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Obras políticas

Cartas a lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional

Manuel José Quintana

Antonio Ferrer del Río (Pr.)




ArribaAbajoPrólogo

Estas cartas, como sus mismas fechas lo manifiestan, se escribieron Poco después de la catástrofe política a que se refieren. Al amargo sentimiento que afligía entonces a los españoles por los males sin cuento amontonados sobre su país, se añadía el enojo de verse insultados y calumniados por todos los ecos vendidos al despotismo europeo. Echábase en cara a los vencidos su misma confusión y vergüenza como resultado necesario de su terquedad y de sus extravíos. Decíase a boca llena que los que no habían sabido aprovecharse de la libertad adquirida, y tan mal la defendieron, no merecían ser libres ni eran dignos de lástima o perdón: opinión por cierto bien cómoda a los insolentes agresores y a sus cómplices infames, para no ser propalada con todo aparato y solemnidad, y acogida donde quiera con aprobación y con aplauso.

Deber era de todo español repeler este sistema de disfamación y de injusticia. El autor de estas cartas se apresuró por su parte a cumplir con esta obligación, y bosquejó en ellas los sucesos principales que terminaron en aquel deplorable acontecimiento, apuntando las verdaderas causas que lo produjeron. Y como se trataba de rectificar la opinión, tan miserablemente extraviada fuera de España, pareció conveniente dirigirse a un ilustre extranjero, con quien de mucho antes unían al autor relaciones estrechas de aprecio y de amistad. Aficionado a nuestras cosas, defensor perpetuo de los intereses de nuestra libertad, y respetado en toda Europa por su carácter y por sus principios, lord Holland podría autorizar mejor el desengaño, y prestando un fuerte apoyo a la verdad, contribuir poderosamente al propósito de la obra.

Publicarla entonces era de todo punto imposible. Ahora quizá ya es tarde, después de tantos años y de los grandes y diversos acontecimientos que han sobrevenido entre nosotros. Todavía el autor, en la persuasión de que la presente investigación sería útil, se ha decidido a darla a luz. Si desvanece algunas prevenciones sobre cosas y personas, que desgraciadamente se van prolongando en demasía; si contribuye a que se entiendan mejor los sucesos de una época no bastante conocida y apreciada; si, en fin, pudiera servir a evitar aunque no fuese más que uno de los errores que entonces cometimos, habrá llenado el objeto de la publicación, y su resultado político no sería enteramente perdido. Por otra parte, la distancia misma a que están hoy día los objetos que aquí se controvierten, como que los pone a mejor luz para el autor y para los lectores. Consideraránse así más a sangre fría, y por consiguiente podrán ser observados con más tino y apreciados con más imparcialidad. Por manera que lo que la obra haya perdido en oportunidad y en interés, lo habrá ganado en autoridad y confianza.

La cuestión ventilada por los políticos sobre la forma con que se ha de combinar la facultad da mandar con la obligación de obedecer, de modo que el orden social no se perturbe y la libertad esté segura; esta cuestión, repito, no es la que se ventilaba por los españoles en el tiempo de que se trata. Otro era por cierto el objeto de la contienda, menos complicado y profundo, pero mucho más urgente y positivo. Tratábase de determinar si la nación española debía continuar amarrada al yugo político y sacerdotal que de tres siglos la oprimía, o si había de mantenerse la emancipación ensayada en el año 12 y recuperada en el de 20. Esta era la cuestión de entonces, indispensable sin duda y preliminar a la otra: primero era ser libres; el cómo era negocio para después.

Siendo por tanto estas cartas más bien una obra histórica que doctrinal, por demás sería buscar en ellas un sistema de gobierno representativo sobre que argumentar y discurrir. Sin duda el que las ha escrito tiene el suyo propio, que prefiere a los demás, pero sin pretender que en él esté precisamente cifrada la felicidad y el porvenir de la nación española. ¡Lejos de él tan impertinente presunción! Confesará sin embargo, y la obra presente lo da a entender donde quiera, que su inclinación propende a las ideas francamente liberales, a aquellas que como triviales son desdeñadas por los unos, y tachadas por los otros de anárquicas y peligrosas. De ello no me acuso ni me absuelvo. La libertad es para mí un objeto de acción y de instinto, y no de argumentos y de doctrina; y cuando la veo poner en el alambique de la metafísica me temo al instante que va a convertirse en humo.

Podrán en buen hora otras teorías políticas ser más útiles en tiempos ordinarios, estar más bien digeridas, más sabiamente concertadas: yo aquí no se lo disputo. Pero disponer mejor el ánimo para adquirir la libertad cuando se aspira a ella, para defenderla cuando se posee, y para recobrarla cuando se ha perdido, eso es muy dudoso que lo hayan hecho ni que puedan hacerlo jamás.

Y no se engañen los españoles: la cuestión primera, la principal, la de si han de ser libres o no, está por resolver todavía. Verdad es que han adquirido algunos derechos políticos, pero estos derechos son muy nuevos y no han echado raíces. Por consiguiente, han de ser atacados sin cesar, y si no se atiende a su defensa con decisión y constancia, serán al fin miserablemente atropellados. El estado de libertad es un estado continuo de vigilancia, y frecuentemente de combates. Así sus adversarios, considerando aisladamente la agitación de las pasiones y el conflicto de los partidos que acompañan a la libertad, dicen que no es otra cosa que una arena sangrienta de gladiadores encarnizados. Este espectáculo a la verdad no es agradable; pero hay otro mucho más repugnante todavía, y es el de Polifemo en su cueva devorando uno tras otro a los compañeros de Ulises.






ArribaAbajoCarta primera

20 de noviembre de 1823


Sé bien, milord, que sucede en los infortunios políticos a los pueblos lo mismo que a los particulares en los suyos Si no corresponden a la opinión honrosa que de ellos se ha tenido, encuentran por lo común cerradas las puertas a la compasión, y mucho más al interés. Mas aunque puede recelarse que en la crisis presente sea este el caso de los españoles para con la generalidad de los hombres, y que también estas cartas mías participen del disfavor que su mismo argumento lleva consigo, no debo temer de modo alguno que así suceda con vos. Tantas y tan grandes muestras como habéis dado en todos tiempos de interés y afición a las cosas de España, y de amistad y aprecio al autor de esta correspondencia, me animan a entrar con vos en un examen franco e imparcial de los sucesos que han pasado entro nosotros. Yo me figuro que el raudal de la fortuna me ha llevado a Londres, y que en vuestro gabinete o en vuestra biblioteca, a la manera que en otro tiempo en Madrid hablábamos de letras, de filosofía y de política, echamos una ojeada sobre esta última época de nuestra revolución, y contemplamos el curso que han llevado nuestros negocios políticos hasta el abismo en que acaban de sumergirse. Un español y un amigo conversando con vos sobre los asuntos de su país está seguro de ser escuchado no solo con atención, sino con benevolencia también.

Quizá de este examen, como hecho por una persona a quien tanta parte ha cabido siempre en las oscilaciones de la libertad, no se esperarán aquella imparcialidad y buena fe que son el mejor carácter y la calidad principal de escritos semejantes. Mas yo, milord, he sabido toda mi vida, al tratar de asuntos públicos, prescindir de los intereses y pasiones particulares; y colocado además por la fortuna desde el año de 20 en una posición bastante cercana a los hombres y a los negocios para conocerlos sin tener que manejarlos, puedo hablar de ellos con sinceridad y franqueza, porque no me tocan ni la alabanza ni el vituperio de sus resultas. Procederé pues ahora según he tenido siempre de costumbre: hablaré de las cosas según lo que entiendo de ellas; poco de las personas, porque están vivas, y la mayor parte infelices; y discurriendo por la cima de los acontecimientos, veremos cuáles han sido las verdaderas causas de esta catástrofe inesperada. Por manera que, sin dejar de atribuir a nuestra ignorancia y extravíos la buena parte que les corresponde, veremos también así no solo la que exclusivamente pertenece a la fuerza irremediable de las cosas, sino también la que consiste en las pasiones y dañadas miras de otros hombres que nosotros. Condenemos severamente todo lo que tenga su origen en la terquedad y mala fe; demos a la inexperiencia y a la ignorancia los males de que han sido causa; pero justifiquemos al partido vencido de tantas imputaciones absurdas; y los españoles que amamos la libertad, ya que seamos infelices, no parezcamos a los ojos de la posteridad y de la Europa indignos de la hermosa causa que nos propusimos defender.

Sería inoportuno sin duda, y acaso indecoroso, tratar con un inglés del derecho que tienen las naciones a mejorar sus leyes o su gobierno cuando por él o por ellas son llevadas claramente al precipicio. Esta cuestión, que propuesta con la exactitud y claridad debidas no tiene más que una solución racional, ha sido embrollada por los intereses, corrompida por las pasiones, y hecha peligrosa por los acontecimientos de la fortuna. Prescindamos, milord, de ella por ahora; mas aún en la suposición de poderse negar generalmente a los pueblos este precioso derecho, el español, por la posición y circunstancias particulares en que se ha visto en estos últimos tiempos, debería obtener, por consentimiento común de todos los hombres, una excepción favorable.

Volvamos los ojos a lo que ha pasado en nuestros días, sin ir a buscar pruebas para ello en otras épocas lejanas; y tomemos por primer punto de comparación el reinado de Carlos III. Sus ministros, vos lo sabéis, no pasaron jamás de una capacidad mediana; las formas de su gobierno eran absolutas, hubo abusos de poder y errores de administración que en vano sería negar; y sin embargo, el espíritu de orden y de consecuencia que tenía aquel monarca, y una cierta gravedad y seso que preponderaba en sus consejos, iban subiendo el Estado a un grado de prosperidad y de cultura que presentaba las mejores esperanzas para en adelante. Murió Carlos III, y estas esperanzas agradables se enterraron con él en su sepulcro. Los españoles, acostumbrados a ser gobernados con moderación y cordura, a ver en los actos de la autoridad llevar siempre por gula, o a lo menos por pretexto, el bien general, del Estado, debieron escandalizarse considerando la temeridad y la insolencia con que el nuevo gobierno empezó a usar de su poder.

Por despótica y absoluta que la autoridad suprema sea, mientras que en su ejercicio se conforma con el interés general es obedecida con gusto, y al mismo tiempo respetada. No así cuando manda torciéndose hacia el interés personal o al interés de partido; porque entonces, si es fuerte se la aborrece y se la detesta, y si débil ni se la respeta ni se la obedece. Los veinte años del reinado de Carlos IV no fueron más que una serie continua de desaciertos en gobierno, de desacatos contra la opinión y de usurpaciones contra la justicia. El objeto grande y primario de la autoridad fue elevar un ídolo a la adoración pública, y sacrificarlo todo a este fin desatinado. La nación con efecto se le puso toda de rodillas, las mujeres te sacrificaron su pudor, los hombres su decoro y dignidad, un volver de ojos suyo alzaba, derribaba las personas; disponía de los tesoros, de las provincias; declaraba la guerra, ajustaba la paz. ¡Aun si él con sus talentos y con sus aciertos se hubiera hecho perdonar el escándalo de su elevación! Pero el triste resultado de los grandes negocios que pasaron por sus manos ha dejado grabada en caracteres indelebles su ominosa ineptitud1. A la guerra impolítica con la Francia en el año de 93 sucedió la paz vergonzosa de 95; a ésta, una alianza inconcebible y absurda; después las dos guerras marítimas con la Inglaterra; y en estas operaciones contradictorias y desgraciadas se consumió el ejército, se destruyó la armada, y se aniquilaron el tesoro, el crédito y los recursos. Cien mil hombres de guerra, ciento veinte navíos y cuarenta fragatas de línea, una hacienda floreciente, ponían a cubierto contra toda ambición ajena la majestad e. independencia de la monarquía española. Todo se deshizo en las manos de este privado. Así es que cuando Napoleón atacó la Península con toda la astucia de sus artes maquiavélicas y con todo el peso de su poder colosal, la encontró sin tropas, sin navíos, sin almacenes; sin dinero y sin recursos: en suma, un país perdido, como él decía, que con su mismo abandono se le estaba poniendo en la mano.

A tan alto precio costeamos los españoles las liviandades de María Luisa. Y todavía si Carlos IV hubiera fallecido en su trono y le trasmitiera a su heredero en el orden regular de las sucesiones, lejos de pensar en revolución alguna política, hubiéramos librado en la prudencia del nuevo rey el remedio de nuestros males, y creyéramos atajados y castigados los desórdenes anteriores con las mudanzas de corte que se siguen siempre al fallecimiento de los príncipes. Bien lejanas por cierto estaban de nosotros las máximas revolucionarias de que tanto se nos acusa. El despotismo militar en que después de tantas convulsiones cayeron los franceses había entibiado el calor de los más exaltados y abierto los ojos a los más ilusos. España, habituada a las cadenas del poder absoluto, las hubiera llevado con la misma paciencia y resignación; y en vez de ser escándalo y cuidado a los gabinetes de Europa, como se afecta creer, siguiéramos siendo para ellos un objeto de lástima y desprecio, como lo éramos entonces.

La áspera mano de Napoleón vino, con aquel sacudimiento terrible, a arrancarnos a esta indolencia, y vímonos precisados a mirar al fin por nosotros. Por demás sería recordar aquí la manera alevosa con que fueron introducidas las tropas francesas en España; cómo la familia real proyectó fugarse a la Andalucía; cómo se lo estorbó la revolución de Aranjuez; con qué artificios logró Napoleón llevársela toda a Bayona, y con qué orgullo insolente nos dictó desde allí leyes a su antojo y nos anunció una nueva dinastía. Mas ¿no sería bien, milord, preguntar a los que con tanta confianza se han metido a ser abogados de los desafueros, si la nación, puesta entre la ambición de un usurpador que se la va a devorar, y un gobierno desatinado y cobarde que buye dejándola atada de pies y manos a merced de su enemigo: no sería bien, repito, preguntar si los españoles entonces tenían o no derecho para pedir cuenta a sus gobernantes del uso que habían hecho de su autoridad, y del empleo de los inmensos medios que habían puesto en sus manos? No sería bien que estos apóstoles de la obediencia pasiva nos dijesen si estaban obligados a cumplir lo que a la sazón nuestros príncipes nos mandaban desde Bayona? Ellos en sus renuncias y en sus proclamas nos imponían como ley que sucumbiéramos al conquistador y nos sujetáramos a su albedrío. Mas nosotros denodadamente resistimos a este mandato pusilánime, y les conservamos a pesar suyo el cetro y el trono que ya tenían abandonado. ¿Qué resultó de aquí? Que a la sombra de su autoridad Bonaparte y sus fautores nos acusaban de rebeldes y nos apellidaban jacobinos, mientras que los inventores del dogma de la legitimidad aplaudían a nuestro levantamiento, y cifraban en nuestra resistencia y sacrificios la seguridad de los tronos, el restablecimiento de los Borbones y la independencia de Europa.

Suponer que los españoles trataron de arrostrar los males terribles y la desolación espantosa de aquella guerra cruel sin más objeto que el de asegurar su independencia y rescatar a su rey; creer que no habían de pensar en sacar alguna ventaja interior por tan prodigiosos esfuerzos, ni en remediar los abusos por donde habían venido a tamañas calamidades, es soñar absurdos tan ajenos de la condición humana como del curso que llevan generalmente los negocios del mundo. Por ignorantes y atrasados que estemos, no somos ciertamente tan estúpidos; y el azote funesto que este desdichado país tenía sobre sí le enseñaba en lecciones de dolor y de sangre su deber para lo futuro. Así es que la idea de reformar nuestras instituciones políticas y civiles no fue ni podía ser efecto del acaloramiento de unas pocas cabezas exaltadas, ni tampoco conspiración criminal de un partido de facciosos. Si el grosero descaro de la hipocresía y de la ignorancia, si el sobrecejo de la política afecta tratar así esta generosa idea desde el año de 14 ahí están cuantos monumentos respetables puede presentar la historia, que desmienten a boca llena tan insolente impostura.

No eran facciosos ni jacobinos los sujetos que compusieron generalmente las juntas provinciales, ni los individuos de la Junta Central, ni los de la primera regencia. De todos estos cuerpos hay documentos auténticos en que está solemnemente expresado el deseo, declarada la voluntad y preparados los medios para el restablecimiento de las Cortes. No lo eran tampoco los consejeros de Castilla, que en su competencia con la Junta Central reclamaban aquella institución como el único medio legal de formar un gobierno en aquellas circunstancias. No lo eran, en fin, tantos escritores políticos que a la sazón manifestaron al público con incontrastables razones la misma opinión y el mismo deseo. Nadie dudó entonces que en este restablecimiento iba esencialmente envuelta la idea de reformar los abusos introducidos en la monarquía. Y para citar alguno bastaría recordar la carta impresa de don Juan de Villamil, en que expresamente decía que debla salirse a recibir al Rey con una Constitución en la mano, por la cual, para mandar mejor, mandase menos; y cierto que dar a don Juan de Villamil el dictado de liberal exaltado sería una especie de antífrasis, de que él mismo se reiría y nosotros mucho más.

Al fin la Junta Central, después de muchos debates y de maduras deliberaciones, dio su célebre decreto de 22 de mayo de 1809, por el cual se comprometió a convocar las Cortes, y señaló los objetos de utilidad pública que llevaba consigo esta gran resolución. Estos objetos abarcaban todos los ramos de la administración pública como sujetos de necesidad a las reformas que se preparaban. De manera que, sentando como bases inamovibles del edificio social la monarquía hereditaria en Fernando VII y su familia, y la religión católica como la religión del Estado, todo lo demás debería recibir las variaciones que se tuviesen por convenientes para bien general de la nación. Hacienda, ejército, marina, tribunales, códigos, instrucción pública, nada quedó por señalar, y a todo debía extenderse el dedo reparador que lo había de conseguir. Es muy denotar aquí que este decreto en su parte reformadora parecía tomado a la letra del voto que dio en la materia el bailío don Antonio Valdés. Vos, milord, que conocisteis a este dignísimo sujeto, vos sabéis cuánta era su capacidad como hombre público, cuál la nobleza y elevación de su carácter, cuál la dignidad, y estoy por decir la altura desdeñosa de sus palabras y de sus modales; y vos mejor que nadie sabréis discernir el valor que debía tener la opinión de un hombre como aquel, y cuán lejos estaba de los motivos, o viles o insensatos, que se suponen en un alborotador populachero.

A este voto debería yo unir el de nuestro insigne amigo el inmortal Jovellanos. Pero en sus escritos, que corren por todo el mundo y que vivirán cuanto vivan la lengua castellana y la virtud, se halla consignada la misma opinión con tales caracteres, que parece superfluo referirlos, y sacarlos de allí sería sin duda alguna debilitarlos

En suma, milord, no había hombre ilustrado y sensato en España que no estuviese por esta restauración; y vos sabéis harto mejor que yo cuánto era deseada también por todos los políticos extraños que se interesaban en nuestras cosas. Hasta la diplomacia, tan intratable después con todos nuestros conatos por la libertad, se les mostraba entonces benigna y favorable, y hubo nota pasada a la Junta Central en que se la amagaba con el disgusto del pueblo inglés si no se apresuraba a mostrar a los españoles, en las franquezas políticas y civiles que debían disfrutar en adelante, el premio a que eran acreedores por su prodigiosa constancia y sus esfuerzos.

Yo hablo aquí de la cosa en general, y no del modo de hacerla: en esto se ha variado mucho después por los mismos que al principio concurrían unánimes en la necesidad de aplicar la mano a tales innovaciones. Mas de estas diferencias y de sus causas hablaremos más adelante: basta a mi propósito sentar con las indicaciones que llevo hechas, que la opinión española y la opinión europea convenían entonces en la idea de nuestra reforma política; que a la sazón no se dudó de la oportunidad, y mucho menos del derecho que los españoles teníamos para afianzar la monarquía sobre bases constitucionales; y por consiguiente, que ese aire de imprudencia y de desconcierto que se aparenta dar al partido liberal español es un insulto gratuito de la iniquidad triunfante, y no el fallo severo e imparcial de la justicia.

Asimos pues denodadamente la ocasión que nos presentaba la fortuna. Las Cortes fueron convocadas, sus diputados se reunieron, y al año y medio de su instalación se publicó y promulgó la Constitución del año de 12. No es de mi propósito ahora el examen filosófico de esta obra legislativa. Lo han hecho ya tantos, y principalmente para abultar y acriminar sus defectos, que sería ocioso entrar en una discusión al parecer agotada, y tal vez interminable. Defectuosa o no, la Constitución española no es para mí en este lugar más que una cuestión de hecho. De mil diferentes combinaciones que las Cortes pudieron adoptar para dar una forma constitucional al Estado, ésta fue al cabo la que resultó de sus debates y públicas deliberaciones. Pudo ser mejor, pudo también ser peor; pero esta es la que se hizo, porque alguna había de hacerse; y emanada del cuerpo legislativo, aceptada y jurada por nosotros sin oposición ni repugnancia, podrá, si se quiere, tener menos perfección, pero no menos fuerza y autoridad. La Europa la recibió no solo sin escándalo y sin ofensa, pero en muchas partes con aprobación y con aplauso. Los españoles no han olvidado todavía que el príncipe que ahora se le muestra más adverso la reconoció expresamente al tratar con el gobierno que había a la sazón en España. En fin, el orden que ella establecía era el que se iba planteando sin oposición alguna en las provincias, al paso que arrojaba de ellas a los franceses, y el mismo que regía tranquilamente el Estado cuando la guerra acabó. ¡Qué de motivos para el respeto, milord; y si no para el respeto, a lo menos para el aprecio, o al fin siquiera para la indulgencia! La indignación pues es igual a la sorpresa cuando se contempla el trastorno extravagante que los intereses humanos han producido de repente en las cosas y en las palabras. Pues ¿bajo qué título, o con cuál sombra de pretexto, se da el nombre de atentado a esta acariciada innovación, a sus autores el de sediciosos y rebeldes, y se trata a la nación que acababa de merecer tanto de la Europa, como chusma de galera amotinada, a quien el cómitre pone al instante en razón con la entena o con el rebenque?

No es decir por eso que desconocimos nunca las dificultades que el sistema constitucional debía tener para hacerse lugar en el ánimo de muchos españoles. La máxima antigua de que ninguna ley es bastante cómoda a todos2 tiene su principal aplicación a los estatutos políticos. Mientras más grandes sean los abusos que se intentan corregir, mientras más tiempo hayan durado, más grande es el disgusto, mayor la contradicción. En España al principio, cuando todos se contaban presa de Napoleón y veían abierta delante de sus pies la horrenda sima a que les había conducido el desenfreno del poder arbitrario, tronaban contra él y clamaban por remedio. Mas este celo se resfrió mucho luego que desvanecido el peligro, se entró en la necesidad de sacrificar a la cosa pública las prerrogativas que cada clase disfrutaba. Ni el clero, que en cualquiera orden liberal de cosas ve disminuirse su influjo y sus riquezas; ni los magistrados, que sentían desvanecerse la intervención que han afectado siempre sobre todos los negocios de gobierno y administración; ni los militares, que miraban como exclusivamente suyo el mando político de las provincias; ni los grandes, que iban a perder los privilegios que aún les duraban de la antigua aristocracia; ni los regulares, en fin, a quienes por necesidad se acortaría la ración y se disminuían sus guaridas; ninguna de estas clases, repito, podía acomodarse gustosa a las nuevas leyes, y no podía racionalmente presumirse que dejasen de asestar todos los medios físicos y morales que les proporcionaban su influjo poderoso en la opinión y sus inmensos recursos.

Pero estos esfuerzos hubieran sido en balde sin la concurrencia de la autoridad suprema. La tendencia de la parte más ilustrada de los españoles hacia la reforma, y la costumbre de obedecer que tiene entro nosotros la masa general del pueblo, hubieran, ayudadas del Gobierno, acabado el descontento y sostenido las leyes. La venida del Rey rompió el equilibrio, y la balanza se inclinó toda a favor de los enemigos de la libertad. No lo imaginaron ellos al principio, y la tristeza que ocupó sus ánimos, cuando de repente supieron la libertad del Monarca, manifestó bien claro que esta grande novedad no estaba en armonía con sus maquinaciones. Juzgaban sin duda imposible que el Rey dejase de jurar la Constitución que la nación le presentaba al tiempo de entregarle el cetro conservado a costa de tanta sangre; y su instinto moral, más fuerte que sus pasiones, repugnaba la idea de semejante violencia. Mas cuando llegaron a entender las prevenciones que Fernando VII y sus privados traían contra el partido constitucional, cobraron el aliento perdido, y en un instante prelados, magnates, militares, magistrados, todos se entendieron entre sí para poner en manos del Rey sin reserva alguna el poder y autoridad del Estado, despojando a la nación de cuantos derechos acababa de adquirir.

No ignoro, milord, que aun entre los políticos más amantes de la libertad española hay una prevención general contra las cortes de Cádiz, a quienes se acusa de imprudencia y de ambición excesiva. Se cree que por haber aspirado a más de lo que podrían realizar no consiguieron aquello que la moderación deseaba, y que la libertad subsistiría sin la declaración de la soberanía nacional, sin la unidad de la representación, y sin el ostentoso aparato de una constitución hecha de nuevo. Los políticos españoles, se dice, han cometido el mismo error que los franceses; lo han querido todo a la vez. Era preciso afianzar de nuevo el sistema representativo, interesando para ello a las clases privilegiadas, ya tiempo había enconadas y ofendidas del despotismo ministerial, y dejar a la acción paulatina del sistema mismo ya asegurado el remedio de los otros males y las reformas administrativas. Sobresaltadas las clases con las pocas contemplaciones que se les guardaban, y enconados los ánimos con tantas novedades, la reacción tomó fuerzas de aquí para arrollarlo todo a la venida del Rey, y no dejar rastro alguno de lo que se había hecho en beneficio del pueblo. Yo no trataré de justificar cuanto las Cortes hicieron; sin duda alguna cometieron errores muy trascendentales, y sería por cierto bien difícil que no incurriesen en ellos hombres nuevos por la mayor parte en los negocios públicos, sin ninguna especie de educación para el gran papel que tuvieron que representar en el teatro del mundo, y colocados en una situación tan ardua y extraordinaria. Pero hablaremos, milord, con franqueza y buena fe. ¿Han sido sus yerros y sus excesos los que causaron realmente la ruina de la libertad en aquella época? Yo me atrevo a decir absolutamente que no. La causa verdadera de esta desgracia fue que el partido que no quería ni cortes ni derechos públicos ni reforma ninguna fue a la sazón más poderoso. Los mismos que en el año 14 estuvieron al frente de la reacción liberticida eran los que en el año de 9 se oponían al restablecimiento de las Cortes cuando la Junta Central empezó a pensar en ellas; y entonces aún no sabían cuáles serían las formas de su reunión y qué principios políticos las dirigirían. Demos en buen hora que no se hubiese tratado de constitución al de soberanía, y que no se tocase a la Inquisición ni al consejo de Castilla, etc. Pero a lo menos la seguridad personal, la libertad de imprenta, la celebración periódica de cortes, la responsabilidad de los ministros, el sistema de hacienda, eran puntos de que no podía prescindirse y debían fundamentalmente arreglarse. ¿Se presume acaso que los enemigos de la libertad no hubieran atacado estas innovaciones como usurpadas a los derechos y prerrogativas del Monarca, y que nosotros dejásemos igualmente de ser tratados de rebeldes y de sediciosos?

Error más grande es el de aquellos que acusan a los españoles de no haber restablecido sus antiguas instituciones políticas, las cuales, acreditadas por la experiencia de otro tiempo y por la veneración que les tributan la tradición y la historia, no estuvieran expuestas al peligro y disfavor de la novedad, y fueran respetadas de propios y de extraños. He dicho, milord, error más grande, y debiera haber añadido que el más ridículo también. Porque se ha repetido este cargo con tanta frecuencia y con un aire de satisfacción y de sabiduría tan impertinente, que se ve bien claro que estos pretendidos estadistas no han saludado siquiera ni nuestra historia ni nuestras antigüedades. ¿Quién ignora sino ellos que en otro tiempo había en España tantas constituciones diversas cuantos eran los estados independientes en que entonces se dividía la Península? Yo supongo que los que nos dan el consejo de acudir a ellas para recomponer ahora el Estado, no nos negarían el derecho de elegir las que nos pareciesen más a propósito para el objeto que nos proponíamos de restablecer y asegurar nuestra libertad política y civil. Demos pues que hubiésemos resucitado el privilegio de la unión, el magistrado del justicia, las hermandades de Castilla, ¿es de suponer por un momento siquiera que la legitimidad monárquica mirase estos murallones opuestos a su prerrogativa con menos ceño, que los artículos de la constitución de Cádiz? ¡Oh, cómo entonces los mismos que armados ahora del polvo y las telarañas de la antigüedad hacen la guerra a nuestras teorías, revistiéndose de todo el sobrecejo filosófico y llamándonos a boca llena pedantes, invocarían las teorías contra nosotros! Ellos nos acusarían de ignorar de todo punto los grandes adelantamientos de la ciencia social, de desconocer la diversidad de tiempos y de circunstancias, y de tener la extravagante necedad de querer ajustar a la España del siglo XIX los andrajos antiguos, ya podridos y olvidados. Y esta rechifla serviría solo para el debate de pluma y de palabras; porque en el conflicto político y de espada los príncipes, dejando a un lado estas vanas argucias de historia y antiguallas, y considerando como un ultraje a su majestad la renovación de aquellas libertades, proscriptas ya y condenadas por sus antecesores, sin pararse en razones ni en disputas, las arrollarían del mismo modo que han arrollado la Constitución.

Pero si a lo menos las Cortes se hubieran congregado por estamentos, los males y las recriminaciones que después se han seguido se impidieran del todo, o quizá no fueran tan grandes. No, milord, los males hubieran sido mayores y las consecuencias las mismas. Los estamentos o cámaras hubieran estado en una perpetua contradicción entre sí; la acción del Gobierno para todo cuanto era relativo a la defensa pública se hubiera entorpecido o neutralizado, y al fin de esta lucha el partido aristocrático abusando indignamente de la parte que tenía en la representación vendiera la libertad y el partido popular, al modo que los setenta diputados disidentes lo hicieron con las cortes del año 14. ¿Por qué? Porque la cámara alta o los estamentos privilegiados, compuestos como necesariamente habrían sido de gente opuesta a toda sombra de constitución, no anhelarían a otra cosa que a destruir la institución representativa de que participaban. La prueba perentoria está en lo que sucedió en Valencia. Allí las clases privilegiadas tuvieron el campo abierto para reponerse en el influjo político de que se quejaban desposeídas, y restablecer el equilibrio. El Rey, entregado enteramente a su arbitrio y sus consejos, no les podía oponer ni resistencia ni desagrado. En su mano estuvo remediar los defectos de la reforma política sin sofocar de todo punto las libertades públicas y las suyas, y no lo hicieron: prueba clara de que no lo querían. Es preciso desengañarse: en España en aquel tiempo no había más que dos partidos: uno, de los que querían un gobierno monárquico, pero templado y refrenado por medio de las leyes fundamentales; otro, de los que bien hallados en los vicios del poder arbitrario, repugnaba cualquiera innovación que le moderase y contuviese. Entre estas dos opiniones tan opuestas no había medio ninguno, y cualquiera institución que tirase a conciliarlas hubiera sufrido la misma contradicción y tenido la misma catástrofe.

«El Rey, dice David Hume hablando de vuestro Carlos II, se vio obligado a obrar como cabeza de partido: situación muy desagradable para un príncipe y manantial perenne de mucha injusticia y opresión»3. Si esta máxima, milord, no cuadra enteramente en su primera parte con lo que ha pasado entre nosotros, es preciso confesar que en la segunda tiene una aplicación tan exacta como espantosa. Fernando VII, que en aquella época valía para los españoles todo lo que les había costado, se puso, no obligado, sino gustoso, al frente del partido intolerante por esencia, y por lo mismo intratable. Desde aquel punto toda la fuerza de la opinión constitucional vino al suelo. En vano las Cortes quisieron entenderse con el Rey y saber sus disposiciones acerca del modo con que podían concertarse los derechos de su prerrogativa con los intereses de la libertad pública. Todo fue inútil: sus representaciones se desestimaron, sus comisionados no fueron admitidos, y las órdenes fulminadas en Valencia aboliendo la Constitución, disolviendo las Cortes y proscribiendo al Gobierno, anunciaron a la nación española el yugo de oprobio y servidumbre a que iba a ser amarrada.

Mejor sería tal vez que yo prescindiese aquí de aquel fatal acontecimiento. La parte que me cupo de los infortunios de entonces quitará tal vez crédito a mis palabras, que por templadas que sean, parecerán siempre hijas del resentimiento, y no de la justicia. Mas yo dudo, milord, que historiador ninguno en adelante, si pesa bien todas las circunstancias que mediaron en aquella ocasión deplorable, pueda referirla sin indignación. Suena la hora, dase la señal, y el tropel de esbirros y soldados inunda las calles y empieza a golpear las casas. «Ábrase a la justicia»; «preso por el Rey»; eran los ecos tristes que en medio del silencio y de las tinieblas pasmaban a las familias despavoridas, que por primera vez los escuchaban. Bien pronto las manos no bastaron a prender ni los calabozos a guardar. Regentes, diputados, ministros, empleados subalternos, escritores políticos, todo lo llevaba la avenida, sin que a los unos los defendiese su dignidad, la fe pública a los otros, a todos su inocencia y sus servicios. Esta recompensa reciben, este descanso encuentran después de seis años de sacrificios, de fatigas y de combates. Ellos han sido los más ardientes defensores de la independencia europea contra los atentados de Napoleón; ellos los que han mantenido entero y vivo el ardor de la resistencia nacional; ellos, en fin, los que entregan a su rey un trono exento de peligros y afianzado en la gratitud y alianza de todas las naciones. Unos mismos hombres eran los que los acusaban, los que los prendían, los que los juzgaban; y estos hombres habían sido, o tibios defensores del trono, o compañeros suyos en aquellas mismas opiniones que servían de pretexto a la persecución. Admirable y espantoso concurso de circunstancias atroces, que acumuladas en una novela repugnarían como inverosímiles y absurdas, y consignadas en la historia, la posteridad, horrorizada, se hará violencia en creerlas. Contribuyeron también a este escandaloso acontecimiento sugestiones de extranjeros; y para dorar su indigna connivencia entraron también a la parte del agravio y de la impostura, y nos calumniaban a porfía. Quién nos llamaba ilusos, quién temerarios, quién sandios; las fórmulas del desprecio y de la compasión insultante e injuriosa se apuraron con nosotros, y hasta en el seno de una nación libre y en pleno parlamento se oyó a uno de vuestros ministros tratarnos de jacobinos de la peor descripción. ¿A quiénes, milord? A los que procesados por sus enemigos mismos, no se les pudo encontrar ni una sombra de delito; a los que habían hecho su reforma política sin que a nadie costase una gota de sangre, una lágrima siquiera.

A este golpe tan decisivo de autoridad, o de iniquidad más bien, todo quedó en silencio, y el gobierno del Rey no debió encontrar obstáculos ningunos en su marcha imperiosa y absoluta. Una fuerza moral inmensa, los medios físicos creados por la revolución misma, el consentimiento de los gabinetes, todo lo tenía en su mano, y todo le favorecía para procurar y conseguir la prosperidad del Estado, si tales eran su objeto y sus deseos. El pueblo en su primer entusiasmo quería más bien recibirla de su mano que de las Cortes, y si hubiera experimentado algunas ventajas de la nueva administración, y visto la prontitud con que se hace el bien por los déspotas cuando de hecho saben y quieren hacerlo, olvidara para siempre la caída del sistema constitucional y las víctimas sepultadas entre sus ruinas.

Mas hasta ahora, milord, no se ha visto ejemplo alguno en el mundo de que quiera mandar bien el que aspira a mandarlo todo. Los que se habían apoderado de la autoridad tenían otra cosa a que atender, y para mantenerse en ella creyeron necesario sembrar las sospechas, la desconfianza, fomentar las delaciones, sostener la persecución política y religiosa, y valerse de todos los medios que sirven bien al poder violento y usurpado, pero que desdicen y degradan al legítimo y seguro. Curar las heridas y desastres de una guerra tan desoladora, formar un sistema económico y sencillo de Hacienda, arreglar el ejército, reanimar la marina, fomentar la industria y el comercio interior, propagar los conocimientos útiles, eran negocios en que no se pensaba, o se pensaba de paso y sin consecuencia alguna. Yo no os fatigaré aquí con largos pormenores de administración; la serie de sus providencias no sería más que una serie fastidiosa de errores sin concierto y sin medida, condenados tiempo había por la razón y por la experiencia. Pero en hombres que sientan por principio que los años que pasan por una nación no son nada, que las cosas deben retroceder al punto en que ellos desean, ningún desbarro hay que extrañar. Ni el restablecimiento de los jesuitas, ni el de los colegios mayores, ni el de las rentas provinciales, ni el de la Inquisición, ni en fin la resolución absurda de que todo volviese al año de 8, podían servir de modo alguno para darnos crédito, consideración y riquezas. ¡Estábamos por cierto en buen estado en el año de 8 para proponerlo por modelo! Sólo mentecatos pudieran hablar así. Nuestras transacciones con las colonias, después de sacrificios inmensos, no terminaron en otra cosa que en ensanchar más y más el vacío que nos separaba de ellas; nuestras negociaciones con los estados de Europa llevaban el carácter de la pusilanimidad y de imbecilidad, con el cual ganábamos en desprecio y perdíamos en interés. En el interior nos resentíamos de la falta de orden, de tranquilidad y confianza; en plena paz nos veíamos consumir y perecer. Los ministros sucedían a los ministros, las consultas a las consultas; y el Estado, cada vez más miserable, no veía en los actos administrativos de la autoridad más que incertidumbre, inconsecuencia y confusión. Si por casualidad en aquel torbellino aparecía algún sujeto de capacidad y rectitud, como Ibarra, como Garay, al instante se le oponía un adversario que sirviese a entorpecer su actividad y a mortificarle, y después ignominiosamente se le despedía. Nemo in illa aula probitate aut industria certavit: unum ad potentiam iter4. El que mejor sabía pesquisar y perseguir, ése era el que más favor tenía, el que por más tiempo duraba. De este modo, inhábil a gobernar y sólo atenta a oprimir, la autoridad recogía a manos llenas el odio y desprecio que su conducta merecía, y hecho el trastorno en la opinión, no podía menos de seguirse un trastorno en el poder.

Lo peor es que no se veía remedio en lo futuro. El Rey a la verdad había dado aquel célebre decreto ofreciendo a los españoles restituirles sus cortes según la forma que habían tenido en lo antiguo, y afianzar en las leyes que acordase con ellas la seguridad personal, la administración de justicia, la libertad de imprenta y un arreglo económico en la imposición y recaudación de las contribuciones. Pero esta oferta hecha como tantas otras en un tiempo de crisis para fascinar a simples y facilitar la entera destrucción de cuanto habían hecho las cortes de Cádiz, no podía tener efecto ninguno. Jamás en los seis años se trató seriamente de cumplirla, jamás en acto ninguno de la autoridad se dio la menor señal, se hizo la referencia más mínima a este acto político. El Monarca, su corte, sus ministros, la mayor parte de los tribunales, le repugnaron; ninguna acción, ningún derecho, ninguna voz, ningún medio legal se había dejado a la nación para reclamarle.

En tal caso una mediación eficaz de parte de los extranjeros hubiera podido, según el dictamen de algunos, evitar los malos que después sobrevinieron. Pero aunque se prescinda de los inconvenientes funestos que siempre llevan consigo semejantes mediaciones, no era de esperar que los que, atendiendo fríamente a los cálculos de su egoísmo, habían dejado destruir enteramente la libertad española y consentido aquel escandaloso atentado contra la moral pública en el año de 14, quisiesen francamente restablecerla en el de 19, cuando ya los intereses y las miras de los gabinetes preponderantes de la Europa se hallaban en una contradicción más descubierta con la franquía de los pueblos. Dícese, sin embargo, que en diferentes épocas de aquel período mediaron algunas gestiones para que el Rey convocase las Cortes, o mitigase a lo menos la marcha violenta y opresiva de su gobierno. Yo lo ignoro, y nada importa saberlo. Estas notas, si las hubo, eran tan insignificantes para los que las pasaban como para los que las recibían. En verdad que cuando los extranjeros han querido intervenir de hecho en nuestras cosas, y remediar, como ellos dicen, los males de España, otro tono han tenido los consejos que nos han dado, y los efectos que se les han seguido han mostrado otra solemnidad.

No quedaba pues a la nación española más apelación que a sí misma: partido sobremanera violento y peligroso, pero ya necesario y sin duda alguna justo. Yo bien sé, milord, que no convendrán en esto los nuevos políticos, o más bien misioneros, que con argucias pagadas o con ilusiones pueriles tratan de convertir la ciencia de las sociedades en una teología incomprensible. Ellos por ventura nos dirían que tuviésemos paciencia; que la resignación es la virtud del que padece; que los infortunios de los pueblos no se remedian por un camino tan áspero, y que en todo caso debíamos ponernos con entera confianza en las manos de la Providencia, que siempre dispone las cosas para lo mejor. Mas si esto a la sazón no era una amarga rechifla, era por lo menos una maravillosa necedad. La voz de la equidad natural habla más alto que estos solistas impíos; ella enseña a los pueblos que en los negocios de su propia conservación la naturaleza les ha dado los mismos derechos que a los individuos. Ella les dice que nadie está obligado a hacer el sacrificio de su bienestar ni de su existencia en las aras del capricho y de la perversidad ajena. Negar estas verdades es negarse a la evidencia de la razón; negar que la España se hallaba en este caso es negarse a la evidencia de los hechos.

No eran pasados veinte meses desde la venida del Rey, cuando ya el entusiasmo por su persona había hecho lugar al desabrimiento y a la inquietud. Era por cierto bien amargo considerar que nada se había adelantado ni con defenderse a tanta costa de Napoleón ni con entregarse tan del todo a la voluntad del Monarca; y los españoles no podían dejar de echar menos aquel orden de cosas que habían permitido destruir, y volvían a él los ojos con vergüenza y con dolor. Brotó la primera señal del descontento en la conspiración de Porlier; y si bien aquel mal concertado movimiento se contuvo en el instante mismo en que nació, no por eso dejó de notarse en los ánimos una general disposición a la novedad. El suplicio afrentoso en que pereció su autor, en vez de servir de escarmiento a los demás, parecía un nuevo incentivo que los estimulaba a tomar sobre sí aquella demanda con mayor ánimo y mejores esperanzas. Sucediéronle Richard en Madrid, Vidal en Valencia, Lacy en Cataluña, los oficiales del ejército destinado a Ultramar en el Puerto de Santa María. Todas estas tentativas fueron descubiertas y reprimidas antes de estallar, y la mayor parte de sus jefes castigados capitalmente también. No se sabe qué maravillar más aquí, si la rapidez con que se sucedían estos esfuerzos infructuosos, a pesar de los ejemplos de vigor dados para aterrar y escarmentar; o la ceguedad del gobierno, que no abría los ojos después de tantos avisos. Por la naturaleza y circunstancias de los sucesos que se estaban tocando, se veía que ya no podía contar con el ejército, porque los militares, como avergonzados y pesarosos de haber atado su país a una coyunda tan ignominiosa y funesta, querían al parecer lavarse de esta mancha, y conciliarse su amor restituyéndole a la libertad.

Una de estas conspiraciones presentaba un carácter harto singular para no llamar altamente la atención. En todos tiempos habían sido sagradas para los españoles las personas de sus príncipes. Esas asechanzas ocultas, esas negras traiciones que enlutan los palacios y desgracian la condición real, frecuentes en la historia de otras naciones, no eran largo tiempo había conocidas en la nuestra. Aún en la época de las mayores revueltas y en medio del furor de las guerras civiles, los reyes de Castilla vivían entre sus vasallos seguros de violencias y alevosías. Jamás Juan el Segundo, jamás Enrique IV, tuvieron que atender ni guarecerse de este peligro, sin embargo de estar sirviendo de juguete a partidos y a guerras enconadas, y de que el uno por su inconsecuencia y el otro por su imbecilidad pudieron dar ocasión a semejante atentado. No le dieron tampoco las frecuentes y sangrientas venganzas del implacable Pedro, aunque levantaron aquel torbellino funesto en que vino a perder el cetro con la vida. Él pereció, pero fue en guerra abierta con su hermano, que también se llamaba rey, y luchando cuerpo a cuerpo con él. Esta catástrofe es el único ejemplar de muerte violenta en nuestros príncipes por la larga sucesión de siete siglos, y ni aun por pensamiento se ha repetido entre nosotros semejante atrocidad, hasta el momento en que Richard la concibió contra el monarca reinante. ¿Porqué fatalidad, pues, este proyecto horrible viene a idearse respecto de un príncipe el más querido, el más deseado, el que ha costado a la nación los sacrificios más insignes y más grandes? Fenómeno es éste a la verdad bien digno de presentarse a la observación de los filósofos, los cuales acaso nos dirían que los sucesos humanos se enlazan unos con otros con una cadena tan indestructible como inevitable, y que si el atentado de Richard no tenía ejemplo en la historia de Castilla, el proceder que Fernando VII aconsejado por sus cortesanos había tenido con su nación, en el año de 14, no le tenía tampoco en los anales del mundo.

Tal era, milord, la disposición de los ánimos en España al entrar en el año de 20. Yo en esta larga carta he procurado señalar las causas de esta disposición y manifestar que la revolución que iba a venir no era hija de los hombres, sino de la fuerza irresistible de las cosas. Todavía, si forzosamente se quieren ver hombres en este negocio para que haya persona a quien echar la culpa, no los busquemos, milord, ni entre los diputados que hicieron la Constitución del año 12, ni entre los militares que la volvieron a proclamar en el año de 20. Los primeros, elegidos por la suerte y convocados por el Gobierno para ocupar las sillas de las Cortes, dijeron y acordaron, bajo la garantía de la fe pública, cuanto según su leal saber y entender convenía al bien del Estado. Los segundos, estimulados y como impelidos de la oleada de la opinión, fueron instrumentos casuales de un poder irresistible, como otros a falta de ellos lo fueran sin duda también. No, milord; no son estos los autores de la grande novedad que ha llamado tan tarde la atención de los monarcas de la Europa. Lo son sí, a no dudarlo, Carlos IV con su indolencia y su abandono, María Luisa con sus caprichos y con sus escándalos, el príncipe de la Paz con su insolencia, con su avaricia y con su nulidad; Napoleón con su invasión extravagante, Fernando VII haciéndose instrumento ciego de un partido fanático, incapaz de gobernar la nación según la época y las circunstancias; todos ellos, en fin, contribuyendo a porfía a romper el resorte antiguo de la autoridad y del poder, sin que hasta ahora haya podido sustituírsele otro alguno.




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12 de diciembre de 1823


Llegadas las cosas al término en que estaban, no era difícil prever cuál sería el éxito de la primera tentativa en que la fortuna no fuese tan adversa al principio como lo había sido a las anteriores. Riego, Quiroga y los demás jefes del último levantamiento no pudieron a la verdad arrastrar consigo más que un pequeño número de soldados, y por todas partes los cercaban fuerzas superiores que no habían querido declararse abiertamente por ellos. Mas en el hecho sólo de apoderarse de la isla de León y ponerse a cubierto de los primeros ataques con las ventajas que presentaba aquel punto, tenían vencida la dificultad principal, y la victoria era suya. Las armas usuales del Gobierno, las pesquisas, procesos, cárceles, patíbulos no eran allí de uso alguno; era preciso pelear y vencer, y derribar aquel estandarte que tremolaba en los baluartes de la Isla y estaba incitando con su ejemplo a igual arrojo en las otras provincias: arduo empeño por cierto, y acaso ya imposible, a una autoridad tan aborrecida y desacreditada.

Y observad bien, milord, el influjo y poder de aquellos primeros momentos ganados por los constitucionales. Todas sus demás tentativas fueron desgraciadas; a pesar de cuantos esfuerzos hicieron no pudieron apoderarse de Cádiz, que los jefes del partido real mantuvieron en la obediencia hasta el desenlace de la crisis; y eso que el espíritu general de los habitantes estaba enteramente decidido a favor de la nueva empresa. Riego salió con una columna volante a reconocer los pueblos de la costa y tentar con ellos algún movimiento favorable a sus proyectos. Mas las pueblos se mantuvieron tranquilos, porque la fuerza que aquel general mandaba era muy corta para protegerlos. Seguida, como fue al instante, por otra del ejército real destacada al intento, no pudo fijarse ni establecerse en punto alguno, y se deshizo en su marcha. Pero estos incidentes, aunque adversos, producían una cosa de inestimable valor, que era tiempo. Con él la opinión ganaba campo y los ánimos se abrían a la esperanza. La misma variedad con que se refería n los sucesos a lo lejos, dando pábulo a los debates en la conversación, servía a aumentar el recelo y la duda en los prudentes, el aliento y la confianza en los arrojados. El crédito de la autoridad sólo podía salvarse con un golpe decisivo y favorable. Pero ya nadie o muy pocos querían de buena fe comprometerse por ella. Servíanla con tibieza, y contentos con salvar las apariencias, estaban a ver venir. Indecisa pues y cobarde en sus medidas, incapaz de consejo alguno noble y generoso, la corte perdió la ocasión de dar la ley a las circunstancias, y dejó llegar el momento en que, estallando por todas partes a la vez el descontento y la resolución de la mudanza, tuvo que recibirla vergonzosamente de los mismos a quienes había proscripto y perseguido.

Vos sabéis, milord, el método que tenemos en España para hacer las revoluciones. Luego que el punto central del gobierno falta en su ejercicio o deja de existir, cada provincia toma el partido de formarse una junta que reasume el mando político, civil y militar de su distrito, y toma las providencias necesarias para su gobierno y su defensa. Compuesta, como ordinariamente sucede, de las personas más notables del país, o por saber, o por virtud, o por ascendiente, es escuchada y mirada con respeto, y el mismo espíritu que sirvió a crearla sirve también a hacerla obedecer. Entra después la comunicación entre unas y otras para concertar las medidas de interés general; hecho esto, el Estado, que al parecer estaba disuelto, anda y obra sin tropiezo y sin desorden. Esto no es más, según algunos, que organizar la anarquía. Mas llámese como se quiera, lo cierto es que con esta especie de federación la opinión general se explica de un modo harto solemne, y la necesidad del momento queda satisfecha. Porque no es posible imaginarse que una cosa realizada a la vez en tantos y tan distantes parajes, y por personas de clases y costumbres tan diversas, deje de estar en armonía con lo que generalmente todos piensan y desean. Peligros y dificultades hállanse a la verdad muy graves por este camino, y quedan para después resabios muy perjudiciales. Pero ¿cuál es, milord, el movimiento o reacción política que no tiene los suyos? Y si bien se mira, ¿cuál ofrece menos inconvenientes que el nuestro? A mucha costa le aprendimos los españoles cuando Napoleón nos invadió y el buen éxito que le coroné entonces hará probablemente que no se nos olvide en mucho tiempo.

Esta fue pues la senda que seguimos el año de 20. Luego que con la dilación que produjeron los acontecimientos de Andalucía los ánimos tuvieron lugar de prepararse y resolverse, el estandarte constitucional se levantó también en la Coruña y se formó una junta suprema de Gobierno que atendiese al estado presente de las cosas y a la administración de la provincia. A esta segunda señal se respondió en otras partes con igual aclamación, y Barcelona, Zaragoza y Pamplona se arrojaron como a porfía a manifestar en el mismo sentido su resolución y sus deseos. La corte, estremecida, vio ya acercarse el mismo movimiento a la capital, y considerando bien su situación, se halló sin medios para contenerlo. Los pensamientos, antes encerrados en el claustro de los pechos o en el secreto de las casas, se iban manifestando por plazas y por calles en quejas y clamores. La clase media del vecindario estaba ya inclinada a la novedad, el populacho no se curaba de los sucesos que amenazaban, la tropa en gran parte inclinada también a la mudanza, y el resto tibio o nulo, sea para el ataque, sea para la defensa. Decidióse pues el Gobierno a contemporizar algún tanto con el deseo público, y expidió un decreto en que se prometía juntar las Cortes por estamentos a la usanza antigua, encargándose al consejo de Castilla que consultase sobre el modo y forma de celebrarlas. Pero esta medida, que acompañada de una amnistía franca y generosa, pudiera dos meses antes haber salvado el decoro de la corte, y acaso reconciliarla con la opinión, ya no era suficiente. El ímpetu de la oleada revolucionaria no podía contenerse con promesas, y la Constitución del año 12, proclamada ya y jurada en tantos puntos del imperio, ofrecía, en el concepto común, una garantía mejor a las libertades públicas, que no un orden desusado por tres siglos y creído ya inaplicable a la situación y circunstancias presentes del Estado. Si a esto se añade la poca confianza que debía dar al público la promesa de una autoridad acostumbrada a no cumplir ninguna, se verá clara la causa del mal efecto que produjo aquel medio término, adoptado tan a disgusto y tan tarde. Ya no era tiempo: o ceder del todo, o resistir; esto último era imposible, aquello repugnante y vergonzoso. Mas la exasperación de los ánimos, que se aumentaba; las voces, que crecían; el pueblo, derramado por las calles, clamando porque se pusiese ya un término a crisis tan violenta, y las noticias de fuera, cada vez más temerosas y siniestras, acabaron de allanar las dificultades, que ya sólo consistían en la voluntad del Rey. Éste juró al fin la Constitución; a su ejemplo la juraron las autoridades, las tropas de la capital; la juraron las provincias y los pueblos unánimemente, y la reacción consumada de este modo, la libertad se vio universalmente restablecida en todos los ámbitos de la monarquía.

Yo omito de propósito toda la muchedumbre de particularidades por donde se llegó a este gran resultado. Para ponerse los hombres de acuerdo en negocios tan difíciles y peligrosos deben sin duda mediar avisos, tenerse conferencias, emplear unas veces las ocasiones que ofrece la fortuna, o hacerlas nacer en otras, si son necesarias a la consecución del objeto. La manifestación prolija de estos incidentes es más propia de la historia que de esta correspondencia. Sin duda la malignidad los acusa como maniobras ilícitas y criminales a fin de conservarse el derecho de atacar el solemne acto político a que precedieron. Mas para vos, milord, y para mí esto no es más que una impertinencia, bien digna por cierto de gentes que no conocen los hombres ni por su propia experiencia ni por la que manifiesta la historia. Todos los negocios humanos se realizan de este modo, y a ser cierto ese principio, ninguno de los actos por donde los gobiernos y los pueblos han venido al estado en que se hallan tendría valor ni legitimidad alguna. ¿Por ventura para vuestra revolución en 1688 no mediaron las mismas medidas y pasos preliminares? ¿No hubo dos conspiraciones anteriores, que se desgraciaron? No hubo reunión de proscriptos y fugitivos en Holanda; conferencias, pactos y convenios con el Statouder; avisos de una parte y otra para entenderse y concertarse? No hubo, en fin, una fuerza militar considerable, que pasó de un país a otro y se hizo centro y apoyo de los malcontentos, adonde volaron a reunirse los pueblos, los magnates y los soldados ingleses; con lo cual se dio el golpe de gracia a la tiranía de los Stuardos. ¿No sería absurdo, o más bien ridículo, que Luis XIV arguyese de nulas aquellas grandes y majestuosas transacciones de la nación inglesa, porque para llegar a celebrarlas los jefes y cabezas de la revolución se habían concertado y entendido por medios ocultos y callados? Sus armas, por fortuna vuestra, no valieron más que este argumento pueril; y si bien entre nosotros las cosas han sucedido el revés y la suerte nos ha sido contraria, estas y otras razones de nuestros enemigos no son menos impertinentes por su victoria, aun cuando por ella se hayan hecho infinitamente más odiosas. No anticipemos, sin embargo, sobre los hechos y pasemos adelante.

Al juramento constitucional del Rey se siguió la formación de la Junta Provisional. Esta institución fue pedida por el pueblo y acordada por el Príncipe para que le consultase las providencias y medidas que fuesen convenientes a la conservación de la libertad y la Constitución, y a realizar la convocación y reunión de las Cortes. Sin ninguna autoridad para mandar, esta junta tenía toda la amplitud posible para proponer, para consultar, y puede decirse que para impedir. Armada de toda la opinión popular y esforzada con el apoyo de las otras juntas gubernativas, que al instante se pusieron en comunicación con ella, su fuerza era inmensa y la esfera de su acción no tenía límite alguno. De los individuos que la componían no diré yo que todos fuesen igualmente amantes de la libertad ni tampoco igualmente capaces. Talentos había en unos, experiencia de negocios en otros, virtudes cívicas en los más. Es verdad que eran demasiados en número y estaban también a mucha distancia unos de otros por su edad, su profesión, su índole y sus principios, para poder convenirse en las extraordinarias medidas que las circunstancias pedían; pero llenaron, no hay duda, con franqueza y honradez la principal de su instituto, que era conservar ileso el depósito de la libertad pública, confiado a sus manos para entregarlo después en las de las Cortes.

Podría, sin embargo, preguntarse aún: ¿era conveniente, era decorosa la creación de semejante poder político en aquellas circunstancias? Ya a primera vista se manifestaba bien clara la poca confianza que había en las promesas del Rey y lo sospechosa que era su aparente conformidad con la Constitución. Porque ¿qué otra cosa era esta junta que una especie de tutela para dirigir los pasos del Monarca y de su gobierno mientras las Cortes se reunían? Jurada ya la Constitución por él, debía darse fe entera a esta palabra solemne, y no presentar a la Europa ni a la España el espectáculo de una desconfianza indecorosa al Monarca ciertamente, y nada propia para dar crédito al triunfo conseguido. Si los que habían conducido el movimiento popular de Madrid hacían tal aprecio de los sujetos que habían de componer la Junta, tanto valía proponerlos para ministros. Los que a la sazón había no era posible que continuasen, y el Rey aceptara de mejor gana para despachar a su lado a los vocales de la Junta que a los ministros que ésta después le propuso, y él con poco gusto suyo tuvo que nombrar: con los primeros a lo menos no tenía motivos de aversión ningunos.

Éste fue a mi ver otro de los errores que se cometieron entonces. El primer ministerio llevó siempre consigo el defecto capital de estar compuesto en gran parte de hombres en quienes el Rey no podía tener confianza ninguna. Tan altamente agraviados y tan injustamente perseguidos, el cargo que se les daba, si bien correspondiente a sus talentos, a sus virtudes, y sobre todo a la opinión que generalmente disfrutaban, no era de modo alguno conveniente a la situación lastimosa de que a la sazón salían. Ya en primer lugar la larga distancia a que unos y otros se hallaban produjo en su reunión una dilación perjudicial a la uniformidad y presteza que debían llevar los pasos del Gobierno en aquellas circunstancias. Añádese que saliendo la mayor parte de ellos del retiro oscuro donde la tiranía los tenía sepultados seis años seguidos, carecían del conocimiento práctico de los hombres y de los negocios, tan preciso en aquellos momentos; y al tener que tratar con los unos y que dirigir los otros era inevitable que al principio anduviesen como a tientas y cometiesen errores que solo podían enmendarse a fuerza de tiempo y tentativas. Pero estos inconvenientes no eran los mayores: el más grande, el principal, consistía en la poca buena fe, en el ningún concierto que necesariamente había de haber entre el Príncipe y los depositarios de su confianza. Cuán escasa era la que Fernando VII daba a los ministros francamente liberales la experiencia lo manifestó en adelante. Pero aun cuando la disposición de su ánimo fuese más benévola y sincera en aquellos primeros días, era moralmente imposible que procediese de buena fe con hombres a quienes debía suponer tan resentidos. Así es que desconfiados ellos del Rey, y el Rey mucho más de ellos, el curso de los negocios debía padecer infinito de una posición tan falsa, y el bien que sin duda hicieron, otros lo hubieran hecho tan bien y acaso con más ventajas, y sin los desabrimientos y zozobras que ellos estuvieron padeciendo a todas horas en aquella época cruel.

Si la formación del ministerio no fue por estas consideraciones muy acertada, tampoco está exenta de reparo la otra resolución sobre el carácter con que debían convocarse las Cortes. ¿Serían las mismas que fueron disueltas por el Rey en el año de 14, o bien otras ordinarias como aquéllas, o en fin extraordinarias con poderes más amplios, y en algún modo constituyentes? Cualquiera de estos partidos que se tomase ofrecía reparos de alta gravedad, y la Junta prefirió el segundo, por ser en su consideración el que los presentaba menores. Díjose entonces, y después se ha repetido, que el Congreso nacional, encerrado en los estrechos límites que señala la Constitución a las cortes ordinarias, no podía abarcar los objetos que tenían que tocarse después del trastorno del año 14 y los seis de despotismo que le siguieron. Que las atribuciones de las cortes ordinarias, suficientes en un orden regular y continuo de las cosas públicas, no lo eran ya en aquel caso, en que habían de ofrecerse negocios de la más grave consideración, a que no alcanzaban sus facultades. Que si el Congreso se excedía en estos casos imprevistos y extraordinarios, sería acusado de arbitrariedad y de usurpación; y si, por atenerse a la regla, no acudía a la necesidad pública, el Estado se vería expuesto a peligrar o perecer. Los sucesos últimos, milord, han venido a dar una fuerza al parecer incontrastable a estas razones. Hay gentes que suponen que unas cortes extraordinarias convocadas al tiempo en que los gabinetes de Europa nos intimaron que reformásemos nuestra constitución, hubieran podido, sacrificando algunos artículos de ella, salvar las libertades públicas de los españoles y la independencia nacional: cosa que unas cortes ordinarias no podían absolutamente hacer. De esto hablaremos más adelante cuando le llegue su vez, sin dejar de observar ahora que los que así piensan dan a los pretextos de que los gobiernos se valen en sus operaciones públicas harto mayor crédito y fe que la que realmente merecen.

Para vos, milord, y para todos aquellos que juzgan de las cosas no por el resultado final que tienen, sino por los motivos en que se apoyan al tiempo en que se hacen, tendrán a mi ver más preponderancia las razones en que se fundó la Junta para que la convocatoria se hiciese en la forma que salió. Pongámonos en la situación y circunstancias de entonces. El principio del levantamiento se había hecho a nombre y con la voz de la Constitución; ella sola, sin límite ni restricción ninguna, era la que habían jurado las provincias, los pueblos, las, autoridades, el Rey. Unas cortes extraordinarias convocadas con el objeto ya indicado llevaban consigo la. posibilidad, y también la probabilidad, de reforma o alteración en aquella misma ley fundamental que nos había servido de áncora en la tempestad y de bandera de reunión en el peligro. ¿Era decoroso por ventura, era sobre todo político minar por los cimientos aquella misma ley y quitarla su fuerza con la esperanza de su variación? ¿Quién la obedecería, quién la cumplirla, quién, la sostendría? El partido entonces imperceptible de los que querían unas formas de libertad más amplias, el infinitamente más grande de los que no querían ninguna, hubieran tomado de aquí punto de apoyo para sus agitaciones y sus intrigas, y ningún orden, ningún asiento de cosas se hubiera podido conseguir. Vos sabéis, milord, que la mejor ley es la más bien observada, y que lo que más destruye cualquiera institución política es el dejar a los particulares la esperanza o la posibilidad de violarla o de abolirla. Tal hubiera sido en esta hipótesis la suerte de la Constitución, y cierto que, según la tendencia de los ánimos, ninguna perspectiva podía, serles más desagradable. Todos deseaban tomar puerto después de tantas zozobras, todos asegurarse contra la posibilidad de nuevas tempestades. ¿Dudaba alguno entonces de la buena voluntad del Rey? El ministerio que acababa de formarse ¿no inspiraba una confianza, universal? ¿Quién, esto supuesto, había de imaginarse que unas cortes ordinarias no fuesen bastantes a establecer sólidamente el gobierno sobre las bases constitucionales? Tales pues debían convocarse, y así lo fueron, milord. Lo demás ¿no hubiera sido empezar de nuevo la revolución?

El pueblo procedió en seguida a las elecciones de los diputados, y en este primer ejercicio legal de su poder se manifestó digno de la libertad que acababa de conseguir. Ningún tumulto, ningún desorden, confusión ninguna. Cualquiera, al ver la gravedad y asiento con que este grande acto se verificó en todas partes, diría que los españoles estaban acostumbrados a él de muchos siglos atrás. Un feliz instinto animaba a generalmente entonces a los electores, y unos por amor a la libertad, otros por escarmiento, otros por sosiego: todos concurrían en el deseo de poner los destinos de su patria en manos de la sabiduría y de la virtud. La alegría y la esperanza, que todo lo concilian y hermosean, les hacían concurrir en un solo pensamiento, y este pensamiento era el del bien. Una gran parte de ellos estaban ausentes al tiempo de ser elegidos; ninguna intriga medió, ningún cohecho, ningún manejo torpe y vergonzoso. No hay duda que el influjo principal, y aun puede decirse que exclusivo, le tuvieron en este negocio los amantes de la libertad; pero no era posible otra cosa en el aturdimiento y anonadación en que había caído el partido opuesto. Pero influyeron noble y generosamente, sacrificando toda mira y toda pasión particular al grande objeto por el que anhelaban. Poned los ojos, milord, en la lista de aquella diputación sobresaliente, y veréis confirmada esta verdad con el mérito y calidades que adornaban a la generalidad de sus individuos. Carácter, principios, buena fe, capacidad, talentos, diversidad de estudios, pruebas de un celo incorruptible por la conservación de la libertad y por el bien de su país, dadas, ya en servicios señalados, ya en padecimientos sufridos con constancia y con honor: todo se encontraba en aquella diputación y se veía reunido a la vez en muchos de aquellos patriotas. Luego veremos las calidades que les faltaban, pero estas eran las que a la sazón podía tener presentes el pueblo que los elegía, y en ello dio una muestra de seso y buena fe correspondiente a sus esperanzas. Dignos eran por cierto, si un destino más fuerte y contrario no se lo estorbara, de asegurar para siempre la felicidad de España. Y cuando, ya reunidos en cortes en el 9 de julio, el Monarca, seguido de su familia, de sus guardias y de toda la pompa de la majestad real, vino a revalidar en manos del Presidente el juramento, ya antes hecho, de guardar y hacer guardar la Constitución, digno era aquel congreso de autorizar esta obligación sagrada, este nuevo pacto que a la vista del cielo y de la tierra hacía entonces Fernando con su pueblo; y a nadie en aquel gran día le vino al pensamiento que semejante solemnidad fuese una farsa, el Monarca un perjuro, y la nación española allí representada un rebaño vil mofado y escarnecido5.

Con el juramento del Rey y la instalación de las Cortes se puso fin a aquella especie de anarquía que medió entre el gobierno absoluto y el régimen constitucional. Comparemos, milord, el aspecto que entonces presentaba la España con el que tuvo en el año 14 después de la reacción de mayo, o más bien con el que presentaba ahora después del suceso que ha tenido la invasión. A vosotros, criados con la leche de la libertad y protegidos tanto tiempo ha por unas leyes cuyo principal objeto es la conservación de la dignidad moral del hombre y la inviolabilidad de sus derechos sociales; a vosotros, repito, es imposible formaros una idea aproximada de lo que son la opresión y la servidumbre. No, milord; sois ahora demasiado felices los ingleses para comprender bien nuestra amarga desventura. Si resucitaran vuestros abuelos, aquellos a quienes hacían temblar los caprichos tiránicos del violento Enrique VIII o las hogueras crueles de la fanática María, ésos solos podrían entender nuestra situación miserable y simpatizar con nuestros males. Es verdad que, gracias a la cultura de las costumbres modernas, no se vierte aquí ahora tanta sangre ni se queman vivos los hombres. Pero ¿qué importa si la persecución es más general, la zozobra mayor y la desolación más funesta? Consideremos esos actos de proscripción fulminados no sólo contra este o aquel individuo, sino que a las veces condenan a la ruina y a la desesperación clases y pueblos enteros. La soledad en los teatros, el silencio de las calles, las casas yermas, las familias privadas de sus padres y de sus hijos, que andan errantes por los pueblos sin dejarlos sosegar en ninguno; la mortífera emigración de los capitales, que se han llevado a otros países, nos mostrarán con caracteres harto expresivos y dolorosos el terror de los ánimos, el desaliento general y el despojo cruel de toda especie de seguridad, de todo linaje de contento. Adiós crédito, confianza, pensamientos útiles, proyectos grandiosos y atrevidos: todo cesa, todo muere. El ceño hostil e inexorable de la autoridad destruye hasta la esperanza, y llevando consigo la conciencia de su tiranía, en las medidas violentas con que se asegura o se venga se acusa involuntariamente de su injusta usurpación.

Y yo prescindo aquí, milord, de los sentimientos alegres o tristes que agitan al partido que exclusivamente se cree o vencedor o vencido. ¿Quién puede dudar jamás que los parásitos de palacio, los instrumentos de la superstición y fanatismo, las bandas populacheras pagadas para este efecto, los aventureros facciosos que se pusieron entre el patíbulo y la fortuna; quién puede dudar, repito, que todos ellos y sus indignos fautores están a la sazón locos y embriagados con su victoria y su triunfo? Mas estos, milord, no son la porción interesante o inmensa de un estado en quien se reflejan y obran los resultados de estas grandes operaciones. No son estos los que sustentan, los que enriquecen, los que ilustran, los que perfeccionan. El juicio que debe hacerse de tan importantes movimientos, y la mayor o menor analogía con los sentimientos generales de un país, han de graduarse no por el encono o el aplauso de las pasiones victoriosas o vencidas, sino por el objeto que producen en la masa general de una nación y por el ensanche que niegan o procuran a la actividad de las clases útiles y productivas. Los españoles, que tenemos tan larga experiencia de vinos y otros resultados, sabemos bien a qué atenernos. Pero los egoístas políticos, que con tan inhumana indiferencia nos han dejado asesinar bajo el pretexto de que la Constitución no era a nuestro gusto, podrían volver los ojos a contemplar el aspecto alegre y animado que la España presentaba en el año 20, y decir si eran de su gusto o no las cadenas atroces que acababa de romper.

Deshecho estaba el cetro de hierro con que el poder absoluto la atormentaba seis años hacía; el pueblo vuelto de la servidumbre a la libertad, y un partido hasta entonces proscripto y perseguido elevado como por milagro al colmo de la fortuna y de los honores. Tan grande cambio de fortuna, revolución tan completa, era imposible que se hiciese, al parecer, sin correr ríos de sangre, y sin que los vencedores sacrificasen millares de víctimas a su resentimiento y venganza. No fue así, milord; y la Europa toda es testigo de que este gran movimiento costó a la verdad algunas vidas, pero todas de hombres liberales, pero todas sacrificadas por sus viles enemigos, al mismo tiempo en que aquellos mártires de la libertad les presentaban la oliva de la paz y les iban a abrazar. Así fue muerto el heroico y virtuoso Acevedo en los campos de Galicia; así fueron asesinados con la mayor infamia los desdichados habitantes de Cádiz que perecieron en el para siempre abominable 10 de marzo. Y a pesar de tan justos motivos de ira y de rencor, el partido vencedor siguió la senda de moderación y templanza que convenía a la nobleza de su causa, y se ganaba el respeto y admiración de propios y de extraños. Los mismos que, después de haber sufrido tantos años en destierros, en presidios o en calabozos, salieron a la luz y al poder, el primer uso que hicieron del poderoso influjo que tenían, fue interponerse en medio de sus verdugos y de sus defensores, y servir a los unos de escudo, a los otros de freno y consejo. Así coronaban la gloria adquirida en aquella persecución, llevada por ellos con una entereza y una dignidad de que la historia presenta muy pocos ejemplares. Ninguna resolución funesta, ninguna proscripción general. Unos pocos individuos se hicieron justicia a sí mismos ausentándose o escondiéndose; mas pasada la efervescencia de los primeros días, todo volvió al orden acostumbrado y todos se entregaron a sus tareas ordinarias y a entender en sus negocios. Los mismos enemigos de la libertad disfrutaban de una seguridad que no conocían en la época anterior, y a la sombra de las leyes y de las prerrogativas que disfrutaban como los demás ciudadanos, disponían las negras tramas que se fueron viendo después. Los caminos estaban llenos de viajeros que iban y venían, las calles pobladas de gente, los sitios de diversión y recreo concurridos a porfía, los brindis y aplausos de los festines cada vez más regocijados. Una nueva vida parecía que circulaba por los ámbitos de la España, y animando con grandes esperanzas el pecho de cuantos se sentían con actividad y con medios, abría una perspectiva de aumentos y de mejoras en todos los ramos de la riqueza y prosperidad pública. Y en medio de este júbilo y de este movimiento, esperados tan poco y tan desusados antes, ningún desorden, ningún alboroto indecente, ninguna asonada incómoda y peligrosa. La autoridad no echaba menos la fuerza que realmente le faltaba. La alegría sola era la que gobernaba el Estado ¡Qué mucho, milord, si entonces los españoles estaban generalmente animados de los sentimientos más benévolos y apacibles: la seguridad y la confianza para lo presente, la esperanza y la prosperidad para lo futuro!

Y los efectos felices de esta admirable disposición no se limitaron a los términos del reino, sino que se hicieron sentir también y se dilataron a los demás pueblos de Europa. Jamás la España, milord, se había presentado a los ojos de las naciones civilizadas más digna de respeto y de maravilla que entonces. Ni cuando la llenó de envidia con el descubrimiento y adquisición de un nuevo hemisferio, ni cuando las agitaba y aterraba todas con el rigor de su esfuerzo, de sus armas, de sus tesoros y de sus intrigas, ni aun cuando despertando de repente del letargo en que yacía, se hizo el campeo de la independencia del continente y les enseñó el modo de arrostrar y de vencer al indómito Napoleón. Otro ejemplo, otro espectáculo era levantarse por sí sola de fango de la servidumbre, sacudir en un momento toda las plagas de la opresión que pesaba sobre ella, y hace una gran revolución sin escándalo y sin desastres; pasa cinco meses de anarquía sin confusión ni desorden, guardar la dignidad de la virtud en medio de la irritación de las pasiones, y establecer el imperio de la ley constitucional, como el más conveniente al bien general del Estado, sin consideración ni miramiento alguno a intereses privados ni a partidos. Este grande fenómeno político, quizá sin ejemplo en los fastos de las grandes naciones, produjo una sorpresa, un sentimiento de admiración y de respeto universal. Los estadistas bien intencionados se pusieron a observarle con la más viva atención, con el más grande interés; los filósofos le señalaron como una insigne lección dada a los pueblos y a los gobiernos; los monarcas no osaron contradecirle ni los malévolos censurarle; mientras que los maquiavelistas políticos, atónitos y confundidos al pronto, se decidieron a ganar tiempo, confiando en que el mismo movimiento les mostraría después los medios de atacarle y destruirle.

Estos, por desgracia, no tardaron en descubrirse, aquel campo magnífico de ricas y alegres esperanzas empezó a marchitarse bien pronto para agostarse y secarse miserablemente después. Las causas de este desastre son muchas y diversas: unas lejanas y necesarias, otras inmediatas y en gran parte voluntarias y evitables. De ellas vamos a tratar; pero es preciso hacer antes un pausa. No es bien, milord, que acibaremos el gusto que producen las gratas y nobles ideas que acaban de ocuparnos con los desapacibles objetos que van a ser el argumento de la carta siguiente.




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25 de diciembre de 1823


No hay duda, milord, en que cuando por el orden político que rige a una nación sus males se han hecho igualmente insufribles que irremediables, no le queda otro recurso que mudar las instituciones que tiene o la autoridad que la manda. Y esto no es precisamente un consejo; es un hecho constante en la experiencia, un resultado necesario de la situación de las cosas. Por más que se esquive pasar por ello, fuerza es que así suceda; y las alteraciones que acontecen en los gobiernos y en las dinastías no tienen por lo común otro origen. Políticos muy resueltos dicen que es preciso hacer las dos cosas a la vez, porque nada se consigue, según ellos, en mudar la autoridad sin mudar la institución, y es sumamente peligroso alterar la institución y conservar la autoridad. Los españoles no fueron tan denodadamente exclusivos; y queriendo ser consecuentes a la fe jurada a sus reyes, les conservaron el trono y reformaron la monarquía. Esto sin duda hacía honor a su lealtad; pero les imponía al mismo tiempo la necesidad de luchar con la mayor de las dificultades, la de conciliar políticamente su constitución con su rey.

Quizá aguardaréis de mí en esta ocasión una descripción moral de Fernando VII, en que, recargados los colores por la pasión del momento, resultase que su carácter era la primera y principal causa del trastorno que acabamos de sufrir. Pero yo, milord, no he tratado a este monarca, ni le conozco bastantemente tampoco para hacer su retrato con imparcialidad y con acierto. Por otra parte, ya os he dicho al principio que íbamos a conferenciar de cosas y no de individuos, y fiel a esta protesta, me abstendré respecto del Rey de toda observación personal que pueda, según su tendencia y tono, atribuirse a detracción o a lisonja: cosas una y otra tan ajenas de mi carácter como del designio que me he propuesto en esta correspondencia.

Lo único, sí, a que llamaré vuestra atención es a que por la naturaleza de su educación y de sus hábitos e impresiones primeras, y aún por casi todas los acontecimientos de su vida, la disposición de su ánimo ha debido ser siempre opuesta a un orden cualquiera liberal, y esto en grado más alto que lo son los demás príncipes por el tenor general de su condición y sus principios. Consideradle desde niño mal querido de sus padres, eclipsado y desairado por el arrogante visir, alejado de todo influjo y representación, contrariado casi siempre en sus gustos y aficiones, observado en su conducta, rodeado de espías, y amagado muchas veces, según se decía en aquel tiempo, de perder alevosamente la vida para que perdiese la corona. Considerad el estado hostil en que las circunstancias le pusieron después, primero con Napoleón, que pérfidamente le cautiva y le despoja; después con los parciales de la libertad, a quienes el espíritu de partido se los pinta como enemigos eternos de su autoridad y su persona; y en fin, con los franceses, que habiéndole libertado de la sujeción constitucional, le imponen el doble yugo de la superioridad de su fuerza y de la obligación de tan inmenso beneficio. Añadid las sugestiones viciosas de las pasiones e intereses que han estado sin cesar combatiéndose alrededor suyo, los consejos contradictorios, las delaciones continuas, las perfidias e inconsecuencias que de cuando en cuando ha experimentado en sus mismos favoritos; y todo junto os dará fácilmente la razón de esta propensión recelosa, de esta falta de confianza que se advierte habitualmente en el rey de España, de este anhelo de mando exclusivo y absoluto, de esta contradicción constante y manifiesta a toda idea o propuesta de régimen constitucional.

Para allanar la resistencia que esta situación y carácter individual oponían al sólido establecimiento del nuevo sistema, hubiera sido necesario un pueblo de otra índole y otra decisión. Pero las pasiones políticas no se inflaman en la muchedumbre tan fácilmente como so piensa; y el español, grave y tranquilo por inclinación, obediente y sumiso por costumbre, no. podía ser excitado de repente al amor exclusivo de unas leyes a las cuales faltaba el cimiento de la experiencia y la majestad que da el tiempo. Es verdad que había visto caer al coloso del poder arbitrario no solo con indiferencia, sino con gusto: la poca equidad de sus procedimientos y el mal resultado de sus operaciones gubernativas no le daban derecho a otro interés. Mas el poder constitucional que se lo sustituía tenía que adquirir crédito y afición por la importancia y muchedumbre de sus beneficios: para esto era necesario tranquilidad y tiempo; cosas una y otra que no están en la mano de los que dan impulso a los sucesos públicos. La pasión viene después con el conocimiento de lo que la libertad vale, con el hábito y costumbre de disfrutarla, con el calor y la indignación que inspira la perversa voluntad de destruirla. Hasta entonces es en vano buscar en los pueblos este fanatismo político que se precipita a todos los peligros y se decide a todos los sacrificios antes que dejarse arrebatar unas leyes en las cuales encuentran su prosperidad y su gloria.

Y no porque deje de haber en los españoles calidades y virtudes propias de los pueblos libres. Yo reconozco en ellos muchas dignas de alabanza; y largo tiempo antes de ahora discurriendo los dos sobre este punto, hallábamos, milord, que de todos los pueblos del continente, éste era acaso el más a propósito para recibir con fruto el germen de la libertad. Templado, frugal, sufridor de trabajo y de fatiga, grave, consecuente y algún tanto altivo, sujeto a un régimen y a unas leyes civiles que, si bien defectuosas por otro aspecto, no favorecen demasiado a las clases altas con degradación y vilipendio de las humildes; acostumbrado por más de un siglo a ver entregada la dirección de los grandes negocios del Estado a ministros sacados de la clase media y aun ínfima de la nación, era preciso esperar que recibiese sin repugnancia y se habituase gustoso a un sistema político análogo y consiguiente a tan bellas disposiciones. No hubiera salido fallida esta esperanza a estar él más adelantado en el conocimiento de sus verdaderos intereses, o a tardar algún tanto las intrigas y la violencia con que han sido arrancadas las nuevas leyes que empezaba a disfrutar. Pero todos los pueblos son ignorantes y preocupados, y el español por desgracia lo es tanto o más que cualquiera otro de Europa.

Y si al fin, ya que no pudiese esperarse entonces una cooperación activa y enérgica de su parte, los constitucionales se hubiesen mantenido unidos, su fuerza pudiera contrapesar la contradicción del Rey y la indiferencia del pueblo, y al cabo sobrepujarlas. Ellos tenían de su parte la fuerza de las armas, la fuerza de la opinión, que no era dudosa en los hombres racionales, y la fuerza que asiste siempre a un gobierno reconocido y de hecho. Mas aquí empiezan, milord, nuestros errores y nuestras pasiones; aquí principia nuestra vergüenza, y la obra halagada por la fortuna, decorada por la generosidad y la virtud, se desdora con el espíritu de partido, con pasiones pueriles y con una ambición insensata. Diose la señal a la división de los ánimos con la disolución del ejército de la Isla, acordada por el Ministerio por razones de conveniencia pública y de economía, y repugnada por los jefes de la insurrección como impolítica y contraria a los intereses de la libertad. Bien considerada la situación de las cosas, la razón estaba de parte del Ministerio, porque debía evitarse la apariencia de tener en tutela a las Cortes con la existencia de aquel ejército reunido, y convenía muy mucho quitar a los extranjeros el pretexto de calumniar tan grande acontecimiento dándolo el aspecto de una insurrección militar. Pero en el modo de realizar esta prudente medida no se tuvo la debida cuenta con el mérito, pasiones y miras de los diferentes interesados que en ella mediaban, y que era entonces muy preciso contemplar. De aquí la emulación, la rivalidad entre los liberales del año 12 y los del año 20, los odios mal disimulados al principio, después las imputaciones, y por último la guerra.

Parte el general Riego de Andalucía con el pretexto desarreglar este asunto con el Gobierno, y apenas llega a Madrid, cuando los síntomas de descontento, de desorden y de sedición empiezan, siguen y crecen de un modo que inquieta y atemoriza. Yo quisiera, milord, poder pasar en silencio a este hombre extravagante más bien que extraordinario, que en la prosperidad y en la desgracia, en la vida y en la muerte, se ha equivocado siempre en las ideas que formaba de las cosas y de los hombres, y mucho más en la de sí mismo. La compasión debida a su desastrada suerte y a su acerbo fin no deja fuerza al espíritu para la severa censura que merecen sus desvaríos. Pero en ellos consiste una gran parte de nuestras desgracias, y ellos caracterizan muchos de nuestros errores. Por lo mismo es fuerza sobreponerse a los sentimientos que excita su lastimero recuerdo, y cumplir con el austero deber que uno se propone cuando escribe la verdad. Él, en vez de corresponder entonces al concepto que generalmente se tenía de su carácter y de sus talentos, en vez de manifestarse digno restaurador de la libertad, y, como tal, apoyo y columna del gobierno que se acababa de establecer con ella, se le ve entrar en una vana contestación de palabras y de política con el Ministerio, afectar una pueril emulación de sabiduría y elocuencia con Argüelles, intentar atraerse la popularidad y la atención por medios, unos extraños a nuestras costumbres, otros ridículos6; y sin ocultar sus miras de echar abajo el Ministerio, descender para lograrlo a los odiosos manejos y oscuras intrigas de un partidario agitador y revoltoso. La mina se cargaba, y ya los indicios de ella traspiraban en las calles, en los cafés, en las sociedades políticas, en los periódicos y en los teatros. En uno de ellos la autoridad del jefe político fue desconocida, su persona ultrajada, y su casa después insultada con violencia y con descaro. Hablábase también de algunos cuerpos de la guarnición ganados, y por momentos se aguardaba una explosión perjudicial y escandalosa. El Gobierno, sobresaltado con tan siniestras señales, después de haber defendido victoriosamente sus procedimientos en las Cortes, se vio en la precisión de desplegar la fuerza armada en la capital para contener los movimientos que se preparaban y poner en respeto a los temerarios y mal intencionados. Creyó además necesario que saliesen de Madrid Riego y sus principales fautores. Fijóles pues sus cuarteles como a militares en diferentes puntos del reino: ellos obedecieron, y restablecidas la tranquilidad y confianza en el público, pareció que aquella incidencia no había sido más que una ligera turbación en la atmósfera, restituida luego al instante a su esplendor y tranquilidad primera. Pero aquel fue el primer día que amaneció sereno a los partidarios del poder absoluto: ellos desde entonces debieron abrigar como seguras las esperanzas de su restauración, mientras que los prudentes y advertidos veían con tanta amargura como dolor en aquellos tristes debates el principio de nuestras divisiones e infortunios.

Éranos entonces tanto más necesaria la cordura, cuanto que en aquel tiempo se estaban verificando en Europa acontecimientos de la mayor importancia, enlazados íntimamente con la revolución que acabábamos de hacer, y de un influjo harto poderoso en nuestra seguridad e independencia. Hablo, milord, de los sucesos de Nápoles, Portugal y Piamonte, que tanta alegría nos causaron de improviso, y que tan caros nos han costado después. Yo no acusaré de temeridad y de imprudencia, como lo he visto hacer tantas veces, a los autores de estos generosos movimientos, los cuales, se dice, debieron aguardar mejor coyuntura para declararse, o bien dando lugar a que la libertad española estuviese perfectamente reconocida y consolidada, o bien esperando a que las grandes potencias de Europa empezasen a discordar en intereses políticos, y se rompiese esa fatal armonía en que se hallan todas ahora para sostener la autoridad absoluta de los príncipes y la servidumbre y anonadación de los pueblos. Ellos me responderían tal vez que las ocasiones en política son extremadamente raras, y es preciso aprovechar denodadamente las que ofrece la fortuna; que la disposición de los ánimos estaba entonces inclinada a este movimiento, y no era seguro que lo estuviese después; en fin, que ningún momento mejor que aquel en que la novedad ocurrida en España, tan digna y gloriosamente ejecutada, tenía sorprendida y maravillada la Europa, y llevaba consigo un prestigio tan poderoso que los pueblos necesariamente anhelaban por imitarla, y no dejaba al parecer a los príncipes pretexto alguno de resistencia. ¿Tenemos nosotros la culpa, añadirían, de que estos movimientos no hayan sido seguidos, como fundadamente esperábamos, de otros pueblos más grandes y más fuertes? ¿Se nos debe acaso echar en cara la inacción en que se han mantenido los amantes que tiene la libertad en Francia y Alemania, o por lo menos la imposibilidad en que se han visto de ayudarnos?

Sea de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es que este movimiento eléctrico hacia la libertad, comunicado con tanta rapidez a pueblos tan diversos, sobresaltó a los reyes, ocupó exclusivamente la atención de los gabinetes, y la inmensa fuerza de que desgraciadamente disponen se dirigió toda y preparó a contener y sofocar estas llamaradas peligrosas. Los congresos de Troppau y Laibach decidieron la suerte de Nápoles y del Piamonte, que invadidos y ocupados al instante por las tropas alemanas, no sólo vieron destruir las libertades de sus pueblos, sino anonadar también la autoridad de sus reyes. Efecto necesario de este equilibrio general que reina en las cosas del mundo: una vez que estos príncipes no quieren gobernar según las leyes ni mantenerse en buena armonía con sus pueblos, ni tienen fuerza propia para ser tiranos, sufran irremisiblemente la ignominia de depender de extranjeros y de estar sometidos a su insolente tiranía.

Respetóse entonces la independencia española, y los enemigos de su constitución se abstuvieron de declararlo abiertamente la guerra7. El aspecto de unión, y por consiguiente de fuerza, que a la sazón presentábamos; la opinión que se tenía de nuestra repugnancia a toda clase de influjo e intervención extranjera; la ninguna disposición en que aún se hallaban los franceses de consentir pasar por su país a tropas extranjeras, y menos de enviar las suyas a que nos hiciesen guerra para quitarnos la libertad; otras miras, en fin, de ambición de parte de algunas de las potencias deliberantes, nos dieron aquel respiro de dos años, que ojalá hubiéramos sabido o podido aprovechar mejor.

Tal vez para esta buena correspondencia aparente contribuyó más que nada la idea de que con la repugnancia del Rey y con los medios secretos que pensaban poner en obra, sería fácil dar con la Constitución en el suelo sin necesidad de pasar por el escándalo de una guerra tan injusta. Así es que desde aquella época las esperanzas de nuestros enemigos se levantan, las intrigas se multiplican en palacio, y las conspiraciones en la corte se suceden unas a otras sin interrupción ninguna. No bastando ellas, se echa mano de las insurrecciones, y empiezan a saltar chispas de guerra civil en Navarra y en Castilla. Los medios empleados para estos movimientos eran secretos, pero no menos conocidos. Apagóse al instante lo de Navarra, y lo de Castilla tardó algún tanto más, porque la audacia y la actividad de Merino, que dirigía aquellas alteraciones, las dieron alguna consistencia. Mas hubieron de sucumbir también no sólo al valor de las tropas constitucionales, sino a la inercia que los pueblos les oponían, enteramente ajenos a todo aparato de guerra y de discordia. Estas tentativas inútiles produjeron al año siguiente un plan más grande, más combinado, y menos disimulado también. Los medios puestos a disposición de los refugiados fueron inmensos: toda la frontera empezó a hervir en partidas, en toda ella se hacía la guerra con sucesos varios, pero ninguno decisivo, y la agresión tomó toda la forma de una organización completa con la junta formada por algunos jefes refugiados hacia la parte de Guipúzcoa, y con la regencia de Urgel. El cordón sanitario servía de base a estas operaciones, y fomentaba a los facciosos cuando eran vencedores, o les servía de asilo y de escudo cuando eran vencidos.

Excuso insistir más en unos hechos que todo el mundo conoce. Ahora ellos mismos los propalan y los ponderan: se alaban sin pudor alguno de haber estado haciendo la guerra de este modo tan inicuo a un gobierno que habían reconocido, con quien estaban en paz y de quien no tenían la menor queja. Las cantidades enormes invertidas en estos usos atroces se apuntan públicamente como partidas de cargo contra la nación española, para que esta misma las satisfaga a costa de su sudor y de su sangre, y confesándose autores de unos manejos tan villanos como detestables, dan la sentencia de condenación eterna que se merece el objeto a que se dirigían, y que tan odiosamente han conseguido.

Estas intrigas y esta contradicción, aunque tan poderosas, se hubieran al fin superado por la decisión del ejército y por la poca disposición que la nación tenía, según ya he indicado, a comprometerse en una guerra civil. Otro mal cruel nos consumía interiormente, tan grande en sí o mayor que los demás, que unido y agregado a ellos, les daba una fuerza inmensa, y sin remedio nos perdía. Éste era el estado deplorable de nuestra hacienda pública: abismo que nadie ha podido sondear, y laberinto en que todos se han perdido. Yo no os fatigaré, milord, con los pormenores fastidiosos que esta materia lleva necesariamente consigo. Aun cuando la cosa fuera de suyo menos importuna en este lugar, mi inclinación particular y la naturaleza de mis estudios no me lo permiten tratar ni con gusto ni con acierto. El hecho es que este ramo, siempre desordenado y confuso entre nosotros, no recibió ningunas mejoras con las providencias de las Cortes, inconsideradas y prematuras en dictamen de muchos, y sin disputa alguna inciertas e inconsecuentes. Ya fue muy grande error suprimir de pronto ciertas contribuciones que rendían gran producto, sin tener a la mano otras preparadas para suplirlas, con menos vejación si se quería, pero con igual efecto. Hacíase esto en gracia del pueblo para interesarle en la revolución, y el pueblo agradece menos lo que le perdonan que siente después lo que le exigen. Formóse en el primer congreso un nuevo plan de rentas para sustituirlo al antiguo, y estoy muy lejos de desestimar un trabajo a que concurrieron sujetos muy hábiles, los cuales se ocuparon de él con toda la aplicación y celo que la importancia del objeto requería. Cualesquiera que fuesen sus defectos y sus errores, que no trato de controvertir ahora, no hay duda que no hubo tiempo suficiente para establecerse y sentarse. Las segundas cortes se propusieron hacer en él algunas modificaciones; pero esto, en vez de remediar el mal, le aumentaba en algún modo por las oscilaciones que producían, perjudiciales mucho a la realización de los ingresos, y más si se les agrega la dificultad y descuido que había en la recaudación. Las Cortes se negaron constantemente a conceder al Gobierno las facultades que pedía para facilitar esta operación a los intendentes, como contrarias a los principios de libertad. Por otra parte las diputaciones provinciales, que debían presentar los medios de una repartición prudente y allanar las dificultades de la cobranza, se creían en la obligación de entorpecerla por cuantos medios podían, como si en ello protegieran a los pueblos de vejaciones fiscales. De este modo era poco lo que se recaudaba, esto poco quedaba filtrado en los canales de la administración, y el tesoro, exánime y exhausto tenía que dejar sus atenciones en el más triste descubierto.

Para suplir algún tanto este vacío se acudió en diferentes tiempos al recurso de los empréstitos. No hay duda que estas operaciones, a pesar del diferente concepto que hayan merecido de unos y otros, y de los debates animados, y por desgracia indecorosos, que han ocasionado, contribuyeron eficazmente a la conservación del Estado y de la libertad, que irremediablemente hubieran perecido mucho antes sin el auxilio que por este medio recibieron. Cuando faltó, faltó todo a un tiempo, y la inesperada inconsecuencia de Bernales hizo a nuestro crédito y a nuestras esperanzas una brecha mayor que los cien mil hombres del duque de Angulema. Mas esta utilidad incontestable que tuvieron los empréstitos hechos durante los tres años constitucionales era contrapesada, y no sé si diga con exceso, por los perjuicios consiguientes al tiempo, modo y forma en que se hicieron. Ya en primer lugar, como buscados en épocas de apuro, su precio debía necesariamente ser exorbitante. Consumíanse al instante que se recibían, y en objetos de administración y de gobierno, no siendo llevados a objetos productivos y de utilidad más directa con el fomento de la prosperidad pública; por último, causaban el mal resultado de adormecer nuestra actividad y descuidar acaso los recursos que había en nosotros, fiados en que siempre tendríamos a la mano este arbitrio tan precario.

Una parte de estos malos efectos pudiera acaso evitarse con haber abierto al principio un grande empréstito mucho mayor todavía que la suma total de todos los que sucesivamente se hicieron. La ilusión que de pronto causó nuestra revolución, y el inmenso capital que ella ponía en nuestras manos, le hubiera facilitado, y el Gobierno, libre de apuros y cuidados que la escasez le acarreaba, hubiera tenido más vigor y rapidez en su acción, pudiera así atender y fomentar los manantiales de la prosperidad, y crear nuevas artes y productos nuevos. Dejo aparte la ventaja de multiplicar y dilatar por toda Europa el número de interesados en el buen éxito de nuestra causa, consecuencia necesaria de una negociación tan extensa. Lo cierto es que el gobierno constitucional, llenando todas las atenciones dentro, creando medios de resistencia para fuera, y sin tropiezos en su camino por escaseces ni apuros, hubiera tenido en España y en Europa el respeto que se tributa al poder, y no se reirían ahora de nuestros males los que tan insolentemente triunfan de ellos.

Con tantas y tales causas de ruina, ¿cómo era posible salvarnos? Ni el valor, ni la prudencia, ni el celo, la todos los talentos y virtudes reunidos, eran bastantes a alejar este cúmulo de males que los hombres y los dioses irritados con nosotros habían agolpado en nuestro daño. Vos veréis, milord, en la serie de los sucesos que vamos a recordar, cómo cada uno de ellos toma su nacimiento y origen de algunas de estas causas primordiales, y viene naturalmente a agruparse y colocarse bajo de ella como para servirla de confirmación y de prueba. Ahora es el Rey el que nos fatiga con su constante contradicción, disimulada a veces, y otras clara y manifiesta; luego es el pueblo, que ignorante y desconocido, mira con indiferencia su daño y el peligro de sus defensores; aquí nuestras divisiones crecen y se multiplican de un modo tan lastimoso como pueril, mientras allá nuestros enemigos se entienden y se reúnen, nos agitan sordamente al principio, después nos amagan, y al fin nos invaden; y para colmar la desgracia, una hacienda desarreglada, una escasez de medios tal, que subsistimos a fuerza de empeños en tiempo de paz, y todo nos falta cuando la guerra comienza. Sin cimientos, sin techumbre, sin trabazón en sus partes, sin ningún arrimo fuera, no es de admirar, no, que el gobierno constitucional haya caído; lo que sí hay que extrañar mucho es que haya durado tanto tiempo.



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