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Obras escogidas

Ventura de la Vega



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Tomo I

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Elogio fúnebre

Del Excmo. Sr. D. Ventura de la Vega de la Real Academia Española. Leído en la junta del Jueves 23 de febrero de 1866 por el General Pezuela, Conde de Cheste.

     Cumpliendo con el deber, honroso y grato para mí, de escribir el elogio fúnebre de nuestro difunto compañero el Sr. D. Ventura de la Vega, os lo presento ahora; si bien desnudo de las galas de imaginación y estilo con que le hubiera enriquecido cualquiera otro de los sabios varones entre quienes tengo la honra de sentarme, con merecimiento escaso en la república de las letras, revestido tal vez del curioso y puntual recuerdo de varios accidentes de la existencia del caro amigo con quien pasé mi infancia y las floridas horas de la primera juventud. Esto sin duda tuvo presente la Academia para confiarme la comisión que hoy desempeño. Pero si tal circunstancia facilita por una parte mi trabajo, no deja de ofrecer por otra el grave inconveniente de que yo vea la figura que retratar me propongo, acrecida por el cristal de mi cariño y con los colores de mi entusiasmo apasionado. Trataré de describirla, sin embargo, con imparcial criterio; y en cumplimiento de nuestros estatutos, voy a haceros, no el juicio crítico de las obras del literato insigne, sino la necrología del malogrado académico; y digo malogrado, porque la muerte nos le quita, a los umbrales de fresca ancianidad, cuando su imaginación, todavía vigorosa, dirigida por el saber y la experiencia, prometía aún sazonados frutos que hubieran enriquecido el no muy copioso caudal de nuestros buenos libros contemporáneos, contribuyendo a la gloria de las bellas letras en nuestros feos días de materialismo, ciñendo al propio tiempo con nuevas coronas aquella frente que todos recordamos, y en que parece como que hervían los gérmenes del ingenio, de la imaginación y del talento. �Triste recuerdo para nosotros, que, ya ancianos casi todos, hemos perdido en brevísimo tiempo a cinco de nuestros más ilustres compañeros! �Ay! El más duro de los males de la vejez desapiadada es ver cómo se van borrando uno tras otro del libro de la vida los nombres de los seres amados con quienes hicimos las primeras alegres jornadas del viaje por el mundo, y encontrarnos poco a poco solos, hasta no tener más compañía que nuestros achaques, ni más halago que nuestros melancólicos recuerdos. Perdonadme este desahogo del dolor que me causan dos heridas por las que aún vierte sangre el corazón: la que todos estáis sintiendo todavía, y la que yo añado a ella con la pérdida de un hermano querido, que también compartió con el amigo de que voy a hablaros los dulces juegos de la niñez y el punzador cuidado de las aulas.

     Nació D. Buena Ventura de la Vega en Buenos Aires, capital del entonces virreinato español, el día 14 de julio de 1807. Fueron sus padres D. Diego de la Vega y doña María de los Dolores Cárdenas. El primero fue destinado desde España a aquella ciudad con el empleo de contador mayor, decano del Tribunal de cuentas y visitador de Real Hacienda, y la segunda había nacido en ella, de una familia noble, establecida allí hacía largo tiempo. Esta señora, que hoy octogenaria vive todavía en su patria, y que ha sido dotada por el cielo de imaginación vehementísima y de carácter activo y varonil, perdió a su esposo a los cinco años de nacido su primogénito, y seis después tuvo valor para separarse de éste; y celosa de su educación, y esperanzada con la herencia de bienes en España que un amigo de la familia había prometido al pequeño Ventura una sola vez, acariciándole delante de la entusiasta madre, le mandó a la Península en compañía de un sacerdote su conocido, que se embarcó con el navegante de once años el día 1.� de julio de 1818, no sin haber hecho éste una resistencia que en su tierna edad revelaba ya las dotes de que en adelante había de dar tan singulares muestras en las asambleas, academias y teatros.

     Llevado el rapaz el día anterior, a la fuerza y en hombros de un esclavo, al atravesar la plaza Real, alzó su vocecilla y en son declamatorio y con acento expresivo gritó, extendiendo sus bracitos por encima de las negras espaldas de su opresor membrudo: �Qué, no me defendéis? �No estáis viendo que con pretexto de educarme me van a llevar a la patria de los tiranos godos? �Favor! �Favor! �Salvad a un ciudadano indefenso! Y tal efecto produjo entre los circunstantes lo sentido de sus palabras de hombre, que acompañó bien pronto con los sollozos y lágrimas de niño, que fue detenido, y hubo de intervenir la autoridad, y ser indispensable que al otro día prestara su asentimiento para el largo viaje el orador insigne, amansado con golosinas, juguetes y promesas de acompañarle de la pobre madre, que ni había de cumplirlas nunca, ni de estrechar más contra su pecho al hijo de sus entrañas, que dio a luz en días de tribulación, fugitiva de su propia casa, oculta en la choza de una humilde campesina, uniendo en pobre lecho a la congoja y los sustos de su estado los que producía en las calles de la ciudad el temeroso ruido de la revolución y de las armas.

     Desembarcó Vega en Gibraltar a los dos meses y medio de navegación, y pasó a Madrid al cuidado de su tío D. Fermín del Río y Vega, mayor de la secretaría de Hacienda, quien le recibió con paternal cariño y dispuso que empezara su educación, asistiendo a la clase de rudimentos de latinidad en los Estudios imperiales de San Isidro, a cargo de los jesuitas. Más tarde, en el año de 1821, le trasladó en clase de alumno interno al colegio establecido en la calle de San Mateo por don Juan Manuel Calleja; el cual empezaba ya a gozar de la fama, después grande y merecida, a que le elevaron profesores tan sabios como Cabezas y Lista y Hermosilla. Vivero fecundo de tiernas plantas que habían de ser un día frondosísimos árboles, de allí surgieron a ser útiles y fructíferos a su patria magistrados, poetas, militares, literatos, jurisconsultos y repúblicos, como los Pardo, Alonso, Espronceda, Molíns, Ochoa, Roncali, Seoane, Montalván, los Benítez, Mazarredos y Nandines. Desde luego, y a la par de los mejores, empezó a sobresalir nuestro D. Ventura, si no por su aplicación, por su memoria prodigiosa y por las raras dotes de su penetrante y retentivo talento, que le permitían empaparse en los secretos del libro con desflorar apenas la superficie de las hojas, proporcionándole a poca costa en los públicos exámenes lucimiento y aplauso la gracia de su acento y ademán, y la fácil soltura de su palabra; contribuyendo a conquistarle la afición y simpatía de cuantos le escuchaban lo menudo de su pequeño cuerpo, que aun edad más temprana de la que tenía figuraba. Ni se distinguía menos por los diabólicos juegos y las atrevidas invenciones, que eran la delicia de sus malignos camaradas de sala, todos de menos años que los catorce suyos, y la desesperación del celador que los cuidaba. Unas veces dibujaba por las paredes con carbón la cabeza orejona de un sátiro o de un burro sobre un cuerpo flaquísimo, que figuraba el del sucio y viejo Muñoz que había cambiado sus honrosas divisas de cabo primero por las funciones de pedagogo de los colegiales más pequeños. Otras convocaba a la canalla chillona y descreída, y en medio de gran círculo, subido en una silla, recitaba un romance que él y Espronceda compusieron, llamándose dos ingenios de la Corte, y que empezaba:

                                  Voy a daros una idea,
aunque bastante concisa,
de un hombre a quien por oler
le huele hasta la camisa.


     Aun ahora mismo, como si fuera ayer, me parece que le estoy viendo preparándose a unos trabajos de voladura, llevando por aprendiz a mi querido hermano menor que aún no tenía once años. En el fondo de un vasto patio donde jugábamos en las horas de recreo, había en el ángulo de la izquierda un sobrado sin puertas, que había sido cochera, donde ya viejo reposaba de sus fatigas un bombé contemporáneo de la juventud de nuestro Director. El nuevo Pedro Navarro y su novísimo ayudante estaban de rodillas debajo de la caja del que fue vehículo; y mientras el uno hacía un montoncito, derramando unos cartuchos de pólvora que había llevado de su casa y escondió desde el domingo anterior, soplaba el otro una ascua, dilatando los mofletes y sacando llama que enrojecía fantásticamente el picaresco rostro de los dos diablillos. Por fortuna para su belleza futura, los sorprendió oportunamente el protagonista del romance de los dos ingenios de la Corte, y los llevó al calabozo a continuar allí sus estudios pirotécnicos.

     Cultivaba entretanto otros de más provecho; y al paso que se resistía a su juvenil imaginación verdeante y jugosa el monótono y seco demostrar de las ciencias matemáticas, hacía prodigiosos adelantos en las humanidades y en la historia, y en las clases de adorno, especialmente en la de recitar trozos escogidos de nuestros mejores hablistas en prosa y verso; porque, como ya hemos dicho, tuvo desde muy pequeño ciega voluntad por la declamación, la cual le dominó después constantemente hasta sus últimos días, y contribuyó acaso a acortárselos más de lo que a las letras y a sus amigos convenía; y no era extraño, porque todos amamos aquello en que nos distinguimos, y tenía Vega para sobresalir en aquel arte calidades muy superiores. Su cuerpo, aunque pequeño, era proporcionado, suelto y elegante; ancha su frente, coronada de un hermoso cabello negro, liso y brillante; y su fisonomía elástica y movible, y la expresión y viveza de sus grandes ojos, y el sonido profundo, extenso, vibrante y armonioso de su voz, que manejaba como el rostro a su capricho, hacían la delicia de cuantos le veían y escuchaban, agregándose a todo un talento de imitación tan singular, que remedaba fácilmente el tono y las acciones, lo mismo del viejo que del mancebo, de la modesta señorita que del atrevido chicuelo, del Pelayo de Quintana que del cocinero de Gorostiza; distinguiéndose sobre todo en el arte de tomar aliento y repartirlo en la duración de los períodos; con que en su boca no era nunca penoso al espectador seguir la expresión de las ideas, ni el desborde de las pasiones, con arte suma, si bien con natural efecto presentadas. Yo de mí sé decir que no he visto a nadie leer como él leía, aun en los momentos, pocos en verdad, en que por pagar tributo a la costumbre daba entonación sobrada a los versos líricos que en nuestros salones se declaman con esa monótona y lacrimosa canturía que obscurece los pensamientos si los hay, y a prestarlos no basta la verdadera armonía, producto sólo de la propia y feliz combinación de las palabras.

     Pero el colegio de San Mateo sobrevivió pocos años, con gran dificultad y suprimiendo cátedras importantes, a la caída en España del gobierno constitucional. Desde su decadencia se dispersaron los distinguidos jóvenes que en él recogieron las semillas primeras de las ciencias. Vega continuó cultivándolas bajo la dirección de D. Alberto Lista, en casa de este sapientísimo sacerdote, que desdeñado por el gobierno del triste Calomarde, daba entonces lecciones particulares de historia y literatura. A ellas asistían algunos de nuestros antiguos condiscípulos; y éstos, con otros nuevos, como Segovia, Escosura, Amador, Ortiz y los Usozes, y con otros que, sin necesitar ya de las escuelas, como Bretón, Larra y Mesonero, por identidad de gustos y de estudios se nos agregaban, compusieron aquella pléyade luciente que, en los años que transcurrieron desde el 24 en adelante, empezó a brillar en el cielo que, como dice uno de los más grandes ingenios de España y del mundo, por hallarse bajo el cenit de la Lira goza el privilegio de tener por hijos a tantos y tan famosísimos poetas.

     De entonces data la Academia del Mirto que ellos fundaron, y que Lista presidía y encaminaba con sus sabios consejos. A ellos debe nuestro Vega el gusto exquisito que siempre campea en todas sus obras: gusto difícil de formar en aquellos más difíciles tiempos de transición y de mudanza para la literatura de toda Europa. Sin ellos, quién sabe si nuestro futuro autor de El hombre de mundo no habría extraviado su talento, despeñándolo como otros muchos por los más cavernosos precipicios del ridículo romanticismo. De entonces también datan aquella asidua asistencia al café de Venecia primero, y al del Príncipe después, que de nosotros tomó el nombre gráfico de El Parnasillo, y aquellas reuniones de casa del entusiasta arquitecto D. Francisco Mariategui, y del bondadoso caballerizo del rey D. Quírico de Aristizábal, en donde empezaron a desarrollarse nuestros afectos de hombres y nuestras inclinaciones respectivas. �Dichosos días en que mezclábamos con las más serias ocupaciones el amor, la alegría y las locuras de los pocos años, y nos ocupábamos en representar comedias, en inventar charadas y en componer versos, generalmente malos, y en hacer cabalgatas a Hortaleza con detrimento de las asentaderas de Bretón y de Alonso, no muy fuertes en el arte de andar a la jineta, y no nos apurábamos por la suerte de nuestra patria, ni por los políticos asuntos, por más que los más atrevidos y mayores de entre nosotros, que poco pasarían de las veinte navidades, creyeran entonces y crean todavía que, al fundar, como lo hicieron, una sociedad secreta llamada Los Numantinos, iban a regenerar con ella la patria de Lanuza.

     Era Vega uno de los asistentes a esas tenebrarias reuniones a estilo masónico, que unas veces se verificaban en una imprenta, otras en una botica de la calle de Hortaleza, y otras en una cueva del Retiro, adonde recuerdo que quiso llevarme una tarde nuestro Aristogitón de diez y ocho años, manifestándome, con la risa de su natural gracejo, que su propósito sencillo y hacedero se reducía simplemente a matar al tirano, que era en aquella sazón el rey Fernando VII, y a constituirse en república a la griega. Yo no sé de los demás, pero juzgo para mí que nuestro Ventura, que por otra parte no fue nunca aficionado a la política, jugaba en esta ocasión a las sociedades secretas; que por aquel tiempo nada nos cuidábamos del mejor o peor sistema de gobierno; reíamos con las chanzas festivas e ingeniosas de Bretón y con la discreta locuacidad de Escosura; nos asustaban las atrevidas calaveradas del buscarruidos de Espronceda; nos burlábamos de los detestables versos que hacía entonces Larra, que acababa de venir de educarse en Francia, y dejábamos que D. Tadeo Ignacio Gil, corregidor de inartística memoria, dictase suntuarias leyes sobre lo que Vega llamó después sus únicos bienes raíces, que entonces no le asomaban por cierto al belfo labio. Juego fue sin embargo el de la sociedad de los Numantinos que llevó a la cárcel algunos de sus individuos y mantuvo a nuestro D. Ventura recluso por tres meses en el convento de Trinitarios calzados, que hoy es Ministerio de Fomento, después de haberle tenido arrestado otros tantos en las prisiones de la Superintendencia de Policía. Por fortuna, el guardián bajo cuya vigilancia fue puesto era un santo varón de condición tan benigna y tan inocentemente sabio, cuanto Vega sagaz, observador y de dúctil y dulcísimo carácter. Asistía el recluso con la mayor devoción a todos los actos de la comunidad; componía versos de asuntos sagrados; cantaba o desentonaba en el coro con los frailes Vísperas y Maitines, y jugaba en la huerta por la tarde con los más jóvenes, o hacía la tertulia a los más ancianos por la noche en la celda del padre González, recitándoles poesías o entreteniéndoles con los recursos de su inagotable imaginación. Conducíase en fin con tal habilidad, que en aquellos noventa días de clausura se ganó desde los primeros de tal modo la voluntad de todos, que no sólo fue tratado a cuerpo de rey, sino que, cumplido el plazo de su feliz condena, no había forma de que el alegre y contagioso cenobita quisiera mudar de domicilio, ni que los frailes pudieran separarse del que tan sabrosamente les había suavizado las asperezas de su monástica disciplina.

     Siempre quedó amigo nuestro trinitario interino de aquellos buenos sacerdotes; y ellos, en particular el padre González, lo fue verdadero en adelante para su huésped querido. Más de un mes vivió éste todavía espontáneamente en la santa casa a que le llevaron por fuerza. La tortuga, el salmón, los apetitosos bocados en fin, únicos acaso de esa clase que en aquel refectorio se comían, y las conservas y el rico soconusco que a los padres maestros regalaban, eran siempre para el mimado Benjamín, al cual fuera de allí aguardaban inquietudes y privaciones; porque en aquella sazón sus recursos eran muy escasos y no bastaban a lo más indispensable de sus necesidades, por pocas que éstas eran.

     Su tío hacía ya dos años que no existía: el indiano que en Buenos Aires había prometido hacerle su heredero había muerto sin hacer testamento: Vega, en fin, no contaba más que con una hermana de su madre llamada doña Carmen Cárdenas, que vivía en Madrid con la viudedad que le había dejado su difunto esposo, el teniente coronel D. José Maestre. A su compañía volvió nuestro amigo; y por entonces o muy poco después recibió una tiernísima carta de su madre, en la que le suplicaba encarecidamente volviera a sus brazos a consolarla de los disgustos que su otro hijo D. Diego la daba, y en la que le enviaba para hacer el viaje una libranza de cuatrocientos fuertes. Pero Ventura estaba en ese tiempo enamorado de una hija del célebre médico Rives, hermosa, de mucho talento y que cantaba como una sirena; y lo fue en efecto tanto para el poeta, que el pobre cumplió puntualmente lo que su alma apasionada exhaló entonces en este lindo soneto:

                                  �Cruza sin mí los espumosos mares;
saluda, �oh nave!, de mi patria el muro,
y déjame vagar triste y obscuro
por la orilla del lento Manzanares.
 
   Si osa turbar la paz de tus hogares
de soberbio extranjero el soplo impuro,
otro defienda con el hierro duro
su libertad y mis nativos lares.�
 
   Esto decía yo cuando las olas
sulcó la nave en que partir debía,
y abandonó las costas españolas.
 
   Ella al impulso plácido del aura
voló a la orilla de la patria mía...
y yo a los brazos me volví de Laura.


     Y triste, aunque no obscuro, se quedó en efecto bogando por la orilla del lento Manzanares, y gastó en poco tiempo los ocho mil reales que habrían sido el último crepúsculo de la fortuna de su pobre madre. Y por cierto que me vienen ahora a la memoria recuerdos tan peregrinos de ese período de la vida del joven, que no resisto a la tentación de contarlos, por más que de sobra triviales parecieren. De las veinticinco onzas de la letra, doce fueron para doña Carmen: de las otras trece sacó para proveerse de las cosas de vestir que más necesitaba; y por cierto que fui testigo presencial de la primera compra, que fue un par de botas, un sombrero y una capa muy elegante de casa del sastre inglés Jhonson; porque pretendía, al hacer esta adquisición prematura, que envolviéndose en ella (y lo decía haciéndolo con el manejo más rumboso) daba espera al relevo de las otras prendas, obsoletas de sobra, y se presentaba desde luego como cumplía a su esplendor y novísima opulencia. Y por cierto que en aquellas sus felices noches, creyéndose, por el desuso de llevar dinero en los bolsillos, cuando menos un Roschilde, y obligado por el recuerdo de obsequios recibidos y nunca devueltos por desgracia suya, a todos nos quería convidar a los teatros y a nadie permitía que pagase ni en el café ni en la confitería, que a menudo visitábamos. Breve fue, pues, la duración de aquel que el anfitrión consideraba inacabable tesoro; y cuando ya estaba para extinguirse, vino un triste acontecimiento a traer a la imaginación del Creso de pocos días lo deleznable y fútil de las humanas grandezas. Doña Carmen se apoderó una noche de la capa. A la otra mañana, yendo yo a ver a Ventura, temprano como solía, le hallé en la cama; y al verme se incorporó y sentó, y con acento desesperado me anunció que no podía salir conmigo ni abandonar la ropa del lecho, porque era la única que le había dejado su implacable tía. Yo le mandé alguna de mi uso, y en aquel día se le presentó la culpable, con faz entre vergonzosa y radiante, que anunciaba ganancias y tarde más bonancible. Era aquella señora tan aficionada al juego como amante de su sobrino. Nueva madre para él, le amaba con idolatría y había contribuido a la educación de su Ventura sin ventura, como le decía, pagando los últimos trimestres de su pensión en el colegio de San Mateo, con atraso y dificultades que realzaban el mérito de la acción, y manteniéndole y vistiéndole después bastante tiempo, sin tener más gustos que compartir con él su pobre viudedad, y acaso en obsequio suyo yendo a sufrir las veleidades de la sota de oros. Mi vieja intimidad con Vega me permite revelar estos secretos de familia, y creo sea grato a su sombra querida que pague aquí un tributo de gratitud a la mujer excelente que en días bien tristes de universal desamparo para él le dio un asilo en su casa y otro más dulce en su corazón y cariño.

     Desde esa época puede decirse que empieza la viril existencia de Vega. Hasta entonces no se había hecho cargo de que le era necesario buscarse los medios de vivir en el mundo positivo, ni se había ocupado en nada serio. Sus primeras composiciones valían muy poco, en general, y él así debió creerlo, cuando tanto cuidado ha tenido de hacerlas desaparecer. Recuerdo sin embargo algunas regulares, y que en todas había siempre algo de bueno, y trascendía en ellas el gusto excelente, que en él era como innato. Me acuerdo de un romance que compuso a los quince años, que empezaba:

                           Ya dora el sol naciente
mi rústica cabaña,
y a convidarme torna
del bosque a la enramada.
Son mi único embeleso
el río y la montaña,
y mis delicias todas
el colorín y el aura.


     También compuso en aquella edad tan tierna unas décimas en elogio del comportamiento de la milicia nacional de Madrid el 7 de junio de 1822, y varias coplillas y versos de arte menor, medio improvisados en fiestas y convites a que con grande empeño le invitaban; porque niño y todo, era la gala y regocijo de las reuniones a que concurría. Otras veces recitaba en el cumpleaños de una señorita:

                                  Dulce primavera, ven
y de Dolores preciosa
con tu guirnalda de rosa
adorna la bella sien.
Contigo venga también
la divina Citerea;
que aunque su hermosura sea
la madre de los amores,
junto a la bella Dolores
la madre de amor es fea.


     Y estrechado otra vez a repetir otro brindis, exclamaba:

                                  Con dolores nace el hombre:
con dolores muere luego:
nadie quiere los dolores,
y yo por Dolores muero.


     Otras veces se vengaba de los que le fastidiaban; como cuando sentado al lado del consejero romano, que al eco de los versos de nuestro poeta roncaba inarmónicamente, repetía con trágica y burlesca entonación aquellos versos de los Horacios de Corneille:

                               �Je rends grace au ciel de n'être pas romain
pour conserver encore quelque chose d'humain.�


     Y renegaba de los melindres de impertinente dama, a quien sin querer había pisado, diciéndola, ya colérico por sus recriminaciones:

                            No te cause admiración,
señora, si te pisé:
�quién no ha de pisar un pie
que ocupa todo el salón?


     Poco tiempo más adelante, al día siguiente de haber asistido a mi lado a una representación del Orestes de Alfieri, traducido por Solís, me leyó este soneto que nunca se me ha olvidado:

                                  El Parnaso tembló: Febo indignado
despedazó su cítara de oro,
y en abundante y encendido lloro
Melpomene bañó su rostro airado.
 
   Carnerero, de berros coronado,
conduce al ara el furibundo coro;
Comella, oyendo el cántico sonoro,
desde el limbo sonríe alborozado.
 
   Intonso y fiero, con osada planta,
ante el marmóreo altar Solís parece
y la segur de Góngora levanta.
 
   Triste Racine al verla se estremece;
baja Alfieri desnuda la garganta,
y al sacrificio bárbaro la ofrece.


     Y por cierto que no merecía el autor de Camila tan implacable condenación, aunque no se afeitase sino una vez al mes.

     �Ojalá que otras tragedias puestas en verso castellano valieran tanto como esa traducción del antiguo consejero del gran Máiquez y consueta de teatro del Príncipe! Su lenguaje castizo y clásico puede hacer que se le perdone un tanto de pedantería y alguna que otra transposición violenta por la exageración de latinismo que hace alguna vez pesado y obscuro su estilo; pero éste siempre es varonil y majestuoso, como el coturno exige, y algunas veces se remonta hasta ser terriblemente trágico y sublime. -Son también dignas de recuerdo, entre las demás composiciones de los primeros tiempos de Vega, tres odas sagradas y una imitación de San Juan de la Cruz, que omito repetir por ser bastante conocidas: el epitalamio a la marquesa de Quintana, hoy condesa de Oñate, tipo entonces de bellísimas mujeres; y la oda a Lista, que fue contestada por este inolvidable director nuestro, la cual conservo escrita de su puño, y en la que se ve la idea que tenía el gran maestro de la altura poética a que había de subir su discípulo, cuando en una de las estrofas dice, encomiando los precoces frutos del imberbe autor:

                                  Así en la cuna el animoso Alcides
las bravas sierpes domeñó, probando
aquellas fuerzas que sentir debían
                    Lerna y Tifeo.


     También es de por entonces este soneto en que declaró su amor a Laura, cuando la halló en el jardín de Hortaleza, escribiendo su nombre en la corteza de un árbol.

                                  �Ese tronco que mayo adorna y viste,
donde grabas tu nombre idolatrado,
Laura, verasle pronto deshojado,
que a la furia del tiempo no resiste.
 
   Vendrá el noviembre con sus lluvias triste,
vendrá el enero con su escarcha helado,
o el huracán a desgajarle airado,
arrebatando el nombre que esculpiste.
 
   Templo más digno que tu nombre lleve
donde no le destrocen vendavales,
ni el invierno le cubra con su nieve,
 
   un corazón será que te ame ciego.�
Dijo Amor, y con rasgos eternales
grabole aquí con su buril de fuego.


     Pero la más importante de las poesías sueltas de la primera época de Vega fue un canto épico, que compuso a la pacificación de Cataluña por el rey Fernando VII en 1828. He aquí algunas de sus hermosas octavas, las primeras que ocurren a mi memoria:

                                 Miro al divino Régulo marchando,
entre el clamor de la llorosa plebe,
donde el fiero sayón le está aguardando
y perecer entre tormentos debe.
A Aníbal miro con su hueste hollando
de las alpinas cumbres la honda nieve,
y a un ejército entero haciendo frente
a Cocles miro en el cortado puente.
 
   Vagaba así mi ardiente fantasía;
y entre el bullir de las inquietas olas
Manzanares su frente descubría,
coronada de juncos y amapolas:
en la siniestra mano suspendía
el blasón de las armas españolas:
así suena su voz, y humilde para
su blando ruido la corriente clara:
 
   ��Por qué de Roma tu ofuscada mente
hazañas busca en la remota historia?
�Para asombrar a la futura gente
no basta acaso la española gloria?
Cuando virtud y honor tu lira intente
eternizar del mundo en la memoria,
los campos corre de la madre España,
y cada monte te dirá una hazaña.�


     En el período que podemos llamar la segunda época de su vida literaria, sintió Vega, como íbamos diciendo antes, que en este mundo no se vive sólo con los sueños de oro de la fama venidera y que en nuestros días de fierro, o más bien de dinero, hay que aplicarse a alguna cosa de material provecho. Formada ya y completa su muy segura razón, sin fortuna heredada, sin carrera oficial, ni protección de arriba, ni impulso de abajo, conoció nuestro amigo que la poesía lírica (en que tanto sobresalía en todos géneros) era, si bien mina fecunda para su gloria, pobrísima veta para sus necesidades presentes. �Cómo había de ocultársele lo que todos sabemos de lo poco que producen en nuestra España las obras de imaginación e ingenio, casi tan poco recompensadas en nuestros días como en aquellos en que decía Lope:

                                 Con ser tan grande, qué allegar al labio
no tuvo el Fénix portugués Camoes;
�y envuelven su cadáver en aloes,
después de muerto, para más agravio!


     De aquí su dedicación por largo tiempo a dar al teatro por brevísima cuota (y es frase suya) traducciones de comedias francesas, única ocupación literaria provechosa entonces en la patria de Garcilaso y de Cervantes. Era Vega cuando joven indolentemente perezoso, por naturaleza americana y superioridad de entendimiento. Los americanos, y muchos que no lo son, no comprenden que puedan hacerse grandes esfuerzos del ánimo, como del cuerpo, sin largos y saludables descansos. No escribía, pues, sino lo absolutamente indispensable para ganar de comer; costábale por otra parte mucho lo que componía, porque lo hacía siempre con perfección suma: así es que le producía proporcionalmente muy poco, y era él además muy sobrio y sus necesidades muy cortas. De ahí que el cargo que le hacían muchos (y nuestro excelente y erudito compañero Ferrer del Río entre ellos) de que no escribía y daba a luz más que producciones ajenas, aunque bien merecido y con benigna intención encaminado, no dejaba de tener defensa por parte del que no contaba para mantenerse sino con el fruto del que bien podía llamarse su material trabajo. Vega, sin embargo, mezclaba con sus traducciones y plagiados asuntos de teatro alguna que otra notable aunque tardía muestra de que era muy capaz de la invención dramática, y ya en 1824, cuando sólo tenía diez y ocho años de edad, escribió la comedia original en un acto Virtud y reconocimiento, que se ejecutó en Madrid el día 14 de octubre de aquel año, memorable en nuestros fastos dramáticos por haberse representado también en él la comedia de Bretón de los Herreros A la vejez viruelas. �Coincidencia notable para los amantes del arte: en una misma noche se estrenaron en la escena española el moderno Lope y el Moratín de nuestros días!

     Las traducciones y arreglos de comedias, dramas de diversos géneros, y hasta vodevilles franceses convertidos en zarzuelas, de nuestro autor, pasan de ochenta. Todos los conocemos, todos los hemos aplaudido, y cuando no aplaudido, tenemos que confesar que nos han hecho llorar o reír contra nuestra voluntad y nos han entretenido agradablemente muchas de las largas noches de nuestros inviernos. El gran talento de actor que Vega tenía le revelaba los efectos teatrales que había de producir una representación cómica o trágica, y su ingenio a lo Moreto le hacía sacar partido de pensamientos ajenos, haciéndoselos propios y mejorándolos siempre; porque nuestro gran literato daba a la forma un culto ciego. Varias veces le he oído que no le gustaba una prenda literaria, por nuevo y elegante que fuera el corte, como no fuera muy perfecto el cosido. Mas, aun cosiendo él tan primorosamente, no ha dejado de escribir bastantes obras que pueden llamarse originales y de indisputable mérito; y tres sobre todo le han levantado hasta el puesto eminente que con razón ocupa en el cielo de Alarcón y de Rojas. Ya comprenderéis que hablo de su preciosa comedia El hombre de mundo, que compuso el año de 1845, tan bella y más si cabe, por estar escrita en verso, que El sí de las niñas; del drama histórico D. Fernando el de Antequera, y de la tragedia La muerte de César. No se borrarán nunca de mi memoria las lecturas de estreno que tuve el gusto de oír de las dos producciones últimas. La del drama se hizo en mi casa el 13 de diciembre de 1844. Era yo entonces director general de Caballería. Me habían hecho el honor de comer a mi mesa los coroneles de los regimientos de la guarnición de Madrid y los insignes literatos duque de Frías, D. Juan Nicasio Gallego, Bretón, Segovia, el marqués de Molíns, Gil y Zárate, y el mismo Vega. La lectura debía ser después de la comida: estaban invitadas muchas personas de ambos sexos. Ocupaba el protagonista el velador presidencial: desplegado tenía el manuscrito; pero no venían a oírle algunos que se hallaban hacía una hora de sobremesa, y todos esperaban ansiosos que aquél empezara: se les mandó a los reacios recado sobre recado, y por fin vino Bretón diciéndonos que el duque de Frías, antiguo coronel de Pavía, había confraternizado de tal modo con los otros coroneles que, entusiasmado con la relación de antiguos hechos de cargas y rebatos de los tiempos de la guerra de la Independencia y de D. Juan de Cereceda, y atacado de un acceso de amor a la primitiva profesión, no se podía hacer carrera de él. Fuimos varios a buscarle, y poco menos que a la fuerza le llevamos a escuchar el interesante drama con que nos entusiasmó a todos la entonces magnífica y todavía potente declamación de Vega. Hoy faltan de entre nosotros, además del laureado aquella noche, el duque de Frías, D. Juan Nicasio Gallego y Gil de Zárate: �Dios haya recibido en su seno a los cuatro esclarecidos poetas! -La lectura de la tragedia se hizo la Navidad del año de 1862 en casa del marqués de Molíns, mi querido condiscípulo, que tenía por costumbre reunirnos a sus amigos en aquella noche de cristianos recuerdos, para darnos generosamente el pasto sabroso al entendimiento de dulcísimos versos, el provechoso al alma de una breve y devota misa de gallo, y el reparador para el cuerpo de una suculenta Parasceve. Era en aquella ocasión numeroso y selecto el auditorio reunido. Entre algunas damas hermosas y discretas, que verdaderamente señoreaba la ilustre huéspeda que nos recibía, brillaban muchos de los hombres más notables de España por aquel tiempo, como el duque de Rivas, Bretón, Hartzenbusch, Galiano, Pacheco, Nocedal, Rubí, Tamayo, Ros de Olano, Ochoa, el conde de Guendulain, Segovia, Ferrer del Río, Barbieri, Apecechea, Fernández Guerra, Cueto, Cañete, Monláu, Cutanda, Campoamor, García Gutiérrez, Catalina, Lope de Ayala, González Bravo, Valera y otros cuyos nombres, aunque no menos célebres, no me ocurren ahora a la memoria. Encantados nos tuvo por espacio de tres horas el actor y autor a un tiempo. A pesar del decaimiento a que ya habían venido sus gastadas fuerzas, el arte con que daba inflexiones variadas a su voz, imitando el peculiar acento que a cada uno de los héroes correspondía, era tan propio, tan adecuado, que no parece sino que revivían delante de nosotros tales como debió verlos entre sus pórticos y triunfales arcos el Foro augusto de la Reina del mundo. A cada escena, a cada acto, nuestra admiración iba creciendo; y al terminarse la tragedia, entre la conmoción y aplausos de la concurrencia, vimos levantarse trabajosamente a un anciano postrado ya por la enfermedad aún más que por los años, el cual recibiendo en sus abiertos brazos al que en aquel instante rejuvenecían el entusiasmo y la gloria, con voz trémula exclamaba entre lágrimas que arrancaban las nuestras: �Eso es romano, Ventura: eso es grande! Era la última vez que a nuestras solemnidades concurría el autor de D. Álvaro, y parece como que en ese abrazo le decía al ya también herido por la mano de la muerte: Yo voy primero: pronto irás tú a unirte conmigo.

     También El hombre de mundo se leyó públicamente a modo de prueba, según acostumbraba hacer el autor con sus obras predilectas, en el domicilio del Sr. don Patricio de la Escosura. No describo más minuciosamente este acontecimiento, porque no disfruté de él por hallarme viajando; pero he oído que fue una gran solemnidad literaria, por la calidad y las circunstancias de los jueces reunidos en aquella casa cuyo dueño, tan docto y amante de las musas cuanto amado y favorecido por ellas, la había por entonces convertido en su santuario una vez a la semana. Esa misma comedia, algún tiempo después, fue puesta en escena en el teatro particular que tiene la señora condesa viuda del Montijo en su quinta de Carabanchel; cuya circunstancia no quiero dejar olvidada, porque ciertas curiosidades que transmitir no corresponde a la gravedad de esa señorona que llaman la Historia, sólo pueden ser conocidas merced a la clase de escritos pedestres como este mío; y sin embargo, son confites muy sabrosos de gustar después del transcurso de los años a cierta clase de golosos aficionados. Es el caso que representaron personajes de la comedia el mismo autor Vega, D. Patricio de la Escosura, la condesa de San Luis, y lo más digno de memoria, que hizo admirablemente el papel de doña Clara, una señorita de diez y siete años que conocimos y tratamos. Llamábase entonces entre los jóvenes de ambos sexos del mundo ilustre y elegante de Madrid la donosa condesita de Teba, la lindísima Eugenia, la flor y gala de la coronada villa: hoy honra a nuestra patria, que es también la suya, con virtudes que alcanzan a llenar uno de los más grandes tronos de la tierra; hoy es la emperatriz de los franceses.

     Pero ya vamos acercándonos al fin de nuestro cometido; y entrando en más prosaicas investigaciones, debo deciros algo sobre la carrera de oficio de Vega; que al fin la tuvo, aunque sólo pro forma, quien tan intensamente ocupó las facultades enteras de su alma en la literatura y la poesía. Con ingénito instinto repugnó él siempre toda ocupación ajena al cultivo de las letras. Siendo muy joven, estuvo ya amenazado de ser empleado. Fernando VII quiso verle un día, me parece que allá por el año de 1828: debía presentarle a S. M. el Sr. Grijalba, secretario de la estampilla, que gozaba de gran valimiento con el Rey; pero nuestro amigo desdeñó lo que tantos hubieran tenido por felicidad suprema; y a la hora en que debía verificarse la entrevista, nos hallamos en casa de Mariategui con nuestro Ventura sin ventura, vestido como de ordinario y diciéndonos: El Rey me está esperando; pues bien, que espere. Si S. M. quiere verme, yo no quiero ver a S. M. Más tarde fue nombrado agregado a la embajada de España en París. Avisáronle a las cuatro de una mañana del mes de enero que era ya hora y que la diligencia iba a salir; y él, si no hizo precisamente lo que el lebrel irlandés de Lope, dio al menos una vuelta en la cama, y levantó más hacia su barba la espesa ropa que le cubría. Sin duda no le pareció el señor embajador más digno de su visita que el mismo Fernando VII. -Pero la necesidad a todo obliga; y en 1836 fue por fin empleado nuestro poeta como auxiliar del ministerio de la Gobernación con el sueldo de doce mil reales. Debió ese destino a la protección del Sr. D. Martín de los Heros, hombre honrado, buen caballero, repúblico celoso y escritor distinguido. Este mismo protector le nombró para secretario de una comisión encargada de inspeccionar el Conservatorio de música y declamación de María Cristina; y con ese motivo conoció en él a la Sra. doña Manuela de Lema, que fue luego afamadísima en el canto y esposa suya, de quien tuvo tres hijos, de los que viven hoy dos, dignos del aprecio de cuantos los tratan, y que siguen el uno la carrera de la administración, y el otro la militar, con provecho y lucimiento, no siendo tampoco extraño ninguno de los dos al cultivo de las letras en que tanto se señaló su padre. La carrera a que primero los destinó éste fue la que hizo inmortales a los Bazanes y Churrucas, y siendo yo ministro del ramo, unido entonces a los de Comercio y Ultramar, les proporcioné la gracia de guardias marinas: pero la madre tierna no quiso en adelante exponerlos a tan penosa profesión. Esta señora, de bastante talento y de suma piedad, influyó mucho en el espíritu, ya de suyo bien inclinado, de su esposo que la amaba tiernamente, a que le dirigiera en los actos privados de su vida, al sosiego de la conciencia y al culto de la religión santa de sus padres; y al tiempo de su muerte, que fue el día 6 de mayo de 1854, con sus consejos de siempre y su ejemplo de entonces, dejó impresiones tan vivas en el ánimo de Vega, que estuvo a punto de hacerse fraile, aun teniendo que alejarse de su patria, donde ya no los había. Decía él entonces que no comprendía cómo el liberalismo en España, permitiendo asociaciones de todo género bajo el motivo o pretexto de fomentar intereses materiales de la sociedad, había devorado y seguía prohibiendo las que, instituidas con un fin santo para vida ejemplar y contemplativa, eran el consuelo de unos, el alivio de otros y el retirado puerto de descanso para los desengañados de las borrascas del mundo. Él no halló ese puerto a la mano, y poco perseverante en sus resoluciones, fue siguiendo su mundanal camino ya empezado. Nuestro oficial de la Secretaría quedó cesante a consecuencia del pronunciamiento de septiembre de 1840, que le destituyó de su empleo; destitución infundada porque nunca tuvo Vega, como ya hemos dicho, afición a la política; y aunque fue ayudante de la milicia de Madrid, y en el movimiento de julio de 1835 estuvo entre los que invadieron la Imprenta Nacional, y escribió allí, según dicen, una alocución patriótica, arrastrado a todo por los que eran entonces amigos suyos, lo cierto es que, ya autor del drama realista La entrada de los franceses en Madrid, ya miliciano nacional, ya diputado moderado y subsecretario puritano, como luego diremos, Vega no se halló nunca voluntario y desahogado en estas situaciones que contrariaban los instintos independientes del poeta.

     Por el año de 1847 fue cuando gozó el período de más favor en la política que estaba reservado a su orgullo, escaso en ese género de aspiraciones. Se vio elegido primero para maestro de literatura de la reina; y el admirable modo con que esta augusta señora lee en público en las solemnes ocasiones, demuestra que no se emplearon en balde sus lecciones: obtuvo luego el cargo de secretario particular de S. M., la llave de gentilhombre, la gran Cruz de Isabel la Católica, y hasta llegó a ser subsecretario de Estado. Más adelante, y siempre bajo ministerios moderados, desempeñó el descansado empleo de Fiscal de las órdenes de Carlos III, y de la que adornaba su pecho. Luego fue nombrado por el conde de San Luis, y con universal aplauso, director del teatro español. La sublevación militar del año de1854, que cambió la faz de las cosas públicas, le devolvió por breve tiempo a su cara vida de bellas artes y bellas letras; y no puede decirse que salió de ella, cuando a la resurrección del partido conservador en 1856, el ministro de la Gobernación D. Cándido Nocedal, nuestro amado compañero, le dio el empleo de director del Conservatorio, tan análogo a sus inclinaciones, tan propio de sus conocimientos, tan descansado para su estado valetudinario, que a pesar de su larga enfermedad le conservaron en él las administraciones que se han ido sucediendo, no atreviéndose sin duda a contrariar la pública opinión, que vio en ese cargo, único acaso respetado por todos, la justa recompensa de un mérito literario por nadie combatido.

     Entre los honores que obtuvo nuestro amigo he dejado para enumerar el último el que estimaba él como más dulce para su corazón y más glorioso para su nombre. Hallándose cesante y pobre, tuvo el consuelo en su desgracia, el día 27 de enero de 1842, de ser electo individuo de la Real Academia Española, y de sentarse después el noveno en la silla señalada con la letra F. Ahora, en este sitio y con esta ocasión, no me parece que puedo pasar sin recordaros quiénes fueron los ocho ascendientes del ilustre académico cuyo elogio fúnebre habéis tenido la bondad de confiar a mis fuerzas, que flojas por cierto para tamaña carga, se van apresurando a soltarla más pronto de lo que acaso al asunto correspondía. El primero de los que ocuparon esa silla fue el P. Bartolomé Alcázar, de la Compañía de Jesús, cronista de su religión, de instrucción variada y profunda, algo pintor y arquitecto, y uno de los fundadores, en 6 de julio de 1713, de este cuerpo a que nos honramos de pertenecer. Estuvo encargado en él, entre otros asuntos, de extractar autoridades del libro de Andrés Laguna sobre Dioscórides, de definir las voces de cantería y los provincialismos de Murcia. Falleció el 14 de enero de 1721: escribió su elogio el P. Casani. El segundo fue D. Lorenzo Folch de Cardona, del Consejo de S. M., alcalde de casa y corte, afamado jurisconsulto y literato. Escribió la dedicatoria del primer Diccionario de la lengua castellana. Hizo a su ingreso el panegírico de su antecesor; se ocupaba en la Academia en extractar autoridades de Ambrosio de Morales: escribió las definiciones de la Ch y M, y falleció el 17 de diciembre de 1731. El tercero viene el P. jesuita Carlos de la Reguera. Estaba encargado de definir las voces de varios oficios mecánicos: era cosmógrafo del Consejo de Indias, y a propuesta suya se hizo el año de 1732 una edición de La Mosquea, de Villaviciosa: murió el 22 de octubre de 1742. El cuarto, D. Agustín Montiano y Lujando, era oficial de la primera secretaría de Estado. Fue director y fundador de la Academia de la Historia, y en la nuestra ejerció interinamente el cargo de secretario, y en perpetuidad el de revisor. Murió el 1.� de noviembre de 1764. El quinto, D. Felipe García y Samaniego, arcediano y director primero de los Reales Estudios de San Isidro, ejerció también en la Academia el cargo de revisor, y falleció el 15 de marzo de1796. El sexto, D. Manuel Valbuena, célebre latino y humanista, tuvo la comisión de las correspondencias latinas en nuestro diccionario. Falleció en 13 de agosto de 1821. El séptimo, D. Cándido Beltrán de Caicedo, ingresó en 14 de noviembre de 1822, y falleció en 2 de diciembre de 1826: fue también oficial de secretaría. El octavo, D. José Musso y Valiente, fue escritor laureado y filólogo esclarecido; sus trabajos en la Academia han sido muchos: ningún individuo de su seno le excedió en celo y actividad, y pocos le igualaron en espíritu de noble y desinteresado proselitismo. A él se debe el ingreso en este cuerpo de Gallego, Seoane, Revilla, Roca (hoy marqués de Molíns), y por fin el de preparar el de nuestro D. Ventura de la Vega. Murió el 2 de agosto de 1838. Su sucesor, electo honorario, como ya hemos dicho, en 27 de enero de 1842, obtuvo la vacante de número de Musso en 3 de julio de1845. Las muestras que de académico celoso ha dado entre nosotros os son bien conocidas. Educado al principio de sus estudios con jesuitas como el fundador de su silla, oficial de secretaría como Montiano y Caicedo, consumado latino como Samaniego y Valbuena, según se patentiza por su admirable traducción de la Eneida de Virgilio, de que sólo nos dejó concluido el primer canto; y con muchas prendas personales de las que tenía su inmediato sucesor, nada ha perdido con él la silla que calentaron tan insignes predecesores, a los que igualaba en aplicación, celo y buen deseo, y excedía, a mi juicio, en las relevantes dotes de esa imaginación poderosa y vivísima que la naturaleza anima en muy pocas de sus criaturas predilectas.

     Concediéndole aquellos preciadísimos favores, enriqueciéndole con ellos el alma, no le fue tan pródiga en las fuerzas del cuerpo. Su salud, poco robusta en la juventud, al llegar a la mitad del camino de la vida empezó a faltarle; y yo no dudo que a ello contribuyeran muy poderosamente el trabajo necesario, la meditación no interrumpida, y sobre todo, los extraordinarios esfuerzos a que desde muy tierna edad se había entregado para pintarnos al vivo los grandes caracteres trágicos, de cuya representación tanto se poseía, que le he visto muchas veces salir con calentura de las tablas escénicas después de ejecutar con nunca vista perfección los difíciles papeles de García del Castañar, de Polinice, de Óscar y de Edipo. Todavía por el año de 1862 se dedicaba a esa clase de predilectos ejercicios en el teatro particular de la duquesa de Medinaceli, ilustradísima señora que junta a sus blasones de eminente dama la corona merecida de protectora de las artes y de artista ella misma. Pero ya meses después había venido Vega a un estado de decadencia alarmante. Los dos últimos años de su existencia puede decirse que los vivía de milagro: sólo su voluntad y su espíritu le sostenían y ni los ataques más tenaces del asma que le atormentaba, ni la flaqueza de sus piernas que no alcanzaban a sustentar su cuerpo casi en esqueleto, ni la destrucción de sus órganos y entrañas, ni la debilidad de su cabeza, en cuyo rostro descarnado no le habían quedado más que ojos cuyo brillo mostraba como que se había acogido en ellos su alma fugitiva, nada, repito, bastaba a postrarle en el lecho, ni a impedirle el uso de sus habituales costumbres de trato literario y de social correspondencia con sus amigos, ni le quitaba la genial mansedumbre y el atractivo de su conversación siempre animada y agradable. Así que hasta una vez en que por equivocación había corrido y llegado a sus oídos el rumor de su propia muerte, no pudo ese tétrico recuerdo del fin que tan de cerca le amagaba apagar en su boca la risa y el gracejo que tenían en ella su patrio domicilio. Lo que siento es (decía a los que le daban su pláceme por lo incierto de la fatal noticia divulgada) que todo el día he tenido que trabajar sin gana para poner fe de vida a mis parientes de Zamora y a los amigos que tengo en otras provincias. Consideren ustedes, si yo me hubiese muerto, por qué se lo había de negar a nadie.

     Bien veis, señores, que el que estuvo dotado por el cielo de talento grande, era aún más digno de nuestra admiración y cariño por la dulzura de su carácter y por su benigna condición. Bondadoso y condescendiente hasta rayar en debilidad, nada sabía negar y prometía hasta tal punto, que no le era humanamente posible cumplir algunas veces lo ofrecido. Los poetas noveles le consultaban y ninguno salía descontento de sus juicios: en todo hallaba alguna cosa que alabar. Generoso en su honrada medianía de fortuna de que nunca pasó, más de una vez se privó de lo que él mismo necesitaba por socorrer ajenas desventuras; y escritor de novelas conocéis a quien sacó de grave apuro poniendo en sus manos los únicos mil reales de que en aquel instante disponía. Literato, poeta, actor, jamás conoció la envidia; y más que rivales de una misma profesión, eran hermanos suyos los que como él sobresalían en el cultivo de las letras y de las artes. Sus elogios eran los primeros que honraban al que se hacía digno de aplauso; y el vituperio, aun contra los que lo merecían, nunca nació de sus labios. Religioso, desinteresado, buen amigo, padre excelente y mejor esposo, nadie como él supo sufrir con ánimo imperturbable la pobreza desanimadora, la desgracia no merecida, y los largos achaques y dolores de una vejez anticipada. No creyó nunca que tenía tan cerca de sí a la muerte; pero rígido en sus deberes de cristiano, dispuesto estaba siempre a recibirla. En los últimos años de su existencia, consumía temporadas muy largas en el templado clima de la frontera de Francia. El último invierno lo pasó respirando el tibio soplo de las brisas alicantinas, con que tuvo notable aunque ya tarda mejoría. Mariposa que no sabe sino acudir a la luz que ha de matarla, su empeño de volver siempre a Madrid al seno de sus amigos y a la vida intelectual y artística, que era para él tan necesaria como el aliento, le trajo en mal hora desde Alicante al sutil y seco ambiente, tan mortal a su pecho, de los aires del frío Guadarrama. Entonces, empeorado hasta el punto de casi ahogarle los ataques repetidos del asma, tuvo que partir de nuevo y dirigirse hacia Bayona. Allí y en sus cercanías pasó el verano y casi todo el otoño; mas aquel su afecto invencible ya descrito, dominándole con la idea grata de ver representada su tragedia predilecta, le impulsó por vez postrera a las orillas del Manzanares, y fue a vivir a Chambery en la casa y compañía de D. Luis de la Escosura y D.� Plácida Tablares, su esposa, gloria también de la española escena en días no muy remotos. Traía Vega de Francia colección preciosa de dibujos, de trajes y de decoraciones correspondientes a la época de la muerte de Julio César, regalo que debía al cariño generoso y a la inteligencia suma del Sr. D. Juan de Grimaldi, no menos célebre entre nosotros por su gran saber en el arte de los Roscios y de los Talmas, que estimado y querido de todos, desde los más tiernos años de nuestra, juventud, por su inmenso talento y lo atractivo de su amigable trato. Sólo siete días sobrevivió Vega a su instalación en la quinta de sus amigos; y entusiasmábase todavía en ellos, enseñando y explicando sus ya referidos dibujos. Pero ni el cuidado más atento y afectuoso de aquéllos, ni la asistencia eficaz de su médico y compañero inseparable el Sr. García Real, pudieron alargarle unas horas que estaban ya contadas. Instaba este doctor porque saliera Vega inmediatamente de Madrid para Alicante. Deseábalo ya también a lo último el mismo paciente, porque creía que el clima de Alicante le fortificaba. En muestra de ello quiero intercalar aquí una interesante carta suya en que así lo manifiesta; y aprovecho con este motivo la ocasión de hacer público el agradecimiento con que Vega recibió el favor que le hicisteis resolviendo por unanimidad y a propuesta del marqués de Molíns, de los señores Nocedal, Ochoa y de mí, que se le considerara como presente a las juntas públicas y privadas de la Corporación para abonarle los honorarios que asistiendo a ellas le corresponderían. Esa carta, dirigida a mí desde Alicante con fecha 14 de enero de 1865, es como sigue: �Mi querido Juan: A la satisfacción inmensa que me ha causado la honra que me hace la Academia, se añade el saber que eres tú uno de los firmantes de la proposición, tú, mi condiscípulo, mi compañero y amigo querido de la niñez. Gracias, Juan mío, a ti y a todos los que habéis contribuido a darme este inesperado consuelo que tanto va a influir en mi estado moral; ya que en el físico, gracias a Dios, he sentido un notable alivio, desde el punto en que llegué a este delicioso clima. Aquí reina una inalterable primavera. Ni chimenea, ni brasero, ni abrigo; muchos ratos el balcón abierto y el sol bañando mi cuarto. �Compara esto con Madrid! -Adiós, mi Juan querido: te abraza y estrecha cordialmente tu VENTURA.�

     Como íbamos diciendo, había ya entrado eficazmente en el ánimo de Vega el ansia de marchar para Alicante. Su caro compatriota y Mecenas, que siempre le había amado y protegido, el Sr. D. José Joaquín de Osma, facilitaba cuantos medios eran necesarios para el objeto. Eran las diez de la mañana del día 29 de noviembre de 1865. El enfermo hacía poco que había cumplido con sus deberes de cristiano. Empezábale a vestir su hijo mayor, porque el segundo estaba de militar servicio. Mas �ay! no pudo acabar Ricardo su dolorosa tarea; sintiose de repente atacado el angustiado padre del ahoguío de costumbre; y después de cinco horas de agonía, rindió su alma al Criador en los brazos del hijo y de los amigos.

     El día 1.� del siguiente mes de diciembre celebrábase en la iglesia de San Sebastián una misa solemne de cuerpo presente por el eterno descanso del alma de Ventura de la Vega. Terminado el acto religioso, una enlutada y numerosa comitiva presidida por el Ministro de Fomento acompañaba a la última mansión los restos mortales del finado. Nocedal, Rubí, Hernando y Pizarroso llevaban las cintas del féretro; a los lados de la presidencia asistían el Sr. Valle, decano de la Academia Española, el Sr. Silvela, director de Instrucción pública, y el Sr. Eslava, decano de los profesores del Conservatorio. Al llegar el carro mortuorio al teatro del Príncipe, cuyas puertas y balcones estaban cubiertas de negros paños, se detuvo, y las actrices españolas allí reunidas arrojaron sobre el ataúd flores y coronas de laurel, que nada habían de aumentar a la gloria del insigne poeta y que poco aprovechaban entonces a su alma inmortal que de otro más útil y piadoso socorro pedía el tributo a nuestros apenados corazones. �Hasta cuándo estas paganas costumbres han de seguir sucediendo a las humildes y cristianas observadas por nuestros padres en la tierra, en que sólo se erigían estatuas para los altares de los santos y eran los predilectos elogios de los muertos las oraciones devotas de los vivos?

     En el cementerio de la sacramental de San Isidro del Campo, después de un oficio de difuntos, digna y verdadera ofrenda a la memoria del caro amigo, al abrirse, para rezar sobre su cuerpo, la caja que le encerraba, nuestras lágrimas y sollozos saludaron por la última vez aquella faz querida que no volveríamos a ver más, y nuestros corazones se levantaron a Dios para pedirle el sosiego eterno en la otra vida del que ya en ésta no necesitaba más que de sufragios y oraciones. Así lo entendisteis vosotros, ilustres académicos y piadosos varones, cuando al venir a daros cuenta de esa triste ceremonia a que asistimos cuatro en representación vuestra, acordasteis que se dijeran cien misas por el alma de nuestro inolvidable compañero, y me encargasteis del fúnebre recuerdo que en este día, lleno de dolor y de desconfianza, someto a vuestro juicio.

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