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Cartas

Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz


Muy ilustre señora, mi señora:

No mi voluntad, mi poca salud y mi justo temor han suspendido tantos días mi respuesta. ¿Qué mucho, si al primer paso encontraba para tropezar mi torpe pluma dos imposibles? El primero (y para mí el más, rigoroso) es saber responder a vuestra doctísima, discretísima, santísima y amorosísima carta. Y si veo que preguntado el Ángel de las Escuelas, Santo Tomás, de su silencio con Alberto Magno, su Maestro, respondió que callaba, porque nada sabía decir digno de Alberto, ¿con cuánta mayor razón callaría, no como el Santo, de humildad, sino que en la realidad es no saber algo digno de vos? El segundo imposible es saber agradeceros tan excesivo como no esperado favor de dar a las prensas mis borrones, merced tan sin medida que incluso se le pasara por alto a la esperanza más ambiciosa y al deseo más fantástico y que ni aun como ente de razón pudiera caber en mis pensamientos, y en fin, de tal magnitud, que no sólo no se puede estrechar a lo limitado de las voces, pero excede a la capacidad del agradecimiento, tanto por grande como por no esperado, que es lo que dijo Quintiliano: Minorem spei, maiorem benefacti gloriam pariunt. Y tal, que enmudecen al beneficiado.

Cuando la felizmente estéril, para ser milagrosamente fecunda, Madre del Bautista vio en su casa tan desproporcionada visita como la Madre del Verbo, se le entorpeció el entendimiento y se le suspendió el discurso, y así, en vez de agradecimiento, prorrumpió en dudas y preguntas: Ea   -118-   unde hic mihi? ¿De dónde a mí viene tal cosa? Lo mismo sucedió a Saúl cuando se vio electo y ungido rey de Israel: Numquid non filius Iemini ego sum de minima tribu Israel, et cognatio mea minima inter omnes de tribu Beniamin? Quare igitur locutus es mihi sermonem istium? Así yo diré: ¿de dónde, venerable señora, de dónde a mí tanto favor? ¿Por ventura soy más que una pobre monja, la más mínima criatura del mundo, y la más indigna de ocupar vuestra atención? Pues quare locutus es mihi sermonem istum? Et unde hoc mihi? Ni al primer imposible tengo más que responder que no ser nada digno de vuestros ojos; ni al segundo más que admiraciones en vez de gracias, diciendo que no soy capaz de agradeceros la más mínima parte de lo que os debo. No es afectada modestia, señora, sino ingenua verdad de toda mi alma, que al llegar a mis manos impresa la carta, que vuestra propiedad llamó atenagórica, prorrumpí (con no ser esto en mí muy fácil) en lágrimas de confusión, porque me pareció que vuestro favor no era más que una reconvención que Dios hace a lo mal que le correspondo, y que, como a otros corrige con castigos, a mí me quiere reducir a fuerza de beneficios, especial favor de que conozco ser su deudora, como de otros infinitos de su inmensa bondad; pero también especial modo de avergonzarme y confundirme, que es más primoroso medio de castigar hacer que yo misma, con mi conocimiento, sea el juez que me sentencia y condene mi gratitud. Y así, cuando esto considero, acá a mis solas, suelo decir: Bendito seáis vos, Señor, que no sólo no quisisteis en manos de otra criatura el juzgarme, y que ni aun en la mía lo pusisteis, sino que lo reservasteis a la vuestra, y me librasteis a mí de la sentencia que yo misma me daría; que forzada de mi propio conocimiento no pudiera ser menos que de condenación, y vos le reservasteis a vuestra misericordia, porque me amáis más de lo que yo me puedo amar.

Perdonad, señora mía, la digresión que me arrebató la fuerza de la verdad, y si la he de confesar toda, también es buscar refugios para huir de la dificultad de responder, y casi me he determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque éste es su propio oficio, decir nada. Fue arrebatado el Sagrado Vaso de Elección al tercer cielo, y habiendo visto los arcanos secretos de Dios, dice:   -119-   Audiui arcana Dei, quae non licet homini loqui. No dice lo que vio, pero dice que no lo puede decir, de manera que aquellas cosas que no se pueden decir es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que al callar no es no saber qué decir sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir. Dice San Juan, que si hubiera de escribir todas las maravillas que obró nuestro Redentor, no cupieran en todo el mundo los libros, y dice Vieira sobre este lugar que en sola esta cláusula dijo más el Evangelista que en todo cuanto escribió: y dice muy bien el fénix lusitano (pero ¿cuándo no dice bien, aun cuando no dice bien?), porque así dice San Juan todo lo que dejó de decir, y expresó lo que dejó de expresar. Así yo (señora mía), sólo responderé que no sé qué responder; sólo agradeceré diciendo que no soy capaz de agradeceros, y diré (por breve rótulo de lo que dejo el silencio) que sólo con la confianza de favorecida y con los valimientos de honrada me puedo atrever a hablar con vuestra grandeza: si fuera necedad, perdonadla, pues es alhaja de la dicha, y en ella ministraré yo más materia a vuestra benignidad y vos daréis mayor forma a mi reconocimiento.

No se hallaba digno Moisés, por balbuciente, para hablar con Faraón; y después, el verse tan favorecido de Dios le infunde tales alientos que no sólo habla con el mismo Dios sino que se atreve a pedirle imposibles: Ostende mihi faciem tuam. Pues así yo (señora mía): ya no me parecen imposibles los que puse al principio, a vista de lo que me favorecéis; porque quien hizo imprimir la carta tan sin noticia mía, quien la intituló, quien la costeó, quien la honró tanto, siendo de todo indigna por sí y por su autora, ¿qué no hará? ¿Qué no perdonará? ¿Qué dejará de hacer? ¿Y qué dejará de perdonar? Y así, debajo del supuesto de que hablo con el salvoconducto de vuestros favores y debajo del seguro de vuestra benignidad y de que me habéis, como otro Asuero, dado a besar la punta del cetro de oro de vuestro cariño, en señal de concederme benévola licencia para hablar y proponer en vuestra venerable presencia, digo que recibo en mi alma vuestra santísima amonestación de aplicar el estudio a Libros Sagrados, que aunque vienen en traje de consejo tendrá para mí sustancia de precepto, con no pequeño consuelo de que aun antes parece que prevenía mi obediencia vuestra pastoral insinuación, como a vuestra dirección, inferido del asunto y pruebas de la misma carta. Bien conozco que no cae sobre ella vuestra cuerdísima advertencia,   -120-   sino sobre lo mucho que habréis visto de asuntos humanos que he escrito: y así, lo que he dicho no es más que satisfaceros con ella a la falta de aplicación que habréis inferido (con mucha razón) de otros escritos míos: y hablando con más especialidad, os confieso con la ingenuidad que ante vos es debida, y con la verdad y claridad que en mí siempre es natural y costumbre, que el no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras, para cuya inteligencia yo me conozco tan incapaz y para cuyo manejo soy tan indigna, resonándome siempre en los oídos, con no pequeño horror, aquella amenaza y prohibición del Señor a los pecadores como yo: Quare tu enarras iustitias meas et assumis testamentum meum per os tuum?

Esta pregunta, y el ver que aun a los varones doctos se prohibía el leer los Cantares, hasta que pasaban de treinta años, y aun el Génesis; éste, por su oscuridad; y aquéllos, porque de la dulzura de aquellos epitalamios no tomase ocasión la imprudente juventud de mudar el sentido en carnales afectos, compruébalo mi gran padre San Jerónimo, mandando que sea esto lo último que se estudie, por la misma razón: Ad ultimum sine periculo discat Canticum Canticorum, ne si in exordio legerit sub carnalibus uerbis spiritualium nuptiarum Epithalamium, non intelligens, uulneretur. Y Séneca dice: Teneris in unnis haud clara est fides. Pues ¿cómo me atreviera yo a tomarlo en mis indignas manos, repugnándolo el sexo, la edad, y sobre todo las costumbres? Y así, confieso que muchas veces este temor me ha quitado la pluma de la mano, y ha hecho retroceder los asuntos hacia el mismo entendimiento, de quien querían brotar: el inconveniente no topaba en los asuntos profanos, pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa, y los críticos con censura; y ésta, iusta uel iniusta, timenda non est, pues deja comulgar y oír misa, por lo cual me da poco o ningún cuidado, porque según la misma decisión de los que lo calumnian, ni tengo obligación para saber, ni aptitud para acertar; luego si lo yerro, ni es culpa, ni es descrédito; no es culpa, porque no tengo obligación; no es descrédito, pues no tengo posibilidad de acertar, y ad imposibilis, nemo tonetur. Y a la verdad, yo nunca he escrito sino violentada y forzada, y sólo por dar gusto a otros, no sólo sin complacencia, sino con positiva repugnancia, porque nunca he juzgado de mí que tenga el   -121-   caudal de letras e ingenio que pide la obligación de quien escribe, y así es la ordinaria respuesta a los que instan (y más si es asunto sagrado): ¿Qué entendimiento tengo yo? ¿Qué estudio? ¿Qué materiales?, ¿ni qué noticias para eso, sino cuatro bachillerías superficiales? Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante, y tiemblo de decir alguna proposición malsonante, o torcer la genuina inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar, que fuera en mí desmedida soberbia, sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos. Así lo respondo y así lo siento.

El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena, que les pudiera decir con verdad: Vos me coegistis. Lo que sí es verdad, que no negaré (lo uno porque es notorio a todos; y lo otro, porque aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad), que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras que ni ajenas reprehensiones (que he tenido muchas), ni propias reflexas (que de hecho no pocas) han bastado a que deje de seguir este natural impulso, que Dios puso en mí: su Majestad sabe por qué y para qué: y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento, dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra (según algunos) en una mujer: y aún hay quien diga que daña. Sabe también su Majestad que no consiguiendo esto, he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificárselo sólo a quien me lo dio, y que no otro motivo me entró en la Religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad; y después de ella, sabe el Señor, y lo sabe en el mundo quien sólo lo debió saber, lo que me intenté en orden a esconder mi nombre, y que no me lo permitió, diciendo que era tentación: y sí sería. Si yo pudiera pagaros algo de lo que os debo (señora mía), creo que sólo os pagara en contaros esto, pues no ha salido de mi boca jamás, excepto para quien debió salir. Pero quiero que con haberos franqueado de par en par las puertas de mi corazón, haciéndoos presentes sus más sellados secretos, conozcáis que no desdice de mi confianza lo que debo a vuestra venerable persona y excesivos favores.

Prosiguiendo en la narración de mi inclinación (de que os quiero dar entera noticia) digo, que no había cumplido los tres años de mi edad cuando, enviando mi madre a una   -122-   hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que le daban lección me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, le dije: Que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia, y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía, cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó, por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían, por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó, Dios la guarde, y puede testificarlo. Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso; porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costura que deprehenden las mujeres, oí decir que había universidades y escuelas, en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos, sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer (e hizo muy bien), pero yo despiqué el deseo de leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico se admiraban no tanto del ingenio, cuando de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar. Empecé a deprehender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta donde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o cual cosa, que me había propuesto deprehender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar, en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía, y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa, y yo aprendía despacio, con efecto lo cortaba, en pena de la rudeza; que no me parecía razón que estuviese   -123-   vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno. Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir, en materia de seguridad que deseaba, mi salvación: a cuyo primer respecto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola, de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma; pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarcarse con tanto ejercicio que la Religión tiene, reventaba, como pólvora, y se verificaba en mí el priuatio est causa appetitus.

Volví (mal dije, pues nunca cesé), proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro: pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa, por amor de las letras: ¡oh, si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido! Bien que yo procuraba elevarlo cuanto podía y dirigirlo a su servicio, porque el fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales de los Divinos Misterios; y que siendo monja y no seglar, debía por el estado eclesiástico profesar letras; y más siendo hija de un San Jerónimo, y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. Esto me proponía yo de mí misma, y me parecía razón sino es que era (y eso es lo más cierto) lisonjear y aplaudir a mi propia inclinación, proponiéndole como obligatorio su propio gusto: con esto proseguí, dirigiéndome siempre como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología;   -124-   y pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y arte humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien no sabe el de las ancillas?

¿Cómo, sin lógica, sabría yo los métodos generales y particulares con que está escrita la Sagrada Escritura? ¿Cómo, sin retórica, entendería sus figuras, tropos y locuciones? ¿Cómo, sin física, tantas cuestiones naturales de las naturalezas de los animales, de los sacrificios, donde se simbolizan tantas cosas ya declaradas y otras muchos que hay? ¿Cómo, si el sanar Saúl al sonido del Harpa de David fue virtud y fuerza natural de la música, o sobrenatural, que Dios quiso poner en David? ¿Cómo, sin aritmética, se podrán entender tantos cómputos de años, de días, de meses, de horas, de hebdómadas tan misteriosas, como las de Daniel, y otras, para cuya inteligencia es necesario saber las naturalezas, concordancias y propiedades de los números? ¿Cómo, sin geometría, se podrán medir el Arca Santa del Testamento, y la Ciudad Santa de Jerusalén, cuyas misteriosas mensuras hacen un cubo, con todas sus dimensiones, y aquel repartimiento proporcional de todas sus partes, tan maravilloso? ¿Cómo, sin arquitectura, el gran Templo de Salomón, donde fue el mismo Dios el artífice que dio la disposición y la traza, y el sabio rey sólo fue sobrestante que la ejecutó, donde no había base sin misterio, columna sin símbolo, cornisa sin alusión, arquitrabe sin significado; y así de otras sus partes, sin que el más mínimo filete estuviese sólo por el servicio y complemento del arte, sino simbolizando cosas mayores? ¿Cómo, sin grande conocimiento de reglas, y partes de que consta la historia, se entenderían los libros historiales? ¿Aquellas recapitulaciones, en que muchas veces se propone en la narración lo que en el hecho sucedió primero? ¿Cómo, sin grande noticia de ambos derechos, podrán entenderse los libros legales? ¿Cómo, sin grande erudición, tantas cosas de historia profanas de que hace mención la Sagrada Escritura? ¿Tantas costumbres de gentiles? ¿Tantos ritos? ¿Tantas maneras de hablar? ¿Cómo, sin muchas reglas y lección de Santos Padres, se podrá entender la oscura locución de los Profetas? Pues sin ser muy perito en la música, ¿cómo se entenderán aquellas proporciones musicales y sus primores, que hay en tantos lugares, especialmente en aquellas peticiones que hizo a Dios Abraham por las ciudades, de que si perdonaría, habiendo cincuenta justos, y de este número bajó a cuarenta y cinco,   -125-   que es sesquinona y es como de Mi a Re; de aquí a cuarenta, que es sesquioctava, y es como de Re a Mi: de aquí a treinta, que es sesquitercia, que es la del Diatesarón: de aquí a veinte, que es la proporción sesquiáltera, que es la del Diapante: de aquí a diez, que es la dupla, que es el Diapasón; y como no hay más proporciones armónicas, no paso de ahí? Pues ¿cómo se podrá entender esto sin música? Allá en el Libro de Job, le dice Dios: Nunquid coiungere ualebis micantes stellas Pleiadas, aut gyrum Arcturi poteris dissipare? Nunquid producis Luciferum in tempore suo, et esperum super filios terrae consurgere facis? Cuyos términos, sin noticia de Astrología, será imposible entender. Y no sólo estas nobles ciencias; pero no hay arte mecánico que no se mencione. Y en fin, como el libro que comprende todos los libros, y la ciencia en que se incluyen todas las ciencias, para cuya inteligencia todas sirven: y después de saberlas todas (que ya se ve que no es fácil ni aun posible), pide otra circunstancia más que todo lo dicho, que es una continua oración, y pureza de vida, para impetrar de Dios aquella purgación de ánimo e iluminación de mente que es menester para la inteligencia de cosas tan altas: y si esto falta, nada sirve de lo demás.

Del Angélico Doctor Santo Tomás dice la Iglesia estas palabras: In difficultatibus locorum Sacra Scripturae ad orationem, ieunium adhibebat. Quim tiam sodali sou Fratri Reginaldo dicere solebat, quidquid sciret, non tam studio, aut labore suo peperisse, quam diunitus traditum accepisse. Pues yo, tan distante de la virtud y las letras, ¿cómo había de tener ánimo para escribir? Y así, por tener algunos principios granjeados, estudiaba continuamente diversas cosas, sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general; por lo cual, el haber estudiado en unas más que en otras no ha sido en mí elección, sino que el caso de haber topado más a mano libros de aquellas facultades les ha dado (sin arbitrio mío) la preferencia: y como no tenía interés que me moviese, ni límite de tiempo que me estrechase el continuado estudio de una cosa, por la necesidad de los grados, casi a un tiempo estudiaba diversas cosas, o dejaba unas por otras; bien que en eso observaba orden, porque a unas llamaba estudio, y a otras diversión; y en éstas descansaba de las otras: de donde se sigue que he estudiado muchas cosas, y nada sé, porque las unas han embarazado a las otras. Es verdad que esto digo de la parte práctica en las que la tienen, porque claro está que mientras se mueve la   -126-   pluma descansa el compás; y mientras se toca el harpa, sosiega el órgano; et sic de caeteris; porque, como es menester mucho uso corporal para adquirir hábito, nunca lo puede tener perfecto quien se reparte en varios ejercicios; pero en lo formal y especulativo sucede al contrario, y quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia, a que no sólo no estorban, pero se ayudan, dando a luz y abriendo camino las unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces, que para esta cadena universal les puso la sabiduría de su Autor; de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto. Es la cadena que fingieron los antiguos que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas, eslabonadas unas con otras. Así lo demuestra el R. P. Atanasio Quirquerio en su curioso libro De magnete. Todas las cosas salen de Dios, que es el centro, a un tiempo, y la circunferencia de donde salen y paran todas las líneas creadas.

Yo de mí puedo asegurar que lo que no entiendo en un autor de una facultad lo suelo entender en otro de otra que parece muy distante; y esos propios, al explicarse, abren ejemplos metafóricos de otras Artes; como cuando dicen los lógicos que el medio se ha con los términos como se ha una medida con dos cuerpos distantes, para conferir si son iguales o no; y que la oración del lógico anda como la línea recta por el camino más breve; y la del retórico se mueve, como la curva, por el más largo; pero van a un mismo punto los dos. Y cuando dicen que los expositores son como la mano abierta y los escolásticos como el puño cerrado: y así, no es disculpa ni por tal la doy el haber estudiado diversas cosas, pues éstas antes se ayudaban; sino que el no haber aprovechado ha sido ineptitud mía y debilidad de mi entendimiento, no culpa de la variedad: lo que sí pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo, no sólo en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible, y en vez de explicación y ejercicio, muchos estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones (que éstas ya se sabe cuán útil y provechosamente gastan el tiempo), sino de aquellas cosas accesorias de una comunidad, como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar: estar yo estudiando, y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia: estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad;   -127-   donde es preciso, no sólo admitir el embarazo, pero quedar agradecida del perjuicio: y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta los que tienen experiencia de vida común, donde sólo la fuerza de la vocación puede hacer que mi natural esté gustoso, y el mucho amor que hay entre mí y mis amadas hermanas, que como el amor es unión, no hay para él extremos distantes.

En esto sí, confieso que ha sido inexplicable mi trabajo; y así, no puedo decir lo que con envidia oigo a otros, que no les ha costado afán el saber: dichosos ellos. A mí no el saber (que aún no sé), sólo el desear saber me lo ha costado tan grande que pudiera decir como mi padre San Jerónimo (aunque no con su aprovechamiento): Quid ibi laboris insumpserim, quid sustinuerim difficultatis, quoties desperauerim, quotiesque cessauerim, et contentione dicendi rursus incoeperim, testis est consciencia, tam mea, qui passus sum, quam eorum, qui mecum duxerunt uitan. Menos los compañeros y testigos (que aun de ese alivio he carecido), lo demás bien puedo asegurar con verdad. ¡Y que haya sido tal ésta mi negra inclinación, que todo lo haya vencido!

Solía sucederme que como, entre otros beneficios, debo a Dios un natural tan blando y tan afable, y las religiosas me aman mucho por él (sin reparar, como buenas, en mis faltas), y con esto gustan mucho de mi compañía: conociendo esto, y movida del grande amor que les tengo, con mayor motivo que ellas a mí, gusto más de la suya; así, me solía ir, los ratos que a unas y a otras nos sobraban, a consolarlas y recrearme con su conversación. Reparé que en este tiempo hacía falta a mi estudio y hacía voto de no entrar en celda alguna, si no me obligase a ello la obediencia o la caridad: porque sin este freno tan duro, al de sólo propósito lo rompiera el amor: y este voto (conociendo mi fragilidad) lo hacía por un mes o por quince días; y dando, cuando se cumplía, un día o dos de treguas, lo volvía a renovar, sirviendo este día, no tanto a mi descanso (pues nunca lo ha sido para mí el no estudiar), cuanto a que no me tuviesen por áspera, retirada e ingrata al no merecido cariño de mis carísimas hermanas.

Bien se deja en esto conocer cuál es la fuerza de mi inclinación. Bendito sea Dios, que quiso fuese hacia las letras, y no hacia otro vicio que fuera en mí casi insuperable; y   -128-   bien se infiere también cuán contra la corriente han navegado (o, por mejor decir, han naufragado) mis pobres estudios. Pues aún falta por retirar lo más arduo de las dificultades; que las de hasta aquí sólo han sido estorbos obligatorios y casuales, que indirectamente lo son; y faltan los positivos, que directamente han tirado a estorbar y prohibir el ejercicio. ¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar en leche sobre las palmas de las aclamaciones comunes? Pues Dios sabe que no ha sido muy así: porque entre las flores de esas mismas aclamaciones, se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar; y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquellos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención) me han mortificado, y atormentado más que los otros, con aquél: No conviene a la santa ignorancia, que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza. ¿Qué me habrá costado resistir esto? ¡Rara especie de martirio, donde yo era el mártir y me era el verdugo! Pues por la (en mí dos veces infeliz) habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado? ¿O cuáles no me han dejado de dar? Cierto, señora mía, que algunas veces me pongo a considerar que el que se señala o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer, es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen; o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen. Aquella ley políticamente bárbara de Atenas, por la cual salía desterrado de su república el que se señalaba en prendas y virtudes, porque no tiranizase con ellas la libertad pública, todavía dura, todavía se observa en nuestros tiempos, aunque no hay ya aquel motivo de los atenienses; pero hay otro, no menos eficaz, aunque no tan bien fundado, pues parece máxima del impío Maquiavelo, que es aborrecer al que se señala, porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre.

Y si no, ¿cuál fue la causa de aquel rabioso odio de los fariseos contra Cristo, habiendo tantas razones para lo contrario? Porque si miramos su presencia, ¿cuál prenda más amable que aquella divina hermosura? ¿Cuál más poderosa para arrebatar los corazones? Si cualquiera belleza humana tiene jurisdicción sobre los albedríos, y con blanda y apetecida   -129-   violencia los sabe sujetar, ¿qué haría aquélla con tantas prerrogativas y dotes soberanos? ¿Qué haría, qué movería, y qué no haría, y qué no movería aquella incomprensible beldad, por cuyo hermoso rostro, como por un terso cristal, se estaban transparentando los rayos de la divinidad? ¿Qué no movería aquel semblante, que sobre incomparables perfecciones en lo humano señalaba iluminaciones de divino? Si el Moisés, de sólo la conversación con Dios, era intolerable a la flaqueza de la vida humana, ¿qué sería el del mismo Dios humanado? Pues si vamos a las demás prendas, ¿cuál más amable que aquella celestial modestia, que aquella suavidad y blandura, derramando misericordias en todos sus movimientos? ¿Aquella profunda humildad y mansedumbre? ¿Aquellas palabras de vida eterna y eterna sabiduría? Pues ¿cómo es posible que esto no les arrebatara las almas, que no fuesen enamorados y elevados tras él? Dice la Santa Madre, y madre mía, Teresa, que después que vio la hermosura de Cristo, quedó libre de poderse inclinar a criatura alguna, porque ninguna cosa veía que no fuese fealdad, comparada con aquella hermosura. Pues ¿cómo en los hombres hizo tan contrario efecto? Y ya que como toscos y viles no tuvieran conocimiento ni estimación de sus perfecciones, siquiera, como interesables, ¿no les movieran sus propias conveniencia y utilidades en tantos beneficios como les hacía, sanando los enfermos, resucitando los muertos, curando los endemoniados? Pues ¿cómo no le amaban? ¡Ay Dios, que por eso mismo no lo amaban, por eso mismo lo aborrecían! Así lo testificaron ellos mismos.

Júntanse en su concilio y dicen: Quid facimus, quia hic homo multa signa facit? ¿Hay tal causa? Si dijeran: Éste es un malhechor, un transgresor de la ley, un alborotador, que con engaños alborota el pueblo, mintieran, como mintieron cuando lo decían: pero eran causales más congruentes a lo que solicitaban, que era quitarle la vida; mas dar por causal que hace cosas señaladas, no parece de hombres doctos, cuales eran los fariseos. Pues así es, que cuando se apasionan los hombres doctos prorrumpen en semejantes inconsecuencias: en verdad que sólo por eso salió determinado que Cristo muriese. Hombres, si es que así se os puede llamar, siendo tan brutos, ¿por qué es ésa tan cruel determinación? No responden más, sino que multa signa facit. ¡Válgame Dios! ¿Qué, el hacer cosas señaladas es causa para que uno muera? Haciendo reclamo este Multa signa facit a aquel O radix Iesse, qui stas in signum populorum! Y a   -130-   otro: In signum cui contradicetur. ¿Por signo? Pues muera. ¿Señalado? Pues padezca, que eso es el premio de quien se señala. Suelen en la eminencia de los templos colocarse por adorno unas figuras de los vientos y de la fama, y por defenderlas de las aves, las llenan todas de púas; defensa parece y no es sino propiedad forzosa: no puede estar sin púas que la puncen quien está en alto: allí está la ojeriza del aire, allí es el rigor de los elementos, allí despican la cólera los rayos, allí es el blanco de piedras y flechas: ¡oh infeliz altura, expuesta a tantos riesgos! ¡Oh signo, que te ponen por blanco de la envidia y por objeto de la contradicción! Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia, padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero, porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido y se defiende menos. Lo segundo es porque, como dijo doctamente Gracián, las ventajas en el entendimiento lo son en el ser. No por otra razón es el ángel más que el hombre, que porque entiende más: no es otro el exceso que el hombre hace al bruto sino sólo entender; y así como ninguno quiere ser menos que otro, así ninguno confiesa que otro entiende más: porque es consecuencia del ser más. Sufrirá uno y confesará que otro es más noble que él; que es más rico, que es más hermoso; y aunque es más docto; pero que es más entendido, apenas habrá quien lo confiese: Rarus est qui uelit cedere ingenio. Por eso es tan eficaz la batería contra esta prenda.

Cuando los soldados hicieron burla, entretenimiento y diversión de N. S. Jesucristo, trajeron una púrpura vieja, y una caña hueca, y una corona de espinas para coronarle por Rey de Burlas. Pues ahora, la caña y la púrpura eran afrentosas, pero no dolorosas; pues ¿por qué sólo la corona es dolorosa? ¿No basta que como las demás insignias fuese de escarnio e ignominia, pues ése era el fin? No, porque la sagrada cabeza de Cristo y aquel divino cerebro eran depósito de la sabiduría; y cerebro sabio en el mundo no basta que esté escarnecido, ha de estar también lastimado y maltratado; cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas. ¿Cuál guirnalda espera la sabiduría humana, si ve la que obtuvo la divina? Coronaba la soberbia romana las diversas hazañas de sus capitanes también con diversas coronas: ya con la cívica, al que defendía al ciudadano; ya   -131-   con la castrense, al que entraba en los reales enemigos; ya con la mural, al que escalaba el muro; ya con la obsidional, al que libraba la ciudad cercada, o el ejército sitiado, o el campo, o en los reales, ya con la naval, ya con la oval, ya con la triunfal otras hazañas, según refieren Plinio y Aulo Gelio: mas viendo yo tantas diferencias de coronas, dudaba de cuál especie sería la de Cristo, y me parece que fue obsidional, que (como sabéis, señora) era la más honrosa, y se llamaba obsidional de obsidio, que quiere decir cerco; la cual no se hacía de oro ni de plata, sino de la misma grama o hierba que cría el campo en que se hacía la empresa: y como la hazaña de Cristo fue hacer levantar el cerco al Príncipe de las Tinieblas, el cual tenía sitiada toda la Tierra, como lo dice en el libro de Job: Circuiui terram ta ambuluai per ea. Y de él dice San Pedro: Circuit quarens quem deuroret; y vino nuestro caudillo, y le hizo levantar el cerco: Nunc Princeps huius mundi eiicietur foras. Así los soldados lo coronaron, no con oro, ni plata, sino con el fruto natural que producía el mundo, que fue el campo de la lid; el cual, después de la maldición, spinas et tributos germinabit tibi, no producía otra cosa que espinas: y así, fue propísima corona de ellas, en el valeroso y sabio vencedor, con que le coronó su madre la Sinagoga. Saliendo a ver el doloroso triunfo, como el del otro Salomón festivas, a éste llorosas las hijas de Sión, porque es el triunfo de sabio obtenido con dolor y celebrado con llanto, que es el modo de triunfar la sabiduría; siendo Cristo, como Rey de ella, quien estrenó la corona, porque santificada en sus sienes se quite el horror a los otros sabios y entiendan que no han de aspirar a otro honor.

Quiso la misma Vida ir a dar vida a Lázaro difunto: ignoraban los discípulos el intento y lo replicaron: Rabbi, nunc quaerebant te Iudaei lapidare et iterum uodis illuc? Satisfizo el Redentor el temor: Nonne duodecim sunt horae diei? Hasta aquí parece que temían, porque tenían el antecedente de quererlo apedrear; porque los había reprendido, llamándolos ladrones y no pastores de las ovejas. Y así temían que si iba a lo mismo (como las reprensiones, aunque sean tan justas, suelen ser mal reconocidas) corriese peligro su vida; pero ya desengañados y enterados de que va a dar vida a Lázaro, ¿cuál es la razón que pudo mover a Tomás para que tomando aquí los alientos que en el Huerto Pedro Eamus et nos, ut moriamur cum eo? ¿Qué dices, Apóstol Santo, a morir no va el Señor, de qué es el recelo? Porque   -132-   a lo que Cristo va no es a reprender, sino a hacer una obra de piedad, y por eso no le suelen hacer mal. Los mismos judíos os podían haber asegurado, pues cuando os reconvino, queriéndole apedrear: Multa bona opera ostendi uobis ex Patre meo, propter quod eorum opus me lapidastis? Le respondieron: De bono opere non lapidamus te, sed de blasphemia. Pues si ellos dicen que no lo quieren apedrear por las buenas obras y ahora va a hacer una tan buena como dar la vida a Lázaro, ¿de qué es el recelo? ¿O por qué? ¿No fuera mejor decir: Vamos a gozar el fruto del agradecimiento de la buena obra que va a hacer nuestro Maestro, a verle aplaudir y rendir gracias al beneficio, a ver las admiraciones que hacen del milagro? Y no decir, al parecer, una cosa tan fuera del caso, como: Emaus cum eo. Mas ¡ay!, que el Santo temió como discreto, y habló como Apóstol. ¿No va Cristo a hacer un milagro? ¿Pues qué mayor peligro? Menos intolerable es para la soberbia oír las reprensiones que para la envidia ver los milagros. En todo lo dicho, venerable señora, no quiera (ni tal desatino cupiera en mí) decir que me han perseguido por saber, sino sólo porque he tenido amor a la sabiduría y a las letras, no porque haya conseguido ni uno ni otro.

Hallábase el Príncipe de los Apóstoles, en un tiempo, tan distante de la sabiduría, como pondera aquel enfático Petrus uero sequebatur eum a longe. Tan lejos de los aplausos del doctor, quien tenía el título de indiscreto: Nesciens quid diceret. Y aún examinado del conocimiento de la sabiduría, dijo él mismo que no había alcanzado la menor noticia: Mulier, nescio quid dicis: mulier, non noui illum. Y ¿qué le sucede? Que teniendo estos créditos de ignorante, no tuvo la fortuna, sí las aflicciones de sabio: ¿Por qué? No se dio otra causal sino: Et hic cum illo erat. Era afecto a la sabiduría, llevábalo el corazón, andábase tras ella, preciábase de seguidor y amoroso de la sabiduría; y aunque era tan a longe, que no la comprendía ni alcanzaba, bastó para incurrir sus tormentos. Ni faltó soldado de fuera que no lo afligiese, ni mujer doméstica que no lo aquejase. Yo confieso que me hallo muy distante de los términos de la sabiduría, y que la he deseado seguir, aunque a longe. Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento y ha sido con tal extremo, que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio.

Una vez lo han conseguido con una prelada muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de Inquisición,   -133-   y me mandó que no estudiase: Yo la obedecía (unos tres meses, que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin reflexa, nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe. Así yo (vuelvo a decir) las miraba y admiraba todas; de tal manera, que de las mismas personas con quienes hablaba, y de lo que me decían, me estaban resaltando mis consideraciones: ¿de dónde emanaría aquella variedad de genios e ingenios, siendo todos de una especie? ¿Cuáles serían los temperamentos y ocultas cualidades que lo ocasionaban? Si veía una figura, estaba combinando la proporción de sus líneas y midiéndola con el entendimiento y reduciéndola a otras diferentes. Paseábame algunas veces en el testero de un dormitorio nuestro (que es una pieza muy capaz), y estaba observando que siendo las líneas de sus dos lados paralelas y su techo a nivel, la vista fingía que sus líneas se inclinaban una a otra, y que su techo estaba más bajo en lo distante que en lo próximo: de donde infería que las líneas visuales corren rectas, pero no paralelas, sino que van a formar una figura piramidal. Y discurría si sería ésta la razón que obligó a los antiguos a dudar si el mundo era esférico o no. Porque aunque lo parece, podía ser engaño de la vista, demostrando concavidades donde pudiera no haberlas.

Este modo de reparos en todo me sucedía, y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello, que antes me suelo enfadar, porque me cansa la cabeza; y yo creía que a todos sucedía esto mismo, y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario: y es de tal manera esta naturaleza o costumbre, que nada veo sin segunda consideración. Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo, y apenas yo vi el movimiento y la figura, cuando empecé, con ésta mi locura, a considerar el fácil motu de la forma esférica; y cómo duraba el impulso ya impreso, e independencia de su causa, pues distante la mano de la niña, que era la causa motiva, bailaba el trompillo; y no contenta con esto, hice traer harina y cernerla, para que en   -134-   bailando el trompo encima se conociese si eran círculos perfectos o no los que describía con su movimiento; y hallé que no eran sino unas líneas espirales, que iban perdiendo lo circular cuando se iba remitiendo el impulso. Jugaban otras a los alfileres (que es el más frívolo juego que usa la puerilidad); yo me llegaba a contemplar las figuras que formaban, y viendo que acaso se pusieron tres en triángulo, me ponía a enlazar uno en otro, acordándome de que aquélla era la figura que dicen tenía el misterioso anillo de Salomón, en que había unas lejanas luces y representaciones de la Santísima Trinidad, en virtud de lo cual obraba tantos prodigios y maravillas; y la misma que dicen tuvo el harpa de David y que por eso sanaba Saúl a su sonido: casi la misma conservan las harpas de nuestros tiempos.

Pues, ¿qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y se fríe en la manteca o aceite y por el contrario se despedaza en el almíbar: ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria: ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí, y juntas no. Pero no debo cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres, sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo: Que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir, viendo estas costillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito. Y prosiguiendo en mi modo de cogitaciones, digo que esto es tan continuo en mí que no necesito de libros: y en una ocasión que por un grave accidente de estómago me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días; y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelo, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así, se redujeron a concederme que leyese; y más, señora mía, que ni aun el sueño se libró de este continuo movimiento de mi imaginativa; antes suele obrar en él más libre y desembarazada, confiriendo con mayor claridad y sosiego las especies que ha conservado del día; arguyendo, haciendo versos, de que os pudiera hacer un catálogo muy grande y de algunas razones y delgadezas, que he alcanzado dormida mejor que despierta; y las dejo   -135-   por no cansaros, pues basta lo dicho para que vuestra discreción y trascendencia penetre, y se entere perfectamente en todo mi natural y del principio, medios y estado de mis estudios.

Si éstos, señora, fueran méritos (como los veo por tales a celebrar en los hombres), no lo hubieran sido en mí, porque obro necesariamente: si son culpa, por la misma razón creo que no la he tenido; mas con todo vivo, siempre tan desconfiada de mí que ni en esto ni en otra cosa me fío de mi juicio; y así, remito la decisión a ese soberano talento, sometiéndome luego a lo que sentenciaré, sin contradicción ni repugnancia, pues esto no ha sido más de una simple narración de mi inclinación a las letras. Confieso también que con ser esto verdad, tal que (como he dicho) no necesitaba de ejemplares, con todo, no me han dejado de ayudar los muchos que he leído, así en divinas como humanas letras. Porque veo a una Débora, dando leyes, así en lo militar como en lo político, y gobernando el pueblo, donde había tantos varones doctos. Veo una sapientísima reina de Saba, tan docta que se atreve a tentar con enigmas la sabiduría del mayor de los sabios, sin ser por ello reprendida; antes por ello será juez de los incrédulos. Veo tantas y tan insignes mujeres: unas, adornadas del don de la profecía, como una Abigaíl; otras, de persuasión, como Esther; otras, de piedad, como Raab; otras, de perseverancia, como Ana, madre de Samuel, y otras infinitas, en otras especies de prendas y virtudes.

Si resuelvo a los gentiles, lo primero que encuentro es con las Sibilas, elegidas de Dios para profetizar los principales misterios de nuestra Fe; y en tan doctos y elegantes versos, que suspenden la admiración. Veo adorar por Diosa de las Ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer Júpiter y maestre de toda la sabiduría de Atenas. Veo una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una Cenobia, Reina de los Palmirenos, tan sabia como valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima Nicóstrata, inventora de las letras latinas y eruditísima en las griegas. A una Aspasia Milesia, que enseñó filosofía y retórica, y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipacia, que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y lo convenció. A una Julia, a una Corina, a una Cornelia: y en fin, a toda la gran turba   -136-   de las que merecieron nombre, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas, pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas de la antigüedad por tales. Sin otras infinitas, de que están los libros llenos, pues veo aquella egipciaca Catarina, leyendo y convenciendo todas las sabidurías de los sabios de Egipto. Veo una Gertrudis leer, escribir y enseñar. Y para no buscar ejemplos fuera de casa, veo una Santísima Madre mía, Paula, docta en las lenguas hebrea, griega y latina, y aptísima para interpretar las Escrituras. Y ¿qué más, que siendo su coronista un Máximo Jerónimo, apenas se hallaba el santo digno de serlo, pues con aquella viva ponderación y enérgica eficacia con que sabe explicarse, dice: Si todos los miembros de mi cuerpo fuesen lenguas, no bastarían a publicar la sabiduría y virtud de Paula? Las mismas alabanzas le mereció Blesilla, viuda; y las mismas la esclarecida virgen Eustoquia, hijas ambas de la misma Santa: y la segunda tal, que por su ciencia era llamada prodigio del mundo. Fabiola, romana, fue también doctísima en la Sagrada Escritura. Proba Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro, con centones de Virgilio, de los misterios de nuestra Santa Fe. Nuestra Reina Doña Isabel, mujer del décimo Alfonso, es corriente que escribió de astrología. Sin otras que omito, por no trasladar lo que otros han dicho (que es vicio que siempre he abominado), pues en nuestros tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima, y las Excelentísimas señoras Duquesa de Aveyro, y Condesa de Villa Umbrosa.

El venerable Doctor Arce (digno Profesor de Escritura por su virtud y letras), en su estudioso Bibliorum excita esta cuestión: An liceat feminis sacrorum Bibliorum studio incumbere eaque interpretari? Y trae por la parte contraria muchas sentencias de santos, en especial aquello del Apóstol: Mulieres in Ecclesiis taceant, non enim permittiur eis loqui, etcétera. Trae después otras sentencias y del mismo Apóstol aquel lugar Ad Titum: Anus similiter in habitu sancto bene docentes, con interpretaciones de los Santos Padres; y al fin resuelve con su prudencia que el leer públicamente en las cátedras, y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero que el estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil: claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia, y que fueren muy provectas y eruditas y tuvieren   -137-   el talento y requisitos necesarios para tan sagrado empleo: y esto es tan justo que no sólo a las mujeres (que por tan ineptas están tenidas), sino a los hombres (que con sólo serlo, piensan que son sabios) se había de prohibir la interpretación de las Sagradas Letras, en no siendo muy doctos y virtuosos y de ingenios dóciles y bien inclinados; porque de lo contrario creo yo que han salido tantos sectarios y que ha sido la raíz de tantas herejías; porque hay muchos que estudian para ignorar, especialmente los que son de ánimos arrogantes, inquietos y soberbios, amigos de novedades en la Ley (que es quien las rehúsa); y así, hasta que por decir lo que nadie ha dicho dicen una herejía no están contentos. De éstos dice el Espíritu Santo: In maleuolam animan non introibit sapientia. A éstos más daño les hace el saber que les hiciera el ignorar. Dijo un discreto: Que no es necio entero el que no sabe latín; pero el que lo sabe está calificado. Y añado yo que lo perfecciona (si es perfección la necesidad) el haber estudiado su poco de filosofía y teología, y el tener alguna noticia de lenguas, que con eso es necio en muchas ciencias y lenguas: porque un necio grande no cabe en sólo la lengua materna.

A éstos, vuelvo a decir, hace daño el estudiar, porque es poner espada en manos del furioso; que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en sus manos es muerte suya y de muchos. Tales fueron las Divinas Letras en poder del malvado Pelagio y del protervo Arrio, del malvado Lutero y de los demás heresiarcas, como lo fue nuestro Doctor (nunca fue nuestro ni Doctor) Gazalla: a los cuales hizo daño la sabiduría, porque aunque es el mejor alimento y vida del alma, a la manera que en el estómago mal acomplexionado y de viciado calor, mientras mejores los alimentos que recibe, más áridos, fermentados y perversos son los humores que cría, así estos malévolos, mientras más estudian, peores opiniones engendran; obstrúyeseles el entendimiento con lo mismo que habían de alimentarse, y es que estudian mucho y digieren poco, sin proporcionarse el vaso limitado de sus entendimientos. A esto dice el Apóstol: Dico enim per gratiam, quae data es mihi, omnibus, qui sunt inter uos: Non plus sapere, quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietaten, et unicuique sicut Deus diusit mensuram fidei. Y en verdad, no lo dijo el Apóstol a las mujeres sino a los hombres y que no es sólo para ellas el taceant, sino para todos los que no fueren muy aptos. Querer yo saber tanto, o más, que Aristóteles o San Agustín, si no tengo la aptitud de San   -138-   Agustín o Aristóteles (aunque estudie más que los dos), no sólo no lo conseguiré, sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto.

O si todos (y yo la primera, que soy una ignorante) nos tomásemos la medida del talento antes de estudiar (y lo peor es, de escribir) con ambiciosa codicia de igualar y aun de exceder a otros, qué poco ánimo nos quedara, y de cuántos errores nos excusáramos, y ¡cuántas torcidas inteligencias que andan por ahí no anduvieran! Y pongo las mías en primer lugar, pues si conociera, como debo, esto mismo, no escribiera: y protesto que sólo lo hago por obedeceros con tanto recelo, que me debéis más en tomar la pluma con este temor, que me debíerades si os remitiera más perfectas obras. Pero bien que va a vuestra corrección; borradlo, rompedlo y reprendedme, que eso apreciaré yo más que todo cuanto vano aplauso me pueden otros dar: Corripiet me iustus in misericordia, et increpabit; oleum autem peccatoris nin impinguet caput meum.

Y volviendo a nuestro Arce, digo que trae en confirmación de su sentir aquellas palabras de mi padre San Jerónimo: Ad Laetam de institutione filiae. Donde dice: Adhuc tenera lingua Psalmis dulcibus imbuatur. Ipsa nomina per quae consuescit paulatim verba contexere non sint fortuita, sed certa e coacervata de industria, Prophetarum uidelicet, atque Apostolorum et omnis ad Adam Patriarcharum series, Matthaeo Lucaque descendat, ut dum aliud agit, futurae memoriae praeparetur. Reddat tibi pensum quotidie de Scriptorum floribus cartum. Pues si así quería el Santo que se educase una niña que apenas empezaba a hablar, ¿qué querrá en sus monjas y en sus hijas espirituales? Bien se conoce en las referidas Eustoquia y Fabiola y en Marcela, su hermana Pacátula, y otras a quienes el Santo honra en sus epístolas, exhortándolas a este sagrado ejercicio; como se conoce en la citada epístola, donde noté yo aquel reddat tibi pensum, que es reclamo y concordante del bene docentes de San Pablo, pues el redatt tibi de mi gran padre da a entender que la maestra de la niña ha de ser la misma Leta su madre.

¡Oh, cuántos daños se excusaran en nuestra República si las ancianas fueran doctas como Leta, y que supieran enseñar como manda San Pablo, y mi padre San Jerónimo! Y no, que por defecto de esto y la suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo ordinario a sus hijas, les fuerza   -139-   la necesidad y falta de ancianas sabias a llevar maestros hombres a enseñar a leer, escribir y contar, a tocar y otras habilidades, de que no pocos daños resultan, como se experimentan cada día en lastimosos ejemplos de desiguales consorcios: porque con la inmediación del trato y la comunicación del tiempo suele hacerse fácil lo que no se pensó ser posible. Por lo cual muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas, que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas, como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese sucediendo el magisterio, como sucede en el de hacer labores y lo demás que es costumbre. Porque ¿qué inconveniente tiene que una mujer anciana, docta en letras y de santa conversación y costumbres, tuviese a su cargo la educación de las doncellas? Y no, que éstas, o se pierdan por falta de doctrina, o por querérsela aplicar por tan peligrosos medios cuales son los maestros hombres, que cuando no hubiera más riesgo que la indecencia de sentarse al lado de una mujer verecunda (que aún se sonrosea de que la mire a la cara su propio padre) un hombre tan extraño a tratarla con casera familiaridad y a tratarla con magistral llaneza: el pudor del trato con los hombres y de su conversación basta para que no se permitiese. Y no hayo yo que este modo de enseñar de hombres a mujeres pueda ser sin peligro, si no es en el severo tribunal de un confesionario, o en la distante decencia de los púlpitos, o en el remoto conocimiento de los libros; pero no en el manoseo de la inmediación: y todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite, sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; ¿luego es grande daño el no haberlas? Esto debían considerar los que atados al Mulieres in Ecclesia taceant blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen; como que no fuera el mismo Apóstol el que digo bene docentes. Además de aquella prohibición cayó sobre lo historial que refiere Eusebio; y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban los apóstoles; y por eso se les mandó callar, como ahora sucede, que mientras predica el predicador no se reza en alta voz.

No hay duda de que para inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aun maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las Divinas Letras: Scindite corda   -140 -   uestra, et non vestimenta uestra, ¿no es alusión a la ceremonia que tenían los hebreos de rasgar los vestidos, en señal de dolor, como lo hizo el mal pontífice cuando dijo que Cristo había blasfemado? Muchos lugares del Apóstol sobre el socorro de las viudas, ¿no miraban también a las costumbres de aquellos tiempos? Aquel lugar de la mujer fuerte: Nobilis in portis uir eius, ¿no alude a la costumbre de estar los tribunales de los jueces en las puertas de las ciudades? El dare terram Deo ¿no significa hacer algún voto? Hiemantes ¿no se llamaban los pecadores públicos, porque hacían penitencia a cielo abierto, a diferencia de los otros que la hacían en un portal? Aquella queja de Cristo al fariseo, de la falta del ósculo y lavatorio de pies, ¿no se fundó en la costumbre que de hacer estas cosas tenían los judíos? ¿Y otros infinitos lugares, no sólo de las Letras Divinas, sino también de las humanas, que se topan a cada paso, como el adorate purpuram, que significa obedecer el Rey; el manumittere eum, que significa dar libertad, aludiendo a la costumbre y ceremonia de dar una bofetada al esclavo, para darle libertad? ¿Aquel intonuit caelum de Virgilio, que alude al agüero de tronar hacia occidente, que se tenía por bueno? ¿Aquel Tu nunquam leporem edisti de Marcial, que no sólo tiene el donaire de equívoca en el leporem, sino la alusión a la propiedad que decían tener la liebre? ¿Aquel proverbio, Malean legens, quae suntdomi obliuiscere, que alude al gran peligro del Promontorio de Laconia? ¿Aquella respuesta de la casta matrona el pretensor molesto, de por mí no se untarán los quicios, ni arderán las teas, para decir que no quería casarse, aludiendo a la ceremonia de untar las puertas con manteca y encender las teas nupciales en los matrimonios, como si ahora dijéramos: Por mí no se gastarán arras, ni echará bendiciones el cura? Y así, hay tanto comento de Virgilio y de Homero, y de todos los poetas y oradores. Pues fuera de esto, ¿qué dificultades no se hallan en los Lugares Sagrados, aun en lo gramatical de ponerse el plural por singular, de pasar de segunda a tercera persona, como aquello de los «Cantares»: Osculetur me osculo oris sui: quia meliora sunt ubera tua uino? Aquel poner los adjetivos en genitivo, en vez de acusativo, como calicem salutaris occipiam? ¿Aquel poner el femenino por masculino, y al contrario, llamar adulterio a cualquier pecado?

Todo esto pide más lección de lo que piensan algunos, que de meros gramáticos; o cuando mucho, con cuatro términos de Súmulas quieren interpretar las Escrituras y se   -141-   aferran del Mulieres in Ecclesia taceant, sin saber cómo se ha de entender. Y de otro lugar, Mulier in silentio disccat. Siendo este lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues mandan que aprendan; y mientras aprenden, claro está que es necesario que callen. Y también está escrito: Audi, Israel, et tace, donde se habla con toda la colección de los hombres y mujeres y a todos se manda callar; porque quien oye y aprende, es mucha razón que atienda y calle. Y si no, yo quisiera que estos intérpretes y expositores de San Pablo me explicaran cómo entienden aquel lugar, Mulieres in Ecclesia taceant. Porque, o lo han de entender de lo material de los púlpitos y cátedras, o de lo formal de la universidad de los fieles, que es la Iglesia: si lo entienden de lo primero, que es (en mi sentir) su verdadero sentido, pues vemos que, con efecto, no se permite en la Iglesia que las mujeres lean públicamente ni prediquen, ¿por qué reprenden a las que privadamente estudian? Y si no lo entienden de lo segundo, y quieren que la prohibición del Apóstol sea trascendentalmente, que ni en lo secreto se permita escribir ni estudiar a las mujeres, ¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriban una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Ágreda y otras muchas? Y si me dicen que éstas eran Santas, es verdad; pero no obsta a mi argumento: lo primero, porque la proposición de San Pablo es absoluta y comprende a todas las mujeres, sin excepción de Santas, pues también en su tiempo lo eran Marta y María, Marcela, María madre de Jacob, y Salomé, y otras muchas que había en el fervor de la primitiva Iglesia, y no las exceptúa; y ahora vemos que la Iglesia permite escribir a las mujeres santas y no santas, pues la de Ágreda y María de la Antigua no están canonizadas y corren sus escritos; y ni cuando Santa Teresa y las demás escribieron lo estaban. Luego la prohibición de San Pablo sólo miró a la publicidad de los púlpitos, pues si el Apóstol prohibiera el escribir, no lo permitiera la Iglesia. Pues ahora, yo no me atrevo a enseñar, que fuera en mí muy desmedida presunción; y el escribir, mayor talento que el mío requiere y muy grande consideración; así lo dice San Cipriano: Graui consideratione indigent quae scribimus. Lo que sólo he deseado es estudiar para ignorar menos: que (según San Agustín) unas cosas se aprenden para hacer y otras para sólo saber: Discimus quaedam ut sciamus, quaedam ut faciamus. Pues ¿en qué ha estado el delito, sin aún lo que es lícito a las mujeres, que es enseñar escribiendo, no hago yo, porque conozco   -142-   que no tengo caudal para ello, siguiendo el consejo de Quintiliano: Noscat quisque, et non tantum ex alienis praeceptis sed ex natura sua copiat consilium? Si el crimen está en la Carta Atenagórica, ¿fue aquélla más que referir sencillamente mi sentir, con todas las venias que debo a nuestra Santa Madre Iglesia? Pues si ella, con su santísima autoridad, no me lo prohíbe, ¿por qué me lo han de prohibir otros? Llevar una opinión contraria de Vieira fue en mí atrevimiento, ¿y no lo fue en su paternidad llevarle contra los tres Santos Padres de la Iglesia? ¿Mi entendimiento, tal cual, no es tan libre como el suyo, pues viene de un solar? ¿Es alguno de los principios de la Santa Fe revelados su opinión, para que la hayamos de creer a ojos cerrados? Demás, que yo ni falté al decoro que a tanto Varón se debe, como acá ha faltado su defensor, olvidado de la sentencia de Tito Lucio: Artes committatus decor; ni toqué a la Sagrada Compañía en el pelo de la ropa; ni escribí más que para el juicio de quien me lo insinuó: y según Plinio, Non similis est conditio publicantis, et nomination dicentis. Que si creyera había de publicar, no fuera con tanto desaliño como fue. Si es (como dice el Censor) herética, ¿por qué no la delata? Con eso él quedará vengado y yo contenta, que aprecio (como debo) más el nombre de católica y de obediente hija de mi Santa Madre Iglesia que todos los aplausos de docta. Si está bárbara (que en eso dice bien), ríase, aunque sea con la risa que dicen del conejo; que yo no le digo que me aplauda, pues como yo fui libre para disentir de Vieira, lo será cualesquiera para disentir de mi dictamen.

Pero ¿dónde voy, señora mía? Que esto no es de aquí, ni es para vuestros oídos, sino que como voy tratando de mis impugnadores, me acordé de las cláusulas de uno que ha salido ahora, e insensiblemente se deslizó la pluma a quererle responder en particular, siendo mi intento hablar en general. Y así, volviendo a nuestro Arce, dice que conoció en esta ciudad dos monjas: la una en el convento de Regina, que tenía el breviario de tal manera en la memoria, que aplicaba, con grandísima prontitud y propiedad, sus versos, salmos y sentencias de Homilías de los Santos en las conversaciones. La otra, en el convento de la Concepción, tan acostumbrada a leer las Epístolas de mi Padre, San Jerónimo y locuciones del Santo, de tal manera, que dice Arce: Hyeronymum ipsum hispane loquentem audire me existimarem. Y de ésta dice que supo, después de su muerte, había traducido dichas Epístolas en romance; y se duele de que   -143-   tales talentos no se hubieran empleado en mayores estudios, con principios científicos, sin decir los nombres de la una ni de la otra, aunque las trae para confirmación de su sentencia: que es que no sólo es lícito, pero utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las Sagradas Letras, y mucho más a las monjas, que es lo mismo a que vuestra discreción me exhorta y a que concurren tantas razones.

Pues si vuelo los ojos a la tan perseguida habilidad de hacer versos, que en mí es tan natural que aún me violento para que esta carta no lo sean, y pudiera decir aquello de Quidquid canabar dicere uersus erat. Viéndola condenar a tantos tanto y acriminar he buscado muy de propósito cuál sea el daño que puedan tener, y no lo he hallado; antes, sí, los veo aplaudidos en las bocas de las Sibilas, santificados en las plumas de los Profetas, especialmente del Rey David, de quien dice el gran Expositor y amado padre mío (dando razón de la mensura de sus metros): In more hoc, et Pindarus, nunc iambo currit, nunc cantico personat, nunc saphicorum... et nunc semipede ingreditur. Lo más de los Libros Sagrados están en metro, como el Cántico de Moisés; y los de Job dice San Isidoro en sus Etimologías que están en verso heroico. En los Epitalamios los escribió Salomón, en los Trenos Jeremías. Y así, dice Casidoro: Omnis poetica locutio a Diuinis Scripturis sumpsit exordium. Pues nuestra Iglesia Católica, no sólo no los desdeña, mas los usa en sus Himnos y recita los de San Ambrosio, Santo Tomás, San Isidoro y otros. San Buenaventura les tuvo tal afecto que apenas hay plana suya sin versos. San Pablo bien se ve que los había estudiado, pues los cita y traduce el de Arato: In ipso enim uiuimus, et mouemus, et sumus. Y alega el otro de Parménides: Cretenses semper mendaces, malae bestiae, pigri. San Gregorio Narcianceno disputa en elegantes versos las cuestiones de matrimonio, y las de la virginidad. Y ¿qué me canso? La Reina de la Sabiduría, y Señora nuestra, con sus sagrados labios entonó el Cántico del Magnificat; y habiéndola traído por ejemplar, agravio fuera traer ejemplos profanos, aunque sean de varones gravísimos y doctísimos, pues esto sobra para prueba; y el ver que aunque como la elegancia hebrea no se pudo estrechar a la mensura latina, a cuya causa el traductor sagrado, más atento a lo importante del sentido, omitió el verso, con todo, retienen los Salmos el nombre y divisiones de versos: pues ¿cuál es el daño que pueden tener ellos en sí? Porque el mal uso no es culpa del arte, sino del mal profesor que los vicia, haciendo   -144-   de ellos lazos del demonio; y esto en todas las facultades y ciencias sucede: pues si está el mal en que los use una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente; pues, ¿en qué está el serlo yo? Confieso desde luego mi ruindad y vileza; pero no juzgo que se habrá visto una copla más indecente. Demás, que yo nunca he escrito cosa alguna por mi voluntad, sino por ruegos y preceptos ajenos; de tal manera, que no me acuerdo -haber escrito por mi gusto, sino es un papelillo que llaman el Sueño. Esa carta, que vos, señora mía, honrasteis tanto, la escribí con más repugnancia que otra cosa; y así porque era de cosas sagradas, a quienes (como he dicho), tengo reverente temor, como porque parecía querer impugnar, cosa a que tengo aversión natural; y creo que si pudiera haber prevenido el dichoso destino a que nacía, pues como a otro Moisés la arrojé expósita a las aguas del Nilo del silencio donde la halló y acarició una Princesa como vos: creo (vuelvo decir) que si yo tal pensara, la ahogara antes entre las mismas manos en que nacía, de miedo de que pareciesen a la luz de nuestro saber los torpes borrones de mi ignorancia: de donde se conoce la grandeza de vuestra bondad, pues está aplaudiendo vuestra voluntad lo que precisamente ha de estar repugnando vuestro clarísimo entendimiento. Pues ya que su ventura la arrojó a vuestras puertas, tan expósita y huérfana que hasta el nombre le pusisteis vos, pésame que entre mis deformidades llevase también los defectos de la prisa; porque así por la poca salud que continuamente tengo, como por la sobra de ocupaciones en que me pone la obediencia, y carecer de quien me ayude a escribir y estar necesitada a que todo sea de mi mano; y porque como iba contra mi genio y no quería más que cumplir con la palabra, a quien no podía desobedecer, no veía la hora de acabar; y así, dejé de poner discursos enteros y muchas pruebas que se me ofrecían, y las dejé por no escribir más; que a saber que se había de imprimir, no las hubiera dejado, siquiera por dejar satisfechas algunas objeciones que se han excitado y pudiera remitir; pero no seré tan desatenta que ponga tan indecentes objetos a la pureza de vuestros ojos, pues basta que los ofenda con mis ignorancias, sin que les remita ajenos atrevimientos; si ellos por sí volaren por allá (que son tan livianos, que si harán), me ordenaréis lo que debo hacer, que si no es interviniendo nuestros preceptos, lo que es por mi defensa, nunca tomaré la pluma, pues me parece que no necesita de que otro le responda quien en lo mismo que se oculta conoce   -145-   su error, pues (como dice mi padre San Jerónimo) Bonus sermo secreta non quarit, y San Ambrosio: Latere criminosae est conscientiae.

Ni yo me tengo por impugnada, pues dice una regla del Derecho: Accusatio non tenetur, si non curat de persona quae produxerit illam. Lo que sí es de ponderar es el trabajo que le ha costado el andar haciendo trazados: ¡para demencia!, cansarse más en quitarse el crédito que pudiera en granjearlo.

Yo (señora mía) no he querido responder, aunque otros lo han hecho (sin saberlo yo); basta que he visto algunos papeles: y entre ellos uno que por docto os remito y porque el leerle os desquite parte del tiempo que os he malgastado en lo que yo escribo. Si vos (señora) gustáredes de que yo haga lo contrario de lo que tenía propuesto, a vuestro juicio y sentir, el menor movimiento de vuestro gusto cederá (como es razón) mi dictamen, que (como os he dicho) era de callar; porque aunque dice San Juan Crisóstomo: Columniatores conuincere oportet, interrogatores docere, veo que también dice San Gregorio: Victoria non minor est hostes tolerare quam hostes uincere. Y que la paciencia vence tolerando y triunfa sufriendo. Y si entre los gentiles romanos era costumbre en la más alta cumbre de la gloria de sus capitanes, cuando entraban triunfando de las naciones, vestidos de púrpura y coronados de laurel, tirando el carro, en vez de brutos, coronadas frentes de vencidos reyes, acompañados de los despojos de las riquezas de todo el mundo y adornada la milicia vencedora de las insignias de sus hazañas, oyendo los aplausos populares en tan honrosos títulos y renombres como llamarlos padres de la patria, columnas del imperio, muros de Roma, amparos de la República y otros nombres gloriosos; que en este supremo auge de la gloria y felicidad humana fuese un soldado en voz alta diciendo al vencedor (como consentimiento suyo y orden del Senado): Mira que eres mortal; mira que tienes tal y tal defecto; sin perdonar los más vergonzosos, como sucedió en el triunfo de César, que voceaban los más viles soldados a sus oídos: Cauete Romani, adducimus uobis adulterum caluum. Lo cual se hacía porque en medio de tanta honra no se desvaneciese el vencedor, y porque el lastre de estas afrentas hiciese contrapeso a las velas de tantos aplausos, para que no peligrase la nave del juicio entre los vientos de las aclamaciones. Si esto, digo, hacían unos gentiles con sola la luz   -146-   de la ley natural, nosotros, católicos, con un precepto de amar a los enemigos, ¿qué mucho haremos en tolerarlos?

Yo de mí puedo asegurar que las calumnias algunas veces me han mortificado; pero nunca me han hecho daño, porque yo tengo por muy necio al que, teniendo ocasión de merecer, pasa el trabajo y pierde el mérito; que es como los que no quieren conformarse al morir y al fin mueren, sin servir su resistencia de excusar la muerte, sino de quitarles el mérito de la conformidad y de hacer mala muerte la muerte que podía ser bien. Y así (señora mía), estas cosas creo que aprovechan más que dañan; y tengo por mayor el riesgo de los aplausos en la flaqueza humana, que suele apropiarse lo que no es suyo; y es menester estar con mucho cuidado y tener escritas en el corazón aquellas palabras del Apóstol: Quid autem habes quod non accepisti? Si autem accepisti, quid gloriaris quasi non acceperis? Para que sirvan de escudo que resista las puntas de las alabanzas, que son lanzas: que en no atribuyéndose a Dios, cuyas son, nos quitan la vida y nos hace ser ladrones de la honra de Dios y usurpadores de los talentos que nos entregó y de los dones que nos prestó y de que hemos de dar estrechísima cuenta. Y así (señora), yo temo más esto que aquello: porque aquello con sólo un acto sencillo de paciencia está convertido con provecho, y esto son menester muchos actos reflexivos de humildad y propio conocimiento para que no sean daño. Y así, de mí lo conozco y reconozco que es especial favor de Dios el conocerlo, para saberme portar en uno y en otro con aquella sentencia de San Agustín: Amico Iandanti credendum non est, sicut nec inimico detrahenti. Aunque yo soy tal, que las más veces lo debo de echar a perder, o mezclarlo con tales defectos e imperfecciones, que vicio lo que de suyo fuera bueno; y así, en lo poco que se ha impreso mío, no sólo mi nombre, pero ni el consentimiento para la impresión ha sido dictamen propio, sino libertad ajena, que no cae debajo de mi dominio; como lo fue la impresión de la Carta Atenagórica; de suerte que solamente unos Ejercicios de la Encarnación y unos Ofrecimientos de los Dolores se imprimieron con gusto mío, por la pública devoción, pero sin mi nombre, de los cuales remito algunas copias, porque (si os parece) los repartáis entre nuestras hermanas las religiosas de esa santa Comunidad y demás de esa ciudad. De los Dolores va sólo uno, porque se han consumido ya y no pude hallar más: hícelos sólo por la devoción de mis hermanas, años ha, y después se divulgaron   -147-   cuyos asuntos son tan improporcionados a mi tibieza como a mi ignorancia; y sólo me ayudó en ellos ser cosas de nuestra gran Reina; que no sé qué tiene el que, en tratando de María Santísima, se encienda el corazón más elevado. Yo quisiera (venerable señora mía) remitiros obras dignas de vuestra virtud y sabiduría, pero como dijo el poeta:


    Ut desint uires, tamen est laudanda uoluntas:
Hac ego contentus, auguror esse Deos.



Si algunas otras cosillas escribiere, siempre irán a buscar el sagrado de vuestras plantas y el seguro de vuestra corrección, pues no tengo otra alhaja con que pagaros: y en sentir de Séneca, el que empezó a hacer beneficio se obligó a continuarlos; y así os pagará a vos vuestra propia liberalidad, que sólo así puedo yo quedar dignamente desempeñada, sin que caiga en mí aquello del mismo Séneca: Turpis est beneficiis uinci. Que es bizarría del acreedor generoso dar al deudor pobre con qué pueda satisfacer la deuda. Así lo hizo Dios con el mundo, imposibilitado de pagar: diole a su Hijo propio, para que se lo ofreciese por digna satisfacción. Si el estilo (venerable señora mía) de esta carta no hubiese sido como es debido, os pido perdón de la casera familiaridad, o menos autoridad, de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra ilustrísima persona, que a veros yo sin velo no sucediera así; pero vos, con vuestra cordura y benignidad, supliréis o enmendaréis los términos; y si os pareciese incongruo el vos, de que yo he usado, por parecerme que para la reverencia que os debo es muy poca reverencia la reverencia, mudadlo en el que os pareciere decente a lo que os merecéis, que yo no me he atrevido a exceder de los límites de vuestro estilo, ni a romper el margen de vuestra modestia. Y mantenedme en vuestra gracia, para impetrarme la divina de que os conceda el Señor muchos aumentos y os guarde, como le suplico y he menester. De este convento de vuestro padre San Jerónimo de Méjico, a primero día del mes de marzo de mil seiscientos y noventa y un años.

B. V. M. vuestra más favorecida.

Juana Inés de la Cruz.





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