Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —171→  

ArribaAbajoSabina o los grandes sin disfraz


ArribaAbajoPrologo

El título de esta novela dice mucho mas de lo que pudiera espresar la facundia mas abundante. ¡Qué de crímenes cometidos con premeditacion!... Pero ¿de qué no son capaces esos magnates que son la plaga de la sociedad?... Prepárate pues, lector, para horrores en cuyo cotejo son casi nada los de los salteadores de camino. Y sí debes al cielo un corazon sensible, cierra el libro: quizas tu buena suerte te dejará vivir léjos de estos monstruos.




ArribaAbajoPrimera parte

Al principio del siglo décimo octavo, cuando se disputaba la sucesion de la corona de España, este reino estaba dividido en partidos. Las Castillas y el mayor número de sus grandes estaban por la causa que despues favoreció el cielo. Felipe Quinto vino á Madrid, llamado por los Castellanos, y ellos supiéron sostenerle; pero como todavía se combatia por el trono, y que á pesar de que el mayor número era fiel á Felipe, no faltaban aun entre los mas poderosos algunos que eran partidarios del Archiduque; su imperio estaba todavía vacilante. La desconfianza y el recelo rodeaban su dosel, y era menester emplear mucha vigilancia, y servirse tal vez de la severidad.

Entre los grandes de su corte habia dos que por respeto á sus familias no distinguiremos mas que por los nombres del Duque y del Marques. El Duque que vivia en una de las ciudades   —172→   de Castilla, y que era sínceramente partidario de Felipe, desde que este llegó á Madrid, vino á hacerle su corte, y obtuvo un empleo correspondiente en su palacio. Era de un carácter altivo y orgulloso. Miraba con desprecio todo lo que le era inferior, y habia pocos que le pareciesen iguales. Su temperamento era áspero, colérico, y violento. Se jactaba de ser enemigo irreconciliable, y la menor ofensa le causaba una implacable indignación. Así generalmente era temido, y con todo eso pasaba por hombre de bien, y por padre tierno. Habia poco tiempo que era viudo de una muger respetable, que tenia tanta dulzura y afabilidad, como su noble esposo mostraba orgullo y arrogancia. No le habia dado mas que una hija llamada Sabina, que sin sacar nada de su padre, habia heredado el dulce y benéfico carácter de su madre.

Sabina, ricamente dotada por el cielo, poseia virtudes simples y naturales, que la hacian estimar de cuantos la conocian. Desde su edad mas tierna descubrió la nobleza de su alma. Los discursos lisonjeros de los jóvenes que la veian, la hicieron saber que era hermosa. Ella lo ignoraba, aunque habia consultado su espejo muchas veces; pero las bendiciones continuas de los infelices que socorria, la hiciéron tambien saber que el cielo la habia dado un corazon bueno y sensible. Este descubrimiento la causó mayor complacencia, y desdeñó tanto las alabanzas de los primeros, como estimaba los elogios sínceros de los segundos, porque ya conocia las ventajas de la virtud sobre la hermosura, y porque su noble corazon no buscaba otra recompensa en las continuas ocupaciones de su beneficencia mas que el delicioso placer que sentia cuando las ejercitaba.

Ya tenia diez y ocho años, y su padre que estaba precisado por su empleo á vivir en la corte, conocia muy bien el país, para esponer la inocencia de su hija al aire contagioso que se respira en ella. Determinó pues dejarla en poder de Doña Benita, que también era viuda, y hermana de su madre. Cuando llegó el momento de la separacion, la tierna Sabina derramó muchas lágrimas, y no pudo enjugarlas hasta que halló en Benita una tia amable, que la recordaba las finezas y el genio de su madre. No tardó en consolarse con tan dulce compañia, y su inocente corazon gozó algun tiempo de la paz deliciosa, que siente una alma cuando no la atormentan las pasiones; pero ¡ay! este estado feliz le duró poco, y la providencia que la tenia destinada á grandes pruebas para ejercicio de sus virtudes, permitió se urdiese la trama que debia conducirla á las desgracias mas funestas.

  —173→  

Venia mucho á casa de Benita un jóven de veinte y dos años, llamado Félix. Era hijo segundo de una familia de la primera clase, y estaba acostumbrado á visitar á esta señora con frecuencia. Su linda figura y su mérito personal eran todos sus mayorazgos. Habia ganado la amistad de Benita con su buen modo, con sus escelentes prendas, y con los pequeños y obsequiosos servicios, que los mozos bien criados hallan siempre ocasion de hacer á las señoras: también Benita estimaba su buena conducta y su mucho talento, en fin, le queria como si fuera su hijo. Félix no pudo ver á Sabina sin admirarla, y la admiracion no está lejos del amor. Lo peor fué que cada dia la admiró mas, porque cada dia la descubrió nuevas virtudes análogas á las que sentia en su corazon, y al fin se apercibió que no podia ser dichoso sino era amado de ella.

Dos corazones que están unísonos, presto se entienden. Los dos sienten que están heridos con una misma flecha, y los progresos de su pasion son rápidos. Aquellas dos jóvenes almas se hallaron de repente amantes sin saber cómo, y se espantáron. Mayor fué su asombro cuando reconociéron, que para ser dichosas era menester que se uniesen en un lazo dulce é indisoluble. Despues de todos los combates que se dan el pudor y la timidez, al fin se confesáron que se amaban. Félix la declaró su amor con todo el calor de la pasion, y Sabina le respondió con el temblor de la modestia. Todavía estaban inocentes, y muy lejos de la ficcion y el disimulo. Este arte no le enseña mas que la malicia, y sus corazones ingenuos y sencillos ignoraban lo que era un artificio. Benita penetró fácilmente el secreto de sus corazones, y como amaba tanto á Félix, aprobó su ternura, sin preveer, ni recelar las consecuencias.

Pero el orgullo del Duque, y sobre todo su ambicion estaban muy léjos de dar su hija á un jóven, que aunque en realidad era tan ilustre como él, en su concepto no igualaba á la elevacion de su prosapia. Otra razon, y quiza mas poderosa se oponia también en su corazon. Félix era hijo del Marques, y el Duque le guardaba una secreta enemistad, que el trato fortificaba cada dia. Los dos tenian los mismos proyectos de fortuna y su estrema ambicion aspiraba en secreto al mismo favor: se aborrecian pues, y se perjudicaban. El orgullo del uno no cedia al del otro. Las ideas ambiciosas eran las mismas, y cada cual de los dos hubiera sacrificado la equidad del honor, y hasta la felicidad de sus hijos á los intereses de su ambicion.

  —174→  

A estas razones que bastaban solas para quitar toda esperanza, se añadia otra que no era inferior. El Marques, aunque fino y astuto cortesano, estaba sospechado de ser del partido del Archiduque, y habia habido justos motivos de creerlo, no ostante que con sus artes y disimulos habia procurado desmentirlos. Las sospechas eran vivas, y el Duque no lo dudaba. Todo esto formaba un cúmulo de dificultades, y debia persuadir que entre ellos era imposible formar una union política, y mucho ménos una alianza. Solo una muger por su carácter bueno y generoso podia imaginarse, que era posible superar tantos ostáculos. Benita, porque amaba á su sobrina y á Félix, lo imaginó, y fué más feliz de lo que debia presumir.

Félix vino á la corte para presentarse al Duque. Le trajo cartas de Benita, que se le recomendaba con fuerza, y él supo con su lindo modo, sus humildes respetos, y su obsequiosa deferencia ganar el corazon del Duque. Félix no era ni bajo, ni adulador; pero estaba enamorado, y estímulo tan poderoso debe hacerle perdonar su estrema sumision. Su fortuna quiso que pudiera hacerle uno de estos servicios delicados que lisonjean el amor propio. El Duque le quedó reconocido, le llenó de favores, y le permitió aspirar á la mano de su hija. Este amante creyó verse ya cerca de obtener la única felicidad que deseaba, pues el Duque le estimaba, y Benita le sostenia. Entre las ideas del Duque una contribuyó mucho á facilitar su condescendencia. La familia del Marques era noble; pero no era muy rica, y el orgullo de enriquecer á su hijo aduló la vanidad del Duque. Era ambicioso; pero jamas habia sido sospechado de avaricia: así todo hacia esperar, que esta boda se haria.

Félix pasaba á los pies de Sabina todo el tiempo que podia. El Marques estaba encantado de este casamiento. La boda de Sabina era grande, y debia halagar mucho á un hombre que no pensaba mas que en el engrandecimiento de su casa. Por otra parte se alegraba de ver la felicidad de su hijo, y de hacer una alianza, que honraba tanto á su familia. Fué á ver al Duque, le dió gracias con las espresiones de la mas viva gratitud; pero al mismo tiempo como buen cortesano, buscaba nuevos medios para abatirle, y levantar sobre sus ruinas la grandeza de su ambicion.

Ya todo estaba pronto, y señalado el dia en que la boda debia celebrarse, no se esperaba mas que la presencia del Duque y el Marques para celebrarla. Los dos amantes con un recíproco amor gozaban de la felicidad suprema; pero ¡ay! los infelices no sabian que estos eran los últimos instantes de   —175→   su dicha. Félix estaba en casa de Benita al lado de Sabina, y tenia con ella estas conversaciones deliciosas, en que la lengua es la mas débil intérprete del corazon. El amor y la dulce confianza pasaban de sus ojos á sus pechos, y gozaban de estos placeres delicados que duran poco, y son tan superiores á los de los sentidos. Se amaban con inocencia, y se juraban un amor eterno, aunque sabian que sus corazones no tenian necesidad de juramentos.

Cuando ellos gozaban de situacion tan dulce, el Duque se les presenta de repente. Los dos corren presurosos á recibirle entre sus brazos; pero él abraza á su hija, y rechaza á Félix. Sabina se espanta, se turba, se pone pálida: el desvío que sufre su amante, la aflige mas que si ella le hubiera recibido. Félix se queda helado de sorpresa y terror; pero el Duque con una voz airada y espantosa dice á su hija: olvida á ese indigno, olvida para siempre al hijo de un traidor, y tú (volviéndose á Félix) da gracias al honor que corre por mis venas, sin el que ya hubiera satisfecho mi venganza; pero tú me responderás de las infamias de tu padre. Diciendo esto, se lleva consigo a Sabina, que iba con la muerte en el seno, y dejando á Félix sin acertar á hablarle. No ostante ántes de salir, le arroja una ojeada de cariño y asombro; pero el padre manda otra vez á su hija que no vuelva á pensar en su infeliz amante.

Félix, frio como un mármol, parecia una estatua. Tenia los ojos fijos, la lengua inmóvil, y el corazon helado. El dolor le hace volver en sí, y corre tras el Duque para preguntarle la causa de su mudanza. El alma vengativa del Duque veia con gusto su despecho, contaba con alegría sus suspiros, y se dilataba en ver correr su llanto. No quiso decirle nada; pero supo después por Benita el motivo de reves tan inopinado. El Duque ya estaba de mal humor, porque le parecia que el Marques era mejor recibido en la corte, y últimamente habiendo solicitado con empeño un empleo para un protegido suyo, habia sido rechazado, y el Marques le habia obtenido para otro, á quien aborrecia. No fué menester mas para inflamar de nuevo su odio. Desde entónces no dudó que el Marques trabajaba por perderle. Un amigo le habia contado en secreto cosas que no le dejaban duda, y temblaba de cólera y furor.

El Duque, aunque cortesano, no sabia disimular, su carácter violento no le permitia esconder sus pasiones, no tenia el talento de su competidor, y por esto no lograba la mayor parte de sus pretensiones. En esta ocasion se habia puesto tan   —176→   furioso, como si hubiera perdido la razon. No pudo contener sus iras, y llegó su imprudencia hasta el estremo de insultar al Marques, y decirle palabras duras; pero el Marques mas hábil le escuchó con tranquilidad, y se reia viendo que él mismo con sus violencias se arruinaba. El Duque mas picado corrió á deshacer la boda de Sabina y de Félix.

¿Quién puede pintar el dolor de este amante infeliz? No le era posible renunciar á su amor. Veia que su destino estaba en las manos del Duque; pero cuando pensaba que su padre mismo era el autor de su desgracia, no se podia consolar. Se veia la víctima de su mutua enemistad: no sabia qué hacer: pero al fin el amor le dió aliento, y se atrevió otra vez á presentarse al Duque. Llevaba en su frente la imágen del dolor, y en sus ojos la espresion de sus lágrimas; pero con todo llevaba firmeza en el gesto y fuerza en la voz. Suplica rendido á un padre irritado; pero demasiado vengativo. El Duque tenia á su hija por la mano, y jamas le parece tan bella. Jamas tampoco se habia sentido ni tan elocuente, ni tan tierno. Una sombra de melancolía estaba derramada sobre toda la fisonomia de Sabina, y parecia sumergida en un abismo de tristes reflexiones. Félix dijo todo lo que un amante puede decir, y prometió cuanto la virtud podia permitirle; pero el Duque estuvo inexorable.

Tu padre, le dijo, me ha ofendido, me ha insultado, es un traidor, y mi enemigo personal. No esperes que yo te dé jamas mi hija; solo pudiera dártela con una condicion, si quieres pasar por ella. La condicion es terrible; pero absolutamente necesaria. Yo la exijo, y sin ella no me vuelvas á hablar; pero si la quieres cumplir, todavía puedes ser yerno mio. Tú sabes la causa que se siguió contra tu padre: yo no ignoro que tuvo el arte de paliar su delito, y entra otra vez en favor; pero tambien sé que su traicion fué verdadera, y que tú no lo ignoras. Sé que si quieres, puedes darme luces y documentos que la prueben con evidencia.

Supuesto que yo lo sé, y que tú no puedes negármelo, mira ahora á quién quieres reconocer por padre, ¿ó á mí, que estoy sin tacha, ó á un hombre, que aunque es tu padre es traidor? Si es verdad que amas á mi hija, dame los medios con que pueda vengarme de tu padre, y al instante Sabina es tuya. Tu padre no titubeara un momento, y te sacrificara, si su interes ó su ambicion se lo pidieran. El ama su fortuna mas que á tí, y tú no debes perder la tuya por su causa. Por otra parte yo no quiero ni pido su vida, no pretendo hacer   —177→   uso de estas armas para que pierda la cabeza: lo único que quiero es tenerlas para que sepa que las tengo, y se contenga, porque cada dia me insulta mas, y temo que lleve muy adelante su osadía.

El honrado Félix se indignó, oyendo una proposicion tan infame. Todo su amor no pudo hacerle vacilar un instante; pero también se estremeció de temor, porque sabia que su padre no estaba inocente. Mil ideas que se le presentáron, le pusiéron como suspenso y pensativo. El horror y el terror de que se sentia penetrado, no le permitian responder; el Duque se figuró que este silencio era la indecision de un corazon fluctuante que balanceaba entre dos partidos. Estaba persuadido á que Félix tenia en su poder ciertas cartas, que podian deponer contra su padre, y meditaba el modo de arrancárselas por seduccion ó por sorpresa. Estrañó que Sabina no dijese nada, y que no le ayudase á pedir á Félix esta prueba de su amor. Echó los ojos sobre ella, y observó que esta tierna y virtuosa amante léjos de manifestar en su gesto aprobacion ó deseo, tenia los ojos clavados en el suelo con un aire mustio y desabrido, y que parecia justificar la resistencia de su amante. Esta vista le indigna, y viendo que Félix no respondia, le añade, pues no quieres hacer este sacrificio por Sabina, jamas será muger tuya.

Al fin Félix se recobra, y con una entereza firme y decorosa le dice: Sabina, Señor, me despreciara, si yo aceptara una proposicion tan indigna, y yo fuera el hombre mas villano de la tierra, si cumpliera la odiosa condicion que poneis á su mano. ¿Cómo habeis podido imaginar que yo fuera capaz de tanta vileza? ¿Qué he hecho yo, señor, que os haya dado la idea de que podria ser tan pérfido y malvado, que consintiera...? El Duque no le dejó acabar: se levanta furioso, le arroja una mirada de indignacion, y se retira, llevándose consigo á su hija.

Félix quedó penetrado de horror y de dolor. Despues de esta escena ya no podia quedarle la menor esperanza; y las circunstancias de su desdicha se la hacian mas dolorosa; su propio padre era el primer autor de su desgracia, y necesitaba de toda su virtud para que su corazon no le acusara. Va á verle, y le da cuenta de su pérdida y su despecho. El ambicioso Marques hubiera visto sin conmocion las lágrimas de su hijo, si hubieran acomodado al interes de sus deseos insaciables; pero como entónces perdia una alianza tan alta, sintió esta desgracia ménos por Félix que por su propia vanidad.   —178→   Por otra parte se habia lisonjeado de que este casamiento haria entrar en su casa una inmensidad de riquezas, y este contratiempo descontentaba su avaricia; pero lo que mas le consternó fué saber la rabia con que el Duque queria perseguirle.

Como diestro y versátil cortesano, corre al instante á casa de Benita, donde sabia que hallaria al Duque. El pícaro y astuto Marques estaba acostumbrado á dominar su semblante, y darle el colorido que pedian las situaciones. Entónces toma el de una fisonomia afable en que se pintan el candor y la amistad. Llega con el aire del pesar mas profundo, sus labios tan impostores, como su corazon era falso, le dan las satisfacciones mas bajas, las mas sentidas, y las escusas mas humildes, con un tono de verdad, capaz de engañar á los que no le conocieran. Estrecha á su enemigo entre sus brazos, le hace las protestas mas terribles, y su artificio llega hasta verter lágrimas fingidas. En fin le adula, le acaricia, y con las mas ingeniosas mentiras procura deslumbrarle, para persuadirle que eran puras calumnias todo lo que se decia contra él.

El Duque era violento, pero su carácter no descendia hasta los artificios, y mentiras; al contrario del Marques, que no habia hecho otro estudio, y era como el reptil, que baja la cabeza para vibrar mejor el veneno que sale de su boca. La esperanza de vengarse un dia, y de humillar al que ahora se ve precisado á lisonjear, y de hacerle pagar caro este momento de vanidad, le daba fuerzas para rebajarse tanto. Pero el Duque que no creia que nadie fuera capaz de ser tan vil, y que por otra parte se baldonaba haberle tratado con dureza, viéndole ahora sin cólera, ni deseo de vengarse, satisfecho tambien de verle tan humilde, creyó que debia ceder. Tambien contribuyó á hacerle tomar esta partida la idea de que el Marques podia hacerle buenos oficios en la corte, en donde temia estar ya mal puesto.

Por estos motivos admite las escusas, le vuelve su amistad, y el fruto de esta reconciliacion es el casamiento de Félix con Sabina, que otra vez se renueva. Los dos amantes transportados de gozo, se vuelven á entregar á las mas dulces esperanzas. Exaltan, alaban y agradecen al alma generosa del Marques, que ha sabido sacrificar su orgullo, vanidad y ambicion á la felicidad de los dos, siendo así que no la debian mas que á las ideas profundas y secretas de este peligroso cortesano. ¿Con qué desprecio debe mirar el hombre cuerdo, que sabe penetrar el corazon humano, tantos elogios precipitados, que   —179→   se prodigan á las apariencias? ¿Cuántos falsos amigos de los hombres usurpan un incienso que no merecen sino pocos?

El casamiento se celebra, y los esposos son felices: pero el vengativo Marques no se duerme. Desde que se vió heredero de los bienes del Duque por la boda de su hijo, piensa que es tiempo de consumar sus deseos de venganza, y sobre todo de impedir al Duque los proyectos que habia mostrado de perderle, usando del crédito que tenia en la corte, y por todos los medios y calumnias que le pudo sugerir su talento, hizo de modo que el Duque fué desgraciado, y que se le quitase el empleo que tenia; pero lo hizo con tal cautela, que nadie pudo saber que era él el autor de su desgracia. Su astucia supo disfrazar su alegría con la máscara del pesar, y hasta pareció desaprobar y resistir que se confiriese á su hijo Félix el empleo del Duque. Félix hizo una resistencia sin ejemplo; pero los órdenes absolutos del Rey, que queria ser obedecido, y los consejos de sus amigos que le aconsejaban dejar pasar la tempestad, y guardar en depósito el empleo, para cuando el Duque se justificase, le obligáron á aceptarlo.

El Duque sospechó que este golpe fatal venia del Marques, y habia aprendido de él las armas con que se le debia combatir. La leccion que habia recibido, le enseñaba los medios de prepararse á la venganza. Sabina y Félix estaban inconsolables. El Duque desgraciado, infeliz y de mal humor, no los veia ya con los mismos ojos. Félix como hijo del Marques, y como sucesor de sus empleos le parecia cómplice de su infamia: su hija perdió tambien todo su amor, porque amaba al hijo de su cruel enemigo. El Marques solo triunfaba y gozaba mas de su triunfo, por lo mismo que lo disimulaba; pero Félix estaba muy léjos de gozar en paz de la opulencia y distinciones, que le procuraban sus nuevas dignidades. Las afectadas caricias de su padre no le satisfacian, sospechaba los odiosos artificios empleados por él para conducirle á esta elevacion, y las incesantes doloridas lágrimas que derramaba la sensible Sabina, le hiciéron sentir todo el dolor de su ternura filial.

Su deseo era enjugar estas lágrimas preciosas, y quitarlas su justo motivo. No habia aceptado los empleos de su suegro sino como depósito, y con la esperanza de que se le volverian; pero viendo que el tiempo pasaba sin que pareciese el menor rayo de luz que la pudiese realizar, empezó á sentir el oprobio de que estaba cubierto. Le pareció indigno disfrutar tan largo tiempo un lugar que la virtud le prohibia, y de que el honor le debia arrojar. Bien sabia que le ocupaba sin arbitrio, que   —180→   se habia visto forzado á recibir estos empleos con el designio de restituirlos á su dueño; pero viendo que esto se dilataba sin apariencia del logro, creyó que era indecente conservarlos. El rubor se apoderó de su alma. Los remordimientos de su corazon, su espíritu noble y generoso prefiere la justicia, la equidad, y su propio decoro á su elevacion, y á la de su muger, y se determina á renunciarlos.

Ocurre al Monarca por medio del Ministro, le suplica en un memorial, que le conceda la gracia de seguir los movimientos de su corazón, y los estímulos de su conciencia, que le permita restituir sus empleos á su legítimo dueño y antiguo poseedor, ó que si esto no es de su agrado, le dé licencia para ponerlos en sus reales manos, á fin de que los coloque mejor. Señor, añadia, yo no los he aceptado mas que para obedeceros; pero la conciencia, este soberano secreto que llevo en lo interior de mi corazon, y contra quien no disputo jamas, me ha mandado dejarlos. Esta pretension pareció estravagante. El estilo de la virtud es bárbaro entre los que no la profesan, y los ambiciosos no le entienden. No era posible restituir sus empleos al Duque, pues el Marques habia logrado hacerle sospechoso al Ministro. Se insinuó pues á Félix que abandonase ideas tan estrañas, y que continuase en los empleos, porque el Rey estaba contento con su persona. Félix insistió, pidió de nuevo, y esta resistencia pareció osada desaprobación de la conducta de la corte, una tenacidad poco respetuosa, y sus envidiosos se aprovecháron tambien de la circunstancia para hacer sospechosos sus designios.

¿Qué resultó al fin de esta conducta magnánima y generosa? ¿Cuál fué la recompensa de este acto de virtud? La desgracia el destierro. Se hizo saber á Félix que se aceptaba la dimision de sus empleos, y que saliese desterrado de la corte. Le fué preciso obedecer con el dolor tambien de ver, que su sacrificio era infructuoso, pues en vez de reponer al Duque, supo que por efecto de sus instancias, aunque hasta aquí se habia dejado al Duque en Madrid, se le dió órden tambien para que saliese desterrado al mismo lugar que se le habia señalado á él, y ademas de esto reconoció tambien que su proceder le habia adquirido todo el odio de su padre.

El infortunio produce entre los infelices una especie de union y confianza, que suele ser mas estrecha que la que inspira el parentesco, y por lo ordinario esta amistad es mas viva cuando la desgracia es mayor, ó cuando sorprende mas imprevista. No era estraño, pues, que viéndose el Duque y Félix   —181→   condenados al mismo destierro, y por motivos tan generosos del segundo, se uniesen en nuevos lazos de amistad. Esta union de tanta intimidad y confianza era para el virtuoso Félix el único alivio, que le consolaba en sus adversidades, y desde que la desgracia le unió con el Duque, ya no veia otra cosa que al padre de su esposa oprimido en su triste destino. Este era el objeto que dominaba los afectos de su corazon. Félix lleno de candor y de ternura se le abria sin reserva en aquellas conversaciones afectuosas en que los infelices dejan escapar sus secretos con sus lágrimas. Quizas le dijo mas que lo que le debia decir. El Duque que con un esterior tranquilo se sentia devorar por todo el ardor de su venganza, abusó de su buen carácter, y recogió con disimulo los secretos que su astucia buscaba, sin que Félix lo advirtiera. Se apoderó de ciertos papeles, y entre ellos encontró cartas de correspondencia, que probaban con evidencia, que el Marques habia tenido correspondencia con los enemigos del estado.

¡Qué hallazgo para el corazon implacable del Duque! El de un tesoro no le hubiera gustado tanto. Corre á la Corte de secreto. En aquellos tiempos difíciles en que el Rey se veia tan mal sentado sobre el trono, y en que las traiciones y la desconfianza le tenian cercado, el mayor delito era ser sospechoso, y la vigilancia y la severidad eran el moral único de las circunstancias. El Duque no traia sospechas sino pruebas irresistibles. Las hace ver al Ministro, y en un instante arruina al Marques ambicioso. El Duque tiene el placer de derribar á su enemigo, y de verle pasar de la cima del poder al desprecio público, y de servir de escarnio á los viles cortesanos, que pocas horas ántes estaban en su presencia con el ademan de la adoracion.

Pero no se contentó con esto su insaciable venganza. Para hacerle mas doloroso el golpe esparció la voz, afectando secreto, pero con el fin de que fuese pública, que Félix que era el que guardaba los papeles se los habia entregado, y que era el delator de su padre. Este discurso era tan falso como odioso, pero era verosímil. El Marques fué condenado á una prision, sus bienes fuéron confiscados, y toda su familia degradada. Félix, el virtuoso Félix fué maldito por su irritado padre, fué detestado de todos los hombres de bien, y causaba horror hasta á los enemigos del Marques. No le quedó otro amigo que su inocencia; pero su desgracia era tal que ni siquiera podia justificarse, porque el padre de su esposa era el autor de este nuevo delito y este dolor no era el que ménos le afligia.

  —182→  

El implacable Duque no estaba satisfecho con haber perdido al padre, y haber deshonrado al hijo; tambien pensaba en quitar á este su libertad, y lo que es mas, su adorada esposa. Las cartas que acusaban al Marques demostraban la inocencia de su hijo, pero el Duque ya repuesto en sus empleos, dignidades y crédito, procuraba hacerle sospechoso. Nunca falta á la malignidad ingenio y artificios, para acusar á la virtud, que no se defiende, y mucho más en un gobierno, que tenia tantos motivos para estar desconfiado. Sabina supo el riesgo de su esposo, y le obligó á ponerse en salvo: su fuga fué nueva razon para creerle delincuente. Ya no quedaba al infeliz mas que su inocencia, y el amoroso llanto de Sabina. Esto bastaba para consolarle en sus desgracias; pero ¡qué valor no es menester para quedarse á solas con su virtud! Su mas punzante dolor era verse separado de una muger idolatrada, cuya voz dulce y consoladora le hacia ménos intolerables sus disgustos.

Cuando el Duque vió que se habia puesto en salvo, y que no podia quitarle la libertad, quiso despicarse con darle otro golpe que le seria mas sensible. Intentó anular su casamiento, tuvo bastante crédito y autoridad para conseguirlo, con el pretesto de que en el contrato se habian olvidado ciertos frívolos requisitos, que quiso llamar esenciales. Pidió y obtuvo la declaracion de nulidad. Las súplicas de su hija, sus lágrimas, su afliccion y toda la elocuencia de un amor desesperado no pudiéron aplacar sus invencibles iras. Despues que logró esta iniquidad, quiso el bárbaro consumar otra mayor. Habia en la corte un jóven Conde, que tenia mucho crédito en ella, y de quien nadie dudaba que llegaria presto al ministerio. Era un sol levante á quien todos volvian los ojos, y á quien el Duque procuraba ganar. Pensó, pues, que el medio de asegurar su poder, y vengarse de Félix era casarla con él.

El Conde era un mozo brillante, de presencia agradable, de calidad distinguida, y de un talento estraordinario, pero de una alma vil. No debia su elevacion mas que á su hipocresia y sus bajezas. Afectando una conducta honrada, tenia el arte de servir las pasiones de los que podian serle útiles. Habia siempre estado enamorado de Sabina. Habia deseado con ansia su mano, aunque como todavía no estaba en tan alto poder, el Duque no lo habia advertido, pero ahora era ya la esperanza de su ambicion; y desde que le dió la primera idea de que la boda de Félix estaba anulada, y que podia desposarse con ella, la pasión del Conde se inflamó de nuevo, sin que le detuviera ni el saber que amaba á su marido, ni el conocimiento de la violencia que sufria. La desventurada Sabina no tenia á quien   —183→   volver los ojos. Un padre despótico y violento la estrechaba con las amenazas más terribles; el Conde atrevido por carácter, y autorizado por el Duque, la atormentaba con instancias, y cada dia era mas insolente. Sus lisonjeros le querian servir, y no la dejaban respirar; la infeliz se sentia oprimida, sin hallar asilo en nadie. Benita, la indulgente Benita, que amaba tanto á Félix era su único consuelo, su única amiga, pero hay casos tan estrechos, circunstancias tan difíciles, que la amistad misma no se atreve á aconsejar lo mismo que se atreviera á resolver.

El Duque cansado de tantas dilaciones y resistencias, se sirve de su autoridad, y señala el dia en que la boda debe celebrarse. Para quitar á Sabina todo pretesto, la hace entregar una carta fingida de Félix, en que se habia contrahecho su letra, y en que consentia en la ruptura de su casamiento. El artificio era grosero: Sabina creyó más á su corazon que la letra de Félix, y sospechó la verdad; pero considerando, que un padre que llegaba á usar de medios tan abominables, era capaz de todas las violencias, reconoció que no le quedaba mas partido, que el de la fuga, y se determina á ponerla en planta. Este remedio no era fácil, porque la dignidad de su persona la tenia siempre rodeada de criados, y no podia fiarse de ninguno. Sintió, pues, que necesitaba de prudencia, y usar de mucha reserva y discrecion.

Va á descubrirse con Benita, porque era la única persona de la tierra á quien se podia descubrir, pero Benita se horroriza, y tiembla del proyecto. Al instante se la presentan todas las dificultades, y se las espone. Sabina las reconoce, pero dice: peor es ser infiel á mi esposo, y aceptar casada la mano de un tirano. Benita que no duda que esta será su suerte, se hace cargo por fin de que hay lances en que la virtud debe pasar los confines de la prudencia, para no desmentirse: ¿pero adónde irá Sabina, ó dónde se podrá esconder? Ella no puede darla asilo en su casa, pues allí no está mas segura que en la de su padre: tampoco puede ocultarse en casa de amigos ó parientes, porque el imperioso Duque ha tomado un ascendiente sobre todos, y todos temen su violento carácter.

Sabina hubiera querido saber dónde estaba Félix, para ir á buscarle, y ayudarle á pasar su miseria, pero no lo sabia: su cruel padre la habia cortado toda correspondencia, y la habia ocultado hasta la menor noticia. Despues de muchas reflexiones, Benita y ella consideran, que dentro del reino en ninguna parte estará segura, y que es indispensable que busque   —184→   un retiro en paises estrangeros. Benita se acuerda de que tiene una amiga en Lisboa, y Sabina para quien toda la tierra es un desierto, cuando Félix no está en ella, se somete á su juicio. Se determina pues á ir a Lisboa; pero ¿cómo la jóven inesperta y delicada Sabina podrá hacer un viage tan largo, que necesita de muchos dias de camino, si no tiene quien la dirija y acompañe? Esta dificultad estuvo para echar por tierra el proyecto, porque sintiéron bien una y otra, que no era posible servirse de criado ni de persona de confianza, pues por temor del Duque nadie se atreveria á seguirla, ó se lo iria á revelar.

Muy afligidas las dejáron estas reflexiones, y la desolada Sabina viéndose sin remedio, invocaba la muerte, pero la compasion cuando es noble, y la amistad cuando es generosa, tienen un genio sobrenatural que vencen los ostáculos. Benita la dice, no te desconsueles, yo iré contigo hasta dejarte en casa de mi amiga. Ya ves lo que aventuro con tu padre; pero tú no serás víctima de su tiranía. Sabina da las gracias con las lágrimas y los brazos, y allí conciertan, que Benita fingirá un viage, que irá á esperarla en cierto parage, á tal hora de la noche, que entraria en su coche, y la acompañaria hasta Lisboa.

La suerte favorece sus designios, y salen de Madrid con felicidad. Sabina iba con trage y título de criada de Benita. Las dos caminaban muy escondidas en la noche, porque creyéron que el Duque, luego que se apercibiese de la fuga, enviaria por todas partes gentes que las siguieran. Abanzáron todo lo que pudiéron el primer dia; pero siendo preciso reposar el ganado, se detuviéron en un lugar miserable por donde pasaban, pareciéndoles que allí pararian ménos pasageros, y que serian ménos conocidos. Preguntan si hay en el lugar alguna posada, se les responde que no hay mas que una para arrieros: se encaminan á ella, el huésped confundido de ver un coche, sale á decirles que no puede alojarlos, porque no tiene las comodidades propias para gentes como ellas; pero estas le dicen, que solo quieren descansar un rato, dar un pienso al ganado, y que luego partirán.

En aquella triste casa no habia mas que una infeliz pieza, y en ella estaba por entónces un pobre caminante enfermo á quien por caridad habia permitido el huésped que reposara un momento.

Cuando vió gentes de aquel porte, quiso hacerle salir:   —185→   Benita sabiendo que estaba enfermo, le pidió que le dejase, asegurándole, que pues ella no estaria mas que un rato, podian estar juntos, y acompañó este ruego con una dádiva que le hizo para que socorriera al infeliz. Esto hizo que la obedeciese sin replicar. Las señoras entran y ven detras de una especie de biombo un hombre miserable, envuelto en una capa, y tendido sobre un jergon. Un gorro le cubria casi toda la cara, y lo poco que se le veia estaba tan pálido que presentaba la imágen de la muerte. Parecia que todos los males de esta vida se habian acumulado contra él, y las señoras no pudiéron dejar de apercibir el profundo letargo de su alma, viendo la insensibilidad con que se mantuvo cuando entráron con el huésped.

No pudieron ver una imágen tan terrible de la miseria y abandono, sin estremecerse con dolor. Dios mío (dijo Sabina á Benita) ¿habrá en la naturaleza quien sea mas infeliz que yo? Pero no, este miserable tendrá un padre que le amará. Los infelices de ordinario comparan los males agenos con los que ellos sufren, y cuando los compadecen, se compadecen á sí mismos. Sabina mirando con lástima á este pobre estrangero, creyó que estaba dormido. Un movimiento de piedad hace que se le acerque, y ve sobre una mesa que estaba á su lado un papel abierto. Echa la vista sobre él, y ¡cielos qué sorpresa! reconoce su letra propia, apénas puede creer sus ojos, se acerca mas, y lo primero que advierte es su firma, la toma en las manos, y lee estas palabras:

«¿Porqué os obstinais en hacerme infeliz con vuestro amor? Ya debeis saber, que en las fatales circunstancias en que nos hallamos, no podeis ser esposo mio. No me priveis pues del amor de un padre que amo mas que mi vida. Si es verdad que me estimais, no turbeis mi reposo. Mientras dure vuestro fatal amor, no puedo ser dichosa. Si vuestra pasion me deja tranquila, os ofrezco mi amistad, pero si sois tan vil que me persigais todavia con el vano pretesto de unos derechos imaginarios, no os prometo mas que aborrecimiento y desprecio: á Dios. Sabina.»

¡Cómo se quedó esta infeliz cuando encontró esta carta que habia escrito al Conde! Pero ¿cómo ó quién la habia traido allí? Agitada, temerosa y confusa, el corazon la bate con violentos latidos, y no pudiendo sostenerse se recuesta sobre su amiga, diciéndola con un acento lamentable: socorreme, Benita. Esta inquieta la recibe en sus brazos, y la dice alborotada: ¿qué tienes Sabina? A estas voces, y á estos nombres   —186→   el enfermo abre los ojos, y hace un esfuerzo para volverse á ver las personas, que allí estaban; pero ¿cuál fué su asombro viendo lo que adoraba? Mas su debilidad no le permitió sino tender acia ellas sus trémulos brazos. Sabina, á pesar de la palidez de aquel semblante, reconoció el de su marido, y se precipita acia él; le estrecha contra su pecho, y estaba como sin palabras ni sentido.

Benita temió que este encuentro, y esta escena tuviesen resultas peligrosas para los dos amantes: procuró calmarlos, ellos sumergidos en las mas vivas conmociones no recobráron el sentido mas que para derramar los diluvios de lágrimas, pero estas lágrimas eran deliciosas. Es muy dulce llorar sobre el pecho que se ama: sus brazos estaban enlazados, y se confundian sus suspiros. En aquel instante se olvidáron de todas sus penas, para no sentir mas que el placer de verse. Las preguntas se sucedian sin que se esperasen las respuestas, y no podian entenderse. Al fin despues de largos discursos perdidos en la confusion de sus ideas, y mal entendidos con la viveza de sus sentimientos, Sabina llegó á comprender, que el papel que tenia á su lado le habia inspirado tedio de la vida: tambien comprendió que no habia sido menester á los malvados que le engañáron, mas que dirigírsele como si hubiera sido escrito para él, pero no perdonaba á Félix, que la hubiese creido capaz de tanta infamia.

Por desgracia los infelices son ingeniosos en tormentarse, se creen abandonados de todo el universo. Penetran con sus propias manos el dardo que les destroza el corazon, y cuando desconfían, no tienen ojos mas que para ver perfidias y crueldades. Félix habia sabido, que violando las leyes mas sagradas, su casamiento habia sido declarado nulo. No ignoraba el amor del Conde, sus pretensiones y sus derechos fundados sobre la voluntad del Duque. Félix amaba, y era infeliz. ¿Qué mucho pues que creyera, que el papel de Sabina fuese para él? Félix confiesa á Sabina, que habia tenido la flaqueza de creerlo, que despechado corria á la corte para quitarse la vida á sus propios ojos, y que solo su enfermedad le habia detenido; pero tambien la asegura, que una palabra de los labios de su digna esposa le deja satisfecho, y que la vuelve á mirar con los mismos ojos con que la vió el dia que empezó á amarla; le prodiga las caricias mas tiernas, condena sus indignas sospechas, las abjura, se confiesa culpado de que pudo tenerlas, se disculpa de este delirio con el rigor de sus desgracias, y renueva con juramentos un amor de que Sabina no dudaba.

  —187→  

Pero esta no estaba tranquila. La enfermedad de Félix la inquietaba. Ya se habian desaparecido de sus ojos los furores de un padre, el trastorno de la fortuna, y hasta el rumor de la calumnia que iba á levantar la voz contra su fuga. Ya nada de esto la intimidaba. Estas sombras funestas habian sido desterradas por la luz que veia. Inmóvil, y con los ojos inundados en llanto placentero contemplaba á Félix en el silencio estático del gozo, le apretaba las manos con las suyas, y no podia saciarse de una vista tan dulce. Adorada Sabina (la decia su esposo) bendigamos al cielo. Nuestros males han sido grandes, pero ya están todos reparados. Vivamos ahora para nosotros, olvidando los furores del odio y la venganza. Entreguémonos al amor, á nuestro amor puro y legítimo, á este sentimiento consolador que eleva el alma sobre todas las borrascas de la vida. ¿Crees tú que los que nos persiguen, sean tan felices como nosotros? Yo no envidio su suerte. Nosotros tenemos al cielo y la inocencia. ¿Qué nos importan sus dignidades y tesoros? Yo tengo los mayores en tu corazon, y con él mas derechos que ellos á la felicidad.

La prudente Benita que tenia la cordura que falta á los enamorados, rompió una conversacion que era demasiado viva para no ser peligrosa; y en efecto la delicada Sabina sintió debilitadas sus fuerzas con tan imprevista revolucion. Benita les procuró el reposo, y los socorros que la situacion permitia, y al otro dia los enfermos se halláron mejor. Entonces se pensó en lo que se haria. Todos conviniéron en que el partido mas cuerdo era el tomado, y continuáron su camino á Lisboa, para esconderse en el asilo que Benita habia ofrecido á Sabina sola. Acordes en esto, parten sin dilacion. El huésped quedó contento de la generosidad de los viageros, y la salud hija de la alegría circuló por las venas de los dos esposos. Cada dia sintiéron aumentarse sus fuerzas, y las necesitaban para los nuevos reveses que les preparaba su destino enemigo.

No pudiendo el Duque saciar la rabia de su corazon contra su hija y su yerno, porque la fuga los preservaba de sus iras, pensó en el único recurso que le quedaba á su venganza. Resolvió casarse para tener un heredero, y despojar á Sabina de su herencia. Se casó con una hermana del Conde, y con el pretesto de su fuga y su presumida muerte solicitó, y obtuvo permiso para declarar heredera á su nueva muger. Lo que hay de mas horrible es que hizo un testamento en favor de ella, y que fué revestido de todas las formalidades necesarias. El Conde su hermano subia como espuma. Cada dia   —188→   su favor se aumentaba, y nadie dudaba de que no llegase presto á los primeros grados del poder. El ambicioso y vengativo Duque queria asegurar su proteccion para satisfacer á todas sus pasiones. Ya estaba sordo á las voces de la naturaleza. Esta le hacia oir sin fruto los gritos con que clamaba; pero un corazon que se atosiga con el veneno del odio, sofoca todos los movimientos que la ternura inspira.

Félix hubiera sido insensible á este golpe, si le sufriera solo; pero tambien heria á su amada Sabina, y la imágen de la miseria se presentó á sus ojos con todo el asqueroso aspecto de su inmunda figura. ¿Cómo (se decia) podrá una mujer criada y mantenida en la abundancia, pasar de repente á la indigencia mas estrecha? ¿Qué valor se puede sostener cuando se ve precisado á luchar contra las primeras necesidades de la vida? Cuando la imágen de esta dolorosa perspectiva oprimia su corazon, solia decir á Sabina: tierna y desdichada esposa, la desgracia que se ha declarado contra mí, te persigue para hacer mis pesares mas terribles. Abandóname á mi mala suerte, pues ves que tras mis pasos viene el infortunio. Huye de un hombre que debiera hacerte dichosa, y que te ha asociado á todas sus desgracias. Sin mí tú estuvieras tranquila, y vivieras contenta y respetada.

Húyeme, querida Sabina, huye al enemigo de tu reposo y de tu gloria. El te priva de la amistad de un padre, él te hace perder los derechos de tu nacimiento y tu fortuna. El cielo descarga contra él todas sus iras: ya no te es permitido amarle. La triste indigencia va á marchitar los lirios y las rosas de tus bellas mejillas, y te hará derramar las lágrimas duras que arranca el rigor de las necesidades. ¡Ay Dios! yo me siento con bastante valor para soportar todos mis males; pero los tuyos me despedazan el corazon: tú me haces conocer la rabia del despecho, y cuando te veo sujeta á la suerte que me oprime, mi flaqueza no puede contener su amargo llanto. Desconozco la paciencia, no puedo alcanzar á la resignacion, mi espíritu se enagena, el furor hace bullir en las venas la sangre que me anima, y sufro mas tormentos que si me sintiera delincuente.

Sabina procuraba templar el dolor de su esposo con aquella dulce suavidad que nace de la fuerza del alma. Lloraba con él; pero se sonreia. Grande sin ostentacion, y sensible sin flaqueza, le mostraba esperanzas sin inquietud, y le hacia ver la firme seguridad que dominaba en su alma. Sus consuelos estaban llenos de virtud, de dulzura y amor. Querido   —189→   Félix, le decia, no te inquietes por mí; yo no tengo temor del porvenir, y me abandono consolada á la mano que arregla todos los destinos de los hombres. ¿Sin nuestro amor seriamos felices, aunque nos viéramos en medio de la opulencia y los honores? Sin duda que seriamos mas ricos; pero todos los tesoros del mundo ¿pueden jamas valer la union de los corazones? Quizá las ventajas de la fortuna y el poder perjudicaran á la viveza de nuestro amor, y quizá tambien á nuestra virtud. ¿Qué bienes pueden recompensar tantas pérdidas? Entónces sí que fuéramos infelices, y que debiéramos llorar nuestras desgracias. El corazon humano se corrompe en la prosperidad, la abundancia le cansa, y presto se fastidia. Demos pues gracias á Dios de que nos deja los verdaderos tesoros, los bienes únicos que hacen amar la existencia y la vida.

Anda, amigo, no temas sino una cosa, que es nuestra separacion. Asegúrame que nunca me separaré de tí, y yo te podré asegurar que jamas la melancolía ni la tristeza podrán hallar lugar en nuestros pechos. No echemos pues á perder con el temor de pesares que podrán no venir, la felicidad de que gozamos. Si queremos, nada la puede disminuir, y será toda nuestra. Nosotros estamos juntos, somos inocentes, y nos amamos. ¿No basta esto para ser felices? Gocemos pues de tanta dicha, y olvidemos lo demas del mundo. La tierra es grande en todas partes, el hombre laborioso puede ganar su pan, y el mio me será sabroso siempre que me venga de tu mano.

Ve aquí cómo esta heróica muger se elevaba sobre su mala suerte, y contra todos los temores del porvenir. El amor la inspiraba su intrépido valor. Félix oyendo hablar á Sabina con tan magnánima constancia, la estrechaba con su corazon, y abjuraba sobre él la desconfianza que le habia arrastrado al desaliento. Del corazón de Sabina saliéron las influencias que le hiciéron recobrar su antiguo valor: ya nada la aterra ni en lo presente, ni en lo futuro, y se sentia capaz de superar todo el esfuerzo de las adversidades. Llegan á Lisboa, Doña Eulalia, la amiga de Benita, los recibe con el celo que se debe á la amistad, y con el respeto que merecen las desgracias. No sabe lo que son; pero sabe que son infelices, y le basta. Benita se vuelve presurosa para ver si puede desmentir, ó disimular el motivo de su ausencia.

Doña Eulalia parte con ellos su habitacion, y cuanto tiene; pero los que recibian su hospitalidad tenian el alma demasiado   —190→   noble para abusar de su generosa compasion, y tambien se hubieran avergonzado de vivir en una indecente ociosidad; su huésped no era rica, apénas disfrutaba una fortuna suficiente, y por lo mismo que les mostraba una bondad tan desinteresada, dos almas tan nobles debian oponerse á gastos que la debian disminuir. Ya habia hecho mucho por ellos, y fué preciso dejarla á su pesar. Alquiláron pues una pequeña casa, donde esperáron mantenerse escondidos. Sabina vendió los diamantes que pudo sacar de su casa, y que la pertenecian. Pagó con su precio lo que creyó deber á Doña Eulalia, y vivia con lo demas. Aunque á las personas honradas no deben avergonzar los beneficios generosos, cuando los necesitan, es muy dulce poder vivir desconocido y con independencia. Pero Félix previó que este recurso no era inmenso, y que era menester buscar otros para cuando se acabara: sabia muchas lenguas, y en aquel pais muchos deseaban aprender el español. Tambien era superior en el dibujo. Estos talentos le fuéron más útiles que otros mayores que hubiera podido enseñar.

Determinó pues aplicarse á dar lecciones de español y dibujo, y dió a esta ingrata ocupacion toda la exactitud que pide la rigurosa probidad. Entónces conoció la dificultad de formar un espíritu nuevo, y de dirigir bien sus estudios y progresos. Entónces conoció que nada es tan digno, pero tampoco tan difícil como humillar su ingenio, y hacerle descender á los elementos primeros, para saber enseñarlos con un órden que añada facilidad á la instruccion. Adquirió la confianza y estimacion de los que le conocieron y admiráron la prontitud y claridad con que instruia á sus discípulos. Félix no tuvo el fatuo orgullo de creerse superior á esta especie de mérito subalterno.

Sabina trabajaba por su lado en las labores de su sexo, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa que manejar la aguja y el dedal. Lo singular es, que en esta triste y no acostumbrada aplicacion se la veia siempre la alegría en los ojos, y la risa en los labios. Este virtuoso matrimonio á quien el cielo miraba complacido, hallaba en su honrado trabajo el fruto de una subsistencia desahogada, y conoció el deleite con que se saborea el pan que se ha ganado con sus manos. No hay placer que satisfaga tanto como la confianza de hallar en los propios esfuerzos recursos contra los rigores de la adversidad. Es muy dulce poderse decir: en cualquier clima que la suerte me ponga, puedo desafiar, y burlarme del orgullo y la avaricia de los ricos. Así el trabajo me sustentará.   —191→   El opulento no se confía más que en su oro, que se le puede escapar sin saber cómo; pero yo apoyaré mi subsistencia sobre bases mas sólidas, que serán mi industria y mi constancia.

Los dos esposos vivian felices, y estaban tan acostumbrados á su nueva situación, que nadie hubiera imaginado que no habían nacido en ella. Sólo las almas grandes y elevadas pueden conocer, que una pobreza honrada, hija de no merecidos infortunios tiene placeres secretos, que no advierte el lujo, ni distingue la grandeza orgullosa. Ellas solas soportan con firmeza los reveses de la suerte, y están tranquilas en medio de un abatimiento que no se pueden baldonar. Ellas solas saben olvidar el fausto y esplendor de que gozaron, y sufrir con la misma serenidad la escasez que padecen. Es verdad que Félix no podia observar las miradas del príncipe, no se veia adorado del pueblo, y no estaba su antesala llena de pretendientes. Nadie se prosternaba en su presencia; pero tampoco era objeto de la envidia, de la calumnia, y de la sátira. El dia que le rayaba, era todo suyo, sentia todo el precio de su independencia, y jamas fue tan libre como en su feliz mediocridad.

En ella no veia el espíritu dulcemente feroz del cortesano inicuo. En ella su hiel disimulada y su mordicante ironía no lastimaban sus oídos. Su corazon se abria á la sencillez de gentes rústicas y simples, que con la apariencia de la grosería suelen esconder almas no desproveidas de calor y de luz. Los dos esposos estaban contentos, y hubieran deseado acabar allí sus dias sin penas ni disgustos, dando gracias al cielo; pero esta dulzura era una corta pausa que la providencia les concedia en el penoso y desgraciado viage de su vida, un intervalo que les permitia para que tomasen aliento, porque les preparaba duras pruebas á su virtud.

Una noche de primavera que Félix, despues de haber llenado las obligaciones del dia, volvia á su habitación á la hora acostumbrada, vió dos hombres que rodeaban su casa, y la observaban con cuidado. Uno de ellos entró, y volvió á salir. Esta marcha misteriosa escitó su desconfianza. Los siguió tanto como lo permitió la oscuridad, y vió que se ocultaban. Su casa estaba situada no solo á la estremidad de la ciudad, sino en un barrio escusado, solitaria, y separada de las otras. Félix no dudó que eran ladrones, que estudiaban su casa para sorprenderla. Los ejemplos recientes de otras casas que habian sido robadas, aumentáron su inquietud. No   —192→   halló mejor medio que el ir determinadamente á examinar á estos curiosos, saber quiénes eran, y hacerles ver que habia conocido su designio. Va al sitio en que se habian ocultado, y los dos echan á huir. Félix detiene al uno, y con tono resuelto le pregunta, porqué examinaba tanto su casa; pero no recibe otra respuesta que la de ver que saca un puñal, y que le quiere herir.

Félix mas listo da dos pasos atras, saca su espada, y se pone en defensa; pero su enemigo abalanzándose á él con ánimo de matarle, se mete por su espada, y cae á sus pies. El infeliz se esfuerza para volverse á levantar. La espada que le atraviesa se lo impide. Despues de algunos esfuerzos se abandona, y le dice: vencíste, Félix: ya estás vengado: tú has muerto al Duque. Félix se queda inmóvil de terror. Corre á sacarle la espada, la arroja léjos de sí, y con un grito doloroso se le acerca para socorrerle; pero al instante se le presentan todas las consecuencias de este lance. ¡El Duque en aquel país! ¡El padre de su esposa anegado en su sangre, y muerto por su mano! Todo esto le llena de espanto y terror. Luego se figura ver á su muger, que pálida y horrorizada le arroja de su seno como asesino de su padre, y todas las demas imágenes de suplicios y horrores, que deben ser efectos de estas desgracias, le inundan como un torrente el corazón; pero no se detiene en ellas por acudir á su socorro.

Sabina que le esperaba, tenia el oido alerta para cuando tocase; pero oyendo el rumor del combate, se sobresalta. El amor es siempre tímido. Se levanta asustada, corre presurosa para saber lo que es, y mas para saber si Félix corre algun peligro; pero se consuela, viendo que sostenia á un hombre que no podia tenerse en pie. Su vista despedaza el corazón de Félix: quisiera huir; pero debe sus socorros al Duque, y esta consideracion le detiene: tiembla, se estremece. Sabina se le acerca, y le pregunta trémula, si está herido, y al mismo tiempo con una voz llorosa y alterada grita, pidiendo auxilio. Félix con un acento oscuro y sofocado la responde que no, y la infeliz siente que la alegría viene á su alma en medio de esta escena de horrores.

Félix la dice: socorramos prontamente á este desgraciado. Los dos le toman en los brazos, y le transportan á su casa á pasos lentos. El Duque traia apoyada la cabeza en el pecho de Félix; pero ya la cercanía de la muerte le habia mudado el corazon: ya empezaba á ver el horror y los frutos de su carácter vengativo. Luego que llegan, le ponen sobre su   —193→   propio lecho, y Félix pide á Sabina, que vaya á llamar á su amigo el cirujano que vive enfrente, escusándose de no ir él mismo con el cuidado de asistir al enfermo. Sabina vuelve con el cirujano. Félix por alejarla, pide á su muger que prepare vendas, y las demas cosas necesarias. Ella se ocupa en este encargo, y entretanto el cirujano reconoce al enfermo, ve que la herida es mortal, y declara que no hay remedio. No ostante se pone á recoger la sangre, y ponerle el aparejo conveniente. Félix procuraba desviar á su muger con distintos pretestos; pero á pesar de sus esfuerzos la activa, solícita y caritativa Sabina no pudo dejar de reconocer al herido, y no pudo dejar de ver que era su padre.

Al instante que le reconoce, da un grito de terror. Echa los ojos sobre Félix, y ve su turbacion. El dolor, el despecho y la consternacion eran visibles en sus ojos. Sabina se precipita sobre el Duque, gritando con el acento mas lastimoso: ¡Mi padre! ¡padre mío! ¿qué es esto? ¿dónde estamos? ¿El cielo inventa nuevos tormentos para castigarnos? ¿Qué cruel mano os ha herido? Que perezca mil veces en los tormentos. Diciendo esto, pierde la palabra, sus lágrimas la sofocan, y se mezclan con la sangre que inundaba su lecho. ¡Cómo estaba entónces el corazon de Félix destrozado por este espectáculo terrible! Levantaba los ojos al cielo, despues los fijaba en la tierra, y hubiera querido esconderse en su centro para librarse de los tormentos que le devoraban. ¿Con qué valor podrá acercarse en adelante á una esposa, que debe verle como el homicida de su padre?

El Duque en medio de los horrores que sufria, sintió que ya estaba cerca de su fin. Su hija desesperada le tenia en sus brazos, y queria detenerle el alma que se le iba á escapar. La palidez de la muerte, que ya estaba grabada en su semblante, tenia desfiguradas sus facciones. Ve que la eternidad se le acerca, que la terrible eternidad va á tragarle en su abismo espantoso, y la cólera de un Dios poderoso y ofendido le llena de terror. Su odio afloja, su furor se desarma, la venganza no es dulce á la hora de la muerte. Reconoce su ceguedad, y las ilusiones que le inspiraban los delirios de su orgullo. ¡Santo Dios! ¡qué desgracia es que los hombres no reconozcan sus errores sino cuando ya no pueden repararlos!

El Duque se acuerda de todas las violencias, injusticias, y atroces iniquidades que su vanidad se ha permitido, y considera la cuenta rigurosa que dentro de un instante debe dar   —194→   de todas al juez incorruptible. Esta idea le turba: sabe que está culpado, y que va á presentarse á un tribunal en que tiembla hasta la virtud. Su imaginacion se asusta, representándole al inexorable y justo repartidor de los destinos eternos, y los tormentos que prepara á los corazones duros y perseguidores. Su espíritu estaba tan consternado, que no podia articular palabra; pero haciéndose esfuerzos, y forzado por los remordimientos de su arrepentimiento, aunque tardio, dice á Sabina con tono dolorido: ¡hija! no me llames tu padre: yo no merezco este nombre, y por eso el cielo no me permite conservarle mucho tiempo. Mi muerte es castigo de Dios. Yo te envidiaba la triste tranquilidad de que gozabas, y venia a quitártela; pero el cielo se venga, y me castiga. Las pasiones me han cegado; me han hecho desconocer los derechos de la naturaleza, y he perseguido mi propia sangre. La mano de Dios lenta, pero terrible descarga sobre mí los últimos golpes de su saña, y quiere que á tu vista...

Sabina deshecha en llanto le interrumpe para decirle: no, padre, yo no os acuso: el cielo sabe que yo he respetado todo lo que la cólera os dictaba: yo veia que Dios me castigaba con ella, y sin duda que lo merecia; pero Dios que ve mi corazon, sabe que no os baldono nada, y que solo le pido vuestra vida. Mis ruegos la obtendrán, señor. Dios tendrá compasion de una hija desdichada que os ha querido siempre, que nunca os ha tenido por culpado, y á quien vuestra muerte quitará la vida de dolor. El se aplacará con las lágrimas de la naturaleza y el amor. Tranquilizaos, padre confiad en el Dios de clemencia, que no se ha dignado de abriros los ojos para castigaros: su piedad perdona al que reconoce sus culpas, y desea espiarlas. Este Dios de bondad no cerrará sus oidos á mis ruegos. El corazón me lo dice, y el vuestro debe esperar en su misericordia. Aquí el Duque la interrumpe también para decirla, no perdamos tiempo, los momentos son preciosos; ya siento que las urgentes Parcas van á cortar el hilo de mi vida desastrada: yo he cometido muchas injusticias, pero que á lo ménos repare una: yo te he desheredado: perdóname hija, y haz venir á un escribano para que á lo menos pueda... En el mismo instante pierde la palabra, su mano que estaba entre las de Sabina se yela, y exala el último suspiro.

Félix estaba en pie á un lado de la cama, y ocultaba su rostro. No derrama una lágrima: su dolor era tan intenso que parecia insensible; pero Sabina se abandonaba á su despecho: daba gritos lamentables, pedia venganza contra los matadores   —195→   de su padre. ¡Ah! ¡si supiera cuál es la mano que le quitó la vida, no fuera tan implacable! Pero en su ignorancia baldonaba el silencio de Félix, y le decia: ¿cómo estás tan tranquilo? Vuela y persigue los asesinos de mi padre. Yo no conozco al odio, ni amo la venganza; pero en esta ocasion la indiferencia fuera delito. Corre pues, y acuérdate de que es el padre de tu esposa, de que tú eres su hijo, y que debes a su memoria el suplicio de los traidores: á lo ménos vamos a despertar á la justicia, corramos a escitar los corazones para que nos ayuden á vengarle: ven conmigo. La sangre humana derramada grita al cielo, que no deja sin castigo al inhumano que la vierte. ¡Dios justo y eterno! descarga los rayos de tus iras sobre el bárbaro que ha muerto á mi padre: que los remordimientos le destrocen, y que el suplicio le estermine.

Félix aterrado, confundido con imprecaciones tan terribles, la responde con un aire feroz, y con voz formidable, que hizo estremecer a Sabina: sosiégate, y suspende tus maldiciones: tu padre será vengado: sí, yo te aseguro que lo será, y mucho más quizá de lo que tú deseas. El asesino de tu padre... La confesion terrible iba á salir de sus labios; pero un estrépito súbito y tumultuoso distrae la atencion de todos. Tocan á la puerta, y presto entran en la pieza alguaciles acompañados de soldados. A su cabeza estaba el compañero del Duque, que era un criado de confianza, y el mismo que observaba con él las entradas y salidas de la casa. Desde que este vió al Duque caido por tierra, le creyó muerto, y fué corriendo á avisar á la justicia: esta vino presurosa, su conductor estaba furioso, y luego que se encontró con los ojos de Félix, les dice: este es el matador del Duque: yo le he visto meter su espada en el pecho del infeliz: llevadle á la cárcel.

La tropa se apodera de Félix. Sabina se sorprende: la turbacion la ofusca; pero el dolor la anima, y con todo el valor del despecho, con todo el interes del amor, y con la persuacion de la inocencia les grita: no, deteneos. Mi marido no es el culpado. Léjos de haberle muerto, él es quien le ha defendido: ¿cómo pudiera darle la muerte si es hijo? Yo os digo que es su hijo, y esta palabra os debe convencer. Su acusador, engañado por la oscuridad, le confunde sin duda con su vil asesino; pero yo os repito, que es su hijo: salid de vuestro error: y diciendo esto, tomaba á su esposo por las manos, le cerraba entre sus brazos, y no queria separarse de él; pero el desgraciado Félix, apartando la cara, rechazando   —196→   sus esfuerzos tiernos, y con el corazon hecho pedazos, la decia: ¿qué haces, infeliz muger? Apártate de mí, déjame perecer, yo soy el infame asesino de tu padre. Sabina perdida, aterrada con estas palabras espantosas, se queda inmóvil, como si un rayo la hubiera sorprendido; pero poco despues cae desmayada entre las sombras de la muerte, y mientras ella estaba sin sentido llevan á su esposo, y le meten en un calabozo de la cárcel.




ArribaAbajoSegunda parte

¿Quién puede describir los sentimientos de los esposos infelices en esta escena de horror y de dolores? Echemos un velo sobre ella, hagamos como los pintores, que sintiendo la insuficiencia del pincel, cubrian con un velo las caras de las jóvenes víctimas destinadas al triste sacrificio. Abandonemos un momento á su dolor, á su asombro y su desolacion, á estos corazones, que su inflexible y rigurosa suerte vuelve á separar, y para reposar una imaginacion lastimada, sepamos como el Duque se puede hallar en Portugal, y como pudo ser víctima de encuentro tan funesto. Este padre feroz, abandonado á la insensata violencia de su cólera, procurando la desgracia de sus hijos, trabajaba por la suya propia. Aborrecia á Félix con furor: y ciego con el ardor de la venganza, llegó á estender sobre su hija los rigores de su enemistad. La habia amado en su niñez; pero su orgulloso corazon se sintió indignado, furioso, y perdió todas las dulzuras de la ternura paternal, cuando vió al fin que toda su autoridad no podia quitarle el amor de su esposo. Primero la amenazaba solo con el designio de intimidarla; pero la insuficiencia de este medio irritó su altivez, y el odio iba ganando todo lo que perdia la esperanza de su sumision.

Lo que acabó de irritarle, y dar á su cólera todo el resorte á que podia llegar, fué el que después de haber concebido la esperanza de casarla con el Conde, que imaginaba ser el grande apoyo de su ambicion, Sabina supo esconderse á su vigilancia, y huirse de su casa. No dudó que iria á buscar á su marido, y esta nueva y valerosa prueba de su amor llenó todas las medidas de su indignacion. Por otra parte   —197→   esta fuga le parecia tanto un oprobio de su honor, como una burla de su autoridad. Le pareció que iba á ser la risa y el escarnio de la corte; que perdia en el Conde el apoyo con que se creia exaltar, y el amor propio, el odio, la ambicion, y en fin todas las pasiones juntas contribuyéron á hacerle mirar este suceso como un desaire, como una pérdida, y como una mancha de que no se podia lavar, si no la sabia reparar.

Con estas ideas su genio mal sufrido, y poco acostumbrado á dominarse, envió espías por todas partes para desenterrarlos del asilo mas escondido. El que envió á Portugal fué mas feliz, porque reconoció á Félix y su esposa: no se descubrió á ellos, pero los observó; y no solo escribió al Duque haberlos encontrado, sino le informó de la dulzura, tranquilidad y estimacion con que vivian. Al instante el Duque proyecta arrancar á su hija de aquel retiro, y se pone en camino por no fiarse de brazo ménos seguro que el suyo. No era fácil que pudiera servirse de autoridad ni de violencia en un pais estrangero, donde reinan las leyes, y con una muger que estaba ya en el poder de su marido; pero le pareció que lo que la fuerza no alcanzaba, sabria conseguirlo el artificio. Su intencion era sacarla por sí mismo de su casa en la ausencia de Félix, y hacerla conducir en coches que tendria prevenidos. En caso de resistencia, imaginaba que el título de padre justificaria lo irregular de su proceder.

Parte pues solo y de secreto. Al instante que llega va con su confidente á examinar la casa para tomar despues medidas concertadas y seguras; pero el cielo, que velaba sobre la inocencia, le iba ya preparando su castigo por la mano del hombre que perseguia con tan cruel teson. Entónces sucedió el fatal encuentro que le costó la vida. El criado que lo vió no tuvo valor para acudir á su socorro: los malvados son tímidos, y los viles cobardes; pero ocurrió á la justicia, haciéndola saber el nombre, la clase, y las dignidades del Duque; la justicia fué al instante, y puso en prision la persona de Félix.

Cuando Sabina volvió en sí conoció toda la estension de sus males, y el rigor de su despiadada suerte. No se atrevia á entregarse á su dolor, ni á desahogarle con su llanto. Por un lado veia á su padre muerto en sus brazos, por otro a un esposo atado con cadenas, privado de la luz, yaciendo sin consuelo entre los horrores de un solitario calabozo. Estas dos imágenes la atormentaban igualmente, porque su tierno corazon se interesaba por los dos; pero su desgracia mayor   —198→   era, que uno habia muerto por las manos del otro, y no podia resistir el tormento que la daba esta idea. Cuando considera que su esposo, este esposo que amaba tanto, habia atravesado con su propia mano el corazon del Duque, se llenaba de horror, entónces todos los sacrificios que habia hecho á Félix, la parecian otros tantos atentados hechos contra su padre, y se creia culpada de su muerte: se acordaba de las caricias que le hacia en su infancia, y que todavía á pesar de su conducta posterior estaban frescas en su sensible y generoso corazon. Esta memoria la destrozaba el alma, y el nombre sagrado de padre, los altos derechos que le concede el cielo, este título respetable, símbolo y orígen de toda autoridad, violados por un esposo que le debia el mas profundo respeto, la mas inalterable sumision, le ofuscaban las ideas, su muerte la parecia el atentado mas odioso, ella se creia cómplice por su amor, y se llamaba sin rebozo parricida.

Pero cuando volvia á considerar la felicidad de que gozaba, cuando repasaba en su memoria los dulces y deliciosos dias que le habia hecho pasar su idolatrado marido; cuando se acordaba de sus virtudes, de su paciencia, del valor con que sufria las persecuciones de su padre, de sus sentimientos nobles y virtuosos, que le alejaban tanto hasta de la sombra de un delito; y en fin, de tantas finezas que le debia, entónces hubiera querido dar su vida por salvarle. Lo que ella debia á la ceniza de su padre, debia separarla de un marido á quien la suerte condenó á quitarle la vida; pero el amor que le tenia, y la persuasion de su inocencia, la imponia la obligacion de defenderle. Ella es hija, como tal la toca la venganza de su padre, y Félix es su homicida; pero Félix es su esposo, el esposo mas tierno, y mas digno de ser adorado: ademas de eso, está inocente, ¿cómo puede pues pedir á la justicia una sangre que no está culpada? ¿Cómo puede desmentir su propio corazon, persiguiendo con crueldad al hombre por quien quisiera dar su vida?

El amor y la razon la determinan en fin á volar al instante á su socorro: sus primeros pasos se dirigen á la cárcel para verle, consolarle y consultarle; pero no encuentra mas que puertas de acero, que no se abren al ruego, cadenas inflexibles, que no ablandan las súplicas, semblantes severos, que no se enternecen con las lágrimas. Ella habia sabido hacerse con su carácter amable, y sus virtudes dulces, algunos amigos honrados y pacíficos; pero que tenian poco crédito. No pudiéron ayudarla; pero supiéron desengañarla, y la dijéron, que en aquellos primeros dias la seria imposible ver á   —199→   su marido: que las leyes ponian á los reos en el secreto, y no se les dejaba hablar á nadie hasta que les tomase la confesion; y la persuadiéron que tuviese paciencia miéntras esta diligencia se evacuaba, con la esperanza de que podria verle despues.

El dolor de Sabina era impaciente, y no se acomodaba con tan funestas dilaciones; pero era menester ceder á la necesidad. Sus amigos la aconsejáron tambien que fuera á visitar á sus jueces para escitarlos á la indulgencia. Un eclesiástico respetable se ofreció á acompañarla, y se concertáron para empezar sus visitas al otro dia por la mañana; pero la noche misma, una criada que tenia la informó de que la causa criminal estaba ya en movimiento: que la opinion pública estaba declarada contra Félix: que todos estaban persuadidos á que la muerte del Duque era un asesinato, y que nadie dudaba que no le condujese al suplicio: Sabina temblaba, dirigia su corazon al cielo, y estaba anegada en sus lágrimas. Lo que mas la afligia era no haber podido todavía ver á Félix para saber lo que debia hacer; pero este fué mas dichoso que ella. El hombre que estaba encargado de guardarle, era compasivo; y rogado por él le habia dado pluma y papel, y se ofreció á llevar una carta á Sabina. En efecto, se la lleva cubierto con las sombras de la noche, y se la presenta. Ella la recibe con mano trémula, reconoce la letra, un frio mortal traspasa, y lee lo que sigue:

«Adorada Sabina, ya no me atrevo á llamarte mi esposa; pero Dios que registra los corazones, conoce mi inocencia: él sabe que mi mano estaba ciega, y que no conocia el pecho que ha tenido la desgracia de herir: yo defendia mi propia vida, infeliz, que ¡ojalá hubiera perdido en aquel lance! Mi muerte hubiera sido un don del cielo, porque me hubiera preservado de la situacion en que me veo. No hay consuelo para mí. Yo me baldono haber causado la desgracia de tu padre y la tuya. Yo miro la muerte sin espanto. ¿Pero de qué me servirán ni la inocencia ni la muerte, si no puedo enjugar tus lágrimas, ni salvarte de la suerte desventurada en que te he puesto? Dios mio, ¿porqué delito he merecido tan terrible castigo? Sin duda lo merezco, pues el cielo me lo impone. Pero ¿qué has hecho tú para que te dé tanta parte? Lo único que me aflige es que tambien merezco perder tu corazon. Si yo pudiera satisfacerte vertiendo á tus pies toda mi sangre... pero ¡ay! ¡qué destino es el mio tan bárbaro, tan inaudito! Tú lloras un padre, y presto llorarás un marido.

  —200→  

Perdóname, Sabina: yo no puedo pedirte el mismo amor; pero no me es posible sufrir la idea de tu odio. Yo invoco la muerte, yo quisiera apresurar este momento, que dará fin á mis angustias intolerables. Compadece á lo menos á esta víctima de un tirano destino, á un esposo que se da este título por la última vez, y que con una mano trémula, que te fué querida, y que ahora debe serte odiosa, te pide por única gracia, que te consueles y que vivas. A Dios, Sabina idolatrada, recibe el último suspiro del desdichado Félix.»

Es imposible concebir el estado en que puso al alma de Sabina la lectura de esta triste carta. Sus congojas y sollozos la sofocaban. Al instante toma la pluma, y sus lágrimas borran lo que escribe. No pudiendo detenerse, porque el hombre que la trajo la carta la daba prisa, diciendo que no podia estar mucho tiempo fuera de su puesto, se contenta con protestarle su inalterable amor: le consuela, y le dice, que al otro dia iria á ver á sus jueces: le promete los últimos esfuerzos de su cariño, y le asegura que le salvaria, ó que moriria con él. El hombre se fué, y ella quedó condenada á pasar la noche con los tormentos de su imaginacion. Deseaba con impaciencia que llegase el dia para empezar sus diligencias. A la hora regular vino el virtuoso eclesiástico, que debia acompañarla, y esta compañia sola era una presuncion de su inocencia, por la general estimación que le habia adquirido su pública virtud.

La sensible Sabina halló en los semblantes de sus jueces aquella áspera severidad, que inspira la persuacion de un delito atroz. La idea de que su marido proscripto y fugitivo habia dado la muerte al padre de su esposa, y un padre de tanta distincion, los habia indignado contra él. Todos estaban prevenidos contra ella; pero cuando vieron su juventud, su hermosura y modestia; cuando vieron su dulzura, candor é ingenuidad, todo les habló en su favor. Ella les contaba su historia, disimulando las atrocidades de su padre, y persuadiendo las virtudes de su marido. Atribuia al error de un acaso enemigo la iniquidad de la tragedia. Ella abogaba tambien con tanta gracia, y con lágrimas tan dulces, que los enternecia, y no se apartaba de su vista sin dejarles el deseo de que su esposo no estuviera culpado.

En esta ocasion se esperimentó el poder de la hermosura afligida, que cuando pide postrada, es cuando manda mas absoluta. Sus lágrimas toman un ascendiente irresistible sobre los corazones. Empiezan por seducirlos, y acaban por dominarlos.   —201→   Con la primera impresion producen el deseo de poder obligarla, y tras de este deseo vienen las ilusiones del alma, y hasta las alucinaciones del corazon. La dulzura de Sabina cubria con un hechizo secreto sus modestos ruegos, y atraia los corazones por su noble constancia en sus desgracias. Nada hay que interese tanto como una virtud tímida, y la que sufre perseguida por el infortunio inspira mas admiracion que la que goza próspera y tranquila. Cuanto mayor es la desgracia, y se sostiene con mas fuerza, tanto mas crecen la compasion y el interes que producen las personas, y por eso el marido virtuoso de una muger pérfida, ó el hijo respetuoso de un padre despreciable inspiran mas tierna compasion, porque al respeto que se debe á la virtud se añade un contraste que la hace resaltar.

La modesta Sabina ganó tanto los corazones generosos, que todos empezáron por desear la inocencia del esposo que amaba. Muchos se dedicáron á buscar luces sobre el suceso y adquirir noticias de las personas: todas las informaciones que se hacian, añadian nuevas verosimilitudes en su favor. Se sabia que el Duque habia venido de secreto á buscar á Félix: que este no le esperaba, y no se le podian suponer intenciones que el otro podia traer. Tambien se supo su antigua vida, su virtud conocida, la modestia con que vivia, sus ocupaciones honradas, y lo estimado que era en su barrio. No se ignoró la enemistad del Duque, y su violento carácter. Las pruebas de su aborrecimiento fuéron conocidas, y todas estas cosas formaron un cúmulo de presunciones, que persuadiéron al pueblo y á los jueces. De modo, que las lágrimas y las virtudes de Sabina mudáron la opinion pública y el concepto de los que debian juzgar á su marido. Ya se decia abiertamente, que el Duque habia sido el agresor, y se creia sin sospecha contraria lo que Félix habia confesado con sinceridad. Muchos vinieron á ofrecer á Sabina oficios y socorros, y hasta los jueces la daban esperanzas y consuelos. El pleito criminal, que empezó con tanta acerbidad, se continuaba, y estaba ya concluido en términos favorables al reo. Ya estaba señalado el dia en que debia verse la causa, y nadie dudaba que la decision no fuese propicia á la inocencia. Félix estaba tranquilo sobre su suerte. Ya gozaba en la prision de todos los alivios que el afán de Sabina le habia podido procurar. Ya miraba cercano el término de su libertad, y estaba tan agradecido como admirado del constante y heróico teson, con que su digna esposa habia trabajado en su favor. Ella persuadida del buen éxito daba gracias á Dios de haber sido útil al marido que amaba, y contaba con ansia   —202→   las horas que la faltaban para unirse con él. Todo era consuelos y esperanzas para estos amantes desgraciados; pero el hado inexorable, que habia jurado hacerlos infelices, les urdió una nueva trama, que volvió á sumergirlos en otro nuevo abismo de desdichas.

La víspera del dia en que debia verse la causa, y que los dos infelices miraban como el término de sus males, vienen á informar á Sabina de que por orden de la corte habian sacado de la prision á Félix, y que le llevaban preso, y maniatado á España: corre despavorida á saber si es cierta la noticia, y apura presto la funesta verdad. La corte de España, noticiosa del suceso, despacha un correo á Lisboa pidiendo el reo. Es regular que los delitos se examinen donde se cometen, porque allí pueden examinarse mejor, y porque es justo que se dé el ejemplo de la justicia á los que fuéron testigos de la iniquidad. Pero el Conde, que ya habia llegado al ministerio, y que tenia en su mano todo el poder de la Soberanía, tuvo por conveniente hacer venir á Félix a Madrid, tanto por acudir y asegurar los intereses de su hermana, como por vengar un amor despreciado.

Escribió pues á Lisboa pidiendo que se le entregase el reo, y esta corte que no tenia interes en conservarle, y que vió que el muerto era un hombre distinguido, cuya calidad y circunstancias podian servir de escepcion á las reglas comunes, no tuvo dificultad en concederlo. Dió órden que se entregase á los satélites que habian venido á conducirle; y cuando su muger lo supo ya estaba en camino para España. ¡Cuánto debió abatir este nuevo golpe de la adversidad á su ya fatigado corazon! Pero su constante y generoso amor la inspiró nuevo aliento; y aunque los conductores de su esposo la llevaban alguna ventaja, logró llegar á Madrid la noche del dia en que habia llegado su marido.

El corazon de Sabina no iba tan desconsolado en este viaje. El ejemplo de Lisboa la hacia esperar que en Madrid podría encontrar tambien compasion y justicia, y aun lo esperaba mas, porque allí tenia amigos y parientes que la podian ayudar. Llegó pues llena de esperanzas; pero allí aprendió muy á su costa, que si la justicia y compasion pueden hallar entrada en los humanos corazones, cuando el interes no domina ni sojuzga el terror, estas dos divinidades de las cortes las arrojan de su suelo, y les hacen inaccesibles sus mansiones. Que cuando el interés del poderoso lo exige, el débil es atropellado sin piedad: que el temor acobarda á los   —203→   mas amigos; que la pereza detiene á los indiferentes: que la opinion pública, ciega y variable, condena ó absuelve ligeramente sin conocimiento de causa, sin instrucción, y sin haber porqué; y en fin, que el mal se hace sin reflexion, que muchas veces se hace por instinto, y otras por el impulso que saben dar aquellos que dominan.

Apénas llega cuando va á ver á la desconsolada Benita, que no podía darla mas que tristes consuelos, ya la encuentra sumergida en su llanto, porque sabia el arribo de Félix, y que venia preso y maniatado. La llegada de un hombre tan ilustre y conocido, y que llegaba con tanto aparato de rigor, habia hecho una sensación general. Ya habia oido á muchos cortesanos, órganos de otra voz secreta y poderosa, que era un vil delincuente, y que no le podia esperar mas que un infame suplicio. Estos discursos habian afligido su corazon, y no pudo escondérselos á su infeliz amiga.

Esta siempre mas valerosa, cuanto mas oprimida, se echa á ver á los amigos y parientes de quienes esperaba auxilios y consejos; pero ¿cuál fué su asombro, cuánta su indignación, cuando vió que no podia encontrar mas que corazones frios? Los unos helados por el terror no se atrevian á compadecerla; los otros mas viles, á quienes solo gobernaba el interes, no querian disgustar al que tenia las gracias en su mano. En vano les espuso la verdad con toda la elocuencia del amor. Todos la escuchaban con una triste y fria sequedad, sin poder sacar de ninguno el menor indicio de interes.

Peor fué cuando pudo advertir que ella misma, víctima también del poder, perdia por la malignidad de la calumnia la buena reputación de que hasta allí habia gozado. El infame espíritu del mundo, ese espíritu vil y cruel, que no respeta la virtud y que la denigra fácilmente con tanta tirania como ceguedad, se ocupó también en hablar de esta infeliz muger con espresiones que ajaban su decoro. La sátira que tiene allí su trono, y que es tan ingeniosa y sabia cuando puede dañar, decia sordamente: ¡cómo! ¿esta Sabina que parecia tan honrada, se atreve á tomar la defensa del asesino de su padre? En lugar de esconderse, y sepultar un asunto tan feo en las tinieblas más oscuras, ¿se atreve á proteger un delito que quizás si fuera mejor conocido, la pudiera hacer pagar muy caras las imprudencias de su amor?

Por estos y otros artificios sus enemigos y los de Félix (porque los corazones virtuosos suelen tener mas que los corrompidos)   —204→   hacian una guerra cruel á la infeliz Sabina. Sus discursos pérfidamente envenenados eran mas terribles, por lo mismo que el veneno era sutil, y estaba cubierto con astucia. Procuraban hacer sus diligencias sospechosas, y destruir el efecto de sus activas solicitudes. El pueblo que no examina nada, que es siempre de la general opinión, y que está dispuesto á creer los delitos más enormes en los grandes, decia sin embarazo y creyendo hablar por la justicia y por las leyes, que el marido y la muger eran culpados, y que uno y otro merecian castigo. Los cortesanos mas hábiles, que saben atinar la calumnia, y que no ignoraban que complacian al ídolo de su ambicion, decian tambien sin rubor, que sin duda Sabina era delincuente, que su padre no hubiera ido solo al sacrificio si ella no le hubiera engañado, que era natural que ella le hubiera hecho venir, para que su marido embriagado de amor y de venganza pudiese sin temor hacer el parricidio.

Estos rumores calumniosos se esparcian por todas partes, y adquirian mayor consistencia por lo mismo que eran tan absurdos. Nadie se atrevió ni pensó en proteger la causa de los inocentes. Los mas justos y moderados, sabiendo este horrible atentado, se contentaban con decir, que las apariencias estaban contra ellos; pero que deseaban que en el juicio se declarase que la acusación era falsa, de modo que parecía que la corte estaba encarnizada contra estos infelices, y que su empeño era hacerles sentir los disgustos mas amargos. Sabina pues se vió sola, sin mas compañia que la de su valor, y sin saber á quién podia dirigir sus ruegos, porque por haber hablado en favor de su inocente esposo, ya estaba abandonada de todos sus parientes, y ya la huian con horror todos sus amigos, ó los que se llamaban tales.

Este aparato de rigor la consterna, pero no la abate. Las sátiras esparcidas contra su reputación la indignan, pero no la confunden. Segura de su conciencia, y de que no tenia nada que baldonarse, no pierde su tranquilidad. Estimaba la buena reputacion; pero mas deseaba merecerla que conseguirla, y nunca se habia valido de ningun artificio para aumentarla. Ella vió que el público la destrozaba, sin alterar por eso su sosiego, porque se contentaba con la satisfaccion interior de poder estimarse á sí misma. Tambien sacrificaba generosamente la gloria de su decoro; pero esto la costaba mas, porque veia que este sacrificio la desviaba los pocos amigos que podian servir á su esposo, y escuchar su justicia con oidos compasivos. Lo que la llenaba de terror era ver que se acercaba   —205→   el golpe fatal, que iba á destrozarla con su esposo, sin que la fuera posible detenerle con mano fuerte y vigorosa. Esta idea la hacia estremecer, y era la única que la quitaba su valor.

Solo Benita la era siempre fiel y generosa. Este era el único corazon que la quedaba en la tierra, y ella fué la que la dió el consejo de ir á echarse á los pies del Conde. En los males estremos (la dijo) es menester ocurrir á todos los remedios. Bien sé que el Conde es un malvado, un hombre injusto y vil: demasiado lo sé; pero es el único que puede protegerte, y salvar á tu esposo. Este monstruo te ha querido, y quizás podrás despertar la piedad en su corazon. El posee ya tus bienes con el pretesto de su hermana. Quizá se levantará en su alma algun remordimiento. Lo cierto es, que si tú no le imploras, no hará nada por tí; ¿y quién sabe si picado de tu olvido, su orgullo no será mas bárbaro, y te perseguirá con mayor saña? Ya ves que todo el poder está en su mano; que él es el único árbitro de la vida ó la muerte de Félix: que su carácter es terrible, astuto y pérfido: que aborrece á tu marido: que si le abandonas á sus movimientos naturales, es verosímil que le haga sacrificar, afectando que no tiene parte en su suplicio; pero si tú le ruegas, quizá podrá serle favorable, aun cuando no sea mas que por un motivo de política.

Sabina sentía mucha repugnancia en ir á rogar á un hombre que no estimaba, y cuya perfidia conocía: pero Benita la volvió á decir: mira, Sabina, si vas á hablarle lisonjeas su orgullo, reconoces su poder, y ya sabes cuánto le gusta mostrarlo. Me parece que ya no tiene ningun interes en perseguirte. Ya se ha casado con otra: su fortuna es inmensa, y la ambicion mas desenfrenada se pone un término, cuando ya no tiene como estenderse, ó cuando ya no alcanza á ver un punto que la pueda poner mas arriba. Creo pues que estas razones son bastante buenas, para que no temas que pueda enconarse mas contigo. Ya no puede ser tu marido; ¿porque motivo pues querrá perseguir al tuyo? Bien sé que es hipócrita y disimulado; pero no pasa por vengativo; ¿y cómo lo seria, pues nada le resiste? Anda pues y ruégale. Pídele, que no es abatirse, humillarse al que tiene la autoridad, y puede sin rubor echarse á los pies del poderoso la que como tú tiene un interés tal como el de salvar la vida del esposo que adora. Al fin Benita la persuade, y Sabina pide una audiencia al Conde. Lo singular es que de todos los cortesanos que habia solicitado, el Conde fué el único que la recibió bien.   —206→   La escuchó con un aire, que parecía penetrado de sus desgracias, y persuadido de su justicia. La compadeció de todas las calumnias que se habían esparcido contra ella, la dijo que habian llegado á sus oidos; pero que jamas las habia creido, y la ofreció no solo la proteccion que las leyes deben á la inocencia, sino los oficios de la mas ardiente amistad. En fin, su generosidad escedió todas las esperanzas de Sabina, y daba gracias en su corazon á Benita que la habia dado tan buen consejo. Despues el Conde la añadio: señora, vuestro padre, seducido por el amor de mi hermana, y tal vez arrastrado por la amistad que me tenia, cuando pensaba unir mi mano con la vuestra, ha hecho un testamento demasiado favorable á mi familia, y en que ha desconocido vuestros derechos justos. El disgusto tambien de no verse tan obedecido como creia merecer, le ha inspirado disposiciones que os perjudican mucho; pero conocedme: yo no soy capaz de abusar ni de su cólera, ni de su amistad. Yo no pudiera gozar sin remordimiento de bienes que os pertenecen, y que os han destinado el cielo y la naturaleza. Bien sé que la envidia habla de mi con desafuero; pero quiero hacerla ver, que yo tengo conciencia y honor y que todos los bienes del mundo no me obligarán a una accion que pueda envilecerme: tampoco quiero aceptar riquezas á costa vuestra, pues sacrificaria todas las mias por aumentar vuestro lustre y comodidad.

En esto saca el testamento de un escritorio, le hace pedazos, y la promete, que en el día hará un instrumento en que renunciarán él y su hermana los bienes del Duque, declarando los legítimos derechos de su hija. Sabina llena de admiracion y respeto buscaba palabras para poder esplicar su gratitud. Su alma, que era tan sensible á los menores beneficios, no podía dejar de serlo á finezas tan grandes, y ya le perdonaba con todo su corazon sus pasadas persecuciones. Le dió gracias tan vivas, y tan bien sentidas, que el Conde pareció satisfecho, y cada instante la manifestaba mas celo y mas ardiente deseo de servirla. En fin, la prometió con franqueza, y con un tono seguro y resuelto, la gracia de su esposo.

Sabina oyendo una palabra tan positiva, que era el único objeto de sus inquietudes y deseos, se sintió tan enternecida y gozosa, que fuera de sí misma no podia decirle nada. Su tierno y delicioso llanto la sofocaba; pero no pudiendo tampoco dejar de mostrarle su reconocimiento, con un impulso á que la escitó su corazon, se levanta para tomarle la mano y besársela. La infeliz se olvidaba que hablaba con un   —207→   malvado, y que las caricias de los tigres son los anuncios del destrozo. Su alma sencilla y generosa no vió en las promesas del Conde mas que nobleza, honor y generosidad, y escitada por los sentimientos de la admiracion y la gratitud, no sabia mas que venerarle y darle gracias. Sus ojos se encendiéron con el fuego del reconocimiento, sus mejillas se colorearon con los matices de la alegría, y todos los afectos de su alma la animáron de suerte, que parecia mas interesante y mas bella que nunca.

Pero el bárbaro alentado por las mismas expresiones de un agradecimiento tan sentido, se atreve á descubrir el funesto enigma de su odiosa generosidad. El sacrificio de su virtud debía comprar la vida de su esposo. Sabina se horroriza oyendo esta espresion; pero procura disimular el temblor con que se estremece, y el horror que la causa, y afectando una firmeza que no tiene, con el tono de la dulzura y la virtud emplea el estilo de la razon y de la humanidad, para hacerle sentir las leyes de la religion y del honor. Le habla con dignidad, con fuerza, y con una sensibilidad amable, modesta y decorosa; pero ¡ay! el monstruo no sentia nada. Todo lo que era virtud, era perdido para su insensible y corrompido corazon. Los puestos que ocupaba, sus derechos terribles de bienhechor, el absoluto desamparo de Sabina, y mas que todo el privilegio de la impunidad le hiciéron bastante temerario para parecer á los ojos de esta muger virtuosa el mas vil y despreciable de los hombres.

Con atrevida mano quiso profanar encantos que el honor hubiera respetado; pero ella rechazó sus osadias con una firmeza serena. Ni siquiera se dignó de mostrarse enojada por la injuria; pero se opuso á todos los desacatos con el orgullo tranquilo que tanto sienta á la virtud, cuando se ve ultrajada. Este ministro tenia un carácter duro y despiadado. Era uno de estos poderosos á quienes ningun esceso acobarda cuando quieren satisfacer sus apetitos. Estaba acostumbrado á sojuzgarlo todo: se veia en un puesto muy alto, para no proceder como absoluto, y no habia dudado, que lograria aprovecharse del infortunio de una triste muger; pues aunque ántes le habia despreciado, ahora estaba sin socorro ni apoyo. Los infelices no inspiran respeto, ni causan sujecion. Se les envilece fácilmente, y con una inhumana seguridad son el ludibrio y la mofa de los hombres opulentos, que con el oro en la mano compran su honor, regatean sus virtudes, y se indignan de que se les resista.

  —208→  

Así el Conde se irritó con la seria resistencia de Sabina, y tuvo la avilantez de tratarla con dureza, y aun decirla palabras injuriosas. Fuese por despique, ó por inspirarla algun temor, la dijo: ingrata, ya es esto demasiado; pero sabe, que ó tú me concederás lo que mi amor te pide, ó tu marido será víctima de tu resistencia. Resuélvete á salvar su vida, ó á precipitar el instante de su muerte. Mi pasion es ya loca, y está furiosa: teme su violencia. Tu hermosura fatal ha seducido mi corazon, y tus rudas repulsas han emponzoñado todos los gustos de mi vida. Ya no quiero sufrirlas mas. Si no te determinas á aliviar los males que me causas, yo me consolaré haciendo que los tengas. Ya sabes que lo puedo todo, que la vida ó la muerte de Félix están en mi mano, que nada me resiste: teme pues mi furor, y cede, ó tiembla. Yo te doy un dia para decidirte, y si mañana no te encuentro mas dulce, verás á tus pies la cabeza de Félix.

¡Un día! le responde Sabina: esta dilacion es inútil. Hombre bárbaro, yo renuncio tu proteccion. Recoge los bienes de mi padre: yo te abandono mi fortuna y mi vida. Yo te vuelvo tus palabras: yo no acepto beneficios de los que no estimo, y tampoco me cansaré en mostrarte el horror de tu iniquidad, y la fealdad de tu vileza, porque para que me entendieras, era preciso que conocieses lo que es la buena fe, el honor, la religion y la virtud, y estos nombres sagrados no tienen sentido para tí; pero sabe, que mi partido está tomado, que yo creyera cometer un delito, si te lo dejara dudar un solo instante. Si mi esposo perece, tú serás reo de su sangre, y yo sabré morir con él. Tú podrás vivir en los empleos que tienes; pero sentirás los remordimientos que devoran á los asesinos, hasta que llegue el dia destinado por el cielo para que empiecen tus eternos suplicios.

¿Quién creerá que despues de una respuesta tan enérgica tuvo el Conde la insensata osadía de ir á verla el dia siguiente á la hora que señaló, y que tuvo la desvergüenza de preguntarla á qué se habia determinado? Pero no deben estrañarlo los que saben cómo los malvados cuando son poderosos, abusan de los infelices que ven sin proteccion, y cómo los befan por el mas ligero interes. El duro Conde la encontró en un abatimiento que hubiera enternecido al corazon mas depravado, si no estuviera ya insensible; pero firme y tranquilo en el proyecto de su iniquidad, la muestra la sentencia de muerte ya pronunciada contra su infeliz marido. En ella se le condena á morir en un cadalso, como homicida del Duque, y como enemigo de su patria. Sabina se estremeció,   —209→   y se puso á temblar desde la cabeza á los pies. Desde luego consideró que no era Félix el primer inocente que las pasiones de los poderosos sacrificaban á su interes, ó á su furor; pero ¿qué podia hacer, si para salvarle era menester abandonar su virtud?

El Conde para estrecharla mas, la dice: ya ves la sentencia, y para que se ejecute, no falta mas que mi firma: determina lo que debo hacer. Yo pongo la vida de tu esposo en tus manos: pronuncia una palabra sola, y al instante corro á ver al Soberano. Yo sabré darle razones para que la revoque, y volveré á verte con la gracia: pero si siempre inexorable, no me tratas con mas dulzura, aquí mismo la voy á firmar á tu vista, y no podrás quejarte mas que de tu inflexible terquedad... Firma, le interrumpe ella con tono noble y magestuoso, firma que yo no compraré con un delito la vida de mi esposo; pero sabe que Dios te verá firmar, sabe que en este mismo momento nos está mirando, y que no se le puede engañar como á los monarcas de la tierra. El te pedirá un dia cuenta de la sangre que vas á derramar: y yo me levantaré contra tí en su tribunal incorruptible. El mundo pasa presto. El triunfo de la injusticia es corto; pero la eternidad no se acaba, y allí cada cual tendrá el lugar que merece: tú tendrás el que se debe á tus barbaries, y yo el que puedan merecer mis sufrimientos y constancia.

Sabina pronunció estas palabras con tanta energía y magestad, que parecia que un espíritu sobrenatural la inspiraba. La fuerza que da la virtud á sus acentos, no la puede imitar el artificio, y su espresion se hace sentir hasta en el corazon mas corrompido. El Conde se turbó, viéndola esplicarse con tanta elevacion y dignidad. Su tono y su estilo le espantan, y no se atreve á responderla; pero habia mucho tiempo que vivia en la corte, para no saber disimular su terror. Procura recobrarse, y afectando la resolucion que no tenia, firma la sentencia con ademan de despecho, y acusando la tenacidad de Sabina. Esta le ve escribir con una firmeza heróica: un suspiro que dirigió al cielo, fué el único grito de venganza que se escapó á su corazon.

El Conde se va, y la deja abandonada á toda la amargura de sus dolorosas reflexiones. El único consuelo que tenia, era no poder baldonarse nada; pero su corazon no estaba ménos destrozado con la idea de que su marido no tardaria en ser despojo de un suplicio, y víctima de su propio honor. Levanta los ojos á la imágen de un Crucifijo que tenia en su   —210→   cuarto, y echándose por tierra, le dice llorando: ¡ó Dios inocente y crucificado, que quisíste sufrir la muerte en un suplicio, por lavar nuestras iniquidades! ¡Dios de amor! ¡Dios que ves los sufrimientos de mi corazon! yo estoy pronta á beber con sumision el cáliz de amargura que me envías; pero, Dios poderoso, mi marido es un inocente: vos lo sabeis, y va á morir en el oprobio y los tormentos. El necesita de tu divina gracia, de tu socorro celestial: ten piedad de nosotros. ¡Dios de misericordia! yo adoro humillada bajo tu terrible mano tu justicia; pero si te dignaras de cambiar esta sentencia de muerte... Si te contentaras con que muriera yo, que he sido la primer causa de tantos desastres, yo alabaria tu bondad, y bendijera tu clemencia. Descarga, Señor, tus golpes, pero solo contra mí: salva al virtuoso esposo que me díste: yo me ofrezco por víctima, y tu bondad...

No pudo acabar, porque los sollozos sofocáron su fervorosa oracion. Se quedó largo tiempo prosternada, con el rostro pegado contra el suelo, y sin atreverse á mostrar otros deseos, ni pedir mas favores por el profundo respeto con que adoraba los augustos decretos del Señor; pero á pesar de su resignacion se veia rodeada de las imágenes mas funestas. A cada instante creia ver á su desventurado esposo arrastrado al suplicio. La parecia oir ya los suspiros que salian de sus descoloridos labios, y ella los acompañaba con los lastimeros gritos de su dolor. Sus dias eran largos y melancólicos, sus noches agitadas y turbulentas, y en fin, parecia sumergida en aquel estado de aniquilacion y de muerte, que siente una alma cuando ya fatigada su constancia, se abandona á los males que la oprimen.

Estando en estas agitaciones la viniéron á decir, que se habia dado órden para diferir el suplicio de Félix, y esta noticia la causó una alegría tan activa y desmesurada, que se temió no perdiese la vida. Los infelices sienten con viveza las apariencias mas ligeras de consuelo ó de felicidad. Una luz de esperanza se introdujo en su corazon, y la volvió á animar; pero lo que acabó de sorprenderla y consolarla es, que poco despues viene á buscarla un hombre desconocido, que con mucho aire de misterio la presenta un papel de su marido, que decia así:

«Yo sé, querida esposa, las diligencias que haces para salvar mi vida, y se me hace esperar, que tu ternura lo podrá conseguir. ¿Tú me amas pues todavía, mi dulce y escelente amiga? Esto solo basta para hacerme feliz. Ya ves que debo   —211→   amar la vida, pues que la tendré de tu mano; pero otra mayor felicidad se me presenta, y es la de poder verte en mi calabozo. Fíate en el sugeto que te entregará este papel: es alcaide de mi prision, y el que me guarda; pero es honrado y fiel, tiene buen corazon, y me parece digno de mejor empleo que el que ejercita en esta mansión de dolor. Me ha llenado de consuelo, diciéndome, que te traerá, y que me procurará un rato de conversacion contigo: ven, querida Sabina, quizá te pido demasiado, pero acuérdate de que es infeliz el que te implora».

Sabina no cabia en sí de gozo con este papel. El alcaide de la prision la aseguró que podia venir sin temor, que él tendria cuidado de llevarla, sin que nadie la viera, y que podria hablarle con seguridad. La tierna esposa hubiera volado por entre espadas y picas para tener el consuelo de abrazar una vez á su marido, y morir en sus brazos; así no tardó en decirle, que estaba pronta á seguirle, y se concertó con él para ir la noche siguiente á su visita. ¡Qué movimientos tan diferentes y tumultuosos se levantáron en su afligido corazon miéntras llegaba un momento tan impensado y tan feliz! La noche llega, y el alcaide la viene á buscar. Benita que no se apartaba de Sabina, la acompaña. El alcaide las introduce en su cuarto y dejando á Benita en él, porque no se atrevia a hacer entrar dos personas á un tiempo, introduce á Sabina en lo interior de la prision.

Sabina entra por la primera vez de su vida en esta lúgubre mansion; pero no es la primera que ha respirado la inocencia el aire del delito. Atraviesa las tristes habitaciones cuyas paredes denegridas y oscuras han oido tantos y tan tristes gemidos de los innumerables infelices que albergáron en su recinto pavoroso. Sus delicados oidos se sienten lastimados con el lúgubre ruido de las cadenas, y con el sordo rumor de los lamentos: sus pies con pasos tardos marchaban torpes, y á cada movimiento su corazon se helaba de terror. Despues baja á los calabozos oscuros, mas horribles que los sepulcros de los muertos. Entra en esas habitaciones del dolor, á que la luz no alcanza, donde el hombre se encuentra sepultado en un aire grosero, que nunca se ventila, y donde solo vive para sentir que sufre. El sol no existe para estos infelices, y el pálido terror arroja de su seno hasta la idea del consuelo.

La consternada y trémula Sabina iba diciendo entre sí: estos son los terribles lugares en que la justicia humana, sorda   —212→   al grito de la compasion, ejercita un rigor inflexible para esterminar los perjuicios de la sociedad; pero no debian yacer en ellos los que ni la ofenden, ni la turban. ¿Cómo has podido venir aquí virtuoso Félix? ¿Cómo te han podido arrancar con violencia de los brazos que te adoraban para sepultarte en estas tumbas que atormentan á todos los sentidos? En estas negras y funestas bóvedas: en estos muros húmedos y frios te tienen encerrado con todos los fantasmas que produce el terror, y quizá han entregado tu corazon al horror del despecho. ¡Santo Dios! protégele, y sostenle con el broquel de la virtud. Ella iba temblando, con el auxilio de un farol, cuya luz escasa y pavorosa apénas despejaba un corto recinto de tinieblas.

En el horror que la ocupaba se volvia á decir: ¡qué habitacion, ó Dios, para el hombre virtuoso! ¿y tantos malvados habitan en palacios suntuosos, donde sin temor de castigo acumulan horrores y delitos? Haciendo estas reflexiones se acercaba al mísero jergon, en que la dijo el alcaide que yacia su desdichado esposo. Llena de alegría, y temblando de horror abre los brazos, y con ternura muda que no podia articular palabra, se suspende de su cuello: sus lágrimas solas hiciéron conocer al infeliz las tristes agitaciones de su esposa. El mismo oprimido con tan dulces caricias hace esfuerzos por levantarse, y estrecha á esta amada muger entre sus brazos. Hasta allí su amor, aunque tan espresivo, habia sido mudo, porque ninguno de los dos podia hablar, y porque les era preciso contenerse, forzados por las advertencias del alcaide; pero no cabiendo en sus corazones tanta conmocion de sentimientos, se desahogáron con diluvios de lágrimas, sin poder detener sus suspiros, que presto se graduáron á sollozos.

Entónces el alcaide, temeroso del ruido que hacian, se les acerca, y les pide que callen: les dice, que hacen mucho ruido, que el centinela podía oirlos, y perder á los tres, que era menester separarse por entónces, que la noche siguiente podría facilitarles una entrevista mas larga si le prometian mas cuidado y silencio, y con esto quiere obligar á Sabina á que le siga. Los dos esposos cerrados el uno contra el otro, no podían dividirse, fué menester que el alcaide arrancara con violencia á Sabina de los brazos de Félix. La esperanza de verse al otro dia disminuyó un poco el disgusto de una visita tan corta. El alcaide les ofreció de nuevo, que se verían el dia siguiente, diciéndoles, que tomaria mejores medidas, pero exigiendo absolutamente el mas profundo y absoluto silencio. Ambos se le prometieron: Sabina le hizo un regalo   —213→   considerable para animar mejor su celo: él la llevó á su cuarto, donde encontró á Benita, y las dos se volvieron sin ningún accidente.

Sabina referia á su amiga, y repasaba en su corazon esta dolorosa escena, que habia sido tan rápida y fugaz. Contaba con impaciencia los momentos que la faltaban, para que otra vez se renovaran, y divertia el tiempo hablando á Benita de las virtudes, la constancia, y sobre todo del amor de Félix. En fin llegó la noche, esta noche tan anhelada, y que debia cubrir con sus funestas sombras el mas atroz de los delitos. Parecia mas oscura que la otra, y el amor le daba gracias, porque creia que era para favorecer los sentimientos de una muger virtuosa; pero ella se preparaba para el triunfo del vicio. Sabina cubierta con el mismo disfraz, llega llena de ardor, pero le es imposible acostumbrarse al horror de la cárcel: los cabellos otra vez se le erizan, y el corazon la palpita en el pecho. La oscuridad era profunda, y esta vez el alcaide la conduce sin luz; y llevándola por la mano, la guia por entre las tortuosas y tenebrosas sendas de aquel inestricable laberinto.

Entra por fin en el calabozo de Félix, y al instante se siente estrechar entre sus brazos. Ella le corresponde con no ménos ardor, y entónces el alcalde los deja solos; pero ántes de partir les recomienda, que no hablen, que no se digan una palabra, que el centinela está muy cerca, y no podrá dejar de oirlos, que si se conducen con prudencia él podrá facilitarles otras entrevistas: que la felicidad de todos depende del secreto, y el secreto de un silencio absoluto. Los dos amantes corazones no atreviéndose á hablar, se abandonan á toda su ternura: en medio de los horrores que los cercan, no se acuerdan sino de que se aman: todos los dolores pasados se olvidan con la dicha presente, y Sabina entre las caricias del hombre que adoraba, se imagina, que á pesar de sus enemigos ha robado á su tirano destino un momento de felicidad. ¡Pero ay! ¡qué poco le duró esta dulce ilusión! Un suspiro involuntario se le escapa al hombre que con ardor tan inocente estrechaba contra su casto seno, y la infeliz Sabina reconoce que no ha salido del pecho de su amado esposo. Le parece del odioso y abominable Conde, y en un instante pasa del mas alto grado de felicidad al mayor estremo de sorpresa y de horror.

Se arranca con violencia de tan pérfidos brazos. Esclama dolorida ¡qué es esto Dios mío! Si el infierno con todas   —214→   sus llamas devorantes se hubiera presentado de repente á sus ojos, la hubiera horrorizado ménos. La infeliz engañada no puede contener la violencia de su dolor, y da gritos horribles y espantosos, que resuenan en las bóvedas del vasto subterráneo. Se abandona á todos los furores de un violento despecho. Maldice al malvado que la engaña, invoca los rayos del cielo para que le confundan. Se acusa de imprudencia dirige al cielo los ruegos mas ardientes, y con una voz descompasada, en que no se escuchaban mas que los acentos de la rabia, clama á su esposo, y repite con gritos como si le llamara: Félix, mi querido Félix.

El pérfido robador de su honra, el sacrílego profanador de su virtud, aunque cortesano y aguerrido, se intimida y tiembla, teme los primeros furores de cólera tan justa, se acobarda y confunde, viendo que la violada Sabina intenta quitarse la vida, que golpea su cabeza contra la pared, que se despedaza las carnes, y que se arranca los cabellos. Empieza á temer las consecuencias de su esceso. Por la primera vez sintió la turbacion que dejan los delitos, y el natural temor de su castigo. El insolente se atreve á echar á los pies de Sabina; osa pedirle perdon, y quizá se lisonjea con la esperanza de obtenerle; pero Sabina no le escucha, ni hace otra cosa que redoblar sus gritos: el alcaide los oye, y acude con un farol. ¡Qué espectáculo alumbra aquella luz! Una muger ensangrentada con las heridas de su propio dolor, que vergonzosa se cubria el rastro con las manos, y que rechazaba con el gesto y la voz al delincuente poderoso que tenia á sus pies. Este hombre tan altivo suplicaba a la muger que habia ultrajado con una bajeza igual á su osadia. La ofrecia la libertad de su esposo por precio de su silencio, pero no podia conseguir su gracia, y se veia confundido por el noble valor de la virtud.

De repente la ultrajada Sabina hace un esfuerzo. Manda á sus lágrimas que se suspendan: desdeña la queja, y si ántes la indignación de sus miradas aterraba al tirano, ahora ni siquiera le mira: se queda inmóvil, parece insensible, pasa á una inaccion tan estática como aquella que suele ser la precursora de la muerte. Ya no podia resistir á las angustias que la destrozaban, y víctima de su dolor cae en el calabozo sin sentido. Su desmayo fué tan profundo, que estuvo largo tiempo fuera de sí, y cuando pudo reconocerse se halló en su casa, entre los brazos de Benita. El alcaide la habia hecho conducir, y la entregó, diciéndola, que la habia dado un accidente; pero esta buena amiga, viendo su palidez, los surcos que   —215→   las lágrimas habian abierto en sus mejillas, el desórden de su espíritu, las quejas que se la escapaban, que sofocaba el rubor, sospechó la verdad: procuró darla los mas tiernos consuelos de la amistad; pero ¿qué puede consolar en tan fiera desgracia? La llaga era profunda, envenenada é incurable. Ninguna mano humana la podia sanar.

El infame Conde habia imaginado este horrible artificio para sorprender su virtud, y satisfacer su pasion. No le fué dificil conseguirlo. Nunca faltan á los poderosos instrumentos viles que les presten su odioso ministerio. El alcaide, corrompido por sus favores, y por adquirir derechos á su proteccion, escondió su codicia con la máscara de la piedad, y todo lo hizo de concierto con él. Los infelices son crédulos, y fácilmente los engaña el que les parece sensible á su dolor. Félix creyó compasivo el que era codicioso. El Conde de propósito, no quiso parecer hasta el segundo dia, para inspirar confianza á Sabina con la esperiencia del primero. Se habia conducido á Félix á otro calabozo, para que el ministro ocupase su lugar y representase su persona en el silencio y la oscuridad; pero el cielo no quiso que gozase de esta terrible iniquidad sin descubrirse.

Habiendo contentado su capricho, y no teniendo ya interes de continuar tantos horrores, puso á Félix en libertad, y le hizo declarar inocente de la muerte de su padre. Félix no esperaba tanto bien, ni siquiera podia alcanzar cómo habia obtenido dicha tan impensada; pero no se detiene en estos pensamientos: ansioso de consolar á Sabina, corre con el deseo de sorprenderla, llega á su casa; pero ¡cual es su pena cuando la encuentra recostada en el seno de Benita, y derramando un llanto dolorido! Se arroja entre sus brazos y la dice: no llores mas, esposa mia. Aquí tienes al hombre que te adora libre y justificado. El cielo se ha apiadado de nosotros: gocemos de las dichas que reserva á la constancia de nuestro amor. Félix esperaba que Sabina le recibiera con la misma ternura y alegría; pero ¡de qué horror se llena su corazon, cuando no la ve mas que lágrimas tristes, cuando no la oye mas que sollozos que quiere sofocar, y en fin cuando por toda respuesta no recibe mas que gemidos sordos y mal articulados!

La sangre se le hiela en las venas, su semblante se cubre con los pálidos colores del terror, se acuerda de que dió la muerte á su padre, y la dice: tu horror es justo: yo debo serte odioso; pero ¿porqué has querido tú misma conservarme la   —216→   vida? ¿porqué te has dado tanto afan, si me quieres hacer miserable? Yo no estimo la vida sin tu amor. El solo me ha hecho sufrir las calumnias y los calabozos: tu imágen me sostenia; pero ¿cómo tú, que te has dignado perdonarme, puedes vengarte ahora, y con tanta crueldad? Dios sabe que yo hubiera querido verter toda mi sangre ántes que una gota de la suya: ¿porqué pues estás tan fria con un esposo, con un amante, con un infeliz? ¡Qué Sabina! ¿no me respondes? Ya te entiendo: yo sabré satisfacer á una venganza tan durable con una pronta muerte.

Sabina tenia el corazon hecho pedazos, y hubiera querido dar los brazos á su esposo; pero la parecia que estaba deshonrada, que ya no merecia abrazarle, y la detenia el sentimiento de su indignidad. Triste, vergonzosa, confusa, á veces levantaba los ojos al cielo, otras los bajaba á la tierra, y no se atrevia á responder. Este silencio hacia mas vivo el despecho de Félix. Recela de su muger llena de honor y de virtud, no quiera ya conocer por esposo al que dió á su padre la muerte, y esta resolucion le parece tan justa, como heróica; pero ¡cuanto se engañaba en el motivo! Benita que lo conocia, deploraba su horrible situacion, sin poder aliviarla, pues no podia revelar el terrible secreto, y Sabina, devorada por el disgusto que la consumia, no puede resistir mas, y cae sin sentido.

La llevan á su lecho, y cuando se recobra siente que una fiebre violenta la destruye: se consuela viendo que la muerte va á terminar su desgraciada vida, y sintiendo que la quedan pocos momentos, dice á Félix, que la sostenia con sus trémulos brazos: Félix, no te quejes de mi. Yo te he amado siempre, sin haber dejado un instante de amarte. No ha entrado en mi corazon el menor deseo de venganza, porque sé que fuíste infeliz, y no culpado; pero yo soy indigna de tí. El infame Conde... Mas no, déjame que sepulte en mi tumba tan horrible secreto. A pesar de mi desdoro, mi corazon ha sido siempre puro, y siempre tuyo; pero yo te respeto demasiado para permitir que recibas en tus brazos una infeliz, que el delito ha logrado deshonrar. A Dios, querido esposo, perdóname; yo muero, pero estoy inocente. El cielo no ha puesto la felicidad en la tierra.

Estas terribles palabras hiciéron entender á Félix el motivo del perdon que le pedia, y todos sus miembros temblaron de dolor y terror; pero no pudo detenerse en esta pena, porque la muerte de Sabina absorbió su atencion. La infeliz murió   —217→   entre sus brazos, y su pesar fué tan vivo, que parecia haber perdido el espíritu. La afliccion del alma es un veneno destructor, para el que no hay remedio. La de Félix le arrastró á la tumba al lado de su amada Sabina, y los corazones generosos, los amigos de los infelices derramáron en su sepulcro las lágrimas preciosas, con que la tierna veneracion honra las cenizas de la inocencia. ¡Cuantos ejemplos vemos en la tierra de personas de mérito, infelices y perseguidas! Pero ¡qué consuelo es saber que hay otra vida despues de esta, que en ella se cambian los destinos, y que son tan terribles los castigos de la opresion y del delito, como son dulces las recompensas de la paciencia y la virtud!





  —218→  

ArribaAbajoLucía o la aldeana virtuosa


ArribaAbajoPrologo

En cualquier situación que la suerte ponga al hombre, la virtud puede elevarlo hasta donde apénas se determinaria a levantar los ojos. La heroina de esta novela llama la atencion de los grandes y poderosos desde el abismo de la mayor miseria: sus virtudes brillan en la oscuridad de su estado aun mas que si se encontrara en la mayor grandeza. Toda su familia presenta el cuadro interesante de la desgracia, no merecida, y soportada con heroicidad. El lector puede en él aprender á sufrir las adversidades, y aun á amarlas, pues pueden procurarle goces tan puros é inocentes.

*

En un lugar no léjos de Madrid vivia despues de algunos años un escelente hortelano. No era natural del lugar; pero habia venido á servir á otro, y por su muerte se quedó con la huerta, y la trabajaba de su cuenta. Este hombre mas hábil que ninguno de los del pais, se habia distinguido de todos los de su profesion por la superioridad de su talento. No solo cogia las mejores y mas esquisitas verduras, sino que se adelantaba en el tiempo á todos los demas, y podia vender los frutos nuevos ántes que ninguno. Estas ventajas le daban los medios de mantener su familia con desahogo; y como su hogar estaba situado tan cerca de la Corte, hallaba en ella fácil salida de todo lo que podía recoger; pero lo que mas le habia recomendado con todos los vecinos, era su carácter. Desde que llegó al lugar, se hizo distinguir por su conducta,   —219→   su urbanidad y las costumbres mas estimables, que parecian superiores á su profesion. Ocupado siempre en su trabajo, y siendo de una condicion dulce y pacifica, nunca pudo nadie quejarse de él. No solo vendia sus frutos á ménos precio que los otros, sino que los daba de valde, cuando los pobres los pedian. En fin se hizo con todos tan bien quisto, que comunmente le llamaban Alberto el bueno.

No era ménos estimada su muger, que cuando llegó al lugar, á pesar del pobre trage que la cubria, era de una figura muy bien parecida, y ademas de su mucha dulzura y agrado, se la veian ciertos modales, que parecian mas finos que los de su esfera; pero lo que mas asombró á los naturales fue su estilo, su juicio, su retiro y los continuos actos de religion en que se ejercitaba. Era la primera que asistia á todas las funciones de la Iglesia, y se mantenia en ella con un recogimiento tan reverente y decoroso, que edificaba á cuantos la veian.

Este buen matrimonio habia traido consigo dos hijas pequeñas, Marina de cuatro años, y Lucía de tres. La madre se ocupaba mucho en su educacion, y de un modo que no era practicado ni conocido en el lugar. Todos se admiraban del progreso que hacian aquellas dos niñas, y cuando llegáron á la edad de catorce y quince años, parecian un prodigio á hombres que no estaban acostumbrados á aquella especie de tono y decencia con que vivian. El cielo las habia dotado de hermosura y de gracias, pero la educación las habia enseñado una modestia y compostura noble y decorosa, que era desconocida entre aquellas mozas del lugar, y estas por una ironía envidiosa las llamaban las señoritas.

Su madre las habia enseñado tambien todo lo que pertenece á las haciendas de muger. Las habia acostumbrado á una especie de aseo, que á pesar de la simplicidad de sus trages, parecian como si estuvieran muy aliñadas; pero en lo que se habia esmerado mas, era en hacerlas aprender la religion; y no solo las habia instruido en ella mas de lo que se acostumbraba de ordinario, sino que las habia inspirado con su ejemplo y sus instrucciones el temor de Dios, el amor de la virtud, y la estimacion de la honestidad. Eran sus continuas compañeras en la Iglesia, y no se mantenian en ella con ménos devocion y reverencia.

Ya se ve que dos muchachas de esta especie, comparadas   —220→   con el comun de las paisanas, debian parecer como estrañas, como dos flores en un campo inculto, ó como dos estrellas en un cielo oscuro. Ya se ve tambien que no podian dejar de producir muchos deseos entre la juventud de aquel lugar; pero unos no se atrevian á esplicarse, otros se sentian poco propios para aquella conquista, y los mas atrevidos se arredraban viendo la inflexible tenacidad de su modestia. Por otra parte la vigilante custodia de los padres era un continuo estorbo de todas las osadías.

Esta estimable familia vivia tranquila, debiendo su dicha y bien estar á sus trabajos, ocupaciones y virtudes, cuando la suerte enemiga del reposo de los buénos vino á cubrirla de dolor. Sinforosa, esta esposa tan respetable, esta madre tan digna, se siente acometida de una enfermedad, y en pocos dias la conduce al sepulcro. Muere entre los brazos de su esposo y sus hijas, y les dice en sus últimas palabras: Yo voy al seno de Dios, fiada en su bondad; lo único que me aflige es dejar dos huérfanas pobres en el momento de los peligros; y cuando mas necesitaban de la madre que las amaba, y de la amiga que las dirigia, pero Dios, que es el padre comun, os cubrirá con sus alas paternales. No olvideis, hijas mias, que la honestidad es la primera virtud de las mugeres, y yo me atrevo á predeciros, como si el cielo me inspirara, que si os manteneis en la pureza y honestidad de vuestro sexo, Dios os llenará de bendiciones.

¿Quién puede describir el dolor y las lágrimas de esta familia desconsolada? Largo tiempo lloráron los tres desconsolados corazones; pero al fin el tiempo y la religion obtuviéron, que cada uno volviese á sus trabajos necesarios. Ya era preciso que las dos hermanas supliesen la falta de su madre; mas esta las tenia tan acostumbradas, y la habian ayudado siempre con tanto celo, que desde luego pudiéron continuar, sin que se echase nada ménos en el servicio de la casa. No contentas las dos muchachas con hacer las haciendas domésticas, cuando las acababan solian venir al huerto á ayudar á su padre. Este sufria con pena este servicio; pero ellas insistian, sobre todo en ciertos tiempos mas urgentes, para evitarle el coste de un jornalero indispensable.

Así continuáron tres ó cuatro años mas, con la misma modestia y la misma tranquilidad. Su recogimiento era absoluto, los dias de trabajo estaban los tres dedicados cada cual á sus ejercicios; los de fiesta, despues de haber pasado una parte   —221→   en la Iglesia, daban otra á lecturas cristianas y decentes, en que alternaba el padre con las hijas. Así ocupando todo su tiempo, no daban lugar á visitas inútiles. Apénas veian ninguna persona estraña, y el único con quien trataban de continuo era con Antonio, ordinario del lugar, mozo honrado y buen cristiano, que iba con frecuencia á Madrid á hacer las comisiones del lugar, y vivia con esta profesion. Antonio despues de largo tiempo llevaba á vender las hortalizas de Alberto, y siempre le habia dado buena cuenta.

Esta familia era pues muy dichosa en su feliz mediocridad; pero no hay dicha estable sobre la tierra. Un dia que Alberto se habia subido en una escalera, para coger ciertos frutos que estaban altos, cae desgraciadamente sobre una hazada que habia dejado al pie del árbol, y le hace una herida en la pierna. Al principio le pareció poca cosa, y despues de los primeros remedios, se volvió á trabajar; pero sea que sus humores estuviesen mal dispuestos, ó que la herida penetrase mas de lo que se creyó, cada dia fué enconándose de manera, que en poco tiempo le fué imposible tenerse en pie. Entónces fué preciso llamar al cirujano, y esta fué la época en que comenzáron sus desgracias; porque á pesar de todos los remedios cada dia la herida fué tomando tal carácter de malignidad, que se temia la gangrena. En este estado Alberto no podia mantenerse mas que en el lecho, y se acabáron todos sus recursos al mismo tiempo que se aumentáron sus gastos. Sus dos hijas se pusiéron á trabajar en el huerto los ratos que les quedaban; ¿pero qué podian hacer dos pobres muchachas, que por otra parte necesitaban de acompañar á su padre, asistirle y hacer las demas haciendas de la casa? Su débil trabajo no pudo impedir, que todo fuese pereciendo poco á poco, y ántes de dos meses ya no quedaba nada que vender en la huerta; pero como era necesario pagar al cirujano, y los remedios al mismo tiempo, se apuráron todas sus facultades, y les fué preciso empezar á vender algunos de sus propios vestidos. Poco despues fué menester llegar á las sábanas y ropas mas necesarias, y como la pierna lejos de curarse iba cada dia peor, llegó el caso de que faltase que vender, cuando era mas urgente gastar.

Las dos hermanas apuradas no sabian ya qué partido tomar. Alberto afligido con sus dolores; y no pudiendo ignorar la triste situacion de sus hijas, lo sufria todo con una paciencia invencible, y solo las decia: consolaos, hijas mias, Dios me castiga; pero su providencia no os abandonará. Llegó el caso   —222→   que se llenáron de deudas, y que no habiendo podido pagar nada en largo tiempo de lo que se las fiaba, nadie las queria fiar mas. Viéndose en tan estrecho caso, y despues de muchas lágrimas estériles, de muchas oraciones infructuosas, y de otras mil tentativas inútiles, una noche Lucía dijo á Marina; hermana, ¿oíste á Antonio, que nos dijo ayer que una señora de la casa, en que va á hacer comisiones en Madrid, le habia encargado que la buscase en el lugar una moza honrada para que la sirva? Desde que lo oí esto, el corazon me dió un vuelco, y habiéndolo considerado á mis solas, he pensado que Padre no necesita de las dos para su asistencia, que una sola le bastaria, que así una de las dos está demas, y no hace otra cosa que comer sin ayudar. Me parece pues que una de nosotras podia ir á ofrecerse á esta Señora, que de este modo no solo aliviará á la que se quede, sino que enviándole el salario que gane, y lo que pueda recoger, contribuirá á los gastos de la curacion y subsistencia de nuestro Padre. Marina halló este proyecto tan luminoso, que la respondió, que le miraba como una inspiracion del cielo; y al instante corrió á proponérselo á su Padre. Este no pudo oirlo sin estremecerse, y sin derramar un diluvio de lágrimas. ¡Qué! decia sin poder articular bien ¡qué! ¡yo me separaria de ninguna de mis dos tiernas hijas! ¡yo me arrancaria la mitad de mi corazon! ¡no! que la muerte venga primero á sepultar mis tristes ojos; pero despues de una larga efusion de sentimiento y llanto, sus hijas le representáron todo lo que ya debian, las dificultades nuevas de cada dia para encontrar socorro, y le hiciéron ver, que á pesar del dolor comun era indispensable tomar algun partido, y que no les presentaba otro la providencia. El buen Alberto acostumbrado á la resignacion se sometió á la ley de la necesidad, y dijo: hágase, pues Dios lo ordena. Entónces empezó entre las hermanas un combate de generosidad; porque cada cual queria quedarse con su padre, y que la otra fuese á acomodarse á Madrid. No era fácil conciliarlas, y el Padre no tenia valor para decidir por ninguna. Marina decia, que ella era la mayor, que tenia mas fuerza para volver á su Padre, que no podia volverse por sí mismo, y que necesitaba de auxilio, que ya ella sabia el modo, que su Padre estaba tambien acostumbrado, y que Lucía no podia hacerlo tan bien, así porque era mas delicada, como porque no podia aprender y acostumbrarse, sin que su Padre sufriera.

Lucia respondia: que no era tan difícil aprenderlo, y acostumbrarse, que se sentia bastante fuerte para ello, y que algunas veces lo habia hecho sin que su Padre hubiera sufrido:   —223→   por otra parte, que debiendo una de las dos ir á Madrid, esto tocaba á Marina, que por su mayor edad y esperiencia era capaz de conducirse mejor, agradar más á sus amos, y saber libertarse de los peligros, que son mas comunes en una ciudad populosa; que ella como mas jóven, y todavía muy inesperta, no era buena mas que para la soledad de su retiro, y que por todas razones, le parecia que Marina estaria mejor en Madrid, y ella en el lugar.

Mucho tiempo duró esta lucha, sin que el padre dijera una palabra, ni pudiera hacer otra cosa miéntras duró este tan honrado altercado, que verter sin cesar un diluvio de lágrimas; pero al fin como Lucía estaba acostumbrada á mirar á su hermana mayor con cierta especie de sumision, y como esta insistia siempre en la razon decisiva de que ya su Padre estaba acostumbrado á su servicio, y de que no le queria fiar á otras manos que las suyas, no se atrevió á replicar mas, y dijo que partiria. Entónces la abrazó Marina, y su Padre la recibió entre sus brazos, inundándole el rostro con su amoroso llanto. Marina dijo, que pues Antonio debia partir por la mañana, era preciso advertirle, para ver si queria llevar á Lucia.

Antonio estuvo pronto y supondrémos las lágrimas, la despedida y los consejos del Padre y de la hermana, para decir que Lucía, cubierta de su llanto, llegó á Madrid; que Antonio debia empezar por ir á la calle de Alcalá á descargar y entregar sus encargos, y que estando en ella propuso á Lucía, que entrase en la iglesia de los Carmelitas, y le esperase allí, prometiéndola que luego que cumpliese con sus comisiones, volveria á buscarla para ir con ella á la casa donde debia conducirla. Lucía entró en la Iglesia, y se acercó al altar mayor, donde le pareció que se celebraba una fiesta.

A poco rato vió entrar una señora acompañada de su page y de lacayos vestidos todos con ricas libreas, que por acaso se puso cerca de ella: jamás habia visto Lucía una señora de esta especie: su edad parecia como de cuarenta años; pero todavía estaba muy fresca, y conservaba muchos restos de una rara hermosura. Lo que mas la sorprendió fué el aire noble que estaba derramado en toda su persona, la dignidad y decencia de todas sus acciones, y una cierta, dulce y decorosa afabilidad que resplandecia en su semblante: jamas habia visto Lucía una señora de un aspecto tan decoroso, y que la inspirase al mismo tiempo tanto respeto y amor: se figuró que tenia alguna semejanza con su madre, y no dudó tanto por su traje como por sus criados   —224→   y nobleza de su porte, que era una dama de alto carácter: su vista hizo estremecer á la pobre Lucía, y volviendo los ojos al altar dijo en su corazon: ¡oh! ¡si Dios me deparara una ama como esta!

Empezó la misa, y observó que la señora se puso á oirla con toda la devocion y reverencia con que su madre la oia, y que habia enseñado á sus hijas, y aunque ella, siguiendo su costumbre, procurase hacer lo mismo, la curiosidad por un lado, y por otro un cierto movimiento de benevolencia que se habia introducido en su corazon, la obligaban á volver los ojos sobre aquella respetable persona; pero lo que le pareció mas singular fué que la señora ponia tambien la vista sobre ella, y la fijaba con atencion. La modesta Lucía al instante retiraba la suya, y cuando creía que ya no la veria la señora, volvia ella á verla; pero muchas veces se encontraron sus ojos, y este combate de las vistas fué tan repetido, que Lucía confusa, avergonzada y temerosa se retiró sin atreverse á mirarla de nuevo. No podia alcanzar lo que podia en ella ocupar la atencion de una señora, que le parecia tan distinguida.

La misa se acabó, y las gentes empezaron á irse. La humilde Lucía no osaba levantarse por respeto; pero habiendo visto que la señora ya estaba en pie, y se iba seguida de sus criados, sin saber lo que hacia, se levanta tambien, y con movimiento indeliberado la fué siguiendo por detras de todos; la señora salió y continuó á pie su camino, porque su casa estaba cerca. Lucía sin reflexion la seguia siempre, como el hierro sigue al iman. En esto pasó un caballero que saludó á la señora diciéndola, á los pies de V. E., y se detuvo á hablar con ella. Esto confirmó á Lucía en su concepto, y miéntras duró la conversacion se quedó detenida por detras. La señora volviendo la vista por acaso, reparó en ella, y habiendo observado diferentes veces que siempre se mantenia allí, despues que se fué el caballero se vuelve á ella, y la dice, acércate hija.

Lucía se acerca con un aire tímido y sometido. La señora la pregunta quién es, y si quiere alguna cosa. Ella la responde con los ojos bajos, que siendo hija de un padre, pobre, que no la puede mantener, ha venido á buscar amo, y que espera un mozo de su lugar que debe llevarla á una casa donde buscan una criada. Cuando decia esto pasa Antonio, quien viéndola allí sin detenerse en la señora con quien hablaba, la dice con su rústica simplicidad: yo he ido á la casa para prevenirles que estabas aquí; pero se me ha respondido que ayer han recibido   —225→   otra criada, de que están contentos, y que llegamos tarde. Paciencia, otra vez serémos mas felices; pero ahora es menester volvernos al lugar.

La pobre Lucía quedó aterrada con esta mala nueva, y sin poder contenerse le saltáron dos raudales de sus ojos. La señora se enterneció viendo su pena, y la dijo con dulzura: hija el cielo no falta á la virtud. Yo te miro como enviada por la providencia. Ayer se ha casado una de mis criadas, que debe ir á vivir con su marido, y yo te tomaré en su lugar. Tú no has menester recomendacion. Tu modestia me ha informado de tí, y espero no engañarme. Lucía quiso echarse á sus pies para darla gracias, pero la afable dama la recibió en sus brazos, y la mandó seguirla hasta su casa, de que estaban muy cerca. Cuando llegáron á ella dijo á Antonio: tú puedes volver á tu lugar, y dí á su padre que está sin cuidado, que queda con la Condesa de Pastrana, y que se encarga de ella.

Luego que entraron en la casa, la Condesa llamó á Doña Elvira, que entre sus criadas era la mas antigua, la de mayor confianza, y la que la servia mas de cerca. La contó lo que habia pasado, y la mandó que recibiese á Lucía en lugar de la que se habia casado. Doña Elvira la recibió con un aire agradable, y fué á ponerla en posesion de su lugar y sus encargos; pero interiormente sentida de que su ama la hubiese recibido sin haberla consultado, porque estaba acostumbrada á que la Condesa en este punto y todos los asuntos domésticos confiriese con ella, y admitiese sus consejos. Así cuando volvió, y estaba á solas con ella, preguntándola la Condesa, ¿qué le parecia de Lucía? la respondió: la muchacha parece modesta y juiciosa; ¿pero quién puede saber lo que es? Hay mucha hipocresía en el mundo, y es muy arriesgado tomar criadas en medio de la calle, sin informaciones ni seguridades. Si tú la hubieras visto llorar, la dijo la Condesa, tambien te hubieras enternecido. No cabe falsedad en carácter tan ingenuo; pero en fin ahí la tienes, y puedes observarla.

La Condesa era una de las primeras damas de la Corte, que habia quedado viuda en tiernos años, y sin hijo alguno. Era muy rica porque habia sido la heredera, y la casa era suya; pero era mas estimada por su virtud y conducta siempre decorosa. Consagrada á todos los ejercicios de la religion, su vida era ejemplar, y no habia contribuido poco á ganarla el corazon el recogimiento y respeto, con que habia visto á Lucía en la Iglesia; ¿pero cuánto creció su concepto cuando la fué conociendo   —226→   mas interiormente? A cada paso se asombraba de descubrirla talentos, que no eran de presumir en una simple paisana. No solo la encontró instruida en todo lo que pertenece á las labores de su sexo, sino que la halló una noticia y un saber en asuntos de religion, que no es comun aun entre las personas mas bien educadas, y todo esto la admiraba.

Despues de algunos dias estaba indispuesta, y no hallaba otro consuelo que hacerse leer por uno de sus pages que leia bien; pero sus incomodidades la hacian sufrir largos desvelos, y su moderacion se los hacia pasar sola, por no querer hacerse leer á hora tan incómoda. Lucía que observó esto, y que la servia con el vivo interes de la mas tierna aficion, se ofreció á leerla cuando no durmiese. La Condesa oyendo esta oferta la quiso probar, y la mandó leer en un libro que la dió. Quedó asombrada oyéndola leer con tanta inteligencia y sentido. Lucía leía mucho mejor que el page. Desde aquel dia no quiso que nadie la leyese sino ella, y el page quedó muy picado.

Una de las noches que la Condesa no podia dormir, y que necesitó de alguna cosa, tocó su campanilla para advertir á Doña Elvira, que era la que se acostaba mas cerca de ella; pero al instante Lucía que estaba á los pies de su cama, la pregunta lo que quiere. La Condesa se espanta y la pregunta, porqué está allí. Lucía le responde que está para poderla leer, en caso que no duerma. Esta atencion tan fina, añadida á la continua solicitud y vigilancia, con que despues de hacer perfectamente todos sus encargos, la procuraba adivinar los pensamientos, no podian dejar de ganar el corazon de la Condesa, y viendo que Lucía era la primera á todo, y que Lucía sin poderla contener se quedaba las mas noches en vela, por si podia leerla en sus desvelos, hizo que la Condesa, para incomodarla menos, mandase poner su cama en un gabinete que habia cerca de su lecho, y donde la tenia mas á la mano.

Esto desagradó mucho á Doña Elvira, pero no era lo único que la podia desagradar, porque ya hacia un mes que estaba Lucía en la casa, y era visible la preferencia con que la Condesa la trataba. En efecto era imposible no preferir á la que despues de ser tan superior á las demas en talentos y virtudes, la servia con un celo tan vivo y afectuoso. La Condesa la habia dicho ya muchas veces: Lucía, ¿quién te ha enseñado tantas cosas? ¿Quién te ha inspirado sentimientos tan nobles? Es imposible que tú no seas de buen nacimiento, á lo menos que no hayas tenido una buena educacion: no señora, mi padre es un   —227→   pobre hortelano, y mi madre, que perdía ahora cuatro años, me enseñó lo poco que sé.

La Condesa estaba encantada con su nueva criada, su estimación y amor crecian por momentos, ya la miraba como si fuera hija: tenia en su casa un eclesiástico instruido y virtuoso, que admiraba tambien las bellas calidades de Lucía, y decia que era un ángel del cielo, que solo una gracia especial podia hacer que una aldeana en edad tan corta fuese capaz de tanta virtud, recogimiento, prudencia y discrecion. La Condesa no pudiendo desahogar de otra manera la inclinación y agradecimiento á esta criatura angelical, quiso que se la descargase de todas las ocupaciones de fatiga, para poder acercársela mas, y estar mas tiempo con ella.

Al mismo tiempo la dió algunas de sus batas, y sus otros despojos para que se los acomodasen, y la hizo vestir de una manera tan distinguida, que podia parecer su hija mas que su criada. Estos aliños sentaban tan bien á su linda figura, que mas parecia señora que aldeana. En efecto como despues de algun tiempo ya no salia al aire, su tez se esclareció, su fisonomía, que ella animaba con el deseo de agradar á su ama, adquirió nueva viveza, y una expresion mas graciosa. Sus facciones parecieron con mas lustre, y los vestidos bien ajustados á las dimensiones de su talle, desenvolvian en la forma de su cuerpo gracias y gentilezas que estaban escondidas en la grosería de su antiguo trage, porque descubrian la agilidad de sus miembros, y las bellas proporciones de sus contornos.

En pocos dias Lucía pareció otra cosa. Su gracia natural la hizo servirse de todos aquellos adornos como si la fueran propios, y como si estuviera acostumbrada á ellos. Su buen talento la hizo siempre conservar su modestia y su tono decente, y este carácter añadido á tantas perfecciones, que ponian en claro sus nuevos adornos, la hicieron parecer una hermosura, llena de espresion, y acompañada de todos los atractivos de la ingenuidad y la virtud.

La Condesa que ya la amaba con ternura, y que no podia separarse de ella, se complacia en lo que creia ser su propia obra, y era menester que la misma Lucía detuviese la efusion de su beneficencia. A pesar de su desazon aceptaba lo que no podia rehusar, porque la repulsa hubiera parecido ingratitud; pero no eran batas ni cofias lo que ella buscaba, pues nada de esto podia aliviar á su padre y hermana.

  —228→  

No era menester tanto para escitar el mal humor de Doña Elvira, y la envidia de las otras criadas, que orgullosas con la medianía de su nacimiento, la llamaban por irrision la recogida en la calle, y otras veces la aldeana, ó la aventurera. Entre los gentiles-hombres de la Condesa habia uno cuyo nombre era Fadrique, y éste desde que Lucía llegó la vió con interés, y como un objeto propio para su diversion. Era un mozo atrevido, y de costumbres viciosas, pero astuto, tenia el arte de esconderlas á la Condesa, y se conducia con reserva y duplicidad. Le pareció muy cómodo que le trajesen á casa una paisana bonita, que seguramente no podria defenderse de sus insinuaciones y lisonjas; y desde luego á poco tiempo empezó á acercársele, á tratarla con dulzura, y á buscar el modo de ganar su confianza, con el pretesto de aconsejarla y protegerla.

En efecto la sencilla Lucía se dejaba ganar por aquellas demostraciones de interes, y le miraba como un hombre que la queria hacer bien, y se prestaba con docilidad á sus caricias. Cuando Fadrique la creyó bien madura, empezó á querer tomar algunas libertades, y la primera fué tomarla la mano con un ademan afectuoso. Lucía sorprendida la retira con violencia. Fadrique porfia por tomarla, pero ella se levanta presurosa, y se va derramando sobre él una ojeada de indignacion. Conoció Fadrique que se habia engañado, se imaginó que habia errado el golpe por haber acometido demasiado presto, y se propuso volver á tomar el camino mas despacio; pero en esto se engañó mas, porque Lucía no volvió á dar ocasion. Desde aquel momento jamas dió lugar á otra conversacion, ni se puso en parage de que la pudiera hablar á solas.

La sequedad y desden de Lucía picaron su orgullo, al mismo tiempo que irritaron su pasion, y como las distinciones y el amor de la Condesa, que se iban aumentando cada dia, eran nuevo ostáculo para sus esperanzas, este mozo entró en una especie de furor. Ya habian todos los criados observado en la mesa, que Lucía era muy parca, pero lo que estrañaban más era, que nunca comia el pan que se la daba, sino que lo guardaba, y que sí se le daba alguna fruta, ó cualquiera otra cosa que pudiera guardarse, tampoco la comia, y lo guardaba todo. Ya habian hecho conversacion de esto, y no sabian lo que Lucía hacia con lo que guardaba. Las criadas decian que queria hacer la delicada, afectando que comia poco en la mesa; pero que se hartaria cuando estaba sola. Fadrique mas astuto y celoso sospechó parte de la verdad.   —229→  

En efecto Antonio solia venir con frecuencia á traerla noticias de su padre y hermana, y todas eran tristes, pues cada dia su padre estaba peor, y su hermana tenia menos recursos. La pobre Lucía llevaba escondido en sus faltriqueras todo lo que habia y podia recoger8 en la mesa, y se lo dába en secreto á Antonio, que lo llevara á su hermana. Este socorro era pequeño, pero Lucía no podia hacer mas. Ya Fadrique habia reparado estas frecuentes visitas, ya habia sospechado que este rústico podia ser un amante, ya su presuncion le habia atribuido los desdenes de Lucía, ya su orgullo habia imaginado, que sin este motivo una aldeana no le hubiera rechazado con tanto desprecio, y ya le habia ocurrido, que siendo este amante miserable, la enamorada Lucía se quitaba los bocados de la boca para mantener á su pobre galan; y atormentado por todas estas ideas quiso verificarlas, tanto por abatir la vanidad de Lucía, como por vengarse de ella, descubrir su hipocresía, y hacer ver á la Condesa la vívora que acariciaba.

Se puso pues á observarla con mucho cuidado, y un dia que Antonio vino segun su costumbre, la trajo noticias muy funestas. La dijo que su Padre estaba mucho peor, que se temia no le entrase la gangrena en la pierna, que el cirujano le habia ordenado caldo de ternera, y otros remédios costosos; pero que Marina léjos de poder costearlos, no tenia crédito siquiera para lo mas preciso del dia. La pobre Lucía no pudo oir nuevas tan tristes sin derramar un arroyo de lágrimas. Fadrique, que la observaba á distancia, aunque no podia oir lo que decian, pudo ver que Lucía lloraba con mucha amargura: su ánimo era quedarse allí para ver si le daba algo; pero para asegurarse mas, y poder probarlo mejor, le ocurrió ir á esperar á Antonio á la puerta, reconocerle, despojarle si le encontraba algo, y poder decir que le habia cogido con el hurto en las manos. Lucía, viéndose sola, le dió lo que llevaba guardado, y despidiéndose de Antonio, vino á echarse en su cama para llorar en ella con desahogo.

Fadrique, acompañado de un lacayo, espera á que Antonio salga, y con el pretesto de su celo, y de la desconfianza, le registra, y le encuentra el pan y otras cosas. Le pregunta cómo ó por qué saca esto de la casa. Antonio responde sencillamente, que Lucía se lo ha dado para su hermana. Fadrique le replica que ese es un pretesto, y que es una desvergüenza, que un rústico como él tenga osadía de venir á socaliñas con las criadas de una casa como aquella; que no se atreva á volver otra vez, porque si vuelve se le castigará como merece. El pobre   —230→   Antonio aturdido se escapa lo más presto que puede, y Fadrique recoge en un pañuelo todos aquellos despojos, para llevarlos á las otras criadas, como el trofeo de su espedicion.

Ya se puede discurrir, qué gozo causaria este descubrimiento en aquellas almas envidiosas, y mientras ellas estaban en esta algazara, Lucía lloraba en su cama con triste desconsuelo. La Condesa, que no se hallaba sin ella, fué á buscarla á su cuarto, y se sorprende de hallarla sobre el lecho. Lucía por disimular su pena, la dice que tiene dolor de cabeza, y su tierna ama la dice que no se mueva, y que va á salir á una visita. En efecto sale, y entre tanto las otras criadas hacian su conjuracion, y se preparaban á hacerla conocer la nueva criada que la habia entrado tanto por el ojo; esta era su espresion.

Lucía despues de haber dado mucho desahogo á su llanto, empezó á hacer reflexiones: consideró que ya habia mas de cuarenta dias que estaba en la casa, que ya se la debia mas de un mes, que la casa de la Condesa estaba tan arreglada, que el primero del mes se pagaba á todos los criados, y que si á ella no se la habia pagado el precedente, era por haber entrado á la mitad del mes; pero que en el primero que iba á entrar, se la pagaria el ya pasado con los dias que tenia de mas. Veia pues que dentro de poco tendría un socorro que enviar á su hermana; pero esto no la consolaba, porque el mal de su Padre era urgente, y no podia esperar tanto. No dudaba que si pedia á su buena ama que se la pagase, desde luego lo haria; pero en esto sentia una estrema repugnancia. La cortedad de su genio, que no estaba acostumbrado á pedir nada, la hacia muy áspero este paso. Por otra parte temia que si era conocida en la casa la bajeza de su estraccion, y la miseria en que se hallaba su familia, la desdeñasen mas las criadas, y que aun la misma ama, á pesar de ser tan buena, la juzgase indigna de alternar con ellas.

Estas reflexiones la agitaron mucho; pero viendo que el peligro de su padre era muy urgente, á pesar de su discrecion y sus temores hizo un esfuerzo sobre sí, y se determinó á pedir á su ama, que la hiciese pagar desde luego, sin decirle otra cosa, sino que su Padre estaba enfermo. Mucho combate la costó resolverse, y solo el riesgo de su Padre podia obligarla á esta violencia, y cuando ella estaba en este combate, su ama la llama.

La Condesa estaba acostumbrada á ir los sábados al anochecer   —231→   á la iglesia de los Carmelitas. Iba á pie y no se hacia acompañar mas que por una criada. Aquel dia llama á Lucía, y la dice, ponte la basquiña, y ven conmigo á la Iglesia. Lucía obedece, y como la intencion de la Condesa era ir despues á una visita, dió órden de que la llevasen el coche á la puerta de la Iglesia. Fué pues a pie con Lucía. Despues de haber hecho oracion, tomó su coche, y dijo á Lucía que se volviera á pie.

Fadrique y las criadas, alegres de haber hecho aquella descubierta, no esperaban mas que la vuelta de la Condesa, para darla cuenta de todo, exagerando con malignidad lo que creian liviandad de Lucía, y apénas llegó, cuando Doña Elvira, que por su mayor crédito se habia encargado de la comision, fué á verla con un pañuelo en la mano, y derramando sobre una mesa, que estaba allí cerca, los mendrugos y demas restos que Fadrique habia arrancado de las manos de Antonio, la dijo con un aire muy satisfecho, y con un tono que cantaba el triunfo, ve aquí lo que es tomar criadas en la calle, sin informarse ni de su nacimiento, ni de sus costumbres. La Condesa no pudiendo entenderla, la preguntó ¿qué queria decir?

Entónces la contó lo que habia pasado; pero añadiendo reflexiones muy malignas sobre lo que ella y las demas habian observado, la dijo, que Lucía estaba inquieta, cuando el mozo del lugar no parecia, que anda siempre preguntando si habia venido, que cuando llegaba corria presurosa á hablarle, que sus conversaciones eran siempre secretas, que Lucía le mostraba tanta ternura, que lloraba cuando le hablaba, que su pasion era tal, que se privaba hasta del alimento necesario por guardarle lo que podia, y que sin duda aquel mozo era alguna mala cabeza, pues necesitaba de este socorro para vivir; en fin la hizo una pintura de todo con tan falsos y malignos coloridos, que no se podia atribuir la conducta de Lucía, mas que á una pasion indigna, y mal empleada en un mozo vil. Doña Elvira decia, que sin dura era alguna moza ruin, que no teniendo asilo, habia venido á la casa para pasar algun tiempo, miéntras se acomodaban sus negocios, y que un dia de repente se escaparia con su galan; que por eso era menester tener cuidado, para que no se llevase alguna cosa.

La Condesa quedó sorprendida con una relacion tan contraria al concepto que habia formado de Lucía; pero Doña Elvira habia añadido circunstancias tan agravantes á la historia, y particularidades tan malignas, que si los hechos eran ciertos,   —232→   era imposible ver otra cosa, que un enredo amoroso de Lucía con Antonio. Tambien entonces la Condesa se acordó del modo y la porfía con que Lucía la siguió en la calle cuando salia de la Iglesia, y del poco miramiento con que Antonio, cuando hablaba con ella, la dijo, que en la casa donde pretendia ir, habian tomado otra criada. No la parecia natural, que en su presencia Antonio se hubiera atrevido á esta falta de respeto sin algun designio, y entrevió que esta podia ser una trama urdida para interesarla, y que podian haber concertado engañarla, para hacer de su casa el receptáculo y el abrigo de su correspondencia.

Esta sospecha debia ofender su dignidad, y desde luego asustó su conciencia; pero cuando volvia los ojos sobre Lucía, y se acordaba de su sencillez, candor y sus otras calidades, la parecia incapaz de tan estudiosa perfidia. Por otra parte ¿cómo imaginar, que una muchacha tan bien criada, de tan estraordinarios talentos, y tan escelentes prendas, pudiese poner su corazon en un mozo tan rústico, como parecia Antonio, y de figura comun y desagradable? Si esto es, decia en sí misma, esta será nueva prueba de la incomprensible estravagancia del gusto de las mugeres; pero la costaba pena persuadirse, que Lucía fuese capaz de este esceso de depravacion, y al mismo tiempo de todo el arte y malicia que suponía este enredo. Miéntras la Condesa examinaba estas cosas en su interior, la vanagloriosa Doña Elvira gozaba de su victoria, y no acababa discursos que indicaban la confianza que tenia en su penetracion, y cuánto era superior á la de su ama. Tampoco cesaba de repetir, que ninguna de las criadas de la casa podia vivir con una mozuela advenediza y viciosa, que deshonraba la familia. La Señora cansada de su jactancia, y de tantas impertinencias, la mandó que la dejase sola.

Quedó afligida. Por un lado temia verse forzada á perder el concepto y el amor que ya sentia por Lucía, y las almas generosas y sensibles, no pierden sin pena estos sentimientos dulces y nobles: por otra parte estaba como corrida de haberse engañado, y de haber dado este motivo de jactancia á Doña Elvira y sus demas criadas; pero á pesar le todas las apariencias, no lo podia acabar de creer, y pensaba en los medios de averiguar la verdad, para tomar el partido que exigieren las circunstancias. Estando en estas reflexiones entró Don Francisco, que era su capellan, y conociéndole por hombre cuerdo, que merecia su confianza, se lo contó todo. Don Francisco no quiso creer nada: dijo que Lucía era incapaz de tanto artificio,   —233→   y que sin duda habia en esta historia malicia y envidia de criados. Su buen juicio le hizo casi adivinar la verdad, pues añadió, que si lo que se decia de enviar la comida y frutas, era cierto, parecia mas verosímil que lo enviase á su familia, que podia ser muy pobre, y que esta seria una nueva prueba de su buen natural.

Dejemos esta conferencia para volver á Lucía, que ignorante de todo lo que se tramaba contra ella, y determinada á pedir á su ama el salario que se la debia, volvia ya de la Iglesia consolada, porque se habia fijado en esta idea; ¡pero triste consuelo! la suerte la preparaba nuevos pesares. A pocos pasos tropezó con un bulto que la pareció estraño, y bajándose para cogerlo, se halla en la mano un bolsillo, que era muy pesado. A pesar de la poca práctica y uso que tenia de estas cosas, la pareció que era dinero; mira por todas partes, y no ve á nadie, reconoce tambien que no han podido ver que lo ha cogido; pero no pudiendo detenerse allí para reconocerlo, corre presurosa, entra en su casa, va derecha á su cuarto, cierra la puerta, y abre el bolsillo. ¡Cuál fué su asombro cuando ve que está lleno de oro, que hay muchos doblones de á ocho, y otros de especies diferentes! ¿Quién puede pintar la admiracion y asombro de Lucía? Quedó fuera de sí, atónita y confusa, sin poder formar una idea: jamas habia visto tanta riqueza junta. La cogió un temblor de cuerpo, que no podia sosegar, y pasó mucho tiempo sin saber lo que hacia, ni dónde estaba.

El primer pensamiento que le vino al espíritu, fué que la providencia la enviaba aquel dinero para socorrer á su Padre, y al instante la saltan dos raudales por los ojos, se pone presurosa de rodillas, y con voz alterada por el llanto esclama: ¡Yo te doy gracias, Dios de bondad! ¡Dios de misericordia! ¡Que bien decia mi madre; que tu providencia nunca falta á los que en tí confian! Tú te has dignado de echar una ojeada favorable sobre tu indigna criatura. Yo te doy gracias de lo íntimo de mi alma. ¡Quién no te amará, Padre benéfico, que sabes proporcionar tus socorros á las necesidades!

Transportada con esta idea esconde el bolsillo en su seno, como si temiera ser sorprendida, ó como si recelara que vinieran á quitarle su tesoro; pero no pudiendo sosegarse, saca otra vez el bolsillo, le vuelve á abrir de nuevo, y mirar las piezas que contiene. Quiere contarlas sin poder hacerlo nunca, porque la turbacion la impide. Vuelve á empezar de nuevo, y   —234→   deja de contar, para considerar el monton de ideas que se atropellan en su cabeza. Quisiera tener alas para volar á su lugar, siente no haberlo encontrado ántes para enviarlo con Antonio, computa cuando podrá volver, y le parecen eternos los momentos que pasarán hasta entónces, se desahoga con la reflexion de que ya no tendrá que pedir nada á su ama, y todos estos pensamientos tan atropellados eran interrumpidos con estas esclamaciones: ¡Bendito sea el Dios de piedad! ¡bendito sea el Padre de los hombres! que los Angeles y bienaventurados me ayuden á darle gracias. Yo me hubiera vendido por una de estas monedas para socorrer á mi Padre, y el cielo me envia tantas juntas.

Después se pone á reflexionar lo que se podia hacer con este dinero, y hace las cuentas que la dictaba su buen corazon. En primer lugar decia, esta desde luego servirá á curar y sanar á mi padre; pero como hay mucho mas de lo que será menester, mi hermana y yo nos podremos tambien mantener, porque pues el cielo me ha socorrido con tanta liberalidad, ya no necesito servir, ya puedo ir á mi casa sin incomodar á mi hermana, y es justo que vaya á servir á mi Padre, y ayudarla. Mucho sentiré dejar una ama tan buena; pero yo se lo contaré todo, y me dará licencia, porque se hará cargo que esta es mi primera obligacion. En esto volvio á repasar el dinero, y se pasaba los doblones de una mano á otra; la parecia que habia allí un tesoro inagotable, y volvia á decir, pero aquí hay mucho. No solo podrémos curar á mi padre, y mantenernos mucho tiempo, sino que nos quedará todavía. Tanto mejor, añadia, yo se lo daré á mi hermana para su dote, Marina es la mayor, y es justo que se case la primera. ¡Ah! cuando yo vea á mi Padre bueno, y sin necesidad de trabajar para vivir, si veo á Marina bien casada, ¿quién será tan dichosa como yo?

En estos y otros pensamientos que pasaban por su cabeza con incomparable rapidez, tenía su corazon tan dilatado y gozoso que no se hubiera trocado por la primera princesa de la tierra. A un tiempo veia la salud de su Padre, la felicidad de su hermana, la esperanza de volverse á vivir con ellos, y la idea de ser ella el instrumento del bien de todos. Su agitación era tan viva, que sin poder sosegar corria por el cuarto, y unas veces de rodillas, y otras levantando los brazos al cielo repetia continuas gracias á Dios por tan inesperada y prodigiosa fortuna, y se acordó hasta de una pobre muger anciana, que vivia cerca de su casa, y se decia: Anda, buena Agustina, tú me ayudarás á dar gracias á Dios, porque tú tendrás parte en su beneficio.

  —235→  

El que sin saber la causa hubiera visto á Lucía en este estado de agitacion y convulsiones, la hubiera creido loca; pero cuando estaba mas anegada en esta inundacion de gozos y placeres, una negra y funesta luz la pasa súbita como un relámpago, y la sumerge en un abismo de confusion: Lucía se detiene de repente, y se pregunta, ¿pero qué puedo yo usar de este dinero? Alguno ha perdido este bolsillo, es regular que lo busque: ¿tendré yo el valor y la infamia de negarlo y esconderlo? Bien sé que nadie me ha visto; ¿pero no me ha visto Dios? Aun cuando no lo buscaran, ¿puedo yo apropiarme lo que no puedo dudar que pertenece á otro? Esta nueva idea la consterna, al instante huyen de su vista todos los consuelos, su corazon se turba, una luz pavorosa la ofusca, y sus ojos vuelven á deshacerse en abundante llanto, no ya con lágrimas dulces como las primeras, que nacian del placer y admiracion del hallazgo, sino con lágrimas amargas, hijas de la perplejidad, de las angustias y las dudas.

Se detiene á discurrir qué partido debe tomar, y la acometen todas las seducciones del deseo: se dice á sí misma, que sin duda aquel dinero es el de alguna persona rica á quien no hará falta, y que para ella es la vida de su Padre, y el descanso de su familia, que sin causar daño grave al que lo pierde, puede hacer mucho bien al que lo encuentra; pero no se puede disimular que esta es una idea, aunque lisonjera, falsa. Siente que no puede sosegar su inquietud, ni satisfacer sus anxiedades: su corazon la rechaza este pensamiento, y su conciencia se estremece, al fin reconoce que es indispensable dárselo á su ama para que haga buscar á su dueño, y entónces echando sobre el bolsillo una mirada triste y dolorida, le dice: Anda léjos de mí, oro infeliz, tú no puedes mas que engañar, tú no sabes hacer felices, y yo no te he encontrado mas que para que redobles mis tormentos.

Determinóse pues á llevar el bolsillo á su ama, y renovó su resolucion de pedirla que mandase se la anticipara su salario. Pareciéndola que ya era hora de que hubiese vuelto, se puso en disposicion de ir á buscarla; pero era tanta su pena de privar á su Padre y Hermana de un socorro, que tanto habia lisonjeado la ternura de su amor filial, que ántes de llegar á la puerta se volvió á detener para decirse, pero si yo sacara solo un doblon de á ocho, nadie conoceria la falta. Esta seria poca pérdida para el dueño, y mi padre hallaria quizá la salud y la vida. Este temperamento la seduce, y al instante con un movimiento indeliberado, saca un doblon de á ocho, y lo esconde en su seno.

  —236→  

Pero apénas toca el oro sus inocentes y puras carnes, cuando el corazon la da una sacudida como si quisiera rechazarlo. El remordimiento se vuelve á apoderar de su alma, y con una voz alterada se dice, ¿qué vas á hacer infame? ¿Tú quieres ser ladrona? Si no puedes guardar el bolsillo, tampoco un doblon. Y sacándole apresurada de su pecho, le arroja con violencia sobre los otros. Se confunde, se avergüenza de la bajeza que iba á hacer, se indigna contra sí misma, por haber abrigado un instante pensamiento tal vil, se pone de rodillas, pide perdon á Dios, y esclama: piedad, Señor, defiéndeme de mi flaqueza.

Entónces sin detenerse mas, ni dar oido á nuevas reflexiones, sale presurosa con el bolsillo en la mano, va á la pieza en que su ama solia residir, la encuentra á solas con su Capellan, que hablaban precisamente de ella; pero Lucía iba tan ciega, que sin contenerse por su presencia, cubierta de lágrimas, se echa á sus pies, y la arroja el bolsillo en las faldas. Allí con voz que interrumpian los sollozos, y sin poder casi pronunciar las palabras, la dijo: Señora, salvadme de mí misma. Yo iba á hacer una bajeza, á cometer un delito: tomad ese bolsillo que me he encontrado en la calle.

La Condesa se habia asustado viendo á Lucía tan descompuesta, no pudiendo entender lo que la queria decir: creyó que noticiosa de la acusacion vendria á justificarse; pero viendo su angustia, su dolor, y las desconsoladas lágrimas que derramaba, la dijo: sosiégate hija. La hizo sentar á su lado y despues de haberla dado algun tiempo, para que se desahogara, la volvió á decir: dime Lucía, qué es lo que te aflige, y está segura de que haré por tí cuanto pueda. Entónces Lucía empezó á contarla toda su historia con mucha ingenuidad, y muchas gracias, la contó el motivo que la habia obligado á venir á Madrid, y en su relacion no omitió nada, ni la pena que habia sentido en pedir la anticipacion de su salario, ni la tentacion de guardar el bolsillo, ó á lo ménos un doblon de á ocho, y acabó por pedirla, que la mandase dar lo que se la debia.

No pudieron la Condesa y su Capellan oir esta inocente historia, contada con tanta sencillez y ternura, sin enternecerse tambien. Uno y otro escuchaban tantas virtudes, tanto amor filial, y tanta sinceridad con asombro, y ya sus ojos estaban cubiertas con el llanto de la admiracion. La Condesa se levanta, toma á Lucía entre sus brazos, la estrecha en ellos, y mezclando las lágrimas que derramaba, con las suyas, la dice   —237→   con voz afectuosa: ¿porqué, hija mia, no me lo has dicho desde luego? ¿Cómo has podido desconfiar tanto de mí? ¡Ay Lucía! jamas olvidará mi corazon esta queja: pero no quiero ahora afligirte mas. Yo olvido la injusticia que me has hecho, para no pensar mas que en tu consuelo. Cuánto siento que sea tan tarde; pero mañana se remediará todo. Anda, hija mia, sosiégate ahora, vete á acostar, y duerme tranquila, porque mañana muy temprano irémos contigo D. Francisco y yo á ver á tu padre, y tratarémos de curarle.

Lucía quería renovarla sus gracias, pero la Condesa, viéndola tan fuera de sí, la mandó seriamente que se fuera á acostar, y ella obedeció. La Condesa se quedó con su Capellan, admirando tanta virtud de una pobre aldeana, y dando gracias á Dios de la ocasion que la ofrecia de hacer una obra buena. Al otro dia se ponen en camino, y llegan al lugar. Marina se turba viendo á su puerta un coche con un tiro, tantos criados con ricas libreas, y gentes dentro, que la pareciéron de mucho porte. La pobre muchacha se puso á temblar, porque Antonio la habia contado lo que le pasó la noche precedente con Don Fadrique, la violencia con que le arrancó lo que Lucía le habia dado, y el órden que habia recibido de no volver á la casa. Temió que esta visita fuese una consecuencia de aquella avéntura. Temblaba de lo que podia suceder, y estaba inmóvil á la puerta de su cuarto; pero ¿cuánto creció su espanto cuando vió, que aquellas personas entraban, y que entre ellas venia Lucía, no ya con trage de paisana, sino con el aseo y aliño de la corte? Luego que Lucía la vió se fué á ella, y la enlazó entre sus brazos; pero con la misma ligereza la dejó, para ir al cuarto de su padre.

Entre tanto la Condesa, el Capellan y un Gentil hombre que tambien venia, iban entrando, y Marina ni sabia qué pensar, ni se atrevia á mover. Estaba tan trémula y turbada que la Condesa advirtió su inquietud, y la dijo: no temas hija, que no venimos á haceros mal, llevanos al padre de Lucía. Marina los conduce, y ya Lucía colgada del cuello de su padre, lo bañaba con el agua que salia de sus tiernos ojos. El Padre no ménos inundado en su llanto, y sorprendido de visita tan inesperada daba gritos para desahogar la opresión de su pecho. Este espectáculo de amor paterno, y ternura filial enterneció tambien á los estraños, y todos lloraban con una dulce sensibilidad.

Al fin fué preciso calmarse, y despues que la Condesa se   —238→   informó de su estado, y que el padre la dió gracias por la bondad con que trataba á su hija, se pensó en los medios mas eficaces para su curacion; uno fué enviar á buscar un cirujano de un lugar vecino, que tenia buena reputacion, y miéntras llegaba, el padre mandó á sus hijas, que se retirasen, porque queria hablar con la Condesa á solas: ellas se fuéron, el Capellan tambien queria retirarse; pero Alberto viendo un eclesiástico de aspecto respetable, y de la confianza de la Señora, la pidió que no se fuese, y cuando estuviéron solos, dirigiéndose á la Condesa la dijo así:

Yo tengo, señora, en mi corazon un secreto, y estaba ya resuelto á sepultarle conmigo; pero viendo que la providencia me envía en mis últimos momentos una tan gran Señora, me parece que no me la envía sino para que le deposite en su seno, y que la ha escogido para amparo y proteccion de dos pobres huérfanas, que sin ella iban á quedar abandonadas. Yo no soy aldeano, Señora, el cielo me hizo nacer de una calidad distinguida. Grandes desgracias me han conducido á este estado: mis hijas no lo saben, porque viendo mi suerte siempre desdichada, sin entrever9 jamas una esperanza de remedio, me pareció prudente no descubrirlas nunca su nacimiento, pues esta noticia no podría mas que inspirarlas orgullo, y hacerlas ménos soportables las incomodidades y abatimientos de la miseria. Yo me decia, siempre será tiempo de que lo sepan, si Dios abre alguna puerta á la mudanza de mi suerte; pero Dios no me ha abierto hasta ahora el menor resquicio, y me veo á los umbrales de la muerte, sin que hasta este momento se me haya presentado el menor consuelo. Mi dolor no era morir, sino morir tan abandonado del cielo y de los hombres, que moria sin tener á quien volver los ojos, y encomendarles dos tiernas hijas criadas en la virtud, y espuestas á todos los riesgos de su edad. Me sometia á los decretos de la providencia; pero me parecia, que pues el cielo las condenaba á vivir siempre en la pobreza y el oprobio, era mejor dejarlas ignorar su calidad, para que pudiesen sufrir con mas paciencia.

Vuestra venida, Señora, es el primer rayo de luz que brilla á mis ojos, despues de una tan larga como profunda oscuridad; y me avergüenzo de haber desconfiado de la providencia, pues es visible que os envía en mis últimos momentos, para que seais el amparo de mis pobres hijas, para que yo os descubra mi secreto, para que vos podáis hacer el uso que vuestra prudencia os inspirare, y en fin para que muera consolado. Ya tampoco hay riesgo en que lo diga, pues que la   —239→   muerte va á librarme del miedo de los hombres; y ya no debo temer mas que á Dios. Aquí el venerable Alberto se desató en llanto, los sollozos viniéron á cortarle la voz, y le fué imposible continuar su discurso.

La Condesa enternecida se acercó á su lecho, y tomándole la mano le dijo: consolaos, Señor: el Cielo lo hace todo para nuestro bien: quizá os querrá conceder la salud, y nosotros vamos á pensar en esto con el celo mas vivo; pero si determina llevaros para sí, yo os prometo en su nombre, que me encargaré de vuestras hijas, que cuidaré de ellas, no solo miéntras me dure la vida, sino que dispondré que nada las falte despues de ella; pero veamos ahora lo qué es posible hacer para vuestro consuelo y recobro. Alberto besando su mano, y empapándola con sus lágrimas, la dió gracias, y despues de haberse sosegado la volvió á decir:

¿Habeis oido hablar, Señora, de la muerte del Duque de Palma? Sí, señor, le respondió la Condesa, y he sabido toda la historia, porque era muy amigo de la familia. Este triste suceso pasó ahora veinte años: afligió mucho la familia, porque era el único heredero de una grande casa; pero tambien era muy terrible y violento. Yo le conocia, y jamas ha habido un carácter tan impetuoso y atrevido: en Madrid mismo habia hecho ya muchas insolencias, y sin el crédito de su padre en la corte, hubiera sido muchas veces castigado; pero este padre que no tenia otro heredero, y era idólatra de su hijo, se contentaba con reprenderle, esperando que el tiempo le corregiria.

Tambien con este fin le hizo dar un regimiento, y le obligó a ponerse á su cabeza, con la esperanza de que el trato con los oficiales, que no le sufririan sus insolencias, le forzaria á la moderacion; pero nada bastó, pues á poco tiempo de estar allí, tuvo un encuentro con un caballero que le mató, y yo he oido que el matador tuvo razon, pues en su casa misma, y casi á su vista, quiso usar de violencia con su propia muger, que segun dicen, era tan amable como virtuosa. Sí, señora, le interrumpió Alberto con un suspiro, jamas ha nacido una muger mas digna y respetable; ¡pero ay! esa muger era la mia, y yo he sido el matador de Palma.

La Condesa se quedó sorprendida; pero Alberto continuó así su historia. Yo nací en una de las mas distinguidas y acomodadas familias de mi pais, y siendo hijo único, era uno de los más ricos. Mis padres muriéron dejándome en corta   —240→   edad, y un tio anciano y virtuoso, que se encargó de mi educacion y tutela, no solo pensó en aumentar mis bienes, sino en criarme con principios de religion y virtud. A la edad de veinte y cinco años ví á Sinforosa, hija de los marqueses del Fresno, y mi corazon sintió los primeros fuegos de una pasion pura y encendida; la pedí á sus padres, me desposé, y hallé en ella un tesoro de prendas y virtudes.

Yo me hallaba con ella el hombre mas feliz del universo, porque conocia todo su precio, y cada dia la descubria nuevas perfecciones. Habia dos años que gozaba de la vida mas dulce. Mi esposa me habia dado ya dos hijas; la una es vuestra criada Lucía, la otra es la pobre aldeana que habeis visto aquí; pero entónces ellas y su madre hacian mi única felicidad; tanta gloria no es hecha para la tierra. En aquel tiempo llegó á la ciudad en que habitábamos, y en que yo era el mas dichoso de los mortales, el Duque de Palma: su nacimiento, su juventud, su esplendor le hiciéron abrir todas las casas, y tambien vino á la mia; pero á poco tiempo se empezó á hablar de él como de un mozo insolente y sin juicio, que queria atropellarlo todo al gusto de sus caprichos; sobre todo se decia que trataba á las señoras sin decencia ni respeto, y que se tomaba groseras libertades.

Con esto muchas empezáron á cerrarle sus casas, y mi muger, que habia tenido la desgracia de parecerle bien, y que ya le habia visto muy familiar y atrevido con ella, dió un órden absoluto de que no se le dejase entrar; pero él atropellando un dia los criados, entra á la pieza en que estaba, y quiere usar de familiaridades indecentes. Mi muger no sabiendo cómo defenderse grita á su socorro; yo estaba en un cuatro vecino, y advertido por sus gritos, corro á ella, y la encuentro despeinada, que opone la resistencia que puede al Duque que combatía, para tomarla la mano, y abrazarla. No hay monstruo por bárbaro que sea, que viéndose sorprendido por un hombre que tiene todos los derechos de marido, no se contenga en su presencia; pero aquel jóven era tan inconsiderado y violento, que con tono de imperio, como si fuera su criado, manda que me retire.

Ya podeis discurrir cuál seria mi indignacion; por desgracia yo tenia mi espada al lado, la desenvaino, y le digo que se defienda, él saca la suya, y esta vez la razon triunfó de la iniquidad: una estocada le abre el pecho, y le hace vomitar el alma. Al instante sentí todas las consecuencias de esta tragedia,   —241→   por el crédito de sus parientes, y me pareció necesario huir. Tomo pues un caballo, y me pongo en fuga: sola mi muger podia saber el cómo habia pasado el lance, y la circunstancia de haberle muerto en mi casa, le agravaba mucho contra mí. Procuré esconderme en la de un paisano y allí supe que se me hacia el proceso, que se me habian embargado todos mis bienes, que se me buscaba por todas partes, y que se habian prometido veinte mil pesos al que pudiera descubrirme.

No era ya posible ir á un país estrangero; porque pensé que todos los caminos y puestos estarian advertidos, y viendo que en aquel retiro estaba muy espuesto, porque todos me conocian en el pais, me pareció preciso buscar otro mas léjos. Me acordé de un criado antiguo y honrado que se llamaba Nicolas, y que se habia casado en este lugar; era ya viudo y sin hijos: estas circunstancias me pareciéron propias para fiarme en él únicamente: por otra parte la vecindad de la corte me pareció otra razon de preferencia, pues nadie pensaria, que yo quisiera acercarme á los que me buscaban. Con esta idea vengo á este lugar disfrazado, y sin marchar más que de noche, llego, hallo solo á Nicolas, y ocupado en el cultivo de un huerto que le habia dejado su muger; concertámos que diria que yo era un mozo que habia tomado para ayudarle en el trabajo: él me enseñaba en efecto, y yo le ayudaba.

Pasado algun tiempo, cuando me pareció que todo estaria mas sosegado en mi pais, pido á Nicolas que vaya á mi casa, que procure ver á mi muger, que la instruya de mi situacion, y me traiga noticia de la suya y la de mis hijas; pero cuál es mi asombro, cuando una noche cerca de la una de la mañana, oigo que tocan á mi puerta, salgo á ver quién era, y oyendo que era Nicolas, le abro, y veo entrar con él á Sinforosa, con mis hijas: yo me arrojo en sus brazos, y para no detenernos ni en mi sorpresa, ni en nuestro llanto, os diré solo que mi muger, sabiendo dónde estaba, quiso venir con Nicolas; que este porque no fuera descubierta, tampoco andaba sino de noche; que él y mi muger traian en sus brazos á mis dos hijas, y que despues de un viage muy largo y penoso, Dios las condujo á este asilo con felicidad.

Despues de esta reunion que se hizo ha cerca de diez y ocho años, mi muger y yo hemos vivido aquí felices; ella educaba mis hijas, y yo trabajaba en el huerto, sin envidiar ninguna otra dicha. El primero que nos faltó, fué el buen Nicolas,   —242→   que me dejó la herencia de su huerto: despues la muerte arrebató á mi amada Sinforosa. Su falta me sepultó en un abismo de dolor; pero la necesidad de cuidar y mantener á mis hijas me hizo volver á trabajar en mi huerto, y él bastaba para nuestra decente subsistencia; pero un accidente que me ha lastimado una pierna, me quitó los medios de trabajar, y ha sido el principio de nuestras miserias. Viéndonos en las mayores estrecheces, Lucía pensó en ir á acomodarse en Madrid, para ayudarnos con su corto salario, y el cielo la inspiró este pensamiento sin duda, pues la condujo á vuestra casa, para traeros aquí, para que ampareis á mis dos hijas en su orfandad, y así yo muera consolado.

Desde que Alberto acabó, la Condesa y el Capellan, que no habian cesado de acompañarle con sus lágrimas, volviéron á acercarse á su lecho para darle todos los consuelos posibles. La Condesa le aseguró de nuevo todo lo que podia tranquilizarle, hizo venir á las muchachas, y dijo á Lucía, yo voy á partir, pero es para volver; quédate tú á asistir á tu Padre, tambien se quedará Don Francisco para pensar en que se le cure. Yo volveré presto, y espero volver con el consuelo de todos. La Condesa parte sin mas compañia que la del Gentil-hombre, el Capellan se informa de que en otro lugar inmediato hay un buen cirujano, lo envía á llamar, viene, y reconoce que la pierna está en muy mal estado, que se ha descuidado mucho la llaga, y que ya está la gangrena tan adelantada, que le parecia imposible contenerla.

Entretanto la Condesa vuelve á Madrid, va en derechura á la familia de Palma, que entónces consistia en la madre del difunto, porque el padre habia muerto. La Condesa que era muy amiga suya, sin descubrirla dónde estaba el matador de su hijo, la refiere una parte de lo que acaba de oir, habla por él, la pide que le perdone; y como el resentimiento estaba ya tan frio, y ella por otra parte era dama muy religiosa, consiente en ello, la hace firmar un acto de desistimiento de su accion, y corre al Ministro para que obtenga la gracia del Rey. El Ministro no hacia casi memoria de este asunto, fué menester esperar á la noche, que era hora del despacho. Como este negocio estaba olvidado, y el Rey vió el desistimiento10 de la parte ofendida, no tuvo dificultad en conceder la gracia: esto no se pudo concluir hasta las nueve de la noche. Entónces vuelve otra vez para el lugar con aquella impaciente satisfaccion que siente un corazon generoso, cuando sabe que lleva beneficios, y que va á hacer dichosos.

  —243→  

¡Pero ay! su celo era inútil: el pobre Alberto, á pesar del cirujano y sus remedios, se sintió peor, y habia dado su alma á Dios dos horas ántes de que llegase la Condesa. Encontró la casa cubierta de tristeza, y las dos hijas que daban alaridos. Mucho sintió el malogro de sus esperanzas, y no encontrar mas que pesares, donde creia traer tantos consuelos; pero se resignó en la voluntad del cielo, y haciéndose cargo de que en aquella estacion no era fácil aliviar á las desconsoladas hijas, á pesar de que era muy tarde, dió órden de que se diese una hora de descanso al ganado para volverse, y dejó allí á su Capellan, para que al otro dia hiciese dar al difunto decente sepultura, y llevándose las dos muchachas, se volvió con ellas á Madrid.

Allí las alojó en una pieza decente; y no trató mas á Lucía como á su criada. A las dos hermanas las puso en un estado conforme á su calidad, las hizo comer á su mesa, y por el amor y estimacion que las tenia, las trataba como si fueran sus hijas: una y otra lo mereciéron con su conducta y prendas, y Lucía á pesar de la mudanza de su condicion, la queria servir siempre como criada, y la amaba como á su propia madre. La Condesa no contenta con estos servicios, las casó con personas distinguidas, que el mérito y virtudes de las dos hermanas hiciéron solicitar para esposas suyas. De estas dos ilustres aldeanas descienden hoy muchas de las mas esclarecidas familias de España.