Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Quiero ser cómico

Apropósito dramático

Personas

D. ROSENDO. - D. FLORENCIO. - D. EDUARDO. - D. DIMAS. - CONCHA. - RITA.

La escena es en Madrid en casa de D. ROSENDO.



ArribaAbajo

Acto único

Una sala. Muebles antiguos. Retratos de familia. Un árbol genealógico. A la derecha un canapé. A la izquierda una mesa.



Escena primera

CONCHA y RITA.

     RITA. -Vamos, señorita, a mí no me venga usted con disimulos; desde ayer es usted otra: qué, �a mí se me escapan las cosas? �Aquella alegría, aquel reír, aquel charlar!..., y ahora siempre distraída, callada, taciturna; le preguntan a usted cualquiera cosa, no responde usted sino con monosílabos. �Qué le aflige a usted, señorita? Vamos, hable usted. �Ya sabe usted que las penas se alivian confiándolas..., vamos!

     CONCHA. -�Ay!

     RITA. -Vaya, siga usted: un suspiro promete siempre una confianza.

     CONCHA. -�Ay, Rita!

     RITA. -Adelante...

     CONCHA. -Si tú supieras...

     RITA. -Justamente es eso de lo que trato, de saber. �Por Dios! Cuénteme usted...

     CONCHA. -�Rita!... �Papá quiere casarme!...

     RITA. -�De veras! �Y eso la entristece a usted? Puede que sea usted la única en el mundo. �Y quién es el feliz mortal que le destinan a usted por esposo?

     CONCHA. -�No lo adivinas?

     RITA. -No, señora.

     CONCHA. -�Mi primo!

     RITA. -�Su primo de usted, D. Florencio! Pues la doy a usted la enhorabuena. �Tendrá usted un excelente marido!

     CONCHA. -�Sí!...

     RITA. -Buen muchacho, jovencito, que podrá usted educarlo a su modo, bonita figura..., aún tiene que crecer algo...

     CONCHA. -�Calla por Dios!...

     RITA. -Qué, �no es verdad lo que digo?

     CONCHA. -Sí, pero está medio loco; no piensa más que en comedias; ha tomado esa manía, y... ya ves tú qué traza aquella de marido, ni qué caso hará él de su mujer: siempre leyendo, estudiando versos. Vamos, �es una idea diabólica, Rita!...

     RITA. -Eso es cierto. �Le ha cogido el diablo por ahí!... Y �cuidado si lo ha tomado con alma!... Desde que anda en eso de representar comedias, ni come ni duerme ni habla a derechas. �También su padre de usted no ha querido darle carrera..., nada! Verdad es que también el amo..., �ese es otro! Puede que si lo hubiera puesto a estudiar medicina, o leyes, o en fin, esas cosas a que se dedican los muchachos para tener una profesión, un modo de vivir, puede que entonces D. Florencio se hubiera olvidado de su manía de hacer comedias; pero el amo con sus ideas rancias, y su nobleza, y su árbol genealógico, todo le parece que va a empañar el lustre de esos pelucones... �Vaya! �Un médico en su familia! �Un abogado! �Qué vergüenza! Eso se queda para los plebeyos; así es que D. Florencio, viéndose con talento y sin ocupación, se ha entregado con sus cinco sentidos adonde su afición le llamaba.

     CONCHA. -Ya le han contado a papá que hace comedias caseras..., y no le ha sabido bien.

     RITA. -�Ya lo creo!... �Como que eso al fin es hacer algo, y un noble no debe hacer nada!

     CONCHA. -Le han dicho que se le encuentran todos los días por las calles con los bolsillos llenos de comedias y tragedias, hablando solo, sin ver a nadie, declamando siempre, y por el Retiro, por el Canal, a vueltas con Otelo y con Edipo...

     RITA. -�Y lo mismo en casa! Se encierra en su cuarto, y da unos gritos...

     CONCHA. -Todos le tienen por loco.

     RITA. -�Y con razón! Me lo encuentro por esos pasillos; ni repara en mí, manoteando, poniendo unos ojos que parece que se le van a saltar. Se le pregunta si quiere el chocolate, y responde siempre:

                                                                           
   �El chocolate no es más
que un despertador del hambre,
y un lavatorio de tripas...� (4)

�Y todo esto distraído! Porque luego se lo entro y no deja una gota. Ayer le pregunté qué le parecía mi peineta de lazo, y agarrándome este brazo, que aún tengo el cardenal, me contestó hecho una furia:

                                                                            
   ��Si Edelmira me hiciera el menosprecio
de entregar la diadema a mi contrario...
infeliz..., infeliz!...�

     CONCHA. -�Pues ya ves! �Crees tú que una mujer puede ser feliz con él?

     RITA. -�Por supuesto! Como que la dejará en paz, sola, libre para hacer lo que la dé la gana.

     CONCHA. -�Ay, Rita! �Si supieras!... (Tocando un papel que lleva en el delantal.)

     RITA. -�Qué papel es ese?

     CONCHA. -�Nada, Rita!

     RITA. -Por fortuna yo soy plebeya (Sacándola el papel.) y sé leer. �Gaceta extraordinaria... Ejército de Navarra...� �Ya, ya estoy al cabo!... �D. Eduardito..., el oficial amigo de D. Florencio!... �Cáspita, señorita..., qué constancia!...

     CONCHA. -�Sí, Rita, te lo confieso! Aunque conozco la manía de mi primo, yo le hago justicia: tiene talento, excelente carácter, buen fondo, y le quiero como a un hermano; pero �ah, qué diferencia!... �Eduardo! Eduardo posee mi corazón: siempre le he amado, y desde que he leído este papel..., �ay, Rita, mi alma no sosiega un instante!

     RITA. -�Pues qué dice este papel encantado?

     CONCHA. -�Lee, lee, Rita!

     RITA. -Veamos, (Leyendo.) por aquí anda... �Tan completa victoria se debió al teniente de caballería D. Eduardo Guevara, que con solos ocho hombres cargó sobre el grueso de la facción, al grito de �viva la reina!, poniéndola en vergonzosa fuga, haciendo gran número de muertos y prisioneros y quedando herido de alguna gravedad...�

     CONCHA. -�Qué valiente!

     RITA. -�Y S. M. se ha servido concederle el empleo de capitán efectivo y la cruz de San Fernando laureada, que se le pondrá al frente de banderas.�

     CONCHA. -�Si vieras cómo palpitó mi corazón al leer eso! �Cuántas lágrimas de entusiasmo he derramado sobre ese papel!

     RITA. -Pero la herida...

     CONCHA. -Sé que ha curado perfectamente, y que viene a Madrid a restablecerse.

     RITA. -Pues �ea, señorita, esta es la ocasión! Si él la ama a usted, nunca mejor que ahora... �Y con una cruz!... �Ya sabe usted lo que eso vale para el amo!

     CONCHA. -Soy tan desgraciada, Rita, que no me atrevo a esperar. �Y papá está tan encaprichado en que me he de casar con mi primo!... �Chist!...

Escena II

Dichas, D. ROSENDO y D. DIMAS.

     DIMAS. -Sí, ya lo entiendo, no necesita usted incomodarse.

     ROSENDO. -(Descolgando el árbol genealógico.) Quiero que se convenza usted; que no le quede la menor duda... Mire usted por la línea de varones: D. Aquilino Verdegay, mi tercer abuelo; éste fue alguacil mayor del Santo Oficio más de seis años. Cuarto abuelo, D. Alejandro Verdegay..., y aquí lo tiene usted. Quintoabuelo, D. Judas Verdegay, caballero del hábito de Alcántara. Ya ve usted, en esto se funda mi solicitud para que le den el hábito a mi sobrino.

     DIMAS. -Es cosa corriente, y eso releva de pruebas.

     ROSENDO. -�Por supuesto! Debe estar despachado al momento.

     DIMAS. -Si en mí solo consistiera, Sr. D. Rosendo, estaría concedido hoy mismo; yo he dado todos los documentos en orden, bien claritos; pero esa gente tan pesada, en no untando el carro...

     ROSENDO. -Dos mil reales que le di a usted anteayer...

     DIMAS. -�Ya! �Pero sabe usted el papel sellado que ha habido que poner? �Lo que se ha escrito en dos días?

     ROSENDO. -Bien; con tal que yo logre la cruz de Alcántara para mi sobrino, nada me importa gastar: ahora le daré a usted...

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) �Oye usted, señorita? Quiere darla a usted un marido cruzado...

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Calla!

     ROSENDO. -�Hola! �Estabas ahí? De cosas tuyas estaba tratando: voy a cruzar de Alcántara a Florencio antes de la boda. Aquí D. Dimas está haciendo las diligencias; y hoy mismo espero conseguirlo, �no es verdad?

     DIMAS. -Es corriente: todo se quedará en casa, señora doña Conchita, hasta los apellidos; sus hijos de usted serán Verdegay y Verdegay.

     ROSENDO. -�Y la cruz de Alcántara, que es verde! �Hombre! �Si traerá su origen nuestro apellido Verdegay del verde de esa orden?

     DIMAS. -Pudiera ser muy bien: yo registraré la heráldica.

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) �Ay, señorita, no se case usted!... �Se va a comer un burro la descendencia!

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Ay, Rita! �Ves qué empeñado está?

     ROSENDO. -El gay es lo que no alcanzo qué origen...

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) Pues ánimo, señorita; �háblele usted claro!

     DIMAS. -El gay... �Oh, el gay! Si usted leyera la heráldica, vería usted...

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �No tengo valor! Si tú no me ayudas...

     ROSENDO. -�Oiga!... �Dice algo?

     DIMAS. -�Allí se explica..., pues!... El gay está puesto después del verde, para que diga Verdegay, que es su apellido de usted, �apellido nobilísimo..., antiquísimo!... Conque si me da usted esos cuartos, iré a activar...

     ROSENDO. -Sí, sí; venga usted.

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) Yo le daré a usted pie. -�Señor, señor!...

     ROSENDO. -�Qué hay?

     RITA. -�No ha leído usted la Gaceta extraordinaria?

     ROSENDO. -No; pero ya me figuro lo que dirá.

     RITA. -Habla de D. Eduardo Guevara, el amigo del señorito...

     ROSENDO. -�Hola! �Y qué ha hecho ese perillán?

     RITA. -�Una porción de hazañas! La reina le ha hecho capitán, y le ha dado la cruz de San Fernando laureada.

     ROSENDO. -�Ya!... �La cruz de San Fernando!... �Creación de hace veinte años! �En sabiendo dar sablazos, cualquier plebeyo la puede tener! �La cruz de Alcántara muestra nobleza de sangre!

     CONCHA. -�Más lo muestra la de San Fernando, papá! Pues ésa muestra que se ha derramado en el campo de batalla.

     ROSENDO. -�Qué entiende esa bachillera de cruces! Venga usted por esos cuartos... �Las ideas modernas!

Escena III

CONCHA y RITA.

     CONCHA. -�Lo ves, Rita? �Ves como no hay remedio? �Cómo no debo alimentar esperanzas, sino conformarme con la voluntad de mi padre, casarme con mi primo y ser infeliz?

     RITA. -�Muy decidido le veo! �Y yo que fundaba en la cruz de San Fernando todo mi plan!... �No sabía yo que hay cruces de cruces! Pero la peor cruz de todas es cargar con un marido que no se quiere; conque no nos acobardemos, y a tocar otro resorte. Si D. Eduardo hubiera llegado, podríamos, de acuerdo con él... �Pero así solas, aisladas, es un diantre!

     CONCHA. -�Y aunque llegue! �Sabes tú si será el mismo? �Si esos nuevos honores, que tanto llenan a los hombres, no le habrán hecho enfriar un amor que acaso dominaba su corazón a falta de otras sensaciones, y que puede haber cedido el puesto a la ambición, a la gloria militar? �Ah!

     RITA. -Pues bien: de todos modos, saldríamos de la duda, y esto siempre vale más que sufrir como está usted sufriendo. Si la amaba a usted como antes, se la pediría al amo. �Negativa?... Depósito: ya es capitán: tenía usted viudedad.

     FLORENCIO. -(Dentro, declamando.)

�Insigne amigo del valiente Otelo.�

     CONCHA. -�Calla, por Dios! Ahí viene Florencio...

     RITA. -Declamando: �buenas estamos para comedias! �Vámonos adentro, señorita!

     CONCHA. -�Cielos, aguarda!

Escena IV

Dichas, D. FLORENCIO y D. EDUARDO.

     FLORENCIO. -(Desde la puerta.)

                                                                           
   ��Ven, tú solo eres digno de contarnos
las brillantes hazañas y victorias
con que Otelo a Venecia ha libertado!�

     CONCHA. -�Él es!

     RITA. -�El Sr. D. Eduardo!

     FLORENCIO. -�El mismo que viste y calza!...

     EDUARDO. -�Hermosa Conchita! No creí tener el placer de volver a ver a usted.

     CONCHA. -�Ha dado usted un gran susto a sus amigos!... �Y está usted enteramente bueno?

     EDUARDO. -�No fue nada!... Una contusión...

     FLORENCIO. -�Cómo! �Pues qué!... �Has sido herido?

     EDUARDO. -�Hombre!... �Pues si he venido hasta la puerta de tu casa contándote la acción con pelos y señales!

     FLORENCIO. -�Qué acción?

     EDUARDO. -�Pues estamos frescos! �Conque no me oías?

     FLORENCIO. -Sí..., te oía, pero no pude enterarme bien: traía la cabeza ocupada con...

     CONCHA. -Con algún papel de comedia...

     FLORENCIO. -Precisamente.

     EDUARDO. -�Conque la manía va cada vez peor?

     CONCHA. -�Incurable!

     FLORENCIO. -Figúrate que salí esta mañana, y a propósito no quise echarme en los bolsillos más que estas comedias: aquí ves; el Otelo, el Edipo, el Ricohombre, El sí de las niñas..., ésta la hacemos esta noche en nuestro teatro: yo hago el D. Carlos: �si vieras qué uniforme tengo tan bien hecho!, �con sus dos galones!, �su cruz de Alcántara! (Representando.) ��Paquita!..., �vida mía!, �cómo va, hermosa!, �cómo va!� �Oh! Sale perfectamente. Pues señor, al caso: sálgome por la Puerta de Alcalá, y apenas me veo en el campo, desenvaino el Edipo y me pongo a declamar en alta voz, al aire libre, el acto cuarto..., ya te acordarás...

                                                                            
   ��Así, hijos míos!... �Coronad de flores
el ara antigua de los lares patrios,
como postrer ofrenda y sacrificio
del triste Edipo pronto a abandonarlos!�

     EDUARDO. -�Sí! Ya sabemos los versos.

     FLORENCIO. -�Estaba hoy inspirado! �La plaza de toros se me figuraba el circo de Tebas! �La Puerta de Alcalá, el panteón de Layo! Iba yo declamando, sin hacer caso de los honrados valetudinarios que salen a pasearse por allí a aquellas horas, y que sin duda me tomaban por loco: ya estaba en lo más patético del acto, en aquello de...

                                                                           
�Sonó la voz del dios, y a mis oídos
llegaron con horror estos acentos:
�quieres saber tu suerte?�

cuando una voz descomunal que gritó: ��Florencio!...� me sacó del éxtasis trágico: desapareció de mi vista Tebas y el panteón y el palacio; pero en cambio me vi delante de mis ojos a mi querido Eduardo, que cansado de darme voces, se había apeado de la diligencia, y hacía cinco minutos que le tenía enfrente de mí, riéndose de mi dramática enajenación. Me arrojo en sus brazos, estrecho sobre mi corazón a mi mejor amigo, guardo el Edipo en el bolsillo, me dice que antes de todo quiere venir a hacerte una visita, echamos a andar del brazo, él empieza a hacerme la narración de lo que le ha pasado en Navarra...; pero los muros de Tebas vuelven a alzarse en mi imaginación, y por desgracia nada le he oído, pues hasta que llegamos aquí vine continuando entre dientes el acto cuarto de Edipo.

     CONCHA. -�Hombre! �Qué desatención!

     FLORENCIO. -�Tienes razón, prima! �Pero mi buen Eduardo me perdonará! �Qué quieres, amigo mío! �No lo puedo remediar! �Me voy a pájaros al momento, sin querer!

     EDUARDO. -�Qué tontería! �Conmigo puedes hacer lo que quieras! �Y digo, como si esto fuera nuevo para mí! Hace años que estoy acostumbrado a verte con esa manía. Pero a ver si por un rato puedes dejar la declamación, y atender. Tú habrás extrañado que desde la misma diligencia haya querido venir aquí... Voy a abrir mi corazón, y quiero que tú me oigas, porque cuento contigo...

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) �Señorita!

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Rita!

     EDUARDO. -Es decir, en el caso de que ciertas cosas no hayan variado en mi ausencia (Mirando a CONCHA.)

     RITA. -Todo está como usted lo dejó, Sr. D. Eduardo.

     EDUARDO. -�De veras, Rita? �Me lo aseguras tú?

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Qué está Florencio delante!

     RITA. -�Sí, señor! (Con intención.) �Aquel amor... del señorito a la declamación, lejos de entibiarse, se ha aumentado! �Se ha hecho una pasión!

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Rita!

     RITA. -�No lo está usted viendo? �Es un frenesí, un delirio!

     EDUARDO. -(�Cielos! �Qué querrá darme a entender?)

     FLORENCIO. -�No lo niego! �Es la pasión de mi vida!

     CONCHA. -�Y en Navarra, se ha guardado fidelidad?

     EDUARDO. -(Con intención.) �Ah, Conchita! �Todos han permanecido fieles... a su juramento! �Ninguno ha apartado de su memoria la imagen... de su reina adorada!...

     FLORENCIO. -�Ah, valientes!

                                                                            
   �Juremos por ella
vencer o morir!�

(Desde este momento se distrae, y empieza a declamar para sí, sin oír nada de cuanto se habla.)

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) Aplíquese usted, señorita.

     EDUARDO. -En fin, no sé por qué hemos de gastar misterios, Conchita, cuando me lisonjeo de que estamos acordes en nuestros mutuos sentimientos, y cuando Rita y Florencio, lejos de ser obstáculos a esta aclaración...

     CONCHA. -�Eduardo!

     EDUARDO. -Sí, Concha mía, estoy decidido, y cuento con la cooperación de estos dos amables aliados, si fuese necesario, para lograr el fin de nuestro amor.

     CONCHA. -�Qué dice usted?

     RITA. -(Aparte a CONCHA.) �No hay miedo, señorita; mírelo usted! �Nada oye: se ha vuelto a marchar a Tebas!

     EDUARDO. -�No es cierto, Florencio?

     FLORENCIO. -(Distraído.) �Sí, sí, positivamente! Sigue, sigue: te estoy atendiendo. (Sigue declamando.)

     CONCHA. -(Azorada.) �No hay para qué... en este momento! Ya hablaremos de eso...

     EDUARDO. -�No, ahora mismo! �Harto tiempo he sufrido, Conchita, sin poder aspirar a esa mano, que es lo único que ambiciono en el mundo! �Ansiaba una ocasión en que poder morir, o colocarme en un rango que me autorizara a pedir su mano de usted sin que pareciera temeridad, y esta dulce esperanza alentaba mi corazón y esforzaba mi brazo cuando me vi cercado de las lanzas de los facciosos: su imagen de usted estaba delante de mis ojos: por usted peleaba: por usted conseguí aquella victoria; y al ver correr la sangre de mi herida... �Dios eterno!, exclamé lleno de placer, �ya he ganado la mano de mi adorada Concha!

     CONCHA. -�Pero Eduardo! �Por Dios!

     RITA. -�Nada! �No tema usted! Sigue en Tebas, sin novedad.

     EDUARDO. -�Apenas convaleciente, corro a Madrid, y... ya lo ve usted, desde la misma diligencia vengo aquí a esperar que sus labios de usted decidan mi suerte!

     CONCHA. -�Eduardo! �Qué quiere usted que yo le diga? �Puedo acaso disponer de mí?

     EDUARDO. -�Pero su corazón de usted!...

     CONCHA. -�No le ha dicho a usted Rita ya que todo estaba como usted lo dejó?...

     RITA. -De que doy fe.

     EDUARDO. -�Eso me basta para ser el más feliz de la tierra!

     CONCHA. -�Ojalá bastara, Eduardo!

     EDUARDO. -�Cómo!

     RITA. -�Hay un cuerpo extraño por medio!

     EDUARDO. -�Quién?...

     RITA. -(Señalando a FLORENCIO.) �Chist! �Edipo!

     EDUARDO. -�Es posible!

     CONCHA. -No, Eduardo; Florencio no piensa en mí, ni siquiera sospecha. �Es papá el que se empeña; me lo ha dicho terminantemente! Ya conoce usted sus ideas, sus preocupaciones...

     RITA. -Se ha empeñado en que sus nietos sean Verdegay y más Verdegay.

     CONCHA. -�Rita!

     RITA. -�Eso es una monotonía! �Cuánto más bonito sería... Guevara y Verdegay! �He dicho algo?

     CONCHA. -�Rita!

     EDUARDO. -�Nada me acobarda! Puesto que no hago traición a la amistad, pues Florencio nada sabe, yo, yo mismo hablaré a su papá de usted, no omitiré medio alguno: le pintaré nuestro amor, me echaré a sus pies si es necesario, los bañaré con mis lágrimas...

     CONCHA. -�Querido Eduardo!

     EDUARDO. -�Sí, Concha mía! (Echándose a sus pies.) �Esa mirada me da derecho a todo! Yo le suplicaré, yo le diré: �Señor, piedad!

     FLORENCIO. -(En la actitud que marca el quinto acto de Edipo.)

��Maldito seas!...�

     CONCHA Y RITA. -(Dando un grito.) �Ah!

     EDUARDO. -(Levantándose rápidamente.) �Qué es eso?

     FLORENCIO. -�Nada, nada: sigue, sigue adelante: no hagas aso: estaba en el acto quinto de Edipo: aquel Maldito seas!...

     RITA. -(�Maldito seas! �El susto que me has dado!)

     FLORENCIO. -Pero no importa: tú no hablabas ahora conmigo, �no es verdad?

     EDUARDO. -(Riendo.) �No, seguramente!

     FLORENCIO. -Ya lo conocí..., por eso me había puesto a declamar...

     RITA. -(�Sí, declama, declama, mientras te están soplando la novia en tus hocicos!)

     FLORENCIO. -Pero algo he oído...

     RITA. -�De qué?

     FLORENCIO. -Del combate con los facciosos. �No era eso lo que estaba contando?

     RITA. -�Cabalito!

     CONCHA. -Sí, eso, eso. Eduardo, adiós: me ha causado mucho placer lo que usted me ha referido..., el combate con los facciosos..., y deseo que en todo lo que usted emprenda salga con tanta felicidad como hasta aquí.

     FLORENCIO. -�Por supuesto que saldrá! �Valen poco sus enemigos!

     RITA. -Señorito, creo que no valen mucho. (Aparte a EDUARDO.) No se descuide usted en hablar al viejo.

Escena V

D. FLORENCIO y D. EDUARDO.

     EDUARIDO. -(Sí, ahora mismo: estoy decidido; pues qué, �en el día no puedo ya con dos charreteras pedir la mano de una señorita?)

     FLORENCIO. -�Qué es eso? �Estás estudiando también algún papel?

     EDUARDO. -�No, hombre!

     FLORENCIO. -�O te has enfadado porque no atendía?

     EDUARDO. -Al contrario. �Pero de veras, nada has oído?

     FLORENCIO. -�La verdad, estaba tan distraído con el Edipo, que ni esto!

     EDUARDO. -�Conque eso ya es estar loco?

     FLORENCIO. -�Hombre, no! Tú, que te has criado conmigo, que has pasado tu juventud a mi lado, que has visto nacer en mí esta pasión y crecer de día en día, �puedes preguntármelo? �No te acuerdas del colegio de San Mateo? Me pusisteis el Trágico, porque siempre estaba declamando y disponiendo comedias. �Aquel D. Juan Alegría, nuestro inspector, buenos plantones me hacía pasar! �Ya se ve! �Yo siempre llevaba comedias a la sala de estudio, y el maldito siempre me las pillaba!

     EDUARDO. -Sí: bien me acuerdo de todo aquello; pero en tantos años �no has perdido la afición?

     FLORENCIO. -�Perderla? �Cada vez más fuerte! �Es mi delicia; mi único placer: es una pasión ciega que me domina! �En fin, Eduardo, de tal modo se ha apoderado de mí, que mi alma no sueña otra ambición que la gloria escénica! Desde que se estableció la clase de Declamación en el Conservatorio de Cristina, he asistido constantemente a ella sin que lo sepa mi tío. �Allí he recibido las lecciones de mi maestro, que es cómico también, y no por eso ha dejado de ser caballero, pues la delicadeza de sus modales, su fina educación, su irreprensible conducta le han conservado siempre el aprecio público! (5) Esto ha desvanecido en mí la única repugnancia que me quedaba hacia el teatro, el temor que algunos me inspiraban de verme aislado de la culta sociedad. �Ya no dudo, Eduardo! Quiero despreciar las preocupaciones, quiero atropellar toda consideración, quiero arrostrar todo obstáculo, �quiero ser cómico!

     EDUARDO. -�Florencio!

     FLORENCIO. -Ya está hecha mi solicitud, y hoy mismo espero el permiso.

     EDUARDO. -Florencio, �qué has hecho? �Sabes el disgusto que vas a dar a tu tío? �No conoces sus ideas?

     FLORENCIO. -Mira. (Mostrando el árbol genealógico que quedó en la mesa.) �Mi tercer abuelo fue alguacil mayor del Santo Oficio: la posteridad de España regenerada señalará aquí con más honor a un cómico de mérito que a un tostador de sus semejantes!

     EDUARDO. -Ya. �Tú te contentas con la vida póstuma, con la inmortalidad! Pero Florencio, �y si no la consigues?

     FLORENCIO. -Si no la consigo, me bastará la satisfacción de haber intentado conquistarla. �Te acuerdas del Mardoqueo?

                                                                            
. . . . . . . . . . . . . . . ��Sólo es delito
el podrirse en el ocio, el corromperse
entre seda y placer, y no elevarse
sobre la turba perezosa y torpe
de los demás mortales!� (6)

     EDUARDO. -�Pero tu tío te abandonará de seguro!

     FLORENCIO. -�Y qué? �Viviré de mi talento, y tendré esa gloria más! �No vive el médico de sus visitas, el abogado de sus pleitos? Desengáñate, Eduardo, bien sé que aún queda un resto de preocupación en el vulgo ignorante. Pero las personas ilustradas piensan ya de otro modo que se pensaba en tiempo de mi tercer abuelo el alguacil mayor, y honran la carrera escénica como el más bello adorno de una nación culta. �Sí, Eduardo, y la hora de la ilustración ha sonado ya para España con la hora de la libertad! �Siempre van juntas!

     EDUARDO. -No lo niego; pero también en otras carreras podías con tu talento adquirir laureles.

     FLORENCIO. -�Y son menos dignos los del teatro?

                                                                            
   ��El mundo comedia es;
y los que ciñen laureles
hacen primeros papeles...
y a veces el entremés!�

     EDUARDO. -(�Esto es hecho! Nada debe detenerme.) Florencio, voy a ver a tu tío, a saludarlo un momento.

     FLORENCIO. -Anda con Dios; pero cuidado con que le digas...

     EDUARDO. -�Ni una palabra! Luego iré a buscarte a tu cuarto.

Escena VI

D. FLORENCIO.

     FLORENCIO. -�El buen Eduardo! �Siempre nos hemos querido tanto! �Y también condena mi determinación! �Un joven, un joven ilustrado! �Cuánto se arraigan las preocupaciones! �Se transmiten de generación en generación! �Se maman con la leche! �Si yo, yo mismo hay momentos en que casi vacilo; pero si he de decir la verdad, no es esa bárbara preocupación la que me hace a veces titubear, no! De algún tiempo a esta parte he sentido nacer en mi corazón cierto deseo, cierta necesidad de agradar a un objeto..., �es cosa rara! Viviendo a su lado tantos años, siempre la había mirado con indiferencia, y ahora..., yo no sé, acaso la edad, el trato... �Ah, Concha! �Ah, prima mía! �Tú eres el único objeto capaz de rivalizar en mi alma con el amor de la gloria teatral! Yo nunca se lo he manifestado, nunca le he dicho una palabra. �Ya se ve! �Con los ensayos y el estudio de mis papeles, tampoco he tenido tiempo, y casi me alegro! Porque si no me hubiera correspondido, mi alma es impetuosa, ardiente: ama y aborrece con extremo: una alma hecha de encargo para cómico; �y acaso una fatal pasión me hubiera hecho infeliz! �Ahora mismo, cuando me imagino verme aplaudido, celebrado, siempre su imagen se mezcla a mis triunfos, siempre se me ocurre que ella me oirá, y me aplaudirá también, y se envanecerá tal vez con mis glorias! Y quién sabe si entonces podré aspirar mejor que ahora... El corazón de la mujer es tan susceptible de entusiasmo, tan sensible a la gloria... �Si yo llego a adquirir un nombre!... �Talma! �Garrik! �Máiquez! �Qué mujer no desearía que su nombre, unido al de uno de estos genios, retumbase en la posteridad mejor que en un rincón de la Guía de forasteros! �Ah! �Este nuevo rayo de esperanza hace palpitar de gozo mi corazón! �El amor! �La gloria! Entonces, �quién más feliz que yo? �Fuera dudas: me avergüenzo de haberlas alimentado un momento! �Estoy decidido! �Quiero ser cómico! Haré mi salida..., �con qué? �Esta figurilla de lechuguino es un diantre para la tragedia! Sólo a fuerza de mérito se puede hacer prescindir... �El célebre Lckain era contrahecho, ridículo, y hacía temblar a los espectadores! �Qué arte! �Qué arte tan difícil! Empezaré por el género cómico, por ejemplo, el D. Martín de la Marcela: probemos.

                                                                           
   ��Malditos sean
sus sinónimos eternos!
Hay hombres de los infiernos
que cuando hablan aporrean.
No acabara en quince días
a no hacerle yo acostar;
y vuelta a su palomar;
y torna a sus profecías;
y retorna al nacimiento...
�Digo! �Pues tenía traza
de dejarme meter baza!
�Oh, qué hablador tan sangriento!
Aquello era por demás.
Hija, �qué nube! �Qué nube!
Intención mil veces tuve
de enviarle a Satanás.
No lo puedo resistir:
me desesperan, me endiablan
esos que hablan, y hablan, y hablan
sin respirar ni escupir.
Sirve en mi cuerpo un alférez
que es hablador furibundo,
y se llama D. Facundo
Valentín Pérez y Pérez.
No hay poder hablar con él.
�Sí, sí, facilito es eso!
En soltando la sin hueso
a ninguno da cuartel.
Un día se puso a hablar
conmigo: yo le quería
interrumpir. �Bobería!
Sintió que iba a estornudar.
En tan crítico momento,
�qué hace? La boca me tapa,
el estornudo se escapa,
y prosigue con su cuento.
�Digo! Esto es ser hablador.
Pues con tanta algarabía,
por cartujo pasaría
al lado de ese señor.
Es mucha, mucha crueldad.
�Válgame Dios, qué carcoma!
No lo tome usted a broma:
eso es una enfermedad.
Vamos; aún me dan sudores.
�Qué suplicio! �Qué agonía!
�Jesús! �Mala pulmonía
en todos los habladores!�

(Pensativo.) �Qué sé yo! No me satisface. �Si yo llegara a crear uno de aquellos grandes caracteres históricos! �Uno de aquellos personajes colosales... D. Pedro el Cruel, en el sublime drama de nuestro inmortal Moreto! �La escena con el Rico-hombre, la de las cabezadas! �Si tuviera aquí alguno que me hiciese la figura! �Si viniera Eduardo! Aunque fuese el aguador; nada más que para la ilusión. (Mirando adentro.) �Oh! �Magnífico! �Magnífico! (Éntrase corriendo por la puerta izquierda, y sale con un molde alto de pelucas, donde está puesta la de D. ROSENDO.) Ya tengo al Rico-hombre: la peluca de mi tío. (Coloca el molde y se dirige a los retratos.) �Progenie ilustre, nobles Verdegays, cerrad los ojos por no ver esta profanación! (Declama dirigiéndose a la peluca.)

                                                                            
   �En fin, �vos sois en la villa
quien al mismo rey no da
dentro de su casa silla?
�El Ricohombre de Alcalá
es más que el rey en Castilla?
   �Vos, quien, como llegué a vello,
partís mi cetro entre dos,
pues nunca mi firma o sello
se obedece sin que vos
deis licencia para ello?
   �Vos, quien vive tan en sí
que su gusto es ley, y al vellas,
no hay honor seguro aquí
ni en casadas ni en doncellas;
esto lo aprendéis de mí?
   �Vos, en fin, quien en mi ausencia,
ajando la autoridad
que ejerzo, con insolencia
pensáis que en vuestra presencia
temblará la majestad!
   Pues entended que el valor
sobra en el brazo del rey,
pues sin ira ni rigor
corta para dar temor
con la espada de la ley.
   Y si vuestra demasía
piensa que hará oposición
a su impulso, mal se fía,
que al herir de la razón
no resiste la osadía.
   Para el rey nadie es valiente;
ni a su espada la malicia
logra defensa que intente:
que el golpe de la justicia
no se ve hasta que se siente.
   Esto sabed, ya que no
os lo ha enseñado la ley
que vuestro error despreció;
y que después de ser rey,
soy el rey D. Pedro yo.
   �Y si a la alteza pudiera
quitar el violento efecto,
cuyo respeto os altera,
y mi persona en vos hiciera
lo mismo que mi respeto!
   Pero ya que desnudar
no me puedo el ser de rey,
por llegároslo a mostrar,
y que os he de castigar
con la espada de la ley.
   �Yo os dejaré tan mi amigo,
que no darme cuchilladas
queráis, y si lo consigo,
a cuenta de aquel castigo
tomad estas cabezadas!�

(Le da las cabezadas, y la arroja al suelo a tiempo que sale RITA.)

Escena VII

D. FLORENCIO y RITA.

     RITA. -(Asustada.) �San Francisco!... �Por poco me rompe una pierna! Señorito, �qué es eso?

     FLORENCIO. -(Declamando.)

                                                                            
   �El rico-hombre de Alcalá
a los pies del rey D. Pedro.�

     RITA. -�Jesús! �La peluca del amo! �Está usted endiablado! (La levanta.)

     FLORENCIO. -Si hubieras venido antes, me hubieras hecho de rico-hombre.

     RITA. -�Gracias! (La mete dentro.)

     FLORENCIO. -Aguarda, aguarda: ya que estás aquí...

     RITA. -Y el Sr. D. Eduardo �se ha marchado ya?

     FLORENCIO. -No; ha entrado a ver al tío.

     RITA- (�Mucho dura la sesión! �Y la señorita está tan impaciente! �Mucho me temo que saque lo que el negro del sermón!)

     FLORENCIO. -Quiero ensayarme en el género trágico: ésta puede hacerme la figura. -Mira, Rita, ya que has venido, vas a hacerme un favor.

     RITA. -�Cuál?

     FLORENCIO. -(Registrándose los bolsillos.) Toma, no: esta no, esta tampoco: esta otra... no, no... esta: no, tampoco.

     RITA. -�En qué quedamos?

     FLORENCIO. -�Otelo...� �Esta, ésta! Toma.

     RITA. -�Y para qué?

     FLORENCIO. -�Tómala, mujer!

     RITA. -�Y qué he de hacer con esto?

     FLORENCIO. -Darme el pie.

     RITA. -�El pie!... Qué, �se va usted a meter ahora a zapatero?

     FLORENCIO. -Calla, tonta; que me des el último verso, para que yo siga.

     RITA. -�Ay, Dios mío! Yo no entiendo...

     FLORENCIO. -�No sabes leer?

     RITA. -De corrido.

     FLORENCIO. -Pues bien: �no conoces el Otelo?

     RITA. -�Alguna comedia?

     FLORENCIO. -Tragedia, mujer, de Shakespeare.

     RITA. -�Ah, qué nombres!

     FLORENCIO. -Un moro que entra en la alcoba de su querida cuando está durmiendo y la mata por celos, y luego se mata él.

     RITA. -�Oh! Debe ser muy bonito en comedia.

     FLORENCIO. -Vas a hacerme de Edelmira.

     RITA. -�Es la que está durmiendo?

     FLORENCIO. -Sí.

     RITA. -�Entonces no equivocaré el papel!

     FLORENCIO. -(Le busca la escena.) Esta es la escena: vas leyendo, y cuando habla Edelmira, lo lees. A propósito, aquí está el sofá: échate aquí.

     RITA. -�Vaya en gracia! (No viene esto mal: así veré a D. EDUARDO cuando salga.)

     FLORENCIO. -�Vamos! (La coloca en el sofá.) Ten cuidado con los versos, y cierra los ojos.

     RITA. -Entonces, �cómo he de leer?

     FLORENCIO. -Tienes razón. �Oh! �Aquí hay un chal de mi prima! �Perfectamente! (Se lo pone de alquicel.) �Y el palillo de la calceta! Ya soy Otelo. �Cuidado no te distraigas! (Éntrase dentro, y hace la salida de la escena IV del acto quinto de Otelo.)

                                                                           
. . . . . . . �Sí: lo prometo.
Sí: mi furor acaso me arrastrara
a un exceso; yo quiero refrenarme.
�No! �Tú no morirás!...�

     RITA. -�Dios le oiga a usted!

     FLORENCIO. -�Calla!

                                                                           
. . . . . . . ��Cuánto realzan
su hermosura estas lúgubres antorchas!
-Para resucitar la mortal llama
de esta luz, al instante nuevo fuego
podría yo encontrar; mas si apagara
esa llama que anima su existencia,
�me sería imposible el avivarla?� (Pausa.)

     Da un suspiro ahora.

     RITA. -(Suspirando débilmente.) �Ah!

     FLORENCIO. -Más fuerte, que lo he de oír yo.

     RITA. -(Dando un suspiro muy esforzado.) �Ay!

     FLORENCIO. -(Declamando.)

                                                                           
   ��Con qué pureza respirar la siento!
�Qué poderoso hechizo es el que arrastra
mi persona a la suya con tal fuerza!
A pesar de tu culpa, mira, ingrata,
la sangre que circula por mis venas
aun gustoso por ti la derramara.�

     RITA. -�Qué es eso, me va usted a matar ya?

     FLORENCIO. -�Calla, diablo!

     RITA. -Es que usted se entusiasma tanto, que no sea...

     FLORENCIO. -�Todavía no!

                                                                            
   ��Y por qué he de oprimir con su delito
a la infame perjura que me engaña?
�Mi mal es cierto; mis oprobios veo!
Los olvido... �Muramos sin tardanzal� (Pausa.)

     �Vamos, lee!

     RITA. -�Ah! Ahora me toca a mí... (Leyendo sin sentido.)

�O Dios, quién es, quién sois. �Sois vos, Otelo?�

     FLORENCIO. -Jesús, �qué horror! Con sentido, y te levantas: así..., con ciertos ademanes, como quien se despierta de dormir: vamos.

     RITA. -(Se levanta esperezándose y dice bostezando.)

��Oh Dios! �Quién es? �Quién sois? �Sois vos, Otelo?�

     FLORENCIO. -(Declamando.)

��Yo soy, no os inquieteis!�

     RITA. -(Leyendo.)

                                  ��Pero qué cansa?...�

     FLORENCIO. -(Impaciente.) �Qué causa, mujer!

     RITA. -�Parece una ene!

                                                                            
                                ��Pero qué causa,
perdonad mi sorpresa, os ha obligado
a venir a estas horas a mi estancia?�

     FLORENCIO. -Calla, calla por Dios; que eres capaz de quitar la ilusión al león del Retiro. (Quitándole la tragedia.)

     RITA. -�Pues yo no soy cómica!

     FLORENCIO. -Has dicho eso, lo mismo que dirías: �Señorita, �quiere usted que le ponga los papillotes?�

     RITA. -�Pues, así, con naturalidad!

     FLORENCIO. -�Calla, calla! No hables tú nada: estate ahí quieta.

                                                                                    
. . . . . . . . . . . . �No: �te engañas!
De Loredano a Pésaro mi amigo
la diadema llegó... pero arrancada
del cuerpo miserable de ese joven
que tendido en el suelo se quedaba,
revolcado en su sangre torpe, impura...
�Por mil heridas vomitando el alma!
-�Ha muerto, ha muerto! -�Y tú su muerte lloras!
-�Cielos, qué oigo! -�Lástima te causan
su juventud, sus gracias lisonjeras!
-�Era inocente, sí! -�Mira esta arma! -(Sacando el palillo, y agarrándola fuertemente de un brazo.)

     RITA. -(Quejándose.) �Ay, ay, ay!

     FLORENCIO.-    ��Sí; pero yo defiendo la inocencia                      
aunque tu injusto acero me amenaza!
-�La inocencia!...� (Sacudiéndola fuertemente.)

     RITA. -�Ay, ay, que me hace usted mal!

     FLORENCIO. -�Calla, tonta!

                                                                            
                        ��Lo juro, sí, lo juro
por el ser protector que nos ampara.�

     RITA. -�Caramba, suelte usted, suelte usted!

     FLORENCIO.-

�Lo juro por mi amor, y por ti mismo.�

     RITA. -�Ay, ay, que me lastima usted el brazo!

     FLORENCIO.-

��Tu sangriento puñal no me acobarda!�

     RITA. -�Ay, ay, ay!

     FLORENCIO.-

��No!... �Pues muere!...�

(La hiere con el palillo, arrojándola sobre el sofá. RITA, asustada, cae dando chillidos.)

     RITA. -�Ay, ay, ay!

                                                                            
     FLORENCIO.-                   ��Está bien hecho
lo que acabo de hacer con esta ingrata!�

EscenaVIII

Dichos y D. DIMAS.

     DIMAS. -(Creyendo que ríen.) �Señores, señores, paz!

     FLORENCIO. -(Declamando.)

��Quién viene?�

     DIMAS. -�Sr. D. Florencio, crea usted que la muchacha no ha tenido parte en nada; y no tema usted! El Sr. D. Rosendo, delante de mí, le ha dicho al otro que usted, y nadie más, ha de ser su esposo.

     RITA. -(�Ay, Dios mío, bien lo temía yo!)

     FLORENCIO. -(Declamando, sin atender.)

��Qué me habéis dicho?�

     DIMAS. -Que no tiene usted que regañar a la muchacha, porque ella no se ha metido en nada. (Dirigiéndose a RITA aparte.) �Anda, escápate!

     FLORENCIO. -(Interponiéndose.)

��Ahora duerme! �Dejadla que repose!...�

     DIMAS. -�Cómo! �Quién duerme?

     FLORENCIO.-

��Su hechizo, su virtud y su amor!...�

     DIMAS. -�Sí, señor! Usted solo será quien lo goce. (Casi a un tiempo los tres, en todo el diálogo siguiente.)

                                                                            
     FLORENCIO.- ��Ya Dios se apiada!... (Dirigiéndose a Rita, y agarrándola las manos.)
y me la volverá... muerta!�

     RITA. -�Ay, ay!

     DIMAS. -(Deteniéndolo.) �Sr. D. Florencio! �Por Dios, que no tiene la culpa!

     FLORENCIO.-

��Ya murió! �Yo he abierto su sepulcro!�

     DIMAS. -Crea usted que no se ha metido en nada.

     FLORENCIO. -(Queriendo abrazarla)

��Víctima tierna y dulce, prenda amada!�

     RITA. -�Qué me rompe usted el vestido!

     FLORENCIO.-

��Oh, qué dolor! �Qué furia! �Para siempre!�

     DIMAS. -�Vamos, señorito, déjela usted!

     FLORENCIO.-

��Para siempre!... �Sí!... �Yo!... �Arrancadme el alma!..�

     DIMAS. -Basta que yo interceda.

     FLORENCIO.-

��Mi esposa! �Amigos, sí; compadecedme!�

     DIMAS. -�Sí, señor! �Será esposa de usted, cuando yo lo afirmo!

     FLORENCIO. -(Arrojándose sobre RITA.)

��Te volveré a estrechar!�

     RITA. -(Luchando.) �Ay, ay! �Suélteme usted!

     DIMAS. -(Separándolo.) �Sr. D. Florencio, sosiéguese usted, vamos!

     FLORENCIO.-

��Muero!�

(Se da con el palillo; se agarra a D. DIMAS, y vienen los dos al suelo.)

     DIMAS. -�Ay, ay! �Misericordia, Sr. D. Florencio!

     RITA. -(Riendo a carcajadas.) �Ja, ja, ja! �Señorito! �Ja, ja, ja!

     FLORENCIO. -(Levantándose rápidamente.) �Gracias! �Conque te hago reír con una escena trágica, animal!

     DIMAS. -�Pero qué es esto, señor? Ayúdeme usted, ya que me ha derribado.

     FLORENCIO. -(Dándole la mano.) �Oh, D. Dimas! �Bien venido!

     DIMAS. -�Calle!

     FLORENCIO. -�Sale usted por escotillón?

     RITA. -(Voy a contarle a la señorita la mala noticia.)

Escena IX

D. FLORENCIO y D. DIMAS.

     DIMAS. -�Pero, señor, qué arrebato tan sin motivo! �No le estoy a usted diciendo que su tío no se la concede ni a escopetazos?

     FLORENCIO. -�El qué?

     DIMAS. -�Cómo el qué? La mano de doña Conchita.

     FLORENCIO. -�La mano de mi prima!... �Cómo, cómo! �A quién? Explíquese usted.

     DIMAS. -�A D. Eduardo!

     FLORENCIO. -�A Eduardo! �Señor, yo estoy lelo! �Qué enredo es este?

     DIMAS. -Tranquilícese usted. Por más que D. Eduardo se empeñe y le ruegue y le llore...

     FLORENCIO. -�Eduardo se la pide a mi tío?

     DIMAS. -En este momento.

     FLORENCIO. -�Cielos!

     DIMAS. -Pero por más que diga que doña Conchita le ama, que se lo ha jurado, que será infeliz sin él...

     FLORENCIO. -�Eso ha dicho! (�Ah, ya caigo! �Y yo nada he conocido! �Y en tanto tiempo! Ya se ve, distraído siempre.) �Conque dice que Concha le ama?

     DIMAS. -Pues, �lo que dicen todos!, y que no dará su mano a otro; pero eso es charla.

     FLORENCIO. -(Ya, ya. �Su prisa en venir aquí! �Y mientras yo estaba en el acto quinto de Edipo..., qué chasco!)

     DIMAS. -Repito que no tenga usted miedo. El Sr. D. Rosendo está firme en su plan, y lo ha desahuciado, diciéndole terminantemente que la destina para esposa de usted.

     FLORENCIO. -�Esposa mía!

     DIMAS. -Por supuesto; y hoy mismo se ha de firmar el contrato.

     FLORENCIO. -�Yo estoy aturdido! �Yo no sé lo que me pasa! �Habla usted de veras?

     DIMAS. -Como que delante del mismo D. Eduardo me ha dicho que vaya ahora mismo a extenderlo, y lo traiga.

     FLORENCIO. -�Es posible!

     DIMAS. -Y hoy recibirá usted también el nombramiento de caballero del hábito de Alcántara, que ha solicitado el Sr. D. Rosendo para usted.

     FLORENCIO. -�El hábito de Alcántara! �Yo estoy en Babia! (�Y justamente lo saco esta noche en El sí de las niñas!)

     DIMAS. -Conque sea enhorabuena, que voy corriendo a extender el contrato matrimonial.

     FLORENCIO. -(Caviloso.) Aguarde usted. (�He aquí una situación verdaderamente trágica! Florencio, �qué harás? La gloria por un lado, el amor por otro; �pero qué amor ni qué calabaza, si ella quiere a Eduardo!...) D. Dimas, vaya usted volando a extender el contrato, y deje usted mi nombre en blanco.

     DIMAS. -�Pues qué?...

     FLORENCIO. -�Haga usted lo que le digo! Es un capricho.

     DIMAS. -Bien, lo haré como usted mande.

     FLORENCIO. -�Y vuelva usted con él al instante!

     DIMAS. -Al momento.

Escena X

D. FLORENCIO.

     FLORENCIO. -�Ni sé si estoy triste, si estoy alegre! �Buen chasco me han dado! Pero estoy resuelto, muy resuelto. �La cruz de Alcántara! �Válgame Dios, qué ceguedad! Mi tío le daría su hija a un bozal de Angola como tuviera la cruz de Alcántara. Pues ella me ha de servir hoy para lo que imagino; �que sirva de algo! Sí; voy corriendo a ver si el sastre me ha concluido el uniforme para esta noche y servirá por la mañana en otra comedia. Aquí viene mi prima: �qué hermosa! �Ah! No, pues al menos he de vengarme; los he de atormentar.

Escena XI

D. FLORENCIO, CONCHA y RITA.

     CONCHA. -(Aparte a RITA.) �Aún está aquí Florencio! �No habrá salido Eduardo!

     RITA. -Se conoce que no.

     FLORENCIO. -�Prima mía, me alegro mucho de verte; no sé si sabrás a estas horas el plan que tu padre se ha propuesto con respecto a nosotros; yo hace un momento que lo sé y mi corazón no cabe en el pecho de alegría! Sí, Concha; a pesar de mis distracciones, siempre ha habido un objeto en el mundo que ha fijado mi atención y producido en mi alma sensaciones que ahora te puedo revelar. �Concha, yo te amo, yo te he amado siempre! Tu padre me autoriza a romper el silencio que hasta aquí he guardado, pues quiere unirnos hoy mismo. �No creo que tu corazón esté prevenido en favor de otro, pues en este caso ya me lo hubieras confiado a mí..., a tu mejor amigo! �Me retiro, pues, con la fundada esperanza de ser hoy dueño del tesoro que más ambiciono en la tierra! Desde hoy renuncio a esa afición que te disgusta, renuncio a todo para dedicar únicamente mi vida a hacer tu felicidad. (Saludándola y marchando. Aparte.) �Vaya un par de banderillas!

Escena XII

CONCHA y RITA.

     CONCHA. -(Después de una pausa.) �Rita!...

     RITA. -�Señorita!...

     CONCHA. -�Qué es esto?

     RITA. -�El demonio que lo enreda!

     CONCHA. -�Le has oído? �Yo he quedado muerta!

     RITA. -�Qué chasco! �Vaya una conquista fuera de tiempo! Cuando más lo creíamos en Tebas...

     CONCHA. -�Cuando ni remotamente he sospechado jamás que pensase en mí!

     RITA. -�Salir ahora con esa pasión improvisada!

     CONCHA. -�Ay, Rita! �Qué desgraciada soy!

     RITA. -�Vamos! �También usted se ahoga en un vaso de agua! Veremos qué dice D. Eduardo, y en último caso..., �qué diantre! En queriendo dos amantes...

     CONCHA. -Mi única esperanza era la indiferencia de Florencio, porque �cómo quieres que desobedezca a mi padre?

     RITA. -�Ea! �Ya sale D. Eduardo! Ahora veremos...

Escena XIII

Dichas y D. EDUARDO.

     CONCHA. -�Eduardo!... (Viéndolo triste.) �Ah! �No hay duda!

     EDUARDO. -�Sí, Concha, me ha negado su mano de usted, me ha dicho mil impertinencias, me ha sacado mil historias de su familia, de sus abuelos, y que quiere casarla a usted con su primo, porque la rama transversal, y la horizontal, y qué sé yo cuántas vaciedades!...

     RITA. -�Es de familia tener una manía!

     EDUARDO. -Pero ánimo, Concha mía; el lance no es desesperado. Él cuenta sin la huéspeda, según veo. Florencio no sueña en usted, ni piensa en casarse, y en sabiendo que estoy yo por medio, él mismo hará...

     CONCHA. -�Ay, Eduardo, soy muy infeliz! (Llora.)

     RITA. -�Usted sí que no cuenta con la huéspeda!

     EDUARDO. -�Cómo?

     RITA. -Acaba de hacer a la señorita una declaración en regla.

     EDUARDO. -�Florencio?

     RITA. -Él mismo. Ha dicho que renuncia ya a sus comedias; que siempre ha amado a su prima; en fin, que se casa con ella, y se da con un canto en los pechos.

     EDUARDO. -�Pérfido!

     CONCHA. -�No, Eduardo! Él no sabe nuestro amor, nosotros nunca se lo hemos dicho, y sus distracciones no le han dejado observarlo.

     RITA. -Qué, �se necesitaba estar todo lo distraído que él estaba?

     EDUARDO. -No importa: yo le hablaré. Él no puede estar enamorado de usted. Eso que ha dicho habrá sido... alguna declaración de comedia que se le ocurriría. Pues qué, �se puede amarla a usted, Concha, y ocultarlo así? �No es posible! �Yo le hablaré: tranquilícese usted, vida mía!

     CONCHA. -Pues qué, �se puede renunciar a la felicidad y tranquilizarse?

     EDUARDO. -�Ah, hermosa! �Esas palabras me vuelven loco de placer! �Sí, no lo dude usted, se logrará nuestro amor!

     FLORENCIO. -(Dentro, declamando.)

                                                                            
��Ah del obscuro reino del espanto!...
�Estancia del dolor, mansión del llanto!...� (7)

     RITA. -�Allí viene!

     CONCHA. -�Vámonos! Por Dios, Eduardo, �qué va usted a hacer!

     EDUARDO. -�No tema usted: yo sé respetar todo cuanto pertenece a la que adoro!

     CONCHA. -�Adiós! �Yo voy muerta, Rita!

     RITA. -�Calle usted: no llegará la sangre al río!

Escena XIV

D. EDUARDO y D. FLORENCIO, con un lío.

     FLORENCIO. -�Ya estamos en Madrid y en nuestro barrio.� �Hola, Eduardo! Hombre, �qué larga sesión con el tío! �Le has estado contando tu acción con los facciosos..., como a mi prima hace un rato?

     EDUARDO. -No.

     FLORENCIO. -�O te ha hablado él de nuestro tercer abuelo el alguacil mayor del Santo Oficio? �Ya tiene misa para un rato cuando la toma con el abolorio!

     EDUARDO. -Florencio, me alegro de verte.

     FLORENCIO. -�Y yo también a ti! �Lo has pasado bien desde la vista? �Ah! �Aquí traigo mi uniforme para esta noche: mira, mira! (Lo desenvuelve.)

     EDUARDO. -Bien; pero dejemos eso ahora: quisiera que hablásemos...

     FLORENCIO. -�Hasta que se nos caiga la campanilla! �Precisamente es mi fuerte! Pero ves qué uniforme, con su cruz de Alcántara, sus dos galones... �Esta noche soy jefe tuyo! �Pero no tardarás en llevarlo..., a otra acción con los facciosos..., como la que le contabas a mi prima!

     EDUARDO. -Vamos, Florencio, �quieres oírme? �Con formalidad!

     FLORENCIO. -�Cuando quieras! Pero mira, pruébatelo, pruébatelo.

     EDUARDO. -�Hombre, deja!...

     FLORENCIO. -(Queriendo quitarle la levita.) Pruébatelo; quiero vértelo puesto, quiero ver qué tal está.

     EDUARDO. -�Después!... �Óyeme ahora!

     FLORENCIO. -�Pruébatelo ahora, y te oiré después! �Hombre, dame ese gusto!

     EDUARDO. -�Pero también es majadería! Si urge lo que quiero decirte.

     FLORENCIO. -Pues ahora me lo dirás: vamos... (Quitándole la levita.)

     EDUARDO. -�Cuidado que es pesadez! (Se la quita.) �Vaya! Pero en seguida me has de prestar atención, o reñimos.

     FLORENCIO. -�Sí, al instante! Póntelo, póntelo. (Le pone el uniforme.) �Magnífico, magnífico! �Te está pintado!

     ROSENDO. -(Dentro.) �Florencio!

     EDUARDO. -�Tu tío!

     ROSENDO. -(Dentro.) �Florencio!

     EDUARDO. -�Ayúdame a quitármelo!

     FLORENCIO. -�Ya no hay tiempo: ya está aquí!

     EDUARDO. -�Dónde me meto?

     FLORENCIO. -�Ya nos ha visto!

Escena XV

Dichos y D. ROSENDO.

     ROSENDO. -�Florencio, responde!

     FLORENCIO. -Ya iba: estaba oyendo a Eduardo, que ha subido a decirme un recado.

     ROSENDO. -�Calle! �Qué uniforme es ese?

     EDUARDO. -Este uniforme...

     FLORENCIO. -El suyo: �cuál ha de ser? (Aparte a EDUARDO.) �Por Dios, di que es tuyo, no descubras que hago comedias, y me pierdo!

     EDUARDO. -(�Se necesita en este momento toda mi generosidad!...)

     ROSENDO. -�Pues cómo tan pronto? Hace poco rato que le he visto...

     FLORENCIO. -Es que ha venido a parar a la fonda del cuarto bajo, y ya se ha vestido.

     EDUARDO. -(�Cómo las urde!)

     ROSENDO. -Y esa es la cruz...

     FLORENCIO. -La cruz de Alcántara.

     ROSENDO. -�La cruz de Alcántara! �Es posible! (Acercándose.)

     EDUARDO. -(�En buen berengenal me ha metido este loco!)

     FLORENCIO. -�Sí, señor! �No la ve usted?

     ROSENDO. -�Sí, ella es! �Amigo, esto ya es otra cosa!

     FLORENCIO. -(A EDUARDO.) Bien, Eduardo; ahora hablaremos de eso, si quieres esperarme en mi cuarto un momento.

     EDUARDO. -Con mucho gusto. (Aparte a FLORENCIO.) �No tardes! De lo que tengo que hablarte pende mi felicidad. (Saluda y se va.)

Escena XVI

D. ROSENDO y D. FLORENCIO.

     ROSENDO. -(�La cruz de Alcántara! �Pues no me ha parecido mal este mozo! Y se conoce que está enamoradillo de la chica!) Oye, Florencio, tu cuarto no tiene comunicación por dentro con el de mi hija, �no es verdad?

     FLORENCIO. -�No, señor, no hay más entrada que esta!

     ROSENDO. -�Ya! Pero dime, �no era la cruz de San Fernando la que le habían dado?

     FLORENCIO. -Sí, señor, también; pero ésta es aparte, la tenía solicitada antes de irse.

     ROSENDO. -�Le habrán relevado de pruebas de nobleza?

     FLORENCIO. -�Qué, no señor; las has hecho todas!

     ROSENDO. -�Pues cómo diablos?...

     FLORENCIO. -�Pues si es más noble que el mismo Cid! �Ahora sabe usted eso! No hay más que ver el apellido.

     ROSENDO. -�Qué! Se llama Guevara... Guevara a secas, �y eso no vale nada!

     FLORENCIO. -�Se equivoca usted! �Si tiene delante un Ladrón mayor que José María! Él no se lo firma nunca, en obsequio de la brevedad.

     ROSENDO. -�Es Ladrón de Guevara?

     FLORENCIO. -�Y ladrón de corazones, según tengo entendido! Sé que mi prima le ama; que él trata de pedírsela a usted por esposa: de eso quería hablarme, de que yo le presentase a usted; y sin duda para manifestarle, sin necesidad de enseñarle pergaminos ni papelotes, la nobilísima estirpe de que procede, se ha ido a poner su cruz de Alcántara. Ya sabe usted que en llevando la cruz de Alcántara, no hay nada que preguntar.

     ROSENDO. -Eso por supuesto. Pero, Florencio, para eso te llamaba: has de saber que ya me ha hablado; que ya me la ha pedido.

     FLORENCIO. -�Hola! �Conque será cosa hecha?

     ROSENDO. -No: yo tengo otro plan..., y como venía sin la cruz..., en fin, se la he negado.

     FLORENCIO. -�Qué ha hecho usted, tío! �Sabe usted el favor que goza en el día! �Sabe usted que ese mancebo se verá mañana de general, y quién sabe! �Con una gran cruz, con excelencia, y puede que algún título!

     ROSENDO. -�Un título! �Ya se ve! �No me había dicho nada! No me ha hablado más que de su amor, y vuelta con su amor.

     FLORENCIO. -Como que para casarse, eso es antes que títulos y cruces.

     ROSENDO. -No importa: yo he resuelto ya otra cosa. Florencio, quiero casarla contigo.

     FLORENCIO. -�Conmigo, señor! �Y he de consentir yo que mi amigo sea infeliz por mi causa? �Imposible!

     ROSENDO. -�Déjate ahora de filosofías modernas! Ya lo tengo todo dispuesto: D. Dimas traerá ahora el contrato para que lo firmemos, y en cuanto a cruz de Alcántara, mi familia no es menos que la de ese señorito. Sabe que la he solicitado para ti, y que hoy también espero la gracia.

     FLORENCIO. -�Hoy también? �Dos cruces en un día!

     ROSENDO. -Aquí viene D. Dimas, que puede que la traiga.

     FLORENCIO. -(�Esto no va mal! �Se tragó la cruz!)

Escena XVII

Dichos y D. DIMAS, con el contrato y un oficio.

     ROSENDO. -�Trae usted el contrato?

     DIMAS. -Aquí está.

     ROSENDO. -Venga. Florencio, tu padre te dejó al morir encargado a mi cuidado. Yo te he educado como correspondía a tu nacimiento, a la nobleza de tu sangre: no he querido que estudies, porque desde luego formé el proyecto de unirte a mi hija, y que gozases de mis bienes. Ha llegado el día de realizarlo: aquí está el contrato: fírmalo.

     FLORENCIO. -Señor: yo conozco lo que usted me ama, veo lo que quiere usted hacer por mí, y mi gratitud será eterna; pero es fuerza ya revelarlo, �hay un obstáculo que me impide gozar esos beneficios!

     ROSENDO. -�Qué obstáculo puede haber? �No soy yo su padre? �No es mi voluntad?

     FLORENCIO. -Hay un obstáculo, señor, que no sé cómo decírselo a usted.

     ROSENDO. -�Ea! �Basta de tonterías! Firma.

     DIMAS. -Al entrar me dieron este pliego para el Sr. D. Florencio.

     ROSENDO. -�A ver! �Oh, qué placer! �Está en la gracia del hábito de Alcántara! �Ves, Florencio, ves! (Abriéndolo.) �Mis antiparras! �Lea usted, D. Dimas, lea usted!

     FLORENCIO. -(�Nobles artes, gloria escénica, todo te lo sacrifico!)

     DIMAS. -(Lee.) �S. M. la reina gobernadora se ha servido acceder a la solicitud de D. Florencio Verdegay...�

     ROSENDO. -(Gozoso.) �Concedido, concedido!

     DIMAS. -�Verdegay, alumno del Real Conservatorio de María Cristina...�

     ROSENDO. -�Qué es eso!

     FLORENCIO. -(�Dios mío! Si será...)

     ROSENDO. -�Qué está usted leyendo, hombre?

     DIMAS. -�Así dice, señor! �Alumno del Real Conservatorio de María Cristina, permitiéndole ajustarse de actor dramático en los teatros de esta corte...�

     FLORENCIO. -(�Oh dicha! �Ya soy cómico!)

     ROSENDO. -�D. Dimas, D. Dimas! �Usted ha almorzado fuerte hoy!

     DIMAS. -�Chocolate, a las seis de la mañana! Continúo: �debiendo hacer su primera salida el 10 del corriente, cumpleaños de nuestra Reina y señora doña Isabel II. De Real orden, etc.�

     FLORENCIO. -(Entusiasmado.) �Ah, ya soy cómico! �Orgullo, preocupación, tiranos de la tierra, �pronto os despreciaré!�

     ROSENDO. -�Florencio, qué horror, Florencio!

     DIMAS. -�Yo estoy lelo, vaya una cruz de Alcántara!

     FLORENCIO. -Sí, amado tío: �ya no es tiempo de disimular! Yo lo he solicitado, yo lo ansiaba...

     ROSENDO. -�Tú, miserable!

     FLORENCIO. -�Yo mismo! He aquí el obstáculo de que antes hablaba. Una inclinación invencible, una ciega pasión me arrastra al teatro.

     ROSENDO. -�Infame, mal caballero! �Por qué me has engañado?

     FLORENCIO. -La bárbara preocupación me obligaba a hacerlo.

     ROSENDO. -�Preocupación! �Tú lo llamas preocupación! �Dios mío, qué vergüenza! �Una familia deshonrada! Florencio, hijo mío, �qué te he hecho yo? �No he sido para ti un padre? �Por qué quieres abandonar a tu familia, por el triste honor de que te aplaudan en un teatro? �No, Florencio, no! Renuncia a ese horroroso designio: �no pagues mis beneficios con tanta ingratitud!

     FLORENCIO. -�Qué dice usted? �Yo ingrato, no! Pero diga usted, tío, usted me tiene por noble, por honrado: y qué, �por ser cómico dejaré de serlo? Si abrigara una alma mezquina y vulgar, admitiría sus ofertas de usted, sacrificaría a mi vil egoísmo la amistad de Eduardo y pasaría mi vida en el fango de la ociosidad. �No, estoy resuelto! �Abandóneme usted, no importa, yo sabré hacerme mi suerte! �Me lo presagia el noble ardor que siento en mi alma! �Yo ilustraré mi nombre en la carrera de gloria que voy a emprender, y a fuerza de talento y de triunfos, le obligaré a usted un día a que me perdone y a que me aplauda!

     ROSENDO. -�Calla, calla, blasfemo! Y aun suponiendo que llegara ese caso, �has pensado en las humillaciones que tendrás que sufrir? �Has pensado en los caprichos del público, en sus injusticias muchas veces, en los partidos que se formarán contra ti, y sobre todo, en los periódicos, y sobre todo, en Fígaro?

     FLORENCIO. -Si su crítica es fundada, me aprovecharé de ella, y les daré las gracias; y si es necia, si es insolente, �qué daño pueden hacer al verdadero talento los ladridos de un periodista ignorante? �Podrán cerrar el alma del espectador a las sensaciones que yo sepa inspirarle? �Detendrán las lágrimas en sus ojos? �Cerrarán sus labios a la risa que yo les arranque? �El público, dice usted, podrá ser alguna vez caprichoso, pero un público entero nunca es injusto! �Tenga yo verdadero talento, y él me aplaudirá!

     ROSENDO. -�Conque estás resuelto a desobedecerme, a deshonrar tu nombre?

     FLORENCIO. -�A honrarlo, sacándolo de una vergonzosa obscuridad!

     ROSENDO. -�Bien, ingrato, bien! �Sigue el camino de la perdición! �Sal al teatro! Yo te abandono, te desprecio, y mi hija será esposa de Eduardo.

     FLORENCIO. -Esa es la gracia que por última vez quería pedirle a usted. Ya estoy contento: emprendo mi carrera haciendo dos personas felices. �Ah, el corazón me anuncia que yo también lo seré!

     ROSENDO. -�Florencio, aún es tiempo! Mira: (Llégase a la mesa y firma el contrato.) ahí tienes el contrato de tu boda firmado por mí; lo dejo en tus manos. Reflexiona la suerte que te entrego. En mi despacho espero tu resolución.

Escena XVIII

D. FLORENCIO.

     FLORENCIO. -�Mi resolución ya está tomada! �El contrato firmado! �El nombre en blanco! �En qué me detengo? �Eduardo, recibe la felicidad de manos de tu amigo! (Escribe en el contrato.) �Con D. Eduardo Guevara.� �Y mi contrato de boda? (Tomando la real orden.) �Aquí está! Yo también me caso; �mi esposa será la gloria! (Llamando.) �Eduardo, Eduardo, Concha!

Escena XIX

D. FLORENCIO, D. EDUARDO, CONCHA y RITA.

     EDUARDO. -�Qué hay?

     CONCHA. -�Dios mío!

     RITA. -�Qué voces!

     FLORENCIO. -Venid; rodeadme todos: oíd una noticia que colma mi felicidad y la vuestra.

     EDUARDO, CONCHA y RITA. -�Cuál?

     FLORENCIO. -Concha, dame tu mano...

     CONCHA. -(�Dios Eterno!)

     EDUARDO. -�Florencio!

     RITA. -�Adiós mi dinero!

     FLORENCIO. -Mi tío acaba de firmar el contrato de tu boda...

     CONCHA y EDUARDO. -�Ah!...

     FLORENCIO. -�Con Eduardo! (Entregándole la mano de su primo.)

     EDUARDO. -�Qué oigo!

     CONCHA. -�Dios mío!

     EDUARDO. -Florencio, �qué es esto?

     CONCHA. -�Te burlas?

     FLORENCIO. -(Dándoles el contrato.) Leed.

     EDUARDO. -(Leyendo.) �Con D. Eduardo Guevara.� �Y está de tu letra!

     FLORENCIO. -�Sí!

     CONCHA. -�Ah, querido primo! (Abrazándolo.) Permite, Eduardo...

     FLORENCIO. -�Soy moro de paz!

     EDUARDO. -�Amigo generoso! (Abrazándolo.)

     FLORENCIO. -(Declamando.)

                                                                            
   ��El alma salir quiere de su centro
de gozo y de placer! �Apenas basto
con todos mis sentidos y potencias
a contenerlo en mí, ni a declararlo!
�En este instante, yo morir debiera!�

     RITA. -�Señorito, esta es la mejor comedia que ha representado usted en su vida!

     FLORENCIO. -Mi tío espera en el despacho. Entrad a verlo: decidle que esta es mi resolución con respecto a vosotros, y con respecto a mí... �el teatro!

     CONCHA Y EDUARDO. -�Qué dices?

     FLORENCIO. -�Sí, soy cómico!

     CONCHA Y EDUARDO. -�Florencio!

     FLORENCIO. -�Nada me digáis, nada oigo! El día 10, cumpleaños de nuestra adorada reina, hago mi salida. Eduardo, �serás siempre mi amigo?

     EDUARDO. -Florencio, (Dándole la mano.) hazte aplaudir mientras yo mato facciosos, y los dos serviremos a la patria.

Escena XX

D. FLORENCIO.

     FLORENCIO. -�Sueño lisonjero de mi juventud; adorada ilusión de tantos años, al fin te vas a realizar! �Ya soy cómico! �Mi empleo es dar alma y vida a los pensamientos sublimes, a las máximas filosóficas, a los patrióticos sentimientos del poeta; resucitar a los ojos del pueblo los héroes, para ser imitados; los tiranos, para ser aborrecidos, y hacer palpitar el corazón de los españoles a los ecos de patria y libertad! �Y esto es vil, y esto es deshonra!

                                                                            
   ��Si no logra mi desvelo,
patria, objeto de mi amor,
dar mayor lustre y honor
a las artes en tu suelo,
perdona a mi noble anhelo,
en honor del fausto día,
la temeraria osadía
conque en tus aras presento
mi escaso y pobre talento...
y admítelo, patria mía!�

Advertencia a los directores de escena

     Esta comedia se escribió para representarse en un día determinado: las alusiones que hay en ella a dicho día pueden desaparecer fácilmente, observando las siguientes variantes.

Escena XVII

***

     DIMAS. -�Chocolate, a las seis de la mañana! Continúo: �Pudiendo desde luego hacer su primera salida cuando lo tenga por conveniente. De Real orden..., etcétera.�

***

Escena XIX

***

     FLORENCIO. -�Nada me digáis, nada oigo! Ya soy cómico. Eduardo, �serás siempre mi amigo?

***

Escena XX

***

                                                                            
�perdona a mi noble anhelo
�la temeraria osadía
�con que alumno de Talía
�ante tus aras presento.

***

Arriba