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ArribaAbajoDiscurso sobre la dotación de culto y clero

Pronunciado en el Congreso, en la sesión del 18 de enero de 1845


Aunque me sea muy sensible, Señores, hablar en esta importante cuestión después del esclarecido orador que habló también antes que yo en la discusión de reforma constitucional, sin embargo, las razones que yo tenía para apoyar el voto particular de los Sres. Llorente y Pacheco, han subido de punto después de haber escuchado las aclaraciones del Sr. Bravo Murillo acerca de la importantísima cuestión de la devolución de los bienes nacionales no vendidos.

De todo lo que he podido recojer de la discusión, resultan dos cosas principalmente. Primera, que la prestación decimal es absolutamente imposible en España, puesto que ningún Diputado la ha reclamado. Segunda, que esa propiedad, que esos bienes que todavía se conservan del clero, que esa propiedad eclesiástica que figura tanto en la ley, y sobre la que principalmente recae la administración que en este momento se ventila, ha sido insuficiente para la dotación del clero aun en los tiempos de mayor prosperidad; que ahora es exigua, es escasa, que es una cantidad de ninguna consideración. Y de esto, Señores, se deduce que la independencia de la Iglesia, tal como se ha entendido hasta aquí, no existe ahora en España; pero esto no quiere decir que la Iglesia no tenga hoy la verdadera independencia que ha tenido siempre y tendrá, tal como en la sesión anterior nos la explicó el Sr. Ministro de la Gobernación.

Yo creo, Señores, que en ese sentido la Iglesia católica, (que es la Iglesia cristiana por antonomasia) será siempre independiente. Esta Iglesia eminentemente flexible, esta Iglesia eminentemente progresiva, esta Iglesia eminentemente conciliadora, esta Iglesia, que no depende ni de la dotación de sus ministros, ni de la forma del Gobierno; esta Iglesia que se ha acomodado siempre a todas las formas de la sociedad, a todas las instituciones políticas que se han sucedido; esta Iglesia, en fin, tuvo fincas y no sueldos cuando los Reyes daban tierras; y puede ser y es tan independiente como era entonces, hoy que se le dan sueldos o dotaciones, y no tierras, por el Estado.

Lo que aquí han entendido algunos por independencia de la Iglesia respecto al Estado, eso no puede subsistir sin la prestación decimal, o sin una dotación, sin la renta equivalente a las necesidades de todo el culto y el clero; y esto es hoy imposible. La obligación, por consiguiente, del Gobierno era presentar una ley de dotación de culto y clero en nombre del Estado, a lo cual está obligado por la Constitución. Por eso se ha dicho, Señores, repetidas veces que esta ley no era más que un renglón de la de presupuestos; y en efecto, en este sentido no debía ser otra cosa. Pero el Sr. Ministro de la Gobernación ha dicho que era algo más; y cabalmente por ese algo más es por lo que es en mi sentir defectuosa. ¿Qué es, qué significa ese algo más?¿Y porqué es más? Por el art. 5.º que está sometido en este momento a la discusión del Congreso. En este artículo está, pues, toda la especialidad de la ley, y esta ley sin el art. 5.º no sería más que un renglón de la ley de presupuestos. Sin la administración peculiar, sin entregar al clero la administración de esos bienes, la misma suspensión de la venta de bienes nacionales no es nada, ni importa nada. Toda la especialidad de la ley, todo lo que la hace que no sea una ley de presupuestos es, repito, el art. 5.º Por eso, Señores, por lo que esa ley lleva envuelto en sí, por lo que terminantemente prescribe el art. 5.º, apoyo el voto particular de los Sres. Llorente y Pacheco: y le creo todavía insuficiente, porque en mi humilde parecer, para ser una ley aceptable por todos en la situación en que nos hemos colocado, debería tener otro algo más, debería tener la obligación de distribuir el Gobierno, por un método que concilíara (de acuerdo del clero con el Gobierno mismo), todos los fondos que se asignaran al mantenimiento de la Iglesia y de sus ministros.

Señores, lucho con una desventaja muy grande en esta cuestión al enunciar estos principios: lucho también con algunos antecedentes de mi vida política, que si pueden estar olvidados para otros, no lo están para mí, no lo están para mi conciencia, ni lo están para mi corazón. Yo he combatido decididamente siempre el despojo de la propiedad de los bienes del clero secular. Esa idea, Señores, la combatí con mucha fuerza: la combatí en una tribuna, en la única que teníamos ciertos hombres entonces; pues no había ni Ministros, ni Diputados de nuestras ideas: la combatí, no como medida revolucionaria: tengo que explicarme, y creo que debo hacer una aclaración en este momento. Yo acepto las revoluciones; yo puedo ser revolucionario: acepto las revoluciones, en cuanto llamo revoluciones al tránsito de unas a otras instituciones, cambiándose la manera de vivir la sociedad o de ejercerse el poder público. En este sentido la palabra revolucionario no tiene odiosidad ninguna. Yo acepto las revoluciones, ora las hagan los Reyes, ora las hagan las asambleas, ora las hagan los pueblos.

Pero lo que no puedo aceptar, y por esto lo combatí entonces, es el despojo; porque no acepto de ningún Gobierno, ni de revolución ninguna, ni las injusticias ni las iniquidades. Sí Señores: hasta los Reyes son algunas veces revolucionarios, y unas veces en buen sentido, otras en malo. Por ejemplo, cuando los Reyes Católicos incorporaron a la Corona los maestrazgos de las órdenes militares (que revolucionaria fue esa medida), la Historia los ha aplaudido, y yo los aplaudo también. Pero no merece esa misma aprobación otra medida, revolucionaria también, de otro Rey muy católico, y a la cual por mi parte no tributo igual adhesión. Hablo de la expulsión de los jesuitas: fue una medida revolucionaria también, pero una medida inicua.

Los revolucionarios, pues, de arriba o de abajo, han hecho grandes cosas, y grandes iniquidades también. La Asamblea constituyente emancipó a la Europa, al mundo, casi al género humano el día que abolió los privilegios; pero era inicua, era tiránica el día en que la Convención llevaba millares de víctimas a la guillotina, siquiera esas víctimas fuesen Madama Isabel o Lavoisier, es decir, la inocencia o la sabiduría. Y nosotros estamos en el caso de protestar contra todas las injusticias y todas las tiranías. Pues, bien, Señores: yo me opuse en la época a que he aludido, a la venta de los bienes pertenecientes al clero secular, porque la consideré como una medida que llevaba consigo una grande iniquidad, un gran despojo. Pero nosotros ahora no podemos prescindir de que aquella injusticia se consumó, y de que hemos venido a estos bancos por una serie de acontecimientos que nos obligan a reconocer y no olvidar que la providencia en virtud de la cual fueron vendidos estos bienes, mala y todo como fue, es una ley del Estado.

Entonces como particulares, y en las circunstancias en que nos hallábamos (ya lo han explicado muy bien algunos Señores Diputados, y ayer el Sr. Calderón Collantes), pudimos hacer aquella protesta. Hoy, sin ser inconsecuentes, como legisladores, podemos pensar que no venimos aquí en nombre de una restauración, aunque podemos venir y venimos a este sitio a hacer sí, una grande reparación. Son dos cosas muy distintas. Antes que por nosotros, antes que por estos hombres, a quienes se llama inconsecuentes, esas leyes estaban aceptadas por la nación, y de una manera muy ostensible. El Sr. Ministro de Hacienda preguntaba en la sesión de antes de ayer, y con muchísima razón, con razón sobrada: ¿qué hacían entonces esos hombres que hoy acusan al Gobierno de hacer poco por el clero? ¿Dónde estaban mientras nosotros levantábamos nuestra voz contra aquella medida?... Se dice que en la emigración: pero allí o aquí mismo estaban comprando los bienes del clero que se vendían.

La inconsecuencia, pues, no está en nosotros, que ahora somos los que éramos entonces, conservadores: que ni entonces ni ahora hemos comprado bienes de la Iglesia, pero que haciéndonos cargo de los intereses respetables que se crearon en virtud de una ley, seríamos ahora revolucionarios si defendiéramos las opiniones que defendíamos entonces, antes de la ley.

He dicho que yo no he venido aquí en nombre de una restauración; pero que, sin embargo, estaría pronto a hacer una reparación. Y ciertamente, Señores, que si quedara una masa de bienes no vendidos suficiente para dotar al clero, suficiente para que el clero viviera, yo sería el primero que firmara y apoyara con todas mis fuerzas la medida reparadora de que se volvieran al clero los bienes que podían todavía bastar para subvenir decorosamente a su sustento. ¿Pero es ésta la cuestión, Señores? No ciertamente; no es esta la cuestión. Yo comprendo las medidas revolucionarias; comprendo también lo que quieren los que dicen que se devuelvan los bienes al clero: los que van más allá que el Gobierno; los que quieren que se les devuelvan todos. Lo que no comprendo es lo que quiere el Gobierno con esa ley que propone; ley, para todos y en concepto de todos, insuficiente. No entiendo, repito, lo que quiere el Gobierno con eso que forma precisamente la esencia de esta ley, esa administración separada, ese señalamiento casi diminuto de una propiedad tan exigua, tan pequeña; administración que rechaza el clero mismo, administración aborrecida por el clero, administración la más impopular posible, administración la más vejatoria, y contra la cual, estoy seguro, se levantarán muchísimas reclamaciones.

No hablo, Señores, en este punto especulativamente; y pues que en este proyecto se recuerda la ley de 1838, no sé si el Gobierno tendrá la idea de restablecer la institución de las juntas diocesanas de aquel año. Pues bien: debo manifestar que siendo yo Jefe político e Intendente en la época en que existía esa institución, y teniendo, como tal, que presidir estas juntas que el clero mismo llamaba dioclecianas; he presenciado las providencias que tomaban, he presenciado las injusticias y vejaciones que causaban, y lo aborrecidas que eran; y no quisiera volver a ver esto que con dolor he tocado, que he palpado con la mano.

Y esa propiedad, Señores, esa propiedad que aquí unas veces se nos ha dicho que producirá 27 millones, otras veces 30 millones de renta, ¿es algo que valga la pena de una ley especial y de una discusión como la que aquí se lleva? Contra la pequeñez de la cantidad se estrellan todas las reflexiones que ha hecho el Sr. Bravo Murillo. Yo comprendería la fuerza de todas las razones de su Señoría, si como he dicho antes, la cantidad de 27 o 30 millones que importan los bienes no vendidos, fuera mayor; pero no la comprendo siendo tan pequeña como es para el objeto a que se destina.

Y hay que tener en cuenta todavía otra observación; y es que, según creo, los Señores que más interesados se encuentran en la devolución, olvidan que hay bienes que ni aun por la ley vigente se pueden vender nunca. Estos bienes son los que se llaman del Iglesiario en nuestras provincias rurales; y consisten en las propiedades asignadas o adscritas a la misma parroquia, al cementerio de la parroquia, el huerto del cura párroco, etc. Estos bienes no se pueden vender, ni aun por la ley de 1840 y 1841; ni nunca consentirían las Cortes ni ningún Gobierno que se vendieran: habría, pues, que descartarlos de ese cálculo de los 27 o 30 millones de reales. Dice el Sr. Bravo Murillo que ofrece mayor regularidad, a pesar de todos sus inconvenientes, la administración de estos bienes por el clero mismo. Vuelvo a repetir, aunque aparezca pesado, que ofrecería mayores ventajas si siquiera cubrieran esos bienes la mitad de la dotación del clero; pero no la cubren, y por eso no ofrecen ninguna.

Ya el Sr. Llorente, en su ilustradísimo discurso, ha hecho notar todos los inconvenientes que por otra parte produciría esa administración interina, que sería un embarazo, que sería un entorpecimiento, que sería un obstáculo gravísimo para todo arreglo definitivo que hubiera de hacerse de la dotación del culto y clero en adelante. Estos bienes, además, así en administración interina, o se aniquilarían, o se dilapidarían; perecerían, o se malversarían.

Y, señores, estamos en el caso de sentar el principio de la devolución, o no. Porque no debemos dar a la Europa el espectáculo escandaloso de estar los legisladores de la nación española continuamente dando y quitando sus bienes al clero. Si esta administración separada es la sanción del principio de devolución de otros bienes además de los de que se habla en este artículo; si ésta es la razón por la cual algunos dan todo su apoyo, y siendo tan pequeña cosa los bienes no vendidos, se muestran tan decididos por la medida que contiene este artículo, entonces esta medida es anti-política, y los que la miramos como tal y como perjudicial, debemos protestar contra ella. ¿Qué razón hay para que se presente esta ley especial, y para que se insista tanto en que la especialidad peculiar de ella está en el art. 5.º? Señores, el Gobierno nos ha dicho, o por lo menos lo ha indicado; el Gobierno de S. M. nos ha dicho que esta cuestión no solamente era política, no solamente era económica, no solamente era religiosa y eclesiástica, sino que tal vez del arreglo de ella, que tal vez de su sanción y aprobación estaban pendientes negociaciones diplomáticas muy graves, felizmente entabladas.

El Sr. Llorente ha manifestado que éste era un terreno sumamente resbaladizo para entrar en consideraciones profundas sobre la materia, y que no consideraba el Parlamento como el sitio más conveniente para tocar, aunque fuera muy delicadamente y muy de paso, cuestiones de tan elevada naturaleza. Yo seguramente no tendré para dejar de abordarlas el motivo que el Sr. Llorente indica; porque, respetando la ilustración de S. S., entiendo, por el contrario, que si hay algún sitio para hacer indicaciones, no para tratar a fondo, cuestiones diplomáticas de esta naturaleza, es el Parlamento: o es aquí donde se puede decir todo, o no hay sitio para decir algo. La razón que yo tengo para no hacerlo es mi insuficiencia; es que yo no estoy a la altura que requieren estas materias: si lo estuviera, aquí presentaría observaciones; haría reconvenciones al Gobierno, o le dirigiría mis humildes advertencias.

Los Sres. Ministros, en su elevada ilustración, me permitirán, sin embargo, que les dirija algunas que si en otras personas pudieran ser graves, en mí no serán escandalosas, no tendrán tal vez significado ninguno. Yo creo, Señores, que si esta cuestión está en el terreno de las negociaciones, no es cuestión eclesiástica ni religiosa; es una cuestión puramente diplomática. El Pontífice, Señores, es para nosotros, fieles cristianos, y para el pueblo español, la cabeza de la Iglesia; pero para nosotros es además el Soberano temporal de los Estados pontificios. Y cuando hablo de esta temporal soberanía, no digo que esto sea un mal: lo que sí es un mal es que no sea Soberano de toda Italia: lo que es un mal es que un Congreso de las naciones cristianas no le haya dado el poder consiguiente a la alta dignidad que representa, y a la independencia de que debe gozar. De que el Soberano Pontífice, en lo temporal, sea Soberano de un pequeño Estado, de un Estado débil, se siguen graves inconvenientes para la diplomacia.

Implicados siempre, desde hace mucho tiempo, los intereses espirituales con los intereses temporales en las relaciones políticas con el Soberano de Roma, se puede decir que éste, -sin que esto sea de ninguna manera menoscabar su consideración y altísima dignidad,- es como Potencia, una Potencia subordinada a otra mucho más grande, mucho más influyente en los consejos de Europa, y con la cual no estamos nosotros en relaciones. Esa Potencia, Señores, va a sus fines por otro camino; por donde mejor le conviene. Poco le importan a esa Potencia nuestras cuestiones acerca del diezmo; poco le importa lo que nosotros hagamos respecto al arreglo de la dotación del clero; pero en vano será, -yo se lo digo al Gobierno, sin que esto sea un grave misterio,- que el Gobierno medite y se afane, y prometa al Soberano temporal de Roma todos los arreglos posibles: ínterin que subsista en pie, que se agite, que esté viva otra cuestión, aquella Potencia, de acuerdo con otras, no permitirá que ceda el Soberano Pontífice. A no mediar esa gran cuestión, en la de nuestro arreglo del clero, en la cuestión de su dotación, que hoy ventilamos, mi opinión es que el Soberano Pontífice benigna y paternalmente cedería.

Pues si cedió respecto a Francia, respecto a Portugal, respecto a Bélgica y respecto de todos los demás Estados, aun hasta los más pequeños!... ¿cómo no cedería con nosotros?... No me atrevo, Señores, a insistir más sobre este punto. Bástame consignar que zanjada la cuestión de Concordato, el Gobierno podrá tratar más desembarazadamente de la de culto y clero.

Por consiguiente, no existiendo para mí la principal razón que da el Gobierno para insistir tanto en la administración y devolución actual de los bienes a los que fueron sus legítimos dueños, viene abajo la conveniencia de hacerlo, porque no está fundada en principios de política ni de economía. Ruego, pues, al Gobierno de Su Majestad, en nombre de tantos intereses respetables que se han alarmado, que admita y haga suyo el voto particular; pues con eso dará muchas seguridades al país y a una clase, más poderosa hoy que otras muchas clases, la de compradores de bienes de la Iglesia, de que los intereses que están vinculados en la posesión de los bienes vendidos no serán nunca vulnerados.

Ese resto no vendido, es, por decirlo así, como la punta de un continente que ha tragado la tempestad revolucionaria. El mal es que esa tempestad haya sobrevenido, y no se haya sabido precaver ni evitar. El suelo que hoy queda no es ya, no digo un continente, pero ni una isla. Es más bien un arrecife, o mejor un escollo en que han de peligrar todos los Gobiernos. Vayamos saliendo, pues, por cima de él, como en una tabla fluctuante, lo mejor que podamos, aunque sea con arreglos provisionales de cada año; no olvidando que la Iglesia, como he dicho, se acomoda a toda clase de Gobiernos, y que, pues comenzó sobre una barca, mejor irá en una nave que quedarse sobre un escollo.




ArribaAbajoDiscurso sobre la devolución de los bienes al clero

Pronunciado en el Congreso en sesión de 17 de marzo de 1845


Señores: Al dar principio el Sr. Donoso Cortés al admirable discurso que ha pronunciado con motivo de la cuestión que nos ocupa, dijo que la materia estaba enteramente agotada; que entraba en un campo talado. Sin embargo, todo el discurso de S. S. ha sido una continua contradicción con estas palabras: el Sr. Donoso recogió en este campo tantas flores, cuantos fueron los periodos que salieron de sus labios. Todos los demás Señores que siguieron en el uso de la palabra han hecho la misma declaración, y la han desmentido todos. Yo tengo que hacer la declaración contraria, y desmentirla de otra manera. Bien se me alcanza que esto es sentar un precedente contra mí propio, en cuanto por mi parte no me siento con fuerzas para elevarme a tanta altura. No seré yo ni la respigadora que vaya recogiendo en este campo segado lo que otros dejan. Habré tal vez de reproducir razones de los otros, y hacer un haz, robando en las parvas ajenas.

En efecto, Señores, la ley presentada se ha considerado bajo el aspecto económico y social, y se ha demostrado paladinamente que el principio de amortización consignado en ella por el Gobierno era un retroceso; que se ponía en contradicción con los principios económicos y de gobierno universalmente admitidos, y que se hallaba en completo antagonismo con las nuevas instituciones.

Bajo el punto de vista de la conveniencia, y del interés material del clero mismo, se ha visto que la cantidad de bienes que se le devuelven no vale la pena de ser tomada en consideración para suscitar una discusión tan grave.

Considerada como reparadora, los mismos principios nos conducen a conocer que es ineficaz. Mirada en sus precedentes, en sus fundamentos, en los principios aquí proclamados en algunos discursos y en algunos documentos, ha parecido a muchos, cuando no reaccionaria, alarmante por lo menos; así como otros han temido ver para adelante en sus consecuencias un motivo de revoluciones.

Y hasta llevada al terreno de la regalía y del Derecho canónico, examinada bajo el punto de vista de las relaciones entre la autoridad eclesiástica y la potestad temporal, se ha visto que al entablar o seguir bajo este concepto las negociaciones que se nos anuncian, se podían sentar principios altamente peligrosos y comprometidos para el patronato de nuestros Reyes.

Solo con la enumeración de estas consideraciones, Señores, se ve claramente, no sólo que la materia dista mucho de estar agotada, sino que las mismas razones expuestas por los que han combatido el proyecto, están muy lejos de hallarse tan satisfechas y rebatidas como ha creído el Gobierno. Yo, Señores, limitándome al propósito anunciado, habré de contentarme con insistir en algunas, ya porque no han sido resueltas, ya porque los argumentos de nuestra oposición a esa ley no han sido bien comprendidos, o lo que es peor, se les ha dado interpretaciones violentas, juzgándolos por tendencias, en el mismo momento en que se ridiculizaba esta palabra, y se anatematizaba este principio.

Y en primer lugar, Señores, seame permitido responder ligeramente a un cargo que ha hecho el Gobierno a los que de cualquier manera hemos combatido el proyecto de ley; cargo que no esperaba yo de personas tan entendidas e ilustradas como SS. SS.; cargo vulgar, y que por serlo, va derecho contra la esencia del mismo sistema representativo, pues que del mismo modo se puede fulminar contra todas las oposiciones. Hásenos dicho, Señores, que nosotros intentábamos suscitar obstáculos a la marcha del Gobierno, que queríamos embarazar y entorpecer sus negociaciones; y hasta de haber intentado arrancarle sus secretos nos acusó un señor Ministro. Yo protesto contra estos cargos a una oposición, si es que tal nombre merece lo que nosotros hacemos, que no es ciertamente la que debieran temer los Ministros. La nuestra no merece tan severas inculpaciones. No, no hemos querido nunca entorpecer la marcha del Gobierno, interesados como el que más en que sea firme y respetada, y en que lleve a cabo negociaciones ventajosas: sólo queremos que esas negociaciones no comprometan intereses respetables, hoy inquietos y alarmados. Nosotros no intentamos arrancar secretos: sabemos lo sagrado de las negociaciones del Gobierno, y sólo hemos querido saber tocante a sus motivos aquello que ningún Diputado debe ignorar para formar su juicio, cuando es llamado a dar su voto sobre materia tan delicada.

También tengo que hacer una protesta a nombre de la oposición, contra otro cargo que se nos ha hecho, sin duda, no con intención; pero que al fin ha salido de los bancos ministeriales. Y las palabras, cuando se desprenden de esa altura, llegan a las profundidades de la sociedad abultadas y engrandecidas, como las bolas de nieve que ruedan de lo alto de las montañas. El señor Ministro de la Gobernación se ha permitido decir que se notaba en ciertas opiniones una tendencia protestante; y esta expresión, leída por los que no conozcan a fondo nuestra sociedad y nuestra política; esta expresión, leída en el extranjero, o en el transcurso de algunos años; estas palabras, pronunciadas por un Ministro de la Corona, pudieran hacer sospechar que existía en derredor de nosotros un fondo latente de protestantismo.

Yo le hago al señor Ministro de la Gobernación la justicia de creer que no lo ha dicho en este sentido, sino que se ha dejado llevar del abandono, de la expansión con que suele hablar aquí, creyéndose, y con razón, en el seno de sus amigos. Pero esas palabras pudieran hacer creer otra cosa fuera de este recinto; y los diputados están en la obligación de contestar que no hay, que no ha solido haber jamás heresiarcas en la católica España, y que ahora menos que nunca los puede haber, y menos que en ninguna parte, en el seno de nuestra oposición. Ni con motivo de esta cuestión se ha manifestado en este recinto la más leve señal que los descubra.

Más diré, Señores: en España puede haber hombres más débiles en la fe, menos fortalecidos en la piedad que nuestros padres. Puede haber inteligencias juveniles, extraviadas por esas falsas doctrinas, más bien del pasado que del presente siglo. Personas a quienes falte aquella convicción íntima y profunda, aquella creencia fervorosa que animaba a nuestros mayores. Pero ni esa misma tibieza, ni esas veleidades irreligiosas, son tan comunes como algunos creen. Nosotros notamos en esta parte los síntomas de una reacción poderosa; y hasta esas mismas personas, en los solemnes casos de la vida, en circunstancias atribuladas, elevan los ojos al cielo, se vuelven a buscar el sol de la fe, a través del horizonte cerrado de la incredulidad; y cuando vuelven a la religión, vuelven siempre al catolicismo puro de nuestros mayores, a la doctrina ortodoxa en que siempre hemos vivido. Yo de mí sé decir que en esta discusión tan ardua y delicada, en esta cuestión, sin embargo de controvertirse en ella intereses muy positivos, que afectan y acaloran vivamente las pasiones individuales, no he oído en el Congreso una expresión que se deba recoger. Y si a mí, flaco en saber y pobre en doctrinas, se me escaparan palabras que no estuvieran acordes con los cánones de la Iglesia, desde ahora, Señores, imitando la loable costumbre de nuestros antiguos, las retracto y las doy por no dichas. Que en la fe cristiana y en la doctrina católica, me jacto de ser humilde; por más que en filosofía y en política no pueda dejar de ser independiente.

Y pues que me encuentro en este terreno, y aunque haya una cosa agotada en esta discusión, -y es la paciencia del Congreso,- todavía me vindicaré de otra inculpación, vindicando conmigo a todos los que antes que yo han hablado en este mismo sentido, pues contra todos en masa fulminó ese anatema el señor Ministro de la Gobernación en su primero notabilísimo discurso.

El señor Ministro nos acusó de inconsecuentes. S. S. dijo que le parecía estar soñando al oír en los labios de algunos, proposiciones tan contrarias a los principios que siempre habían sostenido. Éste es un cargo demasiado grave para que no deba ser refutado.

Dijo el señor Ministro de la Gobernación: «Así, Señores, debimos pensar los Ministros que obrábamos acordes con esa masa grande de hombres notables del partido moderado. Los partidos son partidos por las doctrinas que representan. No tienen más núcleo que sus doctrinas, y el día que faltan a su conciencia, a sus convicciones, aquel día dejan de existir, aquel día se hunden, pues los intereses generales del partido se convierten en intereses miserables de pandilla. Así es que cuando fuimos llamados por S. M. para ejercer los cargos que hoy desempeñamos, debimos creer y creímos en conciencia que éramos llamados a realizar los principios de nuestro partido.»

Esto es lo que dijo el señor Ministro de la Gobernación. Desde luego debo de rechazar aquí una frase introducida con demasiada frecuencia, y que como abuso debemos reprobar: la de hablar de partidos en este recinto. Aquí no hay partidos; ni en estos bancos, ni en aquéllos. Los que allí se sientan son Gobierno; los que aquí nos sentamos, legisladores; y todos juntos, la Nación. Cuando la Corona llama a sus consejos a los hombres entendidos del país, no los llama para realizar las exigencias teóricas y rigurosas de sus principios, sino para gobernar y apreciar en el Gobierno las circunstancias de aquel periodo y de aquel momento. Cuando el país nombra a sus representantes, también tiene en cuenta los intereses y las necesidades de la época en que los manda. Por eso las Cámaras son movibles: de otra manera los cuerpos legisladores deberían ser perpetuos como los principios. Por eso ni los Ministros ni los Diputados vienen aquí en nombre de eso que vulgarmente se llama consecuencia. Hay otra consecuencia más alta, de la que nos ha hablado varias veces el mismo Sr. Pidal: aquella consecuencia práctica que atribuyó, y muy fundadamente, a Napoleón cuando le alabó porque en el gobierno había abjurado los principios, de su tiempo, de jacobino, y su escuela revolucionaria: aquella misma consecuencia, en fin, de que se jactó el señor Ministro de la Gobernación, cuando nos dijo en una de las últimas sesiones que había tenido que sacrificar a la necesidad de gobernar, muchos de sus principios, muchas de sus más íntimas convicciones.

Pues, Señores, ese sacrificio lo hemos tenido que hacer todos: esa inconsecuencia que se cree ver en nosotros, no es más que la consecuencia práctica de nuestros principios, porque esa necesidad de nosotros no se refiere sólo a los Ministros, sino a los Diputados también. Nuestro cargo es asimismo práctico: nosotros no estamos autorizados para sostener utopías, sino cosas hacederas: no hemos venido aquí a representar nuestras exigencias de sistema, ni aun la pureza ortodoxa de nuestras doctrinas. Los años, Señores, no pasan en balde: cinco años en los tiempos de revolución que hemos corrido, son cinco siglos de otro periodo. Nosotros cabalmente anunciamos a los pueblos que no seríamos consecuentes; esto es, que no volveríamos la cara atrás; que cerraríamos los ojos a nuestros antiguos intereses de partido. Nosotros anunciamos que no habíamos de retrotraer la revolución al año 40, ni a otro año alguno: que habríamos de tomar las cosas como las encontrábamos, y aplicar a ellas nuestros principios conservadores. En esto está nuestra consecuencia. Para seguirla, Señores, si no tenemos que abjurar ninguna parte de nuestras creencias, tenemos que hacer algún sacrificio a nuestras convicciones individuales; tenemos que apartar la vista del ídolo de nuestras primeras doctrinas. En ello está nuestra consecuencia, en cumplir aquel programa, en no olvidarnos de aquella promesa, en no apartarnos de los principios de nuestra escuela, que es liberal, es reformadora, que está en oposición y antagonismo con el principio económico y social en que se funda la amortización eclesiástica.

Por eso, Señores, yo no he querido considerar esta cuestión, como el Gobierno, y como los que al Gobierno apoyan; bajo el aspecto de la justicia. Yo no he podido comprender cómo se apliquen a esta cuestión los principios de la jurisprudencia.

Ya se ha dicho aquí que nosotros no éramos un tribunal de justicia, ni veníamos a fallar en una demanda de restitución in integrum (que pudiera empezarse por los estados presentados por el Gobierno en alguna ocasión). No, nosotros no somos un tribunal, por más que algunas veces nos acostumbremos a mirarnos como tal, acaso por los muchos abogados que nos reunimos en esta Asamblea. Tratándose de la cuestión de Derecho es menester considerar que se trata de una revolución que empezó por variar el Derecho, y cuya tendencia y sistema y consecuencias eran cabalmente cambiar la misma jurisprudencia establecida sobre la materia.

Señores, pudieran algunos escandalizarse de estas proposiciones: es menester explicarlas. La propiedad de la Iglesia no es de Derecho natural. La propiedad de la Iglesia está sujeta, como la propiedad civil también, a las condiciones y límites que le prescriben la sociedad y la legislación; a los cambios y mudanzas más o menos esenciales, más o menos profundos que sobrevienen en sus accidentes, en sus modificaciones, en su existencia misma, en el orden de los tiempos. La propiedad no ha existido siempre de la misma manera. En lo antiguo ha habido pueblos donde no se conocía como hoy la tenemos: los hebreos mismos, Señores, no conocieron la propiedad como nosotros: cada cien años volvían las fincas al Estado, y el individuo no era más que el usufructuario de los bienes de la comunidad.

La propiedad personal, la propiedad corporativa y la propiedad territorial han padecido muchos cambios; y a esos cambios que anulan el derecho, es cabalmente a lo que se da el nombre de revoluciones. En las sociedades antiguas había derechos del hombre sobre el hombre: el hombre era cosa para su dueño, y la servidumbre era derecho. Sin embargo, ese derecho se abolió, la servidumbre no existe, y hasta fue una verdadera revolución. El vasallaje de la Edad media se abolió también: pasó una revolución en esta propiedad. Los derechos señoriales han pasado: eran también derechos de propiedad. La propiedad de los mayorazgos, esa propiedad fideicomisaria, ha caído a nuestra vista, y para no levantarse jamás, Señores; porque el siglo puede más que todas las tendencias, que todos las intereses reaccionarios. Esta revolución se ha consumado en nuestros días.

Todavía, si fuera dado exagerar los principios y las teorías, si hubiera un rincón en el mundo donde se realizara la república de Platón, o alguna de esas brillantes utopías socialistas que han soñado ciertos novadores de nuestros días, el derecho de propiedad para aquellos asociados no existiría, y no la reclamarían a nombre de una legitimidad que no consignaba su legislación ni su derecho. Pues esto es, Señores, lo que ha hecho la revolución en este siglo con la propiedad de la Iglesia: ha abolido el derecho antes de apoderarse de los bienes. No ha dicho: «yo me apodero de lo que es tuyo:» ha dicho: «tú no puedes tener lo tuyo: yo decreto que no puedas tener propiedad.» Éste es el hecho, y esta es la cuestión. El despojo, la confiscación, lo que se haya querido llamarle, no es más que la consecuencia de un principio; pero el hecho primordial, la desamortización, no es cuestión de jurisprudencia, no es cuestión de propiedad. Es cuestión de potestad, siquiera sea de fuerza, siquiera de revolución. Si destruyó la revolución, no destruyó una sola cosa; echó por tierra un sistema entero.

No permita Dios que yo justifique a la revolución. Consigno un hecho; y haciendo estas explicaciones, estoy muy distante de adherirme a ellas. Todos conocemos que los intentos de la revolución no podían llevarse a cabo sin graves trastornos, sin vulnerar grandes intereses, sin grandes desafueros, sin deplorables injusticias individuales. Por eso nos opusimos a ella, por eso la combatimos; y digo combatimos, porque aunque no en estos escaños, yo la combatí también, hasta en sus últimos atrincheramientos; y con algún brío, y no sin algún esfuerzo. Pero venció en esta batalla; hizo leyes, y destruyó con ellas el sistema antiguo, y estableció nuevos derechos. De la revolución se trata, y como ha dicho admirablemente el Sr. Donoso, las revoluciones son guerra. Yo admito la comparación con todas sus consecuencias. La cuestión de revolución es cuestión de guerra: sus derechos, derechos de conquista; y sus lesiones se dirimen por tratados, no por pleitos. Por eso quiero yo que se pongan estas cuestiones en la esfera de los tratados, no en el terreno de los litigios.

Pero, Señores, después de asentar y consignar que la revolución ha sido injusta; que los poderes que obedecieron su impulso, y dictaron esas disposiciones, traspasaron los límites ordinarios de los poderes en su estado normal, menester es atender y examinar cómo y en qué fue injusta la revolución. En la esencia misma de lo que ha hecho; en el sistema mismo nuevamente introducido, en la desamortización universal, en la sustitución de un principio por otro principio, ¿ha sido injusta, ha sido tiránica, ha sido usurpadora la revolución?... Señores, esto ha sido puesto en duda por eminentes varones, y si se han indicado algunas dificultades sobre la omnímoda y absoluta potestad, lo que es en la utilidad y conveniencia, dado caso que se hubiese verificado con otros trámites y por otros medios, estamos conformes. Lo estamos en que pudo hacerse, en que debió hacerse, en que tarde o temprano se hubiera hecho; en que al cabo de cincuenta, de cien, de doscientos años se había de hacer indefectiblemente. En la manera de hacerse, en la aplicación, en el momento de una medida tan revolucionaria, tan innovadora, tan radical, es donde está, Señores, el trastorno, donde está la vejación, donde está la vulneración gravísima de los intereses. Pero ha dicho admirablemente el Sr. Donoso Cortés, en una expresión que equivale a un volumen de derecho político y de historia crítica, que las revoluciones son la condensación de los tiempos. En eso consiste su violencia y su carácter; y obran así siempre porque tienen la conciencia de que sólo así pueden llegar a su objeto. Por eso la revolución que desprecia el tiempo, y encomienda a la acción de un día la ejecución de sus obras, ha lastimado tantos intereses. En eso está principalmente su daño y su injusticia; y este es el mal que vamos a reparar.

Los perjuicios causados, los derechos perdidos, los intereses individuales perjudicados, la indotación de los templos, la falta de asistencia a las necesidades de las iglesias, esto es lo que debemos remediar, esto es lo que nos toca indemnizar, ésta es verdaderamente una obligación de justicia. Pero contra la nueva ley, contra el nuevo derecho establecido, contra la jurisprudencia nuevamente creada, ¿qué podemos?... Hay quien dice que lo podemos todo: que podemos hacer otra ley, podemos derogar la existente, podemos restablecer otras cosas como estaban antes, porque para eso somos legisladores. Pero cuenta con que eso es la contrarevolución; eso es volver al sistema antiguo.

¿Y es ese, Señores, nuestro carácter? ¿Es esa nuestra misión? Ante esas desgracias inevitablemente causadas, ante esos trastornos deplorablemente padecidos, ante esas vicisitudes aglomeradas y confundidas, ante esa reunión de circunstancias tan excepcionales, tan revolucionarias, tan complicadas, tan difíciles; que afectan tanto a la sociedad misma, ¿somos nosotros la dictadura fuerte que podría dominarlas? ¿somos la restauración que viene a destruirlas? ¿somos la Providencia encargada de repararlas?... No Señores; de ninguna manera. Pretenderlo sería una calamidad; anunciarlo, una temeridad insigne. Por eso nosotros hemos considerado esta cuestión bajo el punto de vista de los tratados; pero respecto al de la justicia no hemos de dejar de creer que era altamente peligrosa. Bajo este aspecto, -y en balde se ha querido desvanecer,- es una cuestión de alarma, de reacción, y que pudiera ser en sus consecuencias, de temores y de revolución.

Y es preciso volver, Señores, al argumento de las alarmas; es menester volver a este síntoma que el señor Galiano, cogiendo justamente el descuido con que solemos hablar, quiso llamar más bien susto y zozobra. Yo sin embargo, -sin que por ello sea visto que desecho la corrección,- seguiré llamándole alarma, porque encuentro ya consagrada en esta discusión la palabra citada.

Los Ministros de S. M. se han contentado con desdeñar este argumento, con negar el hecho, con decir que no tiene fuerza. El desdén es una muy mala razón contra los argumentos, tan mala como contra las personas. E pur si muove; después de todo, hay alarma.

Sin embargo, Señores, yo confesaré que no es ahora tan grande como existía hace un mes, tan viva como era en un principio. Pero se ha disminuido por esta discusión, en este solemne debate. La alarma no es tan grande ahora; lo que sí es verdad que el Gobierno ha tenido mayoría en la ley. Considerada como un hecho, no la ha tenido en el apoyo de cierto principio aquí proclamado y sostenido, en el principio que se desprendía de ciertos discursos emitidos aquí no ha mucho, antes de entrar en esta discusión. Todos, hasta sus mismos amigos, han contrariado ese principio. En vano es haber rechazado lo que dijo mi amigo el Sr. Nocedal en la sesión anterior, de que el Gobierno se había encontrado solo: esto es una gran verdad, Señores. Los que votamos en contra del proyecto del Gobierno por rechazar con él un principio, y los que han creído que era mejor votar el hecho, desmintiendo o desvaneciendo el principio, todos le hemos combatido; todos han dejado al Gobierno solo. Por eso ha disminuido la alarma.

El Sr. Sartorius le combatió abiertamente en su luminoso discurso; el Sr. Donoso lo hizo también en todos sus razonamientos, y el Sr. Galiano, Señores, lo combatió de una manera especial cuando nos dijo que no había leído el preámbulo, cosa increíble en un Diputado, y más increíble en S. S., y que todos hemos traducido por una fórmula cortés de manifestar que no se atrevía a defenderle.

La alarma, Señores, estaba en las tendencias, en las tendencias principalmente; y hablo de propósito, de tendencias, porque se ha querido decir que este argumento quedaba destruido para siempre. El Sr. Donoso anunció, en alta voz que no se volvería a reproducir en este lugar. Yo creí que así sucediera; y admiro tanto el talento de S. S. que creo que así hubiera sucedido, si él mismo no le hubiera resucitado. Pero hay un orador más elocuente que el Sr. Donoso Cortés, cuando no es más que ingenioso; y es el mismo Sr. Donoso, cuando es grandemente profundo.

El Sr. Donoso nos dijo: «No hay principio ninguno, por aceptable que sea, que llevado a sus últimas consecuencias no sea falso o peligroso. Ésta es, Señores, una verdad de buen sentido, yo procuro apelar en todas las cuestiones al sentido común. Asentada esta verdad, voy, pues, a decir otra de la misma especie: no hay ningún principio que naturalmente no tienda a dilatarse; que no tienda a dar de sí todas las consecuencias que encierra en su seno. Y de consiguiente, siendo así, no hay ningún principio por bueno que sea, que por medio de la dilatación no tienda a falsearse a sí propio.»

Pero decía el Sr. Donoso a los tres minutos: «Generalmente se me achaca a mí el recurrir a las teorías y a los principios. Debo hacer una confesión franca y explícita. Creo que en los hechos no hay claridad verdadera; es aparente; y que fuera de los principios no hay claridad alguna. ¿Sabéis lo que es acercar los principios a los hechos? Pues es acercar la luz a las tinieblas: por eso acudo a los principios para la elevada apreciación de los hechos.»

Así, Señores, esta cuestión es de palabras. Las tendencias son los principios: sólo que algunas veces las designamos con diferentes nombres. Sí, Señores; las tendencias son el todo en estas cuestiones: por tendencias se ha juzgado todo en el mundo: por tendencias se ha dirigido siempre la política; y aun la Iglesia, autoridad que por su sabiduría e infabilidad debe imponer tanto al Sr. Donoso, admite y juzga las tendencias. No quiere decir otra cosa el sapere haeresim de que han usado tanto los Padres y los Concilios. Las tendencias, Señores, dieron ocasión a grandes sucesos y a muchas revoluciones. Por tendencias cayó un trono a nuestra vista: por tendencias se juzgó a Carlos X: por tendencias nos declaramos enemigos de D. Carlos: por tendencias tiene todavía amigos y adversarios la posibilidad del matrimonio de nuestra Reina con un vástago de esa rama: por tendencias se ha reformado la Constitución: por tendencias rechazó pocos días hace el Gobierno, no tanto el voto, como el lenguaje de los Diputados dimisionarios. Y ¿qué más, Señores? Por tendencias se ha traído aquí esta cuestión; por tendencias el proyecto de ley; sólo por tendencias, sólo por el principio.

¿Qué es la cuestión, qué es la ley en sí misma? La devolución de los bienes es dar 20 millones de renta a una corporación que necesita 160 para su presupuesto. El mismo Sr. Donoso ha probado que esta cuestión era sólo de principios. Decía así en su discurso: «En general, Señores, sobre todos los argumentos derivados del punto de vista económico, tengo que hacer una reflexión con la cual caen todos a tierra. Aquí no se trata de una cuestión económica: no se trata de la dotación del culto y clero, a lo menos directamente: de eso se trató en otra ocasión, y el Congreso decidió lo que tuvo por oportuno. Ahora se trata de una cuestión de alta política, de una cuestión de alta justicia. La cuestión no es de mantenimiento: la cuestión es de reparación.»

De consiguiente, Señores, toda la cuestión, todo el debate, toda la alarma, toda la ley, no es más que un principio, una tendencia. El hecho en sí, como dijo el Sr. Donoso, es sombra, niebla, nada: 20 millones de renta se dan. Pero examinada a la luz de los principios, ¿sabe el Congreso cuál es la fórmula de esa ley como la ha entendido el país, como la han sentido los derechos en ella comprometidos? La devolución es un canon que los nuevos adquirentes pagan a los antiguos propietarios en reconocimiento de dominio. Vease, Señores, si es alarmante y si puede infundir recelos.

La alarma no es solamente de parte de los compradores de bienes nacionales. Ellos acaso se resignaran fácilmente a esta devolución, como un acomodamiento, si sus derechos les quedasen al fin completamente asegurados. Pero la alarma debe juzgarse en la esfera elevada en que la colocó el Sr. Sartorius en su discurso; como un pretexto de revolución, como un principio a que podrían acogerse el día de mañana los descontentos. Yo, señores, no quiero que queden en poder de la revolución esos pretextos.

Los secretarios del Despacho, los individuos del Ministerio, y todos los Ministerios, se ríen de estos pretextos de revolución, y no les dan importancia alguna. Yo, sí; yo no se la doy ahora, ellos la sabrán adquirir en lo futuro. Esos pretextos son como las nubes que corren sin turbar la atmósfera, cuando es el viento próspero y de bonanza; pero apenas el viento cambia, aquellas mismas nubes que pasaban tan altas y ligeras, vuelven oscuras y pegadas a la tierra trayendo los aguaceros y las tempestades.

Dicen que exageramos... dice el Sr. Ministro de la Gobernación que la prensa exagera, que la alarma se abulta. Hay una cosa que se exagera más todavía, una cosa que crece a los ojos del Gobierno hasta oscurecerlos; y es la confianza en que está. SS. SS. podrán tenerla; pero yo les digo que he visto a todos los poderes creerse fuertes y asegurados la víspera de su ruina y de su hundimiento. Y añade el Sr. Ministro: «¿Dónde se han realizado esos recelos que se temían y se alegaban cuando se discutía la reforma constitucional? ¿Dónde se han verificado esos levantamientos, esos trastornos?...» ¡Oh! aún no es tarde: no corre tan rápida la vida de los pueblos. Yo pudiera decir al Sr. Ministro lo que Calpurnia a César, cuando éste le reconvenía por sus fatídicos pronósticos diciéndole: Y bien, ya han llegado los Idus de Marzo. -Sí, contestó el agorero; ¡pero no han pasado! Aquí no han pasado, ni llegado todavía. Ni yo quiero que lleguen, no; que ¡sinceramente les deseo prosperidad y larga vida!...

Pero ¿qué se ha dicho para justificar todos esos inconvenientes? El Ministerio ha dicho que es preciso entablar negociaciones con la Santa Sede; que es menester reunir la potestad temporal y eclesiástica, que están divorciadas; que es preciso que las iglesias, huérfanas hoy, tengan Pastores, y que haya tribunales para dirimir las contiendas canónicas; que es tiempo de procurar el reconocimiento de la Reina de España; que es preciso asegurar, tranquilizar las conciencias, acallar los escrúpulos y obtener la sanción eclesiástica respecto de aquellas cosas que hasta ahora sólo tienen la sanción del poder temporal... Ya ven los Sres. Ministros que yo no rebajo sus argumentos: éstas son buenas, dignas, grandes, valederas razones. ¿A qué buscar otras absurdas o peligrosas? ¿A qué hablarnos de otros principios, cuando acerca de la conveniencia de estos fines todos nos hallamos unánimes y conformes?

Pero no es ésta la cuestión: se trata del medio más eficaz, más decoroso de conseguirlo. Y en tal caso, Señores, ¿es prudente, es de hombres de Estado, cuando se trata de obtener la aprobación eclesiástica para ciertos hechos ocurridos durante la revolución, que vayamos nosotros mismos a exagerar sus desafueros? ¿Es prudente pintar un capítulo de culpas tan negro como el que pudiera trazarse del otro lado de los Alpes? ¿No debían los Ministros de S. M. apoyarse en esa alarma misma? ¿No tenían razones eminentes capaces de dar otro giro a las negociaciones? ¿No tenían medios para hacer conocer a la corte romana que la influencia de la Iglesia como aristocracia territorial ha pasado para siempre? Déjesele al gobierno de Roma y a otras potencias, esas duras calificaciones. No es el Gobierno español el que debe hacerlas: muy por el contrario, a él es a quien le toca rebatirlas.

Y si quien las hace es el Sumo Pontífice, con más razón, Señores, pueden ser contestadas. Roma tiene menos derecho que ninguna otra Potencia para ser severa, por una razón que se ha dicho aquí, por esa naturalización del Sr. Donoso, por eso que hace que el Pontífice sea, en cierta manera, español, así como nosotros nos llamamos en religión romanos. Y bajo ese concepto, Señores, ¿tan incólume está Roma de los excesos de la revolución, de las desgracias que han pesado sobre nuestro suelo? ¿No se le pudieran hacer cargos mesurados, pero terribles, acerca de la orfandad a que quedó abandonada la Iglesia de España a merced de los trastornos y de los excesos de la revolución, por efecto de la conducta descaminada y reaccionaria de algunos de sus mismos ministros? ¡Pues qué! ¿no se recuerda la conducta de aquella Potencia al advenimiento de nuestra Reina al Trono de sus mayores? Cuando algunos clérigos levantaban las masas en Castilla contra la legitimidad de Doña Isabel II; cuando otros empuñaban el fusil en las montañas de Navarra y Guipúzcoa; cuando ministros del altar formaban los consejos de Cabrera en que se fusilaban a centenares los españoles, y se atizaban las reacciones revolucionarias con escenas de sangre, ¿dónde estaba la voz paternal que había recordado en otros tiempos hasta a los Reyes y Príncipes de la tierra sus deberes como cristianos y como hombres?... Ese silencio fue interpretado de otra manera: ese silencio y esa conducta pareció simpatía para con el partido carlista, y esa simpatía produjo una reacción terrible por parte de los intereses comprometidos en la revolución. Nadie está inocente de esos trastornos, sobre el suelo español. Y pudiera decirse que en esa hoguera, a donde todos hemos llevado alguna tea, tampoco han dejado de caer brasas del incensario. -¡Sobre todos, pues, había de venir la expiación!...

Y ya que se me ha escapado esta palabra, ella me recuerda lo que el Sr. Donoso Cortés nos dijo; que no debíamos desdeñarnos, que podíamos, sin faltar a nuestro decoro, y sin desdorar nuestra nacional altivez, prosternarnos a los pies del Pontífice, porque el Sumo Pontífice, como jefe de la Iglesia universal, para los católicos no era extranjero en cualquiera provincia del mundo cristiano que se le considerase. El Sr. Donoso quería poner a la nación española a sus pies como penitente, y el Sr. Donoso se olvidaba entonces de que en un bellísimo párrafo de su discurso había dicho estas palabras: «Yo creo que los errores son patrimonio del género humano; pero creo que los crímenes no son patrimonio sino de los individuos. Creo que no hay crímenes en las Asambleas numerosas que deliberan en público; como no hay crimen en el género humano. No creo en esos crímenes colectivos. ¡Harto triste es creer en los crímenes individuales!» -¡Bellísima, consoladora doctrina, Señores, que yo abrazo de todo mi corazón! Pero con las palabras, con los principios, con los razonamientos del Sr. Donoso, no faltará quien se autorice para decir que si no hay crímenes en las naciones, tampoco habrá pecados en los pueblos; que si el Sr. Donoso no cree que se puede llevar a todo un pueblo a un tribunal de justicia, tampoco se ha de llevar a una nación entera al confesonario.

Por eso, Señores, yo al negar mi voto a la ley, no voto que el Gobierno no trate con Roma; no voto que la Nación, representada por su Reina, no se presente a negociar con la Santa Sede. Lo que yo voto es que el Gobierno de S. M. al presentarse a negociar, no vista el saco del penitente; que la Nación se presente como Nación; no que se hinque, ante Roma, de rodillas.

Antes de concluir, Señores. Deseo hablar de una semejanza, de una comparación que se ha querido traer aquí como una razón poderosa; yo quiero, como dijo el Sr. Donoso del argumento de las tendencias, que no se vuelva a citar jamás. Hablo del ejemplo de Napoleón, tratando en 1804 con la Santa Sede. Se dice que Napoleón mismo tuvo que transigir, tuvo que hacer concesiones en el apogeo de su poder... Señores, Napoleón ante la Santa Sede era el más débil de los hombres, la más débil de las potencias. Napoleón el jacobino, Napoleón el revolucionario, Napoleón, que se quería sentar en el trono de Carlo-Magno, antes que consagrar los intereses de la revolución, antes que asegurar la venta de los bienes nacionales, tenía que consagrar su autoridad, tenía que consagrar su propia persona, tenía que lavar con el oleo santo las manchas de sangre que habían quedado en su mano de estrechar la mano de Robespierre...

¿Qué paridad hay entre la posición de Napoleón entonces, y la de nuestra Reina, cuyo Trono no se le da por ninguna investidura eclesiástica, que está consagrado por catorce siglos y ungido por el tiempo? ¿Qué es la autoridad de Napoleón comparada con la legitimidad sagrada de la Reina católica de España, la nieta de Carlos I y de Isabel, la nieta de San Fernando y San Pelayo, de Recaredo y de Ataülfo? Nuestra Reina se encontró el cetro de dos mundos sobre las almohadas de su cuna, y no tuvo, como Napoleón, que ir a levantar con la punta de la espada una corona, del fondo del saco donde la cuchilla del verdugo había dejado caer la santa cabeza de un Rey degollado.




ArribaAbajoDiscurso sobre el matrimonio de S. M. y el de su augusta hermana

Pronunciado en el Congreso en la sesión del 17 de setiembre de 1846


Posiciones hay, Señores, muy difíciles, días muy críticos en la vida de los hombres públicos. Por la actitud del Congreso, por la expectación pública, por la naturaleza del documento que se acaba de leer, por las esperanzas, por la ansiedad que reina en este recinto y fuera de este recinto, y en toda la Monarquía, se comprende la dificultad inmensa de la cuestión que hoy se aborda, y de la posición en que está el Diputado que ha pedido la palabra en contra. Esta dificultad la conozco y la siento, por decirlo así, y se revela profundamente en la ansiedad de aquellos señores que quisieran que no hubiese discusión; que esta cuestión se concluyera pronto; que esta dificultad pasara. Y algunos dicen, una cosa que pasa, es preciso dejarla.

Los señores que tienen este deseo se hacen ilusión sobre lo que los mueve a tenerle, lo conozco; creen que es tal vez un exceso o un entusiasmo de monarquismo que no tenemos los demás; creen que es un extremo de lealtad. Yo, Señores, entiendo el monarquismo muy de otra manera, aunque soy monárquico también hasta la idolatría, y mis creencias monárquicas son de las más robustas. Los muros del edificio monárquico de España son además demasiado fuertes, demasiado sólidos para que la palabra de un Diputado, aunque fuera un tribuno, los conmueva; cuanto más la voz -de suyo débil y ahora mucho más enflaquecida- del Diputado que tiene la honra de dirigirse al Congreso. Pero repito que soy monárquico de otra manera; doy mucha importancia a aquellas cuestiones que de algún modo pueden afectar a instituciones tan altas, para que se dejen pasar de lijero, para que no se traten con el detenimiento que corresponde al alto Cuerpo en que estamos congregados.

Señores, esta cuestión ha tardado fuera de este recinto en deliberarse cuatro años, y no pretendo yo que dure más que cuatro días dentro de estos muros. Lo que ha tardado cuatro años en traerse a este recinto, para el Diputado que habla hace veinte y cuatro horas que está sobre la mesa. Es verdad que antes podía haber meditado sobre este asunto, conocido de todos; es verdad que he meditado, como todos los españoles, sobre un acontecimiento tan anunciado, tan previsto; pero la solución que yo había encontrado en mis meditaciones, y que afortunadamente coincide con la solución misma del mensaje en la parte más interesante, no me había dado nunca motivo para pensar en que hubiera discusión en este Parlamento. La solución a mis ojos debía ser unánime cuando viniera ese mensaje a las Cortes; nuestra contestación pudiera haber sido un arrebato de entusiasmo.

Pero esta cuestión no viene sola. Esta cuestión, después de no venir íntegra como se había prometido, viene compleja, viene complicada. Esta cuestión son dos cuestiones, o por mejor decir, tiene una cosa que no es cuestión, y otra cosa que lo es muy alta.

Señores, el Sr. Ministro de Estado acaba de decir una verdad, -de que tengo que tomar testimonio en este mismo momento;- que por muy alta, por excelsa y elevada que sea una persona, está siempre debajo del trono como súbdita de S. M. Esta declaración que ha hecho el Sr. Ministro de Estado es un argumento contra la forma con que se presenta el mensaje al Congreso. En una misma página, en una misma comunicación, en un mismo mensaje, en una misma declaración se presenta el anuncio de dos enlaces, de dos personas tan distantes entre sí como S. M. la Reina Doña Isabel II y S. A. R. la Serma. Señora Doña Luisa Fernanda; como si estos dos enlaces fueran una misma cosa; como si convinieran a unas mismas personas; como si representaran unos mismos intereses; como si ambas cosas pudieran llegar a un mismo grado de popularidad y asentimiento; como si la una no fuera una resolución y la otra una autorización; como si la una no fuera un enlace con un Príncipe español, y la otra otro enlace con un Príncipe extranjero.

Yo, Señores, me paro ante este ayuntamiento, esta amalgama; ésta es la obra del Gobierno; ésta es la obra de los Ministros; y en esta cuestión no pienso dirigirme al Trono, ante el cual no puedo sino prosternarme humildemente. Eso que está más alto que el Gobierno y no es el Trono, es sin embargo, el porvenir del Trono. Pero, Señores, el porvenir del Trono pertenece a los cálculos de la previsión de la política, como el pasado del Trono pertenece al examen y al juicio de la Historia.

Todos nosotros habíamos creído, -a lo menos yo por mi parte así lo creía,- que no se trataba más que del porvenir de S. M., de asegurar por ahora su legítima descendencia, su felicidad, su ventura. En este sentido digo que nada tenía que decir al mensaje; el enlace de S. M. satisfacía cumplidamente mis humildes deseos, como creía que satisfacía a la opinión nacional. Durante este enlace, en las condiciones de este enlace, en la vida preciosa de S. M., en el caso de que su descendencia esté asegurada, esta cuestión no es cuestión. En esta parte del mensaje, repito, que me adhiero con todo mi corazón, con júbilo, con alegría, con sinceridad, con lealtad, con patriotismo. Pero cuando se trata de la eventualidad del porvenir del Trono, -que es al mismo tiempo la eventualidad del porvenir del país,- ¿tenemos la misma seguridad, Señores? ¿Estamos nosotros convencidos de que se ha logrado esa dicha, esa ventura, esas condiciones de estabilidad, de gloria y de ventura para nuestra Patria, de que se hace mérito en el mensaje? ¿Estamos seguros de que no legamos a la posteridad ningún germen de discordia, ninguna eventualidad de peligro, ningún elemento de revolución? Si doscientos ciudadanos españoles y doscientos Diputados, con la mano sobre el corazón, y con la sinceridad de buenos españoles, me dicen que no tienen duda de este convencimiento, desde ahora dejo este sitio. Pero si hay duda, si hay incertidumbre, si hay probabilidad de que puede ser de otra manera, mis deberes son otros.

En vano el Gobierno parece que no nos pide más que adhesión; en vano a los Diputados no se les consulta; en vano las cuestiones están resueltas. Después del Gobierno y después del Trono, todavía los Diputados tenemos deberes, tenemos obligaciones para con el país, que puede pedirnos cuenta de nuestros votos. Tenemos una obligación más íntima; y es, que cuando vamos a deliberar, necesitamos ilustrarnos la razón y la conciencia, siquiera sea con errores, siquiera sea con visiones, siquiera sea con inexactitudes, pero con buen deseo.

Yo he buscado, Señores, esta convicción intima: la he buscado con sinceridad; la he buscado en el porvenir de mi Patria; la he buscado en las cuestiones que están pendientes; la he buscado en el porvenir diplomático; la he buscado en la resolución de cuestiones anteriores; la he buscado en las condiciones de la paz; la he buscado en las eventualidades de la guerra; la he buscado en las condiciones del Gobierno; la he buscado en los peligros de la revolución. Y esa eventualidad, Señores, esa alianza en que se funda la parte del mensaje a que no puedo adherirme, no me da ninguna garantía, ninguna seguridad, ninguna certidumbre acerca del nebuloso porvenir que se presenta delante de nuestros ojos.

Sé muy bien que en el ánimo de algunos Sres. Diputados, sé que en el ánimo de gran parte de la nación, tiene por el contrario esta alianza un gran significado diplomático. Yo quisiera que este significado fuera para mí de tan buen agüero, fuera tan favorable en mis creencias, como se nos insinúa; pero esa influencia diplomática que presenta esta alianza, está lejos de satisfacerme para lo futuro, como está lejos de tenerme satisfecho cuando examinamos los tiempos pasados.

El Congreso me permitirá que haga una ligera digresión, aunque parezca impropia de este lugar, a las circunstancias diplomáticas de nuestro país con relación a la Francia. No es un capítulo de historia; no soy erudito, ni he aprendido la historia en los archivos: la he procurado más bien estudiar en los hechos y en las circunstancias. Pero no estará de más, pues que de ellos tengo que sacar algunas consecuencias, que examinemos de qué ha servido en los tiempos pasados la alianza de la Francia al Gobierno español, y más que al Gobierno, a la sociedad española.

No hablaré de aquellos tiempos antiguos que corresponden a nuestra superioridad, a nuestra dominación, a aquel periodo de ocho siglos en que, empezando por poco, la nacionalidad española abarcó el mundo entero. Aquel periodo de preponderancia y dominación no está afectado por ninguna dinastía extranjera; la España mandó como superior, y las demás le eran hostiles por no poder sufrir su superioridad. La Francia de entonces tiene un periodo que empieza en nuestras leyendas y acaba en nuestra historia de ayer; que empieza en Roncesvalles y concluye en San Quintín; empieza en Carlo-Magno y acaba en Francisco I. Lo mismo era entonces la Francia que las demás naciones: los Reyes de Francia habían venido aquí como prisioneros o como derrotados; los Reyes de Inglaterra habían buscado alianzas honrosas, habían sentido la superioridad de España. Carlos Stuardo vino a buscar esposa a Madrid: hay más, Señores; una Reina de Escocia se tenía por muy contenta en tener por esposo -y no pudo obtenerle- a un bastardo de España. Los que vinieron para ser Emperadores, al tocar la diestra de una infanta de Castilla, pudieron alargar la siniestra al globo imperial de los Césares.

Pero, Señores, en aquel periodo de vida lozana, robusta, joven, aventurera, en aquel periodo de predestinación en que España llevaba la Religión a todas las partes del mundo, en que la Monarquía española era tan vasta como el catolicismo, en aquel periodo se sembraban los gérmenes que habían después de brotar tan malhadadamente para otro periodo, que se puede llamar de expiación política, de decadencia. La preponderancia española pereció, -como todas las cosas en el mundo,- por la misma causa por la cual todos los poderes, todos los principios, todas las revoluciones, todos los despotismos perecen; por su exageración. La preponderancia de la Monarquía española suscitó una liga europea; la Inglaterra de Cromwell y de Isabel, los descendientes de Lutero y de Mauricio de Sajonia sabían mejor que nuestros cronistas o historiadores los secretos de esta liga. Dios había permitido que echáramos los árabes al África; pero no quiso que diéramos a la Europa la inquisición; y la Europa entera se sublevó contra el fanatismo y la teocracia monacal.

En aquella liga, Señores, cupo a Luis XIV el papel que representó la Francia en 1823, de ser instrumento de la liga de Europa contra la España. Él se aprovechó de aquella guerra para poder rendir al león enflaquecido y arrancarle sus garras; entonces se inauguró esa política que pesa sobre nuestros días, que pesa sobre nosotros, y ha de pesar aún sobre nuestros descendientes. Esos tratados que la Europa firmó para establecer el equilibrio europeo, fueron en nombre de Europa contra nosotros; pero más todavía contra nosotros fue la intervención de las dos naciones nuestras vecinas, que eludieron los tratados. Los tratados fueron contra nosotros; pero la Francia, eludiendo los tratados, supo dominarnos; y entonces la Inglaterra, que había sido nuestra enemiga como rival y superior, fue nuestra enemiga y continuó siéndolo, -como lo manifiestan los hechos de nuestra historia,- en el concepto de aliados de los franceses.

No necesito recordar aquí la política entera de la casa de Borbón en los siglos pasados. Si nosotros no fuimos enteramente franceses en el siglo pasado, fue porque la política de la casa de Borbón ni en Francia fue francesa, no fue nacional; fue política de familia: era una dinastía decadente, no identificada con los intereses de la nación que gobernaba, y no se avergonzaban los Ministros de algunos Reyes en llamar a los tratados pactos de familia. Sabida es, Señores, la lastimosa política seguida en España, auxiliando a los insurgentes de América, declarando la guerra a los ingleses, comprometiendo gratuita e insensatamente nuestro bienestar y la prosperidad y la conservación de nuestras colonias.

Entretanto los ingleses se nos apoderaban de Gibraltar y de Mahón, saqueaban nuestros buques, talaban nuestras costas, arrasaban nuestros puertos, hundían nuestros galeones... Y esto era justificándolo en nombre del tratado de Utrech; el mismo que hoy se invoca en nombre del equilibrio europeo. Cierto que contra España no tenían razón; pero contra la unión de España y de la Francia, tenían razón que les sobraba.

Esta política, Señores, no cesó con la revolución francesa. Napoleón embriagado, enorgullecido, señalado ya con el dedo de Dios para caer en el abismo de su ambición, ese mismo Napoleón se creyó heredero de la política de Luis XIV. ¿Y qué sucedió, Señores? Que queriendo ser sus aliados, aliados de Francia y de Napoleón, perecimos también. Trafalgar es la última página sangrienta de esa funesta alianza. Los desgraciados héroes de aquel infausto suceso son héroes españoles por la gloria, por el valor, por el esfuerzo; pero no son héroes de la causa de la Patria, sino héroes de una causa extranjera.

¿Y qué mucho, Señores, que Gravina y Churruca y Galiano hubieran perdido sus navíos al influjo de ese poder, si el Rey Carlos IV perdió también por él su Trono? En aquellos tiempos en que nuestros Padres -digo nuestros padres, Señores, aunque yo no haya nacido entonces,- en aquellos tiempos en que era un culto el que inspiraba la Monarquía, en aquellos tiempos en que duraban las tradiciones y creencias del derecho divino, puesta en pugna la nacionalidad con la Monarquía, la Monarquía sucumbió. Y esto fue, Señores, porque la política hispano-francesa no había sido una política nacional.

La Nación no se había nunca asociado a la política de sus hombres de Estado, a la política de sus Reyes, a la de su Gabinete. ¿Qué encontró aquí Napoleón? Encontró una España que no era la de los Borbones, ni la de Carlos IV. La nacionalidad no había sido hechizada con Carlos II, no había sido vencida en Villaviciosa; la nacionalidad la había heredado el único heredero de la nacionalidad, la Nación; y, Señores, en aquellas circunstancias la Nación se eligió un Rey: Fernando VlI, Rey en vida de su Padre, fue un Rey debido a la política reaccionaria de la Francia, y en nombre de aquella nacionalidad y de este aborrecimiento subió al Trono. Y con este ejemplo, Señores, nos hemos destetado la generación presente.

El pacto de familia no fue poderoso entonces a que se dieran las manos los ingleses y los españoles sobre este terreno, para defender la nacionalidad. Y sin embargo, Señores, ¿qué conseguimos? Nos desangramos estérilmente con tantas jornadas y tantos combates habidos durante tantos años. Pero aquí nació nuestra política; la política verdaderamente española, cuyo principio y cuyo fin es el de recobrar nuestro territorio: debe ser el punto de mira lento y sucesivo, pero perenne, de todos los Gobiernos españoles. Para aquel principio, legado por Fernán-González y San Fernando y por los descendientes de Pelayo, hubo entonces una magnífica ocasión de realizarle, y esta ocasión se desperdició, y no se consiguió nada; y quedaron en manos ajenas las bocas robadas de nuestros ríos, ¡aquellas costas que son como el lecho de nuestra vivienda, como el sitio de nuestra almohada!...

La integridad de nuestro suelo quedó en poder de los extranjeros, y nosotros no tuvimos compensación ninguna en el tratado de París, no tuvimos ninguna indemnización en el Congreso de Viena. ¿Por qué, Señores, por qué fuimos los más desvalidos en aquel Congreso después de haber sido los más temerarios, los más denodados, los más fuertes? Porque tanto heroísmo no estaba exento de la abnegación de la nacionalidad; porque nosotros habíamos estado demasiado representados por los ingleses en la guerra de la Independencia; porque nuestros Generales habían sido los mismos de Waterloo; porque en el Congreso de Viena no estuvieron los vencedores de San Marcial y de Bailén.

Inmediatamente que se presentó la restauración de la Casa de Borbón, infundimos el mismo recelo: volvimos a representar para la Inglaterra el papel del peligro, de la eventualidad del porvenir, de ser de nuevo aliados de la Francia. No éramos bastante fuertes para ser neutrales; y la debilidad nos hizo aparecer a un tiempo más peligrosos y más débiles todavía. Y en efecto, Señores, las previsiones y las tendencias eran fundadas, y poco había de tardar en ocurrir la invasión francesa de 1823. La invasión extranjera se debía considerar como un saldo en ese libro de cuenta abierta entre las dos naciones. La pérdida de nuestras colonias, el manejo de los ingleses para hacernos perder para siempre sin indemnización ninguna el continente americano: ¡esa... esa fue la moneda, esa la gratitud con que nos pagaron!..

Señores, puede ser que estas reflexiones aparezcan intempestivas; yo las habría hecho presentes al Congreso como preliminares de las esperanzas que había concebido al inaugurarse la nueva era constitucional. Estas instituciones, que al sentir de algunos debilitan la fuerza de las naciones, a mi modo de ver debían abrir para España una nueva era diplomática; debían inaugurar un nuevo periodo de alianzas y de nacionalidad que nos hicieran bastante fuertes para ser neutrales, y bastante neutrales para que no hubiera peligro nunca que pudiera impedir que nuestro territorio se redondeara. La intervención del Parlamento en el gobierno del país debía hacer propender los consejos del Gobierno español a una política, diferente a los ojos de Europa, de la de esos enlaces de familia de que habíamos sido víctimas; y que nos diera entrada franca en el derecho común, en los caminos de la libertad y de la industria, con el rompimiento de los veneros y minas de prosperidad, que al abrigo de las instituciones liberales debían desenvolver bastantes elementos de fuerza, para que llegásemos a conseguir alguna vez esa nacionalidad a que hace tantos siglos aspiramos.

Todo concurría a esto; las antipatías mismas, los recuerdos tristes que habían dejado las dominaciones extranjeras, eran un poderoso elemento de nacionalidad. Europa estaba interesada grandemente en que España no fuera patrimonio ni de la Francia, ni de la Inglaterra; y así lo aseguraban hasta las disidencias mismas de estas dos naciones, aunque encubiertas bajo la frágil tela de la diplomacia que se llama la inteligencia cordial (l'entente cordiale). Contribuía también poderosamente a este resultado la no intervención en la guerra que se había declarado en nuestra Patria. Tal hubo entonces que había dicho nunca, aunque después cuando nos vio salvos dijo: ¡siempre!

Y en fin, Señores, para colmo de la situación, para complemento de estas esperanzas, nos quedaban dos enlaces de Príncipes, cuyos enlaces podrían representar en el país la nacionalidad ligada a la Francia o a la Inglaterra, o una alianza, que sin ser inglesa ni francesa, representara la fraternidad europea, esa comunidad de intereses que hace tiempo estamos aguardando, y que no sé si ninguno de los Gobiernos se ha ocupado de ella. Porque, Señores, mientras no estemos representados debidamente en la diplomacia europea, no podemos tener independencia ni libertad; y elementos de esto eran los enlaces de nuestras dos Princesas.

Pero, Señores, ¿se ha hecho algo de esto? ¿Nuestra diplomacia ha llamado por ventura a algunas de las puertas, que para abrirse no necesitaban más sino que se las empujara un poco? ¿Hemos pasado algo más allá de ese Sena, que parece para nosotros un valladar europeo? ¿Hemos salido fuera de París, donde parece está el límite de nuestras relaciones? ¿Hemos ido al Danubio, al Spreé, donde tiene amigos nuestra Soberana, donde tiene alianzas que es necesario renovar? ¿Se ha hecho algo en nombre de los intereses diplomáticos, generales, elevados y útiles de esta Nación? Los hombres de Estado ¿han mandado siquiera un explorador para tantear el medio de renovar esas alianzas, que están deseando abrirse las puertas de esta Península? No, Señores: yo no sé, a lo menos, que en ningún Gobierno haya entrado ese pensamiento; yo no sé que hayan tenido pensamiento ninguno. ¡Siempre la Francia!... ¡como si no hubiera más Europa, como si no hubiera más mundo! ¡Siempre esa alianza que ahora vuelve a reproducirse!...

Pero, Señores, tengo que hacer una observación en este punto. Esta alianza, que nos ha sido tan funesta; esta alianza, que no nos ha sido nunca provechosa; esta alianza, que destruye el equilibrio europeo; que da la razón a nuestros adversarios, que no nos da alianza con los gobiernos del Norte; que no procura reconciliarnos con ellos; que procura tenernos oscurecidos, aislados detrás de su inmensa pantalla; esa alianza que se pretende estrechar, nunca ha pasado de alianza de gabinetes de Reyes, a quienes pudo exigir responsabilidad la Historia. Ahora se exije una cosa que no se ha exigido nunca: el asentimiento del Parlamento, el asentimiento del país. Y si esto es lo que significa el mensaje en la parte a que aludo, yo conjuro, yo ruego, yo exhorto a los Sres. Diputados a que pesen en sus conciencias toda la transcendencia de esta singular declaración.

Todavía, Señores, si las consecuencias de esta alianza, en la desgraciada eventualidad que cabe en lo posible, compensaran los males que puede traer, yo le daría mi franco asentimiento. Si las circunstancias del país, si las circunstancias de Europa, si los intereses actuales hubieran variado esta posición, yo no tendría derecho a juzgar de lo futuro por la historia lastimosa de lo pasado. Pero veo en estas consecuencias lo mismo que en los precedentes; ora las examine en circunstancias de paz, ora las examine en nuestro gobierno interior, ora las examine en nuestros disturbios políticos. ¿Qué nos da una estrecha alianza francesa en la diplomacia actual? Lo que siempre; la imposibilidad de inaugurar esa política que algún día debe inaugurarse; la imposibilidad de aspirar a la dilatación de nuestro territorio; la imposibilidad de tener marina; la continua incertidumbre sobre la posesión de nuestras colonias. La Inglaterra se creerá siempre juradamente hostil en nombre del Derecho de gentes contra la alianza de Francia y España. La Inglaterra, unida con la Francia, no puede tener ningún temor de que se rompa el equilibrio europeo. Pues bien: en este caso, la Inglaterra nos arruinará en la guerra; ¡la Inglaterra no nos dejará prosperar en la paz! Pero, Señores, ¿qué paz será esa? Será la eterna lucha en que hemos vivido de si la política de Luis XIV ha de llegar a los Algarbes, o el tratado Methween a los Pirineos; la eterna lucha en que la España sea el Portugal de la Francia, y los ingleses quieran llevar el Tajo hasta el Vidasoa. ¿Es éste el porvenir venturoso de que se quiere que nos congratulemos los Diputados en el mensaje?

Las cuestiones interiores que nosotros creíamos, que nosotros esperábamos que quedarían ahora terminadas, ¿se podrá decir que están ventiladas después de estos gloriosos enlaces?... Señores, todo lo que se puede pensar decorosamente, se puede decir aquí; y si aquí no, en parte ninguna. Nosotros podemos dar lugar a que en una eventualidad desgraciada... podemos dejar, digo, a nuestra posteridad tres pretendientes a la corona de España, con tres partidos, que se unirán cada uno de ellos con tal Potencia extranjera... ¡que es lo peor!

El Congreso acaba de oír la primera manifestación de una de esas pretensiones. Y no basta que nosotros creamos que los derechos de que se trata están claros; no basta que esas protestas fundadas en los tratados no obliguen a España. Para mí el tratado de Utrech no es objeto de veneración religiosa, ni aun obligación de respeto; pero sí obligación muy pesada. Nada tiene de decorosa para nosotros: yo me felicito de que sean otros los que le quebranten y le anulen: es una página más en la historia lastimosa de nuestra diplomacia. ¿Pero es esta la cuestión, Señores? ¿Qué era la Pragmática de Felipe V? ¿Qué eran los derechos de la Corona en favor de D. Carlos? Sin embargo, ese pretexto bastó para una guerra de siete años. No basta que los derechos estén claros; es necesario quitar esos pretextos que pueden ocasionar una guerra. Las guerras fueron antes civiles, y tuvimos la fortuna de que no se mezclasen en ellas los extranjeros; ahora se presentaría uno de esos candidatos en la frontera, y donde estuviera uno, tendrían derecho a estar los demás.

En las revoluciones, Señores, sucede lo mismo. Nuestras revoluciones, por desgraciadas que hayan sido, han dejado intacta la nacionalidad; los Gobiernos extranjeros, si han simpatizado más con un partido que con otro, han tenido la hipocresía de ocultarlo; pero si, por desgracia, se reprodujeran las tentativas revolucionarias, tendríamos, además de esa calamidad, otra mayor; la de las intervenciones. ¿Y es ésta, por ventura, la garantía que se proclama como ventajosa? Señores, las consecuencias de ella serían tristes: en ese caso, sería menester, para no ser revolucionario, no ser buen español. ¿También el orden ha de venir de fuera? ¿También la legalidad? ¿También la Constitución? -Pues también entonces la revolución será extranjera.

Señores, a mi vista se presenta un porvenir demasiado oscuro: pende de alguna eventualidad que nos veamos rodeados de mil peligros; veo que caminamos a pasos agigantados a un precipicio; presiento para mi patria la pérdida de nuestra nacionalidad; presiento para mi patria una suerte tan funesta como la de la Polonia. ¡No bastará ser valientes, señores; que valientes eran Sobieski y Kosciusko, y se perdió la nacionalidad polaca!... ¡Se perdió, Señores... por faltas de su Gobierno! Porque cuestan más lágrimas las faltas de los Gobiernos, que la sangre vertida en las batallas. Señores, ¡ay de nuestro nombre el día en que se nos dijera la Polonia del Mediodía! ¡Ay de nuestro nombre el día en que nuestros hijos, aunque fuera dentro de un siglo, tuvieran que ir acaso a Varsovia y a Wilna a representar el papel que los desgraciados polacos hacen hoy en Londres y en París!

Señores, estos sentimientos podrán parecer exagerados: todos los sentimientos lo son, todos lo parecen. Sin embargo, son hijos de una meditación profunda, de una fría y larga meditación; y así como otras veces he profetizado males que, por desgracia, se han realizado, no quisiera, Señores, que en esta se cumplieran los que vaticino. Al dirigir desde estos bancos las últimas palabras, -las últimas digo, porque sus últimas palabras dicen los hombres que se inutilizan,- no lo hago por temor; hago de ellas el único homenaje que puedo hacer a mi Reina, a mi Patria y a mis colegas de representación nacional. Sólo les ruego que recuerden una cosa, a saber: que en esta agitación, en esta sucesión de los partidos, todo lo hemos olvidado: todos nosotros hemos echado un velo sobre todas las opiniones: unas veces nos hemos reconciliado con los carlistas, otras con los progresistas, otras hemos sido todos moderados; sólo una cosa no ha perdonado todavía la Nación; que es a un partido que ha quedado proscrito para siempre por anti-nacional. Yo, Señores, sé que no se reproducen las cosas de una misma manera; pero no puedo consentir, sin protestar contra ello, que en las tribunas extranjeras, al hablar de nuestros partidos, se denomine a uno con el título de francés. Es necesario que se sepa que en España no hay partido francés ni partido inglés: podrá haber individuos, pero grandes masas, asociaciones en la Nación... no, ¡mil veces no! No las había en tiempo de Napoleón, durante el apogeo de sus glorias; ¿cómo ha de haberlas cuando dominan hombres que son pigmeos al lado de aquel gigante?

Voy a concluir, Señores. Pero antes, en estas últimas y sinceras palabras, una cosa tengo que rogar al Congreso, con toda la intensión de mis convicciones y de mis sentimientos: que al votar ese mensaje no se figuren que van a decidir para el caso de fallecimiento de la Reina, sino que se representen a sí mismos en el lecho de la muerte, en la hora de la agonía, y declarando entre sus hijos en aquel momento supremo la herencia política que legan a la posteridad, el porvenir que legan a la Patria.




ArribaAbajoDiscurso en la discusión sobre aumentar la fuerza del ejército y los recursos para el material de guerra

Pronunciado en el Senado en la sesión del 11 de mayo de 1859


Señores: yo que me asusto siempre de tener que tomar la palabra en los Cuerpos colegisladores, me asusto, mucho más hoy de tener que contestar al Sr. Pacheco; aunque no fuera sino por haber de levantar la palabra más humilde del Senado, delante de la más alta y levantada de los oradores que contiene. Pero yo que me asusto de mis fuerzas y de la obligación que tengo de cumplir con un empeño que me confía la Comisión, no me asusto de estas discusiones, como algunas otras personas. Antes al contrario, estoy en este momento lleno de júbilo, y muy satisfecho de que se haya entablado el importante debate que tiene lugar en este Cuerpo, delante de la opinión pública, delante de la Nación y de toda la Europa, y de haber oído los grandes y luminosos discursos que se han pronunciado, así por el Sr. Marqués de Miraflores, como por el Sr. Pacheco, mi respetable amigo.

Una de las mayores ventajas que tiene el Gobierno representativo, consiste en estas conversaciones, en estas deliberaciones, en que los legisladores se comunican con el espíritu y con el pensamiento del país, mostrándole la razón de las leyes, la razón del Gobierno, y la razón del pensamiento de los hombres de Estado. Si los Cuerpos colegisladores fueran sólo para hacer leyes, tendrían una importancia muy secundaria. Las leyes, en lo general, tal vez vendrían mejor elaboradas por un Consejo de Estado; tal vez saldrían mejor redactadas por una Academia. -Pero otra es la razón de hablar aquí.

Los pueblos quieren, tienen derecho, y reportan utilidad de que los hombres de Estado les digan su pensamiento; y los hombres que representan a la Nación en estos Cuerpos, los hombres que están llamados por este sistema a influir en el Gobierno, y a venir algún día a resolver las cuestiones, tienen la obligación de decir al país cómo piensan sobre aquellas cuestiones que han de venir a resolver, o que han de venir a discutir en la atmósfera del Gobierno. -Los oradores eminentes, los hombres de Estado de primera línea, dicen al país verdades y doctrinas: aquellos que no estamos a esa altura, siempre cumplimos una obligación de respeto, diciendo, delante del país las razones que son la conciencia y la inteligencia de nuestro pensamiento. Ésta es la diferencia que hay entre los gobiernos populares y constitucionales, y los gobiernos despóticos: diferencia, Señores, que es igual a otra que nos muestra la naturaleza. El animal destituido de razón tiene un instinto ciego, absorbido por una fuerza bruta; el hombre tiene conciencia que le da cuenta de su pensamiento, inteligencia que dirige su voluntad, y fuerza que ha de obedecer a esta voluntad.

Lo importante de esta ley, no es tal vez la ley: lo importante es el debate. De la ley saldrá la fuerza; del debate saldrá la razón: de la ley se hablará poco; del debate se hablará mucho. Y de aquí es, Señores, que aun el debate, contraído al dictamen en cuestión, limitado al proyecto de ley, y sin la altura, que le dé el Senado, y la opinión que sobre él forme el país, sería bien poca cosa.

Los Señores que han pedido la palabra para impugnar el dictamen no lo han impugnado; no podían impugnarlo. El Gobierno ha pedido la fuerza que ha creído necesaria en la espectación de los conflictos que ahora se ven, que ahora se tocan. La Comisión ha accedido a la manifestación del Gobierno: él es el juez de sus medios, él es el responsable de la aplicación de esos recursos. La Comisión ha consultado, como siempre consultan las Comisiones, con el Gobierno. La Comisión ha dicho: «Si el Gobierno pide más, más estamos prontos a concederle;» en esto ha convenido con el Sr. Pacheco, que ha impugnado el dictamen. El Gobierno ha dicho: «No pido más,» y Comisión e impugnador han estado de acuerdo en que el indisputable patriotismo y la elevada inteligencia del Ministerio sabrán apreciar la oportunidad de la aplicación de esos recursos y del empleo de los medios que pide. En cuanto a nuestros deseos, están representados por una cifra que puede variar; mas ninguno dice cero; ninguno se expresa por un signo de negación.

Esto es en cuanto al voto de la Comisión. En cuanto al pensamiento ulterior, dirección que el Gobierno ha de dar a estos recursos, y sistema que ha de presidir a la conducta del mismo, tampoco ha querido la Comisión prejuzgar nada. El Gobierno -y en esta parte disiento de la opinión respetabilísima del Sr. Marqués de Miraflores- se ha encerrado en una prudente cautela, en una reserva digna de su elevada política. La Comisión en su dictamen ha hecho lo mismo, y al adoptar el preámbulo del dictamen del otro Cuerpo, ha reparado en que la palabra neutralidad decía por ahora; así es que ni el preámbulo del otro Cuerpo, ni el preámbulo del Senado, ligan al Gobierno ni siquiera a la neutralidad. Porque, Señores, si otra cosa fuera, -y así se lo he dicho a mis dignos compañeros de Comisión,- yo hubiera formado un voto particular, aunque no hubiese sido más que en el preámbulo; yo no hubiera contraído la inmensa responsabilidad, ni de ligar al Gobierno en una política invariable, ni de ligar mi propia consecuencia en la opinión que tengo hoy, o que pudiera tener mañana en vista de los sucesos que ocurran. Esta opinión que podemos formar acerca de los sucesos que el Gobierno prevé, que todos preven, que acaso vemos ya realizarse, debe quedar libre, y lo está en el proyecto, lo está en el dictamen de la Comisión, lo está en el debate, lo está en nuestras opiniones. Así que esta opinión, en virtud de la cual no he formado voto particular porque no era necesario, porque ella no era llamada a discutirse en la Comisión, esa opinión, cuando ya puedo hablar, cuando yo hablo en mi nombre, será absolutamente de mi propia cuenta, no de la Comisión.

Pero como los Señores que han impugnado el dictamen han salido -y en eso los aplaudo,- fuera del límite circunscrito, creo que el que en este momento dirije la palabra al Senado, el Senador que ha tenido la honra de representar a una de sus secciones en la Comisión, puede también emitir su voto, independiente de ésta, y manifestar su opinión particular.

Yo por mí diré que esos recursos que he votado al Gobierno (y en esto seré más explícito que el Sr. Pacheco) no se los he votado para la paz; otros podrán hacerse ilusiones; yo no tengo la fortuna de tenerlas. Yo, Señores, creo en la guerra; yo la veo venir. El Sr. Pacheco la ve venir para la Europa; yo la veo venir sobre toda Europa, y siendo sobre toda Europa, dicho está que también sobre España.

Líbreme Dios de que se crea ni un momento que, al anunciar que temo la guerra, parezca que la deseo. Por poco que haya leído, por poco que haya vivido, he vivido bastante, he leído demasiado para saber lo que es la guerra. La guerra, tremendo azote de Dios, puede ser una ley de la humanidad, puede ser tal vez una ley del mundo moral; pero también son leyes del mundo físico la muerte, las tormentas y los volcanes; también son leyes del mundo físico los terremotos, las inundaciones y todas las grandes catástrofes. La guerra no deja de ser una gran plaga; la guerra, como De Maistre lo ha dicho en términos muy duros, en su sistema, es una contribución de sangre que la humanidad paga de tiempo en tiempo, en premio, en rescate de su caída, en tributo de su degradación.

Yo, Señores, creo que ha llegado uno de esos tremendos plazos; creo que ha llegado uno de los tremendos equinoccios con que se desatan las tempestades políticas en el mundo moral, como los equinoccios desatan las tormentas en el mundo atmosférico. No importa que abjuremos de la guerra; no importa que aborrezcamos la guerra; no importa que hagamos todos propósito para detenerla. La guerra vendrá, como vino el cólera; la guerra nos la traerá; ¿quién? -la guerra. ¿Quién nos ha traído el cólera? -El cólera. La guerra vendrá como ha venido el vapor, como han venido los telégrafos, como ha venido la civilización; como viene lo bueno, como viene lo malo.

Se decía de ciertos inventos, que no los habíamos de tener; se creía que ciertos azotes no los habíamos de experimentar; se decía de ciertos adelantos que nosotros no habíamos de llegar a ellos; y, Señores, más o menos pronto, más o menos tarde, a ellos vamos; a ellos hemos llegado. La guerra se viene; a la guerra vamos.

Se ha hablado de neutralidad; ¿qué he de decir yo de esto, después de lo que ha dicho el Sr. Pacheco? Todo el mundo conocerá que al responder al Sr. Pacheco, la mayor parte de las veces tendré que ser un eco descolorido de sus palabras; no haré más que reflejarle; es natural, Señores. A cualquiera le sucedería lo propio; pero mucho más a mí, acostumbrado como estoy a tener tan íntima comunicación con las ideas y con los pensamientos del Sr. Pacheco, persona a quien puedo confesar que debo casi todo lo que sé. Por consiguiente, tengo que convenir con S. S. en algunas de sus apreciaciones.

Yo creo, como S. S., que la neutralidad es una gran fuerza, o que la neutralidad es la abdicación. No somos nosotros solos los que lo creemos: lo creyó Catalina de Rusia, cuando llamaba a la neutralidad armada nulidad armada. Y si Catalina de Rusia llamaba nulidad armada a la neutralidad armada, ¿qué diría de las neutralidades desarmadas?

Las naciones fuertes podrán ser neutrales; la Rusia, el Austria, la Prusia, la Alemania podrán ser neutrales, si la guerra no se generaliza, si la guerra no toma mayor incremento; pero de otra manera no podrán ser neutrales ni Rusia, ni Prusia, ni Inglaterra. La única nación que será neutral en Europa será la Turquía; no hablo ya de Marruecos, que está en otro hemisferio de civilización; hablo de la Turquía europea: esta será neutral. ¿Por qué? Porque, como lo sabemos todos, está en un lecho de agonía, está enferma, está agonizando. ¿Estamos nosotros así? ¿Se puede confesar ni siquiera indirectamente que estamos así? ¿Se puede decir, se puede creer que estamos en el hospital de inválidos? No, señores; el sentimiento del pueblo español protesta contra esa aseveración, contra ese concepto; nosotros podremos ser hoy una nación de cuartel (permítaseme esta expresión militar); pero no somos una nación dada de baja. (El Sr. Marqués de Miraflores pide la palabra para rectificar.)

Señores, después de lo que se ha dicho por el señor Marqués de Miraflores, después de las luminosas observaciones del Sr. Pacheco ¿qué podría yo decir de la guerra actual? En intereses extraños, en la guerra limitada al Austria y la Italia, y aunque se extienda a la Francia, soy incompetente. Es casi imposible hacer diagnósticos sobre lo que no hay obligación de conocer bien, cuando es muy difícil también hacer pronósticos aun sobre lo que bien se conoce.

Sólo una cosa creo, -y en esto me aparto del dictamen del Sr. Pacheco,- si bien me separo en una parte, y le doy la razón en otra. Una guerra parcial no ha de resolver la cuestión italiana; una sola Potencia, cualquiera que ella sea, por poderosa que sea, no dictará la paz. La cuestión italiana la tiene que arreglar la Europa, la tienen que arreglar todas las naciones europeas, porque todas ellas y ninguna sola, tienen la obliación y el poder de arreglar esa cuestión. Una sola es incompetente; una sola es ineficaz; y porque tengo esta opinión es por lo que difiero del Sr. Pacheco en que la diplomacia debía haber arreglado esa cuestión antes de la declaración de la guerra; y creo que lo ha podido hacer. Después de la guerra, le será más difícil, porque la cuestión italiana que estaba llamada a resolver la diplomacia, si la guerra dura, se habrá desnaturalizado, y no será esa cuestión la que la diplomacia resuelva. Sí, Señores; cada día que dure la guerra se desnaturalizará más ymás esa cuestión italiana, que ya se va desnaturalizando. En esto creo que sucede con la diplomacia europea algo de lo que nos ha dicho el Sr. Pacheco sucedía a España en los años 1808 y 1809: si la España era entonces una gran Nación que tuvo mal gobierno, la Europa es un gran país con una mala diplomacia. Las necesidades, las esperanzas, los derechos de los pueblos, concienzudamente hablando, no están representados en la diplomacia, no están representados en los documentos diplomáticos, en los pasos diplomáticos, ni en los procedimientos diplomáticos, que hasta ahora se han empleado para atajar la guerra y para venir a la solución de las cuestiones.

He dicho, Señores, que yo sobre la guerra no hablo, es decir, sobre la guerra misma, sobre la cuestión italiana. Y por muchas razones; no siendo la menor, la de que fatigaría al Senado, al paso que yo también lo estoy por la endeblez de mi salud. Pero a más de otras altas consideraciones que sellan mis labios, hay otra razón más poderosa todavía, y es que no soy dueño de mis simpatías, y las simpatías sino pueden más que mi conciencia, a lo menos pueden más que mi inteligencia: es en fin, que no soy imparcial tratándose de la Italia. La Italia, como el Sr. Pacheco nos ha dicho, ha excitado poco hace, y sigue excitando las simpatías más vivas de la Europa. Pero ha excitado las simpatías del corazón y de la inteligencia; mientras que entre la Italia y nosotros hay más estrechos lazos. La Italia es nuestra hermana en la vida del mundo; es nuestra hermana en Roma y en el Imperio; en la Roma de los Césares y en la Roma de San Pablo; en la república romana y en el Evangelio. La Italia es hermana nuestra en la literatura y en la ciencia que nos ha dado; en Aragón y Castilla que han reinado en Sicilia, en Nápoles y en Milán; y en Génova y en Florencia que han debido su libertad a nuestros Soberanos. La Italia es hermana nuestra desde Santo Tomás y los doctores de Bolonia que contribuyeron a la obra de Alfonso el Sabio, hasta Dante, Petrarca y Tasso que nos han comunicado su literatura: lo es en Carlos V, en Lepanto con Génova; en Pavía con Pescara; en San Quintín con Manuel Filiberto de Saboya; en Amberes con Alejandro Farnesio; en Breda con Espínola; en todos los campos de batalla del viejo mundo, desde las arenas de Argel hasta los muros de Burgos: por fin, es hermana nuestra en Colón y en Amérigo, con los cuales hemos descubierto aquella parte del mundo, y dado la mitad de la tierra a esas naciones... que ahora llaman a la Italia y a la España naciones pequeñas.

Respecto a mí, también como el Sr. Pacheco he estado en aquel país; y si bien desempeñando una misión honrosa, iba enfermo, débil, exánime, casi moribundo; allí encontré la salud, ratos de consuelo, hospitalidad, relaciones inolvidables; he respirado aire de vida en aquellos campos en que ahora arde la tea de la guerra, y he recibido atenciones de aquel generoso Soberano, de aquel animoso Príncipe que ha merecido el nombre de héroe de la Italia. Cada noticia que venga de los desastres de una batalla, me causará duelo en el corazón, me traerá la triste nueva de la pérdida de un amigo. Yo me había acostumbrado en aquel país a mirar como tiranos a los que dentro de poco no podré menos de mirar sino como verdugos. Permítame el Senado el arranque de simpatía hacia la Italia, que era un deber en mi posición, y que es una expresión sincera de mis sentimientos. Pero estas simpatías eran generales: la Europa las abrigaba, la Europa las tenía por la Italia desde 1820: desde que se constituyó una Bélgica en las orillas del Escalda, la tendencia europea fue que se buscara una solución igual para la cuestión de Italia, estableciendo una Bélgica italiana en los pantanos de la Brescia. Esa era la verdadera solución que debía dar la diplomacia.

La diplomacia tenía ese deber. ¿Porqué no le cumplió? Por una razón, Señores, muy ajena a los tratados, muy ajena de la razón del derecho público. Los tratados militaban lo mismo en favor del Rey de Holanda, que en favor del Emperador de Austria; sólo que el Rey de Holanda era señor de millón y medio de habitantes, mientras que el Emperador de Austria lo era de treinta y seis millones. La razón del respeto de los tratados de 1815, -contra los cuales he oído con gusto protestar a personas tan dignas como el Sr. Marqués de Miraflores y el señor Pacheco,- es la fuerza de los que los hicieron; y lo es tanto más tratándose del Austria, cuanto que a esta Potencia se le dio por esos tratados lo que no tenía derecho a esperar, lo que no había conquistado. El Austria había poseído el Milanesado, había poseído algunas veces el Monferrato, había poseído un millón de habitantes a lo más; y por los tratados de 1815, se la dio la soberanía de seis millones de habitantes en la mejor tierra del globo, sin haber tirado un solo cañonazo para ganarla. Los que había tirado en las campañas de Napoleón, habían sido para defender su casa y su dinastía, como lo hicimos nosotros; sólo que nosotros no habíamos dado a Napoleón una mujer, como se la había dado el Emperador de Austria.

Estos tratados, a los ojos de las mismas Potencias que los firmaron, fueron una iniquidad: estos tratados han sido siempre un puñal, una cadena en mano de los poderes; nunca han sido, en manos de los débiles, un escudo contra el puñal de los aleves, ni contra la espada de los fuertes.

Yo comprendo, Señores, que en 1815 la Italia fuese despreciada, porque fue tenida en poco. Lo comprendo, aunque no lo apruebe. Muchas cosas hay que me explico sin que por ello les dé mi aprobación. La Italia no había estado al lado de las Potencias en la guerra contra Napoleón, porque no pudo estarlo. -¿Por qué?- Porque si Napoleón era francés adoptivo, había nacido en Córcega un año después de su agregación a la Francia; y Napoleón, por lo tanto, no dejaba de ser a los ojos de Italia un italiano que había ido a conquistar un trono en Francia. Por consiguiente, la Italia siempre fue con los ejércitos de Napoleón. Teodorico y Carlo-Magno estaban vengados. Bajo ese punto de vista, bajo ese pretexto se repartieron los despojos, se partieron la túnica.

Pero tal como están esos tratados -y vuelvo a la cuestión de que me he apartado un momento, bastante para cansar la atención del Senado,- no pueden ser modificados por una sola Potencia. Han de concurrir todas; si interviene una sola en los asuntos de Italia, la cuestión italiana no se resolverá, variará sólo de aspecto. Italia cambiará de dueño; será una evolución de su eterna historia, de su historia antigua, no será un principio de su historia nueva. Italia seguirá siempre en esta marcha que la trazan dos versos de dos de sus poetas, Dante y Filicaia. El uno dice:


«Libertà va cercando, ch'è si cara;»

Y responde el otro:


«Per servir sempre, o vincitrice, o vinta.»

Vuelvo a repetirlo. Si la cuestión no la resuelve la diplomacia europea, la guerra durará mucho: la cuestión se desnaturalizará, y no será la guerra de las simpatías de Italia; será la guerra de Turquía, será la guerra de Crimea. A Turquía no fueron los cristianos por combatir el Corán y defender el cristianismo; fueron por otra cosa. Así irán a Italia. A Austria no le faltarán amigos, como ha dicho muy sabiamente el Sr. Pacheco; y Señores, si una sola Sebastopol ha bastado para dar muerte, aun venciendo, a un ejército tan numeroso y brillante como el que se llevó a las playas de Crimea, sépase que entre el Tessino y el Adriático hay cuarenta Sebastopoles, delante de los que podrán morir la mayor parte de los ejércitos de Europa antes de alcanzar la paz. Si la diplomacia no interviene, y Dios no alumbra la mente de los Príncipes, es que Dios quiere regenerar con sangre una sociedad que no está muy bien quista con él.

Señores, no me atrevo a extenderme; ni las fuerzas propias ni las de los que me escuchan con tanta benevolencia, me lo permiten. No soy de aquellos que tienen el raro talento de saber decir mucho en pocas palabras; yo necesito mucho tiempo para poder decir pocas cosas. Mucho pudiera decir sobre esto: pero no es esta la ocasión. Sólo convendré con el Sr. Pacheco, y no le impugnaré en ello, en que yo, al dar mi voto al Gobierno para los recursos de la guerra, y al decir que temo la guerra, no se los voto en el mismo sentido que S. S. se los votó, para la paz.

Si viene el año 8, tengamos el año de 8; pero no tengamos la ignominia de los tratados de 1815, en cuyo anatema, repito que he visto con tanto gusto precederme al Sr. Marqués de Miraflores y al Sr. Pacheco. Bien es que la Europa sepa que si los tratados de 1815 tienen para nosotros el respeto de la legalidad, no tienen la estimación ni la santidad de la justicia. Es menester que protestemos un día y otro día contra aquella especie de orgía diplomática, en que entre contradanza y contradanza se señalaban los límites de una nación, en que un brindis decidía de la suerte de una ciudad, y en que provincias enteras eran pago o trato de un galanteo...

Es menester que protestemos contra las injusticias que se nos hicieron entonces, porque nosotros, que habíamos sabido enviar a los campos de batalla hombres que supieron morir, no enviamos a Viena un hombre que supiera bailar.

Es menester que si viene otro año 15 seamos fuertes, como debemos serlo; porque si yo no quiero para mi Patria el papel de D. Quijote, tampoco quiero el papel de Sancho Panza. No hay ahora un Carlos V, un Felipe II, ni una Isabel la Católica, por desgracia es verdad; pero tampoco hay ambiciones femeniles, ni ambiciones de familia; tampoco tenemos que arrastrar nuestro desaliento bajo un Enrique IV, un Carlos II, un Carlos IV; y ya que no tomemos Toscanas por Lorenas, bien será que a lo menos procuremos encontrar Nápoles por Saboyas.

Algunos creen que estamos muy decaídos, y sobre ciertos ánimos ha caído un apocamiento de espíritu que no es fácil explicar. Yo recuerdo todas nuestras épocas de apocamiento; pero he visto siempre venir detrás de ellas otras épocas de grande expansión y de grandes glorias para España. A los calamitosos tiempos de Enrique IV, sucedieron los gloriosos de Isabel la Católica. No pasaron trece años desde los de la lamentable época del reinado de Carlos II, y se hacen ya armamentos formidables por el cardenal Alberoni en tiempo de Felipe V; y casi en nuestros días a los desórdenes de la época de Godoy, responde la Nación con la grande y magnífica epopeya de la guerra de la Independencia.

El Sr. Pacheco ha dicho: «Es que el mal estaba en el Gobierno, y la grandeza en la Nación...» Pero ahora, Señores, debe haber grandeza en la Nación y en el Gobierno. Ahora hay deliberaciones públicas; ahora tenemos la vida de la publicidad, de la libertad; ahora todo lo que está en el pueblo está en el Gobierno; y ahora tenemos la fortuna de que lo que está en el pueblo y en el Gobierno, está en el Trono, que es su más alta representación.

¿Qué nos falta para ser grandes? La ocasión; pues acechémosla, asaltémosla, aprovechémosla.