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La mujer de un artista

Comedia en dos actos

Personas

CLERMONT, pintor. - MATILDE, su mujer. - EL VIZCONDE DE RETHEL. - AGUSTÍN. - VICTORINA. - (París. - 1838)



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Acto primero

El estudio del pintor. Cuadros, caballetes, etc.



Escena primera

EL VIZCONDE, VICTORINA.

     VIZCONDE. -�Cómo! �Aún no ha salido Clermont a su estudio?

     VICTORINA. -No, señor; el ama no quiere que baje tan temprano: casi todos los días se levanta al amanecer, y se está pintando sin alzar cabeza hasta que anochece; y la señora se enfada, y el médico también, porque dice que está destruyendo su salud y muy expuesto a perder la vista.

     VIZCONDE. -�Cáspita! �Cuidado con eso! La vista es de primera necesidad para un pintor..., y para un marido, y marido de tan linda muchacha.

     VICTORINA. -Por lo que hace a la señora, ninguna necesidad hay de que nadie la cele: ella sabe guardarse..., y esto es lo que digo a vos, que aunque sois algo calavera, conozco que tenéis buen fondo, y... en fin, lo que yo os digo es que todos los que la andan alrededor... pierden su tiempo.

     VIZCONDE. -�De veras?

     VICTORINA. -�Oh! Respondo de ella como de mí misma.

     VIZCONDE. -�Y puedes tú responder de ti misma? Te parece a ti, Victorina, que si uno quisiera tomarse el trabajo...

     VICTORINA. -Hagamos la prueba... Porque sois un señor vizconde con jockey y tílburi y lente, �pensáis que podríais conquistarme?

     VIZCONDE. -�Por qué no? Pues no te ha conquistado Agustín, el aprendiz de tu amo...

     VICTORINA. -�Dale!

     VIZCONDE. -�Que anda a pie, y es tan torpe y tan zopenco? Digo, me parece que hay alguna diferencia.

     VICTORINA. -No sois mal mozo.

     VIZCONDE. -Vamos, desengáñate, que si yo me empeñara... No lo digo precisamente por ti..., ni por tu ama, mujer de un artista distinguido...

     VICTORINA. -�Mi ama! �Ya estáis fresco! Mi ama quiere mucho a su marido, que es joven, que es amable, que es rico, como lo son ahora todos los artistas. Él con su talento gana mucho dinero.

     VIZCONDE. -Y gasta más de lo que gana. �Oh! Lo sé de buena tinta; y si tú, Victorina, quisieras hacerme un favor que voy a pedirte, te ofrecería proteger tus amores con Agustín, y darte... (La abraza.)

     VICTORINA. -�Qué? �Un abrazo! �Quitad!

     VIZCONDE. -Ha sido una distracción: estaba pensando en otra mujer.

Escena II

Dichos, AGUSTÍN.

     AGUSTÍN. -(Deteniéndose.) �Qué veo! �Me suben unos vapores a la cabeza!...

     VIZCONDE. -�Oh! �Aquí está el amigo Agustín! �Cómo va, futuro Rafael? �Se adelanta?

     AGUSTÍN. -Me parece que sí, señor vizconde. (Aparte.) �Que me suceda a mí esto!

     VICTORINA. -�Ya venís con lienzos y colores! �Contenta se va a poner la señora! Ya sabéis que no quiere que el amo trabaje, que se lo tiene prohibido, porque dice el médico que va a perder la vista, y quiere llevárselo al campo por un par de meses.

     VIZCONDE. -�De veras?

     AGUSTÍN. -Todo eso lo sé yo tan bien como vos. �Y qué tenemos? Yo soy aprendiz de pintor, y no puedo faltar a mi consigna. Me dice el maestro: �Agustín, anda a la droguería�: y voy a la droguería. �Agustín, compra un lienzo de cuarenta y dos pulgadas�, y compro un lienzo de cuarenta y dos pulgadas. �No hay remedio! (A VICTORINA, que se ríe.) �Os reís? �Me gusta! (Aparte.) �Reírse después de lo que acaba de hacer! -Y según veo, el señor conde es inteligente.

     VIZCONDE. -�Yo! No entiendo jota de pintura. En el colegio no pasé de narices y orejas.

     AGUSTÍN. -Entonces �a qué diablos venís aquí todos los días?

     VIZCONDE. -(Riendo) �Yo!...

     AGUSTÍN. -Sí, señor, vos.

     VIZCONDE. -A verte a ti.

     AGUSTÍN. -�Pues es capricho!

     VIZCONDE. -(Sentado y contemplándolo.) Tienes unas narices y unas orejas que merecen contemplarse bien; y como ya te he dicho que es de lo único que entiendo...

     AGUSTÍN. -Ya sé yo de lo que vos entendéis, señor vizconde. �Vaya! Un señor con tanto dinero, con tanto boato..., yo me entiendo.

     VIZCONDE. -�Y qué?

     AGUSTÍN. -Si digo que yo me entiendo. �Un señor que está abonado a la ópera, adonde van las damas de alto copete, a quienes puede hacer señitas y echar el lente, venirse aquí a quitarle a un pobre su trapillo!...

     VIZCONDE. -�Qué le ha dado?

     VICTORINA. -�Se ha vuelto loco!

     VIZCONDE. -�Se insurrecciona!

     AGUSTÍN. -�Sí, señor! �Me insurrecciono! �Me exalto! �Me levanto en masa! �A mí nadie me la pega en mis barbas..., en mis narices!... Ya que entendéis de narices. (Agarrando el tiento.)

     VICTORINA. -�Ha perdido el juicio!

     VIZCONDE. -�Insolente! No sé cómo aguanto... (Levanta el bastón. Aparece CLERMONT en traje de pintor, con su gorro griego, y se coloca entre los dos, sirviéndose de su paleta como de un escudo.)

Escena III

Dichos, CLERMONT.

     CLERMONT. -�El cuadro de las sabinas! Exactamente. �Gloria a David!

     VIZCONDE. -�Oh! Buenos días, querido Clermont.

     CLERMONT. -�Salud al más amable de los vizcondes! (Dirigiéndose a AGUSTÍN.) �Cómo es eso! �Tú enristras la lanza contra un caballero francés, y conviertes mi estudio en un palenque! �Zopenco! Si al menos te pusieras en actitud..., ese brazo adelante, esa pierna atrás... �Eh! Anda a moler color.

     AGUSTÍN. -(Yéndose al fondo.) Si pudiera yo moler...

     CLERMONT. -�Y a qué debo, querido vizconde, el honor de esta visita tan de mañana?

     VIZCONDE. -Ya sabéis que yo protejo las artes.

     CLERMONT. -A fuer de gran señor.

     VIZCONDE. -Y sin entender una palabra.

     CLERMONT. -(Riendo.) Pues eso quise decir.

     VIZCONDE. -Verdad es; pero los artistas... �oh! los artistas son mis amigos, mis camaradas, y siempre que puedo serles útil...

     VICTORINA. -(Sentada en el fondo haciendo labor.) �Haya truhán!

     VIZCONDE. -Ante todas cosas, quiero encargaros un cuadro.

     CLERMONT. -�Bravo!

     VIZCONDE. -Pero con una condición. Dicen que necesitáis respirar el aire del campo, y quiero que os vengáis a mi quinta..., seis leguas de aquí..., una posesión deliciosa.

     CLERMONT. -�Y mi mujer?

     VIZCONDE. -Viene con nosotros.

     CLERMONT. -No hay más que hablar. Acepto.

     VICTORINA. -(Levantándose.) Pero, señor...

     VIZCONDE. -Y tú también, Victorina: no te apures, vendrás con tu señora.

     AGUSTÍN. -�Se puede sufrir esto!

     CLERMONT. -(Volviéndose.) �Hombre! �Qué buena actitud! Estate así un poco.

     AGUSTÍN. -Pero, señor.

     CLERMONT. -�No te muevas! �Ese brazo levantado; con mucha gracia! Aguarda..., me servirás para mi Francisca de Rimini.

     AGUSTÍN. -�Yo haré de Francisca?

     CLERMONT. -No, majadero. Tu estarás aquí... �No ves ese caballo blanco?

     AGUSTÍN. -(Con enfado.) Yo no quiero hacer de caballo.

     CLERMONT. -�No, hombre! Harás del esclavo que lo tiene de la brida, mientras Paolo se despide de su amada. (Le pone los dos brazos en alto.) �Es una cabeza de estudio, y tu cara muy a propósito! �Estúpida, salvaje, perfecta! No te muevas.

     VIZCONDE. -(Que mira un retrato.) �Qué bien está! �Pero calla! �Yo conozco esta cara!

     CLFRMONT. -�Sí?

     VIZCONDE. -Sin duda. Aunque la he visto pocas veces..., en casa de mi abuela la baronesa..., hace ya muchos años... Era un señor muy vano y engreído con su nobleza..., el barón de Saint-Dizier.

     CLERMONT. -El mismo es.

     VIZCONDE. -�Y cómo se halla aquí?

     CLERMONT. -Como retrato de familia: es mi padre político.

     VIZCONDE. -�Vuestro padre político! �El barón de Saint-Dizier! �De la más antigua nobleza de Francia! Y vos...

     CLERMONT. -(Pintando.) Hijo de un aldeano, de un labrador, y que desde muchachuelo me divertía en dibujar con carbón caballos y borricos en las paredes del pueblo.

     AGUSTÍN. -(Dejando la postura.) �Vaya!

     CLERMONT. -�Estate quieto! Llegué a París a pie; me acomodé en un sexto piso... �Famoso cuarto! �Cuarto de artista..., próximo a los cielos! Cinco años después ya estaba andando camino de Roma, con el primer premio de pintura... �Ah, qué tiempos aquellos! �Sin un cuarto en el bolsillo, pero con la imaginación llena de gloria... y el corazón de amor!

     VIZCONDE. -�Enamorado ya!

     CLERMONT. -Y a no ser así, �hubiera obtenido el primer premio? El barón de Saint-Dizier me mandó llamar para que diese lección a su hija..., �hermosa criatura!, apenas tenía quince años..., y a fuerza de verla todos los días...

     VIZCONDE. -�Os declarasteis a ella?

     CLERMONT. -�Jamás! Nunca le dije una palabra; pero... gané el premio. Fui a Roma, trabajé, volví con aquel cuadro..., ya os acordáis..., le visteis en la exposición...

     VIZCONDE. -�Magnífico! Todo París le admiró.

     CLERMONT. -Me lo compró el rey, y además otros muchos cuadros... En fin, me hallé en poco tiempo con cincuenta mil francos de ganancia, y con encargo de pintar cuadros que debían valerme otro tanto: con fama, con amigos... Pues señor, voyme a casa del barón de Saint-Dizier, y sin andarme en rodeos le pido su hija.

     VIZCONDE. -�Y qué?

     CLERMONT. -(Pintando.) Me mandó echar a la calle.

     VIZCONDE. -�Es posible!

     CLERMONT. -(A AGUSTÍN, que se cansa de la postura.) Hombre, �quieres estarte quieto? No sé qué tiene este maldito lienzo; se obscurece todo de una manera... Apenas distingo los colores.

     VIZCONDE. -Conque adelante.

     CLERMONT. -Pues, como iba diciendo, aquello me llegó tan al alma, que estuve dudando si pegarme un tiro o trabajar más: el último partido era el más duro, pero el menos cobarde, y lo adopté: me fui a Rusia. A mi vuelta, las cosas habían mudado de aspecto: el barón de Saint-Dizier, desgraciado en sus especulaciones, había muerto arruinado y lleno de deudas. �Ah, bien hice en no matarme! Yo traía de Rusia muchos miles de rublos..., muchos, muchos. Conque pagué todas las deudas del barón, y en seguida me presenté a su hija, y sin decirle una palabra de lo que acababa de hacer por el honor de su padre, le confesé que la amaba, le conté todo lo que había sufrido; y ella..., a pesar de su ilustre cuna, de su elevado rango, consintió en dar su mano a este pobre artista. �Oh! �Para vosotros los nobles es esto un gran sacrificio! Yo he comprendido todo su valor; y para que sea tan feliz como merece, aquí me tenéis desde por la mañana hasta por la noche sin soltar los pinceles.

     VICTORINA. -�Pues!... Matándoos, perdiendo la vista por instantes.

     CLERMONT. -�Ah! �Soy tan feliz, amigo vizconde! �Mi mujer!... �Mi mujer y mi hijo!... Cuando me siento cansado pienso en ellos, y late con más fuerza mi corazón, mi mano se reanima, y el pincel corre por sí solo... (A AGUSTÍN, que se ha acercado a escuchar.) �Qué haces aquí, majadero? �A tu caballo, a tu caballo, que se escapa! �Vamos! �Brida en mano!

     AGUSTÍN. -(Volviendo a su actitud.) �No hay miedo! �Ya lo tengo agarrado!

     CLERMONT. -�Bien!... �Así! �Ahora estoy inspirado! Sólo con hablar de mi Matilde...

     VIZCONDE. -�Sabéis que el cuadro está adelantado? (VICTORINA entra en la habitación de MATILDE.)

     CLERMONT. -Como que pienso acabarlo antes que concluya el mes.

     VIZCONDE. -Mucha prisa tenéis que daros, porque hoy estamos a 25.

     CLERMONT. -(Con sorpresa.) �A 25! �De veras?

     VIZCONDE. -Sin duda alguna.

     CLERMONT. -(Con desaliento, dejando de pintar.) �Dios mío!

     VIZCONDE. -�Qué tenéis?

     CLERMONT. -Nada, nada... �A 25! Agustín, dame la ropa: voy a salir.

     AGUSTÍN. -�Ahora dejáis el trabajo..., cuando estábamos inspirados!

     CLERMONT. -Ya no lo estoy. (Aparte.) �A 25! �Cómo es posible que estemos hoy a 25? Trabajando de día y de noche, sin levantar cabeza..., se me pasan los días sin sentirlo, y... �Ah! Despacha, mi ropa: tengo prisa.

     VIZCONDE. -Os llevaré en mi cabriolé.

     CLERMONT. -Mil gracias...

     VIZCONDE. -Tengo que ir a almorzar con mi tía la duquesa de Orvigni..., en la calle de Tournón. �Es ese vuestro camino?

     CLERMONT. -Mi camino... (Aparte.) �Ah! �Dónde he de ir? Yo no sé quien es la persona a quien se ha endosado la letra.

     MATILDE. -(Dentro.) Lleva esa ropa al estudio de tu amo.

     CLERMONT. -Oigo la voz de Matilde..., aquí viene. (A AGUSTÍN, que sale con la ropa.) Vuelve a llevarte la ropa: ya no salgo: voy a seguir pintando. Vos, querido vizconde, no os detengáis por mí.

     VIZCONDE. -�Cómo!

     CLERMONT. -La duquesa os aguarda; pero si os fuere posible, después del almuerzo llegaos por acá un instante..., os diré cierta cosa..., un favor que tengo que pediros.

     VIZCONDE. -Ahora mismo.

     CLERMONT. -No, no..., no quiero que mi mujer lo sepa.

     VIZCONDE. -Pues bien: volveré. (Aparte.) �Bravísimo! �Voy a ser confidente del marido!

     VICTORINA. -(Saliendo con un vaso de flores.) La señora viene.

     CLERMONT. -(Aparte al VIZCONDE.) Es un secreto...

     VIZCONDE. -Nada deseo tanto como poder probaros mi amistad. Volveré pronto. Adiós.

     CLERMONT. -Adiós. (Vase el VIZCONDE.)

Escena IV

Dichos, MATILDE.

     CLERMONT. -(Yendo a su encuentro.) Buenos días, Matilde mía. �Cuánto te agradezco que vengas a inspirar con tu presencia al artista!

     MATILDE. -Al contrario, vengo a impedir que continúe, porque hace ya mucho rato que trabaja.

     CLERMONT. -�Yo? Si no he pintado nada: no he hecho más que hablar... de ti.

     MATILDE. -(Sonriendo.) �Con quién?

     CLERMONT. -Con el vizconde de Rethél.

     MATILDE. -(Mudando de tono.) �Qué! �Es el que acaba de salir?

     AGUSTÍN. -Aquí pasa todo el día.

     CLERMONT. -�Es tan apasionado a las artes!

     AGUSTÍN. -Y a otras cosas. (Mirando a VICTORINA.)

     MATILDE. -�Cómo!

     AGUSTÍN. -No hace nada de tiempo que le pillé aquí..., haciendo la corte a la señora Victorina. �Sí, señor! Quiero decírselo a la señora.

     MATILDE. -�Cómo! �Victorina!...

     VICTORINA. -Señora, yo os contaré lo que ha sido.

     MATILDE. -Bien, Agustín, di que sirvan el almuerzo.

     AGUSTÍN. -Voy, señora. (A VICTORINA.) �Eh! Es una picardía engañar así a un hombre como yo, que iba con buenos fines, por otro que sólo trata de... Voy, señora, voy. (Vase.)

Escena V

CLERMONT, MATILDE. Después, VICTORINA.

     CLERMONT. -Este se ha vuelto loco. El vizconde ha venido a convidarnos a ir a su quinta por unos días.

     MATILDE. -�Y has aceptado?

     CLERMONT. -Por supuesto: además me ha encargado un cuadro, que me pagará bien.

     MATILDE. -�Y qué falta nos hace?... �No lo pasamos bien?... Hasta con lujo..., demasiado tal vez.

     CLERMONT. -Nada de eso: un artista en este siglo debe vivir con lujo: así se hace notar el progreso de las artes y las luces. Tenemos gran casa, gran mesa, coche... Yo gano más que quiero; justo es que trate de proporcionarme placeres..., y mi mayor placer es verte hermosa.

     MATILDE. -�Qué locuras! �A qué venía aquel aderezo que me compraste el otro día?

     CLERMONT. -Era indispensable. Tenías que ir a aquel concierto, donde debías cantar... �Ay, qué voz! �Qué expresión! �Qué maestría!�Aplaudían todos con tanto entusiasmo!... Menos yo, que estaba allí en un rincón sin saber lo que me pasaba.

     MATILDE. -�Sí, sí, aplausos de sociedad!

     CLERMONT. -�Ah! No lo creas. Yo oía decir a todos, empezando por el vizconde de Rethél: ��Qué voz! No hemos oído ninguna que se le parezca. �Qué lástima que no cante en el teatro!� �Si ellos supieran tu genio! �Si vieran el mal rato que pasas por tener que cantar solamente una pieza delante de algunas personas! Y por eso tal vez no has querido volver, a pesar de haberte convidado tantas veces.

     MATILDE. -Son fiestas muy caras para nosotros.

     CLERMONT. -�Qué disparate! �Caras! No hay nada caro para ti. �No están aquí mis pínceles? �Qué te hace falta? �Qué deseas? �Un traje? �Un palco abonado en la ópera? Habla y lo tendrás al instante. Con pintar un cuadro o hacer un par de retratos, ya estamos listos. Y hay quien tiene a menos al artista que gana su fortuna y su independencia con el pincel o la pluma... y saludaría con respeto al que se hubiera enriquecido estafando al Estado o robando en la Bolsa.

     MATILDE. -No; pero merece reprensión el que abusa inútilmente de su salud y de sus fuerzas. Y lo que exijo es que rehúses el convite del vizconde de Rethél...; que, dócil a los consejos del médico, cuides de tu vista, que se va debilitando por días; en fin, que dejes de trabajar.

     CLERMONT. -Sí..., muy pronto; pero todavía no.

     MATILDE. -�No tenemos ya nuestra suerte asegurada? Así me lo has dicho, al menos, mil veces.

     CLERMONT. -Ciertamente. (Llaman. Aparte.) �Oh Dios! Si será... (A MATILDE.) Nada tenemos ya que temer; estamos a cubierto de cualquier revés. (A VICTORINA, que sale.) Si me buscan, que pasen a la sala.

     VICTORINA. -No, señor..., es la modista.

     CLERMONT. -�Ah! Es cierto..., traerá la cuenta; pero ahora... tengo que trabajar.

     MATILDE. -Dile que vuelva mañana.

     CLERMONT. -Sí, mejor será; no tengo ahora gana de...

     MATILDE. -Di al mismo tiempo que no reciban a nadie.

     CLFRMONT. -Tienes razón; a nadie..., excepto al vizconde.

     MATILDE. -�Cómo! �Va a volver?

     CLERMONT. -Sí..., me lo ha prometido.

     VICTORINA. -Como el amo le dijo que tenía que pedirle un favor...

     MATILDE. -�Un favor!

     CLERMONT. -(Impaciente.) Que está esperando la modista: vamos, �es cosa de tenerla ahí, por estar charlando?

     VICTORINA. -Voy, señor, voy... (Aparte.) �Nunca le he visto tan enfadado! (Vase.)

Escena VI

CLERMONT, MATILDE.

     CLERMONT. -Estas criadas son lo más charlatán..., en todo se meten; y ésta...

     MATILDE. -Es mi ahijada.

     CLERMONT. -Sí, pero...

     MATILDE. -Muy buena muchacha..., de toda mi confianza.

     CLERMONT. -Enhorabuena; pero al fin..., es criada.

     MATILDE. -(Riendo.) Es decir..., habladora.

     CLERMONT. -Es decir..., criada.

     MATILDE. -Pues bien: ya que ella, cediendo a su naturaleza mujeril, ha dicho... lo que ha dicho, el mal está hecho; pero yo quiero aprovecharme de su indiscreción para preguntarte, querido mío, �qué favor es ese que le ibas a pedir al vizconde?

     CLERMONT. -Nada... Se trata de un cuadro original, un Pablo Veronese, que tiene él y que yo quería ver.

     MATILDE. -�Oh, no! Para eso no hubieras hecho misterio conmigo.

     CLFRMONT. -Pues bien: es cierto... Eran detalles artísticos..., cosas que tú no debes saber.

     MATILDE. -No insistiré más; pero yo también quiero pedirte un favor.

     CLERMONT. -�Y cuál?

     MATILDE. -Que no le vuelvas a pedir favores al vizconde; que no los admitas de él, y sobre todo que no vayamos a su casa de campo.

     CLERMONT. -�Y por qué?

     MATILDE. -(Sonriendo.) �Oh! Son detalles domésticos..., cosas que tú no debes saber.

     CLERMONT. -(Poniéndose a pintar.) �Hola, tomas la revancha! �Darás acaso fundamento a eso que ha dicho el majadero de Agustín?

     MATILDE. -No es solo Agustín...

     CLERMONT. -�El vizconde hacer cocos a la pobre Victorina! Un señorito del gran tono, que anda siempre enredado con duquesas y condesas..., yo lo sé..., él mismo me lo ha contado.

     MATILDE. -�De veras?

     CLERMONT. -Me lo cuenta todo. �Oh, los grandes y los artistas son siempre amigotes! �Me ha contado cosas!... (Riendo.) �Dos maridos que lo quieren con extremo! Sin sospechar...

     MATILDE. -(Riendo.) �Dos!

     CLERMONT. -Dos.

     MATILDE. -Te equivocas.

     CLERMONT. -No tal.

     MATILDE. -Lo menos son tres.

     CLERMONT. -Él me ha dicho dos.

     MATILDE. -Pues yo te digo que conozco el tercero..., �cosa particular!, que está pintando en este momento.

     CLERMONT. -(Dejando caer el pincel.) �Cómo! �Sería?...

     MATILDE. -Sí, amigo mío, sí..., ya que me obligas a decirlo; y Dios sabe que mi intención era que lo ignorases siempre.

     CLERMONT. -�Se atreverá a hacerte la corte?

     MATILDE. -Un mes ha que no hace otra cosa: ahí tienes por qué me he negado a volver a esas sociedades, a esos conciertos de que hablábamos antes.

     CLERMONT. -�A pesar de los aplausos?

     MATILDE. -Esos aplausos son harto peligrosos. Y tú empeñado en que no faltara, particularmente a los ensayos todas las mañanas.

     CLERMONT. -�Es verdad! Cuántas veces te he instado, te he molido... �Mujer, que ya es tarde: mujer, que te están esperando.� �Ah! Los maridos... serán siempre maridos.

     MATILDE. -(Alargándole la mano.) �No... cuando son amados!

     CLERMONT. -�Y yo!... �Aquí en mis barbas, y sin ver nada!...

     MATILDE. -Bien te decía yo que ibas perdiendo la vista. �Y ahora me creerás?

     CLERMONT. -Sí, Matilde mía; te creeré siempre.

Escena VII

Dichos, VICTORINA.

     VICTORINA. -El señor vizconde sube la escalera.

     CLERMONT. -�Hola! �Esto es demasiado!

     MATILDE. -Cuidado que se te escape una palabra que pueda comprometerme con él: tú debes ignorar esto.

     CLERMONT. -No tengas miedo: los maridos, cuando no están en antecedentes, suelen ser pesados; pero cuando saben lo que pasa... tienen la mejor pasta del mundo. Con ellos no se corre peligro.

Escena VIII

Dichos, EL VIZCONDE.

     VIZCONDE. -Ya veis, querido Clermont, cómo he despachado por vos el almuerzo de mi tía; y aun hubiera venido más pronto, a saber que había de hallar aquí a vuestra linda esposa.

     CLERMUNT. -(Aparte.) �Pues..., esto es lo que le decía todos los días; y yo!...

     MATILDE. -No tiene nada de extraño hallarme en el estudio de mi marido.

     VIZCONDE. -No, ciertamente. Y desde que he sabido esta mañana que la esposa del famoso artista es la hija del barón de Saint-Dizier, se ha aumentado, si es posible, el respeto y el cariño que os profeso.

     CLERMONT. -(Aparte.) �Aprieta! (Tarareando y dibujando en un lienzo.) Tra la... la... la...

     VIZCONDE. -Y vos, señora, no dejéis de hermosear con vuestras gracias, con vuestra divina voz las reuniones de París. (CLERMONT tararea.) �Qué buen humor tiene hoy el amigo Clermont!

     CLERMONT. -�Sí, eh?

     VIZCONDE. -Señal de que se siente mejor. �Que será cuando haya pasado unos días en el campo!... �Ya os habrá dicho que os venís conmigo?

     MATILDE. -Yo temo abusar de vuestras bondades.

     VIZCONDE. -�Abusar! Para mí es la mayor felicidad emplearme en obsequio vuestro: disponed de mí, de cuanto yo valgo, si alguna vez puedo seros útil.

     CLERMONT. -�Poco a poco, poco a poco, amigo vizconde! Vos no habéis venido aquí a hacer el favor a mi mujer, sino a mí.

     VIZCONDE. -(Sonriendo.) Es cierto.

     CLERMONT. -�Vos sin duda habéis creído que, no constituyendo el marido y la mujer más que una sola persona, era igual?

     VIZCONDE. -Con corta diferencia; (A media voz.) y como yo creía que el favor de que me habéis hablado era un secreto entre los dos...

     CLERMONT. -Tal me propuse; pero luego he reflexionado que no teniendo mi mujer secretos para mí, no debía yo tampoco tenerlos para ella. �No os parece?, así debe ser en todo buen matrimonio; y el favor que os quería pedir era un consejo.

     VIZCONDE. -�Un consejo? Hablad: es lo que se da en el mundo con más facilidad.

     CLERMONT. -Vos sois apasionado a las artes (Mirando a MATILDE.) y a todo lo que les pertenece, y quiero consultaros acerca de un cuadro que debo empezar hoy: un cuadro de familia..., una escena doméstica.

     VIZCONDE. -�Oh! Son los que más me gustan; y francamente, algo entiendo de eso.

     CLERMONT. -Tanto mejor. Pues señor, yo escojo para mi cuadro el momento en que un pobre diablo de marido, muy sandio y muy bonachón, como la mayor parte de ellos, descubre que un buen amigo que lo visita..., es muy amigo suyo..., demasiado amigo... �Ya me entendéis?

     VIZCONDE. -�Perfectamente! �Y cómo lo ha descubierto?

     CLERMONT. -�Eso no importa, hombre! En un cuadro no se explica el cómo: se presenta la escena y las principales figuras. Por ejemplo, aquí el marido..., así..., una fisonomía de evangelista..., parada..., atónita..., y un poco estúpida..., porque todos lo son en semejante caso. La mujer..., allí..., aire de nobleza y dignidad..., fisonomía llena de expresión..., está un poco turbada..., sus facciones respiran candor e inocencia..., y un si es o no es de inquietud. Pero lo que vos no veis es la figura del galán: (Sorpresa del VIZCONDE.) esa sí que es admirable: la tengo aquí..., la estoy viendo..., un poco desconcertado..., inquieto..., sin saber qué postura guardar: veo en su cara tintas blancas, tintas rojas: pondré un poco de sombra..., y nada de amarillo, no vaya a parecer un conspirador..., �buena cabeza! (Mirando a VICTORINA, que ríe por lo bajo.) Y detrás, en segundo término, una criadita que se sonríe malignamente, fingiendo que limpia una silla. Esto como episodio: como detalle..., �entendéis?, será gracioso.

     VIZCONDE. -(Acercándose.) Sí..., muy gracioso.

     VICTORINA. -(Acercándose.) �Señor!

     MATILDE. -(Levantándose.) �Querido!... (Estos tres movimientos se harán a un tiempo.)

     CLERMONT. -(Con viveza.) �Quietos, quietos; no os mováis! Casualmente estáis colocados del modo más exacto para mi objeto. �Bien! �Ya tengo mi cuadro! Permaneced en esa postura, y no hago más que copiarlo del natural.

     VIZCONDE. -�Perfectamente: amigo Clermont, lo comprendo muy bien: el efecto será admirable!

     CLERMONT. -Poco a poco. El cuadro no está acabado..., y sobre eso justamente quería pediros vuestro parecer.

     VIZCONDE. -�Sobre el modo de acabarlo?

     CLERMONT. -Precisamente.

     VIZCONDE. -Puede ser de varias maneras: por ejemplo, el amigo, viéndose poner en ridículo, puede incomodarse y pedir una satisfacción.

     CLERMONT. -(Dejando la paleta.) �Sin demora!

     MATILDE. -(Poniéndose delante.) �Caballero!

     VIZCONDE. -Pero eso sería mezquino, de mal tono. Mejor me parece suponer al amigo un joven de buenos sentimientos; amigo, sí, de galantear a las damas, pero dispuesto, cuando no ha podido obtener favores de una, a consolarse con otra.

     MATILDE. -(Aparte.) �Bien!

     VIZCONDE. -Y que lejos de guardar rencor a las que le han desdeñado, sabe respetar en ellas la virtud, el nacimiento, la hermosura... Hay más..., yo quisiera que el tal se vengara del marido por medios generosos.

     CLERMONT. -(Con viveza.) �Cómo?

     VIZCONDE. -No sé precisamente..., a ver; éste puede ser que os venga al caso. Supongamos que el marido aparenta ser rico, y sin embargo está algo apurado..., que gasta más de lo que gana.

     CLERMONT. -(Queriendo hacerle callar.) Señor vizconde...

     VIZCONDE. -Que ha firmado algunas letras que están en circulación..., una principalmente de seis mil francos, la cual debe pagar el día 25.

     MATILDE. -�Es posible!

     CLERMONT. -(A MATILDE.) �No lo creas..., no es cierto!

     VIZCONDE. -Aquí está. (Sacando la letra.)

     CLERMONT, MATILDE Y VICTORINA. -(Asombrados.) �Cielos!

     VIZCONDE. -(Contemplando su actitud.) �Quietos!... �No os mováis!... He aquí un cuadro que en su género vale tanto como el otro. �Eh, qué os parece? El asunto es magnífico..., mirad las figuras. �Oh, si yo supiera pintar, haría un hermoso cuadro..., sin más que copiarlo del natural!

     CLERMONT. -Señor vizconde, esa letra...

     VIZCONDE. -Me ha sido endosada.

     CLERMONT. -(Con viveza.) Pues yo no quiero deber nada a nadie: la pagaré..., la pagaré mañana..., hoy mismo...

     VIZCONDE. -Cuando gustéis. (Rompiéndola.) Ya nadie os la podrá presentar. (Saluda a MATILDE y se va.)

     MATILDE. -(A VICTORINA.) Anda, cierra la puerta; que nadie entre.

     CLERMONT. -(Aparte, cayendo sobre un sillón.) �Ah, se ha vengado cruelmente!

Escena IX

CLERMONT, MATILDE.

     MATILDE. -(Acercándose a CLERMONT.) �Ah! �Me has engañado!

     CLERMONT. -�Matilde!... �Vida mía!... �Perdóname!

     MATILDE. -�A mí sola es a quien no puedo perdonármelo!

     CLERMONT. -No creas que ha sido por desorden, ni por mala conducta: yo no gasto nada..., yo no necesito nada, yo estoy acostumbrado a las privaciones, a la miseria: una cama, una silla, el caballete..., un artista no necesita más muebles.

     MATILDE. -Y entonces, �de qué son esas deudas, ese gasto loco?

     CLERMONT. -�Ah, yo tenía mis razones!...

     MATILDE. -�Cuáles? Habla... �Vamos, confiésamelo todo!

     CLERMONT. -�Matilde! �Querida mía! �Tú me hiciste tan feliz dándome tu mano!... Y yo no quise que mi felicidad te costara jamás el menor disgusto: tú te habías criado en el lujo, en la opulencia; yo no quería que mudases de posición y he hecho los mayores esfuerzos para que no hallaras una notable diferencia entre la casa de tu marido y el palacio de tu padre.

     MATILDE. -�Cómo! �Por eso te levantabas antes de amanecer y trabajabas a veces hasta la noche?

     CLERMONT. -Porque tuvieras esa linda carretela, esa elegante habitación.

     MATILDE. -�Por eso!

     CLERMONT. -Sí: yo te veía lucir y excitar la envidia de muchas, y me llenaba de orgullo, y decía entre mí: �Creyeron que casándose conmigo se iba a obscurecer... Pues no.� Y mis sueños llegaban hasta ambicionar hacerte baronesa o condesa. �Sí, Matilde; hoy el talento lo alcanza todo!... Y que al contemplar tu fausto, dijeran: ��Es aquella la mujer de algún grande? No: es la mujer de un artista.�

     MATILDE. -�Y por esto destruías tu fortuna y tu salud!

     CLERMONT. -�Qué quieres? Otros se arruinan por sus queridas; yo..., mi querida es mi esposa: �es mi vida, es mi amor!

     MATILDE. -�Tu amor! �Y tan triste idea formabas del mío? �Crees que al unirme a ti no supe que asociaba mi suerte a la de un artista? Buena o mala, yo la reclamo tal como es, tal como debe ser: mi deber y mi felicidad consisten en participar de ella. �Ea, pues! Desde hoy reforma completa: basta de lujo y de despilfarro, orden, economía: yo me encargo de ello. Mi marido y mi hijo ocuparán toda mi atención: amarlos y hacerlos felices será mi única ocupación y mi orgullo: y mis placeres. Sí, señor, porque yo soy mujer de un artista y no mujer de un grande.

     CLERMONT. -(Queriendo reprimir sus lágrimas.) �Matilde! �Esposa mía! �Yo he hecho mal!...

     MATILDE. -�Muy mal! Pero por fortuna todo tiene remedio. �Cuánto debemos?

     CLERMONT. -Entre todo..., veinte mil francos.

     MATILDE. -Mucho es.

     CLERMONT. -No es nada..., yo los gano en dos meses.

     MATILDE. -No lo permito: en un año o año y medio...

     CLERMONT. -No, Matilde.

     MATILDE. -Digo que sí: yo mando ahora.

     CLERMONT. -Bien, como quieras: en un año...

     MATILDE. -Entretanto venderemos la carretela, los caballos, y mi aderezo de brillantes.

     CLERMONT. -No..., todo lo demás, menos eso.

     MATILDE. -Eso lo primero, porque es preciso pagar mañana mismo al vizconde, que se ha portado noblemente con nosotros.

     CLERMONT. -�Es verdad!

     MATILDE. -La letra no existe: le debemos bajo nuestra palabra, y por lo mismo es preciso pagar al instante.

     CLERMONT. -Tienes razón. (Suspirando.) �Adiós carretela!

     MATILDE. -(Festiva.) �Andaremos a pie! Tú me darás el brazo...

     CLERMONT. -�Sí, sí!... Y todos se pararán a mirarte y exclamarán: ��qué linda es!� Sí, sí..., en carretela nadie te veía.

     MATILDE. -�Nadie! �Los caballos iban tan de prisa!

     CLERMONT. -�Y qué hermosos caballos! En fin, tenemos fiacres y ómnibus...

     MATILDE. -Despediremos los lacayos.

     CLERMONT. -Bien, así tendremos menos testigos.

     MATILDE. -Y cuando nos sentemos a la mesa no habrá quien nos observe.

     CLERMONT. -Y nos impida mirarnos

     MATILDE. -Tendremos completa libertad.

     CLERMONT. -�Es mucho mejor! Y luego, a medida que vayamos pagando nuestras deudas, iremos gastando.

     MATILDE. -Iremos ahorrando.

     CLERMONT. -Para nosotros.

     MATILDE. -Para nuestro hijo.

     CLERMONT. -�Es verdad!

     MATILDE. -Yo, para que no turbara por las noches tu sueño, he renunciado al placer de criarlo; le he alejado de nosotros.

     CLERMONT. -�Cómo! �Era por mí? Y tú me decías que convenía a tu salud, que el médico lo mandaba...

     MAT1LDE. -Pero hoy vuelve a casa; le estoy esperando.

     CLERMONT. -�Ah! �Qué placer me causa! �Cómo voy a trabajar!

     MATILDE. -Al contrario: en celebridad de su venida descansas hoy: saldremos juntos, a pie, para irnos acostumbrando, y te hará provecho.

     CLERMONT. -�Contigo!... �Sí, sí, mucho!

     MATILDE. -Tomaremos un cuarto más ventilado que este.

     CLERMONT. -Más grande.

     MATILDE. -No..., más alto, y con pocas habitaciones: así no podremos menos de estar juntos todo el día.

     CLERMONT. -�Ah! �Qué placer, qué felicidad! �Para qué quería yo riquezas, teniendo una mujer así! �Ah! �Este día es el más dichoso de mi vida!

     MATILDE. -�Sí, sí..., abrázame! Voy a ver si me traen mi hijo. En cuanto llegue te avisaré.

     CLERMONT. -�Oh! �Cuánta ansia tengo por verlo! �Si casi no lo conozco: hace tanto tiempo que se separó de nosotros... y era tan hermoso! �Qué gozo me va a causar el verlo! �Ah! �No volverá a separarse de mí!

     MATILDE. -�Vístete pronto; y cuidado con trabajar hoy! �Me lo prometes?

     CLERMONT. -�Sí, sí! �Adiós, Matilde mía! �Adiós, vida mía!

Escena X

CLERMONT solo, vistiéndose.

     �Y habría hombre en el mundo que no se dejara matar por una mujer así! �Tiene un modo de arreglar las cosas que... vamos! �Sobre que hace de manera que sea yo el hombre más feliz de la tierra, hoy que me veo arruinado! �Verdad es que estar a su lado todo el día, salir con ella al brazo..., esto vale más que todas las riquezas imaginables! (A medio vestir, mirando su cuadro.) Y empeñada en que no trabaje. �Quizá tiene razón: yo necesito descanso, es verdad! Pero con los brazos cruzados no se pagan las deudas: �veinte mil francos! �Dinero es!, y se me figura que algo queda en el tintero..., sí; la cuenta de la modista, y el aderezo: �pues no es nada! �Falta el rabo por desollar! (Va a mirar por la cerradura, y vuelve de puntillas.) No está aquí: bueno: un par de toquecitos al cuadro. (Mirándolo.) �Mi Francisca de Rímini! �Caramba si está bien! Cuando se coloque en la primer sala me dará honra... y provecho: podré comprarle a mi Matilde una casa de campo, pequeñita, modesta..., y con una tartana se va y se viene cómodamente. Allí tendremos cuadra para el caballo, y puede ser que quede sitio para tener un par de vacas..., etc. (Trabajando.) �Bien, magnífico! �Este toque ha sido feliz! �Y mi hijo, mi hermoso Ricardo! �Pobrecillo! �Oh! �A ese lo he de criar como un príncipe! �Ah! �Cuando pienso que hoy, que ahora mismo lo voy a ver!... (Deteniéndose.) �Es cosa singular, se me desvanece la vista de una manera!... Ya pasa, no es nada. Y quisiera acabar de dar esta tinta antes que me faltase la luz: �está hoy el día tan obscuro! (Llama.) �Agustín, Agustín! �Nunca ha de estar aquí este majadero!

Escena XI

CLERMONT, VICTORINA.

     VICTORINA. -�Habéis llamado, señor?

     CLERMONT. -�Quién? �Ah! �Eres tú, Victorina?

     VICTORINA. -Yo, que os venía a dar un pliego que acaban de traer: mirad qué sello tan grande tiene.

     CLERMONT. -(Acercándoselo mucho a los ojos.) �Calle! �El sello real! �Es de palacio! Ayer, descorre bien las cortinas: no entra hoy luz por esa ventana. (Leyendo con trabajo.) �Su majestad..., su majestad... de... desea...� �Se ha hecho moda escribir de una manera que ni el demonio!... �Maldito si puedo leer una palabra! (A VICTORINA.) A ver si tú aciertas...

     VICTORINA. -(Tomando la carta.) Está muy claro: si parece letra de molde. (Leyendo.) �Dios mío!

     CLERMONT. -(Que ha ido a su cuadro.) �Qué es eso?

     VICTORINA. -�Es de parte del rey: viene firmado por el ministro!

     CLERMONT. -Lee pronto.

     VICTORINA. -Os encarga un cuadro para la Magdalena, y otro para la galería de Versalles.

     CLERMONT. -(Lleno de gozo.) �Dos cuadros! (Llamando.) �Matilde! (A VICTORINA.) No, no; calla, calla; quiero sorprenderla. �Un cuadro para Versalles, otro para la Magdalena!

     VICTORINA. -(Leyendo.) Y os da veinte mil francos por cada uno.

     CLERMONT. -(Dando un grito.) �Oh!, �qué me dices!, �cuarenta mil francos!

     VICTORINA. -Sí, señor.

     CLERMONT. -�Pagaré todas mis deudas!... Ya no venderemos la carretela: mi Matilde no andará a pie. �Ah, fortuna!... Y estos cuadros los haré en un año. �Sí, trabajando bien no necesito más que un año! (Con entusiasmo.) �Ah, qué arte!, �qué riqueza es el pincel!, �riqueza que nadie nos puede arrebatar!, �riqueza que da gloria e independencia! �Con el pincel en la mano, desafío al mundo, a la suerte, a la adversidad..., al cielo mismo! (Volviéndose a VICTORINA.) �Victorina, has descorrido las cortinas?

     VICTORINA. -Sí, señor.

     CLERMONT. -�Sí?, pues abre la ventana, porque no veo.

Escena XII

Dichos, AGUSTÍN.

     AGUSTÍN. -(Saliendo.) �Me llamabais, señor?

     CLERMONT. -�Me gusta, media hora hace que te estoy llamando, pícaro!

     VICTORINA. -(Esforzándose a abrir la ventana.) Llegáis a tiempo, Agustín: a ver si abrís esta ventana, que yo no puedo.

     AGUSTÍN. -�Qué idea!, �y para qué?

     CLERMONT. -(Pintando.) �Para que haya luz, tonto!

     AGUSTÍN. -(Abriendo la ventana.) Para que haya más luz... Corriente.

     CLERMONT. -(Dejando de pintar.) �Maldita tinta! �Vaya!, seguramente es muy tarde; va a anochecer sin duda; dejémoslo por hoy.

     VICTORINA. -�Anochecer, señor!...

     AGUSTÍN. -�Qué estáis diciendo? �Pues si hace un sol que quita la vista!

     CLERMONT. -(Tirando el pincel y adelantándose al medio de la escena.) �Qué es esto!, �qué es lo que me pasa!, �todo se desvanece, todo se obscurece a mi vista!, no veo más que sombras: apenas distingo... Agustín, Victorina, �dónde estáis?

     VICTORINA. -�Aquí, a vuestro lado!

     AGUSTÍN. -Aquí, señor: os estoy tocando las manos.

     CLERMONT. -�Matilde!, �esposa mía! Llamadla. �Qué noche!, �qué obscuridad! No, vosotros me engañáis. Si Matilde estuviera aquí yo la vería: no me cabe duda. �Sólo a ella quiero creer!

     VICTORINA. -�Señora!..., �ah!, �aquí viene!

     CLERMONT. -(Queriendo dirigirse hacia MATILDE.) �Matilde! �Matilde!

Escena XIII

Dichos. MATILDE, con su hijo de la mano.

     MATILDE. -(Apresurada.) �Mira, Clermont, mira, ya ha llegado: aquí le tienes! �Mira qué hermoso!

     CLERMONT. -�Mi hijo!

     MATILDE. -�Sí..., mírale!

     CLERMONT. -�Mirarlo! �Mi hijo! �Matilde, dónde estás?

     MATILDE. -(Sorprendida.) �Qué pregunta!, aquí, a tu lado.

     CLERMONT. -�Aquí! (Le toma la mano, clava los ojos en ella, y da un grito.) �Ah, Dios mío! �Soy perdido! �Se acabó! (Abrazándolos con delirio.) �Matilde!, �hijo mío!, �ya no os veo!, �estoy ciego! (Cae en sus brazos: ella da un grito y sostiene a CLERMONT. Cae el telón.)



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Acto segundo

Sala elegante: puerta en el fondo: a la izquierda dos puertas: a la derecha una puerta y un balcón: una papelera a la derecha: una mesa a la izquierda, y a su lado el sillón de CLERMONT.



Escena primera

CLERMONT en su sillón. VICTORINA leyendo un periódico. MATILDE a la derecha, cabizbaja y reflexiva.

     CLERMONT. -Vamos, Victorina, lee tú, porque Matilde debe estar cansada.

     MATILDE. -(Volviendo en sí.) �Yo? �No, querido, no lo estoy!

     CLERMONT. -Sí, sí; y es natural. En un año que llevo de hacer el Belisario, o el Edipo, no solamente has sido mi Antígona, sino también mi lectora cotidiana, lo cual es un poco pesado; �y digo, con las novelas del día! Horcas, puñales, tósigos, brujas; y dale y vuelta... �Oh! �Eres un modelo de amor conyugal!

     MATILDE. -�De veras?

     CLERMONT. -�No me sorprende! Siempre dije yo que eras tú capaz de todo por mí.

     VICTORINA. -�En verdad, señor, que no entiendo cómo podéis estar siempre tan alegre!

     CLERMONT. -�Y por qué he de estar triste? �Porque he perdido la vista? �El llorar no me la había de volver, al contrario! Ya he tomado mi partido, y estoy... como están todos los ciegos: alegres como una Pascua. �Y es cosa clara! No ven la realidad y su imaginación se lo embellece todo; su vida es una continua ilusión; todo lo que les rodea es siempre nuevo, fresco y brillante; las mujeres que ellos aman tienen siempre veinte años; para ellos los árboles nunca se despojan de su verdor; en fin, es una dichosa ficción, un sueño continuo del que no se despierta jamás. �Yo, por mi parte, confieso que le encuentro tantas ventajas! (Tomando la mano de MATILDE.) �Y luego hay aquí quien cuida tan cariñosamente al pobre ciego!... �Con tanta bondad..., con tanto amor!, que no sé si ganaría recobrando la vista.

     VICTORINA. -�De veras?

     CLERMONT. -Haz la prueba.

     VICTORINA. -Muchas gracias. Prefiero tener mis ojos corrientes.

     CLERMONT. -Por coquetería. Porque son bonitos.

     VICTORINA. -No; porque son buenos.

     CLERMONT. -�Hola! Pues si son buenos, léeme ese periódico, vamos. Matilde, �dónde estás?

     MATILDE. -Aquí..., a tu lado.

     CLERMONT. -�Ah, sí!... Temía que te hubieses marchado.

     VICTORINA. -(Leyendo.) �Política interior. Cámara de los diputados...�

     CLERMONT. Pasa, pasa adelante. La política... no es nada divertida.

     VICTORINA. -(Leyendo.) �Noticias extranjeras.� �Ah! Aquí hay una cosa que os debe interesar. �El doctor Grimseller, de Berlín, acaba de poner el sello a su reputación con la maravillosa cura que ha hecho al príncipe Alberto de Schwartzemberg, que se hallaba ciego hacía veinte años...�

     CLERMONT. -(Interrumpiéndola.) �Aguarda! �No es ese el mismo de quien tanto nos hablaron, un célebre facultativo?...

     MATILDE. -Sí, querido.

     CLERMONT. -Ya, ya me acuerdo; yo hice que le escribieran pocos meses ha...

     VICTORINA. -�Y qué respondió?

     CLERMONT. -Que por la relación que se le hacía estaba seguro de curarme.

     VICTORINA. -Pues entonces, señor, vámonos al instante a Berlín.

     CLERMONT. -Es que en la carta había una posdata, en la cual pedía por la cura la friolera de veinte mil francos: nunca lleva menos.

     VICTORINA. -�Ay, Dios mío!

     CLERMONT. -Lo cual, unido a los gastos del viaje, hace una suma bastante respetable.

     MATILDE. -Que acaso podríamos reunir...

     CLERMONT. -Sí..., si yo pudiera agarrar mi paleta y mis pinceles. Pero ahora, hagamos cuenta, Matilde mía, que hemos vuelto ya de Berlín, y que no hemos podido ver al rey de Prusia.

     VICTORINA. -�Qué lástima!

     CLERMONT. -A menos que el doctor Grimseller quisiera hacerlo de fiado, enviándole yo luego un hermoso cuadro de Homero.

     VICTORINA. -Y puede ser que consienta.

     MATILDE. -(Que hasta ahora ha permanecido con el codo apoyado en la mesa, y casi sin atender, mira de repente al reloj.) �Dios mío, qué tarde es! �Victorina, di a Agustín que vaya a buscarme un coche!

     VICTORINA. -Voy, señora: los hay aquí cerca..., en el boulevard. (Vase.)

Escena II

CLERMONT, MATILDE.

     CLERMONT. -�En el boulevard! �Ah, sí; el boulevard de los Italianos, que es donde vivimos hace algún tiempo!

     MATILDE. -Sí, querido.

     CLERMONT. -�Nos costará muy caro?

     MATILDE. -No tal: tenemos un cuarto mediano..., decente.

     CLERMONT. -Y como está inmediato al paseo, nos conviene por causa del niño.

     MATILDE. -Eso es.

     CLERMONT. -�Y vas a salir con él?

     MATILDE. -Por supuesto.

     CLERMONT. -Vuelve pronto, �sí? �Algunas veces vienes a casa tan tarde!, y cuando no estás a mi lado, es mayor la obscuridad que me rodea.

     MATILDE. -Haré lo posible...

     CLERMONT. -(Con tono festivo.) No me des que sentir: ya ves la confianza que tengo en ti..., una confianza ciega: no sería justo que me engañases, (Movimiento de MATILDE.) ni tendría mérito... Aguarda un poquito... (Alargando la mano.) �Dónde estás?

     MATILDE. -Aquí...

     CLERMONT. -(Tomándole la mano.) �Tienes la mano fría, mi vida! No me atrevo a hablarte de asuntos de la casa, porque temo entristecerte! �Cómo nos hallamos?...

     MATILDE. -He vendido todo lo inútil, y he pagado las principales deudas.

     CLERMONT. -Al vizconde lo primero...

     MATILDE. -Bien lo sabes, puesto que tú mismo quisiste entregárselo en su mano.

     CLERMONT. -Es verdad; y has de saber..., hasta ahora no te lo había dicho..., que al tiempo de darle las gracias le solté una indirecta..., así..., muy cortés y rebozada, para que no volviera a poner los pies en esta casa. (Movimiento de MATILDE.) No te enfades por eso. Ya ves, mi temor es natural. Si cuando tenía mi vista clara no veía lo que pasaba, �qué tal ahora!

     MATILDE. -�Y por qué sospechas?

     CLERMONT. -�No, Matilde mía! Nada, nada sospecho; pero como tú me has alabado tanto su proceder con respecto a nosotros...

     MATILDE. -Es cierto.

     CLERMONT. -Decías que se había portado tan noblemente...

     MATILDE. -Es cierto.

     CLERMONT. -Y continuamente me lo has estado elogiando...

     MATILDE. -Alguna vez.

     CLERMONT. -A cada paso: y yo, que como buen ciego, soy observador y caviloso, decía para mí: �Los dos pertenecen a la misma clase, los dos son de una cuna elevada..., esto engendra siempre simpatías...� (Movimiento de MATILDE.) �Ah, perdóname! No sé lo que me digo..., soy un majadero; pero en fin, me alegraría que no le vieras más..., me lo has ofrecido.

     MATILDE. -(Titubeando.) Sí.

     CLERMONT. -Ya estoy tranquilo.

Escena III

Dichos, EL VIZCONDE, que aparece en el fondo.

     MATILDE. -(Viéndole.) �Cielos! (Aparte.) �Venir aquí! �Qué imprudencia! (Le hace señas de que se vaya: EL VIZCONDE le alarga un papel; ella lo toma y le manda de nuevo que se marche: EL VIZCONDE desaparece por el foro.)

     MATILDE. -(Adelantándose y mirando al papel.) �Esta noche a las ocho! (Dobla el papel y lo rasga.)

Escena IV

Dichos, AGUSTÍN a la puerta del foro.

     AGUSTÍN. -Señora, el coche está a la puerta.

     CLERMONT. -�Adiós, Matilde mía, adiós: que te pasees mucho; (Riendo.) de buena gana iría contigo; pero entonces tendrías que cuidar de dos niños, y esa es demasiada pejiguera! �Adiós, adiós! (Dirígese MATILDE al fondo a ponerse el chal y el sombrero: CLERMONT cesa poco a poco de reír, y su fisonomía toma un aspecto triste y sombrío. Con tristeza.) Ya se fue. �Solo! �Siempre solo!

     MATILDE. -(Llégase a él para despedirse de nuevo.) �Qué es eso? �Qué tienes?

     CLERMONT. -(Volviendo a poner el rostro risueño.) Nada, nada. �Estabas aquí todavía! Nada: me estaba riendo... �No has visto que me estaba riendo? No te inquietes: ahora vamos a reír mucho Agustín y yo: �adiós, adiós!

Escena V

CLERMONT, AGUSTÍN.

     AGUSTÍN. -�Sí, a reír! �Dichoso vos que estáis siempre alegre! Yo estoy siempre rabiando.

     CLERMONT. -�Y por qué?

     AGUSTÍN. -Por muchas razones.

     CLERMONT. -�Cuáles son?

     AGUSTÍN. -�Son... muchas!

     CLERMONT. -Dime una.

     AGUSTÍN. -En primer lugar, he perdido mi carrera: yo era vuestro discípulo, y ahora no cojo más pincel que el cepillo de las botas. Yo, que tenía mis esperanzas de llegar a ser pintor de muestras, y poner mi tienda, y que vinieran allí a que les pintara la botella de cerveza, y el queso de bola, y el barrilito de anchoas..., porque vos me habéis dicho que tenía disposición; y en lugar de eso...

     CLERMONT. -Aburrirte aquí todo el día al lado de un amo ciego.

     AGUSTÍN. -El día es lo de menos: si tuviera uno siquiera la noche... Hoy verbigracia... tengo yo un amigo que es músico de la ópera italiana y me ha regalado un billete.

     CLERMONT. -�Hola! �Tú tienes relaciones con los músicos!

     AGUSTÍN. -Sí, señor: es el timbalero de la orquesta, y dicen que redobla con mucho primor; y como yo no he ido nunca a la ópera...

     CLERMONT. -�Y qué has de hacer allí?

     AGUSTÍN. -�Qué sé yo! Ver.

     CLERMONT. -Allí no se ve nada: todo es para las orejas.

     AGUSTÍN. -�Oh! Pues eso no me falta: ya sabéis que las tengo famosas.

     CLERMONT. -Te vas a fastidiar.

     AGUSTÍN. -Puede ser...; pero me fastidiaré gratis, y eso siempre es un gusto.

     CLERMONT. -Pues lo siento; pero hoy no puede ser: irás otro día.

     AGUSTÍN. -�Qué! Si hoy es el último..., 31 de marzo... Se cierra el teatro.

     CLERMONT. -Ten paciencia, porque esta noche creo que mi mujer tiene que salir con Victorina.

     AGUSTÍN. -�Eso es! Nosotros aquí siempre solos, mientras la señorita Victorina y su ama...

     CLERMONT. -Hacen bien: yo soy el primero que deseo que se distraiga, porque tengo una idea que me persigue siempre y me hace ser el más desgraciado de los hombres.

     AGUSTÍN. -�Cómo! Pues siempre os estáis riendo...

     CLERMONT. -�Por eso mismo! Delante de Matilde finjo una alegría que no hay aquí. (Señalando su corazón.) �Aquí no hay más que desesperación! �Muerto para lo presente! �Muerto para el porvenir! �Y mi arte! �Aquel arte que era mi orgullo, perdido, perdido para siempre! �A los treinta y cuatro años!... �Cuando siento todavía en mi pecho el fuego de la inspiración, que abrasa, que devora! (Dándose en la frente.) �Cuando tengo aquí cien cuadros que nunca verán la luz! �Y así iré envejeciendo!... �Ah! �El artista debería morir cuando muere para la gloria! �Pero no es este el más cruel de mis tormentos: yo no me atrevo a preguntar a nadie, y estoy seguro de que Matilde se hallará en mil apuros, quizá en la miseria muy pronto!

     AGUSTÍN. -No sé..., pero lo que es hasta ahora vamos muy bien.

     CLERMONT. -(Con vehemencia.) �No me engañas, Agustín? �No te han encargado que me engañes? Dime, la casa en que vivimos...

     AGUSTÍN. -�Es una casa soberbia! Señor, en el mejor barrio de París, con unos muebles que ya, ya.

     CLERMONT. -Cómo, �no los ha vendido?

     AGUSTÍN. -(Haciéndole tocar una silla.) No, señor: mirad, la misma sillería... �Verdad es que yo le doy unos frotes!...

     CLERMONT. -�Ya!... Se habrá deshecho de mis cuadros, de mis bocetos, de mi Francisca de Rímini, que aún no estaba acabada...

     AGUSTÍN. -Puede ser.

     CLERMONT. -�Se habrá vendido bien! (Dando un suspiro.) �Un pintor ciego... es como si hubiese muerto! Así habrá pagado las deudas. Pero para vivir como vivimos, para que a mí no me falte nada, mi pobre Matilde se privará de todo.

     AGUSTÍN. -�La señora!... Nunca la he visto más guapa, ni más lujosa. �La semana pasada, sin ir más lejos, le trajeron dos vestidos de baile más magníficos!...

     CLERMONT. -�Vestidos de baile!

     AGUSTÍN. -Tendría que ir a alguno, y por eso sería... Pero, señor, lo que me tiene frito..., ya que se ha tocado el punto, quiero contaros todas mis penas..., lo que me tiene frito es que la señorita Victorina, que había renunciado, lo mismo que yo, a su salario, estrena cada lunes y cada martes... un gorro, un delantal..., ayer mismo una cruz de oro...

     CLERMONT. -�Y qué te importa eso?

     AGUSTÍN. -�Qué me importa? �Si pudierais verme la cara de Nerón que tengo! Me importa, sí, señor, porque todas esas cosas se las regala un amante que tiene.

     CLERMONT. -�Un amante!...

     AGUSTÍN. -Sí, señor, un amante..., un cortejo..., un gran señor..., el vizconde de Rethél.

     CLERMONT. -�El vizconde!...

     AGUSTÍN. -�Hace un año que lo estoy maliciando, y vos os burlabais de mí! Pero ahora ya no tengo duda.

     CLERMONT. -�Pero cómo puede ser eso? Hace ya muchos meses que el vizconde no pone los pies en esta casa...

     AGUSTÍN. -�Que si quieres! Acabo yo de encontrarlo...

     CLERMONT. -�Dónde?

     AGUSTÍN. -Aquí mismo: hace un ratito estaba en la antesala cuando yo entré.

     CLERMONT. -Te equivocas: �eso no es posible!

     AGUSTÍN. -�Por vida del!... �Señor, me haréis condenar! �Queréis saber más que yo, que tengo mis dos ojos buenos y sanos, y que no hago más que observar y escudriñar todo el día? �Y si yo os dijera otras cosas!... �Pero más vale callarlas, para que nadie las sepa, y ojalá no las supiera yo!

     CLEMONT. -�Vamos, habla..., di!

     AGUSTÍN. -Pues señor, hará cosa de un mes, una noche..., serían las doce..., vos estabais durmiendo como un lirón..., oigo en el cuarto de la señora la voz de Victorina; póngome a mirar por la cerradura, y veo al vizconde en conversación con Victorina.

     CLERMONT. -(Con viveza.) �Y mi mujer?

     AGUSTÍN. -�No estaba allí! �Pues esa es la más negra! Si hubiera estado, no teníamos caso; pero aún no había vuelto a casa.

     CLERMONT. -�Después de las doce!

     AGUSTÍN. -A poco sentí abrir la puerta; me escondí, y el vizconde se marchó..., pues, por miedo de que la señora lo encontrara.

     CLERMONT. -(Aparte.) �O acaso para irá buscarla! -�Y tú estás seguro de que quiere a Victorina? �De que vino por verla?

     AGUSTÍN. -�Vaya! Pues si se está arruinando por ella; sí, señor, lo dicho, se está arruinando por esa criatura. Ayer, ayer mismo ella estaba aquí, en esta pieza, y yo allí, detrás de la puerta, que ella había cerrado. Pues señor, yo estaba así mirando...

     CLERMONT. -(Impaciente.) Por la cerradura, vamos...

     AGUSTÍN. -Sí, señor; y no sé cómo no me dio un síncope, viendo a la señorita Victorina que tenía en la mano una caja con un aderezo de diamantes, �y lo miraba con unos ojos..., que parecía que se lo iba a comer! Del estremecimiento que me dio por poco desquicio la puerta; y entonces oí un ruido como de cerrar esa papelera, y la taimada escapó como un gamo.

     CLERMONT. -(Colérico.) �Basta, basta!

     AGUSTÍN. -�Ya veis!... �Cómo he de competir yo con uno que la regala diamantes, yo que no tengo más galas que mis prendas personales? (Viendo que CLERMONT se ha levantado y atraviesa el teatro a tientas.) �Qué es eso, señor? �Dónde vais?

     CLERMONT. -Aquí..., a esta papelera; tengo que escribir...

     AGUSTÍN. -�Escribir vos! �Estáis loco, señor!

     CLERMONT. -(Impaciente.) No..., son unas cartas..., unos papeles que quiero buscar. �Ea, vete, déjame; quiero estar solo! (AGUSTÍN se va por la derecha. CLERMONT abre la papelera y saca la caja.) �Ah! (La abre, toca los diamantes, y dice aparte.) �Era verdad!

Escena VI

CLERMONT, MATILDE, que sale apresurada por la puerta del foro, ve el aderezo en manos de CLERMONT y hace un movimiento de temor que reprime inmediatamente.

     MATILDE. -�Qué haces aquí, querido?

     CLERMONT. -(Aparentando serenidad.) �Yo..., nada! He abierto maquinalmente esta papelera, y me he encontrado aquí... casualmente con un aderezo... que no sabía que tuvieses.

     MATILDE. -(Con sonrisa fingida.) Es verdad; no es mío.

     CLERMONT. -�Ah!

     MATILDE. -(Con empacho.) Es un depósito que me han confiado y que pertenece...

     CLERMONT. -�A quién?

     MATILDE. -A una antigua amiga mía..., la única que trato de cuantas conocí de soltera, la condesa de Givry.

     CLERMONT. -En efecto, me la has nombrado algunas veces; �no tenía un pleito?...

     MATILDE. -(Con viveza.) Efectivamente. La pobre Adela se casó con un jugador que le ha arruinado casi todos sus bienes; y por salvar esos diamantes, único resto de su dote, me los ha confiado: he aquí todo el misterio; y como este secreto no era mío, no te lo he revelado.

     CLERMONT. -(Aparte.) �Ah, no sepa nunca que he sospechado de ella!

     MATILDE. -�Qué tienes, di?

     CLERMONT. -(Tomándole la mano.) Tenía necesidad de verte... Sí, de verte; porque yo te veo cuando tengo tu mano entre las mías; cuando no, Matilde, todo es noche para mí; y durante la noche ya sabes que hay ensueños..., �y qué malos ensueños a veces! Pero estando tú a mi lado, creo que amanece y me despierto; y hoy necesito estar despierto; conque no te apartes de mí.

     MATILDE. -(Con empacho.) Y esta noche que tenía yo un compromiso, una reunión donde me esperan, donde he dado palabra de ir...

     CLERMONT. -�En casa del dueño de nuestra antigua habitación?

     MATILDE. -(Con viveza.) Justamente. �Se ha portado tan bien con nosotros!

     CLERMONT. -Todos los martes vas; bien puedes faltar un día y dedicármelo a mí.

     MATILDE. -(Aparte.) �Oh, Dios mío!

     CLERMONT. -�Yo te lo pido! �Yo te lo suplico! �Dame ese gusto!

     MATILDE. -(Aparte mirando al reloj.) �Cómo haré! �Van a dar las ocho!

     CLERMONT. -�Si supieras cuánto te lo agradecería! �No salgas! �Quédate aquí esta noche conmigo y con nuestro hijo!

     MATILDE. -�Ah, si pudiera!

     CLERMONT. -Sí que puedes... Mira, tengo tantas cosas que preguntarte y que decirte... Yo haré de modo que no te aburras mucho: te hablaré de mi viaje a Rusia, cuando era soltero, y de los tres años que pasé allí por ti; (Con intención.) �tres años... es algo más que una noche!

     MATILDE. -(Conmovida.) �Ah sí, tienes razón! �Me quedo, me quedo a tu lado!

     CLERMONT. -�Enhorabuena!, y te lo agradeceré mucho, porque veo que haces un sacrificio.

     MATILDE. -(Dirigiéndose a la derecha.) �No, nada de eso! Voy a mi cuarto; escribiré una carta...

     CLERMONT. -�Bien!

     MATILDE. -Escribiré que no me es posible... porque..., �no sé por qué decir!

     CLERMONT. -�Di que yo te lo he exigido, o más bien que estás indispuesta, no piensen que te tiranizo!

     MATILDE. -(Aparte, reflexionando.) �Y con quién envío la carta! �Victorina no ha venido todavía!..., �y a la hora que es!..., �ya me esperan..., me están esperando! (Mirando al reloj.) �Ah, las ocho! �No puedo faltar!..., �yo no me pertenezco! (Finge entrar en su cuarto, cuya puerta cierra con cuidado; dirígese de puntillas hacia la puerta del foro y desaparece.)

Escena VII

(Empieza a obscurecer.) CLERMONT solo. Luego, AGUSTÍN.

     CLERMONT. -Ha entrado en su cuarto. �Qué noche tan deliciosa vamos a pasar... aquí juntitos! �Gracias a Dios que se me logra un placer que tanto deseaba! Estoy loco de contento. (Tirando de la campanilla.) �Agustín! �Agustín!

     AGUSTÍN. -Aquí estoy, señor.

     CLERMONT. -�Ven acá, y dame la mano: vamos, alégrate, que eres un borrico!

     AGUSTÍN. -�Cómo es eso, señor!

     CLERMONT. -Eres un celoso majadero: hacías mal en sospechar de Victorina.

     AGUSTÍN. -Conque lo que yo he visto con mis propios ojos...

     CLERMONT. -Los ojos nos engañan, y la mitad de las veces vale más no tenerlos.

     AGUSTÍN. -�Eso es vanidad!

     CLERMONT. -En fin, si todas tus sospechas son como la del aderezo, puedes estar tranquilo.

     AGUSTÍN. -�De veras?

     CLERMONT. -�El aderezo no es suyo, yo lo sé!

     AGUSTÍN. -�Me lo aseguráis vos?

     CLERMONT. -�Sí, hombre, sí! �Un aderezo de brillantes a esa muchacha!, sólo un majadero como tú cree semejante cosa. (Va obscureciendo más.)

     AGUSTÍN. -�Qué queréis, cuando a uno se le mete una de esas ideas en la cabeza, da vueltas, y vueltas, y vueltas!... Vos no sabéis lo que es estar celoso.

     CLERMONT. -(Aparte.) �Ojalá! -Vaya, para que acabes de alegrarte, vete esta noche a la ópera, y saca el jugo al billete que te han regalado.

     AGUSTÍN. -(Gozoso.) �De veras, señor?

     CLERMONT. -�Sí: mi mujer no sale, se queda a hacerme compañía, y estando ella, no necesito a nadie!

     AGUSTÍN. -�Qué contento estoy!, voy a acicalarme: me pondré la casaca nueva... Si necesitáis algo, Victorina acaba de llegar; la he visto, y no sé de dónde viene. �Vos no la habíais enviado?...

     CLERMONT. -Yo no. (Obscurece más.)

     AGUSTÍN. -Entonces habrá sido la señora. �Si quisierais, mientras yo estoy en el teatro, no perderla de vista?...

     CLERMONT. -�Yo!..., �tonto!

     AGUSTÍN. -(Dándose en la frente.) �Es verdad! �Soy un pollino! Voy, voy. �No hace falta nada? Sí, luces, que ya es de noche.

     CLERMONT. -�Y qué me importa?

     AGUSTÍN. -Las traeré antes de irme..., al instante. (Vase por la puerta del foro, cerrándola.)

Escena VIII

(Noche.) CLERMONT solo.

     �Está loco! �Traerme luces!, �a qué?, �para mí siempre es de noche! Pero al pobre le duran aún los celos: es enfermedad que no se cura tan pronto; y lo peor que tiene es el ser contagiosa: �se pega que es una maravilla!, �a mí casi me coge! �Oh! �Yo sospechar de mi Matilde!, �de la virtud misma! �Yo desconfiado y celoso!, �una de las muchas miserias que engendra mi triste situación! Me parece que siento pasos... �Será Matilde que viene ya! �No, no son esas sus pisadas: las conozco yo tan bien!

     VIZCONDE. -(En la puerta del foro, que está cerrada.) �Victorina, Victorina!

     CLERMONT. -Es la voz del vizconde: �aquí, a estas horas! �Si tendrá razón Agustín! �Si querrá seducir a esa pobre muchacha! (Levántase y ocúltase a tientas en el gabinete de la izquierda, que está cerca de su sillón.)

     VIZCONDE. -(Llamando a la puerta del foro.) �Victorina! (Abre la puerta y sale.) No me responde: y a nadie he encontrado hasta aquí: está esto tan obscuro, que no sé si acertaré con la puerta. (Adelántase y va a llamar a la habitación de MATILDE.)

Escena IX

VICTORINA, EL VIZCONDE. (CLERMONT entreabre la puerta.)

     VICTORINA. -�Quién llama aquí?

     VIZCONDE. -�Chit!... �Calla!

     VICTORINA. -(En voz baja.) �Sois vos, señor vizconde?

     VIZCONDE. -(Ídem.) Toma esta carta para tu señora: entrégasela al instante.

     VICTORINA. -�No la veréis vos esta noche?

     VIZCONDE. -No me es posible: tengo que hacer mil diligencias para preparar el viaje.

     VICTORINA. -Mucho va a sentir no veros.

     VIZCONDE. -Esta carta la tranquilizará; y si despacho pronto los preparativos de viaje, iré un instante a verla, para que sepa que todo está dispuesto.

     VICTORINA. -�Haced lo posible!

     VIZCONDE. -Pues bien: dile que me espere allí.

     VICTORINA. -Ya sabéis el cuarto: número 2, el mismo de ayer.

     VIZCONDE. -Ya sé.

     VICTORINA. -No tardéis, marchaos. �Ah! �Y la carta? (Guiándolo hacia el foro.)

     VIZCONDE. -Toma. �Cuidado!

Escena X

Dichos, AGUSTÍN, vestido, sale por el foro con un candelabro de dos velas.

     AGUSTÍN. -(Viendo al VIZCONDE y a VICTORINA, que lo lleva de la mano.) �San Agustín me valga!

     VIZCONDE. -(Sacudiéndolo de un brazo.) �Silencio! �Cuenta con mi protección si callas; pero pobre de ti si hablas! (Vase precipitadamente.)

Escena XI

AGUSTÍN, VICTORINA. Luego, CLERMONT.

     AGUSTÍN. -�Si hablo!... (Arrancando de pronto la carta que VICTORINA atónita tiene en la mano.) �Pues quiero hablar! �Quiero gritar!

     VICTORINA. -�Sr. Agustín, Sr. Agustín, volvedme esa carta, y callad..., callad por Dios!

     AGUSTÍN. -�También ella quiere que calle! Falsa, ingrata. (VICTORINA le pone la mano en la boca.) �No me da la gana! �Quiero gritar! �Quiero publicar que me están engañando! (CLERMONT abre la puerta, sale y se adelanta hacia el medio del teatro, pálido y trémulo.)

     VICTORTNA. -(Da un grito al verlo.) �Ah! �El amo! (Aparte.) Voy corriendo a avisar a la señora. (Vase precipitada.)

Escena XII

CLERMONT, AGUSTÍN.

     CLERMONT. -(Queriendo disimular.) �Qué ha ocurrido? �Qué es eso?

     AGUSTÍN. -�Qué ha ocurrido? �Señor! �Qué ha ocurrido? �Y vos me decíais que no tenía nada que temer! �Borrico de mí! �Ir a hacer caso de vos! �Cuando yo vuelva a fiarme en ningún ciego!...

     CLERMONT. -�El ciego ve ya más claro que tú!

     AGUSTÍN. -�Sí! Acabo de sorprender aquí al vizconde con Victorina.

     CLERMONT. -�No es verdad!

     AGUSTÍN. -�Cómo que no! Y le estaba dando una carta.

     CLERMONT. -�No es verdad!

     AGUSTÍN. -(Colérico.) �Por vida de...! Si la tengo aquí..., miradla..., tomadla: �la tocáis?

     CLERMONT. -(Haciendo un movimiento convulsivo al tocar la carta.) �No es verdad! Esta carta no es para Victorina: lee, lee el sobre.

     AGUSTÍN. -(Trémulo.) �No sé si podré! �Señor, tengo tan nublada la vista!

     CLERMONT. -(Impaciente.) Vamos, �lees? (Tiene la carta sujeta con las dos manos mientras AGUSTÍN procura leer.)

     AGUSTÍN. -(Leyendo.) �A madama..., madama Clermont.�

     CLERMONT. -(Colérico.) �Mientes..., mientes! (Reprimiéndose y con tono blando.) No, Agustín..., pero te equivocas, �no es verdad? Míralo..., míralo bien.

     AGUSTÍN. -Bien lo veo. �Vaya! �Con todas sus letras! �Ma... da... ma... Cler... mont.�

     CLERMONT. -(Aparte.) �No hay duda!

     AGUSTÍN. -�Ay, qué consuelo, Señor! �Pero cómo es esto? �Vos sabíais?...

     CLERMONT. -(Esforzándose a ocultar su conmoción.) Sí; es una carta que mi mujer y yo esperábamos... con impaciencia.

     AGUSTÍN. -�Vaya, pues a los dos nos ha venido bien! (Aparte.) �Y yo que he maltratado a la pobrecilla! �Cómo haré ahora para desenfadarla?

     CLERMONT. -(Arrugando la carta.) �Ah, las tinieblas que me rodean no me han parecido nunca tan horribles como ahora! �Tengo la prueba..., aquí entre mis manos..., la estoy tocando..., me abrasa..., la tengo aquí... y no puedo cerciorarme..., no puedo saber hasta dónde llega su traición! �Estar seguro, y dudar aún! �Dudar... sin atreverme..., sin poderme convencer! �Ah, estos son demasiados miramientos: rompamos ya por todo! (Después de titubear un instante.) �Agustín!

     AGUSTÍN. -Señor...

     CLERMONT. -Ven acá.

     AGUSTÍN. -�Ah, señor, qué contento estoy!

     CLERMONT. -Esta carta... contiene una noticia..., una noticia importante.

     AGUSTÍN. -�Para vos y para la señora?

     CLERMONT. -�Justamente! Y esa noticia..., estoy impaciente por saberla.

     AGUSTÍN. -Es muy natural: cuando uno espera una buena noticia, siempre tiene prisa.

     CLERMONT. -Sí..., no tengo bastante calma para esperar a que venga mi mujer, y la curiosidad..., ya te haces cargo... (Esforzándose a reír.) �Un pobre ciego no es extraño que tenga esa debilidad: ya ves!...

     AGUSTÍN. -�Por supuesto! �Y queréis que yo os la lea?

     CLERMONT. -Sí, amigo mío; hazme ese favor.

     AGUSTÍN. -Con mucho gusto, señor. Antes habrá que abrirla... está cerrada con lacre. (Ábrela.)

     CLERMONT. -(Repentinamente.) �Ah, envilecerla, deshonrarla a los ojos de sus mismos criados!

     AGUSTÍN. -(Leyendo.) �Todo está pronto para el viaje: el coche estará a la hora convenida.�

     CLERMONT. -(Quitándole la carta.) No, no, es inútil..., no quiera que te tomes ese trabajo: mi mujer está ahí en su cuarto..., dile que venga... al instante... al instante, �entiendes?

     AGUSTÍN. -Pero si la señora no está ahí...

     CLERMONT. -(Asombrado.) �Qué dices? �No está en su cuarto?

     AGUSTÍN. -No, señor..., ni está en casa... �Si yo desde mi ventana la he visto salir hará cosa de media hora!

     CLERMONT. -�Salir!

     AGUSTÍN. -Y lo extrañé mucho, porque como me habíais dicho que se quedaba... a acompañaros esta noche...

     CLERMONT. -(Disimulando.) Sí, me lo había ofrecido; pero cierto compromiso..., una visita... que tenía que hacer...

     AGUSTÍN. -�Ah! �Sabéis dónde ha ido?

     CLERMONT. -Sí, sí, no hay cuidado... Volverá pronto..., puedes irte..., vete..., déjame.

     AGUSTÍN. -No, señor, yo no puedo dejaros solo.

     CLERMONT. -No lo estaré más que un momento..., pocos minutos..., mi mujer vendrá al instante..., conque vete, vete a ver la ópera.

     AGUSTÍN. -�Qué buen amo!

     CLERMONT. -Sí, amigo mío, sí..., me harás un favor..., quiero estar solo.

     AGUSTÍN. -Como gustéis; y ya es tarde..., estará empezada: fortuna que el teatro está a dos pasos de casa. Conque hasta luego, señor.

Escena XIII

CLERMONT, solo.

     �Se fue!... Ya estoy solo, solo en esta casa, como en el mundo entero: abandonado de todos, como una carga inútil: objeto de desprecio, y en breve acaso de burla. �Ah! No..., no..., no me ultrajarán impunemente: yo me vengaré... (Deteniéndose.) �Y cómo? �Qué venganza puedo yo tomar? Me insultará, me deshonrará, me robará mi único tesoro, lo único que me quedaba en mi desgracia..., el amor de mi esposa; y si le pido satisfacción de su injuria y de mi afrenta... (Retorciéndose las manos.) �Oh! �Dios mío! �Tendrá lástima de mí! �No querrá batirse: este pobre ciego no tiene derecho ni aun para hacerse matar! (Con más agitación y amargura.) �Y de qué te quejas tú, miserable! �Un hombre obscuro, un pobre artista, sin más bienes que su talento, si es que alguno tenía, atreverse en su orgullo a aspirar a la mano de una joven hermosa y noble! (Con sonrisa desdeñosa.) �Noble..., sí, de elevada cuna! �Y porque sacrificaste por ella tu juventud, tus fuerzas, tu salud, ahora, pobre y enfermo, esperabas agradarla y que te amase! �Loco de mí! �Yo la amaba tanto! �Ah! �La amo todavía! �Y este amor de qué sirve? �De hacer su desgracia y la mía: mi existencia es para ella una carga pesada, insoportable! �Y después de tantos sacrificios, uno solo me queda que hacerle, el de mi vida, que le volverá su libertad! Sí; basta de quejas, basta de amenazas: ella me echa del mundo, y yo me voy. �Nadie la acusará, ni yo mismo! Todos creerán que lo he hecho por desesperación de verme en este estado, y dirán: ��Pobre hombre! Ha hecho bien.� (Levantándose.) Y tendrán razón: sí, estoy decidido: vamos..., �pero cómo lo hago? Yo no tengo armas, y no puedo procurármelas por mí propio; no puedo hacer nada sin que me ayuden, ni �aun morir! �Ah! Esa ventana..., hacia allí está: sí, sí, dicen que es muy alta..., tercer piso. (Dirígese a tientas siguiendo la pared, y llega a la ventana.) �Ah! Aquí está. Gracias a Dios..., �esta vez siquiera no necesitaré de nadie! (Trata de abrir la ventana.)

Escena XIV

CLERMONT, AGUSTÍN.

     AGUSTÍN. -(Gritando dentro.) �Señor, señor!

     CLERMONT. -�Quién viene?

     AGUSTÍN. -(Sale precipitado.) Yo, señor. �Ah, si supierais!...

     CLERMONT. -�De dónde vienes?

     AGUSTÍN. -Del teatro. (Viene sin sombrero, con la corbata medio arrancada, rasgado el vestido, desgreñado, etc.) Me han echado a empellones.

     CLERMONT. -�A ti?

     AGUSTÍN. -A mí, en cuerpo y alma; y cuando sepáis por qué, os quedaréis patitieso como yo: no lo querréis creer, �si yo apenas lo creo todavía!

     CLERMONT. -(Impaciente.) �Eh! Acaba o vete.

     AGUSTÍN. -Pues señor, habéis de saber que echaban una ópera llamada Il Barbiere di Siviglia..., así dice el cartel, �y había un gentío!... �Ya, ya!

     CLERMONT. -�Acabarás?

     AGUSTÍN. -�Pues señor, a lo mejor sale por allá arriba una dama vestida de maja, a la española, y lo mismo fue asomar empieza un palmoteo y unos gritos!... Yo levanto la cabeza para mirarla... �Válgame Dios, lo que vi!...

     CLERMONT. -�Qué viste?

     AGUSTÍN. -Yo empecé a gritar: ��Señora! �Aquí estoy yo! �Señora!...� Y me subí en el banco para que me viera.

     CLERMONT. -�Quién?

     AGUSTÍN. -�Ella misma! Pero amigo, enfádase aquella gente y empieza a gritar: ��Silencio! �Fuera!� Y yo... ��Señora!� Y ellos... ��Fuera ese ganso! �Fuera ese bárbaro!� Y viendo que yo seguía gritando, abalánzanse sobre mí, y �cras!, uno me arranca el faldón: �pum!, otro me sacude un puñetazo: �crich!, otro me atiza un puntapié... ��A la calle! �Fuera, fuera!� Y... �patapuf! En menos que canta un gallo me encuentro en mitad de la calle hecho un eccehomo, y sin haber podido hablar a la señora.

     CLERMONT. -�Pero qué señora? Acaba, �qué señora?

     AGUSTÍN. -Pues qué, �no os lo he dicho? �Dios mío? Era... �Ah, miradla! �Ahí viene! �Ella es!

Escena XV

Dichos, MATILDE, EL VIZCONDE detrás. (MATILDE sale con el traje de Rosina de El barbero de Sevilla, y encima su capa.)

     CLERMONT. -�Ella es!

     MATILDE. -Sí, amigo mío... yo, aquí me tienes.

     CLERMONT. -�Matilde! (La acerca a sí, empieza a examinarla con las manos, y al reconocer el peinado y traje de Rosina en El barbero, cae a sus pies sollozando.) �Ah, esposa mía!

     MATILDE. -(Levantándole.) �Sí, mujer de un artista! �Lo crees ahora?

     CLERMONT. -�Ah! �Qué has hecho? �Qué sacrificio has hecho? �Esto es demasiado! Nunca hubiera yo consentido...

     MATILDE. -Lo sabía..., por eso te lo he ocultado; y para llevar a cabo mi empresa, me valí de una persona que me ha servido generosamente de guía y protector, de un joven honrado.

     VIZCONDE. -(Tomando la mano de CLERMONT.) Que había cometido una falta con vos, y ha querido repararla.

     MATILDE. -(Tomando la carta que CLERMONT la presenta.) Y esta carta del vizconde lo manifiesta: él ha dispuesto nuestro viaje para mañana: mañana marchamos a Berlín, donde recobrarás la vista.

     CLERMONT. -(Al VIZCONDE.) �Ah, venga esa mano! Pero la suma que pide el doctor...

     MATILDE. -Podemos pagarla: la artista ha reunido ya un capital como el que tú reuniste otro tiempo para salvarme; ha llegado mi vez.

     CLERMONT. -�Ah, en tus brazos!... �En tus brazos!... (Arrójase en ellos.)

Escena XVI

Dichos, VICTORINA, apresurada.

     VICTORINA. -Señora, venid pronto: el entreacto se va haciendo largo y el público se impacienta por ver a Rosina.

     MATILDE. -Vamos.

     CLERMONT. -�Adónde?

     MATILDE. -A cantar el segundo acto de El barbero..., esta noche es la última, y desde mañana quedo libre por seis meses; vamos, vamos pronto. (Arropándose con su capa.)

     CLERMONT. -�Qué hermosa debe estar con ese traje! �Que no pueda yo verla!

     MATILDE. -Pronto, querido mío, pronto me verás. �Dentro de cinco días estaremos en Berlín! Adiós. (Vase seguida de AGUSTÍN.)

     VIZCONDE. -�Y yo me quedo en París!

     CLERMONT. -(Al VIZCONDE y a VICTORINA.) Amigos míos, venid; guiadme..., llevadme...

     VIZCONDE Y VICTORINA. -�Adónde?

     CLERMONT. -(Con entusiasmo.) �A oírla cantar! (Cae el telón.)

Fin del tomo II

Índice

                                      Llueven bofetones, comedia en dos actos, arreglada al español.                                  
A muerte o a vida o la escuela de las coquetas, comedia en tres actos, arreglada al español.
Bruno el tejedor, comedia en dos actos, arreglada al español.
El tío Tararira, comedia en un acto, arreglada al español.
La sociedad de los trece, pieza cómica en un acto, arreglada al español.
Quiero ser cómico, apropósito dramático.
El gastrónomo sin dinero, o un día en Vista Alegre, comedia en un acto, arreglada al español.
Una boda improvisada, comedia en un acto, arreglada al español.
Amor de madre, drama en dos actos, arreglado al español.
La familia improvisada, juguete cómico en un acto, arreglado al español.
El testamento, drama en un acto, traducido del francés.
El héroe por fuerza, drama cómico en tres actos, arreglado al español.
Otra casa con dos puertas, comedia en tres actos, arreglada al español.
La mujer de un artista, comedia en dos actos.
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