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Obras de Gustavo Adolfo Bécquer

Gustavo Adolfo Bécquer




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Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años que voló a su Creador el espíritu inmortal de Gustavo Adolfo Bécquer.

La primera edición, que editó la caridad, agotose hace un año y el que murió oscuro y pobre es ya gloria de su patria y admiración de otros países, pues apenas hay lengua culta donde no se hayan traducido sus poesías o su prosa.

No es mi propósito hacer nueva enumeración de las desgracias y méritos del escritor. Las primeras se compensan con su gloria; los segundos son ya del dominio frío y severo de la crítica.

Sólo una cosa advertiremos siempre a los lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó escribiolo con intención de que formase un libro; y, como dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones, sus alegatos de merecimiento ante la posteridad, bajaron con él al sepulcro. Calcúlese ahora, por la popularidad y el respeto que su memoria ha alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia, a qué altura se hubiera elevado, si la miseria, aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado cerebro.

Dos palabras más sobre Gustavo.

Hay quienes han querido censurarle por su novedad.

Hay muchos que han intentado imitarle.

Ni unos ni otros le han comprendido bien.

Las Rimas de Bécquer no son la total expresión de un poeta, sino lo que de un poeta se conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y estilo de sus composiciones no tienen más forma que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas, y éste es su principal mérito.

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínsica, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener únicamente con esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.

No menos digno de llamar la atención es que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada que directamente excite el interés o las pasiones colectivas de sus contemporáneos.

Como en las de los grandes maestros, en su paleta no figuran más colores que los primordiales del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación y del sentimiento; universales, sencillos y espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones políticas o de problemas sociales y religiosos.

Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero sin acomodamiento de época ni dudas, indignaciones o esperanzas de impíos o fanáticos.

No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno, y, como esos astros ingentes que parecen chicos porque desde abajo se les mira en un planeta menor, jamás podrá alternar entre el agitado vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo de la tierra, o envueltos por la atmósfera de una época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.

Esto a los que no han sabido censurarle, lo cual no prueba que le creamos exento de censura.

A los que le imitan, por más que esto honre al poeta tenemos que decir algunas palabras que expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en nuestra conciencia.

No creemos en el progreso indefinido de una escuela. Si la historia del arte no lo probara definitivamente con la muerte irreemplazable de sus grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen sentido.

De ningún modo aconsejamos que se dejen de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos con fe e imitándolos con trabajo en secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de esto a encastillarse en la forma del que primero fue original en ella, hay un gran abismo.

Si alguien es difícil y comprendido para imitado en poesía, es Bécquer.

Como galanura de forma, pureza de dicción y corrección de estilo hay muchos que le aventajen, y éstos son los que deben de imitarse siempre.

Pero lo imposible de imitar en Bécquer es su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.

En ser Bécquer o no serlo está todo el quid de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal propósito encerrándose en su forma y contando el número de sus versos, es no haber realizado nada, si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas prácticas y reales que en sus composiciones existe.

Repárese bien que ni al principiar Bécquer una composición ni al terminarla en crescendo, deja de pensar o de sentir algo de general y profundo. De cada cuatro versos suyos puede hacerse una larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la idea o del sentimiento en menos palabras, es casi imposible. La idea, pues, sin más adorno que el necesario, como él decía, para poderse presentar decente en el mundo, tiene una importancia real y sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos como los suyos, sin hallarse provisto de algo importante, práctico y hondo en el terreno del sentir o del pensar, es querer construir perdurable estatua solamente con la gasa que la envuelve, y lo que consigue entonces quien imita, es quedar indefenso ante el público, resultando valadí, vulgar, pretencioso o vano en el mismo metro y con las mismas líneas que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible, es decir, la nada, porque nada había brotado del cerebro del imitante.

De esto resulta una serie de vulgaridades concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, o una porción de nebulosidades y misterios, capaces de tener pensando todo un siglo a quien trate de descifrar el enigma.

En una palabra, y aunque se ha repetido mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.

Los imitadores olvidan el ser o no ser del trágico eminente, y al hacerlo caen en ese abismo sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!

Nos hemos extendido más de lo que queríamos, pero sentíamos comezón de libertar la memoria de nuestro pobre amigo del ataque de los que no le han comprendido y de complicidad con algunos de sus imitadores.

Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar en nombre del arte, del público, que lo pedía con ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato del autor, no acabado de expirar, como figura en la edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal como se agitó en el mundo.

Va aumentada esta edición con otros trabajos de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a su justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y otros artículos eminentemente literarios, como el prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr. Ferrán.

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA




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Prólogo de la primera edición


Confieso que he echado sobre mis hombros una tarea superior a mis fuerzas. En vano he retardado el momento. La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso una admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene todo lo que precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad y que el genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma y única recompensa que él puede dar al generoso desprendimiento de sus contemporáneos y amigos! ¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el juicio de las obras del malogrado escritor, un testimonio de justicia hacia esta generación entre la cual me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta la muerte de los infectos campos de batalla y da su oro para el libro de un poeta!

Majestades de la tierra, artistas, ingenieros, empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de las aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista que ante mí tengo, habéis depositado, desde la cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo modesto, recibid por mi conducto un voto de gracias, a que hacen coro los temblorosos labios de hijos sin padres y de madres sin esposos; pues no sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer, sino que al borde de su tumba habéis allegado el pan cotidiano que libertará de la miseria a seres desvalidos.

Los encargados de llevar a cabo tal empresa, hubieran tenido un gran placer en poner al frente de la edición los nombres de los que a ella han contribuido; pero la caridad acreciolos tanto, que su inserción hubiera aumentado el gasto notablemente. El distinguido pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa, actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en unión con los demás amigos que han llevado a término esta obra, las cantidades recibidas y las que se han invertido, para justa satisfacción de todos. No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer, que no se ha dado punto de reposo en el asiduo trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr. Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal amigo. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho para perpetuar la memoria del que se llamó en el mundo Gustavo Adolfo Bécquer.

Hablemos de él.

Toda mi vida de poeta, todos los delirios, esperanzas, propósitos y realidades de mi juventud han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al extender la muerte su fría mano sobre aquella cabeza juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo de magníficas creaciones, de gigantescos planes, cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este libro. Todo su afán era conseguir un año de descanso en la continuada carrera de sus desgracias. Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni su propia materia la vigorosa energía de la salud. Cada escrito suyo representa o una necesidad material o el pago de una receta. Las estrecheces del vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo de hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir, sospechó que a la tumba bajaría con él y como él, inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones y fantasías, y entonces se propuso reunirlo en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo pudo escribir la introducción con que van encabezados sus escritos, las rimas y el fragmento titulado La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no común saber en las artes plásticas.

Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero de 1836, siendo su padre el célebre pintor e inspirado intérprete de las costumbres sevillanas. A los cinco años de edad quedó huérfano de éste, empezando sus estudios de primeras letras en el colegio de San Antonio Abad, donde permaneció hasta los nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo para estudiar la carrera de náutica. A los nueve años y medio viose huérfano de madre, y a los diez salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal edad encargose de Gustavo su madrina de bautismo, persona regularmente acomodada, sin hijos ni parientes, por cuya razón le hubiera dejado sus bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a Madrid a los diez y siete años y medio, con el objeto de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo de las letras se hubiera nunca conquistado en España ambas cosas! Quería su madrina hacer de él un honrado comerciante; pero aquel niño, que había aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir, cuya desmedida afición a la lectura le hacía encontrar horizontes más anchos que el de la teneduría de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo con la independencia de su carácter, y a venir a Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos que lo necesario para el viaje. Corría el año 56, y entonces llegué también a buscar lo mismo que Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré en el terreno de las letras. Mi carácter alegre y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería enumerar las peripecias de la suya, monótona en desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible enfermedad, y para atender a ella y rebuscando entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos rojas, tradición india, que se publicó en La Crónica, siendo reproducida, con la singularidad de creerse que el título de tradición era una errata de imprenta; pues todos los que la insertaron en España o copiaron en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de traducción india. ¡Tan concienzudamente había sido hecho el trabajo!

Compadecido un amigo de sus escaseces, buscole un empleo modesto, y juntos entramos a servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales, con tres mil reales de sueldo y con la categoría de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle, porque la cesantía de Gustavo en aquel destino forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y distraído.

Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y el Director quiso por sí mismo averiguar la idoneidad y el número de los empleados, visitando para ello todos los departamentos.

Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba, o bien leía alguna escena de Shakespeare, o bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en que el Director entró en su negociado, hallábase él entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos eran admirables, ya se habían hecho casos de atención para todos, que se disputaban el poseerlos, aguardando a que los concluyera, mientras seguían con la vista aquella mano segura y firme, que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y después de observar atentamente aquel tan raro expediente en una oficina de Bienes Nacionales, preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:

-Y ¿qué es eso?

Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos, respondió:

-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando su corona! Este tío es un sepulturero... Más allá...

En esto observó Gustavo que todo el mundo se había puesto de pie y que el silencio era general. Volvió lentamente el rostro, y...

-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó el Director.

Efectivamente Gustavo fue declarado cesante en el mismo día.

Excuso decir que él se puso muy alegre; pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia que le inspiraba el destino, lo aceptó por no hacer un desaire al amigo que se lo había proporcionado.

Habíase propuesto Gustavo no mezclarse en política y vivir sólo de sus artículos literarios, cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución y lo raro de la demanda; así es que tuvo que alternar los escritos con otros trabajos. De este género son las pinturas al fresco que deben de existir en el palacio de los señores maqueses de Remisa, cosa que ignorará el propietario, pues encargó la obra a un pintor de adorno, que, no sabiendo pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.

Fundose después El Contemporáneo, y al brindarme con una plaza en su redacción el fundador y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que también entrase a formar parte de ella el autor de este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus leyendas y las Cartas desde mi celda, que causaron admiración grande en los círculos literarios de España.

Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista, amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios de colores, vivía a sus anchas en el campo de la tradición; y encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la Edad Media, sus ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar con predilección marcada todo lo aristocrático e histórico, sin que por esto se negara su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la época en que vivía. Indolente, además, para las cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía más amigos y en que más le hablaban de cuadros, de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles. Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y más doradas las cintas de su ataúd. No estando destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar el terror de nadie, ni apto su carácter noble para la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones que sustituyen con ventaja y provecho propio a la acometividad y energía. Gustavo no podía hacer gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos, exhibiciones y favoritismos de los que, salvando rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los afortunados en política, con relación a los bienes materiales; y hecho fiscal de novelas, desempeñó su destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan luego como cayó del poder la persona que había firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D. Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador sincero y leal del mérito de Gustavo.

El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya en Sevilla por sus producciones pictóricas, vino a reunirse y a vivir con él, como en los años de su niñez trabajosa. Después de graves disgustos domésticos que ambos experimentaron, cesante el poeta, el pintor sin la pensión, que devolvía en magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de Fomento, la muerte comenzó a prepararles un recibimiento tan ingrato y oscuro como el que tuvieron en los primeros pasos de su vida. Volvieron los ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o escribía artículos originales, como el de Las hojas secas, contentos con vivir juntos llevar pan a sus tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros, para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus grandiosas concepciones, para verlas realizadas cuando la perentoria necesidad del día no fuese precipitado final de sus ensueños.

Una de las formas que más complacen a la Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles disfraces, es la de la Felicidad. Como el tigre con su presa, parece jugar con sus víctimas; y cuando el golpear de sus fatales hábitos ha embotado las sensaciones, semeja abandonar a los que atormenta, y siempre acechando, deja que se olviden de ella, permite que el bienestar se introduzca temeroso aún en su morada, que los sueños color de rosa acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal, objeto de sus odios, creese libre de sus ultrajes, tiende de pronto su garra certera y pone fin con un tormento inesperado e irremediable a todas las agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos que ya empezaban a regocijarse con su huida.

Esto aconteció en la morada de los hermanos Bécquer. Cuando ya habían conseguido unificando esfuerzos, organizar modesta manera de vivir; cuando un porvenir artístico e independiente les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en aquella casa de sosiego del precavido y no la precipitación del destajista; cuando ya se podía retratar a un amigo por obsequio y escribir una oda por entusiasmo, la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma de sus amigos y contaminó con su frío el corazón de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe, cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la seca verdad del no ser.

Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto había de destruirse la débil materia que, a duras penas la había contenido. El 23 de Septiembre del año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de Diciembre del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.

¡Extraña enfermedad y extraña manera de morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis, tornándose a juicio de otros en pericarditis; y entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme y con su ingénita bondad, seguía prestándose a todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos y muriéndose poco a poco.

Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando claramente sus labios trémulos las palabras ¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma buena y pura, dotada de tan no comunes facultades artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado trato las mayores capacidades literarias de mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he visto dotada a un tiempo de tantas condiciones creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.

Aunque, como se verá después en el rápido examen que de sus obras haga, deja impreso en ellas lo bastante el carácter del genio para que se le señale un puesto entre nuestros escritores y poetas, los que le conocíamos admirábamos a Gustavo, más por lo que esperábamos de él que por lo que había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento previo de las facultades intelectuales, y entre la algazara de redacciones de periódicos o bajo el influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve la luz pública tal cual lo hemos hallado, no pensaba él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente, porque lo había escrito deprisa y como para que no se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían malos.

En cada punto de España que había visitado durante su vida artística, había levantado su fantasía poderosa, unida a su nada común saber, un mundo de tradiciones y de historia, sólo con ver brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo apenas una inscripción borrosa en oscuro rincón de arruinada abadía. Esto explica su estancia en el monasterio de Veruela, sus correrías por las provincias de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo, donde vivió un año, y en donde estuvo tres días veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado de su inspiración; y la primera vez que con su hermano fue a visitarle, ocurrioles un suceso por demás extraño.

Una magnífica noche de luna decidieron ambos artistas contemplar su querida ciudad, bañada por la fantástica luz del tibio astro. Armado el pintor de lápices y el poeta-arquitecto de recuerdos, abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado muro entregáronse horas enteras a su charla artística, que puede el lector apreciar cuán interesante e instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y La historia de San Juan de los Reyes, hecha por Gustavo en la magnífica obra que con el título de Historia de los Templos de España, comenzó a publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su dirección y propiedad; obra grandiosa, imaginada por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y más a propósito para hacer la crónica filosófica, artística y política de nuestra patria.

Hallábanse departiendo los hermanos, cuando acercose una pareja de Guardias civiles, que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides, de pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más sospechosos y enrevesados, unido a disertaciones sobre el género plateresco de Berruguete y Juan Gúas, sobre el artificio de Juanelo, etc., y examinando el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas luengas, sus exaltados modales, lo entrado de la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo, sobre todo, a esa axiomática seguridad que tiene la policía de España para engañarse, dieron airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones, fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos a la dudosa y horripilante luz de un calabozo de la cárcel de Toledo. También el gobernador debía aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes honrados continuaban en su mazmorra.

Supimos todo esto en la redacción de El Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria de Gustavo; toda llena de dibujos representando los detalles de la pasión y muerte probable de ambos justos. La redacción en masa escribió a los equivocados carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y salvos los presos parodiando ante nosotros con palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas estripitosas y sorprendentes facilidades para todo lo que era expresión de cualquier arte, hubiera podido predecir estéril e inoportuna muerte?

Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre sus costumbres y carácter antes de hablar del escritor, porque esto que llamaré prólogo va haciéndose pesado, aunque los lectores buenos me lo dispensarán. Paréceme al escribirlo que estoy hablando con algo suyo; que al estampar cada frase en su alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a cada error de estilo o grosería de lenguaje míos, sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa me riñe, como otras veces, por mis innumerables descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.

Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a quienes en la vida he oído hablar mal de nadie. El uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos Álvarez. Si a alguien se satirizaba injustamente, él lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica era justa, un aluvión de lenitivos, un apurado golpe de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce cubría con un manto de espontánea caridad al destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo alguna misión las hacía de encargo, a cada línea protestaba de lo que censurando iba, y era de ver su apuro, colocado entre el sacerdocio de la verdad y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón. Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo hallará en él lo que escribió sin remordimientos de su bondad.

La fecundidad e inventiva de Gustavo eran prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó a la importancia de sus escritos. Su manera de concebir no era embrionaria, sino clara, metódica y precisa, tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo; pero encariñado con ellas y no queriéndolas escribir con la precipitación del oficio, sino con el reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera conseguirlo.

A fin de poseer el sustento, escribió mucho y en géneros diferentes, como zarzuelas, traducciones, artículos políticos y de crítica, un tomo sobre Los Templos de España, y tenía meditadas y bosquejadas, a la manera que antes he dicho, multitud de obras, cuyos títulos sólo revelan facultades extraordinarias.

Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara el más pequeño detalle, las obras siguientes: El cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor, drama. -El duelo, comedia. -El ridículo, drama. -Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.

Entre las novelas encuentro en sus apuntes los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El último valiente y El último cantador, de costumbres andaluzas. -Herrera. -Crepúsculos. -La conquista de Sevilla.

En fantasías y caprichos, los que siguen: El rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida de los muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio de la América. -La amante del sol, estudio griego. -La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de las regiones polares.

Tenía perfectamente ideadas las siguientes leyendas toledanas: El Cristo de la Vega, pintando un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. -El hombre de palo, estudio sobre Juanelo. -La casa de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La salve. -Los ángeles músicos. -La locura del genio, estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia, estudio sobre el Condestable de Borbón.

Lo primero que pensaba escribir a conciencia, según decía, era un poema en cuatro cantos, titulado Las estaciones.

Además tenía proyectadas y hasta versos hechos, de las siguientes poesías, que cada una había de formar un libro, a saber: La oración de los reyes. -Los mártires del genio, poemas sobre los dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra artística y poética; meditaciones sobre las sepulturas célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento de las Américas; y otros títulos y otros planes que la muerte ha encerrado con él en la tumba y cuya historia se haya escrita brevemente en el magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser reales, causaban en aquel cerebro tan potente y seguro.

Todas las obras que contienen estos tomos han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en dibujar con la pluma lo que había de describir o ser objeto de su inspiración; y era de ver los primores de sus cuartillas, festoneadas de torreones ruinosos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes, esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la carta que salía de su mano sin ir llena de copias de lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que narraba.

Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos, quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo cuando era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un momento de alegría. Cuando refería contrarios sucesos de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando alegre y simpáticamente la desgracia. Así es que cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente. La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso, y era que en aquella naturaleza artística, hasta el grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y semejante a los gladiadores antiguos que dejaban caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva y franca para ser perfecta.

Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del escritor y del poeta.

Llegado a este punto, preciso es que abandone el alto criterio que las deslumbradoras facultades de Gustavo y la especialidad de su trato habían engendrado en mis juicios, para examinar el conjunto de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no ser aquellas en que yo fundaba mi segura confianza, forman, sin embargo, un conjunto que basta a dar idea fija de su importancia en el terreno de nuestra literatura.

Sin entrar todavía en el campo de las relaciones, basta abrir esta obra por cualquiera de sus páginas para sentir en el mismo instante el ánimo agradablemente sorprendido, encontrándole fuera de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan por romper, domeñando, sobre todo en España, la dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna literaria se había mecido en la patria de Herrera, Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis para su crítica la forma y la idea, dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando, obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos hay lo que podría llamarse realismo ideal, único realismo posible en artes, si no han de ser mera imitación de la naturaleza o anacronismo literario y han de llevar el sello de algo, creado por el artista. Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores alemanes, a quienes no había leído hasta hace muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones están pensadas y escritas con la razón y la imaginación, que son en aquéllos inseparables y como dos buenas hermanas entre las que no hay secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable, producto del largo uso de la libertad de conciencia. Vese en Gustavo dominar siempre la idea a la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima y oculte en apariencia a aquélla primorosamente; pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento que atisba y oye repetirse dentro de su ser en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer siempre dentro del arte, o sease de lo bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime que casi todos fantaseamos aunque necesitemos las más de las veces que alguien, el genio, nos lo enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo. Como todos los autores de estima, es Gustavo revolucionario, es decir, innovador y creador, amante de la verdad. En sus escritos tiende más a conmover que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él y a aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos que duermen en el fondo del alma es dar a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido no hay belleza), a cuyo término está la única moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se desprende de todas las sensaciones que han agitado una vida. Todo hombre que siente, esto es, que puede conmoverse profundamente, está en vías de perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la Oda del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.

Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como los pocos que en las letras se distinguen por su originalidad y verdadero mérito, antes que escritor es artista, y por eso siente lo que dice mucho más de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los demás. Es revolucionario, como los alemanes, pero no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean, no se pueden traspasar impunemente, aunque sí ensancharlos, siempre que la imaginación y la razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse un ápice una de otra. He aquí por qué se parece a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y con las baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásticas que sean, por muy imaginarias que parezcan, entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea tan real, que en medio de su forma y contextura extraordinarias, aparece espontáneamente un hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad alguna, a poco que se analicen la situación de los personajes, el tiempo en que se agitan o las circunstancias que les rodean. No son una idea filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere decir esto o lo otro; no: contienen una realidad que, para grabarse más profundamente en el corazón, hiere primero la fantasía con deslumbradoras apariencias, y, disipadas éstas, queda espontánea, fuerte y erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía, y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en sus magníficas Cartas, modelos de buen decir, verdaderas obras maestras de fecundia y de lenguaje. El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué son sino cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un hombre hace brillar una idea para todos real y visible? Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago ¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que inspira el amor de los amores, el amor que todo corazón noble desea y siente, amor interno, duradero, que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa aquel Miserere magnífico de las montañas, que va a escuchar un músico extraño, y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel viejo Órgano de Maese Pérez, que nadie puede hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no ser su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas, ese arte de las serviles imitaciones, en que no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y Velázquez a los que así se llamaron en la tierra, a menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar del cielo el ánima que le entregaron con el último estertor de la agonía?

Y si, teniendo presente que se publican sus obras después de muerto el autor y sin la menor enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el profundo conocimiento de épocas lejanas y de costumbres ya idas, no podremos menos de admirar consorcio tan sorprendente entre la espontaneidad y el estudio, entre lo fantástico y lo real.

Otra de las particularidades de Gustavo, la más esencial a mi juicio, la que más claramente revela su genio noble y elevado, es que personalmente siente y manifiesta sus particulares sensaciones, resultando, y así debe de ser, que aquéllas son comprensibles para todos, porque las experimenta ni más ni menos que como cualquier otro, si bien revela la manera de percibirlas bajo una forma poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños, son espontáneos, e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí todo corazón, por insensible que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías con más fuerza que en sus otros escritos. No finge nunca, dándole proporciones estéticas que al pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada; atento siempre a la verdad dentro del arte, habla según siente, y teniendo el don de sentir lo que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos los corazones, que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos y decir cuanto les conmueve, impresión que cada cual creía exclusivamente suya.

¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se ha verificado dentro de una excepción del sentimiento humano?

No creo tanto en la influencia de las razas como en la de las religiones, que, generando las costumbres, preparan una política, una literatura, un arte general dados, los cuales llegan a ser medios en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.

Asombra contemplar lo que pudo ser la nación española inmediatamente después de la conquista de Granada y al advenimiento de Carlos V. Era tanto el empuje de la anterior civilización, nacida entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio, que puede afirmarse la imposibilidad de encontrar, en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo que hubiese adelantado más terreno en ciencias y en artes.

Aparece primero la poesía anónima y heroica; inmediatamente la mística y didáctica, de Berceo y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana, abandonando su hermosa cuna del Lacio, declárase libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida por la literatura provenzal y arábiga. El pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría derechos y municipios, creó una forma exclusivamente suya, cantando la gloria de sus héroes, la religión que le animaba y el amor que le enardecía, en un metro que no tiene semejante en otro idioma.

El príncipe Juan Manuel burlábase de las pretensiones de los frailes y de la alquimia de su tío Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar, ya por Epicuro, ya por Cristo; la Danza de la Muerte rivalizaba con todas las composiciones de su género en tétrica fantasía, y Pedro López de Ayala llevaba a la poesía la política.

El arte subjetivo, aunque materialista, de la literatura árabe, encontraba eco en Jorge Manrique; los libros de caballerías no agotaban riquísimas imaginaciones, y las crónicas y los crepúsculos del teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio humano en todas sus manifestaciones, con un carácter eminentemente nacional, recibían, entre la tolerancia de cultos y las libertades de los pueblos, el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de todo lo útil.

La poesía subjetiva no había brotado aún, porque no era tiempo, pues ocupados los poetas en ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados fieles en guerras contra agarenos, y en reconquistar para la religión y la patria antiguas el terreno arrebatado, no habían abandonado todavía el campo de batalla, la plática en la asediada tienda de combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior, que les embargaba, con la contemplación de sí mismos, al contacto de una sociedad tranquila y adecuada a la reflexión y al examen.

Llegó por fin el momento de reposo; y como si la Providencia, que vela por el equilibrio de las leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral acumulada desnivelase el mundo, abrió las playas apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa energía de los españoles, y sentó en su trono un rey, emperador de lejanos países, precediéndole en el gobierno un monje de carácter tan elevado y firme, como hábil y fanático.

Al mismo tiempo que las Américas se descubrían, la Inquisición, oponiéndose a la reforma y consiguiendo brillantemente alejarla de España, comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y sin su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el alma humana.

Sintiose el hombre posesor de un espíritu peligroso, y apartando la vista de este enemigo interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles llamas del Santo Oficio, suprimió su personalidad en todas las concepciones de su inteligencia, y semejante a tímidas aves que vuelan rastreando o se pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio a que se remontó sereno el espíritu, sin que por ello lograra escapar a persecuciones inesperadas:

Todos los escritores y poetas subjetivos castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León, San Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada, a pesar de haber sido después canonizados, tuvieron que humillar sus puras frentes y anublar sus radiantes inteligencias ante las negras sotanas de los inquisidores.

Si esto pasaba a los que eran poeta-santos, ¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple poeta terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de la Inquisición o al anatema de los conventos?

Derruida, por otra parte, la estructura nacional política en los campos de Villalar, la forma tradicional poética y artística perturbose también con influencias extrañas; pero era tal el empuje recibido y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio, que no bastaron a destruirle tan instantáneos y rápidos contratiempos.

Desapareció el análisis de la verdad, es cierto, en todo el territorio de España; pero no la fantasía ni la riquísima vena de los españoles.

Perseguido el pensamiento, no murió entre las manos que le apretaban, sino que, amoldándose, como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de la materia que le oprimía, se escapaba ufano por todas las aberturas.

El poeta que amaba hacía responsables de sus delirios a pastores y héroes de la Mitología, y los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres de la tierra encontraron hombres sin existencia real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de nuestro inmortal teatro, donde parece que sus grandes genios se vengaron de la tiranía social que les oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo, que no es más que la libertad de pensamiento en artes.

Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente subjetiva, desarrollábase dentro de los estrechos límites de la forma, acortando su vuelo a medida que se perfeccionaba, y manteniendo su existencia, bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a las veces triunfos compatibles con la religión y la patria.

Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana, abre su alma a la verdad, y en aquella magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares, ya anonadando cortesanos aduladores, ya vertiendo lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando las flores hermosas, tan puras como su alma, que se transparenta siempre a través de sus poesías.

Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu, y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera. Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros, los idiomas afines al castellano, todo se había agotado. No había más remedio que lanzarse en el terreno de la idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho en el campo de las formas.

Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando por la tradición del cielo de la libertad y queriendo progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo el estilo culterano.

La Inquisición mató la espontaneidad y el análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de obligados pensamientos.

Quedó únicamente la sátira, revoloteando ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre la frente del profundo Quevedo, a quien no valió su astucia para pensar libremente en una mazmorra.

Imperó la teocracia, y un idiota fue su última víctima y su ejemplar producto. No llegó a España la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de Luis XIV, el principio de autoridad literario, y Moratín reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado por la escuela sevillana.

Tras la revolución francesa operose la revolución del mundo, y Quintana levantó su poderoso astro entre himnos a la libertad y severas justicias de los tiranos. Con la invasión volvió España a pelear para verse independiente, y una vez triunfante, no quiso volver a dormir el narcótico sueño de tres siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse, y la poesía lírica, tan perfecta en la forma como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto hombres libres.

Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y del alma humana, y con él esa poesía subjetiva, producto de la libertad del pensamiento, toma carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado apegados aún a la admiración de tiempos que pasaron, hasta el punto de que hombres casi demagogos son perfectos reaccionarios en cuanto hablan en verso.

No quiero por esto decir que la poesía lírica ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por este camino! Pero cuando lo sea, debe representar su tiempo, como las obras que forman el glorioso catálogo de nuestro Parnaso.

Creo haber probado lo bastante que, lejos de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación de extranjeros líricos, es resultado natural de la moderna civilización, por lo cual comienza hoy a nacer en España, más atrasada en todo que otros países.

A consecuencia de lo apuntado, y volviendo a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré que, aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a quien puede creerse ha imitado Gustavo, esto no es cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.

Heine, más independiente, es, sin embargo, menos artista que Gustavo, y el deseo de ser original lo arrastra a veces más allá de lo verdadero, siendo excéntrico y escéptico, no porque él realmente lo sea, sino porque cree singularizarse de este modo, sin notar que abandonando la verdad, huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se separa impunemente. En su poema Germania, en su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si bien, por fortuna, están escondidas entre multitud de bellezas de primer orden. Otro autor a quien Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada tiene de extraño, pues como él educose en el clasicismo. Sin embargo, es menos mundano y ardiente que el inspirado poeta de las Cuatro noches.

Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son, a mi ver, de un valor inapreciable en nuestra literatura.

Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo efecto. De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en Alemania donde todos los grandes poetas las han cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la actual poesía lírica alemana.

En España, aunque inculto, existe hace tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de nuestros cantares populares, en que no se sabe qué admirar más, si lo profundo de los sentimientos y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.

Todas las rimas de Gustavo forman, como el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y completo que aquél, en que se encierra la vida de un poeta. Son, primero las aspiraciones de un corazón ardiente, que busca en el arte la realización de sus deseos, dudando de su destino, como cuando exclama:



    Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
sin adivinarse dónde
temblando se clavará;

    gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa y se ignora
qué playa buscando va.



Siéntese poeta, y dice:



    Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

    Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva,
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.

    Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles
en la ardorosa siesta.

    Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.



No encontrando realizada su ilusión en la gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor, realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento, y sufre y llora, y desespera largos días, porque es condición humana, indiscutible como un hecho consumado, que el goce menor se paga aquí con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta nueva fase en la vida del poeta con la magnífica composición que, no sé por qué, me recuerda la atrevida manera de decir del Dante:


    Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman...


mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
-¡Es el amor que pasa!



Sigue luego desenvolviéndose el tema de una pasión profunda, tan sencilla como espontánea.

Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa que


    Ella tiene la luz, tiene él perfume,
el color y la línea,
la forma, engendradora de deseos,
la expresión, fuente eterna de poesía,



conmueve y fija el corazón del poeta que se abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La pasión es desde su principio inmensa, avasalladora y con razón, puesto que se ve correspondida, o al menos, parece satisfecha del objeto que la inspira: una mujer hermosa, aunque sin otra buena cualidad, porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce, cuando ya se siente engañado y descubre, dentro de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de sierpes, en el cual no hay una fibra que al amor responda! Aquí, en medio de sus dolores, llega el poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva ya al punto en que se pierde toda esperanza, él se detiene espontáneamente, medita en silencio, y aceptando por último su parte de dolor en el dolor común, prosigue su camino, triste, profundamente herido, pero resignado; con el corazón hecho pedazos, pero con los ojos fijos en algo que se le revela como reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron sus sentimientos.

Piensa antes en lo solos que se quedan los muertos, y siente dentro de la religión de su infancia un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los que sufren mucho y jamás se curan; un amor ideal, puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que más bien la desea, porque es tranquilo como ella, ¡como ella callado y eterno! Se enamora de la estatua de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza ideal, que es el póstumo amor, para siempre duradero, por lo mismo que nunca se ve por completo correspondido. En mi incompetencia, declaro que esta composición última me parece una de las más perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad, misterio y dificultad de precisar claramente, sino por lo correcto y acabado de la forma.

Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y como poeta, en lo que puede apreciar el público.

Todo lo que atesoraba en su imaginación está dicho en el siguiente prólogo suyo.

Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada más que por acompañarle siempre. Él sólo, desde la otra vida, podrá apreciarlo.

¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la vida de mi pobre amigo!

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.




ArribaAbajoIntroducción

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y convertirse al beso del sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas son la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el flat lux que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza a flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron, en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

Junio de 1868.






ArribaAbajoLeyendas


ArribaAbajoLa creación

Poema indio



I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.




II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices levantados hacia el firmamento.




III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.

Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.

La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.

Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo, solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.




IV

Brahma deseó por primera vez, y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la copa de los árboles.

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a entonar himnos de gloria a su criador.

Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.




V

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco cisne, que como un corcel de nieve lo paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al fondo de su santuario.

Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el augusto silencio de la soledad, y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose a la alquimia.




VI

Los sabios de la tierra qué pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se rodean de mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas, los metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio de esta ciencia transformaciones increíbles. El carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro, descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.

Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.




VII

De un golpe creó los cuatro elementos, y creó también a sus guardianes. Agni, que es el espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas subterráneas de los mundos, y vive en el seno de la creación.

Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo de muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.




VIII

La turba de rapaces que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. -¿Dónde estará? -exclamaban los unos-. ¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaba volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda luminosa y magnífica.




IX

La imaginación de los muchachos es un corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y lo arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella los microscópicos cantores, comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto, dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus especulaciones científicas.

Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no pudo menos de sorprenderles.




X

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada sobre una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo, mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.




XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo en la otra un globo candente que al lanzarse comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.




XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador los seguía con una mirada satisfecha, y aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación, que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un himno de alegría a su Dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa y solemne.

Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí, llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.




XIII

Cansose Brahma de hacer experimentos, y abandonando el laboratorio, no sin haberle echado, al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire. Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que, notando el descuido, le siguieron a larga distancia con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.




XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.

Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocarlos, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran de pasto a las llamas: destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se subían por las osamentas de los gigantescos animales, cuyas formas no habían agradado al Señor. Y arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se coloraron los compases entre las piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.

Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.




XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre aquél un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente que arrojaban en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.




XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos de maner a que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores, y los del calor compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita.




XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con los dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida con conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro mundo, en fin.

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.




XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La indignación llameó en sus pupilas; su airado acento atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme creación para destruirla; ya el solo amago había producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos con el nombre del diluvio, ruando uno de los gandharvas, el más travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: -¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!




XIX

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír estas palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó: -Id, turba desalmada e incorregible, marchaos donde no os vea más, con vuestra deforme criatura. Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompasadamente y arrojando gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo, para asombro de los otros mundos y desesperación de sus habitantes.

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá, así. Nada hay más delicado ni más temible que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete no puede durar mucho.






ArribaAbajoMaese Pérez el Organista

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

-¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese no es el suyo.

-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

-¿Y el alma del organista?

-No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora les sustituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.


I

-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco...

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está el flamencote, a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced a su influjo con los magnates de Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír música... No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina! Malo... malo... presumo que vamos a tener jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado a las del de Medinasidonia. ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven... los ministriles, a quienes en- estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran... hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio... y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres...

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!, aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera del prelado para besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura... es decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de bote en bote... que algunas noches como ésta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?... De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho a Maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una: y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios...

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle: y no se crea que sólo la gente sabida y a la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos adentro...

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.




II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba a rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche a la Misa de media noche.

Ésta fue la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.

-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.

Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó la Misa.

En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.

Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.

Era la voz de los ángeles que atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros; la combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz... El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante la nota que maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido, y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónica y suspendida. En todos los ojos había una lágrima, en todos los espíritus un profundo recogimiento.

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y arcángeles era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.

El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.

-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían unos a otros, y nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.

-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas al asistente, que precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por saber la causa de aquel desorden.

-¿Qué hay?

-Que maese Pérez acaba de morir.

En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.




III

-Buenas noches, mi señora doña Baltasara, ¿también usarced viene esta noche a la Misa del Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre el corazón cuando entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!... Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que priva es la novedad... ya me entiende usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí, señor; parece cosa hecha que el organista de San Román, aquel bisojo, que siempre está echando pestes de los otros organistas; perdulariote, que más parece jifero de la puerta de la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia. Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas, cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad había decidido que, en honor del difunto y como muestra de respeto a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete aquí que se presenta nuestro hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto que la culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación...; pero así va el mundo... y digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera diría que nada ha cambiado desde un año a otro. Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho las gentes del barrio, le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no hay más que oír... Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aire de personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece que esta noche va a darnos que contar para muchos días.

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés, abriéndose, según costumbre un camino entre la multitud a fuerza de empellones y codazos.

Ya se había dado principio a la ceremonia.

El templo estaba tan brillante como el año anterior.

El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado, había subido a la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros del órgano, con una gravedad tan afectada como ridícula.

Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.

-Es un truhán, que por no hacer nada bien, ni aun mira a derechas -decían los unos.

-Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese Pérez -decían los otros.

Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a darle de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan notable contraposición con la modesta apariencia y la afable bondad del difunto maese Pérez.

Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras santas, tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas repicaron, semejando su repique una lluvia de notas de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso, y sonó el órgano.

Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer acorde.

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como habían comenzado, enmudecieron de pronto.

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún brotando de los tubos de metal del órgano, como una cascada de armonía inagotable y sonora.

Cantos celestes como los que acarician los oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe el espíritu y no los puede repetir el labio; notas sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre, imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación comprende; himnos alados, que parecían remontarse al trono del Señor como una tromba de luz y de sonidos... todo lo expresaban las cien voces del órgano, con más pujanza, con más misteriosa poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano, le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.

-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron a su presencia; vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando la Noche-Buena en la Misa de la catedral?

-El año que viene -respondió el organista-, prometo daros gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este órgano.

-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.

-Porque... -añadió el organista, procurando dominar la emoción que se revelaba en la palidez de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede expresar todo lo que se quiere.

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras, las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron, dispersándose los fieles en distintas direcciones; y ya la demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban aún dos mujeres que, después de persignarse y murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe, prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.

-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara? -decía la una-, yo soy de este genial. Cada loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo... Ese hombre no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los oídos con algodones... Y luego, si no hay más que mirarle al rostro, que según dicen, es el espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de maese Pérez, cuando en semejante noche como ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!... Era viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro en la meseta, y con un color de difunto y unas... Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced, y creame con todas veras... yo sospecho que aquí hay busilis...

Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.

Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.




IV

Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban tranquilamente que comenzara la Misa del Gallo.

-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor es sobremanera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero... proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

-Tengo... miedo -exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

-¡Miedo! ¿De qué?

-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna... En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas eran tristísimas y muchas... muchas... estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi... le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra sus registros... y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!

¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para el objeto de tan especial devoción.

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez.

La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la tribuna.

¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando... sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis! Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo está hecho y con razón una furia... Haber dejado de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.






ArribaAbajoLos ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.


I

-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!, ¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán.

Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al final:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.




II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas prosiguió así:

-Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos...

-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.

Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad del cielo!




III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

-O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:

-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven... ven...

La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...

Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.






ArribaAbajoLa ajorca de oro


I

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios; amor que se asemeja a la felicidad, y que, no obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante como todas las mujeres del mundo.

Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.

Ella se llamaba María Antúnez.

Él, Pedro Alfonso de Orellana.

Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.




II

Él la encontró un día llorando y le preguntó:

-¿Porqué lloras?

Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro entonces, acercándose a María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó: -No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aún concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:

-Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.

Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención... No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud...

Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme, mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca... nunca... Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:

-¿Qué Virgen tiene esa presea?

-¡La del Sagrario! -murmuró María.

-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada en una idea.

¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!

-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-; ¡nunca!

Y siguió llorando.

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.




III

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.

En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo, y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.

La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.

Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de tapices.

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.

El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.

La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.

Era Pedro.

¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.

La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.

No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.

-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.

Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.

¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.

Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.

Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:

-¡Suya, suya!

El infeliz estaba loco.






ArribaAbajoEl caudillo de las manos rojas

Tradición india



Canto primero


I

Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.




II

El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.




III

Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.




IV

La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?




V

Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?




VI

Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué aguarda?




VII

¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.




VIII

Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.




IX

Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna se desvanece como una ilusión que se disipa, y los sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo testigo de su amor y sus juramentos, cuando se eleva un sordo ruido a sus espaldas.

Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la hoja de su agudo puñal damasquino.




X

¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la oscuridad son los del manchado tigre o los de la terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel hombre es su hermano.

Su hermano, a quien arrebataba su único amor; su hermano, por quien estaba desterrado de Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.




XI

Siannah le ve también, siente helarse la sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello. Los dos rivales se contemplan un instante de pies a cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro como dos leopardos que se disputan una presa... Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros antepasados; corramos un velo sobre las escenas de luto y horror de que fueron causa las pasiones de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.




XII

El sol nace en Oriente; diríase al verlo que el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la estela de un buque, el polvo de oro que levantan sus corceles en el pavimento de los cielos. Las aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos tienen una sola voz, y esta voz entona el himno del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo a los ecos de este solemne cántico?




XIII

Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados están fijos con una mirada estúpida en la sangre que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas apenas retira sus manos, la sangre, humeante y roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con un acento de terrible desesperación: -¡Siannah! ¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre nuestras cabezas.

¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer? Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos, por la muerte de su hermano y antecesor...






Canto segundo


I

-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida? Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es espantoso!




II

Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos de su terrible desesperación. En balde el humo de los pebeteros embalsama la opulenta cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen sus miembros; en balde han invocado los brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al genio de los sueños de nácar... El Remordimiento, sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente con dolor al escucharlo.




III

Los genios que cruzan en numerosas caravanas sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los juncos de los lagos; los cantares de los espíritus invisibles que refrescan con sus alas los cansados párpados de los justos, no pasan como una tromba de luz y de colores en el sueño del criminal.

Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa que se estrellan bramando sobre las oscuras peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas y confusas de desolación y terror; éstos son los fantasmas que engendra su mente durante las horas del reposo.




IV

Por eso el magnífico señor de Osira puede gustar la copa del beleño con que los dioses brindan a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y depositando un beso sobre la frente de su amada, sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose hacia la parte de la ciudad que domina la cumbre del Jabwi.




V

Como a la mediación de esta montaña, nace un torrente que se derrumba en sábanas de plata hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu, se desliza silencioso entre las guijas y las flores para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes peñascos que parecen próximos a desplomarse, sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí, transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir sin que las turbe otro rumor que el monótono ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las nubes como una flecha disparada.




VI

Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprende?




VII

No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.

¿Viene a buscar la soledad? Imposible.

La soledad es el imperio de la conciencia.




VIII

El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.




IX

El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un brahmín.




X

¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.




XI

Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. -Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales -replica el anciano sin responder a la salutación-, ¿qué me quieres?




XII

-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido -exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.




XIII

¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. -No te conozco, pero sé quién eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.

El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.




XIV

-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.

El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. -Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí. -¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí. -¿Has dejado de cazar durante nueve días? -También. -Entonces, sígueme.

Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.




XV

Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al escucharlos.




XVI

Las palabras del dios se guardan y son éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tibet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.




XVII

¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.






Canto tercero


I

Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.




II

También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del Océano.




III

Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.




IV

Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre sus espaldas.




V

El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.




VI

Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.




VII

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.




VIII

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?




IX

Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.




X

Pulo es el primero que interrumpe el silencio.

-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!

¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?




XI

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago. -Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.




XII

-Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.




XIII

-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.

La beldad de las trenzas de ébano canta:

I

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.»

«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»

«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea.»

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con sangre.»

II

«Allá van semejantes en...»

Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?




XIV

-Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.

Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.

LA VUELTA DEL COMBATE

I

«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada.»

LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el polvo de la gloria.»

EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte en una copa de rubí.»

II

LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama.»

EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del caudillo.»

III

LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?»

EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»




XV

El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.

¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.






Canto cuarto


I

-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.

El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?




II

Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.




III

De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.




IV

He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.




V

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes.

El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.




VI

La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso de ópalo.




VII

Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la conserva, la visión del caudillo.




VIII

La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.




IX

Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.




X

De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.




XI

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.




XII

Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa-. Es la lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.




XIII

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.

La flecha del príncipe parte.

A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.




XIV

La lucha se traba.

Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.




XV

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el mundo.




XVI

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.

-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.




XVII

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.




XVIII

La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del Jawkior.

Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.




XIX

Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.

La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.

El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.

Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del Océano.




XX

-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:

-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.




XXI

-Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -exclama el príncipe.

-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.




XXII

Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.

El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.

Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.




XXIII

En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.

El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.




XXIV

-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin lágrimas.




XXV

Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.




XXVI

-Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?

El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:

-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.

Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.

La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.






Canto quinto


I

El príncipe después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.




II

La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.




III

Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.

-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los dirige.




IV

El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del Océano.




V

Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del promontorio.

En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.




VI

-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.




VII

El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:

-Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.




VIII

El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.

Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y altísimos.




IX

Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.

La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.

-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.

El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus traidores ataques.

Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.




X

-No temas -responde el cuervo;- el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos de Vichenú.




XI

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.

¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.




XII

Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con la sonrisa en los labios:

-¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del mundo.

Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:




XIII

-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de acostumbrarse a huir.




XIV

-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.

Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:

-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!




XV

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.




XVI

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.




XVII

-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.




XVIII

Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.




XIX

Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.

Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.

Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.




XX

Pulo escucha sobrecogido de un religioso pavor, la historia del sangriento combate en que su padre perdió la vida; historia que en su país cantan las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó abrasadora sobre su mejilla.




XXI

El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina, donde a la sombra de un bosque sombrío se levanta un grosero sepulcro formado de piedras toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene junto a los troncos de los árboles, y se multiplica subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas, ligeras y de un azulado resplandor?




XXII

Esos son los espíritus de los valientes que en defensa del genio que te protege sucumbieron al golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba para guiarnos, a través de la noche, del pantano y de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos de musgo y escondidos entre las hierbas altas y silenciosas hallaremos los restos mortales, única reliquia del ara de Vichenú.




XXIII

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del bosque se levanta una llama roja, que lanzándose al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.

El cuervo sigue a la llama y el príncipe al cuervo.

De repente aquélla se detiene sobre la cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.

El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo, y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado y absorto, sube la suave pendiente que conduce al término de su peregrinación.






Canto sexto


I

-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo.




II

Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas de los genios.

Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla.

Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino.




III

Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!

Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos.




IV

El peregrino ha desaparecido.

En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo.

La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible.




V

No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal.

Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú.

La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo.




VI

Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con él mi vida.




VII

Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria.




VIII

El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante el ara.

Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.




IX

-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra.

La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.




X

-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la tumba.




XI

La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un grito de horror.

Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio.

En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven.

-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y expira.




XII

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve.

Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.







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