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Obras de Don Nicomedes-Pastor Díaz, de la Real Academia Española

Tomo VI

Nicomedes-Pastor Díaz




ArribaAbajoIntroducción

El libro que a continuación presentamos de nuevo al público es, sin duda, un escrito de circunstancias, pero de aquéllos que, en virtud de ciertas prendas y calidades, tienen siempre un valor permanente, histórico y absoluto. Su valor histórico es grande, porque es obra de un personaje que fue parte muy principal en los sucesos políticos y profundo conocedor de los hombres y de las cosas de su época. Su valor absoluto es mayor aún y más indisputable, así por la forma como por el fondo. Cuando un escritor tiene estilo propio, cuando sabe poner en lo que escribe, con brío y con tersura, lo mejor de su alma, su escrito se salva, y combate y vence al olvido, y goza de vida perenne como el alma misma que en él se ha puesto, aunque el asunto de que trata sea de un efímero interés; aunque haya nacido bajo el influjo de condiciones determinadas que pasaron ya. No puede, por ejemplo, ser más del momento el asunto de las mejores obras de P. L. Courier, y estas obras, con todo, serán inmortales por su admirable estilo, y objeto de estudio y de pasmo gustoso para cuantos conozcan y sepan estimar los primores y la belleza del idioma en que están escritas. PASTOR DÍAZ, si bien ni en este libro, ni en otro alguno de los suyos, tiene aquella sobriedad clásica, aquel atildamiento natural, aquella pulcritud sencilla, aquella limpieza y firmeza de contornos, que nos hacen recordar, al leer a Courier, la perfección de los más famosos prosistas de los buenos tiempos de Grecia, posee en cambio una imaginación tan viva, es tan rico de imágenes, hay en su frase tal galanura y tal nervio, sin perjuicio de lo fácil y fluido, y sobre todo, siente tanto fervor y afecto y entusiasmo, que lo más noble de su corazón se refleja en lo que escribe, como en pulido y claro espejo, aventajándose así en mucho a otros escritores, si de gusto más delicado y más cuidadosos de la belleza, fríos e incapaces de lo sublime.

En el libro de que tratamos es, en nuestro entender, donde mejor se muestran y dan razón de sí y campean estas excelencias del estilo del señor PASTOR DÍAZ. Este libro es lo más sentido, y por consiguiente lo más brioso, lo más diserto, lo más galano y lo más rico de imágenes, no buscadas sino espontáneamente venidas, de cuanto el señor PASTOR DÍAZ ha escrito en prosa. Y por esto sólo, aunque el asunto no fuera de interés permanente, el libro lo sería, a pesar del asunto. Mas el asunto, para mayor fortuna del libro, es de interés permanente, porque toca y dilucida altas cuestiones políticas; y por desgracia de todos los españoles, es de un interés de actualidad, porque la mala situación de nuestra Patria es la misma ahora, si no es peor, que cuando el libro se compuso. Lo que falta en él para que podamos considerarle como escrito ahora, consiste tal vez en que nuestros males se han agravado, o tal vez en que el señor PASTOR DÍAZ no acertó a verlos o no quiso presentarlos a nuestros ojos con toda su intensidad.

Aunque melancólico por carácter y temperamento, su fe poderosa y benéfica, que de la Religión, en que principalmente estaba fija, irradiaba sobre la humanidad y sobre la Patria, le hacía un verdadero optimista. Muy diferente de muchos que, según parece, no creen servir y ensalzar a Dios sino oprimiendo y humillando al hombre, PASTOR DÍAZ, como los neo-güelfos, como los gloriosos y entusiastas precursores de la moderna revolución italiana, como Manzoni, Balbo, Gioberti y Silvio Pellico, era católico sin dejar de ser liberal; no hallaba incompatibles su creencia en todos los dogmas revelados y su creencia en el progreso indefinido, en los adelantos de nuestra época, y en el espíritu y las ideas de libertad que dirigen y gobiernan hoy, o deben dirigir y gobernar las sociedades humanas. Esta propensión de la mente del Sr. PASTOR DÍAZ le inclinaba también a no reconocer por tan intensos, tan arraigados y tan hondos los males de que se lamenta y a los que ansía poner remedio. Por lo demás, los males están señalados por él, descubiertos y explicados con una perspicacia y una maestría que prueban tanto su talento de observación cuanto el poder de su elocuencia vigorosa.

Su intento es defender la legitimidad de lo existente. No teme que le llamen revolucionario porque quiere conservar intactas las leyes. Reconoce que en cierto modo es revolucionario, porque estas leyes que desea conservar son resultado de la revolución; pero más revolucionarios son aún los que pretenden derogarlas para restaurar una España que ya pasó, y que aviesa o neciamente fantasean mejor que la de ahora. La mísera España de Felipe IV, la España degenerada del primero de los Borbones, la atrasada España de Carlos III, la envilecida España de María Luisa, no puede volver ya, según PASTOR DÍAZ. Aquella monarquía ya no existe; aquella nación se ha transfigurado. Sobre los intereses tradicionales; sobre los principios fundamentales en que se sostenía, ha pasado la reja de la revolución. Con los escombros que la reja ha deshecho en polvo, no puede levantarse de nuevo el antiguo edificio. Éste es un sueño imposible, pero más peligroso de lo que imaginaba el Sr. PASTOR DÍAZ al escribir su libro. Desde entonces hasta hoy, el partido absolutista se ha robustecido y ha cobrado ánimo. Tiene una como filosofía en que se funda; ha fingido hacer alianza con la Religión, poniendo entre ella y todo lo moderno una repugnancia invencible; apoyándose en Bonald, De Maistre y otros autores extranjeros, ha dado a sus opiniones cierta novedad peregrina, y ha logrado asimismo contar en su seno notables oradores y escritores, entre los cuales descuella uno, Donoso Cortés, que, fuerza es confesarlo, se adelanta por su elocuencia arrebatadora a casi todo lo que España ha producido en estos últimos tiempos. La esperanza del señor PASTOR DÍAZ se ha malogrado por consiguiente. Esperaba que estos absolutistas vendrían, se acercarían pronto a los liberales-conservadores, a los monárquico-constitucionales; y ocurre lo contrario: los que se llaman aún monárquico-constitucionales son los que suelen acercarse y aún confundirse con ellos.

La actitud amenazadora del partido progresista, y el rápido crecimiento, propagación y organización del partido democrático y de sus doctrinas, tan poco importantes cuando el Sr. PASTOR DÍAZ escribió, que no los mienta ni describe en la enumeración y descripción que hace de los partidos, explican en parte, si bien no disculpan, el deplorable error de los conservadores que dejan de serlo, y se ponen al lado de la reacción.

En el libro del Sr. PASTOR DÍAZ, no una vez sola, sino muchas, hay además una acusación gravísima contra los corifeos, contra los jefes y más conspicuos hombres de Estado de los conservadores; acusación que explica también, aunque no excuse, la actitud del partido progresista; acusación que, siendo valedera y fundada, explica igualmente, junta con las exageraciones de los ultra-reaccionarios, el rápido desarrollo de la democracia liberal como contrapeso de la democracia levítica absolutista.

El Sr. PASTOR DÍAZ acusa a los jefes de su partido de no haber realizado jamás sus teorías en el gobierno. Sus teorías sólo han servido hasta ahora para hacerla oposición. «Los liberales-conservadores, dice, no han gobernado aún: forzados unas veces a reconocer por jefes a personas que jamás profesaron sus principios, y otras respetando demasiado a caudillos que los inmolaban fácilmente ante el poder que exigía este holocausto, esperan todavía una situación de libertad y de gobierno, en que puedan realizar el poder según las inspiraciones de su doctrina y según las condiciones constitucionales de su advenimiento al mundo.»

De esta suerte el Sr. PASTOR DÍAZ tacha de inmoralidad a los jefes y de impotencia a la masa del partido conservador. Los jefes no debieron nunca haber invocado los principios de este partido ni afirmar que han gobernado en su nombre. «Debieron adoptar una divisa militar o una condecoración palaciega, pero no usurpar, ni profanar, ni desautorizar la fórmula o el símbolo que olvidan o desdeñan, y que no profesan o no comprenden.» No los disculpan a los ojos del Sr. PASTOR DÍAZ lo imperioso de las circunstancias, las exigencias de un momento dado, los amagos y las amenazas de la revolución, la posición extralegal en que puedan colocarse o se colocan otros partidos. «Si el partido, conservador, dice, no tiene fuerza más que para resistir, no es bastante poderoso para ser gobierno. Si para ser gobierno ha menester olvidar o sacrificar los principios en cuyo nombre aspira a él, entonces no tiene legitimidad alguna para ejercer la fuerza.» -Y después añade: «Si para justificarse invoca la necesidad o pretexta los obstáculos, todavía esta necesidad, todavía estos obstáculos, más fuertes que sus principios, serán una solemne declaración de incapacidad ante la cual hay que resignarse.» De aquí se deduce claramente que los liberales-conservadores, que gobiernan como absolutistas, dado que la situación del país exija que así se gobierne, deben dejar el mando a los absolutistas, que fundados en sus antecedentes y de acuerdo con sus principios, sin mancha de infidelidad, y sin contradecirse ni hacer traición a lo que en la oposición han sostenido, podrán gobernar a su manera, con autoridad y respeto y virtud moral para ello. A los liberales-conservadores que gobiernan así, no les vale asustarse en el poder, como de una horrible blasfemia, de lo mismo que en la oposición sostuvieron como doctrina inconcusa y santa, ni envolver en nubes y celajes, y ahogar y disfrazar con pleguerías las desnudas afirmaciones y las máximas claras y terminantes que se complacían en propalar cuando no mandaban. Al pueblo, al vulgo, por ignorante, candoroso o distraído que sea, no se le engaña con artificios groseros, y lo único que se consigue es quitarle la fe en los hombres y los principios de los partidos medios, y, o bien acabar con la opinión pública, sepultándola en la indiferencia y el marasmo, o bien lanzar a muchos en los partidos extremos, engrosando las filas de los absolutistas verdaderos, descubiertos, legítimos y no vergonzantes, o de los demócratas y revolucionarios, que sólo esperan el bien del país después de un temeroso y completo trastorno.

Contra estos males no halla el Sr. PASTOR DÍAZ remedio sino en el mismo partido liberal-conservador, que tan severamente acusa, o mejor diremos, en la observancia de los principios políticos, de las prácticas parlamentarias, de las teorías, en suma, que nunca hasta ahora ha practicado en el poder el partido liberal-conservador. Por esto el Sr. PASTOR DÍAZ anunciaba ya en 1848 la disolución de este partido; la formación de otros nuevos. «Los partidos, dice, tales como existen, tienen que transformarse. En esta transformación pueden encontrarse unidos los que militaron separados.» En resolución: se diría que el Sr. PASTOR DÍAZ, apartándose y huyendo de un partido que sólo guarda el nombre de lo que fue o quiso ser, y que carece del ser real que debió haber tenido, se lleva consigo los principios y las doctrinas para que sirvan de cimiento y base y den fuerza y vigor a otro partido nuevo. Son como los penates de la ciudad destruida, o de la ciudad que, si conserva su nombre, a hecho morada y centro de los enemigos que la tomaron por asalto; penates que los verdaderos hijos y primeros moradores de ella se llevan y traspasan a la ciudad nueva que pretenden fundar.

El enemigo que ha entrado por asalto en la ciudad antigua, el que ha viciado la índole y modo de ser del partido liberal-conservador es principalmente, según lo que se desprende del libro del señor PASTOR DÍAZ, lo que ahora se llama militarismo. Nada más opuesto, no sólo a las libertades del pueblo y al régimen constitucional, sino también a los antecedentes históricos de nuestra España y a las tradiciones de la antigua monarquía.

Cuando llenábamos el mundo con el ruido de nuestras armas; cuando le sobrecogíamos de espanto y le deslumbrábamos y cegábamos con el resplandor de nuestras victorias; cuando teníamos guerreros que conquistaban provincias y reinos y naciones enteras, la milicia no había llegado a ser autoridad; desde el Consejo hasta el alcalde, la idea del tribunal fue el principio elemental del gobierno; no era General el alcalde Ronquillo; el Doctor Cornejo y los Licenciados Salmerón y García Fernández condenaban a muerte a los Comuneros; Hernán Cortés tenía que legitimar su autoridad recibiendo el bastón de mando de mano de un alcalde; y los terribles dominadores del Perú, los Pizarros y Carvajales, eran vencidos y enviados a morir en público cadalso, en pago de su rebeldía, por un clérigo legista, por el Licenciado Pedro de la Gasca. Tan grande era entonces la autoridad de la ley sobre la fuerza, tan superior en los negocios de gobierno era la toga a la espada. Y esta superioridad no era ejercida entonces sobre remedos de Napoleones y sobre aprendices de Césares, sino sobre


Aquellos capitanes
En la sublime rueda colocados,
Por quien los alemanes
Al duro yugo atados
Y los franceses van domesticados.

No hay que decir que el Sr. PASTOR DÍAZ es enemigo del ejército, antes le ama; pero quiere un ejército militar, y no político. No quiere que el Gobierno sea un estado mayor; la Ordenanza, Código; los consejos de guerra, Tribunales. El Gobierno militar le parece anti-monárquico, anti-liberal, anti-europeo, y anti-militar asimismo.

Contra otro de los males que más clama el señor PASTOR DÍAZ, teniendo este clamor en sus labios mayor autoridad por haber sido él persona tan piadosa y tan fervientemente católica, es contra el fanatismo, o más bien, contra la hipocresía de los que hacen de la religión un arma de su política y un instrumento para lograr sus miras ambiciosas. Sin duda que «la Providencia, que concedió a España lanzar el Alcorán al África, la señaló con su dedo para llevar a América el Evangelio y para detener en Europa los progresos de la herejía.» Pero sus mismos nobilísimos pensamientos y su gloriosa historia y sus elevados destinos, si hicieron heroica a España, la hicieron fanática también; y por esta culpa, no quiso Dios que nuestra grandeza durara, ni que diéramos la Inquisición al mundo. «En las hogueras de la plaza de Madrid se quemaron los títulos de España a la supremacía europea.» Es, pues, un absurdo abominable querer aspirar de nuevo, si no a esta supremacía, a levantarnos de nuestra postración y abatimiento, con sólo apelar a los medios que nos abatieron y postraron, y con apelar a ellos, incurriendo en un necio anacronismo, desconociendo el espíritu, la nueva idea, los sentimientos que alientan al siglo actual, y tal vez sin la fe y sin la pasión que pudieron disculpar en otras edades aquellos deplorables extravíos.

Inútil creemos extractar aquí las doctrinas positivas que contiene el libro del Sr. PASTOR DÍAZ sobre administración en general, sobre contralización, sobre enseñanza pública, sobre diplomacia, y sobre otros puntos políticos y económicos. No acertaríamos a conservar en nuestro resumen la claridad, el esplendor y el tino con que están expuestas dichas doctrinas. Baste decir que son las más puras y legítimas de la escuela liberal-conservadora. Bien pudieran servir aún de símbolo y credo político a cualquiera agrupación y consorcio de los hombres liberales, que llegue a formarse para combatir pacífica y legalmente, y en nombre de las leyes que importa conservar intactas, todo poder arbitrario, ora gobierne bajo el nombre de un partido que ya no existe o que está desnaturalizado y maleado, ora gobierne declarándose franca y resueltamente reaccionario y decidido admirador del antiguo régimen, y teniendo por claro y patente ideal el fanatismo de los pasados días, modificado y viciado con novedades peregrinas y con monstruosas exageraciones, tomadas de pensadores extranjeros y aclimatadas entre nosotros por el ilustre Marqués de Valdegamas y por otros escritores y oradores de mucha menos cuenta, saber, sinceridad y facundia, aunque de mayor audacia y desenfado.

Concluye el Sr. PASTOR DÍAZ su obra, salvando al más alto poder irresponsable de los yerros y faltas que sus ministros han cometido, pero previendo trastornos gravísimos y novedades espantosas si estos yerros y faltas no se corrigen. La acción podrá ser en lo venidero tan fuerte como la reacción. Menester es por consiguiente que en nombre del orden, de la paz y de los intereses conservadores, la reacción cese o se contenga; pero más indispensable es aún, y vuelve con esto el Sr. PASTOR DÍAZ a su tema capital, que los partidos sean morales, que sostengan y practiquen en el poder lo que en la oposición sostuvieron y proclamaron. «Los que llamados a gobernar como representantes de un sistema le contradicen, o han engañado al país, o han engañado al poder, o sacrifican su sistema a su ambición. En ambos casos hay inmoralidad política de que su partido se hace cómplice, si la acepta: en ambos casos hay una perturbación constitucional.»

El brevísimo examen que acabamos de hacer del libro del Sr. PASTOR DÍAZ, nos parece que demuestra con claridad lo que afirmábamos al principio, a saber, que el libro, aunque de circunstancias, no sólo vale y valdrá siempre por su noble y elegante estilo y por las verdades elevadas que encierra, todo lo cual le da un valor permanente y un interés imperecedero, sino que también es de actualidad, porque las circunstancias que le inspiraron en vez de pasar duran aún por desgracia, y hasta han llegado a ser mucho más graves. Dios inspire a nuestros hombres de Estado, a nuestros escritores y a nuestros políticos y jefes de partido, el mismo amor a la Patria, el mismo respeto a las instituciones, a las leyes y al orden, que inspiró a este esclarecido ingenio y desinteresado repúblico, así en todos los actos de su vida, como en aquella ocasión en que escribió la obra de que son estas pocas páginas una ligera introducción y creemos que un desapasionado juicio.

JUAN VALERA.






ArribaAbajoDiez años de controversia parlamentaria


ArribaAbajoCondiciones del gobierno constitucional en España1

Prólogo del autor

Un diario de esta capital, aludiendo a estas páginas antes de darse a luz, indicó que estaban destinadas a ser un comentario del notable documento político que, con el título de Memoria, publicaron en el mes de Junio dos acreditados periódicos de la oposición conservadora.

A mucha honra tendría el autor de este opúsculo poder explicar y desenvolver aquel pensamiento de gobierno; pero era ajena de él esta misión, y mal podía ser su tarea. El presente trabajo está además muy distante de ser un programa ni un símbolo. Producción aislada de un individuo, de ninguna manera se presenta como órgano de un partido, ni de una fracción siquiera. Por mucha confianza que el autor abrigue de que interpreta y proclama un pensamiento muy general, la responsabilidad de sus ideas y de sus doctrinas es exclusivamente suya. De nadie es eco, de ninguna secta es apóstol: a nadie compromete, a nadie obliga. En esta exposición no queda empeñada la consecuencia de nadie: sólo la de su propia persona.

No fueron documentos ni escritos los que dieron motivo a este trabajo. Fue una serie de hechos la que, conmoviendo profundamente el ánimo del autor, le hizo volver con pena los ojos, y dirigir sobre la política una mirada angustiosa, mezclada de terror y de esperanza. Cuando, llevada a efecto la reforma de la Constitución para conseguir una legalidad gubernamental, el Gobierno se hizo cada vez más anómalo y exclusivo; cuando, anunciándose una negociación impopular para el matrimonio de S. M., hubo quien se escandalizó de que los Diputados del país fueran en este asunto órgano de la opinión pública; cuando, más tarde, al proyectarse en el Congreso un mensaje respetuoso sobre el mismo objeto, se dijo que el Parlamento se hacía antimonárquico y revolucionario; cuando después, llegado el caso de un conflicto entre las atribuciones parlamentarias y las pretensiones del poder militar, hubo todavía más de treinta votos que dieron la razón a la dictadura contra la prerrogativa del Parlamento; cuando, a pocos días, en circunstancias, por otra parte, comunes y tranquilas, se alzó un Ministerio a proclamar desde lo alto de su posición, como pudiera hacerlo un demagogo en la plaza, que el equilibrio de los poderes estaba roto; y, disfamando oficialmente a los miembros del Parlamento, y tomando en sus labios un nombre augusto para vindicarlo de soñadas humillaciones, resumió en sí solo todo el poder y toda la legalidad, toda la sabiduría y toda la fuerza; ciertamente que había en esta procesión fúnebre de acontecimientos, motivos para detenerse a mirar con espanto adónde íbamos, y dónde nos encontrábamos.

No quedaba duda de que se había andado mucho por un camino de reacción desconocido y tortuoso; que sobre las cumbres de la situación política se condensaban las tinieblas de la anarquía moral y de las pasiones desatadas; y en el fondo, las sombras del terror o de la indiferencia; que un vértigo deplorable se había apoderado de las personas más influyentes en el destino del país, y que, en medio de este caos, era menester volver a buscar en la esfera de los olvidados principios la luz que no tiene el empirismo; la legitimidad, de que carece la fuerza.

Un francés, y aún un alemán, intitularían este libro «De la política parlamentaria, con relación a las cuestiones pendientes.» Si el autor ha tenido que darle un nombre más modesto y de menos pretensiones, consiste en que no le ha escrito como le ha pensado, sino como ha podido. Fruto de los tristes ocios, de una penosa convalecencia, sus ideas no han alcanzado aquella fuerza, aquella lucidez, aquella concisión, y, sobre todo, aquella trabazón lógica que da vida a los escritos polémicos, y proporciones simétricas a las producciones abstractas.

En la imposibilidad de elevarse a las regiones de la novedad, limitado a hacer aplicaciones de las verdades más reconocidas, no ha pretendido llamar la atención de los hombres especiales y eminentes. Buscando sus lectores en la clase más numerosa y más indulgente de la masa de todos los partidos, no ha temido dirigirles, con recto fin y con patrióticas miras, advertencias y consideraciones que, ora frías, ora apasionadas, ora incoherentes, ora difusas, incorrectas siempre, pero siempre sinceras, no merecen otro nombre que el de PALABRAS.

Discúlpele este título de que no sean más luminosas y profundas; y si, no obstante, a veces salen con más calor de lo que la naturaleza del asunto requiere, discúlpele el público a quien se dirige, y que en otras circunstancias acogió benévolo trabajos de diferente polémica, pensando siquiera que si los padecimientos debilitan la inteligencia, las vicisitudes de la política y los desengaños que dan los hombres y los partidos no entibian siempre el corazón, ni apagan del todo la esperanza.


ArribaAbajoCapítulo I

A los partidos


Situación actual. -Partido carlista. -Partido absolutista. -Partido liberal progresista. -Partido monárquico-constitucional.

I.

Cuando en una ocasión solemne proclamamos como principio de nuestra creencia política la legitimidad de lo existente, fuimos llamados revolucionarios porque queríamos conservar intactas las leyes.

Ahora esperamos también que se nos prodigue el mismo dictado, por más que nuestra obra tenga por objeto proclamar de nuevo el mismo principio contra los que sólo reconocen en apariencia la legitimidad de lo pasado, a fin de no reconocer realmente legalidad alguna.

Para nosotros nada hay más revolucionario que el pretender que la Nación española de hoy es la Nación de nuestros abuelos; que el Estado no se ha constituido sobre nuevas bases; que el país no está preparado para las innovaciones fundamentales, condiciones ya de su actual y futura existencia.

Si nosotros abrigáramos esta creencia; si después de haber leído reflexivamente la Historia, pudiéramos convencernos de que la España de nuestros días era la mísera España de Felipe IV, la España degenerada del primero de los Borbones, la atrasada España de Carlos III, la envilecida España de María Luisa; si, en un acceso de ilusiones pesimistas y misantrópicas, pudiéramos creer que con todos sus desastres, pérdidas, discordias y calamidades, la Península española era hoy un país menos religioso e ilustrado que la España de la Inquisición, menos rico y próspero que el suelo de la amortización territorial y del vasallaje nobiliario; si revestidos de un estoicismo iracundo contra las perversidades de la época, creyéramos que los españoles de nuestros días son menos hidalgos y caballerosos que en los tiempos del favoritismo palaciego, menos virtuosos y morigerados que los cortesanos de Godoy y los realistas de Calomarde; cierto que desde el momento que tan desconsolada creencia profesáramos, seríamos de todo corazón revolucionarios y trastornadores.

En verdad que nos daríamos a trabajar con todas nuestras fuerzas para levantar a nuestro país de aquella vergonzosa decadencia, que sólo pueden llamar época de gloria los que sustituyen añejas declamaciones a la triste verdad de una tristísima historia. Cierto que, si así fuera, no podríamos dejar de contribuir a derribar por el suelo la organización de aquella misérrima sociedad, en que tan pocos tenían el privilegio de no ser ilotas y mendigos. Cierto que nuestra vocación sería entonces la de buscar la luz, el progreso, la libertad, la ventura y la gloria de nuestra Patria en las condiciones sociales y políticas de nuestro siglo y de la civilización presente. ¡Oh! ¡no hay duda! entonces la revolución estaría delante de nosotros. La guerra, la discordia, las grandes conmociones, las dislocaciones violentas, las trágicas catástrofes, los levantamientos populares, las escenas de desolación y de sangre serían todavía necesarias; y nosotros habríamos de presenciar aún el espectáculo de la destrucción de la sociedad antigua, siempre triste y angustiosa de ver, porque la muerte de una sociedad, como la de un individuo, nunca viene sin dolores y sin agonía.

Afortunadamente, esta revolución es imposible. Su imposibilidad consiste en una situación opuesta diametralmente a la que algunos creen antídoto de las revoluciones. La revolución no puede existir, porque se ha consumado ya. Semejante, asimismo, a algunas plagas y dolencias de la raza humana, la causa de que no puede acometernos es que la hemos pasado.

¿A qué, pues, recordar hoy con lágrimas de compunción monárquica, ni con fieros de altivez revolucionaria, la España de nuestros mayores? ¿A qué invocar con palaciegos conjuros la ponderada bienandanza de Carlos III, o lamentar en homilías democrático-religiosas la falta de la limosna de los conventos? Aquella Monarquía no existe; aquella Nación se ha transfigurado. El antiguo alcázar de los moriscos adarves y de los góticos matacanes ha venido al suelo. El que sobre sus ruinas se labre, no ha de ser una obra para defenderse de catapultas y ballestas. La ciudad vieja encerrada en sus muros ha desaparecido: las ciudades abiertas de hoy día todavía son más cómodas y magníficas.

La construcción de la sociedad antigua era para tiempos en que el Gobierno y la vida social eran la guerra. Hoy, que los pueblos viven de las industrias de la paz, han menester otra vivienda y otra morada. La sociedad de nuestros padres fundábase, como la de ahora, en principios y en intereses. ¿Creéis que son hoy los mismos que entonces? Acercaos bien, y mirad. Por todos aquellos intereses fundamentales ha pasado la reja de la revolución. Todos aquellos principios tradicionales se ventilaron en largas y porfiadas querellas. Los que hoy predominan están confirmados con la sangre de una generación entera.

La lealtad a una dinastía, el sentimiento de nacionalidad, el goce de la libertad política y civil; he aquí los tres agentes que pueden agitar y conmover más profundamente a una Nación, desde que ha pasado el tiempo de las controversias religiosas. La España se ha visto removida simultánea o sucesivamente por estas poderosísimas palancas en todo el tiempo que llevamos de siglo. ¿Qué habrá en pie después de tan hondos sacudimientos?

Aquel pueblo que en 1700 peleó quince años para que en vez de un Archiduque alemán reinara sobre él un Príncipe francés, un siglo después le hemos visto lanzarse a la arena, porque no pudo sufrir el protectorado de los Bonapartes. Aquella Nación, que más de una vez sufrió silenciosa humillaciones, y resignada calamidades, sólo porque eran culpables de ellas los hijos de sus Reyes, en 1808 derribó a sus Monarcas del solio, y en 1833 deliberó sobre cuál de los aspirantes a la Corona sería más a propósito para labrar su felicidad. El pueblo que en 1823 no tenía bastante entusiasmo político para resistir una invasión extranjera en nombre de las instituciones liberales, diez años más tarde pudo sostener una larga y sangrienta lucha, en que disputaron porfiadamente el campo los mantenedores del régimen antiguo y los partidarios del constitucionalismo moderno.

¡Dinastía, independencia, libertad!... Lo que hoy tenemos de estas tres grandes cosas, no nos lo han legado nuestros abuelos; que lo hemos conquistado nosotros.

¡Reina, nacionalidad, instituciones!... Las que hoy existen, existen porque han triunfado; pero antes de haber triunfado han combatido; y poco tenemos que meditar para conocer hasta qué profundidad se habrá conmovido un suelo donde han luchado cuarenta años los opuestos principios de estas tres grandes cuestiones. Más bien preguntaremos si hay un pueblo en Europa tan revolucionariamente regenerado como aquél en que estas tres bases se han asentado a nuestros ojos, nuevas y flamantes. Más bien preguntaremos a los que nos niegan que España está preparada para innovaciones, si hay algo de grande, de útil, de vital, de necesario a los Gobiernos y a las Naciones, que no se haya levantado, o que no tenga que levantarse de nuevo.

Imposible ya aplicar los antiguos principios; imposible dar vida a los antiguos intereses. El poder antiguo se fundaba en el derecho divino: los Reyes modernos, para triunfar, han tenido que invocar principios políticos. El pueblo antiguo permitía ser cedido en tratados, o transmitido en testamentos: la Nación de nuestros días, abandonada de sus Monarcas, se dio ella misma Reyes e instituciones. En los siglos pasados, el pueblo seguía al Trono en sus empresas, y la nobleza acaudillaba al pueblo: en nuestros tiempos las clases medias arrastraron a la nobleza y comprometieron al Trono en una causa en que debían perecer los antiguos privilegios.

En la sociedad de nuestros padres, el estado eclesiástico constituía una potencia formidable: su inamovible riqueza le aseguraba las condiciones de una aristocrácia territorial: su extracción popular le daba el brío y las fuerzas de las clases democráticas: desde los subterráneos de la Inquisición tenía minada la sociedad; y nada había en ella adonde no alcanzase su acción. Hoy, que la desamortización le ha despojado de sus riquezas, y que las instituciones le han quitado el poder político, el clero no tiene más armas que las del Evangelio, y su poder, como el reino de Cristo, no es de este mundo. Poco hace, las grandes familias nobiliarias contaban con pingües rentas para perpetuar el lustre casi dinástico de los grandes nombres; hoy, el pueblo ha desvinculado las tierras de donde el Rey había ya derribado los castillos, y el polvo de los nuevos combates ha caído sobre las empresas de los antiguos escudos.

Sobre esta nivelada llanura, sobre este campo arrasado, do yacen esparcidos los escombros de diez siglos, ¿quién es el que dice que se atreve a reconstruir en diez años la obra de cuarenta generaciones? Sobre esa arena de instituciones demolidas y de intereses pulverizados, ¿quién es el que pretende hacer desaparecer también los intereses que hoy se organizan, las eminencias que se levantan, y derribar las aristocracias, siquiera sean electivas y movibles, de la nueva organización política? Esta pretensión es la más insensata de las revoluciones: negar a la España las condiciones y las consecuencias de la organización constitucional, es un pensamiento desorganizador y subversivo. La misión de los hombres de orden y de lealtad, de inteligencia y de moralidad, no es ya destruir la obra de la revolución, sino mejorarla y desenvolverla. Lo que hace cuarenta años era revolución, es hoy la sociedad misma.

No vale decir que, en el material atraso y pobreza en que se halla, no puede la Nación española apropiarse las condiciones de otros países más ilustrados y florecientes. Es singular raciocinio el de aquéllos, que, para remediar los males de la ignorancia y de la miseria, quisieran eternizar las causas de estas calamidades. No nos encerraremos en el círculo vicioso de tan extraño juicio. Nuestras miradas, que se tienden por un horizonte más dilatado, descubren una esfera más alta para el vuelo de nuestras esperanzas. Bien sabemos adónde llegan hoy los adelantos de la civilización, y los progresos de la inteligencia; algo hemos meditado sobre las ventajas y desventajas que, respecto a nosotros, tienen las Naciones que nos preceden. Creemos que más atrasada que la España de hoy estaba la Francia de 1789, y la Inglaterra de 1640.

Sin hacernos las ilusiones de algunos sobre las exageradas ventajas de nuestra posición, sabemos que en todas partes el pensamiento ha precedido a la realización de los hechos, y la libertad a las grandes mejoras. Si hasta ahora el Gobierno que ha sucedido a la revolución, no ha cicatrizado las llagas de la lucha, un estudio atento de la historia nacional nos ha enseñado, que en otras muchas épocas la sociedad española ha valido más que su Gobierno. Del repugnante espectáculo que presenta la Monarquía en los últimos años de Enrique IV, pasamos de repente al glorioso periodo de Fernando o Isabel; la sociedad era la misma. A la lastimosa postración de los tiempos de Carlos II, sucede en pocos años una administración más ilustrada, en que los Alberoni sacan de aquella Nación aniquilada y empobrecida recursos y tejoros, que parecía no podían abrigarse en su seno. La corte corrompida, venal y degradada del año 4 y del año 6, era el velo bajo el cual dormía la Nación heroica y fiera de 1808 y 1812. Esta observación nos alienta en los tiempos de prueba y de incertidumbre en que todavía estamos. Estos ejemplos y estas lecciones nos fortifican en la esperanza que nos infunden instituciones en que, al fin, el carácter nacional tiene que influir cada vez más poderosamente en el Gobierno.

Todas las grandezas de la España antigua; las glorias y conquistas de descubrimientos prodigiosos; la sabiduría y santidad de algunas de sus venerandas instituciones, fueron debidas a la fe religiosa de nuestros mayores, que era un sentimiento nacional. Hoy, que no tratamos de realizar prodigios, ni de conquistar nuevos mundos; para conquistar el puesto que en la civilización nos corresponde, con las creencias y con los sentimientos nacionales contamos, y, en ellos tenemos fe, porque en ellos vemos que ha depositado siempre la Providencia el destino de nuestro país. Porque el Gobierno ha estado divorciado de la sociedad, el Gobierno ha sido débil, y la sociedad mísera. Procuremos restablecer la concordia de la sociedad con el Gobierno, y el Gobierno tendrá fuerza, y la sociedad ventura. Que el pensamiento, que las necesidades, que las exigencias, que los sentimientos de la sociedad pasen al Gobierno, y la obra de la regeneración, la obra de Bonaparte y de Luis Felipe, la obra de Cromwell, Pitt y Peel, la obra del pueblo francés y de la sociedad inglesa, estará en no menos tiempo consumada.

-«Pero las ideas y los sentimientos de la sociedad no están acordes, no son homogéneos, oímos decir. Los intereses son contradictorios, las exigencias hostiles. Llevad al poder todas las exigencias, y tendréis la tiranía. Dejad a la sociedad todas sus pasiones, y será el caos. Entre tantos intereses opuestos, entre tantas ideas encontradas, ¿dónde está la balanza de la justicia, dónde el criterio de la razón?»

¿Dónde?... No nos arredra ni nos confunde la reflexión, ni la pregunta. -En la sociedad misma. Dios, que ha dotado a los hombres de inteligencia, ha dado a las sociedades una razón maravillosamente sabia, que se llama sentido común, y cuya profundidad de inteligencia y de comprensión, cuando se concentra en algún individuo, ha sido llamada genio. El que se acerca a esa lumbrera, halla siempre la luz. Esa razón universal no tiene enigmas. Interrogándola de buena fe, se obtiene siempre una respuesta. A veces son vulgaridades lo que responde; pero la filosofía no tiene verdades más profundas que esas trivialidades del común sentido. En él buscamos nosotros ese común criterio; en esas opiniones múltiples, el pensamiento general; entre esas pretensiones contradictorias, el fin social; entre esas dos entidades diversas, la sociedad y el Gobierno, un lazo de armonía en que se ligan como el espíritu al cuerpo, como los sentidos al alma.

Tomar de las ideas, de los deseos, de los sentimientos, de las necesidades, hasta de los instintos de la sociedad, todo aquello que no trastorne, que no destruya, que no anule el Gobierno; dar al Gobierno todos los medios, toda la fuerza necesaria para realizar estos objetos sin absorver ni aniquilar las fuerzas vitales de la sociedad, ¿es una tarea tan difícil? Que la sociedad y el Gobierno se identifiquen de tal modo, que ni la sociedad haga la guerra al poder, ni el poder absorva o perturbe los intereses sociales, ¿es una quimera?

Sí: es una quimera para los poderes que no reconocen ni límites, ni reglas: estos necesitan para sí solos, para vivir, para crecer, para extenderse, para dominar, todo el tiempo, toda la inteligencia, toda la fuerza. Sí: es una quimera para los pueblos y para los partidos que padecen la calentura continua del estímulo revolucionario: necesitan éstos y gastan toda su fuerza en debatirse con sus propios elementos, y en luchar con la necesidad fatal del poder, que renace más violenta después de cada trastorno.

Nosotros, empero, desde el punto de vista en que nos hemos colocado, proclamando inatacables y sagradas las instituciones vigentes, creyendo que el poder y la sociedad no pueden vivir y obrar, sino dentro del respeto de las instituciones y de la observancia de las leyes; convencidos de que dentro de ese círculo tienen ancha esfera todos para cumplir su destino, creemos de facilísima resolución nuestro problema. Nosotros, que conservamos algo de la candidez de nuestros primeros pensamientos; nosotros, que no hemos sacrificado aún a las inspiraciones de un egoísmo cobarde o de un desaliento presuntuoso, las ilusiones de nuestro corazón; nosotros, que no hemos llegado todavía a aquel escepticismo, que empieza rechazando el criterio de la razón humana, para concluir negando la Providencia divina; nosotros creemos que hay en nuestra situación actual elementos para poner remedio a los males de lo pasado, y fecundar los gérmenes del porvenir; que hay en el Gobierno obligación y posibilidad de satisfacer los deseos y necesidades de la sociedad; que hay en la sociedad un pensamiento y una opinión, que señalan a los poderes públicos su santa misión y su providencial destino.

Pero, para interpretar esta opinión general, algunos quisieran no tener en cuenta las opiniones particulares; para señalar su marcha al Gobierno, hay quien cree forzoso prescindir de los partidos. Esa es la quimera, la utopía, lo imposible, lo absurdo. No abrigaremos jamás nosotros esa pretensión extravagante; no llamaremos nunca opinión pública a la opinión de nadie; no buscaremos una situación en lo que está fuera de la situación misma.

Para señalar un sistema de Gobierno, no es necesario inventar una nueva doctrina; ni para encontrar los hombres que hayan de realizarle, iremos a buscarlos fuera de los partidos existentes. Una situación son todos los intereses; una opinión, todas las ideas; una sociedad, todos los partidos; como todos los sistemas son la filosofía y todos los hombres la humanidad: sino que la humanidad y la filosofía, y una opinión, y una sociedad, y una situación, son los hombres en lo que tienen de común; los sistemas en lo que se completan; las opiniones en cuanto se toleran; los intereses en cuanto se armonizan; los partidos en todo en lo que no se excluyen. Por eso hemos querido darnos cuenta de los principios que los constituyen. Por eso hemos querido indicar lo que les falta, lo que les sobra, lo que les es común; hasta qué punto representan y comprenden la sociedad; bajo qué condiciones aspiran al ejercicio del poder; a cuál de ellos le es debido el Gobierno.

II.

Cuando hemos tenido que empezar nuestras páginas combatiendo a los partidarios del antiguo régimen, hemos examinado ya sus tendencias y su doctrina. Poco nos queda que decirle como partido activo y militante. Su acción de pelear ha concluido, y en su retirada, sus tropas dispersas van quedando en las filas de los otros bandos. Pero si quisieran volver sobre nosotros otra vez, sería cuestión de revolución y guerra. No somos nosotros los que le ponemos en condición tan dura. Él mismo se la ha dictado. Este partido, que es una negación absoluta, empieza por rehusarse a sí propio, -como a todos los demás,- los derechos y la influencia que quisiéramos darle. Negando la legalidad de lo existente, negando la legitimidad de la dinastía y de las instituciones, negando todos los derechos y protestando de todos los hechos, ni terreno nos deja para discutir con él. Para disputar se necesitan principios comunes, y él no da cuartel a ninguno de los nuestros. Cuando tenía el poder, no sólo negó la libertad de discusión, sino que erigió en crimen la libertad del pensamiento. Sus argumentos eran el tormento y el cadalso: después, en otro campo, fueron la espada y el cañón. Desde que perdió estas armas, no le han quedado otras: cuando invoca las nuestras, empieza por abjurar sus creencias.

Este partido consiste en la rehabilitación de lo pasado: no puede ser el porvenir. Es la sombra, la noche, la muerte. Sin esperanza, sin pensamiento, sin vitalidad, cada día que pasa le desnaturaliza y descompone, como se acelera cada día la corrupción de un cadáver. Sus principios son inscripciones sepulcrales: sus instituciones, monumentos fúnebres que se alzan sobre el cementerio de las generaciones pasadas. En religión, los conventos, la Inquisición, los diezmos; en política, el poder absoluto, la privanza palaciega, los privilegios de nacimiento y la previa censura: en legislación, los vínculos y señoríos: en administración, los regimientos perpetuos, las hermandades y gremios, la curia filípica y las tradiciones del Consejo de Castilla: todos éstos son hechos históricos, como antes lo habían sido las órdenes militares, las Maestranzas de caballería y las cruzadas contra infieles.

En la organización actual, no hay objetos para estos hombres, ni habrá ocasión siquiera para discutir estas doctrinas. La dinastía que las representa, consiste también en personajes, que más que a la política, pertenecen a la Historia. D. Carlos en Roma podrá ver el sepulcro de los últimos Stuardos, y la Alemania guarda el polvo de los postrimeros Borbones. Aquellos árboles seculares han caído, y sus troncos se han secado. ¿Qué mucho que todos esos nombres sean antiguos, en una época en que ha envejecido ya el mismo Napoleón? D. Carlos recibió en herencia la decrepitud de aquellas Reales momias, y arrastrará sobre sus cenizas la fúnebre existencia de recuerdos sin esperanzas. El llevará al sepulcro, como ha llevado al destierro, esa pretendida legitimidad de sus principios, que es como la veneración de los espectros, y la religiosidad de las apariciones.

Pero si, como partido político, es el carlista, por incompatible con las instituciones, imposible en el poder, sus individuos son en la sociedad ciudadanos. Sus absurdos principios están fuera de la Constitución; pero los que los profesan están dentro de la ley y de la libertad. Que la usen ampliamente; hasta que se hagan, los que puedan, elegir Diputados y Senadores. Nosotros lo deseamos, porque no se sabe si hay libertad donde no es posible el abuso. Si Dios no hubiera dado al hombre el poder de darse la muerte, acaso podríamos rechazar todas las demás pruebas del libre albedrío. Nosotros queremos que haya en el ejercicio de los derechos políticos una libertad tan amplia. No nos asustamos de que pueda haber en el seno de nuestros Parlamentos, y cobijado por nuestras instituciones, quien ose proclamar que una reunión del Parlamento es un atentado; que las instituciones son una usurpación. No es gran mal que haya hombres que usen de su vida política para predicar la muerte. La libertad y el Parlamento no están destinados a morir de suicidio. Quien dejará de existir, haciéndose parlamentario, es el partido a que aludimos.

Por eso para él queremos la libertad: por eso le excluimos del Gobierno.

III.

Detrás de este partido carcomido, imposible e impotente, se coloca en el orden lógico de los principios otro partido monárquico y absolutista, que no podremos confundir jamás con el que acabamos de describir. Semejante al primero, en cuanto quiere el poder ejercido de la misma manera, diferénciase de él esencialmente, sin embargo, en cuanto admite los adelantos de la sociedad, y no desecha los progresos del siglo; en cuanto reconoce la legitimidad de la dinastía reinante, y en cuanto aspira a templar el ejercicio de la plena potestad monárquica con instituciones administrativas y religiosas, con grandes intereses corporativos, con bien organizadas jerarquías aristocráticas.

Este partido, que pudiéramos llamar monárquico-progresivo o ilustrado, no existía en el antiguo régimen. Nació también con la revolución, y se formó de aquellas pocas personas, que creyeron desde el principio que la Monarquía absoluta era la forma más a propósito para aplicar la ley del progreso social, y de algunos más en cuyo espíritu y en cuyo corazón obraron una reacción violenta, aunque disculpable, los excesos y trastornos de la revolución, y el espectáculo de las miserias personales, que se mezcla siempre, y a veces sobre nada, en las cuestiones políticas y en las querellas revolucionarias. Débil de suyo, como todos los partidos medios, éste lo es más por el corto número de sus adeptos. Pero esta circunstancia le hace muy respetable a nuestros ojos, como quiera que los partidos poco numerosos e impopulares revelan aquella profunda convicción del entendimiento, aquella rectitud de propósito, aquella sinceridad de intenciones que impone la consideración y el respeto; y nosotros, en quienes ejercen todavía tan poderosa seducción la moralidad y el talento, no podemos menos de rendir un homenaje de consideración respetuosa a la constelación brillante de esos hombres distinguidos, que más bien que un partido, constituyen una escuela.

Creemos, empero, que estos hombres, -como todos los de principios absolutos,- siguen una quimera y sueñan un imposible. Como aquellos filósofos que, inventando una fórmula, creen que resuelven todos los problemas de la filosofía, estos filósofos de la política creen que dan solución a todas las cuestiones del Gobierno y a todos los conflictos de la sociedad, con la concentración del poder y su libertad omnímoda. Con más verdad que del P. Malebranche se ha dicho que lo veía todo en Dios, puede decirse de estos políticos que lo ven todo en el Monarca. Apenas sí, como un pálido destello de ese gran centro de su creación política, se dignan echar los ojos sobre instituciones, que son como los coros jerárquicos de su Empíreo. La seguridad de los individuos y la felicidad de los pueblos se desprenden espontáneamente, en su sistema, de la existencia gloriosa de ese poder, como la luz sale a torrentes de la presencia del sol. No les inquieta que puede haber noches de siglos y eclipses de generaciones. Que una dinastía de pueblos padezca y gima, nada importa en este culto de la Monarquía, donde sólo son cataclismos y catástrofes los infortunios de una Casa Real, y en cuya adoración sin límites pudiera decirse que los Ángeles lloran cuando los Reyes suspiran.

Para nosotros, a la verdad, el Monarca de estos monárquicos es como el Padre de los Sansimonianos. No es una abstracción del entendimiento: es una creación de la fantasía. El Rey de M. de Bonald viene a ser con corta diferencia como el sumo sacerdote del P. Enfantin. Por nuestra parte, no tendríamos inconveniente en vivir bajo el poder como ellos lo imaginan; pero tendríamos algún recelo en someternos a los Príncipes de Europa, que le aplicarán; porque, desgraciadamente, ciertos hombres, que han recibido de la Divinidad el don de exponer con admirable talento sus sistemas, no han obtenido de la Providencia el de formar dinastías, ni de hacer bajar el espíritu de los arcángeles a la frente de los soberanos del mundo.

Ni crean los hombres de que vamos hablando, que los juzgamos por preocupaciones de sistema, o que desechamos su doctrina sin haberla examinado. Cúlpennos de error, si quieren; pero no de ligereza. Hubo días que, postrados y desfallecidos, penetramos nosotros en busca de calma y reposo por el vestíbulo de ese sistema seductor; pero al acercarnos al santuario, los ídolos del tabernáculo nos hicieron retroceder de espanto. La doctrina no nos repugnaba; pero su personificación no nos satisfacía. Nosotros concebimos una Monarquía paternal; pero los Estados de Europa son familias demasiado dilatadas para una magistratura doméstica.

Comprendemos facilísimamente esa dictadura filosófica, en que un hombre fuera de tal modo el representante del pueblo, del siglo y de la opinión, que menos riesgo hubiera de que le desconociera y le atacara, que peligros corren las libertades y los intereses públicos bajo la influencia y amparo de las Asambleas deliberantes. Comprendemos la existencia de un genio superior, bajo cuyo dominio haya una convicción más profunda de que se conserve el equilibrio de las instituciones y los derechos de los hombres, que la que puede existir con la imprenta libre y con la responsabilidad ministerial. Pero si el tiempo de los Reyes Padres de los pueblos ha pasado, la época de los Monarcas-Constituciones no ha venido, y nuestra misión no es esperar en la tierra el reino de esos milenarios políticos.

No hace mucho intentaban hacernos creer en la realización contemporánea de esa utopía, y no cesaban de presentarnos, como los ejemplos más irrefragables, los espectáculos de la felicidad del Austria o de la Prusia. Pocos años han bastado para que caigan de nuestros ojos esos velos ilusorios. Prescindiendo de que no conservamos nosotros ni las tradiciones de la alta nobleza del imperio de Austria, los sucesos han revelado que aquella ilustrada administración se estrella contra los elementos de disolución y de flaqueza que corroen ese agregado artificial de pueblos, donde de treinta y cinco millones de súbditos, sólo seis millones son alemanes. Nosotros no creemos que los austriacos del Po sean tan felices y vivan tan contentos como los del Danubio; sabemos que las naciones eslavas de la Hungría y de la Bohemia son más infelices aún que los prisioneros del Piamonte; y los ojos de la Europa aterrada acaban de ver la sangre de los magnates de Gallitzia, vertida a torrentes, caer sobre las canas patriarcales del Canciller del Sacro Imperio. No vemos al Austria al frente de la civilización alemana; y después de tantos trabajos y tanto renombre, nada deben al Príncipe de Metternich, ni el Zollverein ni la filosofía, esos dos grandes hechos de los pueblos germánicos, más que la represión suspicaz y la envidiosa ojeriza.

En cuanto a la Prusia, notorio es que el absolutismo de aquel país, en donde hay -sea dicho de paso- libertad de conciencia, libertad de enseñanza y libertad de comercio, no ha sido desde 1820 más que una concesión que ha hecho aquel noble pueblo a dos excelentes Príncipes. Era Guillermo III un Monarca que había corrido la suerte de su Nación en los malos días de la guerra, y sus leales súbditos no quisieron turbar con exigencias políticas los años caducos del viejo venerable y respetado. Pero ¿qué vemos después de su muerte?... Si hay en el mundo un hombre capaz de llenar las condiciones de esa ideal Monarquía, es ese honrado alemán, dulce, afable, leal, caballeroso, tesoro de ciencia, ejemplo de virtud, artista eminente, erudito insigne, teólogo consumado, razonador filósofo, orador elocuentísimo, idólatra de su país, administrador liberal, que se llama Guillermo IV. No pueden pedir más los hombres de un mortal sentado sobre un Trono. Sin embargo, aquel pueblo sensato y pensador no encuentra bastantes garantías en las cualidades de su Monarca, y se agita y remueve en deseos y demanda de pactos escritos y de Constituciones firmadas. Sin embargo, aquel pueblo, que de las aulas hace tribunas, y encuentra Maestros en los cuarteles, quiere hacer oír la voz de su sabiduría y su libertad en el seno de una Asamblea representativa.

Los absolutistas no querrán, sin dada, que pasemos en nuestra excursión el Spree y el Vístula, y nos perdonarán de buen grado que no avancemos hasta San Petersburgo, o no retrocedamos sobre Constantinopla. Sabemos que el Danubio y el Rhin son sus ríos predilectos.

Del Rhin acá, donde no penetra en los palacios la filosofía, de Schelling, ni las temerarias doctrinas de Hegel; en estos países meridionales y ardientes, donde ni las más elevadas clases se eximen de las pasiones que ciegan y arrebatan, y de los afectos que precipitan; en estas regiones, donde hasta en los cerebros mejor organizados la imaginación tiene mayor poder que la inteligencia, y donde la posesión de lo presente estimula más la voluntad que las previsiones del porvenir; en estos pueblos, donde lo pasado se olvida tan pronto, donde hasta hombres como Napoleón el Grande se deslumbran y embriagan, ¿qué mucho que busquemos en los principios de una filosofía política menos vaga y más positiva los medios de dar garantías contra sus propias pasiones y contra los peligros de sus propios instintos, a los depositarios de la autoridad suprema?

Los mismos monárquicos de que vamos hablando, no pueden menos de reconocer que a la dignidad Real no se la puede dejar sola en medio de una sociedad nivelada y movediza, como una columna en medio de los desiertos. Pero en vano buscarían ellos en nuestra situación consejos y tribunales que, armados de tradiciones y revestidos del culto del respeto, pudieran oponerle resistencia: en vano buscarían códigos bastante venerables para que su letra y su espíritu no fuera conculcado: en vano querrían alzar en frente de su Príncipe una autoridad religiosa que le impusiera y enfrenara: en vano querrían agrupar aquellos grandes intereses colectivos, que pudieran oponer a los desmanes o a los peligros del poder la fuerza de su inercia incontestable: en vano, en fin, llamarían en derredor de su Trono jerarquías bastante poderosas para que los respetos aristocráticos le impidieran igualarse con las costumbres y los hábitos del pueblo.

¿Qué mucho, pues, que enmedio de esta sociedad, donde todo se ha derribado, sobre este suelo calcinado por el fuego de las revoluciones, cuando no hay en derredor del poder clases que le ensalcen, busquemos nosotros corporaciones que le encumbren, y que, pues que el Trono regio no puede descansar sobre torreones, le levantemos sobre Asambleas?

¿Qué mucho que a la columna que puede sepultar la arena, prefiramos nosotros el poderoso navío, que se levanta al empuje de las olas mismas que le amenazan? Entre dos organizaciones del poder para pueblos donde la igualdad reina, escoged: o la del Oriente, o la del Occidente; Constantinopla, o París, genízaros, o Diputados.

No: vosotros proclamáis la divinización de la Monarquía, y os encontráis con un siglo crítico, que ni ante los dogmas de la fe se prosterna, hasta que les da su exequatur la razón filosófica. Invocáis la santidad y sublimación de cuanto rodea el solio; le creéis un santuario profanado cuando se atreven los elegidos del pueblo a mirarle cara a cara, y vivís en una época en que el primer uso que hacen de su libertad los moradores de los alcázares regios, es trocar los ropajes y atributos del tabernáculo en que queréis encerrarlos, por las ropas, y las costumbres, y los placeres del pueblo. Ensalzáis el predominio de la aristocracia inamovible y hereditaria, en una Nación en que la Monarquía estableció el imperio de la igualdad; y en ninguna tribuna de Europa, en ningún libro de los millares de volúmenes que se imprimen, en ninguna cátedra de las mil enseñanzas políticas, se alza una voz en favor de los derechos nobiliarios, sino las que pronuncian los hijos de los pecheros. Argüís la necesidad del poder fuerte y unitario para la centralización moderna; y os olvidáis de que el absolutismo de tres siglos no ha sabido hacer una Nación de las provincias de España. Por último, no creéis que pueda conservarse intacta la fe del catolicismo sin el predominio y protectorado de un Trono omnímodo; y en las consecuencias de vuestros principios os olvidáis de las eventualidades del tiempo, de la posibilidad de un Príncipe protestante, cuando no haya un Rey espíritu fuerte.

Precipitados en la región de las quimeras, descendéis a las catacumbas de lo pasado, evocando en vuestro auxilio las sombras de las antiguas instituciones; y hay un eco a vuestra voz, que os trae aquellas palabras de Raquel llorando a sus hijos: «Noluit consolari, quia non sunt.» En vano golpeáis sobre las tumbas doradas de Fernando VI y de Carlos III: la vieja Monarquía no responderá a los conjuros de una lengua que no entiende; y donde quiera hallaréis grabados sobre esos mármoles aquel versículo sagrado, que es la voz eterna o inexorable de los tiempos antiguos: «Ecce nunc in pulvere dormiam... si mane me quœsieris, non subsistam.»

Se ha extrañado que en otros países los partidarios de este sistema hayan solido concluir por la exaltación de las ideas democráticas. A nosotros nada nos parece más natural que esta conversión de las doctrinas extremas. Todos los absolutismos se tocan; por mejor decir, son idénticos todos. El monarquismo teórico de la filosofía moderna está tan próximo a ser una fórmula de la democracia, como está próxima la democracia, donde quiera que existe, a resolverse en dictadura despótica. Los que buscan la perfectibilidad sobrehumana para el poder, concluyen por anularle. En metafísica, los panteístas se hacen ateos. En religión, los protestantes anulan la supremacía de Roma por un principio de severidad evangélica. En política, los atenienses de Codro hacen a Júpiter soberano, para darse Constituciones democráticas; en el siglo XVI Florencia, antes de erigirse en república, elige por Rey a Jesucristo en votación disputada: a nuestros ojos los idealistas alemanes pulverizan el principio de autoridad: en Francia, Houchet y Roux proclaman por sucesor del Mesías a Robespierre: Lamennais va más allá de J. J. Rousseau; y la Gaceta de Francia predica el sufragio universal y la libertad de enseñanza.

No sabemos si en España estamos destinados a ver semejantes fenómenos. No sería extraño que algunos partidarios de estas doctrinas incurrieran en reacciones tan violentas; pero en cuanto a los actuales y reconocidos jefes de esta escuela, tenemos demasiada confianza en su buen sentido para creer que su talento haya de fluctuar siempre entre quimeras. Confiamos en que algún día se acercarán a nosotros. Parécenos que al abandonar esas regiones polares de su política, donde vive el espíritu humano en noche inmensa y en hielo sin fin, no se irán de camino a las regiones tropicales de las pasiones demagógicas; sino que se quedarán con nosotros en los climas blandos y apacibles, fecundos y variados de nuestras templadas doctrinas. Parécenos que al fin se cansarán de vagar por la región de las fantasmas y por los subterráneos de las momias. Parécenos ver en sus manos el ramo de oro con que los héroes de Virgilio caminan por el Tártaro, y con cuyo favor pueden volver a los campos de la luz y de la vida.

Nosotros los esperamos en el país de lo real, de lo posible, de lo actual. Fatigados ya de peregrinar por esas regiones nebulosas y sombrías, donde el aire es mefítico y la luz opaca, queremos salir a la atmósfera de la libertad; que si hay en ella tormentas y huracanes, y el rayo estalla, y la tierra se estremece, las tempestades se calman, y hay espacio, y horizonte, y luz, como hay inteligencia, y porvenir y esperanza.

IV.

Por mucho tiempo el partido liberal no fue más que uno. Fue el partido de la revolución. Su misión era una sola; uno no más su destino: la destrucción del poder absoluto; la emancipación política de la sociedad. En esta grande obra, las cualidades que debían predominar y sobresalir eran las grandes cualidades revolucionarias: la audacia, la energía, la actividad, la perseverancia, la fe, hasta el fanatismo. En aquellas primeras épocas de esfuerzos, de trabajos y de peligros, no hubo más que creencias, no más que principios absolutos. Eran estos principios por la mayor parte negativos. Teniendo a la vista la tarea de destruir, estaban aún muy distantes las doctrinas orgánicas. El partido no se llamaba constitucional todavía: liberal solamente fue su título. Las primeras denominaciones, que distinguieron a sus individuos, sólo indicaban la mayor o menor intensidad con que poseían aquellas cualidades, con que profesaban aquellos principios. Las categorías de moderados y exaltados no indicaron diversidad de objeto ni de doctrina, sino diferencias individuales de carácter o temperamento.

La libertad nació de este partido unido, vigoroso, entusiasta. En las gloriosas o tristes campañas de la guerra que sostuvo cuarenta años, todas las fracciones militaron. La sangre que corrió en el campo, la que se derramó en el patíbulo, la que se pudrió en el destierro, de todos era. Los grandes esfuerzos, los generosos sacrificios, los ardientes entusiasmos, los pensamientos patrióticos, las miras elevadas, los extravíos y los errores, fueron el patrimonio común de esta gran familia. Perseguidores o mártires, víctimas o verdugos, caudillos o tribunos, la posteridad no reconocerá en los diversos nombres de esa gloriosa generación liberal que ya va cayendo en el sepulcro, más que las diversas falanges del grande ejército que ha conquistado su porvenir y sus instituciones. De todos la empresa: de todos la gloria. A todos el reconocimiento de servicio

tan grande. A todos un mismo título de escuela: a todos un mismo nombre de guerra. Todos liberales, revolucionarios todos.

La división debía nacer después de fenecida la grande hazaña. Diferencias que hoy de cerca parecen hondas y graves, nacieron de puntos secundarios, que mirados a cierta distancia y a cierta altura, no se verán, ni podrán comprenderse. La primera división hízose conocer más bien por cuestiones de tiempo, que de principios. De los hombres que hicieron la revolución, no todos podían distinguir el momento en que había concluido, y cuándo la obra de destrucción debía cesar.

Hubo un partido que, habiendo trabajado por la emancipación política y la abolición de la antigua servidumbre, creyó que la libertad no consentía leyes, y que era opresión todo Gobierno. Hubo un partido que, confundiendo el progreso de la sociedad con el progreso de la revolución, no pensó que si el progreso social es indefinido e incalculable, el movimiento de la revolución tiene un término. Hubo un partido que proclamó la libertad como panacea de todos los males sociales; como el prisionero que, al salir de su calabozo, pensara que para vivir no necesitaba más que ser libre, y se olvidara de que tenía que volver a trabajar, y buscar su sustento y su ventura. Hubo un partido que proclamó el progreso, como un navegante que, llegado al término de su viaje, pasara por delante del puerto, y se lanzara a navegar indefinidamente, buscando límites a la inmensidad de los mares.

Los hombres en quienes predominaban las cualidades de acción; los que habían identificado su existencia con las grandes medidas revolucionarias; los hombres de hábitos de inquietud y de intentos de agitación; los que se habían quedado en condiciones inferiores a sus esperanzas; los espíritus absolutos; los corazones ardientes e inflamables; las imaginaciones que no hallan nunca conformes a su tipo ideal las realidades de la vida, siguieron este camino.

Pero los hombres de más reflexión y doctrina, los espíritus más vastos, más críticos, más escépticos, más previsores; los que meditaron más profundamente sobre el resultado de las revoluciones, sobre la situación actual de Europa; los hombres de pasiones más blandas y de instintos menos belicosos; los que arriesgaban más intereses; los entendidos y prácticos en las cosas del mundo y en lo positivo de la vida; los más acomodados a transigir las opiniones y a conciliar los intereses, pensaron y conocieron más pronto que el principio de autoridad no era menos necesario para la vida de la sociedad moderna, que la libertad misma; y que la necesidad del poder, viva y ansiosamente sentida en medio de los trastornos de la revolución, exigía perentoria e imperiosamente medios y condiciones de constituirle y de ejercerle.

El partido progresista o exaltado, que había merecido bien de su causa en los días del combate y en las pruebas del infortunio, debió, naturalmente, resumir el poder en el primer periodo de su dominación. Pero este poder no era más que la revolución misma. Esta falange política, igual a todos los ejércitos aguerridos y victoriosos, hallábase mal con la paz, y quería combatir siempre. Porque la revolución era su obra, creyó que debía ser su trabajo eterno; sin conocer que era necesario conservar esta conquista preciosa; que era menester colonizar los nuevos dominios, dar leyes de paz y organización a las recién adquiridas posesiones.

Hubo épocas, en los varios periodos de su existencia, en que, dócil a la voz de los hombres más ilustrados, que querían contenerle o dirigirle, parábase a edificar instituciones, y se proponía sinceramente la organización del país. Pero cediendo al impulso que llevaba en su carrera, y luchando en vano con sus hábitos y con sus instintos, cuando presumía de construir el Gobierno, y de regularizar la libertad, era la revolución todavía, era la revolución nada más, -la revolución en el país y en el poder,- lo que organizaba, lo que constituía.

El partido de la revolución fue mucho tiempo lo que ha venido a ser el partido carlista: una negación pura. No le cumplía saber lo que era bueno; sino derribar lo que le parecía malo. Donde quiera que encontraba el poder, allí le encarcelaba, allí le aniquilaba, allí le cargaba de grillos y cadenas. De la sociedad creía que, emancipada una vez ella viviría y crecería por sí, sin que la administración ni la autoridad la intervinieran; y lo único que en la sociedad organizó fue la resistencia a la autoridad, la independencia de la administración.

El año de 1837 encontró a este veterano partido algo exhausto y desautorizado. Hubo de rejuvenecerse con sangre más moza, y los nuevos adalides que entraron en sus tercios, llevaron a su seno el calor y la vida de nuevas necesidades y de nuevas doctrinas. Las exigencias de la opinión ya se habían hecho entonces más imperiosas que la consecuencia de los partidos: el país pedía a voz en grito que la revolución abdicara su dictadura en una ley; y los mismos secuaces del partido que tenía aquel año el poder, hicieron resonar poderosamente en su seno el eco de aquella voz, grave y consoladora.

El Partido dominante pareció reconocer el fin de su misión; y doblegando la severidad de sus creencias exclusivas ante la necesidad de principios más flexibles y expansivos, consignó, en un Código Político de inmortal memoria, las bases del Gobierno, los elementos del orden y las garantías de la libertad. Aquella Constitución restauró la Monarquía, sancionando el veto: sustituyó a la soberanía nacional, la omnipotencia parlamentaria: hizo posible la administración, trasladando al poder ejecutivo las atribuciones de gobierno que habían absorbido las Asambleas deliberantes; y en sencillas y solemnes fórmulas reguló la acción, y circunscribió los límites de los poderes públicos. Aquella ley política fue aceptable para todos. Con aquella ley, todos podían gobernar, menos los que no pueden acomodarse a ninguna. Con la adopción de aquella ley, debió concluir la división de los partidos.

Pero aquella Constitución no pasó de ser por entonces mismo una profesión de fe teórica. Era obra que no miraron con amor, ni como parto demasiado legítimo, los mismos que le prestaron su firma. Después de haber rendido, jurándola, un homenaje no muy sincero a la opinión general, los antiguos jefes del partido revolucionario hallaron medio de imponer a la inexperiencia de sus colegas noveles la abolición de su misma obra. Cuando, al entrar en función los poderes que la nueva Constitución creaba, se trató de señalarles atribuciones, no fue poder ninguno, todavía no fue nada más que la revolución lo que dejaron.

Aquella ley política, teniendo en cuenta la procedencia del Gobierno que había de ser producto de las influencias parlamentarias, había dejado al poder ejecutivo libre y desembarazado: los que seguían considerando a todo poder como enemigo, dieron en seguida leyes que le anularon. El Gobierno responsable y fuerte debía tener agentes propios: las Cortes de 1837 le dieron por agentes a Diputaciones independientes. Los funcionarios del Gobierno debían ser obedecidos en los pueblos: las leyes de 37 colocaron al frente de los pueblos autoridades que no estaban obligadas a obedecer al Gobierno. El poder ejecutivo tenía en sus manos el mando de la fuerza armada: aquellas Cortes armaron y centralizaron la Milicia Nacional, con separación del poder público.

Así, fue en vano que la ley política de los girondinos de 1837 hubiese creado un Estado constitucional. La Montaña, bajo la forma de leyes administrativas, organizó, fuera de la Constitución, un Estado más poderoso, que la dejaba nula y bloqueada. El Estado constitucional tenía Ministros, Jefes políticos, Intendentes, Generales, Ejército y Tribunales: el Estado popular tuvo Diputaciones, Ayuntamientos, Milicia, Inspectores y Consejos de disciplina. El poder constitucional se resumía en la soberanía parlamentaria, representada en las Cortes con el Rey: la organización revolucionaria sólo reconocía la soberanía de las Juntas con el pueblo. La armonía política que había querido establecer la ley de 37, estaba rota. En lugar de concordia, la división debía ser más profunda, porque fue más determinada.

Estos dos Estados no podían unirse: el uno sobraba. Desde su origen, fueron uno para el otro lo que habían sido en el siglo XV la Monarquía y el feudalismo. La unidad parlamentaria, representada por la Constitución de 1837, y el feudalismo liberal de la ley de 3 de Febrero de 1823 vinieron a las manos. Los parlamentarios se ampararon de las simpatías del Trono; la revolución llamó en su ayuda la fuerza del sable. Triunfó ésta en la lucha; pero la victoria le costó darse un dueño. Huyendo de los riesgos del poder civil, tuvo que encumbrar sobre sus hombros al despotismo militar. La revolución, que no había querido resignar su poder en manos de un Parlamento, abdicó a los pies de una dictadura.

Esta necesidad debió ser, a sus propios ojos, el síntoma de que había cometido un grande error, desconociendo la época en que no podía vivir por sí sola. De haber sido todavía necesaria y fuerte, no hubiera tenido que entregarse a merced de un soldado. El partido de la revolución tenía sus títulos de legitimidad propia, que cuando llegaron a no ser suficientes, no podían ser reemplazados sin quedar abolidos. El partido de la revolución, que había visto, en una lucha de treinta años, llegar los principios al dominio de la sociedad, no había aprendido por experiencia ajena, que el más débil de todos los derechos es la fuerza. Era menester que aprendiera por escarmiento propio, que verdades, y razones, y justicias, y libertades, no puede haber más que una; pero que, tratándose de fuerzas, por muy grande que una sea, siempre puede encontrarse otra mayor.

Por eso, cuando el poder ensalzado en 1840, se declaró tan enemigo de la supremacía parlamentaria, como lo había sido la revolución, el partido progresista se encontró sin armas y sin principios. Había empezado por anular las resoluciones del Parlamento: el poder militar se creyó autorizado para desdeñar sus prerrogativas. El partido progresista se encontró, necesariamente, débil en esta lucha; pero las otras fracciones liberales pudieron venir en su ayuda, porque se presentaban en nombre de sus principios. El poder parlamentario triunfó, y aquel fue el momento en que el partido de la revolución debió abjurar irrevocablemente sus errores. Pareció llegado el día de la reconciliación definitiva, y la unión de los ánimos no debía estar lejos, cuando se había logrado la unanimidad de los pensamientos.

El partido progresista reconoció que era llegado el tiempo y la ocasión de hacer, en la esfera de la gobernación, lo que se había hecho en 1837 en la esfera de la política. Los hombres que se unieron con entusiasmo para declarar mayor de edad a la persona que representaba el poder, sin duda estaban preparados también a emancipar al Gobierno. La obra reclamada por aquella voz unánime que sobresalía en el movimiento de 1843, iba a consumarse. La Constitución iba a fortalecerse: las instituciones liberales prometían consolidarse... Pero estaba escrito que el poder militar no haría más que cambiar de mano, y que el similiter desinens, que parece ser la ley fatal de nuestros periodos políticos, había de traer, como una rima forzada, una situación de fuerza como la precedente.

Entonces empezó esta situación anómala, que no pertenece a los partidos porque no pertenece a los principios, y de la cual sólo los partidos y los principios nos pueden sacar. Entonces el partido progresista se retiró a sus antiguos atrincheramientos, abandonando de nuevo sus proyectos de Gobierno por sus planes de revolución. El otro partido... el otro tendrá también su historia; pero no ha llegado su página. Todavía tenemos que consagrar algunas líneas al progresista, porque, después de la historia de lo pasado, le debemos algunas consideraciones para el porvenir.

Nosotros no nos resignamos a creer que la parte inteligente y previsora de ese partido, desconocerá eternamente las exigencias de la opinión y las necesidades de la sociedad. No queremos persuadirnos de que lleve siempre a la región del Gobierno su principio de desconfianza y de hostilidad. No nos es posible persuadirnos de que no haya aprendido, en tan dura enseñanza, a conocer sus preocupaciones, a desechar lo que ya, más bien que errores de doctrina, serían compromisos de consecuencia. No sabemos cómo este partido podría gobernar un solo día, si no trajera al poder más que sus exageraciones antiguas, agravadas con la saña de los odios y la mala sangre de las persecuciones. Pero a pesar de estas suposiciones, si queremos calcular cuál sería su nuevo programa en la dirección de los negocios públicos, forzosamente habremos de volver los ojos a su sistema antiguo, para indicar los temores que infunden al país sus principios, y la impopularidad con que la opinión condena algunas de sus consecuencias y de sus instituciones.

Porque, créannos de cierto a nosotros, sinceros, y desprendidos de toda prevención intolerante y exclusiva; crean a nuestras desapasionadas observaciones esos hombres demasiado confiados en la popularidad de sus tendencias. El país teme por la política; teme por el Gobierno; teme por la sociedad. El país teme en política un nuevo trastorno; teme que se vuelvan a agitar en su seno esas tormentosas disputas sobre la organización del poder. Las cuestiones vitales para el país, giran ya solamente sobre la manera de ejercerle. El país teme que, fundándose en la imprudente e innecesaria reforma de 1845, el partido progresista proclame otra más innecesaria y peligrosa, que haga vacilar y remover eternamente los cimientos del edificio constitucional. El país teme esa amplitud contraproducente de derechos políticos que, llamando aparentemente a su ejercicio a las masas, y dando, en realidad, toda la influencia a los pocos que las corrompan o acaudillen, levante en el país un feudalismo electoral más repugnante que el de los barones de la Edad media. El país teme que un partido que no ha desechado sus hábitos de agresión y fuerza, empleará en las elecciones los medios de intimidación, que, falseando la opinión pública, debilitan el prestigio de la representación parlamentaria mucho más que los culpables manejos del poder. De los golpes de Estado contra las instituciones, entre los que excitan en el espíritu público una reacción de libertad, o los que inspipiran un desaliento favorable al absolutismo, no puede caber duda sobre cuáles juzgaremos más peligrosos.

El país teme del partido progresista la resurrección del poder militar, bajo la forma que se llamó ayacucha. El país teme las fatales consecuencias de un sistema de descentralización, que, dejando la gobernación de los pueblos a merced de los intereses y pasiones locales, haga imposible todo concierto y toda grandeza en una Nación que tanto necesita de que las instituciones le den lo que la naturaleza le ha rehusado. El país y la sociedad tiemblan, en fin, y se estremecen a la idea de que pueda armarse de nuevo la Milicia nacional, que si en los tiempos de lucha pudo ser una asociación patriótica y gloriosa, es, bajo cualquiera forma de gobierno, la más peligrosa y disolvente de las instituciones.

Lo repetimos con sinceridad, a la faz de unos hombres de quienes no somos enemigos rencorosos, ni fanáticos adversarios. Con estos elementos podrán ejercer el mando; pero jamás podrán fundar Gobierno: podrá ser suya la dominación algunos años; pero el porvenir no les pertenece, y el progreso huirá delante de ellos. Con esos principios, podrán constituir otra situación de anarquía y de fuerza; pero en vano invocarán la Constitución y la libertad. La libertad huye de un suelo erizado de bayonetas, aunque los que las empuñen se llamen ciudadanos. La Constitución no es solamente la ley que organiza el poder: las que le limitan y neutralizan son también instituciones constitucionales.

Leyes que ponen a un ciudadano a merced de otro a quien no puede exigírsele responsabilidad, por más que se llame alcalde, en vez de llamarse Ministro; leyes que dan al pueblo la potestad del veto acerca de lo que ha sancionado el Parlamento; leyes que establecen, dentro de la Monarquía, centros provinciales con atributos de omnímoda soberanía, leyes políticas son, por más que se les dé el falso nombre de disposiciones administrativas. En vano será tener con tales instituciones Parlamento y Reyes, responsabilidad y Ministerio. Para la federación de cincuenta oligarquías soberanas, no se necesitan las ruedas de la máquina parlamentaria, y sobra de todo punto la decoración fastuosa de un Trono sin prerrogativas ni atribuciones.

El partido progresista, que guarda en su seno las gloriosas tradiciones de la libertad, y mantiene vivo en sus entrañas el fuego de esos nobles entusiasmos patrióticos, que gastan y evaporan las eminencias de los partidos en el manejo de los negocios, y en el escepticismo que producen los desengaños del mundo; ese partido, cuyo brío y cuya vitalidad ardiente no quisiéramos extinguir jamás, porque no sabemos hasta qué punto, en las eventualidades de la situación europea, será menester pelear y resistir de nuevo; el partido progresista debe aspirar seriamente a conquistar su puesto en el Gobierno, a rehabilitarse con la opinión y con la Europa constitucional, modificando esos principios secundarios, y proclamando un símbolo de doctrinas que disipara estos temores. Aquel día, ningún inconveniente encontraríamos en que sus hombres mandasen. Aquel día, no hallaríamos dificultad para someterle y encomendarle la resolución de todas las grandes cuestiones que están pendientes sobre el destino y el porvenir de nuestro país. Una sola dificultad tendríamos aquel día; y sería distinguir al partido progresista del partido liberal conservador.

V.

Para nuestra apreciación de los partidos, no hemos tenido en cuenta las diferencias que se fundan en los intereses y pasiones de los individuos. Esas diferencias pasan, se alejan y se olvidan, como los individuos mismos: son los visos del agua sobre las ondas del mar. Los partidos son principios, doctrinas, miras, tendencias, sentimientos, errores también. Pero las flaquezas, las inconsecuencias, la inmoralidad o la bajeza, las sugestiones del interés, la pequeñez de las envidias, la ceguedad de las ambiciones, son de los hombres, de las personas.

Por eso, al exponer la unidad primitiva y la división posterior del partido liberal, sólo hemos tenido presentes los sistemas. El del partido conservador, fue principalmente detener en justos límites la obra de la destrucción revolucionaria, y levantar nuevas instituciones orgánicas sobre las ruinas del régimen abolido. Reclutado sucesivamente este partido de las filas del primitivo liberalismo, a medida que iban penetrando en él nuevas opiniones y nuevas necesidades, sus doctrinas han influido poderosamente sobre el espíritu de los demás. El progresista las proclamó más de una vez: más de una vez, Gobiernos que no pertenecen al sistema constitucional, las han aplicado en la práctica de la administración.

La opinión que predomina en el país sobre todas las altas cuestiones políticas, la modificación del primitivo absolutismo revolucionario, la verdadera inteligencia de las instituciones representativas y de la índole de los poderes constitucionales, es la obra principal de esta fracción política. El sentido común de los pueblos, que llama naturalmente al poder al principio de la autoridad, y que comprende instintivaniente que la índole de los Gobiernos es una tarea de resistencia, creyó desde luego que el Gobierno debía pertenecer a los que señalaban a la revolución límites de justicia y condiciones de moralidad. Sus ensayos de gobernación fueron señalados con luchas y reveses, en los que entraron por mucho las cuestiones personales. Los hombres que le acaudillaron, encontrándose en el poder con dificultades inmensas, para cuya resolución creyeron insuficientes sus doctrinas, faltaron alguna vez a ellas, sin atender a la desautorización que podía caer sobre el sistema que representaban. Pero a través de reveses que fueron falta de los hombres, y de decepciones en que entraron por mucho lo anómalo de las circunstancias y lo difícil de las posiciones, sus principios constitutivos han quedado triunfantes y dominadores, y su sistema continúa fortificándose, popularizándose, infiltrando sus doctrinas en el seno del país.

Cuando nos atrevemos a asentar esta proposición, claro está que no entendemos por partido liberal conservador una colección de nombres propios. En esta comunión política no contamos sino a los que profesan los principios del sistema político vigente hoy en las Naciones del Mediodía de Europa; a los que admiten la validez de las reformas que la revolución ha hecho, y reconocen la legitimidad de los intereses que la nueva organización ha creado.

Ni tenemos por monárquico-constitucionales a los que piensan que en los poderes constituidos según nuestra ley política, no hay fuerza para conservar el orden social; ni a los que creen que la sociedad necesita nuevos sacudimientos para adelantar por el camino de la civilización, y asegurar el libre ejercicio de las facultades del individuo. Ni llamamos conservadores a los que busquen el criterio soberano de los problemas políticos en la fuerza bruta de las insurrecciones; ni son liberales aquellos que, para cada dificultad en el Gobierno, recurren al empleo arbitrario de la fuerza, a la violación anárquica y desmoralizadora de las leyes establecidas. Los hombres del partido conservador son los que enseñaron a la revolución a constituir el poder; los que obligaron al poder a respetar la libertad; pero no contaremos jamás en sus filas a los que creen siempre lícito en el poder salirse a su arbitrio de las condiciones constitucionales, ni a los que no saben que la libertad se sacrifica, aunque el despotismo se ejerza con nombres populares y con fórmulas tribunicias.

Considerado de esta manera el partido conservador, es hoy más fuerte, más popular, más entendido, más numeroso que en ningún otro periodo de su existencia. Los mismos reveses le han fortificado; los desengaños le han abierto los ojos; las situaciones difíciles le han dado la experiencia de los negocios y de las personas; las defecciones y errores de los hombres han contrastado y robustecido la verdad de sus principios.

Los espíritus superficiales y las orgullosas pretensiones de aquellos que vinculan en su individualidad las fuerzas de las grandes asociaciones, le creen debilitado y en disolución. Pero hay exageración en este examen, demasiado personal. Profundizando un poco la consideración, hallarán que sus raíces han penetrado por los cimientos de todos los otros partidos y sistemas. Árboles que tienen tan honda raigambre, no se secan porque una ráfaga de tempestad arranque sus hojas. Los que dejan de ser partidos políticos para hacerse partidos sociales, tienen la fuerza invasora de la vegetación de las selvas primitivas; que no dejan de dilatarse, por más que el fuego del cielo o el hacha del talador se ceben en las más elevadas copas.

El partido conservador, -así en la nuestra como en las otras naciones constitucionales,- no sólo ha tenido que ser partido de acción, sino de resistencia. Forzado a entrar en liza de combate, sus caudillos confundieron una circunstancia accidental de su existencia con la misión de su vida. Habiendo tenido que resistir al impulso y las tendencias del partido revolucionario, la reacción hubo de ejercerse contra los puntos de donde le venían los ataques; y las exageraciones que la lucha promueve, pudieron aparecer alguna vez como tendencia y aspiración a las viejas doctrinas. Pero esta reacción pasajera, semejante a la que la naturaleza suscita en los cuerpos vivos contra las enfermedades, no puede ser comparada con la acción, constantemente deletérea e irritante, de otras doctrinas.

Cuando la inmoralidad está sólo en las personas; cuando los errores están fundados en las circunstancias, el tiempo viene a resolver las situaciones falsas; la razón general hace justicia de las medidas de tiranía, y el viento de una noche derroca los castillos aéreos de celebridades sin base y de ambiciones sin genio. Si la veneración que infunde el recuerdo de las antiguas instituciones, engendra escrúpulos, a poco, el peligro de los actuales intereses los disipa. Si los excesos de la libertad empujan los ánimos por un camino de reacción peligrosa, no tarda en asomar el espectro amenazador de la arbitrariedad, a detener a los incautos en su falso camino, y a fortificar a los hombres de rectitud y de conciencia en el justo medio de sus opiniones. Si a veces, ante la complicación y dificultad de los intereses que se cruzan, o de altas consideraciones que se atraviesan, se introduce en sus consejos la perplejidad de la duda, y hay escepticismo, y a veces desacuerdo en su conducta, recordemos que sólo a la fe religiosa, y a la medianía del saber humano, le es dado no vacilar en sus resoluciones. La duda crece con la inteligencia; y a medida que se profundizan más las cuestiones, la solución es más difícil, la deliberación más lenta, la verdad más tolerante, la convicción más transigente.

En un siglo de transición y de análisis, en una época en que un régimen concluye y otro empieza, culpar a un partido de que adopta los términos medios, es culparle de que representa la razón y la justicia de su época y de su siglo. Ante la rigidez de las otras doctrinas, ante la lógica aparente de los otros sistemas, hay infinitos intereses que quedan desatendidos; hay derechos que quedan tiránicamente anulados. De los otros principios absolutos, ora sean de libertad, ora de poder, nacen Gobiernos y partidos absolutos también; y en la época que alcanzamos, y en la organización social en que vivimos, todos los absolutismos son opresores.

El país ha presentado sus cuestiones ante todos los sistemas. Unos les han propuesto solución; otros las han cortado; otros las han negado. El partido monárquico-constitucional, cuando no ha podido resolver, ha transigido. Este sistema no ha podido hacer sectarios idólatras; pero ha hecho amigos inteligentes. Este partido puede no fundar creencias; pero ha formado opinión: puede no halagar cumplidamente a nadie; pero satisface a todos. No encontrará la briosa defensa del fanatismo; pero en el certamen de la razón pública, el buen sentido práctico le dará la primacía. Colocado entre las opiniones extremas y los partidos absolutos, unos y otras le verán siempre como enemigo; pero en el día del peligro y del trastorno, todos le invocarán como salvador.

Expuestos todos los sistemas, sin duda habrá derechos que queden más asegurados por otros principios; habrá esta o la otra dificultad que otros hombres resolverían con más energía; habrá una potencia ante la cual un Gobierno de otro sistema se presentaría con más arrogancia; habrá una cuestión cuyas dificultades cederían ante la lógica inflexible de otra legislación; habrá peligros que no dejaría nacer el terror de otras medidas; habrá lentitudes y dilaciones que caracteres más enérgicos y violentos atajarían. Pero, -lo aseguramos sin fanatismo, y después de haber examinado imparcialmente cuanto nos rodea,- ante el conjunto de soluciones que el partido liberal conservador da a las cuestiones que constituyen nuestra situación política y gubernativa, la opinión del mayor número cree todavía que fuera del Gobierno de este partido, está el caos; que fuera del imperio de sus principios, está la revolución, o la tiranía. Nosotros no deducimos ahora esta aserción; no dictamos una sentencia: la recogemos, la consignamos.

Ante este fallo de la razón y de la necesidad; de la conveniencia y de la justicia; ante la fuerza simultánea de la verdad, del interés y de las circunstancias; ante los riesgos que los hombres de moralidad descubren en nuevas violencias, y ante los recelos que a los hombres de intereses inspira la temerosa perspectiva de nuevas reacciones, ¿qué son esos leves accidentes de duda o de temor, de debilidad o de inconsecuencia, de contemporización revolucionaria o de aspiraciones retrógradas, que hacen como remolinos y contramareas en la carrera progresiva y majestuosa de estas doctrina? ¿Qué le falta a este partido, para llevar a cabo la misión política y gubernativa que la opinión le atribuye y la sociedad le demanda?

Una cosa le falta, importante en verdad: le falta realizar sus teorías; le falta la aplicación de sus principios; le falta dirigir los negocios de la gobernación del Estado con las mismas máximas que asienta para la resolución de las cuestiones políticas. Al partido monárquico-constitucional le falta haber gobernado. Como partido, no ha gobernado todavía.

Así como el partido progresista puede creer que el tiempo de organizar no ha llegado aún, así hubo un día en que el partido conservador creyó que el periodo de la guerra era ya el de la gobernación. Sus principios eran entonces insuficientes, y se estrelló contra ellos. La legalidad no existía, cuando no estaba fundada; y el partido que la adoraba entonces en efigie, debió sucumbir ante una realidad más poderosa. Años después, una administración, que no había salido de su seno, le llamó en su apoyo. En aquel Gobierno no hubo de monárquico-constitucional más que la aquiescencia que este partido estaba dispuesto a prestar a quien restableciera el orden, y robusteciera el debilitado principio de autoridad.

Pero el orden y la autoridad que el partido conservador había proclamado, era el orden de las leyes, la autoridad de las instituciones: el orden de aquel Gobierno fue la dictadura; su autoridad, el imperio de la fuerza. Si antes el partido conservador no había tenido ocasión de ensayar sus principios, en esta ocasión el Gobierno no se creyó obligado a tener en cuenta los principios del partido. Antes no pudo gobernar según la situación, porque sus doctrinas no le permitían ser revolucionario en el poder: después, la única participación que en el Gobierno le ha cabido, consiste en que la índole de su sistema no le permite ser revolucionario contra el poder.

Fluctuando así entre la revolución y la dictadura, víctima, primero, de los respetos de la legalidad, como lo fue después de las exageraciones de la subordinación; forzado unas veces a reconocer por jefes a personas que jamás profesaron sus principios, y otras respetando demasiado a caudillos que los inmolaban fácilmente ante el poder que exigía este holocausto, este partido espera todavía una situación de libertad y de gobierno, en que pueda realizar el poder según las inspiraciones de su doctrina, y según las condiciones constitucionales de su advenimiento al mundo.

Esa situación será definitivamente entonces el sello de su inteligencia, el contraste de su legitimidad. Aquel día, gobernar no será para él meramente una tarea anti-revolucionaria, y no más. Aquel día, gobernar no podrá ser solamente resistir. En las condiciones naturales del mando, gobernar es algo más: gobernar es hacer: gobernar es obrar: gobernar es dirigir. Pero el partido conservador, para gobernar legítimamente, no sólo tiene que obrar de una manera eficaz y fecunda, sino que debe ejercer su acción y su influencia, según la ley de sus principios.

Si no tiene fuerza más que para resistir, no es bastante poderoso para ser Gobierno. Si para ser Gobierno ha menester olvidar o sacrificar aquellos principios en cuyo nombre aspira a él, entonces no tiene legitimidad alguna para ejercer la fuerza. Si cree que hay en su sistema los medios de satisfacer las necesidades políticas y administrativas del país, aspirar a ello es una condición de moralidad y de existencia. Pero esta condición es del sistema mismo, no de las personas. Abjurando de él, no sólo comete una inmoralidad, sino que declara su incompetencia; y si para justificarse invoca entonces la necesidad, o pretexta los obstáculos, todavía esta necesidad, más poderosa que su doctrina, todavía estos obstáculos, más fuertes que sus principios, serán una solemne declaración de incapacidad, ante la cual los partidos, lo mismo que los hombres, tienen que resignarse.

No le basta al partido monárquico-constitucional creer que tiene bastante inteligencia para dar solución a todos los problemas de política, de gobierno, de derecho público y de interés local, de orden interior y de dignidad nacional, que pueden presentarse a la deliberación de los hombres de Estado. Ha menester además que pueda decir al poder: «Fuera de mis principios, estas cuestiones no puedes resolverlas tú solo, porque el empuje de tu propia violencia te abisma en la revolución.» Ha menester que pueda decir a los demás partidos: «Ni tampoco las podréis resolver vosotros, porque vuestros principios son impotentes para dar estabilidad a las instituciones, o para imprimir dirección y concierto a las fuerzas sociales.» Ha menester que pueda decir al país: «Sólo yo tengo los medios de resolverlas de una manera satisfactoria y cumplida, sin comprometer tu reposo, y sin hacer sentir la opresión. Sólo yo puedo sostener intactas las instituciones consignadas en la ley política, y mantener el orden público: sólo yo puedo conciliar las prerrogativas de la Monarquía, y el amplio ejercicio de la influencia parlamentaria: sólo yo puedo conservar bajo la activa centralización del poder todas las garantías de la libertad. En el actual estado de la sociedad, sólo con mis principios pueden tener dignidad el Parlamento, veneración el Trono, autoridad el Gobierno, santidad la ley, derechos el ciudadano, y la sociedad progreso.»

Si no puede pronunciar estas palabras, debe dejar a otros partidos probar fortuna, reconociendo la fuerza de manos más vigorosas, o la legitimidad de ideas más fecundas. Si hay un Gobierno que rechace estos principios; que no invoque en su administración el nombre del partido que los profesa; distíngase enhorabuena con el título de una persona privada, o de una potencia extranjera; adopte una divisa militar, o una condecoración palaciega; pero no usurpe, no profane ni desautorice la fórmula o el símbolo que olvida o desdeña, pero que no profesa o no comprende.

Nosotros, por nuestra parte, aún abrigamos la esperanza consoladora de que ha de venir un día en que este partido pueda decir estas palabras, y cumplirlas. Formamos parte de la opinión extendida y acreditada que sólo ve en él los medios de resolver los problemas pendientes, sin volver a poner para ello en tela de juicio las cuestiones resueltas. Nosotros, al meditar sobre la situación gubernativa y diplomática, económica y eclesiástica, moral y material en que se encuentran hoy el Estado y el país, sólo vemos también en aquellas doctrinas los medios de conciliar la satisfacción de todas las necesidades e intereses con la existencia y conservación de las instituciones; con la acción desembarazada de los poderes; con el santo respeto a los antiguos derechos y a las garantías conquistadas.

Por eso no terminamos aquí, como quisiéramos, estas observaciones. Más allá de los partidos a quienes nos hemos dirigido, hay influencias que los dominan: no hemos vacilado un momento en dirigir nuestras palabras a la misteriosa religión donde esas influencias obran. Sobre las cuestiones mismas que tiene delante de sí el partido que preferimos, están las condiciones políticas bajo que ha de resolverlas; y nosotros, que no hemos tomado sobre nuestros débiles hombros la gigantesca tarea de examinarlas y discutirlas, tampoco hemos podido dejar la pluma sin hacer algunas observaciones sobre los principios a que necesita atenerse, resolviéndolas. Lo que al uno decimos, con ligeras modificaciones podrá servir para todos. Con el partido de que somos más amigos y allegados, nos ha parecido que podemos ser más severos, sin que se nos culpe de parciales. Pero cuando de él hemos dicho que aún no había gobernado según sus principios, recojan todos los demás esta proposición como el común anatema de su conducta, como la causa común de su descrédito y de la universal desconfianza.

Por mucha distancia que haya entre los partidos mucho menor habría llegado a ser, si cada uno de ellos hubiera sido fiel a su programa. Entre los sistemas diversos no se abren tan grandes abismos, como entre Gobiernos arbitrarios; y además es necesario imponer la obligación de la consecuencia a los partidos, para obtener la moralidad de los poderes. A eso aspiramos; a eso hemos querido contribuir.

Cuando los poderes desconocen la naturaleza de su institución y de su destino, es una obra de moralidad y de conciencia recordarles la ley de su obligación, y el límite de su autoridad. Cuando los partidos pueden olvidar las condiciones de su legalidad, que son las de su existencia, no creemos inútil ni estéril poner ante sus ojos antecedentes de que no pueden apartarse, y consecuencias que deben tener el valor de aceptar resueltamente. Cuando hay cuestiones sobre las cuales amenazan dar su fallo el oráculo sangriento de la tiranía, o la delirante Pitonisa de la revolución, nosotros, -sin tener la arrogancia de pronunciar sobre ellas una resolución dogmática,- podemos desempeñar una obligación de lealtad modesta y limitada, indicando los medios que se necesitan emplear, los escollos que hay que eludir, las preocupaciones que es preciso vencer, y los compromisos que es menester arrostrar para que sean la razón, la justicia y la legalidad las que pronuncien la deseada sentencia.




ArribaAbajoCapítulo II

Principios políticos


Oportunidad, peligros, insuficiencia, extensión e inteligencia de los principios políticos. -Prácticas parlamentarias. -Derecho electoral. -De la libertad. -De la igualdad.

I.

En otro tiempo, las grandes cuestiones de los partidos versaban sobre los principios fundamentales de un sistema político. Las discusiones de las Asambleas, los motivos que influían en las elecciones, los que determinaban los cambios ministeriales, los principios que daban nombre a las asociaciones extralegales, eran cuestiones académicas, problemas político-filosóficos. Los discursos parlamentarios asemejábanse a lecciones; las leyes eran al mismo tiempo catecismos; las fracciones políticas eran escuelas; los partidos parecían sectas.

Aquellos tiempos han pasado; pero nosotros, que hemos combatido más de una vez aquellos hábitos y aquellas tendencias, estamos lejos de mirar con superficial desden la época en que florecieron.

Aquel periodo era necesario. El espíritu humano ha procedido siempre así. En política, como en filosofía, en las regiones de la ciencia, como en los dominios de la fe, el dogma precede a la institución; la teoría a la práctica. La predicación de las religiones ha preparado siempre el establecimiento de sus cultos. Con siglos de anticipación discutieron los filósofos, como sistemas, principios que en nuestra época habían de llegar a ser el derecho público europeo; así como Copérnico, Keplero, Galileo y Newton escribieron largos tratados antes que la aplicación de sus doctrinas comunicase, vulgarizándose, el asombroso impulso que de ellas debían recibir la navegación y la mecánica.

Las disputas escolásticas, los problemas de metafísica política, el dogmatismo teórico, el fanatismo sectario, que ahora serían hasta risibles en el ejercicio del poder o en la discusión de los negocios públicos, han sido necesarios para la educación de los partidos; para la inoculación de aquellas verdades que forman la creencia general del siglo; para la vulgarización de aquellos principios que son hoy patrimonio común de los pueblos. Lo que antes era privilegio de algunas inteligencias favorecidas, es ya el catecismo vulgar de los países constitucionales. Los que fueron, no ha mucho, tema de especulaciones filosóficas y abstracciones del dogmatismo teórico, han pasado a ser, en la región de la práctica, artículos de Constituciones, textos de leyes, norma y límite de los poderes, axiomas de administración, reglas de conducta para los funcionarios, obligaciones o derechos de los pueblos y de los individuos. Las teorías sobre la división de los poderes; las ruidosas discusiones sobre la necesidad de dos Cámaras, sobre el veto y la sanción Real, sobre la disolución de las Cortes, sobre la aristocracia hereditaria, sobre la libertad de la prensa, sobre la responsabilidad ministerial y sobre la inamovilidad de la magistratura, ya no pueden ocuparnos hoy; pero ha sido menester que hayan ocupado grandemente a los hombres y a los partidos, doctrinas que han pasado a ser instituciones.

Hasta aquellas controversias semi-teológicas, sobre los derechos imprescriptibles y sobre la soberanía nacional, no fueron declamaciones enteramente perdidas para la causa del poder, o para los fueros de la libertad. Ora haya sido el resultado de aquellas disputas una inteligencia más exacta y filosófica de las atribuciones de la ley, y de los deberes del ciudadano: ora resuenen de vez en cuando, como una protesta de la dignidad humana contra todo género de tiránicos absolutismos, no podremos nunca condenar con un desdén presuntuoso, o con la afectación de una superioridad arrogante, todo lo que ha sido necesario para que leguemos nosotros a generaciones más afortunadas, la herencia preciosa de instituciones y de verdades que ellas podrán poseer y cultivar en paz, a costa de las convulsiones y querellas entre las cuales se va pasando nuestra vida.

Quizá a la agitación febril de aquella época crítica, en que representaron tanto papel los principios, ha sucedido una reacción no menos lastimosa, en que se sacrifican y desdeñan. Distantes nosotros de estas deplorables exageraciones, si nos desviamos en nuestra actual tarea de las cuestiones elementales, es porque damos por inconcusas sus verdades. Al conjurar de sobre nuestra cabeza las tormentosas discusiones de principios, no se entienda que hincamos la rodilla en el fango para adorar el ídolo grosero de eso que se llama intereses. Los modernos ateos son más repugnantes todavía que los antiguos fanáticos.

Ni se crea que al desechar como innecesaria la resurrección de las cuestiones teóricas, tenemos por hombres de Estado a los que, amparándose de un sofisma criminal, se olvidan o se apartan de los principios. En las naciones donde más eminentemente práctica es la dirección de los negocios públicos, es donde los hombres de gobierno les tributan más religioso culto. Si las discusiones de política general no tienen allí objeto, es porque la organización constitucional está realizada. Pero cuando los hombres desconocen o contrarían lo que llaman sistema, van -sin saberlo, o a sabiendas- contra la obra de las instituciones.

Los partidos que intentaran una variación política, esos provocarían la defensa de los principios. Podrán esas discusiones ser revolucionarias; pero la revolución vendrá del ataque, no de la defensa. La necesidad de remontarnos a la esfera de la política general para defender las instituciones contra las tentativas de una reacción bastarda, como las defendimos contra exageraciones anárquicas, podrá ser, de cierto, un síntoma de revolución. Pero no siendo nosotros los culpados, el estruendo de esa palabra pavorosa, por muy huecamente que se pronuncie, no apagará el aliento de nuestra voz para combatir a la arbitrariedad, como hemos combatido a la anarquía. A ese combate, habremos de llevar por armas los principios. Si con ellos se inflama de nuevo la combustible atmósfera, caigan la culpa y el anatema sobre quien provoca la lucha.

Por eso combatimos con todas nuestras fuerzas la reforma constitucional. Por eso tuvimos por una calamidad el que se removieran los cimientos de la obra que había costado tantos sudores. Parecíanos la más revolucionaria de las temeridades poner en tela de juicio aquellas verdades cuya discusión había ocasionado tan recias tormentas. Creíamos un sacrilegio tocar a lo que era, en nuestra peregrinación política, el arca de la alianza de los partidos.

Ninguno había reclamado aquella mudanza. No se había formado antes de la reforma ninguna de aquellas asociaciones o escuelas, que siembran una idea o proclaman una exigencia, y cuyos jefes, cuando llegan al poder, llevan la obligación de realizarlas. Los hombres que propusieron la modificación constitucional, no llevaban misión de nadie: ellos se la arrogaron: fue una condición que admitieron para mantenerse en el poder: fue para el Parlamento, a quien la impusieron, la necesidad o la conveniencia exagerada de conservar un Ministerio en cuya mudanza veía mayores peligros para la Constitución misma. Nadie la recibió con entusiasmo: muchos, con repugnancia. Ninguna de las mudanzas que se propusieron valía la pena del escándalo que se daba: los peligros de la institución para cuya abolición se dijo que era necesaria, eran menores que los riesgos del ejemplo que se dio a los partidos.

Los pronósticos que hicieron entonces algunos profetas de desventura, fueron recibidos con risas, cuyo eco podrán ser algún día torrentes de lágrimas. Los infaustos vaticinios no se han cumplido todavía; pero los Idus de Marzo de las reacciones no han pasado tampoco.

Afortunadamente, el mayor mal de la reforma era la reforma misma. Las modificaciones hechas no alteraron la bases fundamentales del sistema representativo. La restauración de los artículos modificados sería una obra más peligrosa todavía. El sistema político de la Constitución de 1845, es la política constitucional de 1837. La reforma ha dejado subsistentes todos los principios y todas las consecuencias. La reforma no crea nuevas necesidades ni establece nuevas condiciones. Con ella, son las mismas las relaciones entre los poderes; las mismas las obligaciones; los mismos los derechos políticos; las mismas las prerrogativas del poder; las mismas las prácticas parlamentarias; las mismas las libertades públicas.

La Constitución actual, como la anterior, cierra el cráter de aquellas grandes cuestiones, cuya inflamación volcánica estremece las entrañas de las sociedades; cuya lava ennegrece la incendiada atmósfera de los pueblos en revolución. No queremos erupciones de ese Vesubio tremendo, establecido hoy sobre la pendiente de sus feraces laderas. Que no suscite nadie las tempestades: que nadie se acerque a esas cuestiones, temerosas y oscuras como los cimientos de un inmenso edificio, por cuyas concavidades nadie va, pero que no se ciegan ni se minan. Nosotros no bajaremos a ellas sino con exploradores o centinelas.

Esas cuestiones no existen para nosotros en el seno de los partidos a quienes nos dirigimos, porque no reconocemos a los partidos sino en la esfera de la ley, que ha resuelto esas cuestiones. Pero lo que decimos a los partidos, eso aplicamos a los poderes. Si no tratamos de la política en forma de problemas, es para adoptar, como doctrina común e inconcusa, la política convertida en instituciones.

Por otra parte, no somos nosotros de los que damos importancia exagerada a la política. Necesitamos protestarlo sinceramente a la faz de todos los partidos; a los unos, como medio de mitigar el demasiado fervor de sus creencias; a los otros, para que no formen una idea equivocada de la confianza que podemos abrigar en nuestras doctrinas. Nosotros no atribuimos una influencia soberana a los principios políticos. Los Gobiernos no están llamados a dirigir todo lo que constituye la vida de los Pueblos. La Nación no se resume toda en el Estado.

El alcance de las instituciones está circunscrito por límites fuera de los cuales queda grande espacio todavía; y las fuerzas sociales consuman revoluciones, cuyo plan solamente puede trazar aquella mano que rige con inestables leyes el destino de la humanidad. Estos hechos no caen bajo la jurisdicción de los Gobiernos ni de los partidos. Partidos y Gobiernos, poderes y pueblos, obedecen, como dóciles instrumentos, a aquellas fuerzas desconocidas, en cuya virtud se agitan en el tiempo las generaciones, como giran en el espacio los sistemas planetarios.

No solamente los grandes fenómenos sociales, no solamente las transformaciones fundamentales de los pueblos son independientes de sus leyes y de sus revoluciones políticas: frecuentemente la influencia de un pueblo sobre los demás; el predominio de sus ideas, de sus costumbres, de su genio, de su creencia; a veces, sus conquistas o sus emigraciones; a veces, su prosperidad y su pobreza, su corrupción moral, o sus adelantos materiales, están fuera de las condiciones y consecuencias de su política, tanto como las plagas o los beneficios del cielo. Por eso, a nuestros ojos, muchas cuestiones no cabrán nunca dentro del estrecho dominio en que algunos pretenden encerrarlas. Nuestra política es menos ambiciosa, menos presumida, menos arrogante. Fuera de esta nave que construimos y encaminamos, hay el viento que Dios envía; el Océano, cuyas corrientes el hombre no dirige, cuyas tempestades no sujeta.

De este derrotero, de las sociedades, la brújula y el polo, la latitud y el puerto son el secreto de la Providencia. No levantaremos jamás su mapa: no podremos medir jamás, por la escala de ese cuadrante infinito, los grados de la altura de nuestro rumbo: no nos será dado ajustar a la esfera desconocida de los tiempos los instrumentos de la máquina gubernativa, o las tablas logarítmicas de la política. En el sistema de la humanidad, como en el sistema de los mundos, hay cerca de nosotros movimientos que se calculan y eclipses que se predicen; pero hay más allá, en la inmensidad de los espacios, astros sin fin, para los cuales no hay cálculo, ni paralaje, ni medida.

Los sistemas mejor combinados, las Constituciones más sabias, son insuficientes para coordinar todos los intereses, para dirigir todas las tendencias. La mejor organización política no basta para rejuvenecer una raza envejecida, o para reprimir los ímpetus de un pueblo naciente y vigoroso. La administración más sabia no puede crear todo aquello cuya existencia necesita, ni aniquilar todo lo que le conviene destruir: y los más profundos cálculos del saber profundo y diplomático se resienten de este misterioso desnivel de la inteligencia y del poder del hombre, que mide las revoluciones de los astros, y al cual no le es dado parar el curso de la sangre en la más capilar de sus arterias.

Una sola tendencia percibimos, un solo fenómeno notamos, como peculiar de nuestra época; que los poderes públicos tienden a identificarse cada vez más con las influencias sociales. Nuestra política es favorable a esa tendencia europea y humanitaria. Queremos también que sea española. La política y la filosofía han estado por mucho tiempo separadas; han sido con frecuencia enemigas. Esta oposición debe cesar. Estas dos líneas pueden hacerse paralelas, para converger a un punto, aunque no se encuentren jamás.

No sabemos si llegará un día en que la ciencia social sea la ciencia política, pero no necesitamos la identidad: nos basta con que cese el antagonismo. El movimiento social y el movimiento político son en los pueblos lo que el movimiento anuo y el movimiento diurno de nuestro globo. Al girar sobre sí mismas las sociedades humanas en esas evoluciones de un día, pueden seguir al mismo tiempo el impulso en que otra mayor órbita las arrebata.

Por eso la moderación de nuestras creencias no descansa sobre un principio fatalista. La modestia de nuestras doctrinas no nos conduce a un indiferentismo peligroso. No estamos dispuestos a resignar el poder de la inteligencia y de la actividad humana, por más que reconozcamos sus límites. Al dejar de ser arrogante y ambiciosa, nuestra política se hace acaso más atrevida. De que el progreso de la sociedad sea independiente de los esfuerzos del poder, no deduciremos que los trabajos de la legislación y del Gobierno deben seguir una tendencia contraria. Eso sería absurdo, además de ser inútil.

Las grandes cuestiones sociales, que se agitan en España porque se agitan en Europa y porque trabajan a la humanidad entera, sabemos que no han de dominarlas las instituciones, ni de juzgarlas y resolverlas los partidos; pero las tendencias sociales nos servirán para rechazar los principios y los esfuerzos de Gobiernos o de partidos que intentarán empujarnos por una carrera opuesta a esa línea fosforescente y luminosa, que señala a nuestros ojos la dirección del espíritu humano.

Pero debajo de la región oscura y vertiginosa de las generalidades teóricas, está el terreno sólido y firme de los hechos actuales. Con esas abstracciones oscuras, -dédalo en que se han perdido tantas veces las imaginaciones ardientes y se han extraviado muy claras inteligencias,- no confundiremos jamás aquellas verdades elementales, sin cuyo catecismo no tendría dogma la religión de la nueva ley. Si hubo antes en la política sus pitagóricos, que atribuían poder cabalístico a ciertos números; si en esa veneración exagerada de las palabras, hubo nigrománticos que dieron a ciertas fórmulas la virtud de un conjuro, hoy se quieren negar hasta los verdaderos atributos de la divinidad política, y quitarles su altar y su culto a los poderes establecidos. Si en otro tiempo de exageraciones, hubo como modas políticas que salían de las escuelas anárquicas y de los clubes tenebrosos, hoy ridiculizadas aquéllas, hay otras en boga que no valen más, siquiera las acrediten salones artesonados y gabinetes académicos.

A las ideas que antes iban a realizar motines y asonadas, se sustituyen en el día otras, que han tomado popularidad en los cuarteles y cuerpos de guardia. Si hubo un tiempo en que se cohonestaron las más tiránicas violencias con los nombres de patriotismo y de libertad; si se proclamó como universal panacea de los males de los pueblos, la tabla de derechos, y como fecundo principio de Gobierno la soberanía popular, en el día oímos hacer mofa de las prácticas parlamentarias, escarnecer la libertad y la igualdad, equiparar a una farsa el ejercicio de los derechos políticos, y proclamar como único ídolo de esta política descreída, la legitimidad de la fuerza, y la respetabilidad del sable.

En el punto a que llegamos, no sabremos decir qué repugna más a los nobles instintos de la humanidad; qué es más peligroso y funesto al porvenir de los pueblos: bástanos saber que debemos combatir lo que más de cerca nos amenaza. Entre el fanatismo intolerante y trastornador de los antiguos dogmáticos, y el cínico indiferentismo de los flamantes críticos, hay una fortaleza, imponente todavía a los ojos de los que adoran la fuerza; tenemos un templo, donde rendimos culto de corazón y de espíritu a una divinidad que no es la revolución. Ese alcázar es la legalidad; ese santuario es la Constitución.

En la carrera de la política dejamos atrás los tiempos de la legislación: estamos en los de la justicia. Esos nombres, que se oyen con tanto desdén entre las eminencias de un Gobierno sin principios, son para nosotros títulos de derechos que vindicaremos con la ley en la mano. Esas palabras, que excitan la hilaridad sarcástica de los nuevos materialistas, son los mandamientos del decálogo de nuestras obligaciones. Esas, que hoy parecen frases de mal tono en los círculos elegantes de la diplomacia reaccionaria, son inscripciones muy hondamente grabadas en las paredes de nuestro templo. Las que en otros días pudieron ser en la arena ensangrentada de las revoluciones, apelaciones de guerra, hoy son palabras de paz y de justicia en el pacífico campo de las instituciones.

Todavía, al cabo de tantas estériles disputas y de tantas reacciones imponentes después de tanto énfasis de los unos, y de tanto sarcasmo de los otros, e pur si muove. Después de todo, hay libertad, hay igualdad, hay prerrogativas parlamentarias en la esfera del poder; hay en el seno de la sociedad derechos del hombre. Todavía tenemos valor de confesar estas creencias delante de los que se tienen por sabios: todavía podemos sostener estos principios a la faz de los que se creen fuertes. Para nuestra defensa, no necesitamos una liza de sangre y de escombros: para nuestra polémica no buscaremos fuera de la legalidad cuestiones, ni más allá de las instituciones, quimeras. Dentro de la ley están esos principios que aspiramos a conservar: dentro de la ley, esos derechos que estamos en la obligación de sostener. Nuestras teorías no son más que la práctica de la legalidad vigente: nuestra política es pura y simplemente la Constitución.

II.

De nuestra pluma ha salido el nombre de prácticas parlamentarias: no le borraremos. Si no está escrito en la Constitución, tampoco lo está el de respetos monárquicos. Esos nombres son la Constitución misma: son su observancia, son su existencia. Desconocer las prerrogativas del poder es la anarquía: desdeñar las atribuciones del Parlamento es el despotismo. La revolución política que destruyó el absolutismo, la Constitución política que legalizó la revolución, se resumen en la consagración de un principio fundamental; la intervención del país en el gobierno del Estado.

Esta intervención fue algunas veces un hecho: lo que distingue el régimen actual del régimen abolido, es que en el día es un derecho. Lo que se llama libertad política, consiste en que lo que antes era para el poder una facultad, es ya una obligación. Lo que se entiende por soberanía parlamentaria, es que para constituir aquella legalidad absoluta, contra la cual no hay criterio humano, se necesita el concurso del poder y del país. La representación del poder está en el Gobierno: la representación del país en el Parlamento. Las relaciones y armonías que los unen, tienen, como la justicia, formas solemnes, que se llaman prácticas parlamentarias.

Faltar a ellas es declinar la obligación primera de la situación constitucional; anular el hecho fundamental de la legalidad existente; crear en el poder que falta la necesidad de traspasar más y más sus condiciones, y de salirse de sus límites; abrir entre el poder y el Parlamento un abismo, sobre el cual los dos aspirarán en vano a pasar, sin caer en el abismo de la revolución que se abre rugiendo enmedio. Los que crean que el Parlamento debe permanecer siempre pasivo ante las demostraciones del poder, desconocen la índole de la legalidad existente: no han reconocido todavía como derechos y prerogativas lo que en su sistema son condescendencias, de las que se puede prescindir; usurpaciones y desafueros, contra los cuales hay siempre derecho cuando hay fuerza. Este sistema es un manantial perenne de lucha y de revolución. Los que no queremos ser revolucionarios, tenemos que poner las dos potestades bajo el nivel de una misma legitimidad; considerar como igualmente sagradas sus prerrogativas, y no distinguir los desacatos que pudieran desautorizar al Parlamento, de los desafueros que comprometerían al poder.

Cuando los Diputados de la Nación intentaron elevar un mensaje para saber el estado de unas negociaciones en que se comprometía la suerte del país, cumplieron una obligación sagrada y ejercieron un derecho constitucional; pero si hubieran publicado contra el poder una manifestación igual a la que fulminó el Gobierno en 19 de Marzo, hubieran cometido un horrible desacato. Si en un mensaje regio se permitiera decir un Diputado que tenía en poco los respetos debidos a la Majestad, nos parecería una blasfemia no menos criminal que cuando oímos a un Ministro de la Corona afirmar con sultánico desdén que no conocía las prácticas parlamentarias. Si el Parlamento se ofendiera de que el poder confiara un Ministerio a quien no fuese en el acto Senador o Diputado, el Parlamento desconocería la libre prerrogativa de la Corona; pero cuando entró en los Consejos de la Corona quien había ofendido a las Cortes, el Parlamento se vio notablemente lastimado en su decoro y en su influencia; y la consecuencia fue un golpe de Estado. Hubiérase andado algo más por este camino, y el Gobierno representativo estaría abolido, o la revolución dominaría triunfante.

El medio de prevenir estos dolorosos extremos está en la observancia del principio que proclamamos. Hubo una ocasión en que le proclamó un alzamiento popular; pero era una voz que se alzaba contra una situación de fuerza; y aunque fue una revolución la que le invocaba, la legalidad del principio se realza en que la revolución buscase en él una legitimidad que pudieran aceptar todos los partidos, y que dejara a salvo al Trono. Pero el principio y el éxito de aquella gran cuestión se borraron pronto de la memoria de los partidos y del poder; y las prácticas parlamentarias, de nuevo olvidadas, y de nuevo desatendidas, han dejado de ser en las esferas elevadas del Gobierno el principio regulador de las situaciones políticas. Así hemos visto a un jefe de oposición pasar a presidir un Gabinete, contra el cual había combatido en nombre de los más elevados principios. Así vemos a un Ministro, que en una votación en que la prerrogativa del Parlamento se puso en frente del poder militar, dio la razón a la fuerza, creerse Ministro de la mayoría. Así en circunstancias pacíficas y normales, se lleva el desprecio gratuito de la legalidad a punto de cobrar los impuestos no votados, sacrificando a las consideraciones de la ambición personal la más importante de las prerrogativas.

A la observación de los principios, sustituye por todas partes esa esperanza vaga del buen éxito y de la fortuna, que quita la moralidad a la conciencia política, y establece en el seno de los poderes públicos una anarquía cuya última consecuencia suele ser la lucha. No importa que un poder esté rodeado de batallones; que otro no tenga más baluartes que juramentos: la revolución no consiste sólo en que haya batallas en las plazas y sediciones en los campamentos.

En los primeros años de la Revolución francesa, el palacio de las Tullerías estaba rodeado con una barrera de cinta azul: citando aquella cinta no fue bastante a contener las irrupciones del pueblo, no bastaron las formidables baterías, ni los muros de alabardas suizas. Aquella cinta es el emblema de las barreras que separan a los poderes políticos. Los límites están puestos, no porque no se puedan traspasar, sino para que se puedan ver. La única fuerza que los guarda, es la obligación moral de no salvarlos. El respeto de esa obligación constituye la legalidad. Es la cinta azul dentro de cuya valla todos son sagrados, y todos son libres.

Rómpase la cinta, y todos son facciosos, todos revolucionarios. Quítese la fuerza moral, y todas las demás fuerzas son anárquicas. Destrúyase nuestro principio, y la esfera de la política, en la región elevada de los poderes, se hace una región de tormentas. Cuando el equilibrio se rompe, el mayor peso se precipita y se hunde más. Cuando los poderes se desnivelan, es difícil calcular quién llenará el vacío. No es lo más terrible el Océano agitado del huracán y estrellándose en sus riberas: lo espantoso es cuando el terremoto estremece y hunde las tierras, y los mares salen de madre para colmar los nuevos abismos.

Pero no está en nuestros principios considerar las instituciones fundamentales bajo el punto de vista de la hostilidad y del antagonismo. Esta manera de ver y de juzgar la política, es un pensamiento reaccionario y anárquico. Así consideró a los poderes la revolución cuando luchaba: así los quiere considerar también ahora la política reaccionaria que hoy lucha y conspira. Nuestras ideas pertenecen a una política más adelantada, a un siglo y a un sistema que, en la realidad, sólo reconoce un poder, aunque sean dos elementos los que le constituyen; como es en la naturaleza el agua un agente elemental, aunque la química enseñe que son varios los gases que la forman. Así nosotros, si alguna vez, por hábito, decimos el equilibrio de los poderes, queremos decir la armonía.

La ley del poder no es la inercia, ni el reposo, sino el movimiento y la vida. No aspiramos a la unión de la rivalidad, sino a la del común apoyo. Rechazamos el principio de la recíproca desconfianza, y sólo admitimos el del respeto mutuo. Tenemos por altamente revolucionarias y subversivas esas pretensiones heráldicas de inferioridad de origen, o de categoría respectiva: sólo reconocemos la diversidad de atribuciones. Esos dos elementos, la Majestad Real y la Representación nacional, sólo por una abstracción metafísica podemos considerarlos separados. De hecho, forman unidos ahora y siempre la Constitución y la Monarquía. Cuando violentamente se separan, no hay ni Monarquía, ni Constitución.

Esas dos instituciones son lo fundamental, lo imperecedero: son la eclíptica y el polo donde se hace y ha de dirigirse el movimiento de la sociedad y la acción vivificante del poder. A un tiempo han nacido aquélla y el Trono de la Reina, y unidos seguirán su rotación. Las alteraciones que sólo alcanzan a modificar las relaciones que las ligan, son revoluciones armónicas, como las fases naturales de la existencia: las que tienden a destruir uno u otro elemento, son revoluciones subversivas, como las enfermedades en la vida. Pero son revoluciones impotentes; su resultado es la reacción. Cuando se quiere abolir la Monarquía, nace el absolutismo: cuando se cree haber aniquilado la Representación nacional, se levantan de la tierra Juntas soberanas y Convenciones despóticas. La Corona vuelve siempre, aunque haya Enriques Cuartos y Carlos Segundos. El Parlamento no muere nunca, aunque haya Villalares y Trocaderos, Carlos Quintos y Fernandos Sétimos.

Todo lo que no es Parlamento y Corona, aparece transitorio, accidental, mudable. Sólo quedan fijos e inmutables estos dos grandes fenómenos de nuestra Historia contemporánea, porque son dos condiciones necesarias de la vida política. Son dos hechos eternos o indeclinables, porque representan aquellos principios sin los cuales o la sociedad no vive, o la sociedad se disuelve. La Corona es la autoridad: el Parlamento, la libertad. La Corona es la justicia: la Representación nacional es el interés, la conveniencia. Las Cortes son lo presente, la actualidad: la Corona es el porvenir; y las dos son lo fijo y lo móvil; la tierra y el agua; la sangre y los huesos; el árbol y las hojas; el espíritu y la materia; la inteligencia y la voluntad; la realización, en fin, en la sociedad política, de aquel dualismo universal que constituye el ser de todas las criaturas armónicas.

El destino de las tristes y tormentosas épocas que nos han precedido, ha sido establecer lucha y enemistad entre estas dos influencias, que se desgarraban mutuamente sin poder desasirse. El resultado del saber de nuestros días, la conquista de nuestra revolución, es haber puesto término a esta lucha suicida, regularizando la acción de ambos principios. Entre ellos ya no debe haber nunca choque. Esas dos influencias no pueden venir como dos corrientes encontradas, que estrellarán tempestuosamente sus ondas, inundando las regiones vecinas en desoladora avenida: son dos caudales confluentes, que uniendo en paz sus aguas, forman, en cauce más anchuroso y regular, un gran río, que fecunda las tierras y enlaza con más fáciles comunicaciones las riberas mismas que, al parecer, divide.

Pero si el Parlamento y el poder no pueden contrastarse, sino auxiliarse; si la grandeza y el respeto del uno no pueden nacer sino del engrandecimiento y de la dignidad del otro; en las eventualidades de la flaqueza humana, hay circunstancias en que o los Monarcas carecen de las condiciones más adecuadas al ejercicio espontáneo de su prerogativa, o las Asambleas no pueden proveer a todas las necesidades de la legislación y de la política. En estas deplorables contingencias, los Gobiernos absolutos caen en la degradación o en el desprecio: las Repúblicas son presa de la dictadura o de la anarquía. En unas, un mayordomo doméstico usurpa la soberanía: un Príncipe no encuentra qué comer en su palacio: un Monarca es declarado impotente, o su efigie quemada en un irrisorio cadalso: un Emperador es asesinado por los Ministros futuros de su hijo: un Soberano es abofeteado en la persona de su valido, y muere en la ignominia de un destierro sin una memoria ni una protesta de adhesión: en otras hay Cortes de Braga; Parlamentos de Dinamarca; Cromwell regala a Fairfax la maza de los Comunes; los Girondinos van a la guillotina: los Quinientos saltan por la ventana.

En el gobierno constitucional, donde las prácticas parlamentarias se observan, las naciones no presencian estos lastimosos escándalos. El prestigio del Parlamento sale al encuentro de las flaquezas a que está expuesta una persona; el sagrado respeto del Trono modera los conflictos, o suple a las dilaciones de una Asamblea rodeada de dificultades. Nuestra época ha visto al Soberano de un vastísimo imperio, privado de la razón meses enteros sin que los negocios de aquel gran pueblo se resintieran; antes bien llevándose a cabo en aquel periodo empresas colosales y titánicos esfuerzos. Nosotros vemos a una joven inexperta sostener digna y gloriosamente en sus sienes el peso abrumador de la corona más grande del mundo, sólo con deferir prudentemente al religioso respeto de las prácticas parlamentarias.

En otra parte, por el contrario, después de una revolución que amenazaba conmover la sociedad y la Europa, hemos visto a los partidos amedrentados ante las dificultades y peligros de una situación muy complicada, obtemperar al gobierno personal de su sabio Monarca, sin salirse un solo día, en el transcurso de diez y seis años, de las condiciones constitucionales. El Rey de los franceses no hubiera podido desempeñar su laboriosa y meritoria misión, a no haber elegido sus hombres de Estado entre las más eminentes capacidades de las Cámaras. Y si la ilustre Reina Victoria no estuviera poseída de la veneración profunda con que es la primera a acatar los usos y tradiciones de la Constitución, no sería hoy el objeto de ese amor y respeto, a los cuales no han llegado nunca en sus impuestas apoteosis los más despóticos y endiosados Monarcas.

Cuando nosotros pedimos para nuestro país las mismas condiciones, no deseamos por cierto ni humillación, ni mengua para la prerrogativa ni para la persona de nuestros Reyes. El día en que se sienten bajo el solio el genio, el valor, o la sabiduría, no somos en verdad nosotros de aquellos que vieran muchos peligros para la libertad, porque el poder comunicara con algún desembarazo el impulso de su acción inmediata a los grandes trabajos de codificación y arreglo administrativo que en periodos de reforma han menester los Estados, en menos tiempo, tal vez, del que necesitan para una obra orgánica las Asambleas.

Pero en circunstancias en que la inocencia y la gracia, la tierna edad, o la condición del sexo no pueden alcanzar a la elevación de la inteligencia, al imponente prestigio de la fuerza; hecho imposible por la naturaleza el gobierno personal, es cuando necesita mayor importancia y mayor influencia, mayor respeto y mayores consideraciones y deferencias el poder parlamentario.

El error y la ceguedad están en querer debilitar el uno, cuando el otro está de por sí privado de espontaneidad y energía. El atentado y la revolución están en ir a buscar en estos casos fuera del Parlamento los principios de una fuerza, que no tiene sus raíces en los cimientos del Palacio. Entonces, en la orfandad común de un Trono indefenso y de un Parlamento degradado, la autoridad sale de los clubs y de los cuarteles, y llámense jefes del pueblo, o Generales de los ejércitos los depositarios de ese poder bastardo; ora envilezcan la Majestad Real adulando las pasiones demagógicas, ora lisonjeen los instintos de la arbitrariedad, lanzando palabras de vilipendio contra las atribuciones parlamentarias, siempre son, por último, el Trono y el Parlamento, los que a un tiempo se eclipsan; los que a un mismo tiempo y en una común catástrofe sucumben.

Pero si la observancia de las prácticas parlamentarias es una condición indeclinable de la armonía y de la naturaleza de los poderes, no es menos una ley necesaria de su aplicación. Si lo necesita la política, no menos lo reclama la administración. En el sistema representativo, el Gobierno se diferencia de la antigua organización, en que entonces las atribuciones del poder se delegaban a personas. En los países gobernados constitucionalmente, suben a ejercer el mando los sistemas y las doctrinas. Pero los representantes genuinos y naturales de las doctrinas y de los sistemas, sólo pueden tomarse del Parlamento.

Sólo en el Parlamento es donde las posiciones que representan la capacidad, son legítimas; donde los puestos de caudillos, dados a la inteligencia y a la habilidad, no son usurpados. El Parlamento es la liza adonde envían los partidos sus campeones para tomar en ellos sus jefes: el Parlamento es donde se despliegan y se distinguen, no menos que las dotes de la inteligencia, las cualidades de carácter, de perseverancia, de valor o de energía, igualmente necesarias para la realización de las ideas.

Donde la posición parlamentaria no influye en la organización administrativa, nunca serán los principios los que triunfen, y los sistemas los que prevalezcan. Habrá una corte con favoritos; no un Estado con Ministros. El poder nombrará funcionarios; no optará entre sistemas. El predominio de las ideas, el magisterio de las doctrinas, la superioridad del carácter, no serán el título del ejercicio de la autoridad.

Entonces, -como en los Gobiernos absolutos,- el Gobierno podrá ser patrimonio de las medianías o de las nulidades; y el Parlamento fluctuará eternamente entre una oposición turbulenta y una sumisión degradante e infecunda: las Asambleas verán sucederse por largos años Ministerios estériles o funestos; y ellas gastarán su actividad en esfuerzos más estériles, más funestos todavía. Donde el poder impone las personas a los principios, y no acepta los hombres de los sistemas, vano será que los poderes conserven su armonía: el Gobierno no existirá jamás; la administración no funcionará nunca; la sociedad irá siempre delante y separada del poder; y cuando el poder se hace insuficiente o inútil, la revolución está tan cerca como cuando se hace hostil.

En este sistema se falsifica y bastardea el Gobierno representativo en el más beneficioso de sus resultados: en este sistema los progresos del espíritu humano y los adelantos de la opinión son nulos para el Gobierno, y perdidos para la legislación. Si este sistema hubiera prevalecido en Inglaterra, de nada hubiera valido que aquella aristocracia hubiera modificado el rigor de sus antiguas pretensiones, ni que las clases medias se hubieran ilustrado acerca de sus añejas preocupaciones. En vano Sir Roberto Peel hubiera sido el hombre capaz de llevar a cabo la reforma de cereales: no hubiese faltado un corte sano oscuro e insignificante que pintara como revolucionaria a la aristocracia reformadora. En vano Lord John Russell sería a un tiempo el representante legítimo de la liga triunfante y el caudillo natural del partido whig, llamado a resolver la cuestión de Irlanda. No faltaría detrás de los tapices del Palacio una voz siniestramente agorera, anunciando a la Corona que era humillarse ante la opinión confiar los negocios públicos al popular descendiente de los Marlborough.

En ese círculo de eternas inconsecuencias, nunca un Fox sucederá a un Pitt: nunca un Casimiro Perrier acudirá a tomar en sus manos vigorosas las riendas que no sujetaban las débiles fuerzas de su honrado predecesor. Cuando las dificultades de la situación aconsejen acudir a la energía, se buscará el carácter más vigoroso en el militar más violento; cuando no guste demasiadamente la rudeza del soldado, si no hay un antiguo palaciego que parezca consumado diplomático, porque es cumplido caballero, no faltará un enviado extranjero que imponga sus audaces exigencias con la arrogancia que en el seno de un Parlamento condenaría la opinión, como un ataque a la regia prerrogativa.

Por eso, el Gobierno representativo sin las prácticas parlamentarias, no sólo es una decepción para la sociedad, sino una contradicción para el poder. Por eso, para su existencia no basta su forma: para su resultado es menester su verdad. No basta su organismo: es necesaria su aplicación: no es suficiente la hipócrita adopción de sus fórmulas: es indispensable la sinceridad de sus prácticas. No es bastante que el poder esté dispuesto a seguirlas: no es el poder a quien acusamos; no es siempre el poder el culpado en desconocerlas o infringirlas. De quienes exigimos que sean los primeros a acatarlas y a obedecerlas, es de los partidos, es de los Parlamentos mismos.

No es el poder por cierto a quien culparemos de los escándalos y anomalías que han pervertido y falseado entro nosotros la verdad de las instituciones. Cuando se han presentado al frente de los negocios, Ministerios que se anunciaron de conciliación y concordia, para hacerse tiránicos y perseguidores; cuando la arrogancia ambiciosa recogió el poder en nombre de la legalidad, para humillarse ante la dictadura; cuando los representantes de un principio político entregaron la gobernación del Estado a la oligarquía militar; cuando, llamados por su Reina como órganos de una doctrina, renegaron, en el acto de hacer sus juramentos, de sus principios y de sus antecedentes, no pueden ir contra el poder nuestras quejas y nuestras recriminaciones. Sólo nos cumple condenar con un severo anatema a los hombres que pueden contraer en el Gobierno obligaciones contrarias a sus doctrinas, sin creer que esto es inmoralidad; a los que pueden condenar como principios facciosos, cuando se proclaman contra sus personas, los mismos en cuyo nombre ellos han combatido a otros Gobiernos.

Nos cumple consignar altamente, como elemento de legalidad y base fundamental de moralidad política, que en la práctica constitucional, los llamados a gobernar son los principios, y que las personas abdican sus títulos siempre que los olvidan. Sin la observancia de las prácticas parlamentarias, no hay fuerza en los poderes, pero tampoco hay legitimidad en los partidos. Sin la observancia celosa de las prácticas parlamentarias, los partidos no tienen razón para declinar ante la pública opinión la culpa de la mala dirección de los negocios públicos. En vano claman que no están representados en el poder: una representación les queda siempre, y con una responsabilidad se cargan que no pueden declinar ni rehuir, toda vez que llevan su exagerada deferencia a no condenar altamente a los hombres que no los representan.

III.

Si la libertad política no se concibe sin el respeto profundo del principio parlamentario; si la intervención del país en el Gobierno sólo consiste en que el poder obtempere a las influencias legítimas que representan la opinión; tampoco la plenitud de la prerrogativa parlamentaria se comprende sin el amplísimo ejercicio del derecho electoral.

Muy distantes nos hallamos de entender esta amplitud en un sentido favorable a la corrupción o a la ignorancia; muy distantes de pretender que participen de los derechos los que no tengan la inteligencia de usarlos o la independencia necesaria para ejercerlos. Si al Gobierno le toca influir, y a nosotros nos cumple desear que los adelantos de la sociedad dilaten cada vez más el círculo de las clases llamadas a intervenir en las elecciones, lejos estamos de pretender que una legislación ficticiamente popular considere emancipado a quien la condición social no ha hecho todavía independiente. Pero si en la participación de los derechos queremos límites de responsabilidad y de garantías; si abandonamos de buen grado a la Gaceta de Francia y a los absolutistas de otros países esa mentida popularidad del sufragio universal, con que aspiran a envilecer y a anular las elecciones; para el libre ejercicio de este fundamental derecho en aquellos que la ley llama a ejercerle, no podemos admitir traba ni coacción alguna. Sin el uso libre del derecho electoral, la prerrogativa parlamentaria será vanamente, en la Constitución, el criterio legítimo, cuando no sea, ante la conciencia pública, el criterio moral. Si la intervención del país en el Gobierno se realiza cuando los Parlamentos forman Ministerios, cuando los Ministerios son los que forman los Parlamentos, vano y ridículo es pedir a las Asambleas que confirmen la creación del poder con el prestigio de la popularidad legítima.

En una Cámara de Diputados, cuya conformidad es obligación, vano es presentar por título de constitucionalidad el apoyo de las mayorías: vano es pedir el respeto de la opinión a las deliberaciones de un Parlamento, de cuyos miembros pueda sospecharse siquiera que no se rinden a las razones de la justicia y de la conveniencia, sino a las condiciones de su posición oficial, o a los compromisos de un nombramiento no espontáneo.

La opinión no reconoce mayorías que ella no crea; y cuando en el gobierno representativo la ley de las mayorías desaparece, no queda en el terreno de los hechos legitimidad alguna. De todos los abusos que conocemos, ninguno de consecuencias más anárquicas que las coacciones electorales. De todas las tiranías, ninguna conduce a una reacción tan revolucionaria. La fuerza es para la representación de un Parlamento, lo que sería para la legalidad de un Ministerio una sedición que dominara la libertad del Monarca.

Sin el libre acceso de todas las opiniones, las deliberaciones del Parlamento ni serán en su origen el debate de las ideas, ni en su resultado la transacción de los intereses. Sin el concurso de todos los partidos, las Asambleas políticas no se forman en bandos divididos por principios, cuyas luchas, si a veces turbulentas y tempestuosas, son siempre honrosas y nobles; sino que fraccionados en banderías personales, agrupados en torno de pretensiones mezquinas, ofrecen a los pueblos las desagradables escenas de que han sido siempre teatro los Parlamentos exclusivos. Sin que todas las fracciones políticas puedan abrirse en el campo electoral las puertas de la liza parlamentaria, los partidos arrojados, por la fuerza, del palenque legal, buscarán por la fuerza medios de combatir en una arena facciosa.

Por último, si al Parlamento no pueden acudir todos los principios y todos los sistemas, llegarán crisis que la Corona no pueda resolver de una manera parlamentaria. La Corona tendrá que apelar a una opinión que no haya en el Parlamento; como los partidos aspirarán a lograr que el poder, despreciando al Parlamento, los acepte. Entonces la violencia de las elecciones es, para la legitimidad parlamentaria, lo que alguna vez ha sido en la Historia la liviandad de una reina para la legitimidad de su estirpe. Pero cuando llega el día de haber Cámaras BELTRANEJAS, cuenta que no hay ISABELES parlamentarias.

Entonces el imperio de la ley se acaba: el golpe de Estado, o la revolución triunfa; y no es este triunfo la mayor desgracia, por grande que sea. Cuando la revolución vence cuerpo a cuerpo a la legalidad, como en 1840, hay un revés momentáneo que el tiempo repara. Pero cuando al desbordarse la arbitrariedad, o al entronizarse la revolución, no existe una legalidad reconocida y respetada, el despotismo o la revolución que se levantan, no tardan en revestirse de aquella legitimidad que no encontraron cuando aparecieron. Para que los partidos y los poderes se presenten facciosos y usurpadores cuando son tiránicos, es menester que en el campo libre de la legalidad hayan aparecido en minoría o en impotencia.

No confundimos nosotros la concurrencia de todos los electores, con la unión imposible e inmoral de todos los partidos. No admitimos por argumento contra nuestros principios de libertad, las recriminaciones de inconsecuencia o de apostasía. Nada tiene que ver la tolerancia de nuestros principios, con los tratos y conciertos de las fracciones políticas, que se han llamado coaliciones. Nuestros principios, más bien que las forman, las excluyen. Las coaliciones de los partidos suponen ordinariamente la opresión: cuando se organizan contra un sistema general, son el síntoma más seguro de una situación de fuerza. Cuando todos los partidos pueden entrar en la liza con sus propias armas, no se alistan para combatir bajo extrañas banderas.

Sin embargo, si dos o más partidos tienen una cuestión de interés común, no somos nosotros de los que vemos en una coalición siempre o indeclinablemente un mal, ni una quimera, ni una inmoralidad. Los abrazos de Lamourette no son coaliciones; pero por coaliciones hemos visto salvarse los pueblos, y salir de grandes conflictos las situaciones políticas. Lo que hacen los pueblos en el campo general de los hechos, no vemos por qué no han de hacerlo los electores en sus colegios, los elegidos en las Cámaras.

Por una coalición se regeneró la Inglaterra en 1688: una coalición salvó a la Francia en 1830. Para hacer la guerra a los partidarios de D. Carlos no hubo en España moderados ni progresistas. Para declarar la mayoría de la Reina, y resolver con ella el mayor conflicto que había ocurrido en nuestra revolución, fue necesaria, fue útil una coalición. Nada perdieron con ella ni la moralidad de los partidos, ni la integridad de las instituciones, ni el prestigio de la Corona. Si para otra gran cuestión nacional fuera menester que los partidos se ligaran, no veríamos en la realización de esta necesidad ni menos legitimidad, ni menos conveniencia, ni menos patriotismo.

Por otra parte, nuestra creencia particular es que los actuales partidos no pueden continuar en su actual organización. Su composición personal está fundada en tradiciones y sucesos pasados; no en las circunstancias, en las ideas, en los principios actuales. La necesidad de que los partidos se reúnan, ha parecido una vulgaridad; pero la necesidad de que los partidos se reorganicen, es una verdad que tiende a realizarse. La coalición de 1843 ha dejado antipatías y escarmientos; pero ha dejado también huellas profundas. Aquel gran suceso hubiera podido ser durable y decisivo, si en el desenlace de aquella crisis, el poder supremo hubiera estado en manos de una persona fuerte de por sí, o si el Jefe que resumió en sus manos la fuerza de aquella situación, hubiera sido un hombre de genio.

Pero si la medianía que quiere darse las apariencias de habilidad y de inteligencia, desdeña los instintos de las masas como trivialidades, y considera la moralidad de los compromisos políticos como una superstición a que sólo se creen obligados los necios; hay a nuestros ojos una habilidad más alta, que consiste en obligar a los hipócritas a creer lo que fingen, y en ligar para siempre a los partidos, por ley de necesidad, con lo que una vez estipularon por razón de conveniencia. Esto, que no han sabido hacer entre nosotros la virtud ni el talento, lo harán al fin el interés, el tiempo y la lógica. No dejará de haber divisiones: es la condición y la ley de los Gobiernos libres, y no soñamos quimeras. Pero los partidos, tales como existen, tienen que transformarse; y en esta transformación pueden encontrarse unidos los que militaron separados.

Esta reorganización no la deseamos en el terreno de las revoluciones. Hay otro donde debe hacerse, donde únicamente puede hacerse, donde es indispensable y necesario que se haga; y ese terreno es el de los colegios electorales. Allí es donde las ideas se reúnen un día dado, para producir después sus resultados. En los otros lugares se rozan demasiadamente los hombres, y obran más los intereses de las personas. Por eso deseamos para la elección todas aquellas condiciones de libertad y de inviolabilidad, que hacen de su recinto una arena donde sólo se representan principios, y de donde se excluyen pasiones y venganzas, odios de personas, o intereses de individuos.

Tal es nuestro deseo respecto de las condiciones de los partidos, y por eso deseamos otras condiciones en el Gobierno. Deseamos que sean tan legítimos que puedan aspirar al poder, sin trastornar el país. Deseamos que de tal manera estén representados en el Parlamento, que pueda la Corona, según las circunstancias y necesidades de la situación, llamarlos a la dirección de los negocios públicos, sin menoscabar su dignidad, y sin comprometer las instituciones. Ésta es nuestra coalición; ésta es nuestra utopía.

Ésta, que llaman quimera, es la verdad del sistema constitucional: éste, el resultado que ha obtenido la política actual en las naciones más grandes de Europa, después de haber pasado por tantas pruebas en el Gobierno, por tantas revoluciones en la sociedad. Ésta es la situación que permitió al Gobierno francés lanzarse en una política más elevada y más grandiosa, sin provocar la revolución, ni tocar en nada a su organización administrativa. Ésta es la situación que permite a la Inglaterra salir con gloria de las crisis más complicadas que pueden presentarse a la vista de los hombres de Estado.

Nos faltan, -es verdad,- todavía algunas pruebas para dar a nuestras oposiciones los hábitos de paciencia y de esperanza de las oposiciones francesas: mayor distancia nos separa todavía de la moralización admirable de los partidos ingleses; que ellos mismos se citan, y ellos mismos se relevan como dos regimientos amigos para dar guarnición en una misma plaza, cuando el uno de ellos siente rendidas sus fuerzas, o cuando el otro ha oído en el reloj de la opinión la hora de realizar su sistema. Si fuera sueño que pudiéramos llegar nosotros a estos resultados; si la sabiduría de nuestros Gobiernos y la política de los partidos fuera la necesidad de continuar en el camino que nos aleja más y más de conseguirlos, desesperaríamos de la civilización de nuestra Patria, y abrigaríamos hacia las instituciones que la rigen, el mismo soberano desdén que hoy reservamos para los que cifran su sabiduría y su política en desconocerlas y contrariarlas.

IV.

Cuando hemos hablado de libertad, no hemos dado a esta idea un sentido puramente abstracto, ni a este nombre una significación vacía. El abuso que se ha hecho de esta palabra, y los crímenes que se han cometido en nombre de ella, no nos han hecho, sin embargo, desterrarla de nuestro diccionario, ni abolir en nuestro corazón el culto que desde sus primeros latidos le consagramos. También de los sentimientos más nobles se abusa: también los nombres más sagrados se profanan: también, invocando el honor, corre sangre todos los días: también la virtud es puesta continuamente en ridículo, o afectada con perversidad por la hipocresía.

Para nosotros la libertad no es una ficción, ni un eco, ni sólo un nombre. Su amor y su respeto nos han hecho buscarle una realidad como sentimiento, una eficacia como principio, un significado claro y genuino como palabra. No importa que esa idea no sea fija, ni que ese principio no sea absoluto. Como la belleza, como la verdad, como la virtud, la libertad, -que significa siempre un hecho mismo y una misma propiedad,- varía sin embargo de objeto y de naturaleza; varía en su origen y en sus leyes, según las regiones en donde domina, según la esfera en que campea. En la metafísica es un presente del cielo, es una cualidad del alma, es un hecho primitivo y esencial de la inteligencia, es, -por decirlo así,- una propiedad vital del espíritu. Considerada en la moral, es el sublime atributo de la voluntad; en el dominio soberano de la conciencia, es el fundamento de la moralidad de las acciones humanas. Sin ella sería inútil la sabiduría; sin ella no existiría la virtud.

Pero esta libertad primitiva y elemental no es el objeto de la política, ni de la legislación. Nuestra libertad no es la libertad de la naturaleza, ni la libertad del individuo. No es la libertad de Rousseau, compuesta de aquellos derechos que el hombre no sacrifica a la sociedad, y que quedan fuera del círculo de la ley. Nosotros, por el contrario, buscamos la libertad en la ley misma. Nuestra libertad consiste en lo que la ley concede, en lo que garantiza y protege.

Nuestra teoría no se remonta a ese origen de las sociedades que considera al hombre aislado. Para nosotros no hay sólo hojas, hay también árboles; y los árboles no son más viejos que los bosques. La humanidad es tan antigua como el hombre; las naciones coexisten con las familias y las condiciones de la asociación datan de la misma fecha que la ley de la existencia de los individuos. La libertad es una condición de la sociedad como es un atributo del individuo; y cuando en los pueblos la libertad falta, la sociedad es imperfecta, tanto como el individuo está degradado.

Los hechos que constituyen esa libertad, no se comprenden sin la asociación, ni serían derechos sin la ley. Ora se refieran a la condición moral o intelectual de los hombres, ora a la satisfacción de las necesidades materiales, la adquisición de estos derechos siempre es obra de los esfuerzos y de los adelantos sociales. En ambos casos la ley los consagra: en ambos casos se obliga el Gobierno a protegerlos. En ambos casos esta protección y esta garantía son la conquista de la civilización. Bajo ambos aspectos su adquisición y su ejercicio han sido el objeto de las revoluciones, la razón de las leyes, el motivo de las Constituciones. El tiempo de las revoluciones ha pasado: la libertad está en la observancia de la ley constitucional, como la existencia y la vida consisten en hechos y en fuerzas que obran con arreglo a las leyes de la naturaleza.

La Constitución sanciona el derecho de petición y el derecho de queja. La Constitución sanciona la igualdad ante la justicia, por medio de la unidad de los Códigos y la abolición de los privilegios; y la igualdad ante el Gobierno por la admisión libre de las capacidades. La Constitución reconoce la independencia del hogar doméstico, haciendo de él un sagrado inviolable. La Constitución garantiza la libertad de las acciones humanas, dando sólo a leyes anteriores y a tribunales inamovibles la prerrogativa de calificar y de castigar los delitos. La Constitución erige en derecho político la propiedad privada, declarándola inviolable ante la administración, inconfiscable para la justicia. La Constitución, en fin, proclama y asegura la dignidad de la razón, la superioridad de la inteligencia, la emancipación del pensamiento, consagrando una disposición fundamental a la libre publicación de las ideas por medio de la imprenta, y a la abolición absoluta de la previa censura.

He aquí las libertades que constituyen nuestra libertad: he aquí los atributos de la que algunos miran como fantástica deidad de una política poética. No hemos ido a buscarlos en la teología de la soberanía popular, ni en la metafísica de los derechos primitivos: los encontramos en el terreno de la legislación práctica. A los que creyeren que adoramos alguna ninfa Eco, toda sonidos, les presentamos sin adornos y sin afeites, el alma y el cuerpo de nuestro ídolo en sus naturales proporciones. A los que piensan que invocamos una abstracción, ponemos a la vista realidades de bulto. A los que tengan ese principio por un grito de revolución, se lo haremos leer cien veces repetido en el texto de la ley. A los que se atrevan a decirnos que nuestro sistema se funda en pretensiones de partido, responderemos que son obligaciones de Gobierno: con pedir que se cumplan, estamos lejos de inventar una teoría, ni de proclamar una innovación.

Los que tienen que abroquelarse con el metafísico aparato de decepciones monstruosas; los que necesitan inventar todos los días nombres estrepitosos y huecos para dar respuestas de terror a reclamaciones de justicia; los que del barro de sus pasiones, o de las caliginosas nieblas de su entendimiento, levantan ídolos groseros para sacrificarles diariamente los derechos e intereses de los ciudadanos y las legítimas esperanzas de la sociedad, son los que miran la ley que invocamos, como una letra muerta, y los principios que sostenemos, como una usurpación contra la cual la fuerza es siempre justicia. Ellos son los que, no creyendo en la dignidad humana, profesan el más anárquico de los dogmas: ellos son los que, negando el progreso y la perfectibilidad de las sociedades, se quedan sin base ni fundamento en que asentar la santidad de los poderes, y la justicia de las instituciones.

Nosotros, por el contrario, sólo en esos principios vemos la realidad de la regeneración política: sólo en esos derechos, los títulos de los poderes establecidos: sólo en esa libertad amplia y dilatada, cual los progresos sociales y la civilización la han creado, el fundamento del principio de autoridad tan extenso y tan fuerte como la protección de tantos derechos y la dirección de tantos intereses necesitan.

Para que al más leve capricho de un jefe receloso sea turbada la paz de la familia; para que la ordenanza militar, comentada por la fantasía sanguinaria de un soldado, sea el código a que tenga que arreglar sus acciones el ciudadano que vive de las artes e industrias de la paz; para que se reproduzcan en las plazas públicas de una nación culta los caprichos de aquel Gesler, que, al decir de la leyenda suiza, provocaron la independencia helvética; para que nuestros ojos vean con espanto copiados en la civilización constitucional, los enjuiciamientos tiránicos y los suplicios atroces de la degradación oriental; para que leamos diariamente proclamas y órdenes del día, que todavía pervierten y desmoralizan más que aterran; para que la expresión y circulación del pensamiento esté sujeto a las preocupaciones rencorosas de la rutina, al mal humor de un funcionario, a la suspicacia de los recelos cortesanos, o a las sugestiones de la envidia literaria, no se necesitaba haber derramado tanta sangre, hecho tantos sacrificios, trastornado tantos intereses.

A lo menos, en los siglos de barbarie, las almenas de un castillo feudal prestaban un asilo de indepedencia contra las persecuciones de la tiranía o de la enemistad. A lo menos, en tiempo del absolutismo, la monarquía, que ejercía el poder por tribunales, concedía al acusado garantías de tiempo y de fórmulas; y el dogma del derecho divino, dando a las iniquidades del poder el carácter de castigos del cielo, dejaba la santidad de la expiación a la injusticia misma. A lo menos, bajo el imperio de la Inquisición, la represión del pensamiento humano se ejercía en nombre de la revelación divina; y ante la humildad de la fe abdicaba con placer sus fueros la orgullosa razón.

Pero hoy, que aquellos sentimientos y creencias se han debilitado ya que no hayan desaparecido, la violación de los derechos y de las libertades humanas no se justifica con ninguna legitimidad, ni se compensa con ninguna virtud. La fuerza contra la ley es mayor barbarie; la sin razón contra el derecho, mayor iniquidad; la represión de las ideas y de las acciones, mayor tiranía. Hoy los ojos de los perseguidos, ya que no pueden elevarse al cielo, se vuelven contra los opresores. Hoy la arbitrariedad del poder es siempre la revolución del súbdito. Hoy, en fin, que la libertad del hombre no es ya derecho del individuo, sino ley de la sociedad y patrimonio de la civilización, la misma filosofía, que aún conservaba, años ha, sofismas consoladores, no puede invocar ahora lo que Rousseau explicaba como restricciones necesarias del pacto fundamental de las Naciones.

Por eso nuestra libertad no es una palabra, sino una cosa: no es sólo un camino de felicidad; es la felicidad misma: no es un elemento de la sociedad; es la sociedad toda entera.

Los que desprecian esta palabra y este principio, -como los hombres gastados o corrompidos no comprenden el sentido de ciertos nombres y de ciertas ideas en la moral,- que busquen otra razón y otro sentimiento para que sirva de vínculo a las Naciones y a los Gobiernos, de dogma a su símbolo político, de decálogo a su catecismo legal. Que reduzcan las categorías a la fuerza y a la obediencia, y tendrán la sociedad antigua. Que distribuyan las clases en oprimidos y opresores, y volveremos a la barbarie. Que proclamen la desigualdad de los hombres; pero acuérdense de la sublime palabra del Satanás de Milton: «Entre seres desiguales no hay sociedad.» Que invoquen, como único y absoluto principio fundamental de la sociedad, el principio de la represión, y tendremos la barbarie oriental, la degradación del bajo Imperio, la Venecia del siglo XV, la Rusia de ahora. ¡Dios las ha borrado del libro de la vida!

Para que Grecia y Roma y la Italia dieran la civilización a la Europa, fue menester que fueran libres. Para que la Francia y la Inglaterra tengan en sus manos el destino del mundo, menester ha sido que fueran libres. Para que el Norte tenga la parte que le reserva el cielo en la regeneración del porvenir, es menester que los pueblos germánicos concluyan su tarea de libertad, y que las naciones eslavas se emancipen. Para que la civilización retroceda, y el esplendor de la moderna Europa se eclipse de nuevo en caliginosas tinieblas, basta ahogar la libertad; y la luz se apagará.

Destruid en España ese principio civilizador y progresivo, y cesará de pertenecer a la Europa. Sujetad arbitrariamente las acciones humanas, y dentro de diez años buscaréis, como nuestros mayores, el fomento de la riqueza en la alteración de la moneda, en las trabas fiscales de la industria, y en la amortización del territorio. Preparaos a ver que otras naciones hagan el comercio de los mares; que otros pueblos vuelen sobre la tierra en alas del vapor; que todos nuestros productos, costosos y desnivelados, no hallen en ninguna parte salida ni mercado, y que, como en los malaventurados días de Felipe IV, el suelo español mantenga a duras penas seis millones de mendigos. Renovad, en nombre de la política, la censura de la Inquisición, y preparaos a presenciar el mismo espectáculo de degradación en la inteligencia humana; y renunciando a todos los progresos del entendimiento, -que sólo piensa cuando es libre,- consentid en volver a ver al ingenio español desterrado de los dominios de la ciencia y de la filosofía europea.

Sólo que al fin, en tiempo de la Inquisición, si apenas tuvimos un filósofo, tuvimos grandes pintores y eminentes poetas: al fin, en aquel tiempo, los escritores ascéticos y los controversistas religiosos revelaban todo lo que hubieran podido ser los sabios. Pero ahogad la ciencia en un siglo poco artístico; y veréis hasta dónde llega la ignorancia: matad la discusión en un siglo en que no hay fanatismo, ni controversia; y veréis hasta dónde va la decadencia del espíritu.

En fin, los que creéis que puede haber Gobierno representativo con restricciones en la imprenta, dejad a discreción del poder la publicación de las ideas, y veréis a lo que quedan reducidas la libertad de la tribuna y la inviolabilidad parlamentaria, el día que un Gobierno, sacando las últimas consecuencias de ciertos principios establecidos ahora, prohíba que se impriman los discursos de los Diputados y Senadores2.

V.

El principio de la igualdad, considerado en la ley, es uno de los derechos que constituyen la libertad constitucional. En este sentido, la igualdad no es más que la justicia, de la cual es atributo, según todos los idiomas.

Pero además de esta igualdad, como principio político, hay otra igualdad que es un sentimiento moral, y que más o menos desenvuelto, según las condiciones de la civilización de los pueblos, según su raza, su creencia, su origen o sus costumbres, en ninguna parte le encontramos más profundamente arraigado que en el seno de la Nación española. Inveterado en ella desde su organización primitiva, todas las razas, todas las revoluciones, todas las creencias que la han dominado, han contribuido a robustecer ese sentimiento. La religión cristiana y el islamismo tuvieron de común este principio. Los godos trajeron consigo el sentimiento de la independencia septentrional que los municipios romanos habían conservado en la altiva raza ibérica, y que la Iglesia mantuvo en el Imperio toledano. La conquista musulmana impidió la organización del feudalismo germánico; y la restauración cristiana abrió camino a todas las individualidades. Las conquistas del Nuevo-Mundo, patrimonio del pueblo; la organización eclesiástica, esencialmente popular; la magistratura judicial, que se reclutaba del pueblo; las universidades, abiertas al pueblo, conservaron bajo el poder de la Monarquía absoluta, -a veces desacertado y opresor, pero nunca exclusivo,- la vida y las tradiciones de este sentimiento fundamental, que había de recibir su última confirmación en la guerra de 1808.

La misma institución de la Monarquía encontró el firme para sus cimientos en ese sentimiento popular, que se resignó a reconocer un solo poder y una autoridad sola, primero que a consentir las mil tiranías de una organización fundada en privilegios. Si Carlos de Austria venció tan fácilmente a las Comunidades, debiolo a esa tendencia y a ese instinto y un observador filósofo podría hallar que la resistencia que encontró en algunas clases de la sociedad el sistema representativo, se fundaba en el recelo instintivo de que de alguna manera fuese un Gobierno de distinciones y aristocracias.

En aquellos tiempos el espíritu igualitario y nivelador no conoció otra seguridad que la omnipotencia del poder, ante el cual habían caído en el polvo, lo mismo los torreones feudales que los rollos de las ciudades privilegiadas; ante el cual daban su cabeza al verdugo, lo mismo los caudillos comuneros que los validos de los Reyes. Ahora, que el poder absoluto se ha hecho incompatible con el ejercicio de las libertades modernas, el Gobierno parlamentario debe tener en cuenta que el pueblo puede buscar hoy o mañana esa igualdad, que le es tan querida como sus libertades, en las más extremadas utopías democráticas o comunistas.

Pero atendido y considerado, dirigido y satisfecho este principio y este sentimiento, nada tiene de subversivo para el orden social, porque nada tiene de contrario al ejercicio del poder, al principio de la autoridad, al sentimiento de la obediencia. La democracia social no es siempre la situación más a propósito para la democracia política. Donde no hay jerarquías, el poder puede adquirir unidad perfecta y centralización completa, si bien el Gobierno necesita más inteligencia.

El pueblo español no tiene demasiado apego a la posesión del mando; pero no reconoce en nadie la competencia de mandarle por derecho propio. Siempre dispuesto a consentir el poder que se ejerce en nombre de la razón y de la sabiduría, necesita el convencimiento de que todos pueden llegar al poder, cuando de él sean dignos, y que nadie pueda eludir el castigo, cuando la justicia lo reclame. Su lealtad es fanatismo; su obediencia es resignación, y llega hasta el sacrificio; pero nunca consintió que el mando fuera patrimonio, ni que el favor se dispensara a la bajeza. Aplaudió cuando los Reyes hicieron justicia de validos malvados, aun cuando fueran de extracción plebeya; mas no dejó de bendecir y reverenciar a los grandes Ministros, aun cuando hubieran nacido en cunas humildes. Jamás fueron inquietados por él los nobles en sus propiedades ni en sus títulos; pero jamás fueron reconocidas las distinciones de honor como exenciones de obediencia; y los que nunca dejaron de acatar la esclarecida progenie cuando la realzaban el alto valor o la profunda sabiduría, creyeron siempre con derecho a la participación del mando a las eminentes cualidades que se presentasen con nombres oscuros.

El sentimiento de la igualdad, que lleva al pueblo español a no reconocer más superioridad que la de la ley, le hace detestar, como igualmente tiránicos, el poder de la fuerza, y la autoridad del privilegio. Cuando la ley impera, se somete con placer, aunque le manden sus iguales: cuando la fuerza sólo reina, no reconoce jerarquías, ni respeta nombres. Si la ley no es igual para todos, si el poder está entregado a la oligarquía del valimiento, el sufrimiento nacional se apura, llámense Olivares o Villenas, Lunas o Godoyes los favoritos. Cuando la fuerza le amenaza, la dignidad nacional hace causa de orgullo ofendido la causa de la opresión; y aunque se llame Napoleón el Grande el hombre que quiere imponerle el marido, aquel poderoso sentimiento, antes de esperar a conocer si un poder le tiraniza, se subleva contra el hombre que le ultraja.

Nosotros no queremos que ese sentimiento se contraríe: por eso vemos la necesidad de que los poderes constitucionales le consulten, para formar una unidad de ley y de justicia, tan posible en el régimen representativo, como en una monarquía absoluta. Donde las jerarquías sociales no existen, para organizar debidamente las jerarquías políticas es necesario distribuir sabiamente la influencia y la autoridad, según aquellas cualidades que predominan espontáneamente en la igualdad social y en el carácter nacional. Por eso miramos como un error y un absurdo que quieran importarse de otros países instituciones o tendencias que, sin corresponder a nuestra organización política, se fundan en otra organización social, y que en esas mismas sociedades de donde son indígenas, van cediendo poco a poco ante nuevos elementos de asociación.

Donde ha dejado de existir la aristocracia nobiliaria, es imposible cualquiera tendencia oligárquica. La nobleza palaciega que la sustituyó, fue todavía más efímera, y murió más humillada. El predominio militar puede juramentarse como una sociedad secreta, por una década de anarquía; pero no llegará a crear privilegio de poder, ni aun por el tiempo de una sola generación.

Cuando el siglo de todas estas jerarquías ha pasado, hay otra clase que se levanta, como exclusivamente privilegiada, enmedio de la sociedad constitucional, y que pretende heredar en el régimen moderno los privilegios tiránicos o exclusivos de la organización antigua. Queremos hablar de la aristocracia de la riqueza, que según el dicho profundo de un filósofo contemporáneo, es la que excita más envidia e inspira menos respeto. Nosotros ni la envidiamos en la sociedad, ni la despreciamos en la política: la respetamos como condición; queremos que esté representada como clase; pero es un principio demasiado materialista, para que pueda aspirar exclusivamente al monopolio del poder.

El Gobierno que tenemos, no hace necesario ningún principio exclusivo, y concilia todos los intereses divergentes: la sociedad y el siglo en que vivimos, rechazan todo privilegio, y dan lugar a toda eminencia. Los blasones no han perdido su poesía: la gloria conserva su entusiasmo: la celebridad militar continúa imponiendo a la multitud, y siendo venerada por la sociedad: la riqueza comparte con la inteligencia, la dirección de los intereses sociales y de los negocios políticos; y la virtud y la Religión constituyen siempre eminencias, ante las cuales se postran los pueblos, y doblan la cabeza los Príncipes.

Todos estos principios, todos estos elementos caben en nuestra sociedad: todos queremos que participen del Gobierno. De todos el mérito: para todos el estímulo. Que haya recompensas para los que se sacrifican por la Patria, nos parece no menos justo que tributar el respeto que siempre merecen -y no siempre obtienen- la economía, la aplicación, el trabajo, la habilidad, la perseverancia y el arrojo, que se dedican a promover los intereses materiales.

Si las dotes necesarias para la acumulación de fortunas, examinadas individualmente, pueden coexistir con grandes defectos; socialmente consideradas, no pueden dejar de ser virtudes sociales aquellas cualidades sin las cuales una generación no puede legar a otra, como sobrantes, esos capitales inmensos, instrumentos materiales, pero necesarios, del engrandecimiento y del progreso de los pueblos. Pero si en nombre de la igualdad política nos oponemos a la restauración de los privilegios feudales, hay una hidalguía nacional que protesta contra las pretensiones y tendencias de un nuevo feudalismo, más sórdido, menos inteligente y no menos tiránico que los principios teocráticos o nobiliarios de otras épocas.

De esa protesta del carácter nacional; de ese espíritu de independencia ante el hombre, y de sumisión ante la ley, así como de esa antipatía hacia los principios demasiado materialistas, y de la repugnancia a influencias exclusivas, deben tener gran cuenta los nuevos poderes en su misión de consolidar la organización existente. No olviden que el constitucionalismo tiene también el peligro de inclinarse a intereses que han nacido con él, y que aspiran por él al rango de privilegios. Comprendan que si los antiguos desafueros dieron lugar a la reforma liberal de nuestro siglo en nombre de la libertad, queda todavía el riesgo de nuevas reacciones en nombre de la igualdad, por parte de los que la busquen en un monarquismo democrático, -del cual ya tuvimos un ensayo,- o en una dictadura demagógica, de la cual doce años más tarde hemos visto señalarse asimismo los primeros lineamentos.

Estudien cuánto los sentimientos de aquellas masas, que en 1824 y 1830 aclamaban a Fernando VII, tenían de común con los instintos de los partidos para quienes fue popular la oligarquía militar de 1843. Sepan hasta dónde, -así como deben enlazarse los poderes para formar la unidad de gobierno,- deben armonizarse las tendencias sociales para regularizar la acción del poder. Que esos principios y esos sentimientos no sólo sean la regla del individuo en su condición de súbdito, sino que predominen en las instituciones, como norma del poder: que se respeten no sólo por el Gobierno en su acción, sino por el Parlamento en sus leyes, por el cuerpo electoral en sus votos, y por la Corona, en aquellas decisiones supremas con que la prerrogativa soberana regula el movimiento de los resortes de la máquina política.

Pero nos alejamos de nuestro propósito: nos hemos desviado un tanto de nuestro camino. Considerando los principios que analizamos, no sólo como derechos del ciudadano, sino como ley social, nos hemos dejado arrastrar hasta los fundamentos de la asociación. Que nuestra propia lógica nos ataje: que los principios que hemos sentado, aunque se prolonguen por una extensión más dilatada, nos señalen los linderos de nuestra limitada vereda.

Por eso no es menos verdad que el Estado principia donde el ciudadano concluye; que donde la libertad se limita, se entra en la región del poder; que donde la acción del individuo es insuficiente, comienzan las atribuciones del Gobierno. De la misma manera, en los espacios de la creación, donde la atracción de un planeta se acaba, allí empieza a ejercer su imperio la gravitación central del luminar poderoso que exhala de su seno el calor y la vida, y mantiene con su fuerza el equilibrio de los mundos.



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