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ArribaAbajoEl Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza


- I -

Noche del martes


Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. -Ésta, empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.

¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la tranquila calma de la religión y de la filosofía!... Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones agitados. -Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del paganismo.

Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras extrañas, que, con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?

Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado con una dulce mirada, con un lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón, en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño sí, te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar».

Pura y cándida Virtud, que, ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas; los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente; -«Apártate de mí, Beata (te replicará con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...».

Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; -ante el noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; -ante el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad. -Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta (que no tenéis) diciéndoos con indignación: -«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a hacer aquí?».

Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas; por las anchas ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza, mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.

¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro, han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarle!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye bajo los techos artesonados y de inestimable valor...

La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas, viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose, avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones, donde a la cabecera de su lecho les espera la triste realidad...




- II -

El Miércoles de Ceniza


Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana, que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...

¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la Locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad, pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya, la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...

¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera, pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud!... ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión, en el modesto hogar del tierno padre de familias, en el taller del artesano, en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso, desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? -Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.

Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas... Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.

Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...

Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente, prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡Y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!».




- III -

El entierro de la sardina


Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. -Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.

No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.

Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.

De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. -A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.

Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el Diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».

Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas, ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir, en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o Vademecum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante, decía:

Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el Miércoles de ceniza de esta Corte, como es uso y de-bota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata.

Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. -Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero, en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germanía al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.

Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.

Rompían la marcha, bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad.

Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.

Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino, con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. -Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles, puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que, en unión con la otra de la Sardina, celebraba igualmente tan estupenda función.

Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. -Estas tales, con aventadores de esparto, dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!

Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, facsímile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz.

Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. -Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. -Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.

Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja, y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de Carnestolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.

En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes, en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.

Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.

Coro de doncellas

Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.

Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana, dedicadas al comercio por menor.

Las que hacían de Madre España, y de Virtudes Teologales, y de Diosas del Olimpo en las funciones de la Jura.

Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.

Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.

Coro de mancebos

Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.

Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en puentes y calzadas.

Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de pañuelos; comisión de relojes; comisión de Cuarenta Horas; comisión de posadas y forasteros.

Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.

Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.

Coro de inocentes

Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.

Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de los Guardias.

Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.

Los que vocean por las calles -«el papel que ha salido nuevo»-, o acompañan a los héroes en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.

Todas estas y otras muchas clases, que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.

En tan amable desorden, y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.

La burlesca y profana parodia se verificó, en fin, con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...

A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡La causa de su muerte!... La Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.

(Marzo de 1839)






ArribaAbajoLa posada o España en Madrid


    «La patria más natural
Es aquella que recibe
Con amor al forastero,
Que si todos cuantos viven
Son de la vida correos,
La posada donde asisten
Con más agasajo, es patria
Más digna de que se estime».


TIRSO DE MOLINA.                



- I -

El posadero cabezal


No hace muchas semanas que en el DIARIO DE MADRID y su penúltima página, en aquella parte destinada a las habitaciones, nodrizas, viudas de circunstancias, y demás objetos de alquiler, se leía uno, dos, y hasta tres días consecutivos el siguiente anuncio:

«Se traspasa la posada número... de la calle de Toledo, con todos los enseres correspondientes. Es establecimiento conocido hace más de cien años con el nombre del Parador de la Higuera. Su parroquia se extiende más allá de los puertos, y sirve de posada a los ordinarios más famosos de nuestras provincias. En cuanto a instrucción sobre precio y condiciones, el mozo de paja y cebada dará uno y otro a quien le convenga; teniendo entendido que el miércoles 9 del corriente a las diez de la mañana se adjudicará al mejor postor».

No fue menester más que estas cuatro líneas para que todos los trajineros y especuladores provinciales, estantes y transeúntes, que de ordinario asisten en esta muy heroica villa, acudiesen al reclamo en el día y hora señalados, como si llamados fueran a son de campana comunal.

Y el caso, a decir verdad, no era para menos. Tratábase (como quien nada dice) de aprovechar la más bella ocasión de echar los cimientos a una sólida fortuna; de arraigar en un suelo fructífero y sazonado; de continuar una historia y fama seculares, y dar a conocer a la corte y a la villa, a las provincias de aquende y allende puertos, que el famoso parador de la Higuera había variado de dueño, y lo que el país podía esperar de su nueva administración.

Nacía tan importante como súbita variación, de un suceso de aquellos grandes, y para siempre memorables, que marcan la historia de los imperios y de las posadas; y este suceso, que iba a formar época en el establecimiento que hoy nos ocupa, era la abdicación espontánea y expresa del tío Cabezal II, anciano venerable de los buenos tiempos, hijo y sucesor de Cabezal I, fundador que fue del parador de la Trinidad en los arranques del puerto de Guadarrama; ascendido después a uno de los centrales de la carretera de Andalucía, en el real sitio de Aranjuez; y dueño, en fin, hasta su muerte, del gran parador de la Higuera, cuya sucesión trasmitió naturalmente a su hijo primogénito, el mismo que hoy fijaba sobre sí la atención de la posteridad por su espontánea y magnánima resolución.

No era ésta hija de un momento de irreflexión ni de un capricho pasajero, como es de suponerse, sabiendo que nuestro tío Cabezal frisaba ya en los ochenta eneros, y podía alcanzar todo el grado de madurez de que era capaz su organización cerebral. Pero hay sucesos en la vida que dan origen a aquellas peripecias que marcan sus diversas fases, y hay objetos que, por separados que parezcan entre sí, mantienen con nuestro espíritu cierta oculta relación que una grave circunstancia viene tal vez a descubrir.

Aquel suceso, pues, y aquel objeto, ligados tan estrecha e indisolublemente con el ánimo del tío Cabezal, era la muerte del Endino, soberbio macho, natural de Villatobas, que prematuramente y a los treinta y siete años de edad, había dejado de existir, privando de su motor agente e inteligente a la noria del parador; -porque conviene a saber, que el parador tenía noria, en uno como patio, que en los tiempos atrás sirvió de huerta, de que aún se conserva una higuera, por donde le vino el nombre al establecimiento.

En esta circunstancia desgraciada, en esta muerte natural, lógica y consiguiente, que cualquiera hubiera tomado bajo el punto de vista material, vio nuestro Cabezal explicado el fin de una emblemática parábola, que de largos años atrás gustaba explicar a sus comensales; a saber: -que la noria era su posada; el macho su persona; los arcaduces los trajineros que venían a verter en su regazo el fruto de sus acarreos, y que en el punto y hora en que el macho dejase de existir, la noria dejaría de dar vueltas, el agua de llenar los arcaduces, el pilón de recibir su manantial. -Y llegaba a tal extremo su supersticiosa creencia, y de tal suerte creía identificada su existencia con la existencia del macho, que lo mimaba y bendecía con más celo que el hechizado D. Claudio a su lámpara descomunal. Y faltó poco para que, realizando su profecía, le ahogase su dolor a la primera nueva de la muerte de su compañero. El ánima, empero, resistió a tan violenta comparación, y pudo sobrevivir a aquel terrible impulso de pesar; pero, agotadas por él todas las fuerzas de la resistencia, cortó las alas al albedrío, y dejó al infeliz Cabezal condenado a vegetar estérilmente y sin amor a la gloria, ni esperanza en el porvenir. -Esta fue la razón por la que desengañado del mundo, determinó poner un término a sus negocios, y dejar las riendas del gobierno a manos más ágiles y bien templadas.




- II -

Los provincianos


A misa mayor repicaban las campanas de San Millán, cuando por la calle baja de Toledo, entre el tráfago de carromatos y calesas, trajineros y paseantes, veíanse adelantar agitadamente y con rostros meditabundos, reveladores de una preocupación mental más o menos profunda, diferentes figuras, cuyos trajes y modales daban luego a conocer su diversa procedencia. -Y puesto que la relación haya de padecer algún extravío, no podemos dispensarnos de hacer tal cual ligero rasguño de las principales de aquellas figuras, siquiera no sea más que por poner al lector en conocimiento de los personajes de la escena, dándole de paso alguna indicación sobre las diversas inclinaciones y peculiar modo de vivir de los naturales de nuestras provincias en este emporio central de España, adonde vienen a concurrir en busca de más próvida fortuna.

El primero que llegó al lugar de la cita fue, si mal no recordamos, el señor Juan de Manzanares (alias el tío Azumbres), honrado propietario y traficante de la villa de Yepes, ex-cuadrillero de la ex-santa hermandad de Toledo, arrendador de diezmos del partido, y persona notable por su buen humor, por el nombre de sus bodegas, y por los catorce pollinos que le servían para el acarreo.

Este tal, montado en ellos, y en las nueve leguas que dista de Madrid su villa natal, había hecho el camino de la fortuna con mejor resultado que Sebastián Elcano dando la vuelta al globo, o que Miguel de Cervantes encaramado sobre los lomos del Pegaso; -y era porque no había tenido la necia arrogancia de echarse como aquél a descubrir mares incógnitos, ni como éste a proclamar verdades añejas; sino que, dejando a un lado la región de las ideas, se había internado en la de los hechos, limitándose a establecer una sólida comunicación entre sus tinajas y las ochocientas y diez y seis tabernas públicas que cuenta nuestra noble capital. -Por lo demás, eso le daba a él de los tratados de los economistas célebres sobre las relaciones de los productos con el consumo, como de la guerra próxima del Sultán con el virrey de Egipto; y así entendía la teoría de la sociedad de templanza de Nueva-York, como el alfabeto de la China; sin que esto sea decir tampoco que en punto a alfabeto conociese siquiera el vulgar castellano, y con respecto a aritmética tuviese otra tabla pitagórica que los diez dedos que en ambas manos fue servido de darle el Señor, con los cuales y su natural perspicacia, tenía lo bastante para arreglar sus cuentas con sus infinitos comensales, y era fama en el pueblo que todavía no había ninguno conseguido eludir ni burlar su vigilancia.

La idea de un establecimiento en Madrid, a cuyo frente pensaba colocar a su yerno, Chupa-cuartillos, recientemente enlazado con su hija (alias la Moscatela), había hallado acogida en el bien templado cerebro de nuestro Azumbres, y en silencioso recogimiento meditó largo rato sobre ella, la mano en el pecho, la otra a la espalda, sostenido en un pie sobre el suelo, y el otro casi reposando encima de uno de los pellejos, símbolo de su gloria y prosperidad; hasta que por fin se decidió a acudir al remate del parador, seguro de que sus antiguas relaciones con el poseedor dimisionario, y más que todo, la fama de su gran responsabilidad y gallardía, le daba de antemano por vencidas todas las dificultades que pudieran oponérsele.

Contraste singular y antítesis verdadera del ricachón de Azumbres, formaba el mísero Farruco Bragado, hijo natural de la parroquia de San Martín de Figueiras, provincia de Mondoñedo, reino de Galicia. Este infeliz ser casi humano, en cuyo rostro, averiado del viento y ennegrecido del sol, no era fácil descubrir su fecha, hacía tres semanas que había arribado a estas cercanías de Madrid, a bordo de sus zuecos de madera, y en compañía de una columna de compañeros de armas, que con grandes hoces y el saco al hombro suspendido de un respetable palo, venían desde cien leguas, al son de la muñeira, a brindar su indispensable ministerio agostizo a todos los señores terratenientes y arrendatarios de nuestra comarca; excepto, empero, el término del lugar de Meco, adonde ningún gallego honrado segaría una espiga, siquiera le diesen por ello más oro que arrastra el Sil en sus celebradas arenas.

Mas la señora fortuna, que a veces tiene toda la maliciosa intención de una dama caprichosa y coqueta, quiso probar la envidiable tranquilidad de nuestro segador, y permitió que, guiado de aquel instinto con que el gato busca la cocina, el ratón el granero, el mosquito la cuba, y el hombre la tesorería, reparase nuestro Farruco en una puerta de cierta tienda de la calle de Hortaleza, a cuya parte exterior alumbraban dos reverberos, con sendas letras, que aunque para él eran griegas, bien pronto fueron cristianas, oyendo pregonar a un ciego, que sentado en el umbral de la dicha puerta exclamaba de vez en cuando: -«La fortuna vendo; esta noche se cierra el juego; el terno tengo en la mano; a real la cédula».

Farruco, a la vista de la fortuna (porque la vio, no hay que dudarlo; la vio, fantástica, aérea y calva por detrás, como la pintaban los poetas clásicos) hizo alto repentino, como acometido de súbita aparición. Miró al ciego chillador; miró a la puerta; escudriñó el interior de aquella mansión de la deidad; vio relucir el oro sobre su altar; clavó los ojos en el suelo; y sin ser dueño a contenerse, metió dos largas uñas en el bolsillo, y con heroica resolución y no meditado movimiento sacó uno a uno hasta ocho cuartos y medio que dentro de él había, entre diversas migajas de pan y puntas de cigarro, y los puso sobre el mostrador a cambio de una cédula incorpórea, fugaz, transparente, al través de la cual vio con los ojos de la fe un tesoro de veinte pesos.

Pero no fue esto lo mejor, sino que Farruco había visto bien, y al cabo de los pocos días llegó un lunes, -¡dichoso lunes! -en que la fortuna acudió a la cita; quiero decir, que los números del billete respondieron exactamente a los que proclamaban los agudos chillidos de los pilluelos de Madrid. -Con que, mi honrado segador, por aquella atrevida operación, se vio, como quien nada dice, al frente de un capital de cuatrocientos reales; desde cuyo punto empezó para él una existencia nueva, que si no es más feliz, era por lo menos más interesante y animada.

Altos y gigantescos proyectos eran los que habían despertado en la imaginación del buen Farruco aquellos veinte pesos, inverosímil tesoro, superior a sus más dorados ensueños. Con ellos y por ellos creíase ya señor de la más alta fortuna; y ni los elevados palacios, ni las brillantes carrozas, parecíanle ya reñidas perpetuamente con su persona.

Bien, sin embargo, echó de ver que le era forzoso buscar con el auxilio de su ingenio, útil empleo y provechosa colocación a aquella suma; y aquí de los desvelos y cavilaciones del pobre segador, que estuvieron a pique de dar con él en los Orates de Toledo. -¡Trabajo ordinario y pensión obligada de las riquezas, el venir acompañadas de los cuidados que alteran la salud y quitan el sueño!

Pareciole primero, como la cosa más natural, el regresar a su país natal, donde compraría algunas tierras, prados y bacorriños; ítem más, una moza garrida que sirvió tres años de doncella al cura de la parroquia, y que era la que le inquietaba el ánima y hacía darle brincos el corazón. Pero el miedo natural del largo camino y peligros consiguientes le detenían en su resolución. Hubo, pues, de tratar de asegurar su capital por estos contornos, y como nada le parecía demasiado para aquel tesoro, todo se le volvía informarse con reserva de si estaban de venta la Casa de Campo o los bosques del Pardo; otras veces hallábase inclinado al comercio y quería tomar por su cuenta el Peso Real, o el nuevo mercado de San Felipe. En vano su amigo y compatricio, Toribio Mogrobejo, alumno de Diana en la fuente de Puerta Cerrada, hacíale ver las ventajas del oficio, la solidez y seguridad de sus rendimientos, el líquido producto de la cuba, y el sólido de la esportilla o del carteo; y ofrecíale asegurarle media plaza30 y salir su corresponsable para el pago de la cubeta. -Farruco sonreía desdeñoso como compadeciendo la ignorancia en que suponía a Toribio de su nueva fortuna, y proseguía sus castillos en el aire, hasta que teniendo noticia del arriendo del parador de la Higuera, pareciole que nada le iría tan bien como emplear en esto sus monedas, y para ello acudió a la cita a la hora prefijada.

En pos de él se descolgó un valenciano ligero y frescachón, con sus zaragüelles y agujetas, manta al hombro izquierdo y pañuelo de colores a la cabeza. Llamábase Vicente Rusafa, y era natural de Algemesí, camino de Játiva. -Inconstante por condición, móvil por instinto; agitado y resuelto por necesidad; una mañana de mayo por no sé qué quimeras, de que resultaron dos cruces más en el camino de la Albufera, abandonó sus pintados arrozales por estos secos llanos de Castilla; dijo «adiós» por un año al Miguelete y se vino a colocar un puesto de horchata de chufas por bajo de la torre de Santa Cruz. -Pero pasó el estío y pasaron con él la horchata de chufas, y las elecciones; -y vino el otoño, y con él los fríos y los muñecos de pasta; y nuestro industrial tuvo que acogerse a vender sandías por las calles, hasta que ya entrado el invierno se colocó en un portal, donde estableció su depósito de estera de pleita fina, que le produjo lo bastante para abrir en la primavera comercio de loza de Alcora, y pan de higos de Villena.

Detrás de él, y por el mismo camino, se adelantó un robusto mancebo, alto de seis pies, formas atléticas, facciones ásperas y pronunciadas, voz estentórea, y desapacible acento gritador. Su nombre Gaspar Forcalls; su patria Cambrils; su acento provenzal; su profesión trajinante carromatero. -Llevaba alpargatas de cáñamo y medias de estambre azul, calzón abierto de pana verde, y tan corto por la delantera, que a no ser por la faja que le sujetaba, corría peligro su enorme barriga de salir al sol. La chaqueta era de la misma pana verde, y el gorro de tres cuartas que llevaba en la cabeza, de punto doble de estambre colorado; ocupando ambas manos, una con un látigo que le servía de puntal, y la otra con una pipa de tierra en que fumaba negrillo de la fábrica de Barcelona.

Este tal, mayoral en su tiempo de la diligencia de Reus a Tarragona, ordinario periódico después, de aquella capital a Madrid, había calculado lo bien que a sus intereses estaría el establecer en ésta un depósito de Mensajerías con que poder abarcar gran parte del comercio de Madrid con el Principado; y parapetado con buenos presupuestos, y con no escasa dosis de inteligencia y suspicacia, se presentaba al concurso a la hora prefijada.

Del género trashumante también, y ocupado igualmente en el trasporte interior, aunque por los caminos de herradura, el honrado Alfonso Barrientos, natural de Murias de Rechivaldo en la Maragatería, se presentó también con sus anchas bragas del siglo XV, su sombrero cónico de ala tendida, su coleto de cuero, y su fardo bajo el brazo. -Hábil conocedor de las necesidades mercantiles de Madrid, relacionado con sus casas de comercio principales, que no tenían reparo de fiar a su honradez la conducta de sus caudales; jefe de una escuadra de parientes, amigos y convecinos, que desde los puntos de la costa cantábrica sostenían hace veinte años la comunicación regular con la capital, hallábase el buen Alfonso en la absoluta necesidad de establecer en ésta una factoría principal donde expender sus lienzos de Viveros, jamones de Caldelas, y truchas del Barco de Ávila; amén de las expediciones de caudales de la Hacienda pública y particulares, víveres de los ejércitos, y provisiones de las plazas; y estaba seguro de que con su presencia y antigua fama no podía largo tiempo disputarle la preferencia ningún competidor.

Alegre, vivaracho y corretón, guarnecido de realitos el chupetín, con más colores que un prisma, y más borlas que un pabellón, Curillo el de Utrera, mozo despierto y aventajado de ingenio, rico de ardides y de esperanzas, aunque de bolsa pobre y escasa de realidades, se asomó como jugando al lugar del concurso, con la esperanza de que acaso le fuera adjudicada la posada, bajo la palabra de fianza de un sobrino del compadre de la mujer del cuñado de su mayoral; y todo con el objeto de dejar su vida, nómada y aventurera, porque se hallaba prendado de amores por una mozuela de estos contornos, que encontró un día vendiendo rábanos en la calle del Peñón, con un aquél, que desde el mismo instante se le quedó atravesada en el alma su caricatura, y no acertó a volver a encontrar otro camino que el del Peñón.

La nobilísima Cantabria, cuna y rincón de las alcurnias góticas, de la gravedad y de la honradez, contribuyó también a aquel concurso con uno de esos esquinazos móviles, a cuyos anchos y férreos lomos no sería imposible el transportar a Madrid la campana toledana o el cimborio del Escorial. -Desconfiado, sin embargo, de sus posibles, más como espectador que como actor, se colocó en la puja con ánimo tranquilo y angustiado semblante, como quien estaba diciendo en su interior: -¡Ah Virgen! ¡Si no custara más de dus riales, eu tamén votaba una empujadura!

«A los ricos melocotones de Aragón, de Aragón, de Aragón» -venían gritando por la calle abajo Francho el Moro y Lorenzo Moncayo, vecinos de la Almunia, y abastecedores inmemoriales de las ferias matritenses. La rosada y rotunda faz del primero, imagen fiel de la fruta que pregonaba, su aspecto marcial, su voz grave y entera, su risa verdaderamente espontánea; y el grave aspecto y la formal arrogancia del segundo, inspiraban confianza al comprador y brindaban de antemano al paladar la seguridad de los goces más deliciosos. Colocados muchos años a la puerta de la posada de la Encomienda, calle de Alcalá, o caminando a dúo por las calles con su banasta a medias agarrada por las asas, habían logrado establecer tan sólidamente su reputación, que estaban ya en el caso de aspirar a mayor solidez, teniendo en ésta un depósito central donde poder recibir sus variadas cosechas y hacer su periódica exposición.

Si no dulces y regalados frutos naturales, por lo menos picantes y sabrosos artificios era lo que ofrecer podía en el nuevo establecimiento el amable Juan Farinato, vecino del lugar de Candelario, en Extremadura, célebre villa por los exquisitos chorizos que desde la invención de la olla castellana han vinculado a su nombre una reputación colosal. -Farinato, descendiente por línea recta del inventor de la salchicha, y vástago aprovechado de una larga serie de notabilidades de la tripa y del embudo, había traído por primera vez a Madrid a su hijo y sucesor, verdadera litografía de su padre en facciones, traje y apostura; y después de introducirle con el sin número de amas de casa, despenseros y fondistas, de cuyos más picantes placeres estaba encargado, pensó en fijar en ésta su establecimiento, dejando al joven Farinatillo el cuidado de ir y volver a Candelario por las remesas sucesivas.

Por último, para que nada faltase a aquel general e improvisado cónclave provincial, no habían sonado las diez todavía, cuando espoleando su rucio, compungida la faz, la nariz al viento, y las piernas encogidas por el cansancio, llegó a entrar por la posada adelante el buen Juan Cochura, el castellano viejo, aquel mozo cuitado y acontecido, de cuyas desgraciadas andanzas en su primer viaje a la corte tienen ya conocimiento mis lectores31. Con que se completó aquel animado cuadro, y pudo empezarse la solemne operación del traspaso; -pero antes que pasemos a describirla, bueno será pasear la vista un rato por el lugar de la escena, si es que lo desabrido de la narración no ha conciliado el sueño de los benévolos lectores.




- III -

En el comedio del último trozo de la calle de Toledo, comprendido entre la puerta del mismo nombre y la famosa plazuela de la Cebada, teatro un tiempo de los dramas más románticos, ahora de las Musas más clásicas y pedestres, conforme bajamos o subimos -(que esto no está bien averiguado) -a la izquierda o derecha, entre una taberna y una barbería, álzase a duras penas el vetusto edificio que desde su primitiva fundación fue conocido con el nombre del Parador de la Higuera, el mismo a que nos dejamos referidos en la narración anterior.

Su fachada exterior, de no más altura que la de unos treinta pies, se ve interrumpida en su extensión por algunos balcones y ventanas de irregular y raquítica proporción faltos de simetría y correspondencia; y ofrece, como es de presumir, pocos atractivos al pincel del artista o a las investigaciones del arqueólogo. -Su color primitivo, oscuro y monótono, la solidez de su construcción de argamasa de fuerte pedernal y grueso ladrillo; las mezquinas proporciones de los arriba nombrados balconcillos, el enorme alero del tejado, y la altísima puerta de entrada, cuyas jambas de sillería aparecen ya un si es no es desquiciadas, merced al continuo pasar de carromatos y galeras, dan a conocer desde el primer aspecto la fecha de aquel edificio, si ya no la revelase expresamente una inscripción, esculpida en el dintel de la dicha puerta; la cual inscripción, alternada con la que sirve de insignia al parador, viene a formar un todo bastante heterogéneo y difícil de comentar; dice, pues, así:

Se yerra a fuego y en frío

Que según los inteligentes se reduce a declarar (después de los respetables nombres de la Sacra Familia y del emblemático título del parador) que aquella casa fue construida en el año de gracia de 1622; conque es cosa averiguada sus dos siglos y pico de antigüedad.

En el ancho y cuadrilongo vestíbulo que sirve de ingreso no se mira cosa que de contar sea, supuesto que a aquella hora todavía no trabajaba el herrador de la parte afuera de la calle, y los mozos ordinarios no habían colocado aún el barco temblador sobre que suelen pasar las siestas jugando al truquiflor y a la se-cansa.

Pásase desde el citado ingreso a un gran patio cuadrilátero, cercado por su mayor parte de un cobertizo, que sirve para colocar las galeras y otros carruajes, y sobre el que sustentan los pasillos y ventanas de las habitaciones interiores de la casa. -A su entrada, el indispensable pozo con su alto brocal y pila de berroqueña, y en ambos lados, por bajo del cobertizo, las cuadras y pajares con la suficiente comodidad y desahogo.

La habitación alta está dividida en sendos compartimentos, adornados cada uno con su tablado de cama verde, jergón de paja, sábanas choriceras y manta segoviana; su mesilla de pino, con un jarro candil y una estampa del Dos de Mayo o del Juicio Final, pegada con miga de pan en el comedio de la pared; amén de los diversos adornos que alternativamente aparecen y desaparecen, tales como albardas, colleras, esquilones, y otros, propios de los trajinantes que suelen ocupar aquellos aposentos.

Únicos habitadores permanentes de tan extenso recinto, y ruedas fijas de su complicada máquina, eran: -primero, el dueño propietario, Pedro Cabezal, anciano respetable, de que queda hecha mención, cuya estampa lozana y crecida en sus años juveniles, aparecía ya un si es no es encorvada por el transcurso del tiempo y los cuidados que pesaban sobre su despoblada frente; -segundo, Anselma Ordóñez, hija putativa de Diego Ordóñez, difunto mozo de mulas, mayordomo y despensero que fue de la casa en los primeros años del siglo actual, y esposo de Dominga López, también difunta, ama de llaves del Cabezal. -Esta tal Anselma era una moza rolliza, de veinte abriles poco más o menos, cuya fecha, no muy conforme con la muerte del padre Diego, que falleció heroicamente de hambre en el año 12, se explicaba más naturalmente por las malas lenguas, que atribuían al tío Cabezal algunas relaciones en su tiempo con la viuda Dominga, y creían descubrir entre las facciones de aquél y las de la moza, mayor relación y concomitancia que con las del difunto mozo de mulas. -Pero, sea de esto lo que quiera, y la verdad no salga de su lugar, es lo cierto que el famoso dueño del parador de la Higuera la tenía por ahijada, y en los últimos años de su edad, desprovisto como estaba desgraciadamente de sucesión directa, varonil y ostensible, manifestaba cierta predilección y deferencia hacia la muchacha, y aún daba a entender claramente que aquel feliz mortal que lograse interesar su aspereza, sería dueño de su mano, ítem más, del consabido parador con todas sus consecuencias. -Razón de más para atraer a su posada crecido número de parroquianos gallardos y merecedores.

El tercer personaje de la casa era Faco el herrador, poderoso atleta de medio siglo de data, cojo como Vulcano, y señalado en la frente con una U vocal, insignia de su profesión, que le fue impuesta por un macho cerril de Asturias, con quien habrá quince años sostuvo formidable y singular combate. -Gesto duro y avinagrado, manos férreas y cerdosas, alto pecho, cuello corto, y cabeza bien templada. -Este tal era el consejero áulico, el amigo de las confianzas del Cabezal; era el que imprimía, digámoslo así, su sello a todas las determinaciones de aquél, que no tenían, como suele decirse, fuerza de ley, hasta después de bien claveteadas por el señor Faco, y pasadas por el yunque de su criterio.

Último miembro de aquella cuádruple alianza venía a ser Periquillo el Chato, joven alcarreño hasta de diez y nueve primaveras, mozo de paja y tintero, que así enristraba la pluma como rascaba la guitarra; más amigo del movimiento rápido y de la vida nómada, propia de su antiguo oficio de acarreador de yeso, que del quietismo y trabajo mental a que le obligaba el arcón de la cebada y el grasiento cuaderno de la paja, de que estaba hoy encargado, gracias a su notable habilidad para trazar algunos rasgos, que, según el maestro de su pueblo, podían pasar por letras y por guarismos, siempre que abajo se explicase en otros más claros lo que aquéllos querían decir.




- IV -

Sentados, pues, majestuosamente en un ancho escaño colocado a la espalda del vestíbulo de entrada, el famoso Cabezal y su adjunto el herrador; aquél a la diestra mano, y éste al costado izquierdo; el primero embozado en su manta de Palencia y el segundo apoyado en su bastón de fresno con remates de Vizcaya; colocados en pie en respetuoso grupo circular todos los aspirantes y mantenedores de aquella lid, y asomando, en fin, por el balconcillo que daba encima del cobertizo la rosada faz de la joven Anselma, premio casi indudable y última perspectiva del afortunado vencedor, déjase conocer la importancia del acto, y su completa semejanza con los antiguos torneos y justas de la Edad Media, en que los osados caballeros venían desde luengas tierras a punto donde poder manifestar su garbosidad y arrojo ante los ojos de la hermosura.

Dio principio a la ceremonia un sentido razonamiento del buen Cabezal, en que hizo presentes las razones que le asistían para retirarse de los negocios públicos y envolverse en la tranquilidad de la vida privada, con todos aquellos considerandos que en igualdad de circunstancias hubiera explanado un Séneca, y que nuestras costumbres político-modernas suelen poner en boca de los magnates dimisionarios, y que quieren ser reelegidos. -Con la diferencia que el honrado Cabezal, que ignoraba quién fuera Séneca, así como también el lenguaje político cortesano, procedía en ello con la mayor sinceridad, siguiendo sólo los impulsos de su conciencia, y bien convencido de que desde la muerte del Endino, sus débiles manos no eran ya a propósito para regir debidamente la riendas de aquel Estado.

Seguidamente, el herrador Faco, en calidad de superintendente y juez de alzadas del establecimiento, dio cuenta a la junta de su estado financiero; del presupuesto eventual de sus beneficios y gastos, y del balance de sus almacenes y mobiliario; no tratando, empero, de la propiedad de la finca, cuyo dominio se reservaba Cabezal, y concluyendo con animarles a presentar incontinenti sus proposiciones de traspaso, a fin de proceder en su vista a la definitiva adjudicación.

Aquí del rascar de las orejas de los circunstantes; aquí el hacer círculos en la arena con las varas; aquí el atar y desatar de las fajas y de los botines de la pretina; aquí el arquear de las cejas, tragar saliva, mirar a un lado y a otro, como tomando en cuenta hasta las más mínimas partes de aquel conjunto; aquí el mirarse mutuamente con desconfianza y aparente deferencia, instándose los unos a los otros a romper el silencio, sin que ninguno se atreviese a ser el primero. Aquí, en fin, el balbucear algunas palabras, aventurar tal cual pregunta, rectificar varias indicaciones, y volverse a recoger en lo más hondo de una profunda meditación.

Por último, después de media hora larga de escena muda, en que sólo se oía el pausado compás de las campanillas de los machos que retozaban en las cuadras, y el silbido de Periquillo, que servía de reclamo para atraer a la puerta del parador algunas aves trashumantes de las que tienen sus nidos hacia la calle de la Arganzuela, se oyó en fin entre los concurrentes un gruñido semejante al último ¡ay! del infeliz marranillo cuando cede la existencia al formidable impulso de la cuchilla. -Y siguiendo acústicamente la procedencia de tal sonido, volvieron todos los ojos hacia un extremo del círculo, y conocieron que aquél había sido lanzado por la agostada garganta del segador Farruco, quien alzando majestuosamente la cabeza, y como hombre seguro de sostener lo que propone, exclamó:

-En Dios y en mi ánima, iba a decir, que si vustedes no risuellan, yo risullaré.

-¡Bravo! ¡Farruco, bien por el segador! -exclamaron todos, como admirados de esta brusca interpelación de parte de quien menos la esperaban.

-Silencio, señores (dijo el herrador); Farruco tiene la palabra.

-Es el casu (prosiguió Farruco), que yo non sé cómo icirlu; peru, si ma dan el edificiu, y toudo lu que en él se contién, ainda mais, la moza, para mí sulitu, pudiera ser que yu meta de traspasu hasta duscientus riales, pagadus en cuatru plazus dende aquí hasta la Virgen del outru agostu.

-Bravo, bravo (volvió a resonar por el concurso en medio de estrepitosas carcajadas), ¡bien por Farruco el segador! ¡Doscientos reales en cuatro plazos! Vamos, señores, animarse, que si no, queda el campo por Galicia. ¡Viva Santiago! ¡Uff!... -Con otros alegres dichos y demostraciones que para todos eran claras menos para el honrado y paciente segador.

-Ira de Deu (gritó a este tiempo el catalán, blandiendo el látigo por encima de las cabezas del amotinado concurso). ¿Será ya hor que nos antandams en formalidat y prudensia? ¡Les diables carguen con este Castilla en que tot se hase riendo como les carrers de Hostalrich! -Poqs rasons, pues, y al negosio, que se va hasiendo tard, y a mí me aspera mis galers a les ports de la siudat. Vean ells si les acomod trasients llibrs per tot, pagaders en Granollers, en cas de mi sosio Alberto Blanquets, de la matrícula de San Feliu de Guixols.

-Otra, otra (dijo gravemente el aragonés); aguarda, aguarda, con lo que sale media lengua. -Yo adelanto trescientos pesos mondos y redondos; con más, toda la fruta que gaste el señor amo, y la estameña franciscana que necesite para la mortaja, y ofrezco icir tres misas a las ánimas por mor de la señá Cabezala que Dios tenga allá abajo; y endiñale un risponso en el Pilar, que la Virgen se ha e reír de gusto.

-«¡Que viva el aragonés!» (gritó el concurso alborozado), y a los ojos del anciano Cabezal se asomó una lágrima, tributo del amor conyugal, cuyo recuerdo había dispertado Francho el moro.

-A que si valen seis tahúllas de tierra de buen arrós, orilla del Grao, y como hasta diez libras de seda en el Cañamelar para la próxima cosecha, aquí hay un valensiano que dará todo esto, y las grasias, si el señor amo quiere sederle el parador.

-¿Qué eztán uzteez jablando ahí, compaez? Aquí hay un hombre, tío Cabesal: y detraz dezte hombre hay un compae que zale por mí, y ez primo der cuñao de la zobrina der regidor de Morón, que tiene parte con otros sinco en er macho con que traje la carga de aseite pa el compae Cabesal en la pazcua anterior; el cual zi zale (que zí zaldrá), por mi honor y juramento, esde luego pedirá a zu prima que le diga ar cuñao, que pía a la sobrina der regidor, que haga que zu tío ponga por hipoteca la parte trazera der macho, pa servir ar señor Cabesal y a toda la buena gente que moz ezcucha.

-¡Que viva Utrera! (exclamaron todos con algazara) y arriba Currillo que nos ha ganado la palmeta prontito y bien; ¡dichoso el que tiene compadres para sacarle de un ahogo! ¡Que viva Curro y el cuarto trasero del macho de su compadre, que son tal para cual!

-Grasias, señorez (repetía Curro); pero bien zabe Dioz que no lo desía por tanto.

-Basta ya de bromas, señores, si VV. gustan, que la mañana se pasa, y todavía tengo que llegar a Valdemoro a comer. Creo, por lo visto, que aquí todos son dimes y diretes, y el amo, a lo que entiendo, no nos ha llamado para oírnos ladrar. -Esto dijo con importante gravedad el manchego, y adelantándose un paso en medio del corro; -Yo (continuó con valentía) voy a tomar la gaita por otro lado, y creo que vuesas mercedes habrán de llevar el paso con el sonsonete. Aquí mismo, al contado, todo en doblones de a ocho, corrientes y pasados por estas manos, que se ha de comer la tierra, aquí está mi argumento, y mi elocuencia está aquí. -(Y lo decía por un taleguillo de cordellate que alzaba con la diestra mano.) -A ver, a ver, si hay alguien que me lo empuje, porque si no, mío queda el parador; y cuenta, herrador, a ver si me equivoco; mil pesos dobles, justos y limpios, hay dentro del taleguillo; esos doy; y pues que no hay ni puede haber competencia, señores, pueden vuesas mercedes si gustan llegarse a oír misa, que ahora poco estaban repicando en San Millán.

Un confuso rumor de desaprobación y algunas interjecciones expresivas dieron a conocer el enojo que semejante arrogancia había inspirado a la asamblea; el opulento Azumbres no por eso desconcertó su continente; antes bien, sacando pausadamente la vara del cinto, tomola con la diestra mano, y pasando a la izquierda el taleguillo de los doblones, paseó sus insultantes miradas por toda la concurrencia, como aquel que está seguro de no encontrar enemigos dignos de combatir con él.

Sin embargo, no había calculado con la mayor exactitud, porque adelantándose al interior del círculo el honrado maragato, hecha la señal de la cruz, como aquel antiguo paladín que se disponía a temerosa liza, tosió dos veces, escupió, miró en derredor, y quitándose modestamente el sombrero, prorrumpió en estas razones:

-Con permiso del señor manchego y de toda la concurrencia; yo Alfonso Barrientos, natural y vecino de Murias de Rechivaldo, en el obispado de Astorga, parezco de cuerpo presente y digo: que aunque no vengo tan prevenido para el caso como el señor que acaba de hablar, todavía traigo, sin embargo, otro argumento que no le va en zaga a su saquillo de arpillera; y este argumento, y este tesoro, que no lo cambiaría por toda la tierra llana que se encuentra comprendida entre la mesa de Ocaña y las escabrosidades de Sierra Morena, es mi palabra, nunca desmentida ni desfigurada; es mi crédito, harto conocido entre las gentes que se ocupan en el tráfico interior. -Saque el señor herrero un papelillo de los que sirven para envolver su cigarro, y déjeme poner en él tan sólo mi rúbrica, y ella acreditará y hará buena la palabra que Alfonso Barrientos da de entregar mil y doscientos pesos por el traspaso del parador.

-¡Viva el reino de León! ¡Viva la honradez de la Montaña! (exclamaron estrepitosamente todos los concurrentes); y al diablo sea dada la arrogancia de la tierra llana.

-Que me place (replicó sonriéndose el manchego) encontrar con un competidor digno por todos títulos de habérselas con Azumbres el cosechero de Yepes: pero como no es justo darse por vencido a la primera vuelta, y como tampoco soy hombre a quien asustan todas las firmas leonesas, aquí traigo prevenidas para el caso nuevas municiones con que hacer la guerra a todos los créditos del mundo, aunque entren en corro los billetes del tesoro y las sisas de la villa de Madrid. -Sepan, pues, que en este otro saquillo (y esto dijo sacando a relucir del cinto un nuevo proyectil de mediano volumen) se encierran hasta doscientos doblones más, los mismos que ofrezco al señor Cabezal por su traspaso, y punto concluido, y buena pro le haga al rematante.

-Apunte vuesa merced, señor herrador (dijo con calma el maragato) que Alfonso Barrientos da dos mil pesos fuertes, si no hay quien diga más.

Aquí la algazara y el entusiasmo de los concurrentes llego a su colmo, viendo embestirse con aquel ahínco a los dos poderosos rivales, que mirándose recelosos a par que prevenidos, como que dudaban ellos mismos toda la extensión de sus fuerzas y el punto término a que los llevaría el combate. -Pero la mayoría de los pujadores, que conocían, muy a su pesar, que sólo podían servir de testigos en lucha tan formidable, iban descartándose del círculo, y abandonando con sentimiento el palenque. De este número fueron el choricero Farinato, el gallego y el asturiano, los aragoneses y el andaluz, los cuales sin embargo se mantenían a distancia respetuosa, como para mejor observar el efecto de los golpes y los quites respectivos.

Uno solo de los concurrentes no había dicho aún -«esta boca es mía», -y parecía como extraño a aquel movimiento, sin duda midiendo en su imaginación la pequeñez y mal temple de sus armas para tan lucido y arduo empeño; y este ser infeliz y casi olvidado de los demás, no era otro que nuestro Juan Cochura, el castellano viejo, el cual con aparentes señales de distracción, paseaba sus miradas por las alturas, como quien busca y no encuentra inspiración ni mandato a su albedrío. -Pero a decir verdad, si nuestro anteojo escudriñador hubiera podido penetrar en aquel recinto, no hay duda que muy luego hubiera observado que lo que aparecía desdén e indiferencia de parte del Juan no era sino cálculo refinado; y que sus miradas, al parecer estúpidas e indecisas, no iban dirigidas nada menos que a otro traspaso que le pusiera en posesión omnímoda y absoluta del parador.

Tal vez nuestros lectores habrán olvidado en el curso de esta estéril y cansada relación, que sobre el círculo de los famosos mantenedores del torneo, y asomada en un balconcillo de madera que apenas se distinguía, ofuscada entre el humo que salía de la cocina inmediata, se hallaba presenciando aquella animada escena la robusta Anselma, la hija adoptiva del señor del castillo, la estrella polar de aquellos navegantes, y el puerto y seguro término de sus arriesgadas aventuras. -Verdad es (sea dicho de paso) que casi todos ellos navegaban como Ulises, sin saber por dónde, ignorantes del faro que sobre sus cabezas relucía, y a merced de los escollos e incertidumbres de tan dudoso mar; mas por fortuna nuestro Juan Cochura tenía un amigo... ¡y qué amigo!... práctico y conocedor de aquel derrotero, playa saludable en medio de tan intrincado laberinto; el cual amigo no era otro que Faco el herrador, quien por un movimiento indefinible de simpatía hacia nuestro mozo castellano, le había secretamente instruido sobre el rumbo cierto que tomar debía, diciéndole que si lograba interesar el amor de la joven Anselma, él y no otro sería el dueño del parador.

La gramática de Juan, parda como su vestido, no hubo menester más reglas para comprender aquel idioma; y así desde el principio de la refriega dirigió sus baterías al punto más importante y descuidado del combate; hasta que viendo que éste se empeñaba con la artillería gruesa, y escaso él de municiones para sostener con decoro el castellano pendón, apeló a la estratagema de la fuga; pero fuga armónica, cadenciosa y bien entendida, que ni el mismo Bellini hubiera ideado otra mejor.

Echó, pues, sus alforjas al hombro, y confiado en su buena estrella y en sus gracias naturales, -de que ya tiene conocimiento el lector-, subió poquito a poquito la escalera de la cocina; se llegó al balconcillo; tiró del sayal a la moza como quien algo tenía que pedirla, y ella le siguió, como quien algo le tenía que dar.

Lo que al amor de la lumbre pasó, los coloquios y razonamientos que mediarían entre ambos en los pocos minutos que inadvertidamente desaparecieron de la vista del concurso, son cosas de que sólo los pucheros que hervían y el gato que dormitaba a la lumbre pudieran darnos razón; y es lástima sin duda que no quieran hacerlo, pues acaso por este medio vendríamos en conocimiento de una de las escenas de más romántico efecto que ningún dramaturgo pudiera inventar.

Ello es lo cierto, que por resultas de este desenlace de bastidores (muy conforme también con la escuela moderna) dio fin el drama, volviendo de allí a poco a salir la dueña y el mancebo al balconcillo, asidos de las manos, y con los ojos brilladores de alegría, y oyéndose prorrumpir a la heroica Anselma en estas palabras:

-«Padrino, padrino, que se suspenda el remate, que ya queda concluido el traspaso; Juan Algarrobo (alias Cochura) natural de Fontíveros, ha de ser mi esposo, que así lo ha querido Dios».

Alzaron todos la vista con extrañeza al escuchar estas razones, y el anciano Cabezal hizo un ademán violento, que parecía como preludio de alguna gran catástrofe. -Miró al balconcillo con ojos encendidos, y alzándose de repente, y desembozándose de la manta, -«¡Ah perra!» (exclamó), y ya se disponía a saltar la escalera, cuando el buen Faco el herrador, el alma de sus movimientos, le detuvo fuertemente, trató de desarmar su cólera, y en pocas y bien sentidas razones le hizo ver la alcurnia del mozo, y lo bien que le estaría admitirle por marido de su ahijada.

Todos los concurrentes conocieron entonces que habían sido víctimas de una intriga concertada de antemano, y dieron por de todo punto perdido su viaje, con lo cual fueron desapareciendo uno en pos de otro, después de felicitar al Cabezal por la astucia de los novios.

Éstos, pues, después de solicitar la bendición paternal, quedaron instalados en sus funciones; y nuestro Juan Cochura, a quien en su primer viaje a Madrid vimos burlado, escarnecido y preso por su ignorancia, llegó en el segundo a ser burlador ajeno, y a ponerse al frente de un establecimiento respetable.

La fortuna es loca, y gusta las más veces de favorecer a quien menos acaso es digno de ella... ¿Quién sabe?... Todavía quizás le reserva una contrata de vestuario, o una empresa de víveres; -y al que vimos entrar ayer cruzado en un pollino, preguntando los nombres de las calles, tal vez le miraremos mañana pasearlas en dorada carretela, y adornado su pecho con bandas y placas que nos deslumbren y oculten a nuestros ojos la pequeñez del origen de su posesor. -Espectáculo frecuente en el veleidoso teatro cortesano, y grato pasatiempo del observador filósofo que contempla con sonrisa tan mágico movimiento.

(Julio de 1839)






ArribaAbajoAl amor de la lumbre o El brasero

He aquí un objeto puramente español, y para hablar del cual de poco nos serviría tener a la mano los diccionarios de Taboada o de Newman. -Afortunadamente somos poco diestros en achaque de traducciones, y aspiramos más bien al título de originales, aunque indignos. -Verdad es que, según van las cosas en la patria del Cid, dentro de muy poco tiempo acaso no tengamos ya objetos indígenas de qué ocuparnos, cuando leyes, administración, ciencias, literatura, usos, costumbres y monumentos que nos legaron nuestros padres acaben completamente de desaparecer, que, a Dios las gracias, no falta mucho ya.

Entonces desaparecerá también el brasero, como mueble añejo, retrógrado y mal sonante; y será sustituido por la chimenea francesa, suiza o de Albión; y la badila dará lugar al fuelle; y soplaremos en vez de escarbar.

Pero mientras esto sucede (y por si acaso sucediere mañana) no nos parece fuera del caso dejar aquí consignado un uso próximo a huir con otros tantos; a la manera que el diestro escultor imprime en cera (o sea en barro) la mascarilla del cadáver que va a desaparecer de la superficie de la tierra para ocultarse en su interior.

Si fuéramos etimologistas o rebuscadores de alcurnias, meteríamos el montante entre Covarrubias, que quiere que brasa, y por consecuencia brasero, vengan del griego bras, que equivale en latín a ebullio y efervio, y los otros autores heráldicos, que creen buenamente que la voz española brasa sea hija legítima y de legítimo matrimonio de la latina urasa, descendiente línea recta del verbo urere; pero como a Dios gracias estamos lejos de estas (como decía el buen Sancho) sotilezas, y nos inclinamos más bien a las demostraciones materiales y tangibles, suponemos que el brasero reconoce por causa y origen la notoria costumbre del frío, y por consecuencia, creemos y confesamos por cosa cierta que, si no hubiera invierno, regularmente no se hubieran inventado los braseros.

Ahora bien -¿quién los inventó?- se nos preguntará: y nosotros responderemos cándidamente: -El primero que tuvo frío. -Echarémosla aquí de escolásticos, y continuaremos el argumento. -Es así que Adán en cuanto hombre quedó sujeto a todas las miserias humanas, desde aquella desgraciada golosina que compartió con Eva; es así que una de estas miserias fue sin duda el frío, ergo nuestro padre Adán, el primero que tuvo frío, fue, sin género de duda, el inventor del brasero.

Este descubrimiento, como todos los demás, tuvo después su sucesivo desarrollo; y así como vemos la hoja de parra y la piel de león de aquel hombre primitivo, transformada después en la púrpura romana, o la casaca francesa; del mismo modo el brasero, que empezaría por ser probablemente una piedra agujereada o cosa tal, acabó por ser un mueble de elegante forma; y tanto, que ya en el siglo XVI hay una ley española que salía al encuentro de este abuso diciendo: -«Mandamos que de aquí adelante no se pueda labrar en estos nuestros reinos brasero ni bufete alguno, de plata, de ninguna hechura que sea». (Recop. lib. VI, tít. XII, 1.2). -Esta ley, por supuesto, ha caído en olvido por haber cesado el motivo que la causó. -No está en el día el alcacer para zampoñas; quiero decir, que no se halla hoy la plata tan de sobra para hacer de ella braseros.

Andando, pues, los tiempos, esta primitiva costumbre se subdividió, y varió hasta lo infinito, según los diversos países, clima y leyes que disfrutaron los hombres; pero en el fondo siempre fue la misma la verdad reconocida en ella, esto es, -que para no sentir el frío, nada hay tan seguro como quemar combustible de esta o la otra manera. -En esto todos estaban conformes; pero en cuanto a la aplicación variaron infinito, quemando los unos ramas de encina, los otros los troncos; cuáles leña carbonizada; cuáles el carbón mineral; en fin, cada uno quemó lo que tenía a mano -desde Nerón, que quemó a Roma para templarse al calorcito, hasta el labriego de nuestros días, que quema estiércol y retama con un olorcillo que déjelo V. estar; -desde los numantinos, que incendiaron a su ciudad por no enfriarse, hasta el secretario del concejo o el fiel de fechos, que, a falta de otro combustible, queman las candidaturas venidas por el correo, las alocuciones estereotípicas de los jefes políticos, o la colección inmaculada del Boletín Oficial.

Esto en cuanto a la materia; por lo que dice relación a la forma, sería cuento de nunca acabar el intentar describir las infinitas que tomaron los caloríferos; pero de ellas las más principales pueden reducirse a cuatro, a saber: -el fogón, -la chimenea, -la estufa -y el brasero.

Si nos hubiéramos propuesto abrazar la fisiología de estos cuatro medios de calefacción, seguramente que necesitábamos enviar por otro cuadernillo de papel al almacén de la esquina; pero desgraciadamente no contamos más que con las cuartillas necesarias para tratar del último de aquellos menesteres; esto es, del brasero. -Esto no obsta para que así, como por incidencia, demos un vistazo sobre los demás, y los saquemos a colación como por vía de coro u acompañamiento de nuestro héroe principal.

El fogón, -la chimenea, -la estufa. -He aquí tres voces que seguramente se avergüenzan de verse juntas, perteneciendo a tan diversas clases y jerarquías, a tan opuestos polos, a tan sucesivas civilizaciones, como ahora se dice.

El humilde fogón, propiedad del gato y de la cocinera; laboratorio estomacal de la familia; abeja obrera de la casa, arrastrando por el suelo su baja condición en las sencillas aldeas, levantando tres palmos en la ciudad, a la altura del brazo de la criada o del pinche. -Pero aquí no hablamos del fogón como oficina de las salsas alimenticias; ni tenemos nada que ver con los gorros blancos, ni con las ollas humanitarias. -Aquí sólo miramos el fogón bajo su aspecto puramente calorífero; como el emblema patriarcal de la familia; como el coin du feu (diremos en francés, para que nos entiendan); como el hogar doméstico, que diríamos cuando éramos españoles.

¡Qué cosa más pintoresca que un hogar o fogón castellano o andaluz, colocado en el mismo suelo, sin más artificio que el que forman los robustos troncos de encina que arden y chisporrotean; la formidable campana de mampostería que le asombra y recoge los humos; el caldero de agua hirviendo pendiente de una cadena; el armonioso grupo de ollas y sartenes; y los dos bancos laterales, ocupados por el alcalde y el señor cura, el escribano y el barbero, la tía Perejila y el tío Yerbabuena, el comandante del resguardo y el estanquero, el gitano y el contrabandista! -Pero esto se quede para cuando dé de mano a una obrilla que me anda saltando en las mientes bajo el modesto título de «CRÓNICAS DEL FOGÓN».

Si, por una transición brusca, saltamos desde aquel humilde sitio al suntuoso salón o primoroso gabinete, veremos la misma necesidad, la necesidad de calentarse y de reunirse; pero allí la hallaremos ataviada con ricos adornos de mármoles y bronces, relieves de estuco, y grupos de entalladura; con relojes y floreros, muebles y figuras doradas por acompañamiento; decorada con el nombre de chimenea, y servida y mimada por vaporosas damas y galantes caballeros.

O bien, si penetramos en la callada oficina del funcionario, o en el estudio del letrado, hallarémosla disfrazada con una forma más o menos monótona y sombría, en un tubo de hierro que asciende hasta el techo, y penetra las paredes, y sube a los tejados, y busca salida al humo por encima de las buhardillas. -La estufa, pues, es un método de calefacción estúpido, y carece de todo género de poesía.

Denme el brasero español, típico y primitivo; con su sencilla caja, o tarima; su blanca ceniza, y sus encendidas ascuas, su badil excitante, y su tapa protectora; denme su calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su acompañamiento circular de manos y pies. Denme la franqueza y bienestar que influye con su calor moderado, la igualdad con que lo distribuye, y si es entre dos luces, denme el tranquilo resplandor ígneo que expelen sus ascuas, haciendo reflejar dulcemente el brillo de unos ojos árabes, la blancura de una tez oriental.

La aristocrática chimenea, es cierto, contribuye más al adorno del magnífico salón; acaso extiende por todo él un temple más subido, y no hay duda tampoco en que su llama animada, inquieta, fantástica, chispeante, entretiene agradablemente, y alegra la vista del reposado espectador. Pero, en cambio, ¡qué cansado reflejo en los ojos! ¡Qué ardor desentonado en las mejillas! ¡Qué frío desconsolador en el espaldar! -¿Y cuándo hace humo? (que es las más veces) ¿y cuando baja el viento o la lluvia por el cañón? ¿Y cuando atrapa la llama las faldillas del frac, o las guarniciones del vestido? ¿Y cuando alarma y compromete a la vecindad, subiéndose por el hollín conductor a visitar las crujías de los tabiques o la armadura del tejado?

Además ¿cómo comparar a la chimenea con el brasero bajo el aspecto social, quiero decir, sociabilitario o comunista, para que nos entendamos?

En primer lugar la chimenea es injusta y amante del privilegio, y brinda todos sus favores a los dos afortunados seres que la flanquean inmediatamente, al paso que sólo envía un escaso saludo a los restantes acreedores; -el brasero es furrierista o sansimoniano, y distribuye por igual porción su benéfico influjo a todos sus asociados. -La chimenea es semicircular y lunática; el brasero circular y eterno como todo círculo sin principio ni fin; -la chimenea abrasa, no calienta; el brasero calienta sin abrasar; -aquélla necesita de todo el cortejo de los tronos modernos, con sus ministros responsables de pala y tenaza que recoja y agarre, escoba que barra, morrillos que defiendan, cañón por garantía, opinión pública que sople y atice por el órgano del fuelle, y responsabilidad que se evapore en humo; -el brasero patriarcal reina y gobierna solo, o lo más con un simple badil. -Al poco más o menos como gobernaban Licurgo y Solón.

Aunque sólo fuera mirándolo bajo el aspecto de la confianza amorosa, habría que dar, no hay duda, la preferencia al brasero.

Porque figurémonos a dos amantes en flor (quiero decir, en la primer germinación del interés dramático), sentados el uno enfrente del otro, y ambos al lado de la reluciente chimenea; en primer lugar distan dos varas entre sí, lo cual no es lo más cómodo para decir un secreto -y quítenle ustedes al amor el secreto, y es lo mismo que si quitaran la sal a la olla. En segundo lugar, ambos se hallarán profundamente sentados en sendas butacas o enormes sillones inamovibles -que es como si dijéramos meterse en un simón a correr liebres. -En tercer lugar, sus semblantes, no pudiendo sufrir el vivo reflejo de la llama, se ocultarán probablemente en la sombra de la pantalla o a favor de la repisa de mármol; -y el quitar al amor el semblante, es quitarle la más sólida garantía, porque el semblante es el editor responsable del amor.

Luego, si hay que hincar una rodilla en tierra, peligra el pantalón con el contacto de la plancha de plomo; si hay que sorprender una mano descuidada, tropieza la propia con las tenazas o el fuelle; si hay que dar un billete, o leer unas coplas de ataúd, la llama inmediata es una fuerte tentación para el desdén.

En derredor de un brasero, al contrario, no hay desdenes posibles, ni posturas académicas, ni pretensiones exageradas: allí un pie de once puntos dista de otro pie de cinco no más que una pulgada; ¡y es tan fácil salvar esta pulgada!... Dos manos de nieve (estilo clásico) extendidas sobre la lumbre, están en correcta formación con otras dos de cabretilla anteada y... ¡es tan natural estrechar las distancias! y luego examinar la calidad de los guantes, la hechura de una sortija, una raya simbólica ¡qué sé yo! cualquier otro pretexto plausible, y... ¡adiós, mano de nieve derretida al calor braseril!

El mágico influjo de este mueble que enciende y carboniza las pantorrillas y los corazones, tiene también de bueno cierta dosis de calidad soporífera, que obrando inmediatamente sobre las cabezas de las guardas y tutores, les fuerza e impele a reconciliarse con el dios Morfeo; y si al dicho influjo se añade la lectura de un drama venenoso, o de las felicitaciones de la Gaceta, entonces el efecto es seguro, y duermen desde la vieja abuela hasta el gato roncador. -En estos casos la labor de la almohadilla no cunde, las desdichas del drama o las glorias de la Gaceta no marchan, y los que duermen son regularmente los que más ruido suelen hacer.

Todas estas y otras excelencias posee el brasero nacional; verdad es que nos hablan los políticos de grandes tratados y protocolos ajustados a la chimenea entre dos reverendos diplomáticos; -pero a fe que no son menos importantes los planes del jefe de oficina o los cálculos del lonjista, arreglando en figura piramidal las ascuas del brasero o pasando amorosamente el badil por sobre la ceniza; y si es un tributo de atención entre los pueblos de extranjis el añadir un trozo de leña a la chimenea a la llegada del recién venido, el brasero también tiene su formulario de etiqueta, previniendo en igual caso echar una firma, o digamos macarrónicamente, escarbar.

Vemos, pues, que ni social, ni política, ni humanitariamente hablando, puede compararse la benéfica influencia del brasero con la de la gálica chimenea. -En cuanto a lo económico, seguramente que también tiene la preferencia, por más accesible y de más seguro efecto; y por lo que dice relación a la forma, tampoco teme la comparación.

Y sin embargo de todas estas razones, el brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos; y se van las capas y las mantillas, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la fe de nuestros padres, y se va nuestra propia creencia nacional. -Y la chimenea extranjera, y el gorro exótico, y el paletot salvaje, y las leyes, y la literatura extraña, y los usos, y el lenguaje de otros pueblos, se apoderan ampliamente de esta sociedad, que reniega de su historia, de esta hija ingrata que afecta desconocer el nombre de su progenitor. -Asistamos, pues, al último adiós del brasero; pero antes de despedirlo, tributémosle un ligero panegírico, como es uso y costumbre de los que llevan a enterrar. -SÉALE LA CENIZA LEVE.

(Diciembre de 1841)




ArribaAbajoInconvenientes de Madrid


    «¡Lástima grande
Que no sea verdad tanta belleza!».


ARGENSOLA.                


El fecundo e ingenioso poeta dramático, mi amigo el señor Breton, dio al teatro en 1828 una de sus más aplaudidas comedias, bajo el título de A Madrid me vuelvo, y posteriormente, como para formar el contraste, escribió también otra, no menos apreciable, titulándola: Me voy de Madrid. -En una y otra composición desplegó el autor los recursos de su amena fantasía, y en ambas tocó, ya de frente, ya por incidencia, las contrariedades y peligros de la vida matritense.

Pero la época en que escribía el señor Breton aquellas comedias, tan diversa de la actual, y la combinación especial de su plan dramático, no le permitieron sin duda tomar en cuenta muchos y graves accidentes que ofrece la corte, y que por estas o semejantes razones tampoco pudieron prever en sus tiempos los satíricos Juvenal, Boileau, Quevedo, Argensola, y otros infinitos que trataron magistralmente este argumento.

Hay, sin embargo, circunstancias especiales a Madrid, circunstancias propias de la época, condiciones anejas a la generación actual, que dan nueva vida y prestan interés de actualidad a un cuadro ya trazado de antemano por tan hábiles pintores; y en este solo sentido permitiráseme que, a fuer de cronista de las costumbres contemporáneas, cruce mi débil pincel, ensaye mis pálidos colores en el lienzo que representa la vida animada de nuestra noble capital.

De contado hago abstracción de las circunstancias físicas de su clima, y de muchas de las generales inherentes a toda gran población. -El poder divino es inviolable y no está sujeto a responsabilidad. -Por esta razón, cuando le place enviarnos un norte mortífero, que, combinado con la blanca nieve de Somosierra, hace bajar el termómetro y subir proporcionalmente la población del cementerio, no tenemos más derecho a oponernos, que cuando tiene a bien regalarnos con una de estas semanas de enero, claras, serenas y brillantes, peculiares del hermoso cielo madrileño, y tan espléndidamente celebradas en el salón del Prado o en los jardines del Retiro. -Por eso, cuando en el segundo término de julio tuesta y achicharra nuestras débiles cabezas, no le hemos de interpelar, sino aguardar humildemente a que, pasada la canícula, y entrado el sol en el signo de la balanza, mida por iguales partes el término del día, y dispense con equidad su templado ardor; estación verdaderamente modelo, bello ideal de la atmósfera, que aprovechan y benefician las hermosas con sus galas y atractivos, los mercaderes con sus ferias, y los farsantes políticos con sus dramas a grande espectáculo.

Respetemos, pues, la omnipotencia divina, que reina y gobierna, como en todos, en este pueblo pecador; suframos con paciencia las escarchas de enero y las tormentas de agosto; las aguas de abril y los aquilones de noviembre; y en medio de todo, demos gracias a su Providencia porque le plugo colocarnos bajo un cielo puro, en una atmósfera halagüeña, que lleva considerables ventajas a casi todas las capitales de Europa.

Mas, dejando a un lado estas circunstancias, y tomando como base de partida la de habitar constantemente en este emporio de la hispana monarquía: suponiendo a un ciudadano español, honrado vecino de ella, y en e uso de todos sus derechos naturales (incluso el de pagar los de puertas y la contribución de frutos civiles), entremos a examinar la cuestión de si es tan envidiable su existencia como debe creerlo la inmensa falange de aficionados que de todos los ángulos de España vienen a fijar sus lares en el inmediato radio de la Puerta del Sol. -Cuestión eminentemente social, que nos ayudará a resolver la práctica no interrumpida de nuestro propio vivir.

Damos por sentado que el tal ciudadano, en usufructo de un empleo o de una renta conveniente, puede soporta r sin extorsión el gasto más que mediano de su alimento, habitación y demás necesidades humanas. -Queremos suponer que no le causa perjuicio el pagar cuatro por lo que en toda tierra de cristianos vale dos; ni el vivir reducido a los estrechos límites de un nicho poco mayorcito del que le reserva la Iglesia para después de esta jornada; ni el comprar a toda costa cólicos y demás tropiezos intestinales, disfrazados con el nombre de besugos vivitos de hoy, de aves y cuadrúpedos embalsamados y en conserva, de deliciosos vinos legítimos de Valdepeñas, de frutas regaladas originales de Aragón.

Todos éstos son pequeños incidentes, que, aunque reunidos forman la segura base de la escena matritense, quedan como eclipsados y escondidos entre telones, y aun se dan por supuestos y conllevados en gracia del interés principal.

A bien que, en cambio de estas contradicciones, tenemos el derecho de privarnos de ellas; y si queremos, por ejemplo, no adquirir un entripado con salmón fresco de Laredo a 30 rs. la libra, nadie nos quita la facultad de no, comprar el tal salmón, y esto entra por algo en el sistema de las compensaciones.

Pero aunque la vida material (se dirá) no ofrezca en la corte los mayores atractivos; aunque encerrados sus habitantes en los limites de sus muros, hayan de renunciar a los goces y placeres que por doquiera nos brinda la naturaleza; por lo menos no puede negarse que la sociedad les ofrece un ancho campo de placeres intelectuales y de positivas ventajas, que constituyen un segundo natural.

¡La sociedad!... ¿Y qué llaman VV. sociedad, señores entusiastas? -¿Acaso lo será el vivir aislado o incógnito en una vigésima parte de casa, que aunque formada con débiles tabiques, no establece menos incomunicación entre sus habitantes que las inmensas masas de hielo entre las islas del polo?

¿Estiman VV. por sociedad el saludar en la calle a un millar o dos de personas múltiples, que llenan todos los paseos, todos los espectáculos, todas las tertulias, e ignorar por la mayor parte sus nombres y cualidades, o sólo, tenerlas consignadas en sendas cartulinas, recíprocamente cambiadas en algunos días del año?

Tal vez apreciarán algunos bastante comunicación social la que proporcionan nuestros liceos y academias, nuestros altos círculos y periódicas diversiones, en que reunidos algunos centenares de personas -siempre las mismas, y con la única variedad del, salón- ostentan ampliamente sus gracias, su talento, sus riquezas, sa, amabilidad.

Pero no se hacen cargo los que tal aseguran, que en semejantes públicas exposiciones cada cuadro animado busca la luz conveniente para aparecer con el colorido que le va bien; cada actor lleva naturalmente estudiado su papel para darse al público; cada intriga o argumento están ya preparados de antemano con todas las reglas del arte.

Vaya un ejemplo. -Pregunten VV. a mi vecino don Protasio quién vive al lado, encima o debajo de su aposento, y se encogerá de hombros, y fruncirá el labio: como si le preguntaran dónde está el imperio del Mogol. -Lo propio nos sucede a los demás vecinos respecto a él mismo; y sin embargo, D. Protasio es la flor y nata de la: sociedad madrileña, y reina en los círculos elegantes, y lee versos en el Liceo, y canta en la Filarmónica, y discute en el Ateneo, y representa en el Instituto, y juega en el Casino, y tiene traducidos cincuenta dramas a cuadros para írnoslos dando por entregas semanales en ambos teatros del Príncipe y de la Cruz.

Don Protasio, de vuelta a casa, pasada la media noche, lleno el pecho de fuego poético, cubierta la frente de coronas inmortales de papel, abre modestamente la puerta con la llave que lleva en el bolsillo, enciende el fósforo humanitario, deposita sus laureles en una alacena, y se extiende en su no mullido y solitario lecho, hasta que a la mañana siguiente venga a despertarle la voz cascada y faz angustiosa de la vieja que le sirve o del cuervo asturiano que le lleva la acostumbrada ración.

Pues supongamos por un momento que nuestro héroe matritense, de vuelta de alguna de aquellas ovaciones, pilló una calentura, que con el auxilio del facultativo y de la vieja asistenta, llegó a ser delicada y le obligó a guardar el ya dicho lecho por el espacio de un mes; o que sin cansar tanto, dio con él a los quince días en el rellano que se forma entre las puertas de Bilbao y la de Fuencarral. -Pues en aquel mes, o en estos quince días, la sociedad (que tanto le envanece) ni siquiera echó de ver su falta, y ni se tomó la molestia de preguntar por él ni de hacerle compañía; y la primera noticia que tuvo de su muerte fue por el anuncio que un pariente puso en el Diario, convidando a su entierro. -Verdad es que, en justa compensación de aquel olvida, quizás le condujeron al cementerio con gran aparato y al son de una marcha triunfal, letra y música de los primeros literatos y artistas; -que hubo sobre su tumba discursos y endechas -en vez de responsos y oraciones- y que aun se habló de poner su nombre en la fachada de la casa que nadie sabía que habitaba mientras vivió; pero al siguiente día todo estaba olvidado, y nuestro hombre formaba ya parte de la antigüedad; con que el hablar de él era cosa de gusto añejo, clásico y malsonante.

Pues bien; no sean VV. ninguna de estas celebridades fosfóricas, ni hagan coplas, ni traduzcan dramas (únicas habilidades que en este siglo prosaico conducen, por lo visto, a la inmortalidad), sino envuélvanse en una de estas modestas individualidades, cantidad insignificante acumulada como simple fracción al capital social; avo incógnito, quebrado inapreciable de toda suma o agregación de personas; carta blanca en la baraja madrileña; tres de bastos que sobra en todas las manos, y que en todas las manos se encuentra, o simple vocal honorario de toda comisión de aplausos, sombra inevitable de todo cuadro, y comparsa figurante de toda escena teatral. -Y mediante la modesta retribución de cinco reales semanales (o sean unos seis cuartos diarios), y un frac negro o de color indirecto, un pantalón ídem, y unos guantes de estado honesto, adquieran ustedes el derecho de asistir a alguno de aquellos grandes círculos, y de disfrutar por milésimas sus gratos espectáculos y su apacible reunión.

Ahora bien; ¿qué buscáis en ellos, hombres y mujeres, no humanistas, sino amantes de la humanidad, cuando, sin temor a las escarchas de enero, ni al sofocante ardor de la canícula, dejáis vuestras templadas habitaciones, vuestras cariñosas familias, vuestro modesto espectáculo interior; y perfumados de mil esencias, cubiertos de sedas, dijes y chucherías, marcháis periódicamente a ocupar vuestros asientos en aquellos salones, que os alegran y seducen con su magnífico resplandor?

¿Buscáis por ventura el entretenido interés del drama que se representa, la armonía del canto, el poético sonido de la lira o los prodigios del pincel? -Nada menos que eso; porque todo ello lo miráis como un simple episodio de vuestra acción, como un pretexto para reuniros, como un mal inevitable que os resignáis a tolerar.

Y no hay que extrañarlo tampoco, señores artistas y poetas; porque no a todos es dado compartir el entusiasmo por vuestras admirables producciones, porque no todos participan de vuestras magnánimas ideas; y aquellos ciudadanos y ciudadanas de que íbamos hablando profesan otras más positivas o materiales; y en tales sociedades sólo buscan la sociedad, o sea comunicación de los seres -prosaica y menguada si VV. quieren- pero natural, necesaria y evangélica. -Y como en el estado actual de nuestras costumbres la sociedad pública ha acabado con la privada; como la soirée ha enterrado a la tertulia, por eso van a aquélla, como antes a ésta; por eso piden al salón los mismos goces sencillos que antes les brindaba el modesto gabinete; esto es: -techo -luz -y pareja a quien hablar.

Pero ¡insensatos! que no advierten que entre ambas sociedades, la privada y la pública, existe una gran diferencia; no sospechan siquiera que el teatro en ésta empieza desde el umbral de la puerta, y que, mal grado suyo, en el momento que pisan aquél, ya se hallan constituidos en escena, ya tienen necesariamente que representar.

En estos cuadros de colosales dimensiones no hay ni puede haber unidad de interés dramático; la acción se subdivide allí en cien episodios; la individualidad desaparece en el conjunto, y la verdad de los caracteres, el tipo peculiar de cada interlocutor queda envuelto en el misterio, o se cambia a la entrada por medio de una contraseña, que el amor propio cuida de repartir.

Pero basta ya de comunicación social, que, según queda explicado, entra por tan poco en los goces positivos del vecino de Madrid; -la verdadera y franca amistad, el amor sólido y duradero, huyen a la luz de mil bujías, se esconden al ruido del sarao, y tienen naturalmente que ceder el puesto a los artificiosos cálculos, el sórdido egoísmo y la exigente vanidad. -Todo en semejante sociedad tiene que ser valor convencional: talento, amabilidad, gracias, riquezas, elegancia, hermosura; todo está realzado por el lente mágico del entusiasmo; todo fuera de aquel recinto aparece diverso; o más pálido si allí más brillante, o más luminoso si allí se eclipsó más.

Otro de los inconvenientes de esta sociedad negativa, otra de las ilusiones perdidas que limitan los goces de nuestra imaginación es el roce y trato continuado que ofrece la corte con las grandes notabilidades históricas, que, consideradas de lejos, aparecen cual astros resplandecientes, y apenas tocadas, se evaporan en fuego fatuo de dudoso y pálido luminar.

Esta es, a no dudar, una de las contrariedades de la vida cortesana; la de reducir a copelación (término de moda) los diversos metales argentíferos extraídos de los ricos mineros de nuestros círculos provinciales; la de ofrecer en su forma carnal, ostensible y palpable, tantas reputaciones monstruosas, tantos ídolos colosales, y descubrir sus pies de barro, su cabeza de viento, su cuerpo de paja o algodón. En presencia de ellos no hay ilusión posible, y la esperanza desaparece del pecho dotado de la más ardiente caridad.

Como por incidencia, me asalta aquí la idea de otro de los inconvenientes de Madrid, y es, que siendo la capital el gran laboratorio de la historia contemporánea, el arsenal de la política palpitante, por muy impolítico que un hombre haga profesión de ser, es imposible dejar de descuidar algunas horas sus negocios propios por ocuparse: en los públicos, ya leyendo los periódicos, ya asistiendo a una tribuna, ya conversando en un café. -Y luego que, triste ha de correr su suerte -siquiera sea un memorialista de portal o un vendedor de fósforos- si no cuenta entre sus parientes, amigos o allegados, uno o más ministros o grandes funcionarios, de estos que se remudan a cada estación; y basta con que un hombre haya saludado a alguno de ellos una sola vez en su vida para que luego los del contrario bando le clasifiquen y apunten como enemigo... ¡Ahora vayan VV. a no saludar a un ministro, o a un ex por lo menos, en un pueblo cuyos habitantes la mitad lo, han sido, y la otra mitad lo serán probablemente!

Pues tocando ahora el -punto de las aspiraciones, y ¿adónde me dejan VV. el inconveniente grave de esta terrible mansión de la corte, que es la ambición fatídica, el orgullo insensato, que sin voluntad propia siente cada cual inocularse en el alma, a la vista de tantas nulidades encumbradas, de tanta fantasmagórica trasformación? ¿Quién es el que permanece tranquilo observador de esta mágica linterna? ¿Quién el que se contenta con ser indiferente espectador de esta lid, cuando ve que con un poco de audacia -¡un poquito no más! -puede ascender y brillar, y llamar por un momento hacia sí la atención de la corte y de la hispana monarquía?

Ni sirve encerrarse en el modesto recinto de su casa, y procurar olvidar las ascensiones improvisadas, las riquezas fingidas, las súbitas y generales trasformaciones, vuelos y hundimientos de esta escena cortesana; porque, por muy sordo que el tal sea, alguna vez ha de interrumpir su reposo el sonoro ruido de las carrozas del magnate; alguna vez ha de detener su marcha el elegante tílburi del especulador afortunado; alguna vez ha de suspender su vista la hermosura de la mujer a la moda, o han de venir a su memoria los laureles del orador tribuno o del autor popular.

Pero supongamos que nuestro tipo madrileño no está unido a la corte más que por sus vínculos de vecindad; y que tranquilo en su casa, cuidando de sus negocios o intereses privados, y aun saboreando las dulzuras de la paz conyugal, puede ver con faz serena el aparato teatral de la historia contemporánea; puede presenciar con indiferencia una discusión diaria, un ministerio al mes, una revolución anual. -Figurémosle muerto para la política, muerto para las letras, muerto para los amores, muerto, en fin, para la sociedad. Supongámosle la fortuna de no conocer a ningún personaje; la dicha de no saber el nombre de ningún autor; la suprema felicidad de no hallar belleza comparable a la de su propia mujer. -Concedamos, por último, que todas sus sensaciones, todos sus placeres se reconcentren en los legajos de sus procesos, si es abogado; en el libro de caja, si es negociante; en las enfermedades de sus clientes, si es médico; en el cacao y el añil, si es lonjista.

Pero este hombre inalterable, este hombre modelo, no por eso dejará de pertenecer al género humano por relaciones consanguíneas o amicales; esta planta exótica no podrá menos de haber dejado raíces en su suelo natal; este ingerto en la corte habrá pertenecido antes a otros climas, y será andaluz o vascongado, catalán, aragonés o castellano, extremeño, gallego o noble astur.

Pues no necesita más para su diversión. -Porque en el mero hecho de ser oriundo de alguna otra provincia o tener simplemente cualquiera relación en ella, el, habitante de Madrid es representante nato de las necesidades de sus paisanos en la corte; corresponsal obligado de todo el que necesite su favor.

En su consecuencia, tendrá que visitar cada semana a un ministro nuevo, de parte de un cuarto primo que jugaba con él al escondite en las eras del pueblo, o del marido de su primera querida, que arrastraba bayetas con su excelencia, cuando no era Excelentísimo, ni aun mediano siquiera.

Tendrá que alhajar el cuarto, o contar con alguna huéspeda, para recibir y colocar en su habitación a los diputados de la provincia, que vienen por la primera vez a la corte a fabricar leyes, a razón de cuatro horas diarias; tendrá que frecuentar las antesalas de las secretarias, para solicitar la colocación del hijo de su antiguo convecino, o reclamar en los tribunales el derecho del pueblo al prado concejil; -tendrá que suscribirse a las obras nuevas y estar pendiente de cuándo salen las entregas, o reclamar los periódicos que se evaporen en el correo; -tendrá que llevar una activa correspondencia para todos estos negocios, franca de lenguaje, aunque no de porte; -tendrá que acompañar al hijo de su madrina, que viene a Madrid a recibirse de literato en el café del Príncipe, o a la familia de su compadre, que conduce a las ferias a tres niñas casaderas y de no mal parecer.

Y sólo esta obligación le pondrá en el caso de visitar, -por lo menos una vez dentro del año- el Gabinete de Historia Natural, y la Armería, y la Casa de las fieras, y el Casino de la Reina, y los jardines del Retiro, y el Museo de Artillería; y solicitar esquelas para ver estos establecimientos; y pagar las propinas; y llevar luego al teatro a sus huéspedes; y tenerlos en casa un par de meses, a pretexto de no sé qué cajas de pasas o cantarillas de miel.

Pero aún hay en Madrid otro inconveniente todavía mayor que el de tener relaciones en provincias; y este inconveniente -¿a qué no le adivinan mis lectores?- Pues es el de ser hijo de Madrid.

Hay un refrán español que dice -«Cada gallo canta en su gallinero» -lo cual (perdóneme el refrán) es una solemne falsedad, aplicado a los hijos de la imperial (o sea heroica) corte matritense.

Y si no, échense VV. a escuchar noche y día, y verán quién canta aquí.

Recorran esos bancos ministeriales, esos salones legislativos, esos círculos políticos, literarios, artísticos o financieros; escuchen la armónica algarabía de todos esos gallos humanos (implume bipes, que dijo Platón), y siempre que me saquen entre todos media docena de individuos indígenas, yo me encargo del gasto de la manutención.

En su lugar verán a los naturales de las provincias ocupar exclusivamente los altos puestos de la administración y de la magistratura, el palacio, la iglesia, los empleos secundarios, la curia, el comercio, la industria, las ciencias, la literatura y las artes.

A excepción de S. M. la Reina, apenas hay en el alcázar Real ningún hijo de Madrid; -en el Congreso y Senado siempre están, con muy ligera excepción, representados los madrileños por naturales de otras provincias. -Abogados gallegos, extremeños y montañeses; médicos catalanes; comerciantes ídem; oradores andaluces; poetas de todas partes; artistas meridionales y levantinos; criados asturianos; sastres, peluqueros, modistas, guanteros, tahoneros franceses; músicos y danzantes italianos; taberneros manchegos; tenderos castellanos; criadas y libreros alcarreños; mercaderes ambulantes valencianos y aragoneses; y pretendientes de todas ciudades, villas, lugares y caseríos del Reino. -Tales son los diversos elementos de que se compone la población de Madrid.

Ahora bien; -¿dónde se esconden los seis mil infantes que, año bueno con malo, reciben el bautismo en las diversas parroquias de nuestra capital? -Difícil es responder.

Una buena parte, hijos acaso de la desgracia, recogidos por la caridad, llega rara vez a tocar en el segundo lustro. -Otros, nacidos en la miseria, educados con el ejemplo del crimen, alcanzan cuando más a ser operarios en un oscuro taller, si antes no les enervaron las fuerzas o alteraron su carácter los placeres y seducciones de la corte, que a tantos conducen a la casa común: al hospital. -En las clases medias y elevadas suele también experimentarse el funesto influjo de una educación viciada, y malograr las ventajosas disposiciones de los jóvenes, que brillando un momento por su delicado ingenio, su viva sagacidad, por su nobleza de carácter y elegancia de modales, van a eclipsarse luego en los últimos bufetes de una oficina o en el perfumado gabinete de una beldad.

Pero el mal principal no está en los madrileños, ni en su carácter, ni en sus medios, ni tampoco (para hablar ala antigua) en el sino que influye a este pueblo. -Y si a sino fuera, feliz y privilegiado debería llamarse el de un pueblo que vio nacer en su recinto a Alonso Ercilla y a Girón; a Antonio Pérez, a Zapata, Ramírez de Orena, Chumacero y Vargas; a Lope de Vega, Calderón, Moreto, Montalván, Tirso de Molina, Quevedo, Moratín y Quintana; a Ricci, Carreño, Panteja, Toledo, Mora y Villanueva. -No, no está el inconveniente en el sino de cada pueblo; el mal está en la misma sociedad.

«Nadie es profeta en su patria» -dice otro adagio algo más exacto que el anterior. Y esto consiste en que para figurar entre los demás hombres es preciso cierto prestigio que rara vez conceden a aquel que vieron nacer. En la corte, además, es preciso dominar las inclinaciones, plegar los caracteres, hacer sacrificios de amor propio; y pocos son los hombres que se acostumbran a estos sacrificios en el mismo teatro en que han nacido.

Los hijos de Madrid, educados en el regalo de sus casas, acostumbrados a la vida halagüeña y al ambiente de los salones, no pueden luchar en perseverancia ni en intención con los infinitos contendientes que de todas partes vienen a disputar un poder que ellos están acostumbrados a mirar sin ilusión y sin deseos; poder efímero, que les ofrece tan repetidas peripecias, y que suelen contemplar con la sonrisa de la sátira o con la más desdeñosa indiferencia. -Por eso no es de extrañar que rehuyan en general la lucha, que por otro lado les ofrecería mucha desventaja, como que habrían de sostenerla con los más valientes campeones de las provincias, que a su mérito individual reúnen la ventaja del interés que inspira el forastero.

Conque vemos que uno de los más grandes inconvenientes de Madrid es el ser madrileño.

Quedan, pues, ligeramente apuntadas algunas de las principales contradicciones de la vida de la corte, tales como la escasez de la sociedad íntima y privada; -la exagerada pretensión y la falsedad de la pública -el desencantamiento de las ilusiones; -la imposibilidad del entusiasmo y aun de la fe; -el peligro inminente de la ambición, por el ejemplo y el roce continuado con las personas influyentes; -la turbulencia de la atmósfera política, -y la necesidad de servir de patrono a los ausentes, de solicitar favor de los poderosos, de servir de brújula al forastero que viene a surcar este proceloso océano.

Muchos y muchos más inconvenientes subalternos pudiera aquí añadir; pero me he dilatado más que de costumbre; y eso que no he hablado ni de los proyectistas, ni de los humanitarios; -ni de los tribunos, ni de los periodistas; -ni de los contratistas de víveres, ni de los especuladores en bolsa; -ni de los poetas barbudos, ni de los curas lampiños y galantes; -ni de los empleados cesantes, ni de los empleados para cesar; -ni de las víctimas, ni de los sacrificadores; -ni de las pulmonías, ni de los médicos; -ni de las simples coquetas, ni de las coquetas simples; -ni de los caseros que piden, ni de los inquilinos que no pagan; -ni de los pobres vergonzantes, ni de los petardistas sin vergüenza; -ni de los amigos ómnibus, ni de los enemigos pluribus; -ni de las mujeres pintadas por ellas mismas, ni de los hombres que no se pueden pintar; -ni de las criadas saltarinas, ni de los criados fósiles; -ni de los prospectos de periódicos imparciales, ni de la parcialidad de periódicos; -ni de los remedios públicos de las enfermedades secretas, ni de los géneros de balde a precios convencionales; -ni de los jóvenes escépticos, ni de las mujeres comunistas; -ni de los genios no comprendidos, ni de las traducciones que nadie puede comprender. -Ni de otras mil y mil plagas, y a cuyo lado serían llevaderas lasque inventó Moisés para castigar al pueblo de Faraón.

(Diciembre de 1841)




ArribaLa guía de forasteros

Casi simultáneamente con este artículo verá la luz pública el libro oficial que lleva el mismo título, y que a la hora en que escribimos se hallará, a no dudarlo, tomando forma y consistencia en manos del encuadernador, especie de comadrón literario, que faja y envuelve al infante recién nacido.

Los habitantes de todas las Españas van, pues, a tener el indecible placer de saludar su aparición, y a saber a punto fijo, por sendos veinte reales, la larga nomenclatura de sus gobernantes en el año de gracia de 1842; -pero tate, que punto es éste que, aunque consignado especialmente en la portada del tal librito, merece muy bien alguna reserva y un si es no es de rápida discusión.

Decía Fontenelle que el Almanaque Real de Francia era el libro que más verdades contenía; pero Fontenelle no era español ni vivía en estos tiempos: si así fuera, ya se hubiera guardado muy bien de decir semejante despropósito respecto de nuestro Almanaque Real, o sea Guía de Forasteros.

¿Pues qué, no hay en ella verdades? -Distingo. -Si se trata de la autenticidad de los nombres y empleos respecto a la época de la impresión (1841), no hay más que hablar y todos son hechos consumados; pero si se le juzga respecto a la época en que ha de regir (1842), perdóneme la indiscreción, pero maldita la fe que merece. -De este modo diremos que se compone, o todo de verdades o todo de erratas; o para explicarlo mejor, de una sola verdad, o de una errata sola. -Esta errata es la portada. -Donde dice 1842, léase 1841, y está salvado el resto.

Si la república periodística fuera monarquía, no hay que dudar que el cetro correspondía de derecho a este periódico anual, que se presenta al mundo con todo el aparato de la majestad y dictando sus leyes desde el Sinaí de la Imprenta Nacional.

Su origen se pierde en la noche del siglo pasado, cuando menos; y excelso e inviolable por sus opiniones y sus actos, ha dado en sus páginas (o sean tablas) sucesiva acogida a todos los colores políticos en las personas de sus más aventajados representantes, desde Felipe V hasta Isabel II; desde los empolvados pelucones de los gobernantes de antaño hasta las rasas molleras de los del día; desde la guerra de sucesión hasta la sucesión de las guerras; desde la monarquía fanática, hasta la fanática popularidad.

En los principios de su periódica aparición (1737) se presentó raquítica y mezquina; y al revés que toda humana criatura, que pierde sus fuerzas y enerva su valor a impulsos de la edad, un siglo y pico de vida ha bastado a ésta para su desarrollo, en términos que hoy se ostenta medrada, coqueta y esplendente, conteniendo en sus páginas cuatro tantos más de sustancia que en el siglo anterior. -Verdad es que el coste de su encarnamiento ha crecido proporcionalmente; -¡y en qué proporción! -Los periódicos plebeyos, por ejemplo, El Diario de Madrid, insertan sus anuncios a razón de 12 maravedís línea. Pues cada una de la Guía puede calcularse chica con grande en 40000 rs., ¡y tiene 176 páginas, cada página 48 líneas!... Hablamos de la del año que acaba, porque la del que empieza (que aún no hemos saludado) tendrá probablemente más. Et sic de caeteris.

Pero dejemos ya las cuestiones preliminares, y asistamos (si no lo ha por enojo el lector) a la magnífica aparición de este astro luminoso, a la ostentosa exposición de esta industria nacional. -Nosotros los profanos espectadores de tan mágico espectáculo; los asistentes paganos del patio y la cazuela; las masas informes, vamos al decir, que, gracias a la módica retribución de sendos 50 por 100 de nuestras fortunas o nuestra industria, tenemos el derecho de asistir a él, y entusiasmarnos anualmente, no dejaremos por tristes 20 reales de usar de este derecho; quiero decir, de acercarnos a la reja del despacho nacional por un ejemplar del libro venerando; -y cuenta que sea vestido con pobres pañales, y así como quien dice de plebeyo, no como los que en tafilete estampado de oro por Ginesta se reparten gratis et amore a los nobles funcionarios en él contenidos.

Previa esta indispensable diligencia, lo primero que nos saldrá al paso es el Calendario Manual con su creación autógrafa del mundo; su diluvio universal de tal fecha; su población de España pocos días antes, y de Madrid unas semanas después; y demás épocas notables, todas sólidamente averiguadas por testigos de vista; sus cómputos eclesiásticos, sus fiestas movibles, témporas y estaciones, días y santos del año. -Estos nombres sagrados son los únicos que no cobran del presupuesto, y no cuestan dinero al Estado; antes bien por el derecho de ponerlos pagaba anteriormente algunos miles de reales la tal Guía; porque el postor del Calendario los compraba y los compra aún por junto, para venderlos luego a la menuda.

Después de la nota de las cuarenta horas (nota excusada para los tiempos que corren, y que sin duda se ha conservado por la forma, como acompañamiento de la corte celestial), empieza el magnífico desfile, o sea evocación de las augustas sombras de nuestros ínclitos monarcas, a contar desde Ataulfo, su decano, hasta el actual, que siempre (según la Guía) reina felizmente... ¡Y lo mismo decía la picaruela en la que hoy se llama ominosa década!... De aquí toma luego pretexto para hacernos una espléndida exposición de todas las familias reinantes, con el nombre, apellidos, edad, patria, estado y años de servicio de cada cual; sin hacernos gracia del más mínimo principículo de Anhalt- Cohethem, ni de la más oscura y remilgada canonesa de Schvarzbourgo-Rudolstaf; todo para entretenimiento de los lectores, los cuales no podrían dormir seguramente si no supieran que al Elector de Hesse le había nacido un tercer sobrino el año pasado, o que la viuda de Holsthein-Augustembourgo había pasado a segundas nupcias con el Margrave de Meklembourg Strelitz. -Verdad es que no hay que tomarlo tan a pechos; pues margrave y elector hemos visto presentar con desfachatez en la Guía su fe de vida, como si fueran viudas de Monte Pío, cuando sabíamos de muy buena tinta que hacía largos años que estaban mascando tierra; y tierno infante se nos ha dado a luz en años anteriores, que ya peinaba canas o gastaba peluca a las orillas del Don.

A continuación do esta monárquica nomenclatura, van tomando lugar las repúblicas americanas, que en tiempos en que no estaba tan bien impresa la Guía, ocupaban un sitio más de casa, en la parte de ella que hacía relación a los gobiernos de Ultramar. -Viene después un poquito de estadística (como quien dice, para cumplir con este siglo numérico), y como que hay que hablar de España, la Guía oficial, para evitar el compromiso de opinión propia, coge al primer nación que encuentra al paso, y dice: «Población de España»; según Hassel, 10373000 almas; según Balbi, 13500000;» -Vds. escojan lo que les parezca, que por tres millones más o menos no hemos de regañar.

Entretiénese después en recordarnos los días en que se viste de gala... -¿Quién? -La corte. -¡Serán los cortesanos!... -Y los días en que la miseria se viste de luto, ¿cuántos son? -Vide Calendario, unas hojas más atrás.

Aquí por el orden de procesión vienen las cruces y mangas bordadas, las mitras y capisayos, los Cuerpos legislativos, los ministerios, diplomáticos nacionales y extranjeros, Tribunales supremos, audiencias y jueces, los Directores y Jefes de Administración y de Hacienda. -Para mayor orden de esta majestuosa falange, forma en seis grandes divisiones con la denominación y bajo el patrocinio de otros tantos Ministerios, en que el de la Gobernación del Reino es el último, y el de los Negocios Exteriores el primero; y bajo sus respectivas enseñas, despliegan su formidable aparato, extienden sus asombrosas filas, y muestran sus magníficos blasones tantas Juntas y Asambleas, tantas Direcciones o Inspecciones, tantas secretarías y contadurías, tantas administraciones, conservadurías, comisiones, juzgados, jefaturas y dignidades, que sería imposible seguirlas con la vista ni abarcarlas con el pensamiento. -¡Ah!, se me había olvidado. -También hay su poquito de sección de Beneficencia; pero ésta aparece más modesta, sin bordados ni relumbrones, vestida de simple frac negro como un hermano de la Paz y Caridad; y coge la tal sección por lo menos... una página, que no quiero decir cuál es. -Ella, y algunos grupos o pelotones de paisanos mondos y lirondos con el modesto título de tal cual Academia o Asociación literaria vergonzante y gratisdata, son, como si dijéramos, la sombra, y forman el claro-oscuro de la tal Guía. -En otros tiempos terminaba la parte política de ella con varios estados demostrativos de los establecimientos de Caridad; «pero nosotros (como decía Bartolo el médico) lo hemos arreglado de otra manera» y desechado esas superfluidades.

Del estado militar que sigue después, nada hay de nuevo, puesto que ya sea antiguo el ver en él la larga lista de 617 generales y brigadieres, que, suponiendo compuesto el ejército español de 150000 hombres, tocarían a 243 hombres a cada general; sin contar la marina, en que puede calcularse a 14 generales para cada buque.

Para todo hay gusto en este pícaro mundo; los hay bastante fuertes para digerir todas las mañanas el eterno diálogo del Eco con el Correo, o asistir por las tardes al obligado dúo de El Patriota y El Corresponsal. Los hay capaces de tragarse todas las noches un drama envenenado, o embelesarse todas las semanas con las habilidades estereotípicas de los volatines del Circo. -Cuáles están por las églogas que huelen a requesón, y cuáles por los fragmentos que apestan a pólvora y cera amarilla; -los unos se inclinan a los libros en folio; los otros, a las enciclopedias homeopáticas, que pueden ir en carta; -y hasta hay quien goza con las novelas traducidas en 365 tomas al año, que nos suelen dar los periódicos por vía de folletín. -¿Por qué, pues, extrañar, que haya también quien encuentre el complemento de su fruición voluptuosa en hojear y repasar, estudiar y comentar a su modo las sustanciosas páginas de la Guía de Forasteros?

Por de pronto la parte más sabrosa de todo escrito moderno, quiero decir, la personalidad, no ha de faltarle; -porque siendo este libro todo compuesto de personalidades, es natural que excite hasta el más alto grado el interés del lector. -Añádase a esto que allí no hay artículos de fondo sin fondo, ni polémica clara como su nombre; ni principios para disfrazar fines; ni profesión de fe espontánea; ni demás tiramira de los publicistas del día. -Nada de eso; hechos, no opiniones; cosas, no palabras; resultados, no premisas; axiomas, no problemas... Ahora vayan VV. a buscar un libro que le haga pareja.

Pero no hay que creer que es sólo la curiosidad lo que trata de satisfacer el lector en la meditación y el estudio de aquella veneranda nomenclatura; motivos más positivos le inclinan sin duda a pasar largas horas de la noche engolfado en tan suave entretenimiento.

-«Mi hijo no tiene talento para abogado» (decía una dama de buen parecer a cierto ministro.) -«Vaya (replicó éste) pues le haremos Consejero».

La lectura de la Guía, la magnífica perspectiva del coro gubernamental, es el objeto de la esperanza, la ráfaga luminosa de todo viandante, que no sabe por dónde caminar. -Allí están las asesorías, las protectorías, las conservadurías, las consultas; allí las togas y judicaturas para los letrados titulares; allí las embajadas, secretarías y consulados para los legos; allí las intendencias y jefaturas para los políticos; allí las fajas y entorchados para los militares; allí los báculos y mitras para los eclesiásticos; allí las bandas y cruces para todo el mundo sin distinción de sexo ni edad.

El abogadito mancebo, que no gusta de hacerse oír en ella la audiencia, busca una plaza de oidor en ella, mientras su concolega el vetusto D. Pedancio, el facsímile de una partición testamentaria, echa el ojo a una protectoría que tenga rentas que proteger. -El tonto de sentidos y potencias aspira a ser director, y el miope sin anteojos, nada halla más apetitoso que una plaza de vista. -No hay cura de aldea que no rece todas las noches por verse en las páginas de la Guía que hacen relación a los ilustrísimos; ni cadete del colegio que no se crea destinado a figurar en las primeras del Estado militar. -«¿Por qué no me han de dar unos honores?», dice a sus solas el que toda su vida estuvo reñido con el honor. -«¿Por qué no he de ser yo secretario?», exclama el que jamás supo guardar un secreto.

Hay seis líneas en la Guía, con las que sueñan, en primer lugar todos los hombres políticos; en segundo, todos los militares; en tercero, todos los eclesiásticos; y en cuarto y último, todos los demás que nada son. -Y estas líneas (ya lo habrán adivinado mis lectores) son las seis que ocupan los secretarios del Despacho, o sean Jefes del Gobierno de la Administración. -He aquí el término luminoso de las oscuras intrigas, la meta ostensible de los públicos combates en el campo de batalla, en el Parlamento, en la prensa, en los círculos y hasta en las plazas y cafés. -Ellas son el punto culminante de la pirámide gubernamental; punto, a la verdad, tan estrecho o inseguro, que ninguno de los que a él llegan puede sostener largo rato el equilibrio, y falto de fuerzas y turbado de razón, bambolea luego, y cae entre los chillidos y algazara de la multitud agolpada a la base. -Sin embargo todo es agitarse y bullir, y trabajar para encaramarse; y sudar y adelantarse, y escurrirse y retroceder; y llegar a la cúspide, y rodar estrepitosamente al panteón.

A la verdad, que no hay espectáculo gimnástico más divertido que el que forman los Aurioles políticos, reuniendo sus fuerzas en torno de la cucaña ministerial.

¡Qué triunfo! ¿No veis allá arriba pendientes de sendas cadenas, otras tantas enseñas que el viento sacude y hace saltar en derredor del mástil? -Pues son las seis bolsas de terciopelo carmesí, que entreabren sus bocas, y chorrean órdenes, y circulares, y proclamas, y censuras, sobre la muchedumbre, que las recibe allá abajo con algazara; y los unos las pinchan y garrapatean con una pluma; los otros las destrozan con una espada; aquél las pisa con una prensa; éste las envuelve entre los pliegues de su oratoria. -Y las bolsas a vomitar y llover papeles de oficio, escrito por mitad; y las prensas y aparatos de guerra de los sitiadores a dispararles otros por oficio, escritos por entero y en cerradas columnas; -y los maniobrantes de arriba, a caer debajo; y los de abajo, a subir arriba; y las bolsas, siempre atadas a las cadenas; y el pueblo, pagando el espectáculo, y ríe que te reirás.

Entre tanto la Guía de Forasteros (el programa de la función) circula de mano en mano; y unos hallan de menos un nombre, otros creen que hay muchos hombres de más; cuáles animados de un buen deseo quieren saltar a la plaza, y colocarse entre los precisos operarios; cuáles se contentan con pagar, reír, y comprar el programa.

Con ellos me entierren. -Y dejemos aquí la pluma, que parece haberse despertado hoy un si es no es abierta de picos, y como que pretende lanzarse a materias que por propia convicción le están vedadas.

Mas no teman mis lectores que se extravíe, ni que renuncie a la tranquila senda que ella misma se trazó cuando por ahora hace diez años, empezó a borrajear estos festivos cuadros de las costumbres contemporáneas. -Nada menos que eso; mi misión sobre la tierra es reír; pero reír blanda o inofensivamente de las faltas comunes, de las ridículas sociales. -Quédese la apetecida palma de la sátira política unida a la memoria de mi desgraciado amigo Fígaro. -Por dos distintas sendas caminamos siempre, y ni él siguió mis huellas, ni yo pretendí nunca más que admirar y respetar las suyas. -Esto va en temperamentos y en convicciones; pues ni yo soy Fígaro, ni veo las cosas con tan tétricos colores, ni entiendo de políticos achaques, ni estoy determinado a atentar a mis días por cansancio de la vida. -Todo lo contrario. -Mi paciencia es grande; y aunque hijo de este siglo, quisiera, si es posible, arribar al próximo, aunque no fuera más que por satisfacer mi sabida curiosidad.

Y siguiendo, pues, una marcha tranquila en este breve camino, cuento morir en mi cama cuando Dios fuere servido (lo más tarde mejor); y más que envuelva siempre en mi capa una completa nulidad; y más que nadie eche de ver mi falta el día en que aquello suceda; y más que no se derramen flores sobre mi tumba; y más que no resuene cerca de ella la delicada lira de Zorrilla; y más que mi nombre no figure en el Plutarco Español, ni en la Guía de Forasteros, quiero pasar la vida sin excitar lástima ni envidia, y que la modesta lápida que cubra mis cenizas pueda parodiar en otros términos el famoso pas même de Piron; leyéndose en ella con letras bien gordas:

AQUÍ YACE
UN HOMBRE QUE NO FUE NADA:
ABSOLUTAMENTE NADA:
NI SIQUIERA JEFE POLÍTICO.

El Curioso Parlante.

(Enero de 1842)

NOTA. -Con este artículo, publicado en los primeros días de 1842, quedó terminada la segunda serie de la festiva revista crítica de nuestras costumbres contemporáneas, que durante diez años (y con sólo el intervalo de los dos, 1840 y 1841, que empleó en sus viajes al extranjero, cuyos Recuerdos ha publicado separadamente) continuó el autor ofreciendo a sus benévolos lectores, recibiendo de ellos las pruebas más constantes de afecto y simpatía. -Plenamente satisfecho con ellas, sin ambiciones a qué ceder, odios ni envidias que sustentar, procuró ante todas cosas que los modestos trabajos de su pluma, cuando no por mérito literario, fuesen dignos del aprecio del público por la rectitud de la intención, por la moralidad del pensamiento, la verdad y el decoro en la forma y el estilo. -Si consiguió o no acercarse en lo posible a aquellas condiciones, necesarias, a su entender, a toda obra literaria, el público, y no el autor, debió ser el juez competente; y, el público, con la grata acogida que desde entonces ha continuado dispensando a esta obrilla, parece haber sentenciado a su favor.

A él, pues, en primer lugar -a este público benévolo y compatriota, que tanta afición le ha dispensado por espacio de treinta años; -a los eminentes críticos nacionales, que con tanta indulgencia le trataron en todo tiempo; -a la prensa toda española y americana, que reprodujo constantemente estos ligeros opúsculos, acompañándolos de no merecidos encomios; -a los ilustres literatos y críticos franceses, los Sres. Jouy, de Balzac, Th. Gauthier, G. Deville, Xavier Durieu, Ch. de Mazade, Philarète de Chasles, Fauriel, Challamel, y G. d'Alaux, que en diferentes artículos, insertos en las revistas francesas, han traducido, comentado y elogiado diversos artículos de las Escenas Matritenses; -a los señores Dickens y Ford, ingleses; Wolf y Shack, alemanes; Washington Irving y Prescot, anglo-americanos, que por escrito o de palabra le han manifestado su aprecio, aprovecha el autor esta ocasión para rendirles el tributo de la más profunda gratitud.






 
 
FIN