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Obras jocosas y satíricas de El Curioso Parlante

Ramón de Mesonero Romanos






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ArribaAbajoPrólogo para esta edición

J'emprunte au public la matière de mon ouvrage; ¿est un portrait de lui, que j'ai fait d'après nature.


LA BRUYÈRE.                


El público me ha servido de original; mi obra es su retrato.

Cuando en los primeros días de 1832 empecé a publicar en el único periódico literario de aquella época estos festivos bosquejos de nuestras costumbres contemporáneas, estaba muy lejos de sospechar que llegaría un día -medio siglo después- en que sería llamado a reproducirlos por la décima o undécima vez para ser ofrecidos a un público benévolo, que desde su primera aparición les dispensó y continúa dispensándoles singular indulgencia y simpatía.

Las razones que entonces me movieron a emprender esta agradable tarea fueron detalladamente expuestas en el Prólogo que precedió a la colección hecha en 1835 de esta primera serie de artículos, que entonces se publicó con el título de PANORAMA MATRITENSE.

El pensamiento dominante en ellos fue el de reivindicar la buena fama de nuestro carácter y costumbres patrias, tan desfigurados por los novelistas y dramaturgos extranjeros; oponiendo a ellos una pintura sencilla e imparcial de su verdadera índole y sus cualidades indígenas y naturales, sin exageración y sin acrimonia, enalteciendo sus virtudes, castigando sus vicios y satirizando suavemente sus ridiculeces y manías.

Mas ¿cómo hacerlo con toda la extensión que cumplía a mi propósito? Varios caminos se ofrecían a mi vista para ello, mas ninguno me satisfacía: unos, por lo anticuados o extemporáneos; otros, por escasos y limitados para mi objeto. -La novela satírica de costumbres, al corte de la de Gil Blas, que era lo que más me seducía, estaba enterrada hacía dos siglos entre nosotros, y no era dado a ningún escritor desenterrarla repentinamente ante un público apasionado a la novela romántica de D'Arlincourt, o la histórica de Walter Scott. -El teatro, que seguramente es el medio más eficaz para reflejar las costumbres con toda su viveza y colorido, era insuficiente para recorrer como yo deseaba todas las clases, desde las más humildes a las más elevadas, y adolecía ya de marcada tendencia al drama romántico, que empezaba a ser el favorito del público. -Por otro lado, yo no podía competir tampoco con la gracia, la espontaneidad y galanura del insigne BRETON, único adalid que se atrevía a sostener esta lucha desigual. -Los cuentos y narraciones fantásticas, los apólogos, los sueños y alegorías a la manera de Quevedo, Espinel, Mateo Alemán y D. Diego de Torres; los viajes de Wanthon y de Gulliver; las Cartas Marruecas de Cadalso, y otras formas literarias adoptadas por escritores anteriores para describir las costumbres patrias, no eran ya propias de este siglo, más explícito; preciso era inventar otra cosa que no exigiese la lectura seguida del libro, sino que le fuese ofrecida en cuadros sueltos e independientes, valiéndose de la prensa periódica, que es la dominante en el día, porque el público gustaba ya de aprender andando, y todavía no se le había acostumbrado a recibir las páginas del libro por debajo de las puertas en entregas o pliegos sueltos.

Dada esta situación, pues, y deseando, como es natural a todo autor, procurar a mi obra preconcebida la popularidad y simpatía, propúseme desarrollar mi plan por medio de ligeros bosquejos o cuadros de caballete, en que, ayudado de una acción dramática y sencilla, caracteres verosímiles y variados, y diálogo animado y castizo, procurase reunir en lo posible el interés y las condiciones principales de la novela y del drama. -Al mismo tiempo, este plan, por su variedad sin límite obligado, me permitía recorrer a placer todas las clases, todas las condiciones, todos los tipos o caracteres sociales, desde el Grande de España hasta el mendigo; desde el literato al bolsista; desde el médico al abogado; desde la manola a la duquesa; desde el comediante al industrial; desde el pretendiente al empleado; desde la viuda al cesante; desde el seductor a, la zurcidora; desde el artista al poeta; desde el magistrado al alguacil; desde el alcalde de barrio al cofrade, y desde el cortesano al paleto; alternando en la exhibición de estos tipos sociales con la de los usos y costumbres populares y exteriores (digámoslo así), tales como paseos, romerías, procesiones, viajatas, ferias y diversiones públicas, al paso que otros se contrajesen más especialmente a las escenas privadas de la vida íntima; la sociedad, en fin, bajo todas sus fases, con la posible exactitud y variado colorido. -Y dominado por esta idea, y trazado mentalmente mi plan literario, puse inmediatamente manos a la obra, publicando en las Cartas Españolas (única Revista periódica de aquella época), en los primeros días del mes de enero de 1832, el primer artículo o cuadro de mis Escenas Matritenses, titulado El Retrato, y firmelo con el pseudónimo «UN CURIOSO PARLANTE».

De este modo hallaba resuelta la cuestión de forma, y ensayaba por primera vez entre nosotros un género literario absolutamente nuevo, que no habían podido ejercitar nuestros célebres satíricos y moralistas por la absoluta carencia de prensa periódica. -La pintura, pues, festiva, satírica y moral de las costumbres populares había tenido, como toda tarea literaria, que refugiarse en el periódico y subdividirse en mínimas producciones para hallar auditorio; el mismo Cervantes, escribiendo en tal época, hubiérase visto precisado a reducir sus cuadros a tan pequeña proporción; y su inmortal novela, arrojada en medio de nuestra agitada sociedad, apenas habría conseguido lectores sino dispensándoles sus capítulos a guisa de folletín.

En descargo de mi conciencia y en prueba de mi sinceridad, debo confesar que no fui solo en lanzarme por este camino absolutamente nuevo. A mi lado tuve un insigne compañero, un modelo de ingenio y de buen decir, el erudito don Serafín Estébanez Calderón, que, bajo el pseudónimo de El Solitario, empezó a trazar por entonces en las mismas Cartas Españolas sus preciosísimos cuadros de costumbres andaluzas con una gracia y desenfado tales, que pudieran equivocarse con los de un Cervantes o un Quevedo, si bien el extremado sabor clásico y arcaico que plugo dar a sus preciosos bocetos el erudito Solitario perjudicaba a éstos para adquirir popularidad entre los lectores del día. -De todos modos, el autor de las ESCENAS MATRITENSES, que procuraba seguir en la exposición de éstas una marcha más sencilla y moderna, un estilo más usual, reconoce como su gloria mayor el haber alternado semanalmente, en su primer período, con el insigne Solitario, aquel ingenio singular que, por desgracia para las letras patrias, hubo muy luego de abandonarlas para seguir diversos destinos.

El ejemplo de ambos jóvenes, laboriosos y entusiastas por la patria literatura, no sólo despertó de su marasmo al indolente público de entonces, sino que sirvió también de estímulo a otros jóvenes e ingenios privilegiados a lanzarse a la palestra donde habían de alcanzar merecido lauro. Entre ellos descolló el malogrado Fígaro (D. Mariano José de Larra), que, animado por ambos, y sin sombra alguna de miserables rivalidades, emprendió, pocos meses después, sus primeros opúsculos bajo el epígrafe de Cartas de un pobrecito hablador.

Hase dicho después por algunos críticos un tanto ligeros, y en son de alabanza de El Curioso Parlante, que era «el más feliz de los imitadores de Fígaro». -Mucho honraría al autor de las ESCENAS MATRITENSES semejante comparación, si la verdad del hecho no fuese que precedió a aquél en la tarea, y por consecuencia, mal podía imitar quien llevaba en el orden del tiempo la delantera. Así lo confiesa el mismo Fígaro en la primera edición de sus artículos, escritos cuando ya se habían publicado gran parte de los de El Curioso Parlante, y en dos excelentes juicios críticos que dedicó a la primera serie de estos artículos (o sea El Panorama), que van extractados a continuación.

Además, como cada uno dio diferente giro y tendencia a sus escritos, no parece que existen términos de comparación. El intento constante del ingenioso y discreto Fígaro fue (con cortas excepciones) la sátira política, la censura o retrato apasionado de los hombres de la época: El Curioso Parlante se proponía otra misión más modesta y tranquila, cual era la de pintar con risueños, si bien pálidos colores, la sociedad privada, tranquila y bonancible, los ridículos comunes, el bosquejo, en fin, del hombre en general. Tal igualmente era el objeto del filosófico autor de las Costumbres Andaluzas, el erudito y castizo Solitario; y ambos miraron sin asomo, de celos ni pujos de rivalidad, en las manos de su amigo y compañero Fígaro, la merecida palma de la sátira política, en la que es preciso confesar que ni antes ni después ha tenido entre nosotros digno rival, ni aun siquiera felices imitadores.

El autor de las ESCENAS, apasionado ardiente de nuestros buenos escritores de los siglos XVI y XVII, procuró tenerles presentes, y seguir sus huellas, ya que no en la forma, en la intención y en el estilo; y embebido en su estudio, se olvidó bien pronto de los modelos extranjeros, prefiriendo ser imitador de los propios a triunfar o competir con aquéllos.

Todos los géneros literarios tienen sus ventajas respectivas, y el de los cuadros sueltos de costumbres, a más de la rápida popularidad, tiene la de poder encerrar en cortos límites todas las condiciones de un drama o una novela, y acaso conseguir interesar más la mente del lector por lo incisivo del pensamiento y por su marcha desembarazada de episodios; así como suele acontecer al ligero epigrama, puesto en parangón con la cansada sátira o con el filosófico discurso.

Sin embargo, como estas ligeras obrillas suelen ser hijas de las influencias del momento en que se publican; como por lo general el autor que a ellas se dedica no puede subordinarlas todas a un pensamiento común; y por muy independiente que sea de las circunstancias públicas, escribiendo en diversas épocas, bajo distintas impresiones, ha de revelar forzosamente la marcha de los sucesos, y hasta la de su propia edad; por eso es preciso que los lectores tomen en cuenta la fecha de cada cuadro, y se trasladen, si es posible, con la mente, al punto de vista en que les colocó el pintor.

El largo período de diez años trascurridos desde el primer artículo de esta colección hasta el último en su segunda época fue tan fecundo en contrastes y en peripecias, modificando en tal grado la fisonomía de nuestro pueblo, sus gustos e inclinaciones, y hasta el lente mismo del observador, que sería injusticia juzgar los primeros ensayos de éste bajo el punto de vista del día. -Y cualquier lector, por poco que medite, echará de ver en la primera serie de estos artículos (que se refiere principalmente a los años 32 al 35, y forma este tomo con el título de Panorama) una notable diferencia con la otra, que abraza desde 1836 hasta 1843. -En la Primera serie de las Escenas, al paso que el reflejo de una sociedad reposada en su estado normal, o si se quiere en la indiferencia política, observará también la timidez del escritor delante de la censura, su falta de práctica en el estilo, y hasta la espontaneidad incorrecta y los risueños colores de una imaginación juvenil: y en la segunda, acaso llegará a descubrir más intención filosófica, más madurez en la razón, más soltura en el estilo; así como en la sociedad descrita más movimiento político, mayor energía y vitalidad.

Si el autor de estos opúsculos hubiera consultado sólo a su propia voluntad, quizás habría suprimido por entero esta primera parte, como infinitamente más débil; pero ha debido sacrificar el amor propio a la razón, y no sólo conservarla, sino privarse de toda alteración sustancial en ella, por parecerle que de este modo ofrece más sensible su primitivo colorido y hace resaltar más el contraste de aquella época y la que describe después. Sólo, sí, ha adicionado ambas series con notas, que hacen más perceptible el texto y dan una idea de la marcha y desenvolvimiento de la sociedad retratada.

Expuestas francamente las razones que tuvo presentes para dedicarse a cultivar este ramo de la literatura moderna, queda a cargo del lector el apreciar los reducidos medios intelectuales de que para desempeñar esta tarea le fue dado disponer. Entre ellos, sin duda, sobresale la recta intención y buena fe, así como la constancia en el propósito, llevado acabo al través de épocas borrascosas, en que los sucesos públicos absorbían todas las atenciones. -Sin duda hubiera podido dar mayor interés a este trabajo realzándole con el barniz político, que tan apreciado es por los lectores del día; pero entonces hubiera perdido su carácter inofensivo y permanente en gracia de una momentánea popularidad. -El autor de esta obrita no aspiró a tan ruidosos triunfos. Satisfecho con la simpatía que logró excitar en el ánimo del pueblo, renuncia desde luego a la arrogante aprobación de los sabios o al alto patrocinio del poder; y sólo alega como único mérito y disculpa de su insuficiencia la circunstancia de no haber suscitado con sus escritos el menor agravio, ni convertido su pluma en instrumento de venganzas, de interés ajeno, ni de propio engrandecimiento.

R. DE M. R.

He aquí ahora un extracto del juicio crítico que mereció a Larra EL PANORAMA, o sea la primera serie de las Escenas, única que pudo conocer, por su desgraciado fin en febrero de 1837.


Juicio crítico del Panorama Matritense

Por Fígaro


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Por lo que del género hemos apuntado en general, puédese deducir cuán difícil sea acertar en un ramo de la literatura en que, es indispensable hermanar la más profunda y filosófica observación con la ligera y aparente superficialidad del estilo; la exactitud con la gracia; es fuerza que el escritor frecuente las clases todas de la sociedad, y sepa distinguir los sentimientos naturales en el hombre, comunes a todas ellas, y dónde empieza la línea que la educación establece entro unas y otras; que tenga, además de un instinto de observación certero para ver claro lo que mira a veces oscuro, suma delicadeza para no manchar sus cuadros con aquella parte de las escenas domésticas cuyo velo no debe descorrer jamás la mano indiscreta del moralista; para saber lo que ha de dejar en la parte oscura del lienzo ha de haber comprendido el espíritu de esta época, en que las aristocracias todas reconocen el nivelador de la educación; por tanto, ha de ser picante, sin tocar en demasiado cáustico, porque la acrimonia no corrige, y el tiempo de Juvenal ha pasado para siempre.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Pocos escritores han dado pruebas tan claras de conocer estas verdades como el autor que da motivo a estas líneas. No nos detendremos hablando de las razones que le hacen escribir; él mismo en su prólogo indica el objeto con que emprendió la publicación de esta serie de artículos, que semanalmente comenzaron a ver la luz pública en las Cartas Españolas y en la Revista, en el año 1832 y parte del 33. Objeto verdaderamente noble y digno de imitación. El deseo de rectificar los errores que acerca de nuestro país alimentan los extranjeros, y el plan de darnos, después del Madrid físico, que en su excelente MANUAL había diseñado, un cuadro animado del Madrid moral, que no conocen todos los que hacen papel en él, no podía menos de ser de grande utilidad y deleitación. Uno de los medios esenciales para encaminar al hombre moral a su perfección progresiva consiste en enseñarle a que se vea tal cual es. El autor del PANORAMA ha puesto ante los ojos de nuestra sociedad un espejo donde pueden tocarse y hacer desaparecer los lunares que la bondad de la luna debe presentar a su vista.

«Ayudándose de pequeñas tramas dramáticas, cortas invenciones verosímiles, ha sabido ofrecernos el resultado de su observación con singular tino y gracejo, y exponer a nuestra vista el estado de nuestras costumbres. Aquí no olvidaremos otra dificultad que se le ofrecía: la España está hace algunos años en un momento de transición; influida ya por el ejemplo extranjero, que ha rechazado por largo tiempo, empieza a admitir en toda su organización social notables variaciones; pero ni ha dejado enteramente de ser la España de Moratín, ni es todavía la España inglesa y francesa que la fuerza de las cosas tiende a formar. El escritor de costumbres estaba, pues, en el caso de un pintor que tiene que retratar a un niño cuyas facciones continúan variando, después que el pincel ha dejado de seguirlas; desventaja grande para la duración de la obra; y en cuanto a los medios de hacerse dueño de un objeto tan movedizo, EL CURIOSO PARLANTE se podría comparar al cazador que ha de tirar al vuelo, cazador sin duda el más hábil.

»Halo conseguido, sin embargo; porque si se quiere ver lo que de la España de nuestros padres conservamos, léanse los artículos titulados: La Calle de Toledo, La Comedia casera, Las Visitas de días, Los Cómicos en Cuaresma, Las Ferias, La Capa vieja, La Casa a la antigua, La Procesión del Corpus. Si se quiere estudiar esta influencia extranjera, que se va diariamente haciendo lugar y variando nuestra fisonomía original, léanse los artículos titulados: Las Costumbres de Madrid, El Día 30 del mes, Las Tiendas, Riqueza y miseria, La Político-manía, Las Tres tertulias, Las Niñas del día, Las Casas de baños.

»Si se quiere sorprender esa lucha entre las viejas costumbres nacionales y el espíritu innovador, sorpréndesela en los artículos titulados: «1802 y 1832», el ingeniosísimo de El Aguinaldo, El Extranjero en su patria, El Sombrerito y la Mantilla, La Vuelta de París.

»Si se buscan luego artículos donde el enredo cómico puede competir con la trama de las más ingeniosas comedias de nuestro teatro antiguo, léanse los lindísimos y más lindamente escritos, titulados: El Retrato, El Amante corto de vista, Tomar aires en un lugar, El Barbero de Madrid, Pretender por alto, Los Paletos en Madrid, El Patio de Correos, etc.

»¿Quiérense, en fin, graves y filosóficos? recórranse La Casa de Cervantes y El Camposanto.

»El señor Mesonero ha estudiado y ha llegado a saber completamente su país; imitador felicísimo de Jouy, hasta en su mesura, si menos erudito, más pensador y menos superficial, ha llevado a cabo, y continúa una obra de difícil ejecución.

»Un mérito más tiene, que no queremos pasar en silencio: es uno de nuestros pocos prosistas modernos; culto, decoroso, elegante, florido a veces, y casi siempre fluido en su estilo; castizo y puro en su lenguaje, y muy a menudo picante y jovial. En general tiene cierta tinta pálida, hija acaso de la sobra de meditación, o del temor de ofender, que hace su elogio; pero que priva a sus cuadros a veces de una animación también necesaria. Ésta es la única tacha que podemos encontrarle; retrata más que pinta, defecto en verdad muy disculpable cuando se trata de retratar.

»Y no sólo ha hecho el señor Mesonero un servicio a la literatura; ha hecho también algunos a su país. Muchas de las ideas por él emitidas han encontrado en la opinión pública tal apoyo y tal fuerza de asentimiento, que se han visto realizadas. En este caso se halla el monumento y la leyenda dedicados a Cervantes no hace mucho en esta capital, y de que el autor del Ingenioso Hidalgo es evidentemente deudor al autor del Manual y del Panorama.

»Escritores nosotros también de costumbres, ramo de literatura en que comenzamos a publicar nuestros humildes ensayos casi al mismo tiempo que El Curioso Parlante, si no pretendemos haber alcanzado igual grado de perfección, tenemos sí la persuasión de poder mejor que otros apreciar las dificultades del género, y nos reconocemos con suficiente amor a la justicia para hacer en sus aras el sacrificio de nuestras propias pretensiones. Los laureles ajenos pueden estimularnos, no inspirarnos un sentimiento innoble, capaz de oscurecer a nuestros ojos el mérito de los que recorren nuestra misma carrera. -¿Cómo pudiera ser de otra suerte? -El amor al bien, y el deseo de contribuir en lo poco que podemos a la mayor ilustración de nuestro país, nos mueve más a escribir que la sed de una gloria que tan difícil sabemos es de conseguir. En este supuesto, no vemos nunca en una obra feliz la gloria que su autor puede adquirir; nos consideramos con él resortes de una misma máquina; el honor que sobre él recae refluye sobre la clase entera; ni son tantos en España los que presentan títulos a la consideración general, que puedan estorbarse. Hagamos justicia al talento, y démonos el parabién por haber tenido una ocasión más, entre las pocas que se nos presentan, de dar descanso a la prensa satírica, que por lo regular manejamos con más dolor nuestro que de aquellos mismos a quienes nos vemos en la triste precisión de lastimar».

FÍGARO.

(El Español, junio 20 de 1836)






ArribaAbajoLas costumbres de Madrid

Dificile est proprie communia dicere.


HORAT.                


«Éste que llama el vulgo estilo llano, envuelve tantas fuerzas, que quien osa tal vez acometerle, suda en vano».


LUPERCIO DE ARGENSOLA.                


Grave y delicada carga es la de un escritor que se propone atacar en sus discursos los ridículos de la sociedad en que vive. Si no está dotado de un genio observador, de una imaginación viva, de una sutil penetración; si no reúne a estas dotes un gracejo natural, estilo fácil, erudición amena, y sobre todo un estudio continuo del mundo y del país en que vive, en vano se esforzará a interesar a sus lectores; sus cuadros quedarán arrinconados, cual aquellos retratos que, por muy estudiados que estén, no alcanzan la ventaja de parecerse al original.

El transcurso del tiempo y los notables sucesos que han mediado desde los últimos años del siglo anterior, han dado a las costumbres de los pueblos nuevas direcciones, derivadas de las grandes pasiones e intereses que pusieran en lucha las circunstancias. Así que un francés actual, se parece muy poco a otro de la corte de Luis XV, y en todas las naciones se observa la misma proporción.

Los españoles, aunque más afectos en general a los antiguos, no hemos podido menos de participar de esta metamorfosis, que se hace sentir tanto más en la corte por la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros. Añádanse a estas causas las invasiones repetidas dos veces en este siglo, la mayor frecuencia de los viajes exteriores, el conocimiento muy generalizado de la lengua y la literatura francesas, el entusiasmo por sus modas, y más que todo, la falta de una educación sólidamente española, y se conocerá la necesidad de que nuestras costumbres hayan tomado un carácter galo-hispano, peculiar del siglo actual, y que no han trazado ni pudieron prever los rígidos moralistas, o los festivos críticos que describieron a España en los siglos anteriores. Es a la verdad muy cierto que, en medio de esta confusión de ideas, y al través de tal extravagancia de usos, han quedado aún (principalmente en algunas provincias) muchos característicos de la nación, si bien todos en general reciben paulatinamente cierta modificación que tiende a desfigurarlos.

Los franceses, los ingleses, alemanes y demás extranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien desentendiéndose del trascurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en tiempo de los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en el extranjero de algunos años a esta parte con los pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres españolas, El Español, Viaje a España, etc., etc., se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con la guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada; así es como se ha hecho de un sereno un héroe de novela; de un salteador de caminos un Gil Blas; de una manola de Lavapiés una amazona; de este modo se ha embellecido la plazuela de Afligidos, la venta del Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más notables monumentos, las obras más estimadas del arte; y así en fin los más sagrados deberes, la religiosidad, el valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han sido puestos en ridículo y representados como obstinación, preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu.

Pero ¿qué ha de suceder? Viene a España un extranjero (y principalmente uno de vuestros vecinos transpirenaicos) y durante los cuatro días de camino de Bayona a Madrid no cesa de clamar con sus compañeros de diligencia contra los usos y costumbres de la nación que aún no conoce; apéase en una fonda extranjera, donde se reúne con otros compatriotas que se ocupan exclusivamente de la alza o baja de los fondos en París o de las discusiones de las cámaras; visita a todos sus paisanos, atiende con ellos a sus especulaciones mercantiles, y sigue en un todo sus patrios usos.

Levántase, por ejemplo, al siguiente día, y después de desayunarse con cuarenta y ocho columnas de diarios llegados por la mala, se dirige por el más corto camino a casa de Mr. Monier a tomar un baño; luego a almorzar chez Genieys; después al salón de Petibon, o al obrador de Rouget; desde allí a la embajada, y saliendo a las tres.

¡Peste de país! no hay nadie en las calles». -Con lo cual se baja al Prado, donde no deja de hallar a aquella hora a algún ciego que baila los monos delante de los muchachos, otro que enseña el tutili-mondi al son del tambor o un calesín que va a los toros con dos manolas gallardamente escoltadas por un picador y un chulo. -«Vamos a los toros...» -gritos, silbidos, expresiones obscenas... -«¡Oh le vilain pays!». -Embiste el toro, cae el picador, derriba a los chulos, estropea el caballo; saca su libro de memoria y anota -«En la corrida de toros murieron siete hombres, y el público reía grandemente». -Sale de allí y baja al Prado al anochecer; hay mucha gente, pero ya no se ve. -«Las jóvenes personas (anota) van al Prado tan tapadas que no se las ve». -Súbese por la calle de la Reina, come en Genieys, donde el Champagne y el Bordeaux le entretienen tanto que llega al teatro cuando se ha empezado el sainete: «Las pequeñas piezas en España son pitoyables». -No le parece tanto otra pieza que se distingue en la primer fila de la cazuela; espérala a su descenso, y viéndola cabalmente sin compañía se ofrece caballerescamente a hacérsela; acepta ella como era de esperar, y desde el momento le habla con la mayor marcialidad: «Las mujeres en España son extremadamente amables» -dice, sin meterse a averiguar más respecto a su compañera. -Luego va a una soirée, donde al instante todos empiezan bien o mal a hablarle en francés, y para diferenciar le invitan a jugar al écarté o a bailar la galope, con lo cual vase luego a su casa y emplea el resto de la noche en extender sus memorias sobre las costumbres españolas, y pintar los románticos amores de don Gómez con donna Matilda, o donna Paquita con don Fernández. -Pasan así quince días, vuelve rápidamente a Bayona, y a poco tiempo «Tableau moral et politique de l'Espagne, par un observateur»; -y pillando un trozo de Lesage, no duda en adoptar por epígrafe el: «Suivez moi, je vous ferai connaître Madrid». Y por cierto que el Madrid que ellos pintan no lo conocería Lesage ni el autor del Manual.

No pudiendo permanecer tranquilo espectador de tanta falsedad, y deseando ensayar un género que en otros países han ennoblecido las elegantes plumas de Adisson, Jouy y otros, me propuse, aunque siguiendo de lejos aquellos modelos y adorando sus huellas, presentar al público español cuadros que ofrezcan escenas de costumbres propias de nuestra nación, y más particularmente de Madrid, que como corte y centro de ella, es el foco en que se reflejan las de las lejanas provincias. -No dejo de conocer que los respetables nombres que acabo de escribir, y las cualidades que senté al principio de este discurso, y que reconozco indispensables para llenar con perfección esta tarea, son otros tantos cargos contra mí, y que acriminan la presunción de mi intento; pero por otro lado, sea que nuestro gusto no esté tan refinado, ni exija tanta perfección como en aquellos países, sea que marche por un campo virgen, donde a poco esfuerzo pueden recogerse flores y matizar con ellas mis descoloridos cuadros, sea, en fin, fortuna mía, he conseguido hasta ahora que el público que ha reído con la El Retrato, la Calle de Toledo, La Comedia casera y las Visitas, se haya mostrado juez indulgente con quien le divierte a su costa.

Mi intento es merecer su benevolencia, si no por la brillantez de las imágenes, al menos por la verdad de ellas; si no por la ostentación de una pedantesca ciencia, por el interés de una narración sencilla; y finalmente, si no por el punzante aguijón de la sátira, por el festivo lenguaje de la crítica. Las costumbres de la que en el idioma moderno se llama buena sociedad, las de la medianía, y las del común del pueblo, tendrán alternativamente lugar en estos cuadros, donde ya figurará un drama llorón, ya un alegre sainete. Empero nadie podrá quejarse de ser el objeto directo de mis discursos, pues deben tener entendido que cuando pinto, no retrato.

Esto supuesto, y entre tanto que otros artículos preparo, saldrán a lucir sin formalidad ni cumplimiento Los cómicos en Cuaresma, La empleo-manía, El día 30 del mes, El Patio del correo, El Pleito, La Sala y la Cocina, El Teatro, La Comida de campo, y otros muchos, ya borrajeados, ya in pectore, donde vayan encontrando su respectivo lugar todas las virtudes, todos los vicios y todos los ridículos que forman en el día nuestra sociedad; donde los usos generales, los dichos familiares, caractericen el pueblo actual, llevando en su veracidad la fecha del escrito, y donde al mismo tiempo que se ataque al ridículo, se vengue al carácter nacional de los desmedidos insultos, de las extravagantes caricaturas en que le han presentado sus antagonistas. ¡Ojalá que, guiado por una luz diáfana, acierte a llenar mi propósito, y ojalá que el público, al leer estos artículos diga con Terencio: «Sic nunc sunt mores». -«¡Tales con nuestras actuales costumbres!».

(Enero de 1832)




ArribaAbajoEl retrato


«Quien no me creyere que tal sea de él,
Al menos me deben la tinta y papel».


BARTOLOMÉ TORRES NAHARRO.                


Por los años de 1789 visitaba yo en Madrid una casa en la calle ancha de San Bernardo; el dueño de ella, hombre opulento y que ejercía un gran destino, tenía una esposa joven, linda, amable y petimetra: con estos elementos, con coche y buena mesa puede considerarse que no les faltarían muchos apasionados. Con efecto, era así, y su tertulia se citaba como una de las más brillantes de la corte. Yo, que entonces era un pisaverde (como si dijéramos un lechuguino del día), me encontraba muy bien en esta agradable sociedad; hacía a veces la partida de mediator a la madre de la señora, decidía sobre el peinado y vestido de ésta, acompañaba al paseo al esposo, disponía las meriendas y partidas de campo, y no una vez sola llegué a animar la tertulia con unas picantes seguidillas a la guitarra, o bailando un bolero que no había más que ver. Si hubiese sido ahora, hubiera hablado alto, bailado de mala gana, o sentándome en el sofá, tararearía un aria italiana, cogería el abanico de las señoras, haría gestos a las madres y gestos a las hijas, pasearía la sala con sombrero en mano y de bracero con otro camarada, y en fin, me daría tono a la usanza..., pero entonces... entonces me lo daba con mi mediator y mi bolero.

Un día, entre otros, me hallé al levantarme con una esquela, en que se me invitaba a no faltar aquella noche, y averiguado el caso, supe que era día de doble función, por celebrarse en él la colocación en la sala del retrato del amo de la casa. Hallé justo el motivo, acudí puntual, y me encontré al amigo colgado en efigie en el testero con su gran marco de relumbrón. No hay que decir que hube de mirarle al trasluz, de frente y costado, cotejarle con el original, arquear las cejas, sonreírme después, y encontrarle admirablemente parecido; y no era la verdad, porque no tenía de ello sino el uniforme y los vuelos de encaje. Repitiose esta escena con todos los que entraron, hasta que ya llena la sala de gentes, pudo servirse el refresco (costumbre harto saludable y descuidada en estos tiempos), y de allí a poco sonó el violín, y salieron a lucir las parejas, alternando toda la noche los minuets con sendos versos que algunos poetas de tocador improvisaron al retrato.

Algunos años después volví a Madrid y pasé a la casa de mi antigua tertulia: pero ¡oh Dios! quantum mutatus ab illo! ¡qué trastorno! el marido había muerto hacía un año, y su joven viuda se hallaba en aquella época del duelo en que, si bien no es lícito reírse francamente del difunto, también el llorarle puede chocar con las costumbres. Sin embargo, al verme, sea por afinidad, o sea por cubrir el expediente, hubo que hacer algún puchero, y esto se renovó cuando notó la sensación que en mí produjo la vista del retrato, que pendía aún sobre el sofá. -«¿Le mira usted?» (exclamó): «¡Ay pobrecito mío!». -Y prorrumpió en un fuerte sonido de nariz; pero tuvo la precaución de quedarse con el pañuelo en el rostro, a guisa del que llora.

Desde luego un don No-sé-quién, que se hallaba sentado en el sofá con cierto aire de confianza, saltó y dijo:

-«Está visto, doña Paquita, que hasta que V. no haga apartar este retrato de aquí, no tendrá un instante tranquilo»; -y esto lo acompañó con una entrada de moral que había yo leído aquella mañana en el Corresponsal del censor. Contestó la viuda, replicó el argumentante, terciaron otros, aplaudimos todos, y por sentencia sin apelación se dispuso que la menguada efigie sería trasladada a otra sala no tan cotidiana; volví a la tarde, y la vi ya colocada en una pieza interior, entre dos mapas de América y Asia.

En estas y las otras, la viuda, que sin duda había leído a Regnard y tendría presentes aquellos versos, que traducidos en nuestro romance español podrían decir:


    ¿Mas de qué vale un retrato
Cuando hay amor verdadero?
¡Ah! sólo un esposo vivo
Puede consolar del muerto1

hubo de tomar este partido, y a dos por tres me hallé una mañana sorprendido con la nueva de su feliz enlace con el don Tal, por más señas. Las nubes desaparecieron, los semblantes se reanimaron, y volvieron a sonar en aquella sala los festivos instrumentos... ¡Cosas del mundo!

Poco después, la señora, que se sintió embarazada, hubo de embarazarse también de tener en casa al niño que había quedado de mi amigo, por lo que se acordó en consejo de familia ponerle en el seminario de nobles; y no hubo más, sino que a dos por tres hiciéronle su hatillo y dieron con él en la puerta de San Bernardino: dispúsosele su cuarto, y el retrato de su padre salió a ocupar el punto céntrico de él. La guerra vino después a llamar al joven al campo del honor; corrió a alistarse en las banderas patrias, y vueltos a la casa paterna sus muebles, fue entre ellos el malparado retrato, a quien los colegiales, en ratos de buen humor habían roto las narices de un pelotazo.

Colocósele por entonces en el dormitorio de la niña, aunque notándose en él a poco tiempo cierta virtud chinchorrera, pasó a un corredor, donde le hacían alegre compañía dos jaulas de canarios y tres campanillas.

La visita de reconocimiento de casas para los alojados franceses recorría las inmediatas; y en una junta extraordinaria, tenida entre toda la vecindad, se resolvió disponer las casas de modo que no apareciera a la vista sino la mitad de la habitación, con el objeto de quedar libres de alojados. -Dicho y hecho; -delante de una puerta que daba paso a varias habitaciones independientes, se dispuso un altar muy adornado, y con el fin de tapar una ventana que caía encima... «¿que pondremos? ¿qué no pondremos?». -El retrato. -Llega la visita, recorre las habitaciones, y sobre la mesa del altar, ya daba el secretario por libre la casa, cuando ¡oh desgracia!... un maldito gato que se había quedado en las habitaciones ocultas, salta a la ventana, da un maído, y cae el retrato, no sin descalabro del secretario, que enfurecido tomó posesión, a nombre del Emperador, de aquella tierra incógnita destinando a ella un coronel con cuatro asistentes.

Asendereado y maltrecho yacía el pobre retrato, maldecido de los de su casa y escarnecido de los asistentes, que se entretenían, cuándo en ponerle bigotes, cuándo en plantarle anteojos, y cuándo en quitarle el marco para dar pábulo a la chimenea.

En 1815 volví yo a ver la familia, y estaba el retrato en tal estado en el recibimiento de la casa; el hijo había muerto en la batalla de Talavera; la madre era también difunta, y su segundo esposo trataba de casar a su hija. Verificose esto a poco tiempo, y en el reparto de muebles que se hizo en aquella sazón, tocó el retrato a una antigua ama de llaves, a quien ya por su edad fue preciso jubilar. Esta tal tenía un hijo que había asistido seis meses a la Academia de San Fernando, y se tenía por otro Rafael, con lo cual se propuso limpiar y restaurar el cuadro. Este muchacho, muerta su madre, sentó plaza, y no volví a saber más de él.

Diez y seis años eran pasados cuando volví a Madrid, el último. No encontré ya mis amigos, mis costumbres, mis placeres, pero en cambio encontré más elegancia, más ciencia, más buena fe, más alegría, más dinero y más moral pública. No pude dejar de convenir en que estamos en el siglo de las luces. -Pero como yo casi no veo ya, sigo aquella regla de que al ciego el candil le sobra; y así, que abandonando los refinados establecimientos, los grandes almacenes, los famosos paseos, busqué en los rincones ocultos los restos de nuestra antigüedad y por fortuna acerté a encontrar alguna botillería en que beber a la luz de un candilón; algunos calesines en que ir a los toros; algunas buenas tiendas en la calle de Postas; algunas cómodas escaleras de la Plaza, y sobre todo un teatro de la Cruz que no pasa día por él.

Finalmente, cuando me hallé en mi centro, fue cuando llegaron las ferias. No las hallé, en verdad, en la famosa plazuela de la Cebada; pero en las demás calles el espectáculo era el mismo. Aquella agradable variedad de sillas desvencijadas, tinajas sin suelo, linternas sin cristal, santos sin cabeza, libros sin portada; aquella perfecta igualdad en que yacen por los suelos las obras de Loke, Bertoldo, Fenelon, Valladares, Metastasio, Cervantes y Belarmino; aquella inteligencia admirable con que una pintura del de Orbaneja cubre un cuadro de Ribera o Murillo; aquel surtido general, metódico y completo de todo lo útil y necesario; no pudo menos de reproducir en mí las agradables ideas de mi juventud.

Abismado en ellas subía por la calle de San Dámaso a la de Embajadores, cuando a la puerta de una tienda, y entre varios retazos de paño de varios colores, creí divisar un retrato cuyo semblante no me era desconocido. Limpio mis anteojos, aparto los retales, tiro un velón y dos lavativas que yacían inmediatas, cojo el cuadro, miro de cerca... «¡Oh Dios mío! -exclamé-: ¿y es aquí donde debía yo encontrar a mi amigo?».

Con efecto, era él, era el cuadro del baile, el cuadro del seminario, de los alojados y del ama de llaves; la imagen, en fin, de mi difunto amigo. No pude contener mis lágrimas, pero tratando de disimularlas, pregunté cuánto valía el cuadro. -«Lo que usted guste» -contestó la vieja que me lo vendía; insté a que le pusiera precio, y por último me lo dio en dos pesetas; informéme entonces de dónde había habido aquel cuadro, y me contestó que hacía años que un soldado se lo trajo a empeñar, prometiéndole volver en breve a rescatarlo, pues según decía, pensaba hacer su fortuna con el tal retrato, reformándole la nariz, y poniéndole grandes patillas, con lo cual quedaba muy parecido a un personaje a quien se lo iba a regalar; pero que habiendo pasado tanto tiempo sin aparecer el soldado, no tenía escrúpulo en venderlo, tanto más, cuanto que hacía seis años que salía a las ferias, y nadie se había acercado a él; añadiéndome que ya lo hubiera tirado a no ser porque le solía servir cuándo para tapar la tinaja, y cuándo para aventar el brasero.

Cargué al oír esto precipitadamente con mi cuadro, y no paré hasta dejarlo en mi casa seguro de nuevas profanaciones y aventuras. Sin embargo, ¿quién me asegura que no las tendrá? Yo soy viejo, muy viejo, y muerto yo ¿qué vendrá a ser de mi buen amigo? ¿Volverá séptima vez a las ferias? ¿o acaso alterado su gesto tornará de nuevo a autorizar una sala? ¡Cuántos retratos habrá en este caso! En cuanto a mí, escarmentado con lo que vi en éste, me felicito más y más de no haber pensado en dejar a la posteridad mi retrato -¿para qué?- para presidir a un baile, para excitar suspiros, para habitar entre mapas, canarios y campanillas; para sufrir golpes de pelota; para criar chinches; para tapar ventanas; para ser embigotado y restaurado después, empeñado y manoseado, y vendido en las ferias por dos pesetas...

(Enero de 1832)

NOTA. -Este artículo fue el primero que publicó el autor, con la firma de Un Curioso Parlante, en la revista titulada Cartas Españolas, del 12 de enero de 1832. Leyéndole hoy no puede menos de sonreír al observar el empeño que en su primera edad juvenil parece que formaba en aparecer viejo ante sus lectores, así como en los últimos artículos de esta obrita, escritos diez años después y en su edad madura, lucha y se esfuerza por dar a sus cuadros la frescura y colorido de la juventud. -Achaque es éste natural y propio de los escritores de costumbres, que anhelando siempre proceder por comparación con épocas anteriores, van a buscarlas, cuando muchachos, a las sociedades que no alcanzaron; y después cuando ya maduros, a las que formaban sus delicias en los tiempos de su risueña juventud. -Por lo demás esta historia de un retrato, no es propiamente tal, sino en cuanto está fundada en datos, ciertos unos, calculados otros, y esparcidos en diversos casos, aunque fundados todos en las debilidades propias de nuestra humana condición. -En este artículo, como en otros muchos de esta obrita, quisiéronse entonces buscar originales determinados; pero luego los que tal pensaban, hubieron de desengañarse de que no fue ni pudo ser la intención del autor más que la de alcanzar en su pintura imaginada todo el grado de verosimilitud posible; y así hubo de creerlo entre otros el difunto Comisario de Cruzada, Sr. Varela, que deseando conocerle, para felicitarle por este artículo, se le hizo presentar por un amigo, y con la sonrisa en los labios le manifestó que destinaba a la Academia de San Fernando el retrato suyo pintado recientemente. - «Porque (añadió con mucha gracia) aunque el mérito del pincel de López me asegure contra las ferias, no quisiera morirme con el escozor que me ha producido su artículo de V.».




ArribaAbajoLa calle de Toledo


    «Como aquí de provincias tan distantes
Concurren, o por gracia o por justicia,
Diversas lenguas, trajes y semblantes;
    »Necesidad, favor, celo, codicia,
Forman tumulto, confusión y prisa
Tal, que dirás que el orbe se desquicia».


B. DE ARGENSOLA.                


Pocos días ha tuve que salir a recibir a un pariente que viene a Madrid desde Mairena (reino de Sevilla), con el objeto de examinarse de escribano. Las diez eran de la mañana cuando me encaminé a la gran puente que presta paso y comunicación al camino real de Andalucía, y ayudado de mi catalejo, tendí la vista por la dilatada superficie, para ver si divisaba, no la rápida diligencia, no el brioso alazán, sino la compasada galera en que debía venir el cuasi-escribano.

Poco rato se me hizo aguardar para dejarse ver de los ángeles acá (rari nantes in gurgite vasto), y mucho más hube de esperar para que llegase adonde yo estaba. Verificolo al fin; viome mi primo; saltó del incómodo camaranchón, y pian pian enderezamos hacia la gran villa, ya acortando el paso para que pudieran seguirnos las siete mulas que arrastraban la galera, ya procurando conservar la distancia conveniente para no ser interrumpidos en nuestra sabrosa plática por la monótona armonía de los cencerros y campanillas de las bestias, de los jaleos y rondeñas de los zagales.

-Y bien, primo mío, ¿qué te parece del aspecto de Madrid?

-Que ze pué desir dél lo que de Parmira, que ez la perla del dezierto; y oyez, y tuvieron rason zus fundadores en zituarle sobre alturas, porque zinó, con este río, adonde vamo-ha-paral...

-Ya te entiendo; pero en cambio tienes aquí éste, que si no es gran puente, por lo menos es un puente grande.

-Zin duda; y aun por ezo he leído yo en un libraco viejo unaz copliyaz que disen...


    Fuérame yo por la puente
Que lo es sin encantamiento,
En diciembre, de Madrid,
Y en verano, de Ríoseco;
La que, haciéndose ojos toda
Por ver su amante pigmeo,
Se queja dél porque ingrato
Le da con arena en ellos;
La que...

¿Acabarás con tu pintura? -Rasón tienez; punto y coma y a otra coza, que ze hase tarde y habremoz de detenernoz en la puerta. -Y en efecto fue así, porque llegando a ésta, y mientras se verificaba la operación del registro, se pasó media hora, en la cual no estuvieron ociosos nuestros ojos ni nuestras lenguas.

Mi primo es un mozo, ni bien sabio, ni bien tonto; aunque una buena dosis de malicia tercia entre ambas cualidades, y haciéndole disimular la segunda, lo presta ciertos ribetes de la primera; además es andaluz, y ya se sabe que los de su tierra tienen la circunstancia de caer en gracia; condición harto esencial, y en Madrid más que en otra parte. Hecha esta prevención acerca de su carácter, no se extrañará que yo desease conocer el efecto que le producían las rápidas escenas que pasaban a nuestra vista, para lo cual y excitarle a hablar, anudé el interrumpido diálogo de esta manera:

-Vas a entrar en Madrid (le dije) por el cuartel más populoso y animado; desde luego debes suponer que no será el más elegante, sino aquel en que la corte se manifiesta como madre común, en cuyo seno vienen a encontrarse los hijos, las producciones y los usos de las lejanas provincias; aquel, en fin, en que las pretensiones de cada suelo, los dialectos, los trajes y las inclinaciones respectivas presentan al observador un cuadro de la España en miniatura.

-Punto ez ezte -dijo mi primo- para obzervarle zentados; aproyechemoz ezte poyito.

No bien lo habíamos dicho y hecho, cuando llegó una galera guiada por un valenciano tan ligero como su vestido. Él iba, venía a todos lados, retozaba con los demás, blandía su vara, ceñía y desceñía su faja, aguijaba a las mulas, contestaba a las preguntas del resguardo, y pregonaba de paso las esteras que conducía en su carro. Deseoso yo de que le escuchara mi pariente, trabé conversación con él, suponiendo curiosidad por conocer los proyectos que le traían a Madrid, y muy luego supimos por su misma boca que pensaba vender sus esteras en un portal durante el invierno; emplear su producto en loza, que vendería por las calles en la primavera; fijarse mientras el verano en una rinconada para vender horchata, y trasladarse después a una plazuela para regir, durante el otoño, un puesto de melones; tales eran los proyectos de este Proteo mercantil.

Poco después llegaron unos cuantos que, por sus anguarinas, grandes sombreros y alforjas al hombro, calificamos pronto de extremeños, que conducían las picantes producciones que tan buen olor, color y sabor prestan ala cuotidiana olla española. De éstos supimos que eran todos parientes y de un mismo pueblo (Candelario), y no pudo menos de chocarnos la semejanza de las facciones de tres de ellos, que parecían uno mismo, aunque en distintas edades; eran padre, hijo y nieto, y traían a éste por primera vez a la capital, por lo cual no cesaban de, darle consejos sobre el modo de presentarse en las casas, encarecer las ventajas del género y demás, concluyendo con una disertación choricera capaz de excitar al más inapetente.

Aun no se había acabado, cuando nos hallamos envueltos por una invasión de jumentillos alegres y vivarachos, que se entraron por la puerta con una franqueza sin igual: traían cada uno dos pellejos, y diciendo que sus conductores eran manchegos, no hay que añadir que los pellejos eran de vino. Los mozos echaron pie a tierra y dejaron ver sus robustas formas, su aire marcial, expresivas facciones, color encendido, ojos penetrantes; traían todos tremendas patillas; su pañuelo en la cabeza, y encima la graciosa monterilla; las varas a la espalda y atravesadas en el cinto. Empezaron luego a contar sus pellejos; mas por desgracia nunca iban de acuerdo con el guarda, pues si éste decía veinte, ellos sacaban diez y nueve; y volviendo a contar, sólo resultaban diez y siete; por último, se fijaron en diez y ocho, pagaron su cuota y echaron acorrer.

-Otro carromato. -¿De dónde? -De Murcia y Cartagena. -¿Carga? -Naranjas y granadas. -Al menos es cosa de sustancia. -Ahora van VV. a probar que la tienen.

-A un lao, zeñorez (exclamó mi primo levantándose); a un laíto por amor de Dioz, que viene aquí la gente. -Y decíalo por una sarta de machos engalanados que entraban por la puerta con sendos jinetes encima.

-A la paz de Dioz, caballeros -saludó con voz aguardentosa un viejo que al parecer hacía de amo de los demás.

-Toque esoz sinco, paizano -dijo mi primo sin poderse contener-; «¿de qué parte del paraízo?».

-De Jaén -replicó con un ronquido el viejo.

-Buena tierra, zi no estuviera tan serca de Caztiya.

-Maz serca eztá del sielo.

-Como que tiene la cara de Dios.

-Y como que zí; pero dejando esto, ¿no me dirá zu mersé (dirigiéndose a mí) de dónde han traído esta puelta? porque, o me engañan miz vizualez, o no eztaba añoz atraz cuando yo eztuve en este lugar.

-Así es la verdad -le contesté-; porque hace pocos años que se sustituyó este monumento a las mezquinas tapias que antes daban entrada por esta parte a la capital.

-Ahora -repuso el escribano- la entrada parese mezquina al lado de la puerta.

Aquí llegábamos en nuestra conversación, cuando se nos dio por sanos y salvos, con lo que pudimos emprender la subida de la calle, alternando nuestras observaciones con el viejo andaluz. Entre los primeros objetos que la fijaron, fueron la recua de manchegos que habíamos visto en la puerta, los cuales salían de una posada inmediata para repartir los cueros por las tabernas. Mi primo me hizo observar que llevaban veinte pellejos, y acordándonos de los diez y ocho pagados a la puerta, nos persuadimos de que habrían tratado de imitar el milagro de las bodas de Caná.

Divertíamos así nuestro camino, contemplando la multitud de tiendas y comercios que prestan a aquella calle el aspecto de una eterna feria; tantas tonelerías, caldererías, zapaterías y cofrerías; tantos barberos, tantas posadas, y sobre todo, tantas tabernas. Esta última circunstancia hizo observar a mi primo que la afición al vino debe ser común a todas las provincias. Yo sólo le contesté que son ochocientas diez las tabernas que hay en Madrid.

Engolfados en nuestra conversación tropezábamos, cuándo con un corro de mujeres cosiendo al sol; cuándo con un par de mozos durmiendo a la sombra; muchachos que corren; asturianos que retozan; carreteros que descargan a las puertas de las posadas; filas de mulas ensartadas unas a otras y cargadas de paja, que impiden la travesía; acá, una disputa de castañeras; allá, una prisión de rateros; por este lado, un relevo de guardia; por el otro, un entierro solemne...

Favor a la justicia. -Agur, camaráa. -Requiem aeternam. -Pue ya... ¡el demonio del usía! -Cabayero, una calesa. -Vaya usté con Dios, prenda. -Chas... a un lado, la diligencia de Carabanchel. -Aceituna bue... -Señores, por el amor de Dios. -Riá... toma... só... ó... ó... generala, coronela. -Perdone V., caballero. -No hay de qué...

Con estas y otras voces, la continua confusión y demás, mi primo se atolondró de modo que le perdí de vista y tardé largo rato en volverle a encontrar. Por fin pude hallarle, que estaba parado delante de la fuente nueva.

-¿Qué haces ahí parado? le preguntó con algún ceño.

-¿Qué he de haser, hombre? eztoy recordando todo el Buffón, a ver zi zaco en limpio qué animalejo ez ezte que eztá ahí ensima. -Majadero, ¿no conoces que es el león?... -Como no lo dise el letrero... -Vamos, vamos.

«Parador de Cádiz». -«Aquí se sacan muelas a gusto de los parroquianos». -«Se gisa de comer por un tanto diario todos los días». -«Memoria-lista, se echan cuentas en todas lenguas». -«Aquí se venden hábitos para difuntos completos». -«Zapatos para hombres rusos hechos en Madrid». -«Aquí se venden sombreros para niños de paja».

-¿Qué demonios estás diciendo? -Leo laz mueztraz (contestó mi primo). -Vaya, déjate de tonterías, y repara que pisas el recinto fatal en que los condenados al último suplicio... -Pacito, primo, que tengo buen humor y no eztá nada lindo ezo de que me enzeñes la horca antes que el lugar.

Tremendos cartelones. -«Teatro del Príncipe». - El Castillo de Staonins-Coyz, o los siete crímenes. -Cruz. -Los asesinos elegantes. -Sartén. -Horror y desesperación, drama melo-mimo-lóbrego». -Oyez, primo, ¿y ze entretienen los zeñores madrileñoz con eztas lindesaz? -Qué quieres ¡el gusto del siglo!... -Pue hemoz llegao a un ziglo divertío.

Soberbia perspectiva hase eza iglesia. -Como que es la principal de la corte y dedicada a su santo patrono. -Póngase en primer lugar en mi libro para visitarla mañana.

A este punto y hora llegábamos, cuando vimos a lo lejos una calesa con la, cubierta echada atrás y sentadas en ella dos manolas, con aquel aire natural que las caracteriza. Ni Tito ni Augusto, al volver triunfantes a la capital del orbe, pasaron más orgullosos bajo los arcos que les eran dedicados que nuestras dos heroínas por el de la Plaza Mayor. Guardapiés amarillos y encarnados, ricas mantillas de sarga y terciopelo sobre los hombros, pañuelos de color de rosa al pecho, cesto de trenzas en las cabezas, y coloreadas las mejillas por el vapor del vino; tal era el atavío con que venían echándose fuera de la calesa, y pelando unas naranjas con un desenfado singular. Aquí la turbación de mi provincial; parado delante de la calesa no reparaba su peligro, hasta que una de las manolas:

-Oiga, señor visión -le dijo-, déjenos el paso franco.

-¿Adónde van laz reinaz?

-A perderle de vista.

-Si nesecitazen un hombre al eztribo...

-¿Y son así los hombres en su tierra? Jesús, ¡qué miedo!

-Y qué, ¿no me han de dar un cacho de naranja?

-Tome el rocín venido.

Y le dirigieron a las narices una cáscara de vara y media; con lo cual, y aguijando el caballejo, desaparecieron en medio de la risa general. Yo hube de contener la mía por no irritar al pobre mozo, a quien no me pareció había gustado el lance; pero me propuse echarle después un buen sermón. Entre tanto seguimos nuestro camino sin hablar palabra hasta casa, recapitulando ambos lo que habíamos visto y oído; él para aprovecharse de ello, y yo para contarlo aquí.

(Febrero de 1832)




ArribaAbajoLa comedia casera

«On sera ridicule et je n'oserai rire?».


BOILEAU.                


Los hombres nos reímos siempre de lo pasado; el niño juguetón se burla del tierno rapaz sujeto en la cuna; el joven ardiente y apasionado recuerda con risa los juegos de su niñez; el hombre formal mira con frialdad los ardores de la juventud, y el viejo, más próximo ya al estado infantil, sonríe desdeñosamente a los juegos bulliciosos, a las fuertes pasiones y al amor de los honores y riquezas que a él le ocuparan en las distintas estaciones de la vida. A su vez las demás edades ríen de los viejos..., con que queda justificado el dicho de que la mitad del mundo se ríe siempre de la otra mitad.

-¿Y a qué viene una introducción tan pomposa, que al oírla nadie dudaría que iba usted a improvisar una disertación filosófica a la manera de Demócrito?

Tal le decía yo a mi vecino, don Plácido Cascabelillo, cierta mañana entre nueve y diez, mientras colocábamos pausadamente en el estómago sendos bollos de los PP. de Jesús, hondamente reblandecidos con un rico chocolate de Torroba.

-Dígolo -me contestó el vecino con una sonrisa (y aquí se precipitó a alcanzar con los labios una casi deshecha sopa que desde la mano, por un efecto de su gravedad quería volver a la jícara)-, dígolo por la escena que acabo de tener con mi sobrino.

-¿Y se puede saber cuál es la escena?

-Óigala usted.

-Este joven, a quien usted conoce por sus finos modales, nobles sentimientos, y por la fogosidad propia de sus veinte y dos años, tiene al teatro una afición que me da que temer algunas veces, aunque por otro lado no dejo de admirar su extraordinaria habilidad; así que, siempre que le sorprendo en su cuarto representando solo, y después de haberle escuchado un rato con admiración, no dejo de entrar con muy mal gesto a distraerle y aun regañarle.

Días pasados me manifestó que una reunión de amigos habían determinado ejecutar en este Carnaval una comedia casera, y al principio me opuse a su entrada en ella; pero acordándome luego que yo había hecho lo mismo a su edad, hube de ceder, convencido de las cualidades que adornaban a todos los de la reunión, de la inocencia del objeto, y de la inutilidad de resistir a los esfuerzos de mi sobrino. La sociedad recibió con entusiasmo mi condescendencia, y queriendo dar una prueba plena de su agradecimiento, resolvió nemine discrepante (ríase V. un poco, amigo mío), nombrarme su presidente.

-Aquí prorrumpimos ambos en una carcajada, y echando un pequeño sorbo para dejar el jicarón a la mitad, continuamos nuestros bollos, y prosiguió.

-Ya conoce V. que hubiera sido descortesía corresponder con una negativa a tan solemne honor. Muy lejos de ello, oficié a la Junta dándole las gracias por su distinción, y admitiendo el sillón presidencial. Aquella misma noche se citó para la toma de posesión, y la verifiqué en medio de la alegría de ambos lados, cubiertos de socios actores, socios contribuyentes y socios agregados.

El que hacía de secretario de la Junta me leyó un reglamento en que se disponía la división en comisiones. Comisión de buscar casa, comisión de decoraciones, comisión de candilejas, comisión de copiar papeles, comisión de trajes y comisión de permiso para la representación. De ésta quedé yo encargado, y presidente nato de las demás.

El contarle a V., amigo mío, las profundas discusiones, los acalorados debates, las distintas proposiciones, indicaciones, adiciones y resoluciones que han ido eslabonándose en las posteriores juntas, sería nunca acabar. Baste, pues, decirle, que encontramos en la calle de... una casa con sala bastante capaz (después de tirar tres tabiques y construirlos más apartados), de un aspecto bastante decente (después de blanqueada y pintada), y con los enseres necesarios (que se alquilaron y colocaron donde convino). Así que resuelto este problema y el del permiso favorablemente, los demás fueron ya de más fácil resolución, o quedaron subordinados a la importante discusión, acerca de la elección de pieza que se había de representar.

Diez y siete se tuvieron presentes. Óigalas V. (dijo esto sacando un papelejo de su escritorio). El Otelo, las Minas de Polonia, Pelayo, la Pata de Cabra, la Cabeza de bronce, el Viejo y la niña, el Rico-hombre de Alcalá, el Español y la Francesa, el Jugador de los treinta años, el Médico a palos, el Tasso, el Delincuente honrado, A Madrid me vuelvo, García del Castañar, la Misantropía, Sancho Ortiz de las Roelas y El Café. Ya usted ve que en nuestra Junta no preside exclusivamente el género clásico ni el romántico.

Las dificultades que a todas se ofrecían eran importantes. En una había tres decoraciones, y los bastidores no se habían pintado más que por dos lados, por la sencilla razón de que no tenían más; tal necesitaban dos viejas, y ninguna de la comparsa, aun las de cincuenta y ocho años, se creían adecuadas para semejantes papeles; cuál llamaba a una niña de diez y ocho años, y una de cuarenta rotundamente embarazada, se empeñaba en ejecutar aquel papel. En una salía un rey, y el designado para este papel era bajo; en otra tenía el gracioso demasiado papel y poca memoria; todos querían ser primeros galanes; los que se avenían a los segundos apenas sabían hablar; se cuidaba por los maridos que el oficial N. no hiciera de galán enamorado; los amantes no consentían que sus queridas salieran de criadas; los galanes y las damas (porque a esta Junta fueron admitidas), los barbas, las partes de por medio y las personas que no hablan, todos hablaban allí por los codos y a la vez, de modo que yo, presidente, vi varias veces desconocida mi autoridad. Por último, después de largo rato pudo restablecerse el orden, y a instancias de mi sobrino se resolvió y adoptó generalmente la comedia de El Rico-hombre de Alcalá, no sin grandes protestas y malignas demostraciones de un joven andaluz, a quien para desagraviarle se encargó el papel del rey don Pedro.

Terminado así este importante punto, pasamos a vencer otras dificultades, como tablado, decoraciones, orquesta, bancos, mozos de servicio, arreglo de entradas, salidas, billetes, señas, contraseñas y demás del caso; y no tengo necesidad de decir a V. que en estos veinte y cinco días se han renovado veinte y cinco veces en nuestra sala de juntas las escenas del campo de Agramante.

Por último, la suscripción se realizó, el arreglo del teatro también; los actores y actrices aprendieron sus papeles y empezaron los ensayos. En ellos fue, amigo mío, cuando saqué yo el escote de mi diversión. Porque había V. de ver allí las intriguillas, los chistes, los lances verdaderamente cómicos que sin cesar se sucedían. Quién formaba coalición con el apuntador para que apuntase a un desmemoriado en voz casi imperceptible; quién reñía con su querida porque en cierta escena había permanecido dos minutos más con su mano entre las del primer galán; cuál tomaba entre ojos a alguno porque le desairaba con sus grandes voces.

«Despacio, señores. -Más alto. -Conde, que le está a usted manchando esa vela. -Doña Antonia, que la llama a V. el rey don Pedro. -Esos brazos, que se meneen. -Usted sale por aquí y se vuelve por allá. -Doña Leonor, don Enrique, doña María, aquí mucho fuego. -Eso no vale nada».

Por este estilo puede V. figurarse lo demás; pero todo ello ha pasado entre la risa y la algazara, a no ser cierta competencia amorosa a que da lugar una de las actrices entre mi sobrino y el andaluz que hace de Rey. Varias veces hemos temido un choque, pero por fin salimos con bien de los ensayos; en su consecuencia se ha señalado esta noche para la primera representación, y tengo el honor, como presidente, de ofrecer a V. un billete.

Acepté gustoso el convite y llegada la noche, y habiéndome incorporado con don Plácido, nos metimos en un simón, que a efecto de conducir al presidente y actores había tomado la Compañía, y llegamos en tres cuartos de hora a la casa de la comedia. El refuerzo de un farol más en el portal nos advirtió de la solemnidad, y subiendo a la sala la encontramos ya ocupada tan económicamente, que no podíamos pasar por entre las filas de bancos. Por fin, atravesamos la calle real que corría en medio de la sala, formando división en la concurrencia, y fuímonos a colocar en la primera fila. Por de pronto tuvimos que hacerlo de modo que al sentarnos no viniesen abajo los dos que se hallaban en las extremidades del banco, aunque el del lado de la pared no quedó agradecido al refuerzo. Los socios corrían aquí y allá colocando a sus favoritas, haciendo que todo el mundo se quitase el sombrero, hablando con los músicos y con los acomodadores, entrando y saliendo del tablado, comunicando noticias de la proximidad del espectáculo, y cuidando en fin de que todos estuviesen atentos.

Los concurrentes por su parte cada cual se hallaba ocupado en reconocer los puestos circunvecinos; alargar el pescuezo por encima de un peine, enfilar la vista entre dos cabezas, limpiar el anteojo, sonreírse, corresponder con una inclinación a un movimiento de abanico, y entablar en fin aquellos diálogos generales en tales ocasiones. Entre tanto los violines templaban, el bajo sonaba sus bordones, el apuntador sacaba su cabeza por el agujero, los músicos se colocaban en sus puestos, y con esto, y un prolongado silbido, todo el mundo se sentó, menos el telón, que se levantó en aquel instante.


    «-¿No me escuchas?
-¡Qué molesta
y qué cansada mujer!
-Siempre que te viene a ver
debe de subir por cuesta».

Ya pueden figurarse los lectores que así empezaron a representar; pero tres minutos antes que los dijeran ya repetía yo estos versos sólo de escucharlos al apuntador. Así fue repitiendo, y así nosotros escuchando, de suerte que oíamos la comedia con ecos.

Los actores eran de una desigualdad chocante. Cuando el uno acababa de decir su parte con una asombrosa rapidez, entraba otro a contestarle con una calma singular; uno muy bajito era galán de una dama altísima, que me hacía temblar por las bambalinas cada vez que parecía en la escena; cuál entraba resbalándose de lado por los bastidores; cuál salía atropellando cuanto encontraba y estremeciendo el tablado; sólo en una cosa se parecían todos, es a saber: los galanes en el manejo de los guantes, y las damas en el inevitable pañuelo de la mano.

En fin, así seguimos aplaudiendo constantemente durante el primer acto todos los finales de las relaciones, que regularmente solían ir acompañados de una gran patada; pero subió a su colmo nuestro entusiasmo durante la escena entre el Rico-hombre y el buen Aguilera. Tengo dicho, me parece, que el sobrino del presidente, que hacía de Rico-hombre, estaba picado de celos con el que hacía de Rey, así que cargaron a maravilla los desprecios y la arrogancia, con lo cual lució más aquella escena.

El entreacto no ofreció cosa particular, a no ser una ocurrencia de que me hubiera reído a mi sabor si hubiera estado solo; y fue, que un oficial que se sentaba detrás de mí dijo muy naturalmente a uno que estaba a su lado, que la dama era la única que lo desgraciaba.

-Se conoce que lo entiende V. muy poco, caballero, porque esa dama es mi hija.

-Entonces siento haber creído que su hija de V. lo echa a perder.

-Diga V. que el galán no la ayuda.

-¿Cómo que no la ayuda mi sobrino? (gritó una voz aguda de cierta vieja de siglo y medio, que estaba a mi derecha).

-Señores (saltamos todos) no hay que incomodarse ni tomarlo por donde quema, todos se ayudan recíprocamente, y la comedia la sacan que no hay más que ver.

Por fin volvió a sonar el silbato: giramos todos sobre nuestros pies, y quedamos sentados unos de frente y otros de perfil, según la mayor o menor extensión del terreno.

Todo el mundo deseaba la escena de la humillación de don Tello a la presencia del Rey, menos mi vecino el presidente. En fin, llegó aquella escena, y D. Pedro, vengándose de lo sufrido por el buen Aguilera, trató al Rico-hombre con una altivez sin igual: por último, al decir los dos versos:


«A cuenta de este castigo
tomad estas cabezadas»,

Se revistió tan bien de su papel y de un sublime entusiasmo, que aunque los bastidores no eran muy dobles, no hubieron de parecer muy sencillos al sobrino, según el gesto que presentó. Los aplausos de un lado, las risas generales por otro, y más que todo, el aire triunfal de D. Pedro, enfurecieron al sobrino D. Tello, en términos que desapareciendo de su imaginación toda idea de ficción escénica, arremetió con don Pedro a bofetones; éste, viéndose bruscamente atacado, quiso tirar de su espada, pero por desgracia no tenía hoja y no pudo salir. Los músicos alborotados saltaron al tablado, el apuntador desapareció con su covacha, la ronda se metió entre los combatientes y la consternación se hizo general. Entre tanto doña Leonor, la Elena de esta nueva Troya, cayó desmayada en el suelo con un estrépito formidable, mientras D. Enrique de Trastamara corría por un vaso de agua y vinagre.

Todo eran voces, confusión y desorden, y nadie se tenía por dichoso si no lograba derribar una candileja o mudar una decoración. El tablado en tanto, sobrecargado con cincuenta o sesenta personas, sufría con pena tan inaudita comparsa, y mientras se pedían y daban las satisfacciones consiguientes, se inclinó por la izquierda y desplomándose con un estruendo horroroso bajaron rodando todos los interlocutores y se encontraron nivelados con la concurrencia. Ésta, que por su parte ya había tomado su determinación, ganó por asalto la puerta y la escalera, adonde hallé al Presidente haciendo vanos esfuerzos para evitar la retirada y asegurando que todo se había acabado ya; y así era la verdad, porque aquí se acabó todo.

(Marzo de 1832)




ArribaAbajoLas visitas de días

«On s'embrasse, on s'étuffe à force de tendresse, et tout bas on me dit de celui qu'ou raresse».


PICARD.                


Entre las varias modificaciones que con el tiempo ha recibido la antiquísima y loable costumbre de felicitar a los amigos el día de su nacimiento, una es la de trasladarse al del santo de su nombre; y desde entonces fue más importante el calendario, así como resultaron más clásicos que los demás algunos días del año. -Cuando se aproximan, V. gr., el 1º. de enero, el 19 de marzo, el 24 de junio, el 16 de julio, el 8 de setiembre, el 8 de diciembre, ¡qué movimiento, qué vida en los talleres de sastres y modistas! ¡qué actividad en las fondas y confiterías! ¡qué cálculos entre los proveedores de comestibles!

Amanece el día feliz, y desde muy de mañana los mercados presentan el más lisonjero aspecto; triples órdenes de ternerillos, salmones, perdices y demás familia que sustentan los tres elementos para ponerlos a disposición del cuarto. ¡Qué día para los mayordomos! ni la bolsa de Londres ofrece más animación, más combinaciones que las que presenta a primera hora de tales días la plazuela de San Miguel. Los compradores de las fondas y casas grandes dan el precio de los víveres y los hacen pasar a sus oficiales; siguen su movimiento los criados asturianos y demás especuladores subalternos, y las criadas vizcaínas y alcarreñas acuden después a espigar el resto; todos se retiran cargados, y en menos de dos horas desaparecen de aquel recinto algunos quintales de peso. -Empieza después el movimiento rápido de barberos, que aquel día tienen que asistirá todos sus parroquianos a la misma hora; luego, los peluqueros de antaño y los de ogaño, los sastres de allende y de aquende y las modistas se cruzan con los mozos de las confiterías, que sostienen en sus manos sendas fuentes con castillos de dulce, templetes, navíos, estatuas y obeliscos...

Hay varios modos de dar los días; el mejor, sin duda, es el que va acompañado de alguno de aquellos apéndices; pero aquí no se trata del mejor; sólo si quisiera trazar el más elegante.

Las ocho, «el barbero»; las nueve, «el peluquero»; las diez, «el sastre» el sastre no parece... ¡maldito sastre! las once, ya está aquí; -a ver, probemos nada, no vale nada; lléveselo V., maestro...; las doce, «señor, la berlina de la calle del Baño...». Vamos allá.

La primera hora está dedicada a aquellas visitas de amigos de confianza, adonde puede uno ir de mañanita antes de las dos de la tarde. -«¿Adónde, señor?». -A la calle de Atocha, número, casa de D. Sinforiano Calabaza. -El lacayo, repitiendo la orden al cochero, cerró de un golpe la portezuela y echamos a andar.

A este punto y hora saqué mi cartera y empecé a recapitular... una, dos, seis, ocho, doce, diez y siete visitas... no es nada... En seguida me puse a contemplar las tarjetas hechas ex profeso para aquel día. Grandes habían sido mis cavilaciones para hacer estas tarjetas; la elegante variedad de la moda las hace mudar tan rápidamente de forma, que apenas hay medio de seguirla... luego, como o no podía adornarlas con una corona ducal on un capacete, ni con una orden militar, como hacen otros, no sabía cómo disponerlas de modo que diesen golpe. Primero tuve tentaciones de hacerlas estampar en un pie cuadrado de cartulina, y el nombre cruzado en una de las puntas en letra muy menuda; pero me hice el cargo de que ya no era nuevo. Luego quise poner las letras al reyes; pero eché de ver que las volverían y quedarían al derecho. Letras góticas, alemanas, tártaras, hebreas, chinas, sirias y egipcias, todas sufrieron mi inspección; hasta que por último me decidí, para mayor claridad, por unas griegas del siglo de Pericles, y las hice estampar en cartulinas octógonas y sobre un ramaje oscuro; de manera que conseguí que no se entendiera lo que decía. Muy satisfecho de mi invención, me felicitaba de antemano por la sorpresa que iban a causar, y apartaba para las respectivas casas las doradas, las plateadas, las azules, las encarnadas y las de tinta simpática.

En esto llegué a casa de D. Sinforiano, y al ir a entrar, me hicieron saber que él se había marchado, huyendo los cumplidos; «pero pase V. a la sala, que ahí están las señoras...». Las señoras no estaban, y antes que se presentasen, ya había yo tenido un buen rato para mirar los cuadros, atusarme el pelo, remover el brasero y leer El Diario. Apareció, en fin, la mamá a medio peinar y por mitad vestida, cubriéndose con una gran capa y dándome excusas de no haber salido antes. Yo se las di igualmente de no haber entrado después; hasta que conociendo por su impaciencia la mala obra que estaba haciendo, tomé el partido de retirarme. Primera visita.

Llegué a la segunda casa a eso de la una, y a tiempo que entre las personas de confianza estaban ensayando en una aria coreada que había de cantar la niña ala noche.

Mi aparición en la sala turbó a la amable cantatriz en términos, que no hubo forma de hacerla seguir mientras yo estuviese allí; con que, me marché. Segunda visita.

A la otra ya me lisonjeaba de encontrar mejor acogida y no caer tan de improviso y extemporáneo; pero salió un lacayo a decirme que las señoras no recibían, siendo así que por las risas y el bullicio que yo oía en las piezas inmediatas no pude menos de conocer que habían recibido.

Gracias a Dios, a la otra me hallé ya con la sociedad más en regla, y desde la antesala oí la animación de la concurrencia. Entré en la sala; cortesías al frente, a derecha e izquierda. Callaron todos y callé yo; me miraron y les miré; se sentaron y me senté; por último, después de un rato de indecisión...

-¿Usted ha visto qué tiempo, señor don Fulano? (saltó una vieja que ocupaba el flanco derecho del sofá).

«Ya, ya está bueno»; -y sobre esto nos apresuramos todos a dar nuestro parecer, amenizando cada cual la conversación con sus observaciones meteorológicas, hasta que al cabo de un cuarto de hora se agotó la materia, y cuando empezaba a decaer, entraron otras señoras. Pasados los cumplidos y besos de ordenanza, -«¿Ha visto usted qué tiempo, mi señora doña María? -dijo la más vieja, y volvió a renovar la pasada disertación; llegó ésta a su ordinaria frialdad, y ya iba habiendo pausa de diez minutos, cuando unas señoras se levantaron para marcharse; respondieron otras a esta señal; y luego otras y otros, y nos marchamos todos, después de habernos convencido cordialmente de que hacía mal tiempo. Otra visita.

La siguiente era de una Pepita, bella como un ángel y elegante como la que más. Hervía la sala en jóvenes primorosos, oficiales y paisanos. Pepita, vestida muy sencillamente, aparentaba no ser el objeto de la reunión, mientras su mamá, su abuela, su tía y hermanitas ofuscaban con sus ricos trajes y elegantes peinados. Variado absolutamente el aspecto de éstos, y habiendo sustituido toda la riqueza del orden corintio a la sencillez dórica, apenas pude, reconocer al pronto a ninguna de las personas de la casa, a quien veía casi diariamente; reíanse de mis excesivos cumplimientos, y me hablaban con mucha franqueza, agitando los abanicos, hasta que, en fin, ¡pobre de mí! acerté a distinguir las inveteradas facciones entre aquellos encajes y pedrerías Allí la conversación fue más alegre, más sustancial se habló de la ópera; ¡oh qué cosas tan virtuosamente dilletantis se dijeron por aquellos señores! ¡Qué de reputaciones teatrales fueron a pique! ¡Qué de otras subieron a las nubes! Por último, convinimos todos en que ahora no hay ópera, con lo cual salimos tan satisfechos unos de otros.

Desde aquí me dejé caer en una casa a la antigua, cuyo amo, jefe de una oficina principal, dio punto a sus progresos en el año de 1806, en que subió a su destino, y desde entonces para él el siglo ha permanecido estacionario. En vano sus hijos y nietos le impelen a marchar en él; fijo en sus antiguos usos, sólo les opone una desdeñosa compasión. Entré en la sala y me lo encontré sentado en medio de su familia, con su vestido serio de rico paño, peluca nueva y pechera de encaje. Vino a abrazarme cuando me vio, y me presentó a los suyos con una franqueza y amabilidad sin igual. Componíase la reunión de antiguos empleados, abogados y comerciantes, varias señoras respetables, y algún otro joven, hijos de éstos o meritorios de la oficina, que se ocupaban más que ligeramente de la posteridad del señor don José; y a juzgar por las tiernas miradas de las nietecitas, me persuadí que acaso muy pronto le harían subir legalmente una casilla más arriba en su árbol genealógico.

La conversación era animada, alegre y varia, y distraído con ella se me pasó el tiempo, hasta que, oyendo las tres, se levantó D. José para rogarme que me quedara a hacer penitencia: negueme absolutamente a ello, pero no pude excusarme al convite del refresco por la tarde, ni a una entrada de Jerez y bollo maimón que circuló, entre los asistentes, y de la cual se me hizo doble participante. Alegre y satisfecho dejé esta amable reunión, después de desear muy felices días al amo de la casa, en compañía de señora y niñas, repetir a éstas la misma canción, dar la mano a todos los concurrentes, y retirarme, procurando olvidar las cortesías y las medias palabras.

De aquí datan las visitas de alto tono, las que despaché en un instante; en unas hacía desde el coche subir la tarjeta con la apostilla en persona. En otras sentaba mi nombre en una lista preparada por el portero; en otras entraba, hacía tres cortesías, me sentaba, me levantaba, hacía seis inclinaciones y me retiraba. En algunas terciaba un momento en la conversación general, que era siempre sobre los dos puntos consabidos: tiempo y ópera. Deseando darla pábulo, tomaba en unas la defensiva de lo mismo que había atacado en la anterior, y a lo mejor me encontraba con que el lejano interlocutor con quien cruzaba mi disputa era uno que en la visita última me sostuvo lo contrario. ¡Qué de contradicciones, qué de repeticiones, qué de invenciones oí a todos sobre lo mismo que habían dicho a mi vista! ¡Qué de criticas de las casas anteriores! ¡qué glosas sobre los trajes, los dichos, los hechos y los pensamientos! Estando en esto, solía entrar uno de los actores del cuadro en cuestión, y todos callaban; salía poco después, y allí era ella... ¡qué complots! ¡qué sátiras!... ¡qué mala fe!... ¿Y es ésta nuestra buena sociedad?...

Conociendo, en fin, por las miradas, las sonrisas y los secretitos al oído que me había tocado la suerte de quedar en berlina, corrí a meterme en la mía, abandonando un campo donde el más atrevido y el más hablador es el que luce a costa del hombre modesto y apocado.

En este punto dieron las cuatro, y me trasladé a la última casa, donde estaba convidado a comer. Llegué a ella cuando se iban reuniendo los convidados, lo cual no tardó en verificarse del todo. Íbame yo poniendo al corriente de los distintos caracteres que formaban la reunión, cuando anunciaron la sopa. Pasamos al comedor y pero la comida ya pica en historia, y merece por sí capitulo aparte.

(Marzo de 1832)



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