacuó como todos la plaza: pero su inmediata posterior conducta revela que fue entonces, en aquellos momentos de apuro, en aquel trance de dispersión y desaliento, cuando formó el plan, y tomó la resolución que ya no había de abandonar su obstinada y constante temeridad. Cabrera no debía ya dejar las armas, no las dejó lasta su entrada en Francia.

     A poco de la evacuación de Morella, aparece en las inmediaciones de Vistabella una partida facciosa de más de cien hombres, no armados la mitad; pero organizados ya y sometidos al poderoso ascendiente de un jefe cuya superioridad reconocen desde luego, de cuya intrepidez no dudan, cuyo carácter es el más a propósito para guiarles en la azarosa y vagabunda, pero alegre y regocijada vida que les promete; y el cual allí, en aquellas asperezas, y tras las consecuencias lastimosas de una dispersión, sin antecedentes, sin nombre y sin crédito, ha podido reunir recursos bastantes para distribuirles una paga regular y agasajarlos liberal y espléndidamente, con dádivas que en aquella situación bien podían pasar la plaza de pródigas mercedes. Este jefe era ya Cabrera: mandaba ya: la prensa del Gobierno cristino, los partes militares dábanle el nombre de cabecilla: él se llamaba Comandante: los suyos le llamaban ya con respeto con el nombre que le dieron siempre: D. Ramón.

     No entra en nuestro plan, no ha sido jamás nuestra intención y nuestro propósito, seguir paso a paso la serie de sus hechos de armas, convirtiendo esta noticia biográfica en una historia militar. Mas para delinear exactamente los rasgos que dibujan su carácter, y que presentan más en relieve la fisonomía moral del personaje, parécenos conveniente detener nuestra consideración sobre estos primeros días de su aparición en la escena.

     Los que han despreciado más de lo debido a Cabrera, los que han rebajado desdeñosamente su carácter, y no han querido concederle mérito ni superioridad alguna, atribuyendo todos sus sucesos y su elevación a los caprichos de una fortuna ciega que le mimó sin merecerlo, no han fijado su atención en estos bien pocos gloriosos principios, en esta carrera que empezaba, no con gloria, sino con reveses; no con brillantes e inesperadas ventajas, sino con penosos trabajos, con asiduas e ingratas tareas, con obstáculos y privaciones de todo género, contra los que no tenía otras armas que su fe, su constancia, su valor, y el fanatismo con que, a la manera de otros personajes que brillaron como héroes en muy superior escala, creyó desde luego en el triunfo de su estrella.

     No todas las glorias militares se inauguran con la victoria. El que empieza a ser afortunado, puede muy bien merecer serlo; pero grandes celebridades militares han existido, que comenzaron luchando con su propio destino, y nunca abatidos por el infortunio, aprendieron a vencer a fuerza de derrotas. Nosotros no nos atrevemos a decir todavía, si Cabrera era digno de su suerte; pero debemos hacerle la justicia de confesar que, como Jacob con Dios antes de que se dignara hacer en su favor milagros, luchó con ella cuerpo a cuerpo, días que no fueron tan cortos, que hayan podido dejar de ser y de parecerle amargos, y que a los ojos de una consideración imparcial no se presenten como meritorios.

     Porque él allí, solo entre aquellas asperezas, solo entre aquella gente feroz y allegadiza, tuvo dotes para hacerse superior a todos los que podían creérsele iguales. Sin haber vencido, ya le temían, ya le reconocían como valiente y temerario. Sin crédito ni renombre encontraba dinero para sostener con dádivas el natural desaliento de su naciente gavilla. Y cuando, en fin, adelantado el invierno, se vio sin recursos y sin gente, no desmayó todavía, y con dos o tres compañeros pasó a organizar en las inmediaciones de Tortosa un batallón con que en la primavera siguiente pudo ya operar. Con él siguió a Carnicer en su expedición a Molina y a Caspe, donde hizo rico botín. Con él sufrió el gran descalabro, que a su regreso experimentaron en Mayals las facciones de Valencia y Cataluña.

     No le abatió este revés, ni el cólera. Volvió a reunir su gente, y pasó aquel verano en continuas excursiones, en trabajos de organización, si bien huyendo de comprometer empresas arriesgadas. Pero a principios del invierno ya creyó poder sostener de nuevo el campo. El General D. Gerónimo Valdés, que mandaba los reinos de Valencia y Murcia, emprende contra los facciosos la campaña más activa, y una de las más vivas y acertadas persecuciones que acaso se les han hecho en todo el transcurso de la guerra. La fortuna corona sus operaciones. Carnicer y sus subalternos son completamente derrotados en Montalbán. Cabrera se salva, y aparece a poco con una reducida partida. Alcánzanla y dispérsanla Colubi y Azpiroz: desbándansele todos los suyos a poder de persecuciones y de desgracias. Carnicer resuelve pasar a las Provincias. Parece que la facción valenciana ha desaparecido, y desaparece en efecto. De todo su poder sólo había quedado en un rincón de los puertos de Tortosa una docena de hombres, y al frente de ellos D. Ramón Cabrera.

     Tal era su posición al año cabal de continuos trabajos y de continuos reveses. A otro cualquiera le hubieran desalentado y retraído; en él fueron estímulo para que extendiese su imaginación por un horizonte más grande de esperanzas, y se diese a meditar nuevos planes, y más gigantescos proyectos. Su constancia no se explica por la tenacidad común de otros partidarios, ya de esta, ya de la pasada guerra, que habiendo hecho de la vida de un guerrillero una profesión, volvían al campo apenas batidos, sin pensar más que en conservar su posición.

     Cabrera, tras cada revés que le dejaba inutilizado, ideaba el medio de presentarse operando en mayor escala. No era para él la guerra un medio de vivir. Era el camino de mandar. Creyó desde luego posible el triunfo de la causa que había abrazado. Los reveses y las derrotas no fueron para él desgracias; fueron lecciones. Los desastres de sus compañeros, en que él llevaba, como subalterno, la correspondiente parte, sugerían a su imaginación ardiente medios de evitarlas, y le hacían reconocer en sí mismo calidades que los demás no tenían; que él mismo, acaso, no había echado de ver en sí propio. Este año no había sido perdido para él. Era un año de prácticos estudios y de ruda experiencia. En él había empezado a conocer la guerra, a conocer el país, y a conocer los hombres. Bastante poco tiempo parece para haber hecho ya famoso su nombre del Ebro al Júcar; para poder someter a su voluntad y organizar según su sistema a hombres de más experiencia, y de tanto valor, cuando menos.

     No sólo en este período tenía que atender a los otros: también tenía que cuidar de sí mismo. La profunda ignorancia con que había salido de su pueblo natal, debía serle fatigosa: debió querer entender algo de las cosas y de los hechos de la guerra, y en efecto, parece que en este período se entregó con bastante asiduidad a la lectura de historias de nuestras luchas, y en especial de la de la Independencia; lectura que no sólo le suministraba ejemplos y lecciones, sino que acaloraba vivamente las fogosas y terribles pasiones que a poco debían desarrollarse en su corazón.

     Hasta le faltaba el aprendizaje de las fatigas y penalidades de la vida a que se consagraba. Su juventud en Tortosa no había sido la más a propósito para formar un temperamento aguerrido. Su constitución, más bien que atlética y robusta, tenía las apariencias de débil; todo su esfuerzo, toda su dureza nacían de su espíritu, de su movilidad nerviosa; de una necesidad febril de agitación y movimiento, de su actividad incansable y devoradora. Pescador o marinero algún tiempo en las riberas y en los barcos del Ebro, no debía haber hecho en aquella vida los ejercicios que le hacían apto para galopar días enteros por los caminos, haciendo jornadas de veinte leguas, y descansando de ellas con los placeres de un baile o con los excesos del libertinaje. En el año transcurrido se había visto todo lo de que era capaz, y sin duda más que los otros, lo había visto y conocido él mismo.

     En una situación próspera, la ambición puede ser el egoísmo, y avenirse y hermanarse con la medianía. En una situación desesperada, la ambición que se revela contra el destino, sólo puede fundarse en tener conciencia o presunción de recursos bastante poderosos para contrarrestarle o vencerle. El que en los peligros quiere mandar, no tiene un alma común.

     Echósele en cara mucho a Cabrera su ambición desmedida y su deseo de exclusivo mando. A nuestros ojos, esta es su gran calidad, la calidad que le distingue, sin la cual no hubiera, aunque tan infaustamente, hecho su nombre ruido en el mundo. Confinado, como hemos dicho, a sus montañas, sin gente y sin recursos, allí donde se le creía humillado y oscurecido, forma el proyecto de elevarse y de dar nuevos bríos y más fuerte empuje a la causa que se creía abandonada y vencida. Pero este impulso, sólo él se lo podía y se lo quería dar. Con esta idea, y bullendo, sin duda, en su imaginación mil proyectos y mil esperanzas, resuelve pasar a las Provincias y presentarse a don Carlos.

     Vivía entonces todavía Zumalacárregui, y corría el primer período de la guerra de las Provincias Vascongadas, el período de entusiasmo, de fervor, de ventajas, de brillo y gloria para las armas carlistas. Era todavía el alma de la guerra el caudillo navarro, y presidía exclusivamente a ella su firme omnímoda voluntad y su superior inteligencia. No había aún partidos en el ejército del Pretendiente; pero asomaban ya en su corte los gérmenes de desunión y discordia que algún día habían de arruinar y perder su causa. Ya D. Carlos prestaba más benignos y favorables oídos a sus improvisados cortesanos, que a sus esforzados caudillos. Ya empezaba a mirar con predilección particular a la gente más exagerada de su partido, a los representantes del partido monacal y apostólico, a los fanáticos desapiadados que querían dar a la guerra civil el carácter de sangre y exterminio con que la Historia retrata las luchas religiosas. Aveníanse mejor con el frío fanatismo y las ideas del príncipe estas inspiraciones y pensamientos, que las miras más racionales y políticas que dominaban entre los principales jefes militares. No eran a sus ojos los liberales, los partidarios de la Reina, enemigos que combatir, rebeldes que sujetar. Eran más. Eran enemigos de Dios que destruir; impíos que ofrecerle en holocausto; herejes que echar a la hoguera, que exterminar hasta la tercera y quinta generación.

     Los hombres de tales propósitos y consejos eran ya los que privaban en la consideración y confianza del obcecado Pretendiente, y ellos fueron los que dispensaron desde luego al temerario aventurero catalán favorable y benévola acogida; los que desde luego le dieron importancia, y continuaron, lo mismo en las desgracias que, en los sucesos prósperos, conservándole siempre en la gracia de su Rey.

     Y no era, sin embargo, Cabrera hombre de fanatismo religioso, ni carácter que reverenciase demasiado los hábitos monásticos y las órdenes sacerdotales; pero fue bastante sagaz para conocer la clase de hombres que podían dispensarle mejor la protección y apoyo que entonces necesitaba; y los planes y proyectos que les reveló, y las verdaderas, falsas, o abultadas esperanzas que se formaba, debieron hallarse en maravillosa consonancia con los que desde luego concibieron de él, y de su capacidad y porvenir, tan aventajada idea. Es más que probable que al exponer en el Real de D. Carlos los reveses que acababan de dar en Valencia golpe tan fatal a su causa, achacase su culpa a los principales caudillos. Es más que probable también que uno de los primeros capítulos de acusación en que al hacerlo insistiera, sería la lenidad y blandura para con los enemigos; que se echan siempre en cara sus reveses los partidos débiles, o desafortunados.

     La primera de estas acusaciones debía proporcionarle el destruir toda eminencia en derredor de sí; la segunda debía comprometerle decididamente en el sistema de terror y de sangre que se propuso adoptar, y que a poco tiempo la Nación le vio desplegar y seguir con horrible perseverancia.

     Era, sin duda alguna, el más poderoso obstáculo a la dominación a que él aspiraba, el cabecilla Carnicer, a cuyo nombre y bajo cuya dirección se había hecho todo aquel año la guerra en el Bajo Aragón y Valencia. Daban a Carnicer mayor prestigio y nombradía un nombre más antiguo, su mayor edad, su carácter de militar, el mérito de haber sido el primero en proclamar y sostener en aquellos países los derechos de D. Carlos, y de haber organizado las primeras columnas que se formaron en el Maestrazgo. Algunas buenas cualidades, bondad, rectitud y generosidad, formaban, al decir de los suyos, su carácter. Carnicer había reconocido el mérito de Cabrera, le había empleado, le había distinguido, le había, aseguran, una vez salvado la vida, arrebatándole en sus brazos a una muerte segura.

     Pero Cabrera no podía sufrir su yugo, ni otro alguno. Teníase en más que él, capaz de hacer más, y de obtener mayor fortuna por su cuenta. Sus relaciones en el cuartel de D. Carlos no debieron ponerle en demasiado buen predicamento, y cuando a poco de su derrota fue llamado a las Provincias a dar cuenta de su conducta, se cree que la orden de su llamamiento fue provocada por las informaciones de Cabrera, o bien que su resolución nació del deseo de justificarse para con su Rey de las imputaciones que acaso supo o conoció que le habían indispuesto en su ánimo.

     Carnicer corrió a donde el deber de su obediencia o de su honra le llamaba. Pero en el ejército de la Reina se supo con anticipación y con minuciosa exactitud, qué día había de pasar, en qué disfraz y traje, y las señas más circunstanciadas de su persona. Reconocido por ellas en el puente de Miranda, fue fusilado a las pocas horas.

     La voz pública atribuyó a Cabrera la traición que puso en manos de sus enemigos a su jefe y favorecedor. Y cuando decimos voz pública, no hablamos de rumores esparcidos por sus contrarios. No. Estos olvidaron luego la muerte de Carnicer, que al principio celebraron. Pero los que más la sintieron fueron los suyos; los facciosos de Aragón los que la lloraron, y los que no han dudado jamás de que el aviso que precedía a su llegada, había partido de un falso amigo, que éste acaso no era otro que su ambicioso rival. En el ejército de Aragón, y aun en los mismos batallones que más inmediatamente obedecían y respetaban a Cabrera, esta opinión ha corrido siempre muy válida, y con un asentimiento superior al de una anécdota vulgar.

     Es un hecho horrible sin duda: pruebas evidentes de una justificación plena e indubitable faltan. Pero el hecho cabe en el carácter de Cabrera; está en armonía y consonancia con su conducta; revela, como otros varios, que su alma es de aquellas para las cuales toda la inmoralidad de los medios desaparece ante la consecución de los resultados.

     Frecuente es en las pasiones políticas esta disposición de la conciencia. La Historia presenta siempre este fenómeno en las regiones de la ambición. Nuestros ojos le han visto reproducirse más de una vez en la triste situación de nuestra contienda. No ha sido Cabrera solamente el que nos ha dado tan horrible espectáculo. Con circunstancias más o menos agravantes, se ha puesto más de una vez en escena; y personas que desdeñarían altamente entrar en parangón con el que fue llamado Tigre del Maestrazgo, no han escrupulizado en usar, para deshacerse de sus émulos, de medios, sino tan villanos, tan atroces sin duda, y que revelan tanta perversidad. La fortuna los ha coronado, y poco les importa que la posteridad los execre y los infame.

     También coronó los de Cabrera. También empezó desde luego a mostrarse tan sagaz e intrigante, como audaz guerrillero. Muerto Carnicer, e investido por la corte del Pretendiente del título de Comandante General de las fuerzas carlistas de Aragón y Valencia, desde luego manifestó que este título no se le había dado en vano. Se halló solo y Jefe: pudo decir ya: Papa sum; y, lejos de hallarse inferior al rango a que había aspirado, empezó a mostrar que su elevación no le venía de un puesto, a cuya altura llegaba más que suficientemente su talla.

     Creyose General, y lo fue. Afectó la superioridad, las distinciones, las exterioridades del mando. Conservó, como todos los grandes Capitanes, la franqueza, la confianza y familiaridad para con el soldado, conservando el respeto y temor para los Jefes subalternos. Se formó un cuerpo de escogida y privilegiada escolta. Dio grados, adoptó divisas. Organizó una terrible policía militar, y creó hasta una especie de administración para distribuir los recursos con que debía sostener a sus tropas, y proveer a las necesidades de la guerra en todo el vasto distrito encargado a su mando. Buscar estos recursos y provisiones era, sin duda, su principal objeto, y lo fue en su segunda campaña. Organizar mil hombres para obtener con ellos los medios de armar y mantener a un número siempre mayor, fue el plan de sus excursiones, y esta necesidad lo que se llamaron sus rapiñas. No le desviaron de él; no le paralizaron en su carrera las que se decían derrotas y desastres. Él no buscaba, no quería entonces todavía victorias. Buscaba soldados, armas y dinero: luego pensaría en pueblos y en fortificaciones. Batallas no le importaban. Los Jefes de la Reina le perseguían; a veces le derrotaban; pero le despreciaban demasiado, y a fuerza de despreciarle, no le comprendieron.

     Así que en sus montañas de Tortosa tuvo allegada bastante gente para hacer rostro a las tropas que podían atajar su camino, se descuelga de aquellas breñas con mil hombres y cien caballos, y se presenta en campaña. Forcadell y los demás cabecillas le siguen; pero le obedecen ya.

     Era el verano de 35. El mismo día que una bala cortaba los días de Zumalacárregui, y detenía los vuelos de la causa carlista, herida en la cabeza, aquel mismo día inauguraba el nuevo General tortosino la segunda jornada de sus singulares hechos. La columna de Azpiroz se le opone; pero no le detiene. Dirígese hacia Maella; pero obligado por las tropas de Nogueras a contramarchar rápidamente, aparece en la vertiente meridional del Maestrazgo, amenazando a pueblos respetables. Penetra en Segorbe, donde había hecho un pedido de gran cantidad de dinero. Nuestras tropas no le dan tiempo a realizarlo, y, abandonando un rico botín, se retira precipitadamente hacia las espesuras del Mijares, con considerable pérdida numérica en sus filas, que le obligó a hacer reunir en torno suyo las columnas de Quílez y el Serrador. Con ellos recorrió algunos pueblos del Maestrazgo, haciendo exacciones, y llevándose con frecuencia rehenes cuando no aprontaban sus pedidos. Preséntase a poco en la frontera de Castilla, y amenaza al pueblo de Ademuz. Embiste luego a Requena, y su animoso vecindario defiende valerosamente sus vidas y haciendas, sin dejarle penetrar en sus muros. Recorre parte de la provincia de Cuenca; vuelve a las montañas del Maestrazgo, por la parte de Teruel; es alcanzado en Mora de Rubielos, por el General Amor, y, aunque batido en esta acción, se había atrevido a presentarla con buena disposición y bien tomadas posiciones. Tantas y tan continuadas marchas y contramarchas eran más funestas a nuestras tropas que los descalabros que él padecía. Cansábanse en vano en busca de un enemigo, que por todas partes se les deslizaba, y que por donde quiera se les aparecía. No se daba él por vencido, siendo disperso; ínterin que nuestras tropas se encontraban inútiles a pocas horas de una victoria.

     Poco tiempo después de su desastre de Mora, se dirigió Cabrera a atacar el fuerte de Alcanar, a tres leguas de Vinaroz, que era como la atalaya y ciudadela de la playa de los Alfaques. Más confiados y animosos que afortunados, los nacionales de Vinaroz salieron a socorrer a sus vecinos. Fueles adversa la fortuna, y acuchillados sin piedad por las tropas de Cabrera, lo escogido de aquella población, y la flor de su juventud, dejó en el campo la vida en aquel día de duelo. Cabrera estrechó, rindió y abrasó el fuerte de Alcanar, y, sin azuzar la desesperación de los consternados habitantes de Vinaroz, regresó a preparar nuevas empresas y expediciones. Pensó en Teruel, y llegó, en efecto, a sus puertas, y atravesó por sus arrabales. Palarea le perseguía de cerca; le alcanzó cerca de Molina, y, aunque con fuerzas inferiores, le causó gran pérdida, y le hizo diseminar su ejército. Cabrera, después de haber dado pruebas de temerario valor, y de no común inteligencia en esta batalla, se retiró a Lorcajo.

     Era entonces el fin de diciembre de 1835. El caudillo tortosino no había hecho más que correrías, y sufrido descalabros, según el lenguaje de sus perseguidores. Nosotros sólo vemos un lecho. Cuando Cabrera se descolgó de la sierra de Tortosa, en junio, se presentó con mil infantes y cien caballos: era un batallón: en la acción de Molina contaba con siete mil hombres, y cuatrocientos caballos: era un ejército. El que lo mandaba, y lo había creado, podía llamarse tan General como cualquiera de los que eran nombrados para mandar fuerzas que no les debían a ellos, ni la organización ni la subsistencia.

     En estas últimas expediciones había desplegado Cabrera un carácter de ferocidad, de que hasta entonces no se había visto ejemplo, ni aun en su propia conducta. Ningún oficial prisionero podía esperar cuartel de sus soldados. Ningún miliciano nacional caía en sus manos, que no fuese bárbaramente asesinado. Pero no eran sólo los que con las armas le hostilizaban las víctimas de su furor. Los amigos tibios, los paisanos inertes e indefensos, los rehenes que tomaba en seguridad de las sumas que exigía, los alcaldes de los pueblos que de alguna manera habían obedecido o prestado algún servicio a las tropas de la Reina, o que, en cualquier sentido, sospechaba que no habían sido bastante celosos en cumplir sus instrucciones, eran además diarias víctimas de sus frías y desapiadadas órdenes. Habíase despertado en aquel corazón, siempre ansioso de conmociones fuertes, el feroz placer de verter sangre. No satisfacía esta necesidad la que se derramaba en la pelea. Éranle preciso ejecuciones tranquilas, muertes a sangre fría. Gozábase en el bárbaro espectáculo de las angustias y congojas de los que mandaba a la muerte. Presenciábalo con calma horrible, con serenidad más que de fiera.

     No veían con más placer los bárbaros romanos una lucha de gladiadores, que contemplaba él, riendo y fumando, y agitando sus terribles y brillantes ojos, los tormentos de veinte o treinta infelices que entregaba lentamente al plomo o a la lanza y a la bayoneta de sus sangrientos genízaros. Este instinto de crueldad no podía atribuirse en Cabrera a la cobardía, como frecuentemente acomete. Valiente hasta la temeridad, no era cruel de miedo. Éralo acaso por odio, y alimentábase esta bárbara pasión en su ignorancia. Precisado a gobernar y a hacerse autoridad respetable, él no conocía otro medio de gobierno que el que desde luego se ofrece al vulgo, el medio más fácil, más común; el terror.

     El terror es el arma favorita de todas las inteligencias atrasadas. Mandar, hacerse obedecer, es un talento que exige profundas combinaciones, penosos esfuerzos, sagacidad, prudencia, a veces hipocresía, y cuando menos, reserva. Pero mandar matando, ahorra todo este trabajo de meditación, suple con frecuencia todos esos recursos del carácter y de la inteligencia.

     Algo de eso debía sucederle a Cabrera. Sin saber nada de gobierno; sin principios de administración, sin aquel prestigio que impone a los pueblos; sin reputación de moralidad; sin pretensiones siquiera de integridad y rectitud, no halló a mano otro recurso con que suplir a todas esas calidades, que la única que encontró más dominante y desenvuelta en su corazón. Cabrera no reconocía otro medio de hacer triunfar su causa, que el que Marat y Robespierre habían creído a propósito para plantear su sistema. Era, como ellos, un terrorista; un procónsul, guillotinador a nombre de D. Carlos, como Collot d'Herbois, como Carrier, a nombre de la revolución. Cabrera, que no tenía grandeza propia, se propuso, para su elevación, la ferocidad. Acaso esta cualidad vulgar y espantosa le hubiera perdido; pero afortunadamente para su causa, los Generales de la Reina se encargaron, sino de encenderla, de santificarla.

     Hubo un día, -entre los horrorosos días de nuestra encarnizada lucha,- un día del año 36 del siglo XIX, en que los españoles presenciaron un espectáculo, de que apenas se dará ejemplo en los anales de los pueblos más bárbaros; un espectáculo que debía ensangrentar y ennegrecer las páginas de nuestra reciente Historia más que la matanza de las más desastrosas batallas; más que los asesinatos horribles de los forajidos; más que las atroces venganzas personales; más que las injustas y numerosas proscripciones a que, en el desbordamiento de su furor, suelen entregarse, ciegos y desapiadados, los partidos. Hubo un día en que vio, atónito y consternado, el pueblo de Tortosa, conducida y arrastrada a un sangriento patíbulo, a una pobre anciana demás de sesenta años, que había pasado toda su vida en los penosos deberes de la mujer pobre y honrada. Caída sobre el pecho la arrugada frente, descubierta la encanecida cabeza, ligadas sus manos con el Santo Crucifijo, que estrechaba contra su corazón, caminaba al suplicio con el abatimiento de su edad y de su sexo; pero con la resignación de un mártir. Su sangre corrió; cuatro balas destrozaron su pecho. Llamábase María Griñó. Ningún crimen había cometido aquella desgraciada; y al preguntarse unos a los otros, los espectadores de aquel horrendo crimen, por qué causa se la hacía morir, la contestación hubo de ser esta bárbara respuesta: «Por ser madre de Cabrera!...»

     ¡Oh! Entonces, cuando se contó, no lo creímos. Seis años van, y muchos crímenes, muchos horrores hemos presenciado, y todavía nos estremecemos. La sangre ha corrido abundantemente; pero el campo de batalla no es el patíbulo, y la guerra santifica sus víctimas. La sangre de un solo inocente así derramada, una tan bárbara, y tan atroz injusticia como el horrible hecho que referimos, mancha un partido, ensangrienta más una causa que la mortandad de cien combates.

     No ha sido, sin embargo, el partido liberal, el responsable de atrocidad tan inaudita, ni seremos nosotros los que echemos sobre la causa de Isabel el feo borrón de tamaño escándalo; nosotros, que no le atenuamos; nosotros, que no le disculpamos en manera alguna; nosotros, que le presentamos en toda su desnudez y en todo su negro horror. Pero presentándole así, le rechazamos de sobre nosotros, de sobre nuestra causa, de sobre nuestra nación, de sobre nuestro pueblo. Ninguna masa numerosa de españoles es capaz de semejante atentado. La madre de Cabrera no pereció siquiera, ni hubiera podido perecer, víctima de lo que se llama furor popular, en una conmoción pública.

     Grandes crímenes se han cometido en esos accesos de ferocidad frenética; pero ninguno de ellos tienen carácter tal de repugnancia y de injusticia. Hecho es de aquellos que sólo pueden cometerse a sangre fría, y uniendo la estupidez a la barbarie. Dos personas solas le ordenaron: ellas son solas las responsables. Todos los partidos, todos los pueblos, la nación entera protestó, con un grito unánime de horror y reprobación, contra aquella ejecución parricida, que debía costar tantos raudales de sangre; que había de servir de pretexto, excusa y motivo aparente a tantas escenas de horror, a tan espantoso cúmulo de venganzas.

     Desde aquel momento, Cabrera quedaba disculpado de todos sus horrores. El vértigo, el frenesí de matanza que le acometió, no podía justificarse jamás, pero se explicaba y se comprendía. Muchas veces hemos temblado al discurrir que en circunstancias semejantes hubiéramos podido ser monstruos también. Nos hemos aterrado, cuando después de la sangrienta relación de los horrores cometidos en Aragón y Valencia, escuchábamos de boca de alguna persona pacífica y de condición suave, estas palabras terribles: «Yo hubiera hecho más si hubieran fusilado a mi madre.»

     Quisieron algunos decir que este hecho no fue parte para aumentar el número de las atrocidades de Cabrera, sanguinario ya de suyo, de antemano por tal reputado, y en cuyo corazón no tendría mucha cabida el amor hacia una madre, a la cual había ocasionado graves disgustos, y tenido con ella frecuentes y escandalosas desavenencias. Desde luego esta circunstancia agrava la atrocidad del hecho, disminuyendo la intimidad que existía entre madre e hijo, sin disminuir, empero, la sensación que pudo despertarse en el corazón de Cabrera, por desnaturalizado que se le suponga. Se comprende cómo un mala cabeza puede maltratar a su madre, y amarla sin embargo. Por ser monstruos, los hijos no pierden necesariamente ese sentimiento: es preciso que sean monstruos las madres, para no ser amadas. Por lo demás, nadie hay en el mundo que pueda aborrecer a la que le llevó en su seno, al ser que más le amó, al ser que le ama siempre. Los buenos corazones, porque son buenos, las aman; y los perversos, también: los hombres malos, los hombres aborrecidos por la sociedad y el mundo, aman también a la única persona que los disculpa, y los tolera, y los quiere con todo, y los adora, y puede morir por ellos, como toda madre puede.

     Nosotros creemos que Cabrera amaba a la suya; comprendemos cómo la imagen de aquella mujer, caminando al suplicio por él, debió convertirse en su corazón, predispuesto al furor, y en su imaginación ardiente, en un objeto de culto y de venganza. La aureola de aquel martirio orlaba ya la frente de su hijo a los ojos de los suyos. Al ser instrumentos de sus decretos de muerte, ya pudieron no creerse asesinos cuando su caudillo los elevaba al rango de ejecutores de una venganza santa, y de un decreto del cielo; cuando todas aquellas espantosas carnicerías pudieron llamarse holocaustos. Espantosas fueron, sin duda. Más de treinta mujeres de oficiales y de nacionales, que se hallaban en poder de Cabrera, fueron inmoladas a su furor. Dio orden de no dar cuartel a ningún individuo de una familia cristina, sin diferencia de edad ni de sexo; y fue bárbaramente cumplida.

     Entonces comenzó un período, sobre el cual nos abstenemos de dar pormenores; período de baldón, de ignominia, de degradación, de vergüenza para la Nación, para el siglo, para la Europa, para liberales, para carlistas, para todos; período de llanto y de duelo, de crimen y de frenesí, de delirio y embriaguez de sangre. Nada fue respetado; nada fue perdonado. Inocencia, castidad, infancia, vejez, maternidad, nada pudo servir de garantía y salvo-conducto en aquella inaudita alternativa de represalias. El vapor de la sangre inocente, largamente derramada, enrojeció aquella atmósfera, de la cual se apartaban aterrados los ojos de España y de la Europa; de la España, donde parecía no haber un hombre, ni un pensamiento de gobierno y de poder bastantes a atajar tales horrores; de la Europa, de esa Europa egoísta hasta el crimen, de cuyos gobiernos ha desaparecido todo sentimiento, que no sea de interés individual o inmediato; en cuya diplomacia nada pesa el crimen con tal que esté distante; cuya ponderada y filantrópica civilización calcula hasta cuánto puede aprovechar en un punto como escarmiento, lo que en otras partes es plaga y desolación.

     La Europa y la España no tenían otro conjuro para las venganzas de Cabrera que llamarle tigre. Y en tanto, él se encaramó a la altura del formidable poder que le aseguraban, ante un pueblo, que a vista del motivo que le impulsaba, sentía sobradamente, que aquellas eran irrevocables. El mismo sentimiento le engrandeció, le ennobleció, le ligó con más estrechos lazos a la parte más exagerada y más fanática de su partido. La ejecución de su madre era una terrible garantía de que no retrocedería nunca, de que nunca habría en él piedad, ni blandura, ni contemporizaciones. D. Carlos podía hacer General, en nombre de la política, al que después del martirio de su madre, se presentaba con la misión de un azote de Dios, de un genio exterminador.

     Habíase ya para entonces hecho Cabrera una gran reputación en el cuartel de D. Carlos, y entre sus propias tropas. Era General, y se daba la importancia conveniente a su rango: sus subalternos, como a tal le respetaban, y se habían sometido a su superioridad. Nunca fijo en las ventajas presentes, sino alimentado de grandes esperanzas, sólo pensaba en trabajos de organización, en medios de allegar recursos, de aumentar y de armar su ejército; en crearse los medios de fabricar el edificio de su elevación, que, sin duda, se presentaba a su fantasía en proporciones inmensas. A cada paso iban agrandándose sus miras. Las facciones de Aragón y Valencia no eran ya columnas sueltas; eran divisiones de su ejército. El Serrador, Quílez y Forcadell, jefes de estos cuerpos, eran sus subalternos. En derredor de su persona había ya reunido una escolta privilegiada, una guardia.

     Él era la inteligencia que presidía a la combinación de sus movimientos, la voluntad a que obedecían aquellas masas. Él era el que las creaba, el que las alimentaba. Su eterno pensamiento era proveer a su subsistencia. El saqueo de las poblaciones ricas, el merodeo por los campos, eran sus contribuciones. Los alcaldes, a quienes hacía fusilar sin piedad, eran sus intendentes y sus celosos comisarios.

     Había establecido cierta regularidad en este sistema: había cierta unidad y centralización en su administración. En la distribución de pagas, de botín y de alimentos, afectaba una igualdad religiosa, una equidad severa, y castigaba con la última pena toda falta de integridad y pureza en los agentes subalternos de su naciente Hacienda militar. Ha sido esta una de las dotes que le dieron más popularidad entre los suyos. No era sin duda la menos importante de las cualidades que le aseguraban el amor y respeto de sus soldados, la confianza que supo inspirarles de que nada podía faltarles cuando él se hallaba a su frente.

     Pero en tanto que trabajaba en dar a sus tropas la organización que exigía su aumento progresivo, y en aguerrirlas, endurecerlas, y darles la prodigiosa movilidad, que era el primer elemento de su táctica; en tanto que a favor de correrías en direcciones encontradas y lejanas distancias, extendía en un ámbito anchuroso el terror de su nombre, y el prestigio de su poder; en tanto que se presentaba en los confines de la provincia de Cuenca, y a pocos días amenazaba los pueblos de la Plana de Castellón; mientras que invadía atrevidamente en marzo la rica huerta del Turia, y tomaba a Liria, y difundía el terror de su presencia hasta las puertas mismas de la populosa Valencia, experimentando a su retirada una derrota equívoca en las alturas de Chiva; mientras que ponía a contribución los pueblos de las inmediaciones de Teruel, y desplegaba una actividad incansable en procurarse armas, y en acopiar materiales para fundición de balas y proyectiles; mientras que en las inmediaciones de Daroca caía con todas sus fuerzas sobre la columna del coronel Valdés, y le derrotaba completamente, revolviendo de allí a Siete-Aguas, Buñol, y pueblos de la Hoya, llevando de todas estas expediciones rico y crecido botín, había madurado en su cabeza, y ocupaba profundamente su desvelada atención, el proyecto de dar un centro y una base a sus operaciones; de tener un punto que le sirviera como de capital, para asentar más arraigadamente su dominio en el vasto campo de sus excursiones; de asegurarse en todo evento un apoyo, una retirada, un foco de actividad, o un refugio de reposo, a favor de cuyo abrigo y fortaleza pudiera dar a sus operaciones mayor unidad y consecuencia, y que, por medio de varias líneas de fuertes, le permitiera hacer como una provincia o un Estado carlista, que ir sucesivamente agrandando, así corno había hecho con su ejército.

     Este fue el plan que aquel año concibió y empezó a realizar Cabrera; que siguió sin desalentarse, a través de muchos obstáculos y vicisitudes, con la misma tenacidad y perseverancia de que había dado muestra en la organización de sus tropas, y cuyo mérito de ejecución es acaso el más relevante mérito del caudillo tortosín, y el que más le realza y distingue entre el común de los guerrilleros. Ninguno de los que con más celebridad han figurado como tales en España, pudo elevarse a un pensamiento tan vasto. Los principales Jefes de columna en la guerra de la Independencia, no lo habían intentado, ora fuese que no lo concibieran, ora que no lo necesitaran. El mismo Zumalacárregui, en las Provincias Vascongadas, no había tenido que emprender un trabajo que desde luego le había dado hecho un país sublevado en masa, y espontáneamente sometido a su autoridad; un país, que en cada cordillera ofrecía una línea de inexpugnables fortificaciones, y que abrigaba en su seno todas las personas, recursos y mantenimientos bastantes a defenderse.

     Cabrera no se encontró en una posición tan ventajosa. El país no estaba tan fanatizado; los pueblos no eran carlistas de suyo y en masa, como los de Navarra; no eran tan fuertes; no eran tan ricos; no tenían mar ni frontera. Cabrera no tuvo en dos años una fortaleza en que abrigarse, ni una población considerable en que guarecerse. Túvola después; se enseñoreó completamente de un vasto territorio; fundó, por decirlo así, un Estado y una capital, y extendió en derredor suyo líneas de defensa y de fortificación. Pero lo adquirió todo palmo a palmo; y aquella especie de baronía o reino carlista, en que dominó tanto tiempo, y que llegó a dilatar en extensión tan prodigiosa, fruto fue de combinadas operaciones, de lentas y continuas conquistas, como habían hecho nuestros antiguos Reyes al tomar de los árabes las ciudades y tierras que iban incorporando a sus Reinos.

     No podía ocultársele a Cabrera, tan conocedor del terreno, y dotado de tan seguros instintos, cuál era el punto más a propósito para su objeto. La misma naturaleza se le designaba. El apoyo, el centro, la base, la retirada y la partida de sus operaciones había sido constantemente el Maestrazgo. Pero para poseerle era preciso tener a Morella, su llave, su ciudadela. A este objeto se dirigieron todos sus planes, todas sus tentativas. Mas no era una empresa fácil, y, sin perderla de vista, no quiso perder el tiempo, y acometió en tanto otras menos difíciles.

     Entregósele vendida Cantavieja, y desplegó en fortificarla una actividad, que sólo podrá apreciar suficientemente el que haya visto las obras que hizo ejecutar, y los pocos recursos con que contaba. Él era el alma de aquellos trabajos, y como que hacía crecer con sus ojos y con sus gritos las murallas y fortificaciones. Allí estableció almacenes; allí, fábricas de fundíción: ya necesitaba artillería, y la tuvo allí: no tenía fusiles para la mitad de sus soldados, y mandó construir cañones.

     Al mismo tiempo caía en su poder Alcalá de Chisbert, se rendía Torreblanca, y ponía sitio a la heroica Gandesa. Dos veces acometió esta plaza, cuya ocupación debía ser tan importante para sus designios: dos veces sus valerosos habitantes le hicieron retroceder de delante de sus muros, merced, sin embargo, en la última, al oportuno socorro del General San Miguel. Tampoco fue más feliz en sus primeras tentativas respecto a Morella. Debía esta ser entregada a los facciosos por medio de una traición, que permitiría la entrada a las tropas de Cabrera por un portillo secreto. El Gobernador descubrió la conspiración, y los principales autores pagaron su intento con la última pena. Pero Cabrera no se desviaba jamás de un pensamiento que creía conveniente o necesario. Pocas cosas hay en la esfera de lo posible que resistan a la constancia de una voluntad decidida y apasionada. Cabrera continuó bloqueando a Morella con su corazón y con su pensamiento: se le había de rendir al fin. Pero entonces, nuevos e inesperados sucesos vinieron a interrumpir sus planes, y a lanzarle, a pesar suyo, en operaciones extrañas a sus proyectos, a sus esperanzas.

     Por aquel tiempo hervía ya en odios y parcialidades la corte de D. Carlos, y habían pasado con los primeros tiempos de unión y entusiasmo, los días de las prosperidades y victorias. Pero no había pasado la época de las ilusiones y de las locas esperanzas. Los ambiciosos intrigantes que rodeaban a aquel menguado Príncipe, le habían hecho creer que todo lo que tardaba en mantenerse encastillado en sus leales Provincias Vascongadas, era dilatar la conquista del trono de sus mayores. Hacíanle diariamente galanas y pomposas descripciones del espíritu que animaba al país, y le halagaban con la seguridad de que todos los pueblos de lo interior del Reino se pronunciarían por él en masa, a poco que alguna tropa de sus fuerzas les protegiese. No faltaban allí Jefes más entendidos, hombres conocedores de la situación y de las circunstancias, que rechazasen tales despropósitos, y le advirtiesen de la temeridad de tan vanos intentos.

     Don Carlos, sin embargo, tenía la desgracia de creer lo más absurdo, de inclinarse a lo más descabellado. Sus más acreditados Jefes hubieron de transigir con sus exigencias, y de ceder algún tanto a las inspiraciones del partido fanático, que más tarde había de predominar en los consejos del Infante. Villarreal había succedido al General Eguía en el mando de las tropas carlistas, no sin una sincera y tenaz resistencia para admitir un cargo, que, en aquellas circunstancias, le imponía la necesidad de emprender operaciones contrarias a su propio parecer y dictamen.

     Figuraban entre ellas las expediciones a lo interior del Reino. El mal éxito de la tentativa de Batanero no había desalentado a los que tenían toda su confianza en este medio de guerra. Villarreal cedió, como antes había cedido Eguía. Organizose otra en mayor escala, y con mejores elementos: y Gómez, al frente de cinco batallones castellanos y dos escuadrones, forzada en la acción del Rivero, con derrota del general Tello y de su división, la línea de bloqueo, penetró en Castilla, recorrió todo el norte de la Península hasta el cabo de Finisterre; regresó perseguido, y a poco volvió a girar triunfante y a penetrar en el corazón del Reino. Sus triunfos y ventajas hubieron sin duda de sorprender a los que no habían augurado bien de aquella tentativa, y se resolvió dar fuerzas a la expedición, mermada en extremo por las marchas y fatigas. Cabrera recibió la orden de reunirse a Gómez con parte de sus tropas, y dejando a Forcadell con fuerzas considerables, y a la vista y cuidado de las operaciones del Maestrazgo, tomó la vuelta de Requena, en cuyas inmediaciones se reunió con el General expedicionario, para emprender juntos la correría de la Mancha y Andalucía.

     No debía ser muy grata al caudillo catalán la compañía del jefe andaluz. No podían maridarse muy bien la dulzura, suavidad y buenas maneras de Gómez, con la impetuosidad salvaje de Cabrera. Nunca había gustado éste de aparecer como auxiliar y en segundo término.

     No sabía Cabrera obedecer, ni tomaba con entusiasmo empresas y acciones a las cuales no podía dar su nombre. La expedición de Gómez no tenía el suyo. Sus ventajas y sus reveses, su baldón o su gloria, no le pertenecen: algunas atrocidades y depredaciones cometidas en la toma de Córdoba y del Almadén, y en otros pueblos de la Mancha y Extremadura, son la parte que en esta correría se le atribuye. Cuando la expedición pasó por la última de estas dos provincias, el desacuerdo entre los dos Jefes llegó a su colmo. En Cáceres rompieron formalmente, y se separaron.

     Cabrera, colérico y despechado, trepó con alguna caballería la sierra de Montánchez, para tomar a su vertiente el camino de la Mancha. En la villa que corona y da nombre a esta pequeña sierra, estuvo, sin saberlo, a riesgo de perecer. Sus habitantes, comprometidos la mayor parte por la causa de Isabel II, se hallaban ocultos en los muchos asilos que les proporcionaban aquellos peñascos y quebradas, llenos de sinuosidades, setos, tapias y ocultos callejones. Muchos de ellos se hallaban al paso mismo de los facciosos, escondidos a pocas varas de distancia. Habiéndose detenido un corto rato Cabrera a caballo uno de aquellos naturales le tuvo apuntado con su carabina para matarle. El autor de este escrito estuvo en aquel paraje, y reconoció el sitio con la persona misma que iba a hacerle fuego. El tiro no hubiera podido errar, y en aquellas peñas fácilmente se hubieran deshecho los ágiles montanchegos de su corta caballería. Pero ellos ignoraban el rompimiento y desavenencia con Gómez; y la idea de que en pocas horas podían subir tropas a tomar venganza y a reducir a cenizas sus hogares, contuvo instantáneamente la mano que estaba ya en el gatillo. La carrera que hoy consideramos no estaba concluida. Cuando los hombres tienen que hacer algo en el mundo, sea que Dios los envie para beneficio o para castigo de los demás, la Providencia los protege de extraños modos, hasta que cumplen su destino.

     De otro peligro mayor le salvó a poco. Las operaciones de sus tenientes en el Maestrazgo, se habían resentido de su ausencia. Morella no había sido tomada: otra nueva conspiración había abortado en sus muros; y entretanto el General D. Evaristo San Miguel se había apoderado de Cantavieja, su principal, hasta entonces, y más importante conquista. Las noticias de estos reveses apremiábanle a regresar al favorito teatro de sus campañas, allí donde él era necesario, y se creía importante. Pero fuese que, reducidas y mermadas sus tropas, no se atreviese a penetrar directamente; fuese que hubiese ya pensado en aconsejar a D. Carlos una expedición calculada según sus planes y esperanzas, ello es que hallándose en la provincia de Soria con proporciones sin duda de correrse al Aragón sin ser muy hostigado, resolvió pasar antes a Navarra, y llegó a Rincón de Soto, con ánimo de vadear el Ebro por aquel paraje.

     Cara hubo de costarle su temeridad. Era en diciembre, y el río iba crecido. El general Iribarren, Jefe de la división de la ribera, cayó sobre él a este punto. Nunca sufrió tal vez Cabrera descalabro mayor. Sus exhaustas y menguadas tropas fueron acuchilladas completamente por la caballería de Iribarren, y se desbandaron por aquellos pueblos y montes, en la más desesperada situación. Cabrera, poco menos que acribillado de balazos, debió su fuga a la velocidad de su caballo. Casi desangrado, y muerto de fatiga, un cura de una aldea le dio hospitalidad y asilo. La noticia de su muerte corrió; pero súpose en breve que existía, y hasta quién le había conservado la vida. Púsose preso a aquel eclesiástico, y a pique estuvo de sufrir la última pena, porque tal era el horror que Cabrera inspiraba, que la humanidad para con él pudo ser tenida por crimen.

     Consecuente al carácter que desde el principio le vemos manifestar, el caudillo faccioso aparece después de esta derrota más activo, más formidable, más emprendedor. Como el Anteo de la fábula, dábale fuerzas su tierra, que volvió a pisar. No curado todavía de sus heridas, la rica huerta de Valencia vuelve a ser en enero de 1837 teatro de sus incursiones, y la Plana de Castellón es amenazada. El general Borso le alcanza, le bate: es herido y curado segunda vez; pero a pocos días las tropas de la Reina sufrieron en Buñol un sangriento descalabro. Sigue obteniendo ventajas, y sacando abundantes recursos en los feraces terrenos que riegan el Júcar y el Guadalaviar: hostiga de nuevo a Requena, y un día cuando más absorto y ocupado le juzgaban en dar fin a esta empresa, se le ve caer de improviso en Pla del Pou sobre las tropas que se hallaban en Liria reponiéndose del revés de Buñol, y que pasaban a Valencia. Infelicísima fue para nuestros soldados la fortuna de aquel día: inútiles, aunque gloriosos, los esfuerzos de algunos cuerpos bizarros: el destrozo fue sangriento: la mortandad, horrorosa: los prisioneros, muchos. Valencia abrió temerosa sus puertas a las escasas reliquias de los que corrieron a buscar, tras de sus muros, el único asilo que en aquella triste jornada podían encontrar; y sus consternados habitantes pudieron ver y presenciaron desde sus muros y azoteas la terrible escena que quiso dar en espectáculo a sus ojos el inhumano vencedor.

     Ebrio de placer y de sangre, mandó Cabrera disponer un festín de triunfo sobre una explanada, fuera de los muros de Burjasot, que domina la vista de aquellas amenas playas. Allí, bajo aquel hermoso cielo, en un día bellísimo y puro, rodeado de su Estado Mayor, y a la vista de sus tropas, se entregó a las delicias y a los excesos de un banquete espléndido y regalado. La tosca música de sus batallones acompañaba con estrépito los brindis de aquella orgía, y los alaridos sangrientos de la soldadesca embriagada formaban el coro de aquella fiesta de sangre. Entonces se repitió sobre el suelo español una de aquellas escenas, que acaso no había visto el mundo desde los tiempos de degradación, en que la ferocidad romana se complacía dando al fin de sus banquetes un combate de gladiadores. La feroz imaginación de Cabrera le sugirió, sin duda, la idea de imitarlos. Pero no fueron gladiadores infames, ni esclavos más viles que sus dueños, los que ordenó traer a su presencia para gozarse en el espectáculo de su muerte, y recrearse en la desesperación de su agonía. Los nobles, los bizarros y valientes oficiales, prisioneros de Buñol y de Pla del Pou, fueron las víctimas de aquel holocausto abominable. Desnudos, y escarnecidos por la algazara y las injurias de aquellos bárbaros, fueron conducidos a la explanada para ser allí todos sacrificados. Al son de las carcajadas de sus espectadores, abrazándose los unos a los otros, dándose el último adiós, prorrumpían los de Cabrera en gritos beodos de muerte y «¡viva Carlos V!» Las nobles víctimas, fieras y denodadas, respondían, haciendo resonar entro la algazara de sus verdugos: «¡Viva Isabel II! ¡Viva la libertad!» Diose la voz de fuego, sonó la descarga, y entre el estampido de los fusilazos, y entre los gemidos de los moribundos, resonaban en infernal armonía los brindis facciosos, el estruendo de las botellas, las libaciones impuras, y las báquicas canciones de aquellos tigres. La sangre corría a sus pies, mientras el vino saltaba en sus copas; y sólo, a lo lejos, sobre las murallas de Valencia, había un grito de horror para los unos; ayes y llanto para los otros sin ventura.

     Parece un horrible sueño la relación de aquella carnicería. Parece que nos transportamos a los salvajes aduares de las tribus americanas, o a las fabulosas guerras de Oriente. Y, sin embargo, es una escena de nuestra guerra civil. El 29 de marzo de 1837: cinco años hace tan sólo que la presenciamos. ¡Y la Europa lo vio, y consintió todavía en que la guerra continuase, y en que tan nefandos horrores se repitiesen! ¡Y la Providencia consintió también en que el verdugo de Burjasot no muriese sofocado por el vapor de aquella inocente sangre!

     Estos horrores y ventajas habían hecho ya a Cabrera un personaje de la primera importancia en la causa de D. Carlos. Debía tenerla, sin duda, no sólo en el campo carlista, sino para el Gobierno de la Reina. En Navarra empezaban muchos de los más entusiastas partidarios del Pretendiente a desconfiar del éxito de su lucha, y volvían con placer sus ojos hacia el apoyo y puntal que tan robusto se elevaba entre el Ebro y el Turia, sirviendo como de ala izquierda a su ejército. El Gobierno de María Cristina y los Jefes del ejército reconocieron al fin, aunque tarde, una verdad que de nuestra breve y detallada relación debe haberse ya ocurrido a los lectores, a saber, que desde el principio Cabrera había sido demasiadamente despreciado, y que no se habían enviado contra él las fuerzas necesarias para batirle, para proteger al país contra sus expediciones, y para poner obstáculos a las correrías en que sacaba los inmensos recursos para abastecer y aumentar su ejército. Después de la primera campaña en que el General Valdés había derrotado a Carnicer, las ventajas, la superioridad de fuerzas, consideradas en globo y bajo un punto de vista especial las operaciones, habían estado siempre en favor del caudillo carlista. El General San Miguel, el General Azpiroz, el General Palarea, le habían dispersado en muchos reencuentros, le habían hecho variar de dirección, o acelerar su movimiento en algunas expediciones; pero no tenían fuerzas suficientes para establecer en un país tan dilatado un bloqueo eficaz contra las móviles tropas del Jefe tortosino; no contaban con un batallón para cada garganta del Maestrazgo, ni con una guarnición para cada pueblo y punto fuerte de tan dilatado territorio. Era además preciso tener en cuenta el espíritu del país, y las ventajas que ofrecía al poder y a la obediencia de Cabrera.

     No era sólo el talento, el prestigio, el terror de este Jefe lo que había dado tanto cuerpo a sus tropas. Es preciso no desconocerlo. La revolución por su parte se había encargado de engrosar las filas de sus contrarios, y de arrojar combustible en la hoguera de la guerra civil. En las masas del pueblo de los campos, especialmente en el país que nuestro protagonista dominaba, las simpatías y las inclinaciones estaban en favor de la causa que este defendía, y nada se había hecho para modificar, sino antes bien para exasperar esta hostil tendencia. Los carlistas dominaban donde quiera que llegaba su voz y no había cristinos. Los cristinos no tenían poder donde no se veían sus armas.

     El partido liberal estaba dividido en las ciudades; era nulo en los campos; y entre servir y obedecer a uno de los dos bandos, los mozos y los alcaldes, los paisanos y los curas, íbanse a Cabrera más de grado y de mejor voluntad. Las tropas carlistas, además, estaban, por decirlo así, en su casa; donde quiera encontraban campamentos y almacenes. Las tropas de la Reina no así. En Valencia y Aragón, sobre ser escasas, habían estado constantemente desatendidas. La guerra de Navarra y de las Provincias había absorbido, con preferencia casi exclusiva, toda la atención y todos los recursos. Los Generales de Valencia habían hecho mucho en poderse sostener, en poder vivir, en conservar las primeras plazas, los importantes puntos que permanecían fieles. Amparado de esta situación, y estimulado por su fiera arrogancia, Cabrera había podido extenderse y crecer, y presentarse, al fin, amenazador, y no despreciable. Era ya, en esta época, la segunda persona militar de su causa. Se pensó seriamente en enviar contra él lo que en la escala de nuestra guerra se ha llamado un ejército, y a su frente un General acreditado y organizador. Oraa fue el escogido. Según los antecedentes de este bizarro, antiguo y temido Jefe, la elección no podía ser más acertada.

     Sin embargo, era tal el desconcierto en que encontró, Oraa los negocios a su llegada, tan deplorable la situación de las tropas, que no sólo no pudo empezar por operaciones brillantes y decisivas, sino que sus primeros parciales esfuerzos hubieron de estrellarse con una suerte no demasiadamente lisonjera. Del respetable General Oraa pudiera decirse lo que había dicho el Emperador Carlos V en sus guerras desgraciadas con el Elector Mauricio: «que la fortuna, como las mujeres, también desdeña las canas.» En esta ocasión hubo de experimentar el anciano General los desvíos de la suerte coqueta, que prefirió en sus favores la juventud ardorosa del Mauricio del Maestrazgo. No fue precisamente en acciones campales de guerra donde Cabrera llevó ventajas; pero el fuerte de San Mateo cayó en su poder, y la plaza de Cantavieja segunda vez fue tomada por el denuedo del activo e intrépido Cabañero. No venció a Oraa Cabrera; pero luchó con él, rivalizó con él, y esto era ya mucho; era encumbrarse a mucha altura a los ojos de los que habían creído ilusos que iba a hundirse y desaparecer al fin, abrumado por los años y las antiguas glorias del aguerrido veterano.

     Entretanto, en el ejército carlista del norte ocurrían extraordinarios sucesos. La corte del Pretendiente veíase ya despedazada por encontrados bandos y enemigas parcialidades. El partido moderado y el apostólico se habían declarado una guerra a muerte. En donde no debía haber más que un campamento guerrero, habíase establecido una parodia de corte con todas sus pasiones, sus intrigas y sus miserias. Las operaciones de la guerra calculábanse no por principios militares, ni según las reglas de la táctica, sino por descabelladas inspiraciones de partido. El mando de las tropas empezaba a ser patrimonio de aduladores y cortesanos, y los Generales más entendidos y leales eran apellidados traidores. Minaba la causa carlista en su fuerza moral la discordia y la anarquía, y no menos la amenazaban por aquel tiempo, -en la primavera de 1837,- los combinados esfuerzos de nuestros ejércitos de operaciones, que preparaban un movimiento decisivo, y un ataque sangriento sobre el país vascongado y las tropas del Pretendiente. Aún tenía este, sin embargo, grandes recursos para resistirle; aún había, a las inmediaciones de un grave peligro, bizarría, y ardor, y entusiasmo en sus tropas, -al fin españolas- para sacrificarse y defenderle. Él creyó más acertado el parecer de los que, bajo las apariencias de avanzar, le aconsejaron huir; la grande expedición de 1837 tuvo lugar.

     D. Carlos, con diez y seis batallones, nueve escuadrones y numeroso séquito de empleados y gente allegadiza y aventurera, pasó el Arga el 17 de mayo. Animábanle una fe viva y una confianza crédula en las pinturas y promesas, que le habían hecho sus parciales, de triunfos completos y de levantamientos en masa de todos los pueblos y países que hollase con su planta. Promesas y quimeras que debía ver desvanecidas, o que debía él desvanecer; que nosotros no nos atreveremos a afirmar ahora si eran tan quiméricas o tan infundadas como del resultado aparecieron. A veces, considerando a sangre fría las circunstancias en que nos encontramos, parécenos que a poco que D. Carlos hubiera sido un Príncipe racional, ilustrado y digno de su puesto y de su siglo, mucho partido hubiera podido sacar del desaliento de los pueblos y de los desaciertos del Gobierno liberal. Afortunadamente, los del suyo eran mayores todavía.

     No fue muy feliz, ni una serie de triunfos, la marcha de la expedición sobre Aragón y Cataluña. La acción de Huesca, fatal para nosotros por la muerte del bizarro León y la pérdida del valiente Iribarren, estuvo a pique de ser funestísima a D. Carlos. El paso del Cinca fue un triste descalabro; los campos de Gra vieron una nueva vergonzosa derrota. Sin apoyo y sin esperanzas de hacerse fuerte en Cataluña, antes de regresar a las Provincias, los consejos de sus parciales, y acaso los avisos de Cabrera, le decidieron a continuar su marcha y avanzar sobre Valencia. Pero era preciso pasar el Ebro, y mayores dificultades podía ofrecer por aquella parte su caudaloso raudal, que las que tan fatales le habían sido en el Cinca.

     El General Borso di Carminati, con una brillante columna, corrió a oponérsele en Cherta, sobre cuyo punto había pronunciado la expedición su movimiento. Pero tanto como Borso, había corrido Cabrera. Por medio de una marcha prodigiosamente rápida y sagazmente concebida, cayó sobre él, en compañía de Forcadell, con el mayor encarnizamiento, y la expedición pudo pasar tranquila a aquella tierra prometida, a favor de un hecho de armas brillante y glorioso, sin duda, para Cabrera. Mucho debió halagarle poder mostrarse a los ojos de su Rey digno del renombre y reputación, que de antemano gozaba en su concepto.

     Fue, ciertamente, para el General carlista, una manera brillante de salir al encuentro de su soberano, y de ir a abrirle, en tan grande apuro, las puertas de aquellos nuevos Estados. La distinción que desde entonces hizo de él, y la privanza en que le tuvo, fueron debidas, seguramente, a lo que hubo de deslumbrarle el brillo de esta acción, tan bien y tan a tiempo ejecutada.

     Sin embargo, apenas se puede creer que Cabrera, por su voluntad, hubiera querido atraer la expedición al terreno en que él mandaba. Ni su posición ni su gloria podían ganar con semejante suceso. La presencia de D. Carlos anonadaba el prestigio de su persona. Los antiguos Generales y los aguerridos batallones procedentes de las Provincias Vascongadas, bien debía suponer que no habían de ponerse a sus órdenes. No debía querer, pues, que D. Carlos permaneciese en aquel terreno, desde el cual demasiado conocía Cabrera que menos podía conquistar a Madrid que desde las montañas vasco-navarras. Y tratándose de continuar la expedición, no confiaba demasiado en que su tránsito rápido le proporcionase mayores ventajas que las que hasta allí había obtenido él sólo. Desde luego debió caer en la cuenta de los celos y rivalidades, que excitaba en los Jefes de la expedición la confianza que había depositado en él D. Carlos, y del desdeñoso desprecio que muchos de ellos le manifestaban. A pesar de todo, una vez allí el Príncipe, acaso pudo Cabrera lisonjearse con la esperanza de la conquista de Valencia y de las principales poblaciones de aquellas provincias, hazañas que, realizadas bajo su dirección, le hubieran permitido llevar él la expedición, la guerra y a su Príncipe al corazón del Reino, a la capital de la Monarquía.

     Empero el éxito de sus operaciones no correspondió a sus esperanzas. Puso sitio a Castellón de la Plana, y la levantó sin ventaja alguna. Describiendo un largo semicírculo, por la sierra Calderona, llegaron todas las fuerzas reunidas a situarse en las inmediaciones de Valencia, sentando D. Carlos sus reales en Burjasot, donde acampó tres días esperando tal vez que la traición o el entusiasmo de sus adictos le abrieran las puertas. Pero ciudad fue socorrida a tiempo por la columna del General Borso, que la ocupó; y habiendo llegado a poco Oraa con mayores fuerzas, salieron juntos ambos Generales a lanzar al enemigo del rico país de que había esperado posesionarse. Le alcanzaron en efecto en los campos de Chiva, y le ocasionaron considerable pérdida de muertos, heridos, prisioneros y desertores.

     Cabrera, por cuyas inspiraciones no podían menos de dejarse guiar los otros Jefes, en un país que sólo él conocía y acostumbrado a oír su voz, pero que al parecer no podía mandar bien a aquella gente, no halló otro mejor recurso que llevarla, por decirlo así, a su propia casa, y encerrarla en las inaccesibles asperezas del Maestrazgo, en tanto que él, para distraer las fuerzas que hostigaban al Pretendiente, se separó de él, descendió otra vez a la Plana, amagó a Gandesa, sitió a Lucena, y procuró emplear todos los recursos de su movilidad y de su genio en disminuir el mal efecto, que debían haber producido los últimos sucesos en el ánimo de los que seguían al Pretendiente.

     En efecto; los más acreditados Jefes de la expedición, que ya de antemano tenían en poco el decantado genio y las fuerzas de Cabrera, hallaban en los desastres de su mal parada correría, suficientes motivos para atribuirlos a su mala suerte, y para rebajar casi hasta el desprecio la reputación exagerada a que le habían ensalzado sus admiradores. Decían, -y dicen muchos todavía,- que Cabrera había pensado más en su elevación propia que en el triunfo de su causa; y que, cifradas todas sus miras en su pensamiento, trató de desembarazarse de Jefes y de rivales, posponiendo a este egoísta interés todos los demás grandes y nobles intereses que él o no conocía, o sacrificaba a su ambición e intriga. Atribuíanle además que, llevando en todas sus acciones la pasión del provincialismo y el odio de rivalidad que, como frecuentemente acontece en los pueblos comarcanos, divide a los catalanes y a los habitantes del bajo Aragón, había desdeñado constantemente a los aragoneses, y enajenádose la buena voluntad y disposición del país más apto para sostener la causa carlista.

     Él había preferido hacer la guerra con valencianos, mientras que el bajo Aragón era, por su suelo, por sus recursos, por sus sentimientos, por el tesón, bravura y esfuerzos de sus naturales, el país de donde aquella guerra debía haber recibido tanta fuerza y vigor como de las Provincias Vascongadas, y que debía haberse alzado en masa a la aproximación de su Rey. Todos estos recursos, todas estas esperanzas, esta buena disposición y entusiasmo, todo había sido desaprovechado, inutilizado por Cabrera y por sus mezquinas pasiones, y por sus rastreras intrigas.

     Esto decían en el campo mismo de D. Carlos, y no faltaba verdad en estas imputaciones, aunque un tanto las exagerase el despecho del momento. Cabrera, por su parte, también dirigía amargas recriminaciones a aquella desordenada reunión, donde no había pensamiento, ni plan, ni recursos, ni preparativos, ni Jefes. Todos se desdeñaban de obedecerle, y ninguno sabía mandar. Tenían por quiméricos sus planes, pero nadie los presentaba mejores. D. Carlos no era capaz de una decisión pronta, de una resolución enérgica: todo era en él perplejidad y dudas, y tras una confianza ciega en su legitimidad y en la justicia de sus derechos, dominábale un miedo, imbécil, y la más pusilánime cobardía. Cabrera les decía a su vez: «Dejadme obrar, y entonces echad sobre mi responsabilidad cargas y culpas que ahora no son mías.»

     Cabrera sí que podía decir esto con sobrado fundamento de razón, y pudo tenerla más, cuando la expedición se vio completamente malograda. D. Carlos, al fin, tomó el partido de salir de aquellas asperezas, y pronunciar su movimiento sobre Madrid, abriéndose un paso por la provincia de Soria. Seguíale, es verdad, sobre su derecha el ejército del General Espartero, y podían flanquear su izquierda las tropas de Oraa; pero la expedición de Zariátegui dominaba en Castilla, y las tropas de Cabrera recibieron la orden de venir a reunirse con el grueso de las que el Pretendiente acaudillaba. La sorprendente victoria de Herrera y Villar de los Navarros, en que fue batido, cuando menos podía esperarse, el General Buerens, permitieron a las tropas carlistas realizar este movimiento, que hubiera podido ser fatal a la causa de Isabel II, si hubieran sabido sacar todo el partido que de él pudieron.

     Presentose D. Carlos a las puertas de Madrid. La división de Cabrera que le servía de vanguardia, adelantó sus avanzadas hasta Vallecas. Nosotros pudimos verlas todas. Desde la altura de la calle de Atocha fue la población de Madrid a contemplar por vez primera las boinas facciosas. Eran las de Cabrera las que se divisaban; siempre el primero, siempre el más arrojado en las ocasiones críticas; el más impaciente en esto de penetrar dentro de los muros de la capital. Esperábasele con valor y serenidad dentro de ellos. La Milicia Nacional se hallaba tendida por todos los puntos, aguardando serena la ocasión de defender, con la causa de Isabel II, sus hogares y sus fortunas. Sin embargo, no sabemos hasta donde hubiera podido llegar la resistencia de las fuerzas que defendían un recinto tan vasto como el de la capital, si las tropas carlistas hubieran tenido el arrojo de acometer.

     ¡Día terrible! ¡día espantoso y de sangre hubiera podido ser aquel, y teatro de horrorosas escenas la capital, aunque Cabrera no hubiera penetrado más que en algunas calles de su populoso recinto! Pero los carlistas no atacaron: después de dos días de inacción a la vista de las puertas de Madrid, el General Espartero se acercaba rápidamente, y llegaba a Alcalá de Henares. En vano impaciente Cabrera se devoraba en deseos de embestir las puertas y penetrar en los palacios, que podía ver sin necesidad de anteojo; D. Carlos, poniendo el colmo a la irresolución y a la imbecilidad que formaban su carácter; D. Carlos, que sin duda en los sueños de su fantasía había esperado en el recinto de Madrid una insurrección popular o un trastorno revolucionario que le abriese las puertas, y le entregara las llaves del Regio alcázar de sus padres, dio repentinamente la orden de retirarse.

     Todos vieron claro, al saber tan singular determinación, que D. Carlos se alejaba para siempre. Retirándose de delante de Madrid, ya no debía volver a pisar su suelo. Su causa había llegado a su mayor apogeo. Siguiole en su retirada, causándole continuas pérdidas, el General Espartero, hasta más allá del Ebro, que ya no debía repasar. No sólo era este el sentimiento y la creencia del partido liberal: sus adictos participaban de él. El desaliento y la confusión se introdujeron, desde entonces, en la corte y en el campamento del Pretendiente. En él ya no se vuelve a ver ni un pensamiento, ni un plan, ni una combinación, ni un hecho de armas señalado, ni un Jefe de nombradía e inteligencia. Desde entonces, el que crece, el que brilla, el que amenaza, el que figura en la causa carlista, el que llama sobre sí la principal atención; el único que concibe un plan, que obra con unidad, con fe, con tesón, y combina y prepara para su causa los fundamentos de una larga y tenaz resistencia, cuando no fuesen los de una victoria, es Cabrera.

     Al retirarse D. Carlos, Cabrera se separó despechado y lleno de ira, en demanda de sus antiguas querencias, merodeando al paso por las comarcas que le podían ofrecer recursos. A pesar de sus reveses en la última campaña de Valencia, su conducta en la expedición había acrecentado su reputación militar. Creían todos que por él, por su arrojo, se hubiera tomado a Madrid; y al separarse de D. Carlos, si no llevaba consigo el aprecio de los Jefes que se tenían por entendidos y prácticos en el arte de la guerra, llevaba, sí, las simpatías de la parte más entusiasta y fanática de la expedición, y llevaba él mismo una idea de sí propio más alta que nunca, después que se había medido con otras capacidades militares, y después que sobre el terreno de aquellas malogradas operaciones, había podido comparar lo que se había hecho con lo que hubiera él ejecutado.

     Cabrera se situó en Cantavieja, que seguía fortificándose. La ausencia de la división de Oraa, que se ocupaba en perseguir al Pretendiente en su retirada, le permitió recorrer desembarazadamente los abundosos países de las márgenes del Júcar y del Guadalaviar, buscando en sus ricas poblaciones los recursos que no podía suministrar el exhausto Maestrazgo. Repuesto su ejército; allegada gran multitud de gente, y cargado con un inmenso botín, se retiró a su cuartel general, pensando siempre en mudarle. No había abandonado el pensamiento de apoderarse de Morella, y esta fue la ocasión de realizarlo. Un esfuerzo de audacia y arrojo de una sola compañía la puso en sus manos. Disfrazados de paisanos, escalaron, en el silencio de la noche, las empinadas rocas de su castillo; asesinaron a los centinelas en sus garitas; introdujeron el terror y el desorden en aquella fortaleza, y enarbolaron en su cima la bandera de Carlos V. Al amanecer, la escasa y despavorida guarnición de la plaza, que se creyó, sin duda, dominada por considerables fuerzas carlistas, abandonó la ciudad, que ocupó Cabrera, entrando a las pocas horas, enmedio del entusiasmo y admiración de los habitantes, que le recibieron en triunfo.

     Así empezaba para Cabrera el año de 1838. El principal objeto de sus miras estaba alcanzado. Los sucesos demostraron que no en vano le había codiciado con tanto ardor y perseverancia, y que la posesión de aquel punto tenía toda la importancia que le había dado. Otras víctimas realzaron la ocupación de Morella. Benicarló, en Valencia; Calanda y Alcorisa, en Aragón, cayeron en su poder, y el Jefe tortosino hubiera llegado a una grande altura de reputación, de respeto y hasta de gloria, si no hubiera deslucido sus brillantes hechos de armas con la crueldad que los acompañaba; si el inhumano sacrificio, y los horrores que hizo sufrir a los prisioneros de Herrera y Benicarló no hubieran teñido para siempre de inútil sangre sus hazañas; y si, a través de las cualidades de Capitán, no se dejaran entrever las inclinaciones, y los feroces instintos del guerrillero. Con todo eso, desde la toma de Morella, no puede confundirse a Cabrera con el común de los jefes de guerrilla; y a más altura se eleva todavía que el vulgo de los Generales.

     Dueño absoluto del Maestrazgo, fundó allí un verdadero gobierno, y creó un ejército. Aumentó considerablemente las fábricas de fundición de artillería de Cantavieja; se establecieron en Mirambel otras de pólvora y fusiles; nuevas fortificaciones se construyeron por todas partes, donde el terreno lo permitía, y los antiguos puntos fuertes eran rodeados de fosos, empalizadas, parapetos aspillerados y demás obras de fortificación. No se ocupaba en otra cosa que en estos trabajos toda la población del Maestrazgo.

     Cabrera era el alma de todo, estaba en todas partes, y valiéndose alternativamente del entusiasmo y del terror, llegó a adquirir sobre todos aquellos habitantes un prestigio, que rayaba en entusiasmo y adoración. Era bastante político para gobernarlos con cierta dulzura y equidad, para no vivir sobre sus recursos y fortuna, ni molestarlos con exacciones. Muy por el contrario, en todos aquellos pueblos reinaba la abundancia y circulaba el dinero. Las depredaciones de sus tropas se ejercían fuera de aquel recinto: más allá de las fronteras de su Estado, sus subalternos y sus soldados podían saquear y exigir contribuciones: pero en el Maestrazgo no había más autoridad que la suya, y la ejercía tan blandamente como le permitían su situación y sus circunstancias.

     Sus empleados, sí, podían temerle tanto como sus enemigos. Al menor desliz, a la más leve sospecha de prevaricación, a la prueba más ligera de falta de integridad, los hacía fusilar desapiadadamente. Duro, riguroso y altanero con sus oficiales y subalternos, era afable y benévolo con los soldados y con el pueblo. Pero su llaneza no era familiaridad. Había aprendido el arte de hacerse respetar, de imponer por medio de las exterioridades. Rodeábase de lujo y de aparato; usaba trajes ricos, primorosos bordados, y no escaseaba a veces en el atavío de su persona finísimas pieles, sortijas y brillantes de gran precio. Sabía distinguir el mérito y el valor, y la aptitud especial de los que le rodeaban, y mostraba una actividad no menos prodigiosa en el despacho de los negocios de aquella especie de Gobierno allí fundado, que la que lo había distinguido en las rápidas evoluciones de sus veloces correrías.

     A favor de estas cualidades y de aquellos trabajos de organización, e impelidos sin duda por las circunstancias, tan desfavorables a D. Carlos en el otro punto del teatro de la guerra, agrupábanse en derredor de Cabrera elementos con que hasta entonces no había contado. Tuvo a su lado Jefes entendidos, militares de alto mérito, oficiales facultativos de ingenieros y artillería, personas todas a quien poder consultar operaciones más complicadas, y someter la dirección de trabajos difíciles; y no faltaron tampoco aventureros de extrañas naciones, que venían a compartir las fatigas y penalidades de aquella azarosa vida, atraídos del entusiasmo de una causa célebre y de un nombre extraordinario, siquiera fuese inferior a las exageradas relaciones que había llevado a sus tierras la fama infiel del espíritu de partido.

     Tenía también Cabrera una junta de gobierno, compuesta de personas por la mayor parte eclesiásticas, que eran como los asistentes de D. Carlos cerca de su persona. No los tenía en mucho, ni los respetaba gran cosa el ardiente caudillo tortosino; pero era bastante sagaz para conservarlos a su lado, en testimonio del respeto y obediencia que prestaba a su Rey y señor, y para mantener por medio de ellos con la corte del Pretendiente correspondencia y relaciones que no le eran inútiles. Los miembros de esta junta pertenecían al partido exagerado o apostólico, dominante en los consejos de D. Carlos desde que había vuelto a sus antiguos reales, y dirigido por el joven y fogoso ministro Arias Teijeiro. Tenía este gran confianza en Cabrera; mirábale como el más firme apoyo, como la única esperanza que quedaba acaso a la causa de D. Carlos, y sostenía con él y con los que a su lado asistían, una constante correspondencia.

     Por lo demás, Cabrera sólo cuando le acomodaba seguía el parecer de aquellos consejeros, de quienes a sus solas se reía, y con frecuencia hasta en público se burlaba. Sucediole a veces hacer fusilar a un cura a pesar de las representaciones de aquella junta eclesiástica, y cuentan que, reconvenido por D. Carlos, le contestó sin miramientos: «Yo no he hecho fusilar a un cura, sino a un mal ladrón. En otro tiempo se le hubiera crucificado, como se estilaba entonces. Yo los hago pasar por las armas: los tiempos, señor, cambian las costumbres.»

     No hacía tampoco más aprecio que el que le convenía de las órdenes del Pretendiente; y dícese también que al margen de un decreto de su Real puño, solía escribir: «Recibido, pero no ejecutado: todo por el mejor servicio de S. M.»

     Esta actitud imponente del caudillo catalán, no podía dejar de infundir fundadas alarmas en el Gobierno de Madrid. Cuando se vio un hombre, que tanto se complacía y fundaba su principal mérito, su táctica, en la movilidad de sus expediciones, dar una base reposada, un asiento sólido a su dominio; cuando se traslució su plan de asegurar el vasto territorio sometido a su influencia con una línea de puntos fuertes, que abrazaba al Levante desde la embocadura del Ebro hasta las playas del Guadalaviar, y, penetrando, por otra parte, por la sierra y provincia de Cuenca, amenazaba llegar hasta el mismo corazón de Castilla; cuando se echó de ver que, aun en el caso de que D. Carlos se viera lanzado de las Provincias Vascongadas por el esfuerzo de las tropas o por el cansancio del país, podía encontrar otra nueva Navarra en el seguro abrigo que le preparaba su previsor caudillo; no pudo menos de conocerse toda la gravedad de esta peligrosa situación, de esta posible contingencia, y toda la importancia de desalojar al orgulloso Cabrera de los puestos en que se había encastillado.

     Entonces fue cuando, reforzadas con algunos batallones las tropas del General Oraa, se dio la orden y se concibió el plan de atacar a Morella. Dividiose el ejército en tres columnas, cuyas marchas convergentes debían tener por centro la capital del Maestrazgo. Mandaba la una Azpiroz, por la parte de Alcañiz y las sierras del norte. El General Borso tomaba posición al sudeste, viniendo de la Plana de Castellón. El General en Jefe, teniendo a sus órdenes la división de Pardiñas y Nogueras, avanzó desde Teruel el 24 de julio, confiado en el arrojo de sus tropas, y en el formidable tren de artillería que se había puesto a su disposición. También había confiado, acaso más de lo que debiera, en la impericia de las tropas de Cabrera, en su falta de conocimientos militares, y en la incapacidad de resistir a los combinados ataques de un sitio en regla, y de tan poderosas fuerzas.

     La atención de España, la de la Europa entera, se fijó entonces en aquel sitio con ansiosa y anhelante expectación. La causa de la Reina y la del Pretendiente estaban pendientes del éxito de aquellas operaciones, y esperábase con impaciencia, como el preludio de otras decisivas que por aquel tiempo mismo se preparaban. En Navarra se marchaba sobre Estella; en Cataluña, Berga se veía amenazada. Oraa debía tomar a Morella. La causa carlista podía sucumbir casi instantáneamente en estos tres puntos. La guerra civil pasaba entonces por una de sus crisis más memorables.

     Cabrera por su parte no se había descuidado: conoció toda la importancia de su posición; que había llegado el día de desplegar todos los recursos de su genio. Es sin duda este sitio, esta defensa, el más glorioso de sus hechos de armas; y sería siempre la página más brillante de su historia, aunque la fortuna le hubiera abandonado.

     A la aproximación de las tropas de Oraa, Cabrera dividió las suyas. Dejó dentro de la plaza una guarnición bastante numerosa, aguerrida, entusiasta y resuelta a perecer bajo aquellos muros; y él con una división de tres mil hombres se salió al campo y ocupó las alturas que rodean a Morella, situándose a la espalda y sobre los flancos de los sitiadores, cuando estos llegaron a acampar delante de sus murallas. Desde allí molestaba diariamente al enemigo; podía interceptarle sus convoyes; le embarazaba en sus operaciones, atacando a veces con denuedo sus atrincheramientos: su inmediata presencia, sus operaciones arrojadas animaban a la guarnición, con la cual podía además sostener comunicaciones por medio de avisos y señales en las atalayas. Dícese también que casi todas las noches penetraba solo el mismo Cabrera dentro de los muros de la plaza sitiada, ocupándose en animar el entusiasmo de la guarnición, en inspeccionar sus obras de defensa, para volver antes de la aurora a su campamento a discurrir y ejecutar una nueva empresa contra sus enemigos. No puede decirse, a la verdad, cuál de los dos Generales era el que se hallaba sitiado.

     La posición del General Oraa, entre una plaza provista, defendida y fortificada, y un cuerpo enemigo a retaguardia, en un país talado y yermo, careciendo absolutamente de víveres, y no sobrado de provisiones, no era, ciertamente, la más lisonjera. Había tenido que esperar bastantes días su tren de batir, retrasado considerablemente en su conducción por el impracticable estado de los caminos que conducían a la plaza. Sin embargo, el arrojo del ejército liberal excede a toda ponderación. La relación de las fatigas que sufrieron nuestras tropas delante de aquellos muros, parecería fabulosa, Conociéronse desde luego las dificultades que ofrecía el apoderarse de la plaza a viva fuerza; y la falta de recursos no daba lugar a la continuación de un sitio tan largo. No quisieron, empero, levantarle sin intentar siquiera el asalto.

     El fuego rompió por ambas partes; fuego certero, fuego mortífero, fuego horroroso: centenares de valientes hallaron su tumba al pie de aquellas rocas. Al fin se abrió la brecha, se reconoció, se halló practicable, más a los ojos del arrojo, que a los del acierto; pero en tanto que se hacían los preparativos del asalto, los sitiados amontonaron a espaldas de la brecha innumerable cantidad de combustibles de viejas maderas de más de cien casas que habían derribado en los preparativos de fortificación. Cuando se dio el asalto, pusieron fuego a todos aquellos materiales, y el ejército sitiador halló, en vez de la brecha de una plaza, las puertas encendidas de un infierno; que tal parecía aquel inmenso incendio, dilatando a larga distancia el resplandor de sus siniestras llamas y el calor ardiente de su abrasada hoguera.

     Dos asaltos se dieron, ambos con infelicísima fortuna: el fuego ardía día y noche sobre la inflamada brecha; mil valerosos jóvenes lucharon en vano, al pie de aquellos muros, con un destino inexorable. Allí quedaron sepultadas infinidad de vidas preciosas y de esperanzas cortadas en agraz. Allí, multitud de jóvenes bizarros y para siempre gloriosos terminaron su carrera aciaga y desesperadamente. Fue preciso levantar el sitio. El resplandor de las llamas de la brecha alumbró todavía la retirada de los sitiadores, y a su faz siniestra pudo Cabrera contemplar su triunfo. Oraa, sereno en medio de su aflicción y de su desastre, verificó su retirada con el mayor orden, en tanto que Cabrera entraba triunfador en su ciudad libertada. Ningún vencedor se vio acogido con mayores transportes de entusiasmo. La población entera le recibió de rodillas, en tanto que las campanas resonaban en estruendoso repique, y que el clero, cabildo e individuos de la junta salían en procesión, con el palio, a derramar flores y bendiciones sobre el afortunado General. Su triunfo había sido completo, decisivo; las consecuencias, inmensas.

     Las decaídas esperanzas de la corte carlista se reanimaron: las operaciones contra Estella se suspendieron. Berga no fue atacada. En Madrid tuvo lugar una crisis ministerial: Oraa no podía seguir en el mando de su ejército, desmoralizado por tan gran revés. La fuerza moral de la causa de la Reina había sufrido una herida tanto más profunda, cuanto más inesperada. El levantamiento del sitio de Morella fue un acontecimiento europeo. Cabrera tocaba al apoyo de su gloria El aventurero tortosino recibía, con una carta autógrafa de su soberano, los entorchados de Teniente General. El hijo del patrón del barco, el gato de mar de una trincadura del Ebro, era nombrado Título de Castilla y podía firmar con el dictado de Conde de Morella.

     Cabrera no pensó en perseguir a Oraa, que pudo rehacerse bastante tranquilamente sobre Alcañiz. A los cuatro días, y cuando se le creía aún saboreando su victoria de Morella, aparecía inesperadamente el General carlista a veinte leguas, al pie de los muros de Valencia. Las damas que se hallaban bañándose en el Cabañal, tuvieron que huir desnudas y despavoridas, de sus escuadrones, antes que allí hubiera llegado la noticia de su triunfo. La rica huerta de Valencia sufrió entonces el más horroroso saqueo. El espanto se apoderó de toda aquella comarca. Valencia cerró aterrada sus puertas, por las cuales durante tres días no salió una persona. En ninguna parte encontró resistencia. Víveres, cosechas, rebaños, yeguadas, dinero, un inmenso botín fue el producto de esta expedición. Cabrera se apresuró a volver a Morella para almacenar el fruto copioso de sus merodeos, atravesando sin obstáculo con un inmenso bagaje por entre las columnas de Borso y del General en Jefe.

     A los cuatro días de su victoria se hallaba, como hemos visto, cuatro jornadas al Sur. A otros tantos de su regreso a Morella amenazaba a Falset, veinte leguas al norte, con la esperanza de un rico botín, ya que no sea con la de la ventaja con que la fortuna quería coronar su triunfo sobre los esfuerzos de Oraa.

     Supo el General Pardiñas, que mandaba la tercera división del ejército del Centro, el movimiento del nuevo Conde de Morella, y halagado con la idea de vengar del desastre sufrido el honor de las armas constitucionales, estimulado con la indignación de ver retirarse a un ejército respetable delante de las que se habían llamado hordas de bandidos, trató de disputarle el paso, y al frente de seis mil hombres de buenas tropas le salió al encuentro, el 1.º de octubre, entre Flix y Maella, de cuyo último punto había salido el General cristino.

     No rehusó Cabrera la batalla: aunque con menores fuerzas, esperó a pie firme, y dio a sus tropas la señal de resistir con denuedo. Trabose el combate, encarnizado y sangriento. Peleaban nuestras tropas en el deseo de vengar un revés; los de Cabrera con el empeño de no deslustrar sus glorias; mas al fin de dos horas de fuego, las filas carlistas empezaron a ceder. El ala izquierda empezó a replegarse, y el movimiento de retirada se comunicó a toda la línea. Cabrera se vio perdido. Haciendo un movimiento desesperado, avanza por medio de los suyos, gritando: «¿Cobardes, me abandonáis?... ¡pues bien, yo voy a morir solo enmedio de los enemigos!» -«No iréis solo, mi General, le respondió el Jefe de un escuadrón aragonés: vuestros aragoneses os siguen también.» A estas palabras, el Coronel vuelve caras, y su escuadrón se lanza furiosamente sobre la izquierda del enemigo, que retrocede delante de este inesperado movimiento. El bizarro Pardiñas, viendo aquel desorden, se arroja por aquella parte a la cabeza de su Estado Mayor. El Coronel aragonés corre a él y le atraviesa de una lanzada. Su Estado Mayor, acometido por toda la caballería carlista, vuelve grupas. Cabrera, que había podido reunir a los fugitivos, carga en aquel punto con todas sus fuerzas. La muerte de Pardiñas difunde el desaliento y la consternación por todas las filas. Piden cuartel, y son hechos prisioneros. Eran cinco mil. De toda la división sólo pudieron salvarse escasos dos mil hombres.

     Este desastre elevó a su colmo la fama y el terror de Cabrera, y agravó la consternación en el ejército de la Reina. Era el General Pardiñas uno de sus más bizarros, de sus más queridos Jefes: su vida, una de las más gloriosas esperanzas del ejército español. Joven, rico, instruido, generoso, valiente hasta la temeridad, e ilustrado con el triunfo que pocos meses antes había conseguido sobre la expedición de D. Basilio, su muerte fue sentida y llorada con sincero y amargo duelo, de un extremo al otro de la Península.

     Ahora hemos tenido dolorosos motivos para consolarnos de su triste pérdida. Al fin murió con gloria; sucumbió en el campo de batalla. Al recordar el temple de su carácter, y sus ideas políticas, pensamos que, de haber vivido, hubiérase podido ver envuelto en la desgracia de otros Generales que rivalizaban con él en juventud, talentos y bizarría. Podría hallarse expatriado como Concha, Pezuela y O'Donnell, nombres entonces, como el suyo, ilustres. Podría haber muerto con el nombre de traidor como Borso, con la calumnia de regicida como León. ¡Oh, sí!... ¡mejor ha muerto él en los campos de Maella!-No podemos llorarle ya.

     Más triste fue la suerte de sus desgraciados compañeros. Cabrera, según su costumbre, hizo fusilar bárbaramente a la mayor parte, y los que sobrevivían hizo que sufriesen en los depósitos tan crueles tratamientos y tan lentos martirios, que podían envidiar la suerte de los que de una vez sucumbían al plomo y a la lanza de sus vencedores. Noventa y seis sargentos de la división de Pardiñas fueron fusilados en el Forcall: cuarenta heridos que se habían transportado al convento de Maella, sufrieron igual suerte: cincuenta soldados de caballería del Rey fueron alanceados sin misericordia; y la guarnición del fuerte de Villamalefa, que por entonces cayó también en su poder, fue igualmente pasto de la sed de sangre que aquejaba a los vencedores.

     Los pueblos, por su parte, abrasados de venganza al oír la relación de tales crímenes, especialmente aquellos en que predominaba el partido de la Reina, y en que había Milicia Nacional, quisieron corresponder a aquellos hechos de barbarie con otros no menos sangrientos. Los prisioneros carlistas que había en Zaragoza, en Teruel y en otros puntos fortificados, fueron asesinados también en represalias. Esta palabra funesta empezó a sonar de boca en boca, como un grito de sangre que mutuamente se enviaban de un campo al otro, cristinos y carlistas. Las familias o parientes de los que seguían a Cabrera, los vecinos reputados sus adictos o que profesaban opiniones carlistas, fueron en muchos pueblos inmolados en sangrientos motines a la exasperación de los Nacionales.

     Una valla de sangre se alzó entre ambos partidos. Mal decimos valla: un ancho foso, por donde corría mezclada, con mengua de lo que se llama humanidad y civilización del siglo, la de millares de inocentes de ambos partidos. Cabrera había jurado que por cada carlista fusilaría él diez cristinos; y hombre era él de no faltar a tales juramentos. Casi todos los prisioneros que tenía en su poder, sellaron con su sangre aquel terrible voto.

     Era preciso poner un término a esta situación. El General Van-Halen, que había succedido a Oraa en el mando del ejército del Centro, no había podido atajar a su llegada aquella bárbara alternativa de matanza y de sacrificios. Acaso no está exento de haber autorizado algunos. No era su carácter el más a propósito para entrar en vías de humanidad, y notorias fueron las disensiones suscitadas entre él y el General Borso, por haber querido obligar a este a fusilar los prisioneros a quienes en el campo de batalla había prometido la vida(24). Ofició, sin embargo, Van-Halen al General carlista, echándole en cara sus horrores y atrocidades, y Cabrera no se quedó corto en las recriminaciones y dicterios con que contestó.

     Nada produjeron estas contestaciones más que un bando espantoso de Van-Halen, sistematizando las represalias, que puede figurar dignamente al lado de las órdenes del día del General faccioso. Todavía fuera disculpable si aquella medida fuera seguida de operaciones capaces de contener, de amenazar siquiera al caudillo carlista. Pero aquellos anuncios de sangre eran fanfarronadas ridículas en boca de la impotencia. Van-Halen no tenía fuerzas ni elementos para contrarrestar el poderío de Cabrera. Este era entonces el verdadero Capitán General de aquellos reinos.

     Las operaciones militares, durante toda la administración de Van-Halen, no pudieron ser otra cosa que la defensa local de algunos puntos fuertes, y la fortificación de algunos otros, que podían ser defendidos, hecha casi enteramente por las mismas poblaciones interesadas. Así que sus arrogantes amenazas no podían atenuar la inhumanidad de sus enemigos, ni merecer la aprobación del Gobierno, que contemplaba los sucesos a mayor altura.

     Tomose, pues, desde más alto la represión de estas atrocidades, y la regularización de una guerra, en la que no dar cuartel, sobre ser una barbarie, redundaba en perjuicio del partido, casi siempre vencido entonces. D. Carlos, que había elevado a Maroto, General del partido moderado carlista, al mando supremo de sus ejércitos, envió comisionados y comunicaciones a Cabrera con el fin de que se aviniera a poner un término a aquel sistema de sangre y horrores. Van-Halen, por su parte, hubo de prestarse a iguales intimaciones. El tratado de Elliot se hizo extensivo a la guerra de Aragón y Valencia; y el General que con tanto desprecio y desdén había tratado a Cabrera, hubo de poner su firma en un convenio en que le reconocía como Teniente General, y en que se le daba el título de Conde de Morella.

     Reinaba entonces tranquilamente el General tortosino en sus vastos dominios. Desde su fortaleza de Morella tenía bajo su dominación casi una cuarta parte del territorio español. Su ejército ascendía entonces a cerca de 20.000 hombres y 800 caballos. Su tren de artillería constaba de 40 piezas. Tres Generales de valor y mérito, hechura suya, uno de ellos casado con su hermana, e identificados con sus intereses, su causa y su vida, eran los jefes de sus divisiones. Forcadell, Llangostera y Polo eran sus nombres, nombres que se habían hecho ya respetables y temidos. Todavía pudiera haber sido mayor la fuerza de su ejército; pero no tenía armas: las había solicitado con empeño; había trabajado con ardor infatigable y poderosa actividad para procurárselas; había logrado, en fin, que se le enviaran dos remesas desde Inglaterra; pero fue desgraciado en esta parte, porque los dos buques que las conducían vinieron a caer uno tras otro en manos de los cruceros destinados a su captura. De todos modos, era entonces formidable su poder. Hemos dicho ya que todo lo que contra él se podía intentar eran defensas locales de pueblos amenazados. Así, que los hechos de armas de todo este período, se reducen a la defensa de Villafamés, y al mal éxito que tuvo una expedición de Llangostera y Forcadell a la huerta del Júcar. Pero estos hechos parciales ninguna fuerza daban a nuestra causa, ni mella alguna podían hacer en la suya. Cada día que pasaba, se consolidaba su dominio, e iba en aumento el prestigio de su autoridad.

     Van-Halen quiso un momento salir de este estado de inerte defensiva, y atacar el fuerte de Segura, que se levantaba tremolando el pabellón de Cabrera sobre gran parte de Aragón. Llevose también numeroso tren de artillería, de Zaragoza: abundantes convoyes de víveres: gran cantidad de recursos se pusieron a disposición del General hispano-belga. Pero todo en vano. No fue más dichoso Van-Halen delante de Segura que Oraa delante de Morella. No se mostró Cabrera menos activo, menos intrépido, menos inteligente que en aquella ocasión. El sitio se levantó; Van-Halen fue llamado a dar cuenta de su conducta: Cabrera continuó triunfante. Sus expediciones llegaban desde Valencia a la Mancha. La línea de sus plazas fuertes avanzábase ya hasta la provincia de Guadalajara, hasta menos de dos jornadas de la capital de la Monarquía.

     Al Gobierno de la Reina no se le habían ocultado los peligros de esta situación. Había conocido y previsto bien la posibilidad de lo que ahora sucedía, y la necesidad de organizar un ejército respetable para las provincias de Aragón y Valencia. Bajo la inspiración de este pensamiento, se había formado el ejército de reserva, a las órdenes del General Narváez. Cómo este proyecto abortó, no es este el lugar de referirlo: en algunas de las demás biografías que nos proponemos escribir, le tendrá oportuno y señalado. Ahora bástenos saber que aquel ejército y aquel plan se desvanecieron como una ilusión, ante la voz poderosa del que ya quería ser solo en la guerra, para serlo después más todavía en la paz. No era ya el Gobierno quien podía enviar un ejército, y nombrar un General para batir a Cabrera. El General en Jefe del norte lo creyó de su atribución exclusiva.

     El General O'Donnell fue destinado a mandar el ejército del Centro. Fundáronse grandes esperanzas en su nombramiento, esperanzas justamente apoyadas en su valor, en su pericia militar, en sus talentos, en el conocimiento de la guerra civil, que había podido adquirir en el norte. El mismo Cabrera concibió recelos y temores de su joven y bizarro competidor. O'Donnell fue recibido como el salvador de Aragón y Valencia, y empezó en efecto gloriosamente sus operaciones, haciendo retirar a Cabrera de delante de Lucena y de Tales, en cuya toma había hecho formal empeño; pero a pesar de esta ventaja, las esperanzas que el mismo O'Donnell abrigaba no eran, sin duda, las que podía fundar en sus propios recursos. Al salir de las Provincias Vascongadas había visto cuán mal parados iban allí los negocios de D. Carlos, y la posibilidad de un desenlace favorable al triunfo de la causa liberal.

     Sabía él que no se le destinaba a triunfar de Cabrera. El General en Jefe del ejército del norte se reservaba esta gloria. La misión de O'Donnell era ganar tiempo, reanimar algún tanto el espíritu público, infundir esperanzas y organizar tropas. En efecto, a su llegada al que se llamaba ejército del Centro, no había tal ejército. Él lo creó. Aquellas tropas habían estado como abandonadas a su suerte. Las derrotas las habían desmoralizado, y el ejército del norte nada dejaba al Gobierno con que poder atender a la subsistencia de aquellos soldados, harto más desatendidos y maltratados que las que se llamaban hordas de Cabrera. El que los hubiera visto entonces, y hubiera presenciado un año después el desfile que la Reina Gobernadora miró desde los balcones del último palacio donde residió en España, hubiera admirado seguramente los talentos y trabajos del General, que de tal manera había casi improvisado un brillante ejército.

     En tanto, Cabrera, a quien nunca había podido abatir la desgracia, ni vencer afamados o ilustres Generales, rendíase al peso de su propia actividad, y de los esfuerzos de una naturaleza agotada. Habíale postrado una enfermedad grave, que puso en cuidado a todos los que le rodeaban, y en peligro su vida. Faltáronle de repente sus fuerzas; perdió la energía del pensamiento; desfallecía rápidamente; una calentura lenta le devoraba: se consumía, se moría, y no sabían de qué. Cabrera padecía lo que más o menos han llegado a padecer los hombres, que recibiendo toda su fuerza del poder de la voluntad, se consagran por espacio de algunos años a una vida de exaltación y de continuo trabajo, que por algún tiempo sostiene sus fuerzas, pero que los devora y los gasta al fin.

     Cabrera tenía una de aquellas enfermedades deque han sido víctimas tantas existencias revolucionarias. La enfermedad de Cabrera era como la de Masaniello, como la de Mirabeau, como la de Hoche, como la de D. Pedro de Portugal: el cansancio, el desfallecimiento. Los cuidados más asiduos, la asistencia más esmerada, le fueron prodigados para salvarle. Catorce médicos rodeaban su lecho, y se hacían diariamente rogativas públicas para que el Todopoderoso prolongase una existencia tan preciosa a los ojos de los que lo miraban como su salvador. Los que han despreciado a Cabrera, y le han tenido por un hombre común, podían volver sus ojos a este período de su existencia, en el cual un gran pueblo y un numeroso ejército veían consternados que en el día de su muerte no tendría sucesor.

     La temida crisis política se iba realizando en el norte, y no podían ser desconocidos en Morella los tratos que mediaban entre los Jefes del ejército vascongado y el General de la Reina. En aquel inminente recelo de una defección, de un convenio, los que rodeaban a Cabrera fijaban con dolor sus miradas en su lecho. Su única esperanza, el hombre a quien los apuros no desalentaban, a quien los reveses engrandecían, el hombre que no podía transigir, el hombre del entusiasmo, del fanatismo, del terror, estaba en él postrado, próximo a perecer, y a perecer con él su causa. El hombre que así la representaba, el hombre cuya vida era la vida de su partido, merecía la importancia que le daban.

     Varias veces se anunció la nueva de su muerte; y no era demasiado infundada esta noticia, porque varias veces estuvo a punto de sucumbir. Las desarregladas costumbres de su juventud primera, que había conservado en la vida militar; los excesos y placeres con que alternaba las penosas fatigas de sus campañas; la tensión continua de un espíritu, que no dejaba por el trabajo material las ocupaciones no interrumpidas de administración, gobierno y dirección de los negocios de su Estado, y las diplomáticas intrigas y relaciones con la corte del Pretendiente; por último, las muchas heridas que, predigo de su persona y de su sangre, había recibido en casi todas las acciones de cuenta. en que se había hallado, tenían arruinada hasta tal punto su constitución, que si parecía posible que resistiera a la crisis del mal, no parecía probable que soportara la postración y languidez de una penosa convalecencia.

     Así algunos meses fueron para él una constante agonía. Luchó, empero, con la muerte como con la desgracia. Acaso si entonces hubiera vencido, hubiera muerto al mismo tiempo, como D. Pedro de Braganza: diole vida todavía su voluntad indomable. La necesidad de hacer un esfuerzo desesperado reanimó su existencia. Jamás le había abandonado el pensamiento de su causa y de sus negocios. En el lecho de la muerte y batallando con las últimas congojas, gobernaba todavía; daba órdenes, era el Jefe.

     Postrado aún, pero vivo, se hacía llevar algunas veces en silla de manos a la vista de sus tropas y del pueblo; y su semblante pálido, pero risueño y tranquilo, sus ojos, cuya vivacidad fascinadora no había podido apagar de todo punto la intensidad del mal, reanimaban en los suyos el valor y la esperanza, que no habían desaparecido de su corazón. Era entonces verdaderamente Cabrera una personificación harto exacta, una verdadera efigie de la causa carlista.

     Esta sucumbía. Había llegado el momento de que la ilusión de D. Carlos se desvaneciera. Su partido carecía de hombres y de bandera, porque el hombre no había sido digno de su partido. D. Carlos debía ser el símbolo del poder fuerte, el representante de la unidad monárquica; y su ejército, su corte, su campamento, eran la revolución y la anarquía. Faltó a los suyos el entusiasmo, porque faltó el porvenir, y le abandonaron. Su impotente resistencia, sus ridículas perplejidades precipitaron su caída; y el 31 de agosto de 1839 sus tropas y las provincias que habían sido teatro de tan obstinada querella, reconocieron el Gobierno de la Reina Cristina y los derechos de Isabel II en los campos memorables de Vergara.

     D. Carlos, seguido de algunos fieles y decididos navarros, no tuvo en aquellos instantes ni el valor de las mujeres, el valor de la desesperación. Pudo abrirse paso hasta el Maestrazgo: quedábanle todavía las tropas, de Aragón, de Valencia y Cataluña; quedábale Cabrera, y con D. Carlos hubieran pasado a las tierras del Maestrazgo muchos Jefes que, ya no por entusiasmo político, pero sí por el fanatismo del honor, por la religión de sus juramentos, no habían querido mezclar su nombre a lo que la política podía llamar una necesidad, y la Nación un acontecimiento venturoso; pero que la escrupulosa moral podía presentar bajo el aspecto de una defección traidora. D. Carlos, menos leal a su partido que sus generosos paladines, nada hizo sino descender tristemente las vertientes del Pirineo, como Boabdil los cerros de Padul.

     Cabrera quedó solo, abandonado a su suerte. Todo el ejército del norte, el Duque de la Victoria a su frente, ochenta mil hombres, más de seis mil caballos, cien piezas de artillería, todo esto, que hubiera bastado en poder de Aníbal, de César, de Alejandro, o de Gonzalo de Córdoba y de D. Juan de Austria para conquistar la Europa, se puso en movimiento para atacar al que llamaban todavía Jefe de bandidos. Y no cayeron sobre él para aplanarle de repente con tan formidable aparato. Diez meses tardó todavía la pacificación completa.

     Al anuncio de estos preparativos, de la sumisión de Maroto y de la retirada del Pretendiente, varios Jefes de su cuartel general, y aun él mismo, recibieron comunicaciones, en que se les hacía presente la necesidad de concluir la guerra, y lo inútil de toda resistencia. Cabrera reunió su consejo, manifestó el estado de los negocios, y a par de las eventualidades de la lucha, la posibilidad de entrar en negociaciones. A estas palabras Llangostera y Forcadell se levantaron desatentadamente diciendo que no querían oír tratar de posibilidad ni de asomo de avenencia,

     Saliéronse del salón, y Cabrera cerrando las puertas, añadió a los circunstantes: «Mejor; aquí no queremos locos;» y continuó en consultar tranquilamente con los demás Jefes y Oficiales, de los cuales no todos fueron del mismo parecer, y algunos manifestaron los inconvenientes de seguir la guerra, y las ventajas de una capitulación. Cabrera levantó la sesión; mandó enseguida fusilar a todos los que habían emitido opiniones de paz; publicó un bando para que todo el que pronunciara la palabra de convenio fuera irremisiblemente pasado por las armas; trazó una línea de circunvalación alrededor de sus posiciones, de las que mandó desalojar a todos los habitantes en el radio de una legua, y por medio de destacamentos que patrullaban por esta frontera, fusilando a toda clase de personas que se atrevían a pisarla, se aisló del resto del mundo y esperó la acometida de sus contrarios, reorganizando sus tropas, haciendo atrincherar todas las gargantas y fortificar todas las rocas que rodeaban a Morella y Cantavieja. Fuera de aquel recinto nada se traslucía de sus operaciones y de sus planes. Solamente sobre la explanada del castillo de Morella y sobre las nevadas alturas de la sierra del Maestrazgo, veíase ondear una bandera negra, con harto tremenda y siniestra significación.

     El invierno fue rigoroso; las cumbres se coronaron de nieve; los caminos se hicieron impracticables. El General Espartero movió su ejército formidable, pero no embistió. A una legua de Castellote, y teniendo a su frente, como en anfiteatro, la línea de fortalezas de Cabrera, asentó su campamento en el Mas de las Matas, y aguardó una estación más benigna para emprender las operaciones militares, distrayéndose acaso de los ocios de esta dilación en combinaciones y proyectos políticos. Cabrera por su parte, rompiendo su silencio, había publicado una proclama que la Historia debe consignar, y que trasladamos aquí. Dice así:

     «Voluntarios: Las armas alevosas de que la revolución se vale contra los valientes, han alejado al Rey de nuestra Patria, y cogido en redes infames un ejército de héroes. ¡Eterna ignominia cubrirá a los indignos españoles, que con descarada impudencia, y a una con los enemigos, han trabajado por más de dos años en inutilizar la noble sangre, que con envidiable gloria ha derramado la fidelidad en los campos vasco-navarros! Si las palabras venenosas de paz, hermandad y humanidad, etc., etc., con que los traidores han podido engañar a nuestros hermanos, llegasen a vuestros oídos, abominad de ellas y avisadme. ¡No hay otra paz que la que no tardará en dar a la España entera nuestro amado Soberano el Sr. D. Carlos V, nunca más ilustre que cuando parece más desgraciado!

     Voluntarios: Me conocéis, y os conozco. La indignación, no el desaliento, se ha apoderado de mi corazón, como de los vuestros, al saber los sucesos del norte, y ansío el momento en que poderos decir desde el campo: Ese que tenéis enfrente es el ejército que, envanecido con sus glorias postizas, pretende asustaros con su número y aparato: aquel es el General a quien una vil traición hizo Conde, y manejos todavía más traidores y torpes han prestado el título ridículo de Duque de la Victoria.

     ¡Voluntarios! Me engañaría mucho si el coraje que siento en mi pecho, no le viese hervir en el vuestro en el momento, que ya tarda, de medir nuestras armas leales con las traidoras de la revolución. este día se acerca, y vuestro General, que nunca os prometió en vano la victoria, os protesta con todas las veras de su corazón, que jamás ha presentido con más seguridad los días de gloria que os esperan.

     Una ojeada rápida que mi alma da en este instante sobre mi penosa vida, me recuerda la hora en que, hace seis años, capitaneaba quince hombres, armados por mitad de palos y escopetas... ¿Podría pensar en la serie de inauditos sucesos que se han seguido?... Pero la Providencia, que se complace en humillar a los soberbios, ha dirigido mis pasos; el Dios de los ejércitos, en cuyo nombre peleo, ha coronado con la victoria mi intención pura, y la sangre de mi inocente madre, derramada por su gloria, obtendrá, no lo dudéis, que el ejército compuesto de los valientes y leales compañeros de su hijo, confunda para siempre la soberbia de la revolución, que ha inundado de lágrimas y sangre nuestra hermosa Patria.

     Voluntarios: ¡Fieles compañeros de mis trabajos y de mis glorias! La Religión y el Rey piden nuevos esfuerzos de nosotros; y el Rey y la Religión los tendrán. ¡Contadlos por victorias!... Os lo promete vuestro General y camarada, a quien, como siempre, veréis pelear como capitán y como soldado.-¡Viva la Religión! ¡Viva el Rey!»

     Cuartel general de Mirambel 7 de octubre de 1839. El Conde de Morella.

     Sin embargo, su destino se consumaba. Había tal vez esperado fuerzas y socorros exteriores, apoyo de potencias extranjeras; y todo le faltó. Se halló solo, estaba enfermo, y hubo de convencerse por último de que no podía vencer sólo con su nombre las fuerzas contra él coligadas. Espartero se movió al fin. Castellote, Segura, Cantavieja se rinden a la primera acometida. Morella, aquella fortaleza, que tan gloriosamente había resistido los ardientes ímpetus de los soldados de Oraa, se entrega a discreción, y los batallones de Espartero enarbolan sobre su formidable castillo el pendón de la Reina. Cabrera se había retirado; con él la resistencia, el entusiasmo, el valor.

     Al frente de doce mil hombres pasó en buen orden el Ebro, replegándose sobre Cataluña, acaso con ánimo de intentar alguna resistencia en la frontera. Todavía en este movimiento sostuvo con dignidad su posición. O'Donnell se le opuso con su división; Cabrera voló aún por última vez al campo del combate, buscando la muerte que no encontraba en su lecho. No pudo alcanzarla en su valor desesperado. El plomo de nuestras tropas sólo dejó muerto a su caballo. El bizarro O'Donnell,-acaso el único que hubiera podido vencer a Cabrera, y el único, que no le despreciaba,- hizo justicia a su valor en el parte de aquella acción, en que una bala había herido gravemente a su hermano Don Enrique.

     Este encuentro fue la última despedida, el último hecho de armas del guerrero tortosino. Encerrose en Berga con sus fieles aragoneses: desde allí tendió su vista por el suelo español, y esta mirada hubo de ser para él de profundo desconsuelo. Desde allí vio a la Reina Cristina abandonar la capital de la Monarquía, y emprender con sus excelsas hijas su viaje a Barcelona a través del mismo territorio que no ha mucho había él dominado. Todavía una división de sus tropas, al mando del intrépido Balmaseda, quiso oponerse al paso y arriesgar una intentona desesperada. El General Concha con su división recibió las órdenes de S. M. y desbarató casi a su vista las últimas avanzadas facciosas.

     La Reina pasó. Llegada a Lérida, el General en Jefe recibió de sus labios la orden de ir a atacar el último baluarte del carlismo. El 30 de junio entró en Barcelona. El 4 de julio el General León daba en Berga la última gloriosa lanzada a las tropas facciosas. ¡León, Concha, O'Donnell, María Cristina últimas personas que desalojaban a Cabrera del territorio español, que ellos no debían tardar en trocar también, unos por un amargo destierro, alguno por el suplicio! Cabrera les precedió poco tiempo. El 6 de julio se hallaba sobre la frontera francesa al frente de 10.000 bravos aragoneses: 200 gendarmes estaban encargados de recibirle y desarmarle.

     Aquellos hombres, fieros, aguerridos y silenciosos, rodeaban tristemente a su General, se apiñaban en rededor suyo, para tener el consuelo de mirarle por la vez postrera; de darle el último adiós con el último viva.

     Todos aquellos hombres lloraban acaso por la vez primera de su vida. Cabrera lloraba también. Todavía le ofrecían su sangre, su vida, y sostener la guerra y prolongar la resistencia en aquellas montañas.

     Forcadell, Llangostera, Polo y los demás Jefes aragoneses estaban todavía a su lado animándole a la lucha, y ofreciéndole su brazo. Pero él no se conmovió con esta postrera explosión de entusiasmo. Vio que su destino se había cumplido, y sometíase a él resignadamente. Él, que había derramado tanta sangre de enemigos y rivales, quiso ahorrar la de sus compañeros. Jefe todavía, les dio la orden de dejar las armas. La obedecieron con respeto y resignación, y atravesando tristemente la frontera francesa en columnas, con el mayor orden, y escoltados por doscientos hombres, su caudillo los dejó para ir a reunirse con sus dos hermanas, que le habían precedido algunos días.

     Tal es el hombre que logró en España, por espacio de tres años, una fama tan terrible. Hemos procurado pintar sus principales hechos de armas, y los rasgos más pronunciados de su carácter. Abstrayéndonos todo lo posible del espíritu de partido, no nos hemos dejado alucinar por exageraciones abultadas, ni hemos dado cabida al desprecio con que algunos le han mirado.

     Cabrera no es a nuestros ojos un genio; pero no es un hombre común: tiene un lugar en la Historia, y su figura sobresale demasiado en el cuadro de nuestra guerra civil, para que pueda borrarse en mucho tiempo de la memoria de los hombres. Cabrera, -como todos los hombres notables y los grandes Capitanes,- no aparece grande en sus principios; pero es una manera muy vulgar de considerarle la de no ver nunca en él más que al estudiante de Tortosa. Cabrera es un personaje que se crece con el tiempo y con los sucesos. Cuanto más dilatada es la esfera de su acción, tanto más dignamente la ocupa. Cabrera no decae nunca. Los que han dicho que no se mostró digno, en los últimos tiempos, de su elevación y de su fama, no creemos que le hayan juzgado bien.

     Atacado por ochenta mil hombres entusiastas y victoriosos, y reducido a sus propios recursos, la temeridad de resistir era más grande que la gloria de vencer. No somos nosotros los que le tenemos por un gigante, ni por un genio extraordinario. Los que le han enaltecido, los que le han ensalzado, fueron aquellos, que con tan formidables aprestos y tan cuantiosas sumas, y tanto número de batallones y de bocas de fuego le circunvalaron.

     Lejos de nuestro pensamiento la intención de reprobarlo, y de no aplaudir el haberse ahorrado el derramamiento de sangre preciosa en esta última campaña; pero no neguemos a cada uno su mérito individual, ni a Cabrera, vegetando hoy en el destierro, el consuelo de poderse creer de tanta valía como los que le hostilizaron.

     En hechos militares rivalizó con todos, y con todos luchó, y venció a muchos; y aparte de sus cualidades de guerrero, acaso era superior a ellos todavía en la sagacidad y perspicacia para dirigir los negocios, escoger sus hombres, manejar la intriga para conservarse en la gracia constante del Príncipe que daba nombre a su causa, y deshacerse de los rivales que le eran obstáculo en su carrera.

     Nosotros creemos, sí, que, apto sin duda para la posición que ocupó y para la clase de guerra que sostuvo, hubiera acaso sido inferior, y escasos sus talentos para otra clase de táctica, para campañas regulares, y al frente de capitanes entendidos en el arte difícil de las batallas. Pero este juicio no podemos aplicarle a Cabrera sólo. De muchos que le han desdeñado se pudiera decir otro tanto.

     Él a lo menos en su género, no carece de grandeza. Cabrera es un caudillo algo a la oriental; tiene rasgos de analogía con Abdhel-Kader, puntos de contacto con Mehemet-Alí. En las montañas de Siria, o en las llanuras del Yemen hubiera sido un bravo y digno rival de Ibrahim Bajá. Si hubiera vivido en tiempo de los romanos, él hubiera sido Viriato. En la Edad media, tal vez como Íñigo Arista, o como el Conde Fernán-González, hubiera fundado en Morella una Casa dinástica: por menos que él empezaron algunos. Si hubiera vivido cuando se descubrió el Nuevo-Mundo, hubiera podido dividir con Cortés y Pizarro la gloria de conquistar uno de aquellos vastos imperios. Pero ni Carlos V, ni Don Juan de Austria, ni el Gran Capitán, ni el Duque de Alba, ni Alejandro Farnesio hubieran podido acaso emplearle útilmente en ninguna de sus campañas.

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