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El cesante



                                                                                                                       Â«Les hommes en place ne sont que
des pantins, coupez le fils qui le faisait
mouvoir, le pantin reste inmovile».
DIDEROT.


     La sociedad moderna con su movilidad y fantasías, ofrece al escritor filósofo usos tan extravagantes, caracteres tan originales que describir, que espontáneamente y sin violencia alguna han de hacerle distinguirse entre los que le precedieron en la tarea de pintar a los hombres y las cosas en tiempos más unísonos y bonancibles.

     Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, y tan frecuentes en ella como desconocidos fueron de nuestros mayores, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno bajo el nombre de cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposo, no, en fin, por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna; por un vaivén político, por un fiat; por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo espacio.

     Fontenelle solía decir que el Almanak royal era el libro que más verdades contenía; si hubiera vivido entre nosotros y en esta época, no podría aplicar igual dicho a nuestra Guía de forasteros. -Ésta (según los más modernos adelantamientos) no rige más que el primer mes del año; en los restantes sólo puede consultarse como documento histórico, como el ilustre panteón de los hombres que pasaron; monetario roñoso y carcomido; museo antiguo, ofrecido a los curiosos con su olor de polvo y su ambiente sepulcral.

     Fueron ya los tiempos en que el afortunado mortal que llegaba a hacerse inscribir en tan envidiado registro podía contar en él con la misma inamovilidad que los bien aventurados que pueblan el calendario. -En aquella eternidad de existencia, en aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en los destinos. Ni aun la misma muerte bastaba a las veces a separar los unos de los otros; trasmitíanse por herencia directa o transversal, descendente o ascendente; a los hijos, a los nietos, a los hermanos, a los tíos, a los sobrinos; muchas veces a las viudas, y hasta los parientes en quinto grado. De este modo existían familias, verdaderos planteles (pépinières en francés) para las respectivas carreras del Estado; tal para la iglesia, cuál para la toga, ésta para el palacio, estotra para el foro, aquélla para la diplomacia, una para la militar, otra para la rentística; cuáles para la municipal, y hasta para la porteril y alguacilesca; -familias venerandas, providenciales, dinásticas, que parecían poseer exclusivamente el secreto de la inteligencia de toda carrera, y trasmitirlo y dispensarlo únicamente a los suyos, cual el inventor de un bálsamo antisifilítico, o de un emplasto febrífugo, endosa y trasmite sigilosamente a su presunto heredero el inestimable secreto de su receta.

     Desgraciadamente (para ellas) estos tiempos desaparecieron, y con ellos el exclusivo monopolio de los empleos y distinciones sociales. -Hoy éstos corren las calles y las plazas, y penetran en los salones, y suben a las buhardillas; y bajan al taller del artesano, y arrancan al escolar del aula, y al rústico de la aldea, y al comerciante de la tienda, y al atrevido escritor de la redacción de su periódico; pero a par de esta universalidad de derecho, de esta posibilidad en su adquisición a todas las condiciones, a todos los individuos, así es también la inconstancia de su posesión, la veleidosa rapidez de su marcha. Semejantes a los actores de nuestros teatros, los hombres públicos del día aprenden costosamente su papel; y no bien lo han ensayado cuando ya se les reparte otro o se quedan las más veces para comparsas. -Hoy de magnates, mañana de plebe, ora dominantes, luego dominados; tan pronto de Césares, tan luego de Brutos; ya de la oposición, ya de la resistencia; cuándo levantados como ídolos, cuándo arrastrados por los pies.

     Esta porción agitada, esta masa flotante de individuos que forma lo que vulgarmente suele llamarse la patria, viene a constituir el más entretenido juego teatral para el moderno espectador que, sentado en su luneta, y sin otra obligación que la de pagar cuando se lo mandan (obligación no por cierto la más lisonjera ni agradecida), apenas tiene tiempo de formarse una idea bien clara de los actores ni aun del drama; y con la mayor buena fe, atento siempre a los movimientos del patio, aplaude lo que éste aplaude, y silba cuando éste tiene por conveniente silbar.

     Pero dejemos a un lado los hombres en acción; prescindamos de este cuadro animado y filosófico, digno de las plumas privilegiadas de un Cervantes o del autor del Gil Blas; mi débil paleta no alcanza a combinar acertadamente los diversos colores que forman su conjunto; y volviendo a mi primer propósito, sólo escogeré por objeto de este artículo aquellas otras figuras que hoy suelen llamarse pasivas; dejaremos los hombres en plaza por ocuparnos de los hombres en la calle; los empleados de labor, por los empleados de barbecho; los que con más o menos aplauso ocupan las tablas, por aquellos a quienes sólo toca abrir los palcos o encender las candilejas.



     Como no todos los lectores de este artículo tienen obligación de haberlo sido de todos mis anteriores cuadros de costumbres, muchos habrá que no tengan noticia de las varias figuras que, según lo ha exigido el argumento, han salido a campear en esta mágica linterna. Tal podrá suceder con Don Homobono Quiñones, empleado antiguo y ex-vecino mío, cuyo carácter y semblanza me tomé la libertad de rasguñar en el artículo titulado El día 30 del mes.

     Cinco años han transcurrido desde entonces, y en ellos los sucesos, marchando con inconcebible rapidez, han arrastrado tras sí los hombres y las cosas, en términos que lo de ayer es ya antiguo; lo del año pasado inmemorial.

     Pongo en consideración del auditorio qué parecerá don Homobono, con sus sesenta y tres cumplidos, su semblante jovial y reluciente, su peluca castaña, su corbata blanca, su vestido negro, su paraguas encarnado, y sus zapatos de castor; ni si un hombre que no se sienta a escribir sin haberse puesto los guardamangas, que no empieza ningún papel sin la señal de la cruz, ni concluye sin añadirle puntos y comas, podía alternar decorosamente con los modernos funcionarios en una oficina montada según los nuevos adelantamientos de la ciencia administrativa.

     No es, pues, de extrañar que, pesadas todas aquellas circunstancias, y puestos en una balanza la peluca del don Homobono, sus años y modales, su añejo formulario, su letra de Palomares, sus anteojos a la Quevedo, su altísimo bufete y sus carpetas amarillas; y colocadas en el otro peso las flamantes cualidades de un joven de 28, rubicundo Apolo, con sus barbas a tercia, y su peinado a la Villamediana, su letra inglesa, sus espolines y su lente, su erudición romántica y la extensión de sus viajes y correrías; no es de extrañar, repito, que todas estas grandes cualidades inclinasen la balanza a su favor, suspendiendo en el aire al don Homobono, aunque se le echasen de añadidura sus treinta años de servicio puntual, sus conocimientos prácticos, su honradez y probidad no desmentidas. -Verdad es que para neutralizar el efecto de estas cualidades, cuidó de echarse mano de algunas muletillas relativas a las opiniones del don Homobono; v. g., si no leía más periódicos que el Diario; si rezaba o no rezaba novenas a Santa Rita; y si paseaba o no paseaba todas las tardes hacia Atocha con un ex-consejero del ex-Consejo de la ex-Hacienda.

     Sea, pues, de estas causas la que quiera, ello fue, en fin, que una mañanita temprano, al tiempo que nuestro bonus vir se cepillaba la casaca y se atusaba el peluquín para trasladarse a su oficina, un cuerpo extraño a manera de portero se le interpone delante y le presenta un pliego a él dirigido con la S. y la N. de costumbre. -El desventurado rompe el sello fatal, no sin algún sobresalto en el corazón (que no suele engañar en tales ocasiones), y lee en claras y bien terminantes palabras que «S. M. ha tenido a bien declararle cesante, proponiéndose tomar en consideración sus servicios, etc.»; y terminando el ministro su oficio con el obligado sarcasmo del «Dios guarde a usted muchos años».

     Hay circunstancias en la vida que forman época, por decirlo así; y el tránsito de una ocupación constante a un indefinido reposo, de una tranquila agitación a una agitada tranquilidad, no es por cierto de las menores peripecias que en este pícaro drama de nuestra existencia suelen venir a aumentar el interés de la acción. -Don Homobono, que por los años de 1804 había logrado entrar de meritorio en su oficina, por el poderoso influjo de una prima del cocinero del secretario del Príncipe de la Paz, y no había pensado en otra cosa que en ascender por rigurosa antigüedad, se hallaba por primera vez de su vida en aquella situación excéntrica, después de haber visto pasar sobre su impermeable cabeza todos los sistemas retrógrados y progresivos, todas las formas de gobierno conocidas de antiguos y modernos.

     Volvió, pues, a su despacho; dejó en él con dignidad teatral los papeles y el cortaplumas; pasó al cuarto de su esposa, con la que alternó un rato en escena jaculatoria; tomó una copita de Jerez (remedio que, aunque no lo apuntó el andaluz Séneca, no deja de ser de los más indicados para la tranquilidad del ánimo), y ya dadas las once, se trasladó en persona a la calle, donde es fama que su presencia a tales horas, y en un día de labor, ocasionó una consternación general, y hasta los más reflexivos de los vecinos del barrio auguraron de semejante acontecimiento graves trastornos en nuestro globo sub-lunar.



     Yo quisiera saber qué se hace un hombre cuando le sobra la vida; quiero decir, cuando tiene delante de sí seis horas en que acostumbraba prescindir de su imaginación entre los extractos y los informes. -¿Oír misa? -Don Homobono tenía la costumbre de asistir a la primera de la mañana, y por consecuencia ya la había oído. -¿Sentarse en una librería? -En su vida había entrado en ninguna, más que una vez cada año para comprar el Calendario. -¿Pararse en la calle de la Montera? -Todos los actores de aquel teatro le eran desconocidos. -¿Entrar en un café? -¿Qué se diría de la formalidad de nuestro héroe? -No había, pues, más remedio que ir a dar tormento a una silla en casa de algún amigo, y por cuánto y no, este amigo, en quien recayó la elección, fue desgraciadamente un servidor de ustedes.

     Dejo a un lado mi natural extrañeza por semejante visita a tales horas; prescindiré también en gracia de la brevedad, de la apasionada relación de su cuita que me hizo el buen D. Homobono; estas cosas son mejor para escuchadas que para escritas, y acaso en mi pluma parecerían pálidos y sin vida razonamientos que en su boca iban acompañados de todo el fuego del sentimiento. Dejando, pues, a un lado estas hipérboles que cada uno de los lectores (y más si es cesante) sabrá suplir abundantemente, vendremos a lo más sustancial de nuestro diálogo, quiero decir, a aquella parte que tenía por objeto demandar consejo y formar planes de vida para lo sucesivo.

     Cosa bien difícil, por no decir imposible del todo, es dar nueva dirección a un tronco antiguo, y cambiar la existencia de un ser humano, cuando ya los años han hecho de la costumbre la condición primera del vivir. ¿Qué podría yo aconsejar a nuestro buen cesante en este sentido, aun cuando hubiera llamado a mi auxilio todas las disertaciones de los filósofos antiguos (que no fueron cesantes), y de los modernos, que no sabrían serlo?

     Semejante al pez, a quien una mano inhumana arrancó de su elemento, pugnaba el desgraciado con la esperanza de volver a sumergirse en él; ideaba nuevas pretensiones; recorría la nomenclatura de sus amigos y de los míos, por si alguno podía servirle de apoyo en su demanda; traía a la memoria sus olvidados servicios a todos los gobiernos posibles; y ya se preparaba a visitar antesalas, y gastar papel sellado. -Pero yo, que le contemplaba con tranquilidad; yo, que miraba su casacón y su peluca visiblemente retrógrados y opuestos, como quien nada dice, a la marcha del siglo; yo, que sabía que su delito capital era el ocupar una placita que había caído en gracia para darla por vía de dote, con una blanca mano al joven barbudo; yo, en fin, que consideraba lo inútil de todas las diligencias, lo excusado de todas las fatigas del buen viejo, traté de disuadirle, no sin grave dificultad, ofreciendo a su imaginación otras perspectivas más gratas que los desaires del Ministro y las groserías de los porteros.

     Habléle de las dulzuras de la vida doméstica; de la independencia en que entraba de lleno al fin de sus días; hícele una pintura virgiliana de los placeres de la vida del campo, excitándole a abandonar la corte, esta colonia de los vicios (como decía el buen cortesano Argensola), y a pasar tranquilamente el resto de su vida cultivando sus campos, o inspeccionando sus ganados. Pero a todo esto me contestó con algunas pequeñas dificultades, tales como que no tenía campos que cultivar, ni ganados que poder dirigir; que sólo contaba con una mujer altiva y exigente, con unos hijos frívolos y mal educados, con una bolsa vacía, con algunos amigos egoístas, con necesidades grandes, con esperanza ninguna.

     -Pues escriba V. (le dije como inspirado), y gane con la pluma su sustento y su reputación.

     -¡Escribir, escribir! (me interrumpió el pobre hombre) ¿Usted sabe el trabajo que me cuesta el escribir? ¿Usted sabe que el día que mejor tengo el pulso podría con dificultad concluir un pliego de líneas anchas y de letra redonda, de la que ya por desgracia no está en moda? Y luego al cabo de este trabajo, ¿qué me resultaría de ganancia? Una peseta, como quien dice, todo lo más, y esto... (prosiguió derramando una lágrima), después de humillarme y...

     -Calle V. por Dios (le interrumpí), calle V., pues, y no prosiga en delirio semejante. Cuando yo le aconsejaba escribir, no fue mi idea el que se metiese a escribiente; nada de eso, no, señor. Mi intención fue elevarle a la altura de escritor público, a ésta que ahora se llama-«alta misión de difundir las luces», «público tribunado de la multitud», «apostólica tarea de los hombres superiores», y otros dictados así, más o menos modestos. -Y en cuanto al contenido de sus escritos, eso me daba que fuesen propios o cuyos; parto de su imaginación o adopciones benéficas; que no sería V. el primero que en esta materia se vistiese de prendería; y sepa que las hay literarias y políticas, donde en un santiamén cualquier hombre honrado puede encontrar hecho el ropaje que más cuadre a su talle y apostura.

     -En medio de muchas cosas que se me han escapado, creo haber llegado a entender (me replicó don Homobono), que V. me aconseja que publique mis pensamientos.

     -Cabalmente.

     -Está bien, señor Curioso; y ¿sobre qué materia parécele a V. que me meta a escribir?

     -Pregunta excusada, señor mío, sabiendo que hoy día, como no sea yo y algún otro pobre diablo, nadie se dedica a otras materias que no sean materias políticas.

     -Pero es el caso, señor Curioso, que yo no sé qué cosa sea la política.

     -Pues es el caso, Sr. don Homobono, que yo tampoco.

     -¡Medrados quedamos!



     Después de un rato de silencio contemplativo nos miramos ambos a las caras, como buscando el medio de anudar el roto hilo de nuestro diálogo; hasta que yo, dándole una palmada en el hombro, le dije con tono solemne y decidido:

     -Haga V. la oposición.

     -¿Y a qué, señor Curioso, si V. no lo ha por enojo?

     -¡Buena pregunta por cierto! Al poder.

     -Cada vez le entiendo a V. menos. Si V. me habla de oposición pública, es bien que le diga que este destino mío (que Dios haya) no es de los que suelen darse por oposición, como las cátedras y prebendas.

     -O V., don Homobono, no conoce una sola voz del Diccionario moderno, o yo me explico en hebreo... Hombre de Barrabás, ¿de qué oposiciones me está V. hablando? La oposición que yo le aconsejo es la oposición política, la oposición ministerial, que según los autores más esclarecidos, suele dividirse en dos clases: oposición sistemática y oposición de circunstancias; quiero decir (porque, según los ojos y la boca que va V. abriendo, veo que no me entiende una palabra), quiero decir que V. debe hoy más constituirse en fiscal, acusador, contrincante, denunciador, y opuesto a todos los altos funcionarios (que es a lo que llamamos el poder); y añadir el cañón de su pluma al órgano periodístico (que es lo que llamamos la opinión pública).

     -Y después de haber hecho todo eso (caso de que yo supiera hacerlo), ¿qué bienes me vendrán con esa gracia?

     -¡Qué bienes dice V.! ¡Ahí que no es nada! Desde luego una corona cívica adornará su frente, y podrá contar de seguro con una buena ración de aura popular, cosa de inestimable valor, y sobre lo cual han hablado mucho los filósofos griegos; pero, como V. no es filósofo griego, y por el gesto que va poniendo veo que nada de esto le satisface, le añadiré, como cosa más positiva, que aún podrá conseguir otros frutos más materiales y tangibles; que acaso el miedo que llegará a inspirar pueda más que su mérito; acaso el poder se doblará a su látigo; acaso le tenderá la mano; acaso le asociará a su elevación y... ¿qué destino tenía V.?

     -Oficial de mesa de la contaduría de...

     -¡Pues qué menos que intendente o covachuelo!

     -¿De veras?

     -De veras.

     -¡Ay, señor Curioso de mi alma! ¿Por dónde y cuándo debo empezar a escribir?

     -Por cualquier lado y a todas horas no le faltará motivo; pero, supuesto que V. ha sido empleado durante treinta años, con sólo que cuente sencillamente lo que en ellos ha visto le sobra materia para más de un tratado de política sublime, de perpetua y ejemplar aplicación.

     -Usted me ilumina con una idea feliz; ahora mismo vuelo a mi casa y... ya me falta el tiempo... ¡Ah!... se me olvidaba preguntar a V.: ¿qué título le parece a V. que podría poner a mi obra?

     -Hombre, según lo que salga.

                                Â«Si sale con barbas, sea San Antón,
Y si no, la pura y limpia Concepción».

     Pero, según le miro a V., paréceme que a su folleto, libro o cronicón, o lo que sea, no le cuadraría mal el titulillo de «Memorias de un cesante».

     -Cosa hecha (dijo levantándose mi interlocutor y estrechándome la mano), cosa hecha, y antes de quince días me tiene V. aquí a leerle el borrador; y como Dios nuestro Señor (añadió entusiasmado) quiera continuarme el fuego que en este instante me inspira, creo, señor Curioso, que no se arrepentirá V. de haber proporcionado a la patria un publicista más.

(Agosto de 1837)



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El duelo se despide en la iglesia

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- I -

El testamento


                                                                                                                                 Â«Ved de cuán poco valor
Son las cosas tras que andamos
Y corremos
En este mundo traidor,
Que aun primero que muramos
Las perdemos».
JORGE MANRIQUE.


     Solamente una vez en mi vida me he visto tan apurado...; pero entonces se trataba de un padrinazgo de boda que la suerte y mi genio complaciente habíanme deparado: bastaba para quedar bien en semejante ocasión dar suelta a la lengua y al bolsillo, y reír, y charlar, y hacer piruetas, y engullir dulces y echar pullas a los novios, y cantar epitalamios, y disparar redondillas, y llenar de simones la calle, y dar dentera a la vecindad. -Mas ahora ¡qué diferencia!... otros deberes más serios eran los que exigía de mí la amistad... ¡Funesto privilegio de los años, que blanqueando mi cabellera, han impreso en mí aquel carácter de formalidad legal que la Novísima exige para casos semejantes!

     Día 1º de marzo era... me acordaré toda mi vida... y acababa yo de despertarme y de implorar la protección del Santo Ángel de la Guarda, cuando vi aparecer en mi estudio una de esas figuras agoreras que un autor romántico no dudaría en calificar de siniestro bulto; un poeta satírico apellidaría espía del purgatorio; pero yo, a fuer de escritor castizo, me limitaré a llamar simplemente un escribano.

     Venía, pues, cubierto de negras vestiduras (según rigurosa costumbre de estos señores, que siempre llevan luto, sin duda porque heredan a todo el mundo), y con semblante austero y voz temblorosa y solemne me hizo la notificación de su nombre y profesión:

                -Fulano de Tal, secretario de S. M...

     Confieso francamente que aunque mi conciencia nada me argüía, no pudo menos de sorprenderme aquella exótica aparición... ¡Un escribano en mi casa! Pues ¿en qué puedo yo ocupar a estos señores? -¿Denuncias?... Yo no soy escritor político ni tal permita Dios. -¿Notificación? Con todo el mundo vivo en paz, e ignoro siquiera dónde se vende el papel sellado. -¿Protesta? Un autor no conoce más letras que las de imprenta... ¿Pues qué puede ser?

     -Voy a decírselo a V. -me replicó el escribano-, aunque me sea sensible el alterar por un momento su envidiable tranquilidad. Ignoro si V. es sabedor de que su amigo D. Cosme del Arenal está enfermo.

     -¿Cómo? Pues ¿cuándo, si hace pocas noches que estuvo jugando conmigo en Levante una partida de dominó?

     -Pues en este momento se halla muy próximo a llegar a su ocaso.

     -¿Es posible?

     -Sí, señor; una pulmonía, de estas pícaras pulmonías de Madrid, que traen aparejada la ejecución; letras de cambio, pagaderas en el otro barrio a cuatro días fijos, y sin cortesía (con arreglo al artículo 447, tít. 9º, lib. 3º del Código de Comercio), ha reducido al don Cosme a tal extremidad, que en el instante en que hablamos está, como si dijéramos, apercibido de remate; y a menos que la divina Providencia no acuda a la mejora, es de creer que quede adjudicado al señor cura de la parroquia.

     Viniendo ahora a nuestro propósito, debo notificar a usted pro forma, cómo el susodicho don Cosme, hallándose en su cabal entendimiento y tres potencias distintas, aunque postrado en cama in articulo mortis, a causa de una enfermedad que Dios Nuestro Señor se ha servido enviarle, ha determinado hacer su testamento, y declarar su última voluntad, ante mí el infrascrito escribano real y de número de esta M. H. villa, según y en los términos en él contenidos y son como sigue:



     Y aquí el secretario me hizo una fiel lectura de todo el testamento desde el In Dei Nomine hasta el signo y rúbrica acostumbrados; y por dicha lectura vine en conocimiento de que el moribundo D. Cosme había tenido la tentación (que tentación sin duda debió de ser) de acordarse de mí para nombrarme su albacea, y encargado de cumplir su disposición final.

     Heme, pues, al corriente de aquel nuevo deber que me regalaba la suerte, y si me era doblemente sensible y doloroso, déjolo a la consideración de las almas tiernas que sin pretenderlo se hayan hallado en casos semejantes.

     Mi primera diligencia fue marchar precipitadamente a la casa del moribundo, para recoger sus últimos suspiros y asistir a consolar a su desventurada familia. Encontré aquella casa en la confusión y desorden que ya me figuraba; las puertas francas y descuidadas; los criados corriendo aquí y allí con cataplasmas y vendajes; los amigos hablándose misteriosamente en voz baja; los médicos dando disposiciones encontradas; las vecinas encargándose de ejecutarlas; los viejos penetrando en la alcoba para cerciorarse del estado del paciente; los jóvenes corriendo al gabinete a llevar el último alcance a la presunta viuda.

     Mi presencia en la escena vino a darle aún mayor interés; ya se había traslucido el papel que me tocaba en ella, que, si no era el del primer galán (porque este nadie se lo podía disputar al doliente), era, por lo menos el de barba característico, y conciliador del interés escénico. Bajo este concepto, la viuda, los hijos, parientes, criados y demás referentes al enfermo, me debían consideraciones, que yo no comprendí por el pronto, aunque en lo sucesivo tuve ocasión de apreciarlas en su justo valor.

     A mi entrada en la alcoba, el bueno de D. Cosme se hallaba en uno de aquellos momentos críticos entre la vida y la muerte, del que volvió por un instante a fuerza de álcalis y martirios. Su primer movimiento al fijar en mí la vista, fue el de derramar una lágrima; quiso hablarme, pero apenas se lo permitían las fuerzas; únicamente con voz balbuciente y apagada y en muy distantes periodos, creí escucharle estas palabras...

     -Todos me dejan... mis hijos... mi mujer... el médico... el confesor...

     -¿Cómo? -exclamé conmovido-: ¿en qué consiste esto? ¿Por qué causa semejante abandono?

     -No haga V. caso (me dijo llamándome aparte un joven muy perfumado, que, sin quitarse los guantes, aparentaba aproximar de vez en cuando un poquito a las narices del enfermo), no haga V. caso, todos esos son delirios, y se conoce que la cabeza... Vea V., aquí hemos dispuesto todo esto; el médico estuvo esta mañana temprano, pero viendo que no tenía remedio se despidió y... por señas que dejó sobre la chimenea la certificación para la parroquia... El confesor quería quedarse, es verdad, pero le hemos disuadido, porque al fin, ¿qué se adelanta con entristecer al pobre paciente?... En cuanto a la señora, ha sido preciso hacerla que se separe del lado de su esposo, porque es tal su sensibilidad que los nervios se resentían, y por fortuna hemos podido hacerla pasar al gabinete que da al jardín; por último, los niños también incomodaban, y se ha encargado una vecina de llevarlos a pasear.

     -Todo eso será muy bueno -repliqué yo-, pero el resultado es que el paciente se queja.

     -¡Preocupación! ¿quién va a hacer caso de un moribundo?

     -Sin embargo, caballerito, la última voluntad del hombre es la más respetable, y cuando este hombre es un esposo, un padre, un honrado ciudadano, interesa a su esposa, interesa a sus hijos, interesa a la sociedad entera el recoger cuidadosamente sus últimos acentos.

     -¡Bah! ¡antiguallas del siglo pasado! -dijo el caballerito, y frunció los labios, y arregló la corbata al espejo, y se deslizó bonitamente del lado del gabinete del jardín.

     Entre tanto que esto pasaba, el enfermo iba apurándose por momentos; los circunstantes, conmovidos por aquel terrible espectáculo, fueron desapareciendo, y sólo dos criados, un practicante y yo quedamos a ser testigos de su último suspiro, que a la verdad no se nos hizo esperar largo rato.

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- II -

El ajuste de un entierro


                                                                      Â«Pompa mortis magis terret quam mors ipsa».


     El difunto D. Cosme había casado en segundas nupcias, a la edad de cincuenta y nueve años con una mujer joven, hermosa y petimetra... Puede calcularse por esta circunstancia la exquisita sensibilidad de la recién viuda, y cuán natural era que no pudiera resistir el espectáculo de la muerte de su consorte.

     La casualidad que acabo de indicar de haberme dejado solo, me obligó a ser mensajero de tan triste nueva, pasando al efecto al gabinete donde se hallaba la nueva Artemisa, reclinada en un elegante sofá, y asistida por diversidad de caballeros con la más interesante solicitud. Al verme entrar la señora, se incorporó, y alargándome su blanca mano hubo aquello de respirar agitada, y sollozar y desvanecerse, y caer redonda... en el almohadón.

     Aquí la tribulación de aquellos rutilantes servidores; aquí el sacar elixires y esencias antiespasmódicas; aquí el aflojar el corsé, y repartirse las manos, y apartar los bucles, y colocar la cabeza en el hombro y hacer aire con el abanico... ¡Qué apurados nos vimos!... Pero al fin pasó aquel terrible momento, y la viuda pareció, en fin, resignarse con la voluntad del Señor, y aun nos agradeció a todos nominalmente por nuestros respectivos auxilios, como si ninguno se le hubiera escapado, en medio de la ofuscación de su vitalidad, que así la llamó mi interlocutor de la alcoba.

     Pero como todas las cosas en este pícaro mundo suelen equilibrarse por el feliz sistema de las compensaciones, vi que era ya llegada la hora de neutralizar la profunda aflicción de la viudita con la lectura del testamento de D. Cosme, en el cual este buen señor, con perjuicio de sus hijos (que no sé si he dicho que eran del primer matrimonio), hacía en favor de su consorte todas las mejoras que le permitían nuestras leyes, rasgo de heroicidad conyugal que no dejó de excitar las más vivas simpatías en la agraciada y en varios de los afligidos concurrentes.

     Desde este momento quedé instalado en mi fúnebre encargo, y después de tomar la venia de la señora, pasé a dar las disposiciones convenientes para que el difunto no tuviera motivo de arrepentirse de haber muerto, dejando, como dejaba, su decoro en manos tan entendidas y generosas.



     Mientras esto pasaba en la sala, la alcoba mortuoria servía de escena a otra transformación no menos singular, cual era la que había experimentado el difunto en las diligentes manos de los enterradores, de las vecinas y del barbero. Cuando yo regresé a aquel sitio, ya me encontré al buen D. Cosme convertido en reverendo padre fray Cosme, y dispuesto, al parecer, y resignado a tomar de este modo el camino de la puerta de Toledo. Pero como que antes que esto pudiera verificarse era preciso obtener el pasaporte de la parroquia, tuve que trasladarme a ella para negociar el precio y demás circunstancias de aquel viaje final.

     Si estuviéramos despacio, y si los indispensables antecedentes de esta historia no me hubieran ya obligado a dilatarme más que pensé, ocuparía un buen rato la atención de mis lectores para transcribir aquí el episodio del dicho ajuste, y las diversas escenas de que fui actor o testigo durante él en el despacho parroquial.

     Pero baste decir que después de largas y sostenidas discusiones sobre las circunstancias del muerto y la clase de entierro que, según ellos, le correspondía; después de pasar en revista una por una todas las partidas de aquel diccionario funeral; después de arreglar lo más económicamente posible la tarifa de responsos, tumba, crucero, sacerdotes, sacristán, acólitos, capa, clamores, ofrendas, sepultura, nicho, posas, vestuarios, paño, lutos, blandones, tarimas, blandoncillos, sepultureros, hospicio, depósito, veladores, licencias, cera de tumba, santos y altares, cera de sacerdotes, voces y bajones, manda forzosa, y oblata cuarta parroquial, quedó arreglado un entierro muy decentito y cómodo de segunda clase en los términos siguientes:

          

        Reales        

          
A la parroquia, dependientes y cera 1712
Ofrenda para los partícipes 630
Dos bajones y seis cantores con el facistol, a veinte y cuatro reales 192
Dos filas de bancos 80
Nicho para el cadáver, y capellán del cementerio 490
Bayetas para entapizar el suelo y cubrir el banco travesero, diez piezas, a diez reales y veinte y cuatro maravedises.

107

2
Seis hachas para el túmulo a ocho reales. 48
La cuarta parte de misas para la parroquia 250
_____________

3509

2
_____________

     Ya que estuvo arreglado convenientemente, sólo tratamos de echar, como quien dice, el muerto fuera; pues todo el empeño de los amigos y aun de la viuda, era que no pasara la noche en casa, por no sé qué temores de apariciones románticas como las que acababa de leer en uno de los cuentos de Hoffmann.

     En los tiempos antiguos, cuando la civilización no había hecho tantos progresos, era frecuente el conservar el cuerpo en la cama mortuoria, uno, dos o más días, con gran acompañamiento de blandones y veladores, responsos y agua bendita. Los parientes del difunto, los amigos y vecindad, alternaban religiosamente en su custodia, o venían a derramar lágrimas y dirigir oraciones al Eterno por el alma del difunto, y la religión y la filosofía encontraban en este patético espectáculo amplio motivo a las más sublimes meditaciones.

     Ahora, bendito Dios, es otra cosa; desde la invención de los nervios (que no data de muchos años), nuestros difuntos pueden estar seguros de que no serán molestados con visitas impertinentes, y que aún no habrán enfriado la cama, cuando de incógnito, sin aparato plañidero, y como dicen los franceses à la dérobée, serán conducidos en hombros de un par de mozos como cualquiera de los trastos de la casa: v. g., una tinaja, un piano, o una estatua de yeso. -Luego que le hayan entregado al sacristán de la parroquia, éste le hará colocar en una cueva muy negra y muy fría, y dando el gesto a una rejilla que arranca sobre el piso de la calle, le acomodará entre cuatro blandones amarillos, que con su pálido resplandor atraerán las miradas de los chicos que salgan de la escuela; y se asomarán y harán muecas al difunto, y dirán a carcajadas: «¡Qué feo está!»... y los elegantes al pasar se taparán las narices con el pañuelo, y las damas exclamarán: «¡Jesús, qué horror! ¿por qué permitirán esta falta de policía?»

     Y luego que haya trasnochado en aquel solitario recinto, por la mañanita con la fresca, le volverán a coger los susodichos acarreadores, y le subirán bonitamente a la llanura de Chamberí, o le bajarán a las márgenes del Manzanares, donde sin más formalidad preliminar pasará a ocupar su hueco de pared en aquella monótona anaquelería, con su número corriente y su rótulo que diga: «Aquí yace don Fulano de tal»,- y sin más dísticos latinos, ni admiraciones, ni puntos suspensivos, ni oraciones fúnebres, ni coronas de siemprevivas, se quedará tranquilo en aquel sitio, sin esperar otras visitas que las de los murciélagos, ni escuchar ruido alguno hasta que le venga a despertar la trompeta del juicio.

     Quédense la tierna solicitud, las lágrimas, las oraciones y las flores, para las humildes sepulturas de la aldea, adonde todos los días al tocar de la oración, vuelen la desconsolada viuda y los huérfanos a dirigir al cielo sus plegarias por el objeto de su amor, recibiendo en cambio aquel dulce bálsamo de la conformidad cristiana que sólo la verdadera religión puede inspirar. Nosotros, los madrileños, somos más desprendidos; para nada necesitamos estos consuelos, y hacemos alarde de ignorar el camino del cementerio, hasta que la muerte nos obliga por fuerza a recorrerle. (Véase la nota.)

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- III -

La viuda


                                                                                                                                         Â«Vestida toda de luto,
cédula que dice al aire,
«aquí se alquila una boda,
el que quiera que no tarde».
CASTRO, Comedia antigua.


     A los cuatro días de muerto D. Cosme se celebró el funeral en la parroquia correspondiente, para cuyo convite hice imprimir en papel de Holanda algunos centenares de esquelas, poniendo por cabeza de los invitantes al Excmo. Sr. Secretario de Estado y del despacho de la Guerra, por no sé qué fuero militar que disfrutaba el difunto por haber sido en su niñez oficial supernumerario de milicias; y además, por advertencia de la viuda, que quería absolutamente prescindir de recuerdos dolorosos, no olvidé estampar al final de la esquela y en muy bellas letras góticas la consabida cláusula de:

                         El duelo se despide en la iglesia.

     Llegado el momento del funeral, ocupé, con el confesor y un vetusto pariente de la casa el banco travesero o de ceremonia, y muy luego vimos cubiertos los laterales por compañeros, amigos y contemporáneos del anciano don Cosme, que venían a tributarle este último obsequio, y de paso a contar el número de bajones y de luces para calcular el coste del entierro y poder murmurar de él. En cuanto a la nueva generación, no tuvo por conveniente enviar sus representantes a esta solemnidad, y creyó más análogo el permanecer en la casa procurando distraer a la señora.

     Concluido el De profundis, con todo el rigor armónico de la nota, y después de las últimas preces dirigidas por los celebrantes delante de nuestro banco triunviral, en tanto que se apagaban las luces, y que las campanas repetían su lúgubre clamor, fuimos correspondiendo con sendas cortesías a las que nos eran dirigidas por cada uno de los concurrentes al desfilar hacia la puerta, hasta que, cumplido este ligero ceremonial, pudimos disponer de nuestras personas. Y, sin embargo, de que ya la costumbre ha suprimido también la solemne recepción del acompañamiento en la casa mortuoria, el otro pie de banco y yo creímos oportuno el pasar a dar cuenta de nuestra comisión a la señora viuda.



     Hallábase ésta en la situación más sentimental, envuelta en gasas negras que realzaban su hermosura, y con un prendido tan cuidadosamente descuidado, que suponía largas horas de tocador. Ocupaba, pues, el centro de un sofá entre dos elegantes amigas, también enlutadas, que la tenían cogida entrambas manos, formando un frente capaz de inspirar una elegía al mismo Tíbulo. A uno y otro lado del sofá alternaban interpolados diversas damas y caballeros (todos de este siglo), que en voz misteriosa entablaban apartes, sin duda en alabanza del finado.



     Nuestra presencia en la sala causó un embarazo general; los dúos sotto voce cesaron por un momento; la viuda, como que hubo de llamar en su auxilio la ofuscación vital del otro día; pero luego aquellas amigas diligentes acertaron a distraer su atención enseñándola las viñetas del «No me olvides», y de aquí la conversación vino a reanimarse, y todos alababan los lindos versos de aquel periódico, y hasta el difunto me pareció que repetía, aunque en vano, su título. Después se habló de viajes, y se proyectaron partidas de campo, y luego de modas, y de mudanzas de casa, y de planes de vida futura; y la viuda parecía recobrarse a la vista de aquellos halagüeños cuadros, como la mustia rosa al benéfico influjo del astro matinal.¡Qué consejos tan profundos, qué observaciones tan acertadas se escucharon allí sobre la necesidad de distraerse para vivir, y la demencia de morirse los vivos por los muertos, y luego las ventajas de la juventud y las esperanzas del amor!...

     Viendo en fin, mi compañero y yo, que íbamos siendo allí figuras tan exóticas como las del Silencio y la Sorpresa que adornaban las rinconeras de la sala, tratamos de despedirnos; pero el buen hombre (¡castellano y viejo!) atravesando la sala, e interponiéndose delante de la viuda, compungió su semblante e iba a improvisar una de aquellas relaciones del siglo pasado que comienzan «Que Dios» y concluyen «por muchos años», cuando yo, observando su imprudencia y lo mal recibido que iba a ser este apóstrofe extemporáneo de parte de todos los concurrentes, le tiré de la casaca y le arrastré hacia la puerta diciéndole: «Hombre de Dios, ¿qué va V. a hacer? ¿no sabe usted que El duelo se ha despedido en la iglesia?»

(Junio de 1837)



     NOTA. -Mucho, es verdad, han variado las costumbres de Madrid en este punto. Al abandono y desdén con que por lo general se procedía a la inhumación de los cadáveres, ha sucedido un aparato y ostentación que, si no prueba mayor grado de cariño y ternura hacia aquellos que desaparecen de entre nosotros, dicen al menos la vanidad mundana y el orgullo de la generación que les sobrevive. Aquello, en los términos que se describe y satiriza en el artículo de El Duelo, era ciertamente vituperable y repugnante; esto, en los que quieren hoy la moda y el lujo de las clases acomodadas, viene a ser ya el extremo contrario de exageración y de ruina.

     Cabalmente en los momentos en que se ocupaba el autor de censurar aquella antigua costumbre, se inauguraba la nueva con una ocasión tristemente célebre, la de la desgraciada muerte del malogrado escritor D. Mariano José de Larra (Fígaro). -Sus amigos y apasionados (en cuyo número se contaban todos los hombres políticos, los literatos y artistas), sin tomar en cuenta más que su gran mérito literario, y no de modo alguno la exaltación criminal que le había conducido al sepulcro, improvisaron en la tarde del 17 de febrero de aquel año una fúnebre comitiva para conducirlo desde su casa, calle de Santa Clara, núm. 3, al cementerio de la puerta de Fuencarral; y colocándole en un carro triunfal, adornado de palmas y laureles, que cubrían sus obras, colocadas sobre el féretro, siguieron a pie con religioso silencio y compostura los restos mortales de aquél, que en un acto de insensato delirio acababa de apagar la antorcha de una brillante existencia. Reunidos luego en torno de su sepulcro, improvisaron discursos apasionados y bellas composiciones poéticas, despidiéndose del amigo, del escritor y del poeta; y allí mismo, sobre la tumba de aquel raro ingenio, proyectó su primera luz el astro brillante de Zorrilla, el primero de nuestros poetas líricos, apareciendo por primera vez a nuestros ojos a la temprana edad de veinte y un años.

     Después de aquel primer solemne y público acompañamiento fúnebre, se verificaron otros con sujetos más o menos notables, entre los cuales recordaremos el del inspirado poeta don José de Espronceda; el del gran orador D. Agustín de Argüelles; el del presidente del Congreso, Marqués de Gerona; el del héroe de Zaragoza, el general Palafox, e introduciéndose esta costumbre desde los altos magnates y celebridades políticas o literarias en todas las clases acomodadas de la sociedad, hoy es el día en que por tributo indispensable, pagado, más que a la buena memoria de los que mueren, a la vanidad de los vivos, hay que añadir al coste de un magnífico funeral con grandes músicas, iluminaciones y tumulto, el que ocasiona la solemne traslación del cadáver en un elegante carro fúnebre, precedido de los pobres de San Bernardino con hachas encendidas y seguido del clero y los convidados, o por lo menos un centenar de coches vacíos, más o menos blasonados, con los lacayos de grande librea, guante blanco y sendas hachas apagadas en las manos. -Llegados al cementerio (que también hemos dicho haberse decorado ya con más lujo) es de cajón el que uno o más personajes de la comitiva tomen la palabra y prorrumpan en un discurso fúnebre, un epitafio hiperbólico, y hasta una alocución política más o menos intencionada. -Hecho lo cual, los concurrentes se vuelven a sus carruajes, y se dirigen a la Bolsa, al Congreso, a sus visitas o al Prado; los lacayos revenden al cerero las hachas y van a guardar sus libreas de lujo hasta que vuelva a lucir otro buen día, «en que acompañar a algún señor al cementerio».

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