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ArribaAbajoCarta octava

8 de marzo de 1824


Quizá no debiera yo ser tan severo al llevar la pluma por el triste recuento de nuestros errores y extravíos; quizá estoy dando ocasión a los enemigos de mi patria para tomar de aquí armas contra ella, y a que digan que, en esa rigorosa censura están justificados los motivos de su bárbara agresión. Pero al tratar con vos de nuestros sucesos era preciso hablar con la franqueza propia de vuestro carácter y del mío; por consiguiente nada debía disimular, y mucho menos cuando, si bien se mira, en nada puede ayudar a la violencia usada con nosotros la ingenua confesión de nuestros males. Frutos amargos eran de tres siglos de ignorancia, superstición y despotismo, huellas desagradables y reliquias de tan largo y mortal padecer. Y ¿por ventura el exterior repugnante que suele acompañar al convaleciente, el desconcierto que se nota a veces en sus actos y palabras, dan autoridad a nadie para sumergirle otra vez en la enfermedad de que salió? No, milord; y ni su médico ni su familia ni sus vecinos se arrogarían jamás un derecho tan inhumano. Pues ese cabalmente es el que se han atribuido sobre los españoles los gabinetes de la Santa Alianza, aun cuando se tome a la letra el hipócrita lenguaje de sus fementidos manifiestos. A lo que decían confusión anárquica de la Constitución subrogaban el despotismo insensato de Fernando VII; a una anarquía otra especie de anarquía, a un desorden otro desorden, la peste al incendio: a esto llamaban ellos reconciliar a la España con la Europa.

Con la victoria del 7 de julio se pusieron de manifiesto tres cosas que valiera más quedasen envueltas en las nieblas de la duda. Una era que el Rey conspiraba abiertamente contra la Constitución; otra, que ya no era rey más que en el nombre; otra, en fin que todos los medios de intriga y facción interiores eran insuficientes a trastornar el orden político que existía, y que la libertad había echado bastantes raíces para resistir a este género de embates. De esta manera quedó desnuda la Constitución del respeto y apoyo que lo daba el nombre del Monarca, y se incitaba a los malcontentos a desobedecerla y destruirla con la seguridad de que así le servían y agradaban. Al mismo tiempo se comprometía el orgullo de los demás príncipes para venir a sostener en España la autoridad real vilipendiada, dando al Rey socorros más eficaces que hasta entonces. Tales fueron el objeto y los motivos del congreso de Verona, donde reunidos los potentados predominantes de Europa decretaron repetir la tragedia de Laybach y sacrificar otra nación en los altares de su soberbia. La victoria era más grande, y por consiguiente el escarmiento más eficaz y la satisfacción mucho mayor.

Yo no os fatigaré, milord, con un nuevo comentario sobre las operaciones y espíritu de este congreso; se han hecho tantos dentro y fuera de España, que ya cualquiera idea que se presente sobre él no puede ser ni nueva ni oportuna. Sólo sí diré que por una fatalidad bien singular, los gobiernos de dos naciones que se llaman libres han sido los ministros y ejecutores de esta sentencia de muerte dada contra un estado libre, y solamente porque lo era. La España, puesta del lado acá de los Pirineos, y entallada entre la Francia y la Inglaterra no sólo por su situación geográfica, sino por sus conexiones e intereses políticos, no podía ser entregada al azote bárbaro de los cosacos y de los panduros. La Francia había de hacerlo, la Inglaterra consentirlo, y era preciso dorar de algún modo la odiosidad de escándalo tan grande en obsequio de la opinión local de aquellos pueblos. Digo local, milord, porque de la opinión general que hay en el mundo, fundada en las nociones naturales de equidad y de justicia, los monarcas de Europa se han curado ahora tan poco como en otro tiempo Bonaparte cuando nos decía, para justificar su descarado latrocinio, que Dios le había dado el poder y también lo había dado la voluntad.

Yo no sé cómo pintará la posteridad todo este aparato de medios artificiosos, empleado para disimular la conspiración y complicidad de dos gobiernos representativos contra la libertad y la independencia de los españoles. El viejo de lord Wellington a Verona, su indefinible memorandum al general Álava, las oficiosidades de su edecán Sommerset, las intrigas de sir William Acourt para que modificásemos la Constitución, la aserción del ministro Villele a las cámaras francesas de que si ellos no venían a derribar nuestra constitución en España, tendrían que defenderla en el Rin; la correspondencia seguida entre los dos gabinetes como para buscar los medios de evitar la guerra; el lenguaje, en fin, de vuestros ministros acerca de nuestras cosas en el parlamento del año 23, tan diverso del que han tenido en el de 24: ¿todo esto, milord, era otra cosa más que una farsa, y esa mal representada? Los partidarios de la libertad sabían bien a qué atenerse en estas demostraciones, y los partidarios del poder absoluto lo sabían todavía mucho mejor.

Pasáronse en fin las célebres notas diplomáticas, primer resultado de lo que se había convenido en Verona y su extravagante contexto presentaba más bien el aire de un entredicho político que el de una formal declaración de guerra. Tal vez esto era todavía un resto de pudor y de respeto a la decencia pública, o acaso hubo esperanza de que la facción absolutista, a quien se suponía preponderante en España, viéndose apoyada por los poderosos de Europa, alzaría de pronto la cabeza y ejecutaría la reacción por sí sola. Mas sus esperanzas, si tales eran, les salieron fallidas; porque, a excepción de las partidas levantadas a fuerza de dinero, la España civil nunca ha estado más unida que en el tiempo que medió desde la comunicación de las notas a la entrada de los franceses.

Debióse sin duda contestar a ellas con las tergiversaciones y efugios usados en tales casos por la diplomacia: así podía alargarse la cuestión y ganar tiempo, elemento necesario para levantar y organizar la fuerza armada que sólo podía salvarnos. Pero la respuesta de nuestros ministros a la intimación insolente de los gabinetes extraños fue impolítica por lo pronta. El negocio, llevado por ellos al instante a la deliberación de la Cortes, no podía tener allí más que una resolución. Ventilóse en las dos célebres sesiones de 9 y 11 de enero, y sería superfluo añadir aquí nada sobre ellas, vista la manera tan enérgica como profunda con que nuestros diputados trataron y resolvieron los diversos problemas de justicia natural, de derecho de gentes y de derecho público que la cuestión contenía. Allí, milord, cesaron los partidos, los odios se apagaron, las pasiones enmudecieron. No hubo más que una opinión, un voto uniforme, universal, para sostener y salvar a toda costa la libertad y la independencia, tan indignamente ultrajadas. Cualquiera que antes fuese el concepto que tenían en el público las Cortes y el Ministerio, todo fue olvidado en aquel momento, y viéndolo elevados a la altura de los grandes intereses que tenían que defender, apenas hubo español de buena fe que no congeniase con sus sentimientos y sus deseos, y que no los acompañase en los ecos de honor y libertad con que hicieron resonar el santuario de la patria.

Mas entes de declararse formalmente la guerra se hizo una tentativa para trastornar el sistema político sin el escándalo de la invasión. El aventurero Bessieres, por medio de una marcha tan atrevida como afortunada, evitando hábilmente el encuentro de los cuerpos constitucionales que podían estorbarle el paso, se vino con los facciosos que mandaba desde los Pirineos a Sigüenza, y pasando a Guadalajara se puso en el caso de amenazar a Madrid. La capital no podía contar para su defensa más que con la milicia local, algunos caballos y dos regimientos de infantería. Ofreciéronse los milicianos a servir a la patria en aquel peligro con un ardor digno de mejor fortuna. Pero el Gobierno, al formar de ellos y de la poca tropa de línea y algunos voluntarios una división con que salir al encuentro a los facciosos lo erró en lo más esencial, que fue en no darles un jefe hábil y de reputación que los supiese conducir y en quien ellos pudiesen tener seguridad y confianza. La ocasión era demasiado importante para aventurar el éxito, y por desgracia el espíritu de cofradía y de partido, obrando también entonces, nos procuró una mengua irreparable, que tuvo un influjo harto funesto en los sucesos posteriores.

Nombróse por jefe al general Odali, uno de los cabos del levantamiento de la isla, y adicto siempre y dócil a la voluntad de los que a la sazón dominaban. Esta fue la causa principal de la preferencia que se le dio para aquella empresa, sin embargo de que, desconfiado de sí mismo, según se dijo entonces, se rehusaba a tomarla a su cargo. Hombre de probidad y de valor sin duda alguna lo era; pero capacidad para mandar, o no tenía ninguna o en aquella ocasión le faltó del todo, puesto que sin plan, sin concierto, sin combinación alguna, llevó por barrizales intransitables su tropa mal instruida y peor ordenada, y encontrándose al caer la tarde con el enemigo cerca de Brihuega, empeñó desacordadamente una acción, a que el nombre de refriega no conviene y mucho menos el de batalla. Los cuerpos de línea se desbandaron al instante, casi todos los cañones cayeron en poder de los facciosos, y los milicianos, desamparados y despavoridos, fueron miserablemente apaleados y dispersos. De este modo Bessieres y su gente se coronaron de una gloria que no esperaban, y los laureles de julio se vieron ajados y marchitos para no reverdecer jamás.

Este descalabro fue tanto más vergonzoso, cuanto que los vencedores, a pesar de la ventaja conseguida, no pudieron, por la poca fuerza que tenían, intentar nada contra Madrid. Todo allí permaneció tranquilo: las puertas se fortificaron, casi todos los empleados y una gran parte del vecindario se armó y se previno para repeler el ataque y conservar el orden: de modo que si los que enviaron a Bessieres a probar fortuna contaban con algún partido que ayudase al intento, por la centésima vez se vieron frustrados en sus designios, y tuvieron necesidad de apelar a mayores impulsos para conseguir el trastorno que anhelaban. Abisbal, que sustituyó inmediatamente a Odali contuvo con las pocas fuerzas que quedaban el ímpetu de los facciosos y los persiguió en su retirada; y ellos, torciendo a la izquierda, salieron por las serranías de Cuenca al campo de sus antiguas correrías, más con el aire de bandidos perseguidos que con el de vencedores.

Mas aun cuando realmente ganasen poco para sí mismos y no se lograsen las miras políticas de su expedición, la brecha que hicieron en la opinión de la fuerza constitucional fue muy grande, y el embajador de Francia que se despidió en aquellos días, pudo llevar a su corte la noticia como testigo ocular, y manifestar la facilidad con que cualquiera cuerpo de ejército bien dirigido podía penetrar en España y ocupar el centro del Estado. Otro efecto que produjo aquel acontecimiento fue el descrédito del Ministerio aun para sus parciales, tal y tan grande, que los mismos que le ocupaban pensaban ya dejar el puesto a otros que tuviesen más acierto o mejor fortuna. Esto hubiera sido un bien a saberse sacar partido de ello, y en ningún tiempo convenía mejor la formación de un ministerio que reuniese a la capacidad y a la firmeza un concepto general de todos los buenos españoles sin acepción de color ni de partidos. Mas se perdió la ocasión, por no saber o no querer entenderse los que debían aprovecharla, y la continuación de aquel Gobierno en circunstancias tan críticas fue a mi ver una de las causas inmediatas y más eficaces de los desastres que después sobrevinieron.

Visto ya en fin que era indispensable la guerra, Luis XVIII la anunció a la Francia y a la Europa en su discurso a las cámaras del año 23. Cien mil franceses, conducidos por un nieto de san Luis, debían pasar los Pirineos, para dar la libertad al nieto de san Fernando. El rey de España, fuera del cautiverio en que le tenían puesto los facciosos, daría a su pueblo las instituciones que conviniesen a sus circunstancias y a las ideas de la época presente; la guerra se circunscribiría al menor espacio y al menor tiempo posible.

Tales fueron, si bien os acordáis, milord, las ideas sumarias de aquel discurso relativamente a nosotros. Era por cierto bien extraño que el rey de Francia tardase tanto en caer en la cuenta de la falta de libertad del rey de España, habiéndose de contar esta desde que juró la Constitución en el año 20. Tres años habían pasado, y eran por lo menos otros tantos o de consentimiento o de indiferencia y olvido. También se hacia notar que, según el tono con que allí se tocaba este punto y se ha tratado después, cualquiera diría que Fernando VII estaba cautivo en las mazmorras de Morería. El hecho es que lo que faltaba al rey de España era la libertad de trastornar el Estado: cosa que a ningún rey se le concede, por absoluto que se le suponga, mucha menos a un rey constitucional. De toda su libertad civil y de toda su prerogativa estuvo disfrutando y aun, abusando a su antojo hasta el 7 de julio. Desde allí en adelante, y mucho más desde el 11 de junio del año 23, la sujeción fue mayor, pudiendo decirse de él en la última época lo que el historiador romano dice de Vitelio: Non jam imperator, sed tantum belli causa erat. Mas aun después del 7 de julio, y aun después del suceso de Sevilla, exceptuando los tres días de suspensión, siguió recibiendo todos los respetos debidos a su dignidad, teniendo el ejercicio ostensible de su poder y despachando en la misma forma que siempre, tanto, que hasta en Cádiz negó la sanción a una ley de las Cortes porque no se ajustaba a sus principios, y nadie le fue a la mano. Si en los últimos meses constitucionales no salía de su palacio, no era porque nadie se lo impidiese, sino porque lo acomodaba así para representar el papel de violentado y preso. En los primeros dos años sus acciones particulares no encontraron estorbo en su dirección y movimiento, ni las públicas otros límites que los de las leyes: de modo que si hubiera querido de buena fe ser rey constitucional, ni a libre ni a aplaudido ni a ser esencialmente feliz lo hiciera ventaja ningún otro príncipe en Europa.

Pero él juró la Constitución a la fuerza: sea en buen hora así, aunque la expresión no es exacta. Mas también dio a la fuerza vuestro Juan Sin-Tierra la gran Carta, y no por eso se ha tenido nunca por nula; mas también a la fuerza de las cosas tuvo que ceder Luis XVIII al comenzar su reinado, y limitar, con carta que otorgó a los franceses, la autoridad absoluta con que había empezado el suyo su hermano Luis XVI, y no por eso se declararon por nulas las libertades que en virtud de aquella pragmática disfrutan los franceses. Es verdad que a Fernando VII le repugnaba la Constitución, como toda clase de gobierno liberal, cualquiera que sea; mas ni para aceptarla ni para jurarla medió violencia ni coacción personal ningún, de aquellas que dispensan honestamente de todo juramento y promesa. Pudo sin duda como rey, en la agitación que entonces tenían los ánimos y en la crisis peligrosa que amenazaba, elegir como menor mal para sí y para el Estado jurar la Constitución, con lo cual se sosegaban las pasiones y se tranquilizaba el reino. Y en tal caso se pregunta si este juramento era obligatorio. Los moralistas dicen que sí, los políticos que no; pero algo valía el sosiego del reino, su conservación, la exención de los peligros y dificultades que así conseguía, para que el acto en virtud del cual estos bienes le aseguraban fuese firme y valedero. Así, aunque a Fernando VII le faltase la voluntad, en lo cual yo convengo, no le faltó la libertad en la forma que se entiende comúnmente para esta clase de transacciones. ¿Adónde iríamos a parar si se hubiera de calificar así toda postergación del gusto particular a la conveniencia pública? ¿Si llamasen los príncipes coacción y violencia la inferioridad en que a las veces se encuentran, ya en fuerzas, ya en opinión, para resolver sus negocios? Adiós todos los tratados de paz que se han hecho en el mundo, todas las convenciones que las naciones han hecho recíprocamente entre sí, todos los arreglos que los príncipes han acordado con sus pueblos en tiempos de divisiones y de discordias. ¿En cuál dé ellos alguna de las partes contratantes no ha recibido la ley o de la superioridad de las armas, o del influjo de la opinión, o de la seducción y el artificio?

Todos los desaires, milord, y todos los insultos, ya reales, ya supuestos, que el período revolucionario ha acumulado sobre Fernando VII, no degradan tanto la majestad de este rey como el papel abyecto y miserable que sus augustos aliados y sus insensatos parciales le han hecho representar en el teatro del mundo. Aquellos denuestos, en fin, provienen del delirio ajeno, y no pueden empecer a quien no los merezca; pero la otra mengua nace del sujeto mismo, y esta ni se dora ni se limpia. ¡Reinar y no tener voluntad suya jamás! ¡Reinar y aparecer siempre en tutela y en cautiverio! ¡Reinar y llamar a cada paso a la nulidad, a la timidez, para disfrazar la inconsecuencia, la falsedad y el perjurio! Reinar, en fin, y verse reducido en todos los vuelcos que dan las cosas en su país a decir a la Europa: Me han forzado, me han preso, me han engañado, me han pervertido! ¿Y una voluntad como ésta es la que el poder de los monarcas coligados venía a poner en franquía? ¡Ah milord! El alma que no tiene consejo propio, el corazón pusilánime que de todo tiembla y se aterra, no puede ser libre jamás.

Lo que menos se comprendo es qué significan los nombres de san Luis y san Fernando introducidos aquí con tanta imprudencia, por no decir sacrilegio. El menor inconveniente que tiene esta jerigonza mística es el de ser una charlatanería impertinente sin gracia ni valor alguno. Ni san Luis ni san Fernando tenían nada que ver en el asunto que se trataba. Sus nombres, con ser tan grandes, no podían cubrir la iniquidad de una agresión no provocada ni el asesinato de una nación. ¿Qué digo cubrir? Ellos lo hacían más patente. Nosotros sabemos bien lo que el conquistador de Sevilla diría al sucesor de su trono y de su nombre sobre los pasos por donde había llegado al estado en que se hallaba; y en cuanto a san Luis, estamos bien seguros de que aquel hombre justo, aquel preux chevalier, se avergonzaría de la doblez y mala fe, de los viles manejos y arterías con que el rey su nieto había preparado el camino a tan ominosa expedición. ¿Qué efecto pues producen en el asunto presente la mención de aquellos dos príncipes insignes? Manifestar más y más la distancia a que está de ellos su degenerada progenie.

La amenaza, convertida en amago, no dejaba al Gobierno español lugar alguno para la duda, ni momentos que perder. Faltábanle fuerzas regulares y medios efectivos para repeler de pronto la agresión, y no tenía otro arbitrio que hacer nacional la guerra y ver si empeñada la lucha, ella misma presentaba los medios de resistencia que de pronto no estaban en su mano. Quizá la Francia se cansaría de suministrar hombres y dinero para una empresa tan inicua y tan ominosa; quizá la opinión de la nación inglesa obligaría a sus ministros a tomar otro rumbo más generoso y más favorable a los intereses de la libertad; quizá, en fin saltarían algunas chispas de insurrección en Alemania que causasen alguna diversión favorable a nuestra causa. Todo esto lo había de hacer el tiempo, y para eso era preciso ganarle. El corto ejército que había, empleado casi todo en contener a los facciosos de las fronteras, no podía de modo alguno contrarestar a los cien mil hombres que entraban. Pero estos cien mil hombres no eran nada si la nación quería defenderse de ellos. Bajo este plan se tomaron las disposiciones convenientes al intento, y pospuesta toda idea de pasión y de partido, se nombró por generales a los que la opinión pública designaba como más a propósito en la ocasión. Los nombres de Mina, de Abisbal, de Ballesteros y de Morillo daban aliento a los más tímidos, y aseguraban a los más recelosos. Todos ellos tenían empeñadas las prendas más preciosas en la causa de la libertad; a todos por aquel camino les reía la ambición, la gloria y la fortuna; todos sabían eminentemente la clase de guerra que les aguardaba, y no era posible suponer que se dejasen intimidar y humillar por las tropas inexpertas y mal animadas del duque de Angulema los mismos que con tanto esfuerzo y destreza habían sabido resistir, fatigar y al fin vencer a las legiones aguerridas y triunfantes de Napoleón.

Pero aun cuando los preparativos y medidas adoptadas entonces se realizasen a medida del deseo, era preciso antes de todo poner en salvo las Cortes y el Gobierno, expuestos al mayor riesgo si la capital llegaba a ser amenazada. Decretóse pues su traslación a Sevilla, dejando al Ministerio el tiempo y modo de hacerlo, según conviniese a la seguridad del Estado. La cosa sin duda alguna era tan difícil como indispensable, porque además de los grandes obstáculos que una operación de esta importancia lleva siempre consigo, se aumentaban entonces hasta el infinito con la oposición de todos aquellos que o no querían conocer la extremidad a que estaba ya expuesto todo, o que conociéndola deseaban que la crisis se terminase cuanto antes con la sorpresa de Madrid y la disolución del Gobierno. Alegábase para ello lo largo del camino, lo costoso de la expedición, los peligros del viaje, el embarazo de una comparsa tan inmensa como la corte tenía que llevar; en fin, la poca necesidad que había de ello por el pronto, no habiendo apariencia de que los franceses penetrasen tan en breve hasta Madrid.

La dificultad mayor estaba en la voluntad del Rey, a quien menos que a nadie convenía aquella medida, y que padeciendo entonces de sus ataques de gota, tenía en ellos un pretexto aparente, si no cierto, para negarse a marchar, o por lo menos para entorpecerlo de modo que al fin se hiciese imposible. Ni dejó e1 de recurrir a este efugio cuando se vio estrechado a decidirse; pero el informe de los facultativos que le reconocieron de oficio, principalmente el del intrépido y candoroso Aréjula, no dejó duda en el caso, y se hizo público que el viaje, lejos de ser perjudicial a la salud del Monarca en el estado que su indisposición tenía entonces le sería al contrario conveniente y provechoso. El éxito confirmó plenamente esta declaración del arte, pues el Rey se fue mejorando notablemente en el camino, y llegó a Sevilla enteramente bueno; y por esta parte el asunto quedaba resuelto a favor de la opinión general y sin escándalo alguno.

No fue así con el otro arbitrio que la corte, como casi siempre, mal aconsejada, adoptó en la misma época para estorbar el proyecto y no dar lugar a la guerra. El Rey, que siete meses seguidos se había mantenido malo y pasivo a todo, sin mostrar en los negocios públicos otra voluntad que la de las Cortes y sus ministros, se acordó de repente de su prerogativa constitucional, y nombró otro ministerio. Hubiéralo hecho cuando Bessieres estaba a las puertas de Madrid, y nadie lo hubiera extrañado, y quizá todos agradecido. Mas la ocasión, el modo y principalmente la calidad de los sujetos nombrados, todo llamó entonces la atención. Es verdad que aquella vez no se le podía reconvenir de ir a poner su confianza en los enemigos de la libertad o en los indiferentes; la mayoría de ellos pertenecía al partido liberal exaltado, y tenían, no sé con qué verdad, la opinión de comuneros. Pero a pesar de este concepto y de la fisonomía que ellos presentaban, la intención con que se procedía a semejante novedad traspiraba demasiado para que no se conociese por todos. Mudar los ministros al tiempo de estarse dando las disposiciones generales para la defensa y haciéndose los preparativos de la marcha; traer junto a sí sujetos la mayor parte nuevos en los negocios de estado, y alguno absolutamente incapaz, era tanto como decir abiertamente voy a entorpecerlo todo. Aun cuando a los más de ellos les cogió su nombramiento de improviso, como se mostró por los efectos, a otros no se les consideraba en este caso, y se creía que eran llamados para un plan concertado de entrega y transacción con los enemigos. Hablábase de una diputación enviada por la comunería al Rey, ofreciéndole su asistencia contra la opresión en que le tenían el partido puro constitucional y la masonería; se susurraba de una conferencia tenida por él con Romero Alpuente; y como la guerra de pluma que se hacían las dos hermandades seguía con la rabia más insensata, se dejó conocer bien a las claras con la mudanza del Ministerio que los comuneros a toda costa querían apoderarse del mando y tener de su parte al Rey, y que el Rey a su vez tiraba con la fuerza de un partido a salir del apuro en que se hallaba, para después a su salvo burlarlos a los dos.

Semejante manejo en circunstancias tales conmovió justamente a indignación a todos los buenos españoles, y el bando masónico, aprovechándose hábilmente de esta disposición de ánimos, tomó sus medidas para inutilizar el nombramiento en el día mismo que se comunicó a las Cortes. No bien se tendió la noche, cuando por las calles más públicas y por las plazas del centro empezaron a verse grupos de gente que iban y venían de una parte a otra, gritando a voces: «¡Viva el Rey!» Pero más «¡vivan los ministros!» ¡Qué se mantenga el Ministerio!» Engrosados muy pronto con algunos que se les agregaron y con los muchos que por curiosidad los seguían, se dirigieron en gran tropel a palacio repitiendo los mismos clamores. Como el partido opuesto no estaba preparado para esta especie de ataque, no pudo tomar medida alguna de resistencia o de contradicción. El Rey, por otra parte, que manteniéndose firme algún tanto podía haberles dado tiempo para volver sobre sí y volar a sostenerle, se portó con la misma pusilanimidad que siempre, y no escuchó consejo ninguno de entereza y de decoro, aunque no faltó quien fue a ponerse a su lado y se los diese convenientes a su dignidad y situación. Importábanle sin duda tan poco los ministros que acababa de nombrar como los que despedía, y lo esencial para él era salir cuanto antes de la zozobra y temor en que los tumultuados le ponían. El nombramiento se había hecho con la más insigne mala fe, y esta una vez conocida y contrariada de aquel modo, no le quedaba otro partido que el usual suyo en semejantes ocasiones. Cedió pues sin mucha repugnancia, y con acuerdo de los mismos ministros exonerados decretó la suspensión de los efectos del nombramiento hasta su llegada a Sevilla, y que entre tanto siguiese el mismo ministerio en calidad de interino. Con esto cesó el tumulto con tanta facilidad como había empezado, y a las once de la noche no había en las calles señal ninguna de la agitación que acababa de suceder. Así un escándalo tuvo que corregirse con otro escándalo igual, y todo anunciaba a los ojos de propios y de extraños la descomposición de un estado donde el Rey, el pueblo, el Gobierno y las Cortes, todos iban por su lado, sin plan, sin concierto, sin interés real alguno que fuese recíproco y común.

Contribuyó en gran manera a este funesto resultado una nueva opinión y un partido nuevo que se vio aparecer entre nosotros desde la comunicación de las notas. Luego que se resfrió aquel primer calor producido por la indignidad del intento y por los nobles efectos excitados con tanta energía en las dos célebres sesiones, los pareceres no se mantuvieron tan unánimes ni la exaltación tan igual. La idea de que contemporizando algún tanto y alterando los artículos más ofensivos de la Constitución se conjuraría la nube y se conservaría alguna parte de la libertad empezó a estar muy válida y a correr de boca en boca como el recurso más racional y prudente que en aquella crisis nos quedaba. Esto dio lugar al partido que se llamó de los modificadores, medio entre el constitucional y el servil, y entonces sobremanera pernicioso, porque enflaqueciéndose con esta inoportuna división el partido constitucional, ya no muy fuerte, se aumentaba en otro tanto el poder de sus enemigos. Eran de este nuevo bando casi todos los altos empleados, los grandes, los generales de mayor nota, los descontentos y agraviados del gobierno existente, los que por algún título o conexión pertenecían al partido afrancesado, todos aquellos en fin que tenían miedo de comprometer en la lucha que se preparaba su crédito, su fortuna o su sosiego. Seducidos por las artificiosas razones de vuestro embajador Acourt y del coronel Sommerset, venido a la sazón a Madrid con este objeto, nada era a su parecer más fácil que establecer de pronto una cámara alta, aumentar la prerogativa real, y reformar las bases de la Constitución. Con esto, según ellos, se ponía silencio a nuestros detractores, y se quitaba todo pretexto de encono y de ataque a los extranjeros. Partiendo de aquí, y de lo imposible que les parecía la resistencia por nuestra parte, trataban de insensatos, cuando no de perversos, a cuantos desdeñando estos caminos de transacción consideraban la guerra como inevitable y necesaria. Sus continuas ponderaciones sobre la fuerza de los enemigos y la poquedad de las nuestras enfriaban a los tibios, desalentaban a los animosos y justificaban a los indiferentes. Las Cortes y los ministros eran objeto continuo de su crítica y de su rechifla, y no contentos con el descrédito que esto producía en las medidas del Gobierno, confundieron vergonzosamente los respetos de la causa pública con el disfavor de la autoridad, y se negaron a seguir el pendón de la libertad y de la patria, en odio de las manos que le enarbolaban.

Y ¿quién, milord, a ser decoroso y posible, no hubiera comprado con el sacrificio de algunos artículos constitucionales la tranquilidad y la paz? Quién, con tal que se asegurasen de un modo firme y constante los elementos esenciales de la libertad civil, no hubiera prescindido de tal o cual forma exterior? Mas en el extremo a que ya estaban reducidas las cosas, la modificación de la ley fundamental ofrecía riesgos inmensos y dificultades invencibles. Oyérase a los que estaban en contra, y se viera la razón victoriosa que los asistía. ¡Qué ocasión, decían, para tratar de corregir el sistema político de un estado, aquella en que la Europa lo amenaza, el enemigo está a las puertas, la guerra civil en la frontera, los partidos expuestos a estallar en el interior! Demos en buen hora que convenga hacerlo; mas ¿en qué forma se hará? Sin poderes legítimos y expresos para ello, cuanto se haga será tenido por nulo y no será reconocido de nadie. Si los poderes se piden, el tiempo se pasa, los enemigos instan, el Gobierno está sin acción, y la ocasión se pierde. Mas concedamos también que nos da tiempo bastante, que los poderes vienen, y que se aplica la mano a la reforma,¿quién nos asegura que esto mismo no sea un nuevo motivo de discordia y desunión añadido a los muchos que ya nos dividen? Quién nos asegura además, aun cuando nos convengamos nosotros en lo que ha de reformarse, que esto baste a sacarnos de la extremidad en que nos hallamos?¿Qué prendas nos tienen dadas ni nuestros enemigos ni nuestros falsos amigos, de que se contentarán con las modificaciones que hagan por sí mismos los españoles? En ninguna de sus comunicaciones de oficio está fijado el punto de sus quejas de una manera precisa, ni se nos ofrece la menor garantía para la parte de libertad que nos quede, sacrificado que sea el resto a sus respetos y a sus recelos. Y ¿podríamos nosotros, encargados de custodiar una ley fundamental, aventuramos a entrar en su reforma con tan grave peligro y tan poca seguridad? ¿Qué responderemos a la nación cuando, de resultas de esta operación imprudente, se vea de pronto sin defensa, sin gobierno, sin libertad y sin independencia?

No nos engañemos, añadían: los que nos han dejado gemir seis años seguidos bajo el despotismo monárquico y sacerdotal, sin moverse a mediar ni intervenir para mitigar nuestros males, no nos quieren ver libres ni mucho ni poco. Los que sin provocación, sin injuria, sin el menor agravio de nuestra parte, después de reconocido por tres años nuestro actual sistema político, se levantan de repente contra él, han decretado irrevocablemente su ruina en los consejos de su iniquidad. Ni penséis que este ataque se hace a nuestra constitución porque es defectuosa; lo que les ofende verdaderamente son sus aciertos, y no sus defectos: la atacan porque es constitución, y esto les basta a los que no pueden sufrir ninguna; la atacan, y cualquiera que ella fuese tendría el mismo destino y la misma odiosidad. Mientras el Rey esté con nosotros, a todo dirá que si; cuando esté con ellos, a todo dirá que no: ¿Quién de los santos aliados pensáis que se comprometa a doblarle entonces la voluntad para que acceda de buena fe a lo que hayamos hecho ahora? Acaso fiáis en el gobierno inglés, cuyo embajador y agentes son tan pródigos de consejos y tan avaros de seguridades. ¡Simples, que no veis el golpe que se prepara en las ilusiones con que os fascinan! ¿Qué les importa vuestra libertad a esos maquiavelistas orgullosos? Lo que les importa, sí, es asegurar la independencia de nuestras colonias con estas agitaciones y oscilaciones continuas de la metrópoli. Ese es el objeto exclusivo de su anhelo y de sus deseos. En cuanto a vosotros, claro está el camino: mostraros un alevoso interés con consejos importunos o imposibles de seguirse, adormecer vuestra actividad, entorpecer vuestros preparativos, haceros perder el tiempo en vanas tentativas de reforma, y después de enredaros por vuestras manos mismas en un laberinto, de donde no salgáis sino confundidos y esclavizados, jactarse ante su parlamento de que han acabado con la anarquía de España y cortado la guerra en Europa.

Fuerza nos es, concluían, someternos a la ley imperiosa de la necesidad: ella nos manda negarnos a todo paso que no se ajuste con la honra; ella nos manda resistir con valor a esta agresión inicua y escandalosa. Resistamos pues, y no pongamos la consideración ni en lo arduo de la empresa ni en la desigualdad de nuestras fuerzas; cerremos sobre todo los ojos a los males y miserias que van a llover sobre todos los adictos a la libertad; porque no sois solos vosotros, hombres pusilánimes y egoístas, los que vais a aventurar y a padecer en esta áspera contienda. ¿Nosotros, por ventura, empezada la guerra, y aun después de acabada, vamos a dormir sobre rosas? No sin duda alguna, y harto bien sabemos la desgraciada suerte que nos espera en el caso de sucumbir. Pero nuestro deber es corresponder lealmente a la confianza que de nosotros ha hecho un pueblo libre. Si él está resuelto a mantenerse tal, tiempo es ahora de que lo manifieste con la energía y denuedo que corresponden a su dignidad y poder. Si no, ríndase en buen hora; que nosotros en haberle dado consejos dignos del nombre español, y perdiéndonos cuando se pierda el estandarte de la independencia, habremos llenado nuestras obligaciones, y ni la patria ni el mundo tendrán jamás que reconvenirnos.

¿Cuál de las opiniones era la más sana, milord? No hay para qué expresarlo, cuando los sucesos posteriores y nuestra deplorable situación presente están diciendo a voces que toda confianza en la generosidad y buena fe extranjera era una ilusión vana, una simplicidad sin disculpa y sin perdón.




ArribaAbajoCarta novena

24 de marzo de 1824


A pesar, milord, de los siniestros presentimientos que este estado de cosas infundía, el espectáculo que presentó la traslación del gobierno no pareció tan infausto. Esta operación, tan importante como difícil y complicada, se efectuó no sólo con decencia y desahogo, sino hasta con una especie de majestad. El Rey salió de la capital a vista de un gentío inmenso, que sin dolor, sin ira, sin aplauso y sin insulto, le vio marchar adonde la necesidad de las cosas le llamaba. Las Cortes le siguieron. y así el Monarca como ellas recibieron en todos los pueblos del tránsito aquellos obsequios y demostraciones de adhesión, de respeto y aun de regocijo que la ocasión requería. Ni la turbulencia de la facción, ni el mal espíritu de algunos parajes, ni el descuido ni la casualidad, dieron lugar en aquel largo viaje a confusión, a desgracia alguna, al más mínimo disgusto. Todo se hizo bien, porque todos los que intervinieron en ello fuertemente lo querían. ¡Ojalá hubiera sido así en todo lo demás! Pero al fin este primer paso estaba felizmente conseguido, y antes de que los enemigos tocasen en las orillas del Vidasoa, ya los penates de la libertad estaban fuera de sus alcances en las del Guadalquivir. Nuevo triunfo ganado por la buena causa sobre la flojedad, la malevolencia y la intriga. Es verdad que fue el último; pero no por eso deja de ser una prueba añadida a tantas otras, de que el espíritu de servidumbre, reducido a sus propias fuerzas, no debía ni podía prevalecer en España.

Apenas llegaron a Sevilla nuestras autoridades políticas, cuando los franceses verificaron su entrada en el territorio español. Estas fueron las dos operaciones ostensibles con que se dio principio a la guerra; pero a considerar las cosas como ellas realmente han sido, de la una porte al menos el rompimiento se había hecho mucho antes. El cordón sanitario pretextado al principio con las epidemias, y después extendido hasta donde no había peligro de contagio, y reforzado más cada día; los auxilios suministrados a nuestros facciosos en armas, vestuario y dinero, con los cuales se reponían al instante de sus derrotas continuas, la guerra civil introducida a fuerza de dinero en Cataluña, y las sumas inmensas que se empleaban en excitarla en el interior, no eran, milord, otra cosa que una serie no interrumpida de agravios y hostilidades, tanto más fatales cuanto más ocultas, tanto más viles cuanto más aleves.

Diose fuego a estos medios con una maravillosa actividad poco antes de la invasión. Las partidas de facciosos, antes contenidas al derredor de la frontera, ya en aquel tiempo se multiplicaban con exceso, y en todas partes brotaban. Muchas de ellas luego que el ejército francés penetró en España fueron a incorporarse con él y a tomar parte en sus operaciones: de modo que los primeros que se agregaron a aquellos restauradores de la tiranía fueron estos bandidos, que en su traza, en su hablar, en sus modales, mostraban desde luego haber sido sacados de la gente más ínfima y baladí de la sociedad. Digno era por cierto de semejante expedición aquel tropel auxiliar compuesto de presidarios, de presos y de malhechores: ellos formaban la vanguardia y las alas del ejército restaurador; ellos te servían de exploradores, de guías y de aposentadores; ellos entraban en los pueblos, se ponían al frente de la reacción política que había de hacerse en ellos, imponían contribuciones y multas a su antojo, encarcelaban, ahuyentaban, saqueaban, y excepto matar, hacían cuantas vejaciones podían sugerirles su condición propia o el resentimiento ajeno.

Uno de vuestros ministros, no atreviéndose a defender ni el objeto ni la justicia de la expedición del duque de Angulema, recomendó por lo menos, como en compensación, el porte moderado y humano del ejército francés y de su general. Faltaba sin duda a la extrañeza de todo lo ocurrido con los españoles en esta época singular la circunstancia curiosa de ver a los ministros ingleses aduladores de un príncipe francés delante del Parlamento. Y ¿qué era lo que podía hacer el Duque ni su ejército en una marcha sin oposición y en pueblos abiertos y sin defensa? ¿Los había de haber llevado a sangre y fuego a la manera de Tamerlan? Pero esto ni Tamerlan lo hacia con las ciudades que de su grado se le entregaban, ni es probable que en la situación que estaban los franceses les fuese útil tampoco. ¡Objeto por cierto bien digno de alabanza que el duque de Angulema no fuese un Atila porque no le convenía serlo! Y esto aun dado por cierto todo el fundamento del aplauso; porque la muchedumbre de familias atropelladas, despojadas y desoladas por nuestros inmundos bandoleros, no le concederían fácilmente la generosidad de los extranjeros que los apoyaban, y sus lágrimas, que no están secas aún, responderían harto bien a la impertinencia de vuestro estadista.

A caber duda alguna en las instancias y plan de los franceses, se disipara del todo con la regencia que formaron en Madrid al instante que le ocuparon. Ya en el hecho mismo de crear sin necesidad una autoridad de esta clase manifestaban el designio de dar un centro a la guerra civil y organizarla de una manera sólida y permanente. Pero componerla además de sujetos señalados por conspiradores aleves o fanáticos contra todo sistema liberal, fue una señal clara y funesta de que, en vez de tomar un temperamento prudente entre los dos partidos que dividían la nación, no se trataba de otra cosa que de sobreponer el uno al otro, de crear intereses nuevos cruzados con los antiguos, y entregarnos a todo el encono y confusión de las pasiones. Los actos extravagantes y furiosos con que aquella autoridad manifestó su existencia correspondieron al objeto de su creación, y justificaron plenamente los recelos y desconfianzas de los constitucionales antes que se empezase la guerra y en todo el curso de las tristes negociaciones que la terminaron.

Pasemos por alto la borrachera frenética en que por largos días estuvo sumergida la canalla de Madrid, excitada a todos los excesos por las autoridades españolas y consentida por los franceses, que sólo en uno o en otro caso particular trataron de contenerla y apenas lo pudieron conseguir. Todo esto, común donde quiera en semejantes revueltas, y resultado natural y forzoso del carácter que habían dado a la reacción los mismos invasores, se concibe con facilidad y se describe con sentimiento. Mas no es tan fácil de concebir, y mucho menos de disculpar, el paso poco honroso dado por diferentes individuos de otra clase que no debía estar agitada por el mismo frenesí y tenía que guardar otros respetos. Hablo, milord, de aquella indefinible representación hecha por un crecido número de nuestros grandes al duque de Angulema, en que le daban el parabién de su venida, le tributaban gracias por haberlos libertado de la tiranía popular, se disculpaban de no estar al lado del Rey y ofrecían sus haciendas y vidas para libertarle. Da pena ciertamente ver unas cuantas firmas que no debían figurar allí; y que arrancadas sin duda por la violencia de la situación y de las circunstancias, no hay para qué insistir ahora sobre ellas. Pero a los promovedores principales de semejante escrito podía muy bien preguntar el Duque en qué consistía haber aguardado a dar esta demostración de lealtad al tiempo en que había cien mil bayonetas extranjeras dentro de España, a que su cuartel general estuviese en Madrid, y cuando el gobierno constitucional empezaba a agonizar en la Andalucía. Prestarse a tal cual intriguilla miserable sin peligro y sin honor, como alguno lo había hecho, no era bastante en caso tan arduo y tan solemne. ¡Quién de ellos había levantado al descubierto la frente en defensa de su rey! ¡Quién se había expuesto a las fatigas y a los combates o a la prueba de la persecución! ¡Quién cuando menos había dejado el país para no autorizar con su presencia y sufrimiento los crímenes de la facción y del poder popular que ahora llamaban tiranía! Y ejemplos tenían que imitar y abiertos los caminos por donde ir, y sin embargo ninguno lo había hecho.

Entre tanto el gobierno constitucional, llegado a Sevilla y establecido allí, se dio a esperar los resultados que tendrían las disposiciones tomadas antes del viaje. Lo peor era que no podía hacer otra cosa que esperar. Faltábale un ministerio, porque el que allá llegó no podía ni quería continuar; faltábale un general que reuniese en sí la actividad, el talento, la intrepidez y el don de gentes necesario para poner en movimiento los grandes recursos que podía dar de sí la Andalucía; faltábanle sobre todo los medios de sostener la guerra en la absoluta falta de caudales en que a la sazón se hallaba. De estos tres vacíos el uno podía absolutamente llenarse, como de hecho se llenó con el nombramiento de Calatrava y de sus compañeros; el segundo tampoco era muy difícil, y cualquiera general hubiera sido mejor que el que había; mas ¿cómo ni dónde encontrar medios pecuniarios, sin los cuales no se podía dar un paso? Crearlos era imposible, pedirlos inútil, arrancarlos peligroso. Todo esto se hace o con el crédito o con la fuerza, y uno y otro faltan a los gobiernos cuando son nuevos y se les ve de vencida.

En este estado incierto y precario vinieron las nuevas de la deserción de Abisbal, del desconcierto y trastorno que esto había causado en la división que él mandaba, y de la entrada de los enemigos en la capital. Con esto último ya se contaba, pero la otra novedad pedía urgentísimamente remedio, y avisaba al mismo tiempo al Gobierno de su crítica posición. La división venía retirándose por Extremadura y deshaciéndose en el camino por la desconfianza, la desunión y el desaliento. Debió el Gobierno darla por jefe un militar intrépido, de concepto y de experiencia, que le inspirase aliento y confianza. Pero el general López Baños, que fue quien allá se envió, no acertó, por su falta o por la ajena, a dar esta confianza a sus tropas. No es mi propósito, milord, hablaros de los movimientos y operaciones de esta guerra, si tal puede llamarse, sino en cuanto influyeron al trastorno del orden político. Por eso no me detendré en describiros la marcha de aquella división, levantada en Madrid a tanta costa y con tantas esperanzas. Baste decir que por falta de un jefe hábil o afortunado que la supiese conducir y adestrar, sin haber tenido una acción, sin haber casi disparado un tiro, retirándose siempre, o más bien huyendo del enemigo, vinieron sus miserables restos a acabar de desmoronarse en Cádiz con mucha afrenta para ella y sin utilidad ninguna para el Estado.

Los franceses, que con esta prueba vieron el desconcierto y poca resolución de los españoles, seguros ya de la connivencia de los pueblos a sus intentos, o por lo menos de su estado pacífico y pasivo, se precipitaron sobre la Andalucía para acabar la guerra de un golpe, sorprendiendo o disolviendo el Gobierno. Cayeron entonces los constitucionales en la cuenta del doble error cometido en no haberse venido de una vez a Cádiz desde Madrid, o en no haberlo hecho luego que se supo la felonía de Abisbal. Los enemigos volaban, el camino estaba llano y sin defensa, y una conspiración tramada en Sevilla para levantar la cabeza luego que ellos se acercasen, y trastornar el gobierno constitucional, arrestando sus autoridades y proclamando al Rey absoluto. En tal estado sólo podía ganarse el tiempo perdido con una resolución pronta y vigorosa: las mismas razones que mediaron para la traslación de Madrid a Sevilla, mediaban, y con mayor fuerza, para la de Sevilla a Cádiz, y era preciso decretarlo o resolverse a perecer.

Las Cortes pues la acordaron. Comunicase al Rey con las formalidades de costumbre, y él se niega resueltamente a marchar. Nueva invitación, nueva repulsa «Mi conciencia, dijo desabridamente a los diputados, no me consiente acceder a una cosa tan perjudicial a mis pueblos»; y esto dicho, volvió las espaldas, sin saludarlos siquiera con la urbanidad que solía. Esta respuesta, y más el tono con que la dio, hicieron ver a las Cortes el peligro en que la libertad y ellas estaban. Mas sin desconcertarse ni desmayar por semejante contratiempo, viendo la necesidad de no perder momento ninguno y de ganar por la mano a sus contrarios, tomaron de pronto su partido y saltaron denodadamente por el valladar que se les oponía. Entonces fue cuando se dio la resolución famosa de suspender momentáneamente al Rey de sus funciones, ya que con aquella negativa se mostraba por entonces inhábil a ejercerlas. Nombróse una regencia de tres, encargada especialmente de tomar las disposiciones perentorias para trasladar al instante al Rey y su familia a la isla de León, y en la cual estuviese depositado el poder ejecutivo durante el viaje, y las Cortes se declararon en sesión permanente hasta que el Rey estuviese puesto en camino. Los regentes nombrados aceptaron con magnanimidad y respeto la peligrosa y delicada comisión que se les daba, y correspondieron dignamente a la confianza de los representantes de la nación. La conspiración se atajó con la prisión de sus cabos principales; Sevilla se mantuvo quieta, y a las dos de la tarde del día siguiente la Regencia salía de la ciudad con el Rey, que se prestó a todo lo que se le insinuó sin resistencia ninguna y aun sin visible desagrado. Las Cortes inmediatamente le siguieron, tomando la mayor parte de los diputados su rumbo por el río, de modo que a los tres días de haberse decretado la traslación, el Monarca y las Cortes se hallaban en Cádiz, burlados segunda vez los perversos intentos de los enemigos de la libertad, como antes habían sido burlados en Madrid.

Yo bien sé, milord, cuánto se ha disfamado en España y en Europa este paso de las Cortes, con qué negros colores se le pinta, con qué implacable rencor se le condena. Quién le desprecia como un escándalo inútil y superfluo, quién lo califica de temeridad insensata, quién lo detesta, en fin, como un sacrilegio abominable; pero sería bien que estos malévolos detractores nos dijesen qué habían de hacer las Cortes en la extremidad en que se veían. ¿Se arrodillarían a los pies del Rey implorando su clemencia, y abandonando en sus manos el depósito de la libertad o independencia española que habían recibido de la confianza nacional? ¿O se dejarían arrastrar por el populacho sevillano, procesar y ajusticiar después por los satélites de la tiranía? Y si esto no era compatible ni con sus principios ni con sus deberes, y mucho menos con los derechos de su defensa propia, mírese la cuestión por el otro extremo, pregúntese qué es lo que habían de hacer con el Rey que no fuese lo que hicieron. ¿Habían de declarar a la faz del mundo que quería entregarse a sí y al Estado en poder del enemigo? ¿Le acusarían de perjuro? ¿Le destronarían como traidor? O le dejarían hacer pedazos por el inmenso concurso de gentes que viéndose así vendidas a la venganza y al cuchillo de sus contrarios, ya inundaban armadas las avenidas del alcázar, y descompuestas en ademanes y en gritos, podían en su rabia abandonarse al último atentado?

Yo diré pues a los grandes políticos que por considerarlo ya todo perdido tratan de superflua esta medida, que su supuesto es falso, que nada había perdido sino el general Abisbal, que las Cortes no debían ser las primeras a imitar su ejemplo, ni rendir el pendón de la libertad cuando en tantas partes estaba todavía en pie, y por consiguiente, que lejos de ser superfluo aquel paso, era absolutamente necesario, pues que la libertad ni el Estado no podían conservarse sin él. Yo diré a los que le tachan de temerario, que no midan la grandeza del corazón ajeno por la estrechez y poquedad del suyo, y que cuando el objeto es noble y grande, la utilidad clara y evidente, y la obligación y el honor están por medio, el arrojo de los peligros y el sacrificio no se llama temeridad insensata, sino resolución y bizarría. Yo diré en fin a los mentecatos, o más bien a los hipócritas que le acusan de criminal y de sacrílego, que nunca se reputó así el acto de quitar la espada y contener el brazo de un furioso que nos viene a atravesar, sea hombre privado, sea rey sea emperador o pontífice; que la determinación que así culpan, lejos de llevar consigo la menor mira de interés personal, de ambición, de usurpación, de traición o villanía, no tenía ni podía tener otro objeto que la seguridad y salvación del orden político y de la independencia nacional, amenazados de muerte; que pongan por último los ojos en el carácter modesto y prendas estimables de muchos de los diputados que le votaron, y sobre todo que contemplen quiénes eran los tres hombres que se encargaron de cumplirle, y llámenlo después crimen, sacrilegio o como quieran, si es que se atreven16.

Mas ¿para qué me canso? Las lenguas y las plumas vendidas al orgullo y soberbia de los reyes no son las que pueden ni deben calificar aquella sesión, o más bien convulsión de treinta horas, que produjo un resultado tan imprevisto y tan atrevido. Tampoco los tribunales encargados ahora de hacer servirla justicia al rencor y a la venganza, y menos los egoístas que en esta suspensión y en su descrédito han hallado la ocasión y el pretexto de faltar a los deberes que tenían contraídos con su patria y dorar su deserción. Solo a la posteridad toca juzgar a las cortes españolas, porque ella sola es quien puede hacerlo con equidad y justicia. Mas o yo me engaño, milord, o para que se cuente desde ahora entre los esfuerzos más heroicos del patriotismo sólo ha faltado a aquella resolución verdaderamente singular que el congreso donde se tomó tuviese más opinión, y sobre todo ser seguida de mejor fortuna.

No bien había el Gobierno pasado el puente de Suazo, cuando la Regencia cesó en su autoridad, y el Rey fue restablecido en la suya. A consultar con el decoro que debía a su dignidad y con el que se debía a sí mismo, se negara sin duda a tomar el mando que se lo volvía. Muchos temieron que lo hiciese así, y que con esto solo pusiese a los constitucionales en un laberinto de dificultades y embarazos que no les fuese posible salir de ellos. Mas no lo conocían bien los que esto recelaron: Fernando VII, con el carácter que ha recibido del cielo, no era posible que reparase en esta especie de miramientos; las resultas de la nueva repulsa podían ser desagradables, y por otra parte, de aquel modo, a todo torcerse el dado, siempre se quedaba rey constitucional cuando no pudiera ser absoluto. El miedo pues y la política pudieron más que el orgullo: él volvió a encargarse del gobierno del mismo modo que se había dejado suspender en él, sin repugnancia y sin protesta; y este punto importante arreglado en esta forma, las cosas al parecer volvieron a estar en la situación que tenían antes.

Digo al parecer, milord, porque si bien los dos resortes principales del Estado, las Cortes y el Gobierno, se hallaban en Cádiz a salvo de cualquier correría y sorpresa, el aspecto, sin embargo, que allí presentaba era muy diferente del que tuvo dos meses antes al llegar a Andalucía. Entonces fue una marcha, ahora una fuga; antes venía entero, seguido de todas las grandes oficinas e instituciones; ahora llegaba disperso, desunido y puede decirse que desgarrado. Como el Gobierno no pudo, por la premura, tomar las medidas convenientes y obligar con órdenes perentorias y precisas, cada uno fue dejado a su discreción propia; y muchos, creyendo ya que los vínculos sociales estaban disueltos, tomaron el rumbo que les pareció mejor para su seguridad o su fortuna. Gran parte de los altos empleados se quedaron en Sevilla o se retiraron a diferentes puntos para guarecerse en la tormenta, y por este camino puede decirse que el gobierno constitucional se encontró sin consejo de Estado, sin tribunal supremo de Justicia, sin muchos oficiales de las secretarías del Despacho, sin audiencia territorial, y lo que es más extraño, sin algunos diputados a Cortes. Yo no trato ahora de acriminar su falta, y mucho menos de justificarla17; pero cualquiera que sea el nombre que merezca, ella se dejaba conocer, y quitaba dignidad y majestad al Gobierno tan tristemente abandonado.

También permaneció en Sevilla vuestro embajador Acourt, dando por pretexto que sus credenciales eran para el Rey, y no para una regencia. Ni mudó de propósito cuando fue invitado por nuestro ministerio a venir a Cádiz cerca del Rey luego que fue repuesto en su autoridad. Situóse en Gibraltar, desde donde estuvo como a ver venir, manteniendo una correspondencia con nuestro Gobierno, que hará tal vez honor a su talento, pero que no le hace de modo alguno a su buena fe ni a la del gabinete que le empleaba. Sir William Acourt no pudo obrar entonces según instrucciones precisas, pues el caso era imprevisto y repentino; pero obraría sin duda según el espíritu de las instrucciones generales que tuviese; y el embajador británico, que había acompañado desde Madrid a Sevilla al gobierno constitucional, y que sin motivo y sin razón alguna18 se niega a seguirle a Cádiz, daba a entender bien claro cuál era el partido a que estaban inclinados mucho tiempo había los ministros ingleses, y con cuánto gusto se abrazaba la primera ocasión que se ofrecía de dejar solos a los españoles.

Todos estos males eran consecuencia inmediata de la convulsión de Sevilla, pero no carecían absolutamente de remedio. Cádiz, por su posición y por la reputación adquirida en la otra guerra, exigía para ser embestido con ventaja muchos y diversos medios de ataque, que no podían ser reunidos sino a fuerza de tiempo y de dinero. Entre tanto el partido constitucional dentro de España podía combinarse y concertarse para sus operaciones; los generales tener ya hechos, cuando menos en parte, sus armamentos y llamar la atención de los franceses, fatigándolos con marchas y movimientos, ya que no pudiesen atacarlos; los pueblos volver en sí y conocer que el interés de su independencia estaba íntimamente unido al de la libertad; los amigos que nuestra causa tenía en los países extraños, acudir con remedios prontos y eficaces; en fin, a poco que ayudase la fortuna, un descalabro, una desgracia en alguna de las divisiones enemigas bastar para trastornar su plan, quitarles la superioridad que por el pronto tenían, y dar otro aspecto a la guerra. Todo estaba en el curso de las probabilidades; y el tiempo, condición tan precisa para irlas verificando, estaba ganado por nuestra parte con sólo el hecho de haberse colocado las Cortes y el Gobierno en un punto como Cádiz.

Mas para que esta perspectiva favorable pudiese realizarse era necesaria, además del tiempo, una voluntad firme y fuerte de parte de los hombres, y esta no la hubo, milord. Lo más extraño es que donde primero y principalmente faltó fue en los personajes que puestos al frente de las armas nacionales, debían servir de ejemplo a los demás en la carrera de la constancia y de la intrepidez. Yo no quisiera hablar de hombres en particular; pero ¿cómo es posible prescindir de los tres generales cuya deserción inconcebible allanó a los franceses el camino para el triunfo, y en tanto grado, que ellos mismos se indignan de haberle alcanzado con tan poca gloria?

De esta mala disposición de los caudillos del ejército se hablaba ya en Sevilla, a poco de haber llegado el Gobierno. El susurro había salido del partido antiliberal, que no podía contener su gozo con semejante adquisición. Mas el partido contrario no lo creía, atribuyéndolo o a la siniestra intención de chismosear y dividir los ánimos, o a necedad de gentes que piensan hacer prueba de celo dando abrigo y cuerpo a esta clase de sospechas. ¿Quién lo había de creer? Cuantos respetos hay en el honor, cuantos vínculos tiene la fe pública, cuantos estímulos animan la ambición, tantos mediaban de parte de la confianza que en estos hombres se tenía. Todos tres, sin embargo, faltaron y transigieron con los enemigos de su país y con los de la libertad. Abisbal. primero en Madrid al acercarse los franceses; después Morillo en Galicia cuando el nombramiento de la Regencia, pretextando que con él estaba destruida la constitución; Ballesteros, en fin, cerca de Granada, sin más motivo, al parecer, que ser desigual en fuerzas al general enemigo que tenía delante de sí.

Es verdad que la empresa que se les confió era bien ardua; pero ya se habían encargado de ella, y era preciso llevarla adelante a toda costa y peligro, o mostrarse poco dignos del lugar que ocupaban en el orden político y militar, y mucho menos del que gozaban en la opinión. Si después, ya puestos en la prueba, se conocieron desiguales para la carga que tenían sobre si, podían eximirse de ella en buen hora, y dejarla para otros hombres más denodados. Pero ¿quién los obligaba a desertar, y sobre todo, quién los había autorizado a transigir?

¡Miserable transacción por cierto, que no procuraba la menor ventaja pública a su patria, y que a ellos mismos les ha aprovechado tan poco. Creyeron probablemente que así conservarían sus puestos y sus honores, y se mantendrían a la misma altura en uno y otro sistema. Ya el resultado de la experiencia les habrá amargamente demostrado cuan imposible esto era, cuando repelidos por el absolutismo triunfante en su país, han tenido que abandonarle y ir a recoger en una tierra extraña los disgustos y desaires propios de su falsa y desabrida posición.

Es repugnante por cierto atribuir este torpe cálculo de egoísmo al general Ballesteros, que aunque no muy franco y abierto, ha conseguido generalmente el concepto de un aragonés firme y leal; y repugna más todavía suponerle en el general Morillo, que lleva escrita en su semblante la intrépida audacia de un soldado de fortuna, y no ha perdido en la elevación la llaneza de sus hábitos primeros ni el candor que va unido casi siempre con la honradez. Como quiera que sea, estos hombres, en quienes el Estado había puesto, y con razón, tan grandes esperanzas, revestidos de una confianza y de un poder tan sin límites, que manteniéndose consecuentes a las obligaciones que habían contraído podían conservar su honor siendo vencidos, y vencedores ponerse a la cima del poder, por no haber sabido elevarse a la altura de sus deberes ni tender la mano a las palmas con que les convidaba la fortuna, han dejado caer a su patria en el abismo de desgracias en que ella y ellos están sumergidos ahora19.

Llegados a la isla gaditana los constitucionales, se dieron a poner en actividad y movimiento todos los medias de defensa y resistencia que ofrecía la plaza en sí misma, y que pudieron reunirse por el pronto de otras partes. Se organizó y arregló en una división regular toda la tropa que se fue retirando a aquel punto, se trabajó con indecible actividad en las líneas de fortificación, y se armó y se equipó a toda priesa una escuadrilla de fuerzas sutiles para la defensa por mar. Seguían entre tanto las Cortes sus sesiones con el mismo espíritu que si estuviesen en paz, y a veces dejándose dominar, a pesar de la extremidad de su peligro, de las pasiones mismas y de los mismos extravíos que al principio. Nada ocurrió en el resto de aquella legislatura que merezca llamar la atención, pero sí es muy notable que el Rey, luego que se acercó el período en que debían terminar, manifestase el deseo y la voluntad de irlas a cerrar personalmente. Causó alguna inquietud, y justamente, esta novedad imprevista. Había tantos meses que se mantenía encerrado en su palacio, sin salir de él sino rarísima vez; se había dispensado ya tantas de asistir a aquella ceremonia; y en fin, estaba representando el papel de violentado y preso con tan grande esmero, que al verle de repente tratar de dar aquel obsequio al sistema constitucional y aquella muestra de consideración a las Cortes, nadie lo tuvo a buen agüero, y se temía que quisiese comprometer la cosa pública con alguna proposición o protesta, a la manera con que lo hizo en la legislatura del año 21. Quisieron los ministros quitarle aquella idea del pensamiento, bajo el pretexto de no haber disposición en el local de las Cortes para la magnificencia que requería la solemnidad asistiendo él a ella. No lo pudieron conseguir, y aun se dice que él se chanceaba con los recelos que ellos y las Cortes concibieron, y que les aseguró que nada tenían que temer. Con efecto, él asistió acompañado de su familia y de todo el aparato y séquito que siempre: leyó un discurso bien hecho acomodado a las circunstancias, y en él pidió a los diputados que no se separasen, para poderlos consultar según la urgencia de 1os negocios públicos lo exigiese. De este modo, ya fuese por la política y disimulo que sus parciales le tenían aconsejado, ya por cualquiera otro motivo que no se percibió entonces, él, en vez de desgraciar aquella ceremonia, como se había temido, contribuyó en gran manera a su lucimiento, y la legislatura se cerró con todo el lleno de su dignidad y decoro. En esta sesión puede decirse que acabaron su carrera pública las Cortes españolas; y fue ciertamente una condescendencia de la fortuna, en todo lo demás tan adversa; porque según el extremo a que habían llegado las pasiones, en gran peligro estaban de ser disueltas a denuestos e improperios, como lo fue por Cromwell vuestro largo parlamento; o a bayonetazos, como el consejo de los Quinientos por Bonaparte.

Luego que los franceses, con la deserción de los generales y la desunión y disolución de nuestras cortas fuerzas, tuvieron allanado el camino y quitados los estorbos que se les podían oponer, dieron toda actividad a los preparativos de ataque contra la plaza, y se dispusieron a embestirla. Entonces el duque de Angulema se presentó en las líneas, para que la guerra se terminase bajo sus inmediatos auspicios. Mas antes de formalizar el ataque quiso probar el camino de la negociación, y enviar una carta al Rey, en que le advertía de las intenciones de Luis XVIII. Estas eran que restituido Fernando VII a la libertad, concediese una amnistía general a sus vasallos; que acabase los rencores y restituyese la paz y tranquilidad a sus estados, y además convocase las Cortes según las formas que habían tenido en lo antiguo, para dar a su gobierno las bases necesarias de orden, de confianza y de justicia. En seguridad de esta oferta ponía, además de su palabra, la garantía de toda la Europa; y concluía intimando que si en el término de cinco días no recibía una respuesta satisfactoria, se valdría de los grandes medios de ataque que tenía en su mano, y serían responsables de los males que sucediesen los que por atender a sus pasiones se olvidaban del bien público.

A esta intimación el gobierno español contestó de un modo que no podía satisfacer al Duque, ni continuarse la negociación a que parecía abrirse la puerta con ella. Lo que había de positivo en la propuesta era que el Rey había de ponerse en libertad; lo demás quedaba sujeto a las resultas de una mediación, y nulo en el caso de que el Rey se negase a ello, como efectivamente lo haría luego que estuviese el poder de otro partido.¿Qué confianza tener, por otra parte, en la sinceridad de las intenciones del Duque ni del rey de Francia su tío, cuando la institución de la Regencia y el retorno legal de todos los abusos, de todos los privilegios, de todos los intereses antiliberales, no dejaba arbitrio a dudar de que su verdadero proyecto y su firme voluntad era el restablecerlos y consolidarlos? ¿A qué dejar restaurar un estado de cosas que no había de tener duración? El decreto de Andújar podía prometer alguna mayor seguridad respecto de la amnistía; mas prescindiendo de las dificultades y estorbos que habría seguramente después para su perfecto cumplimiento, esta sola razón no bastaba para capitular con decoro, mayormente no habiéndose probado todavía la suerte de las armas. Inútil era haber apurado los medios que presentaba Cádiz y que había reunido el Gobierno para los preparativos de defensa, inútil la formación del cuerpo de tropas que allí estaba, inútil el armamento de fuerzas sutiles; inútil, en fin, cuanto se había hecho y podía hacerse aún, si a la primera insinuación el Gobierno rendía las armas y se entregaba a partido. Por último, aunque él se inclinase a ello, restaba saber si se lo permitía la opinión, que entonces debía tener una preponderancia tan grande en las operaciones del Gobierno. Pero ni el pueblo de Cádiz, todavía ufano en el crédito de invencible, adquirido por la plaza en la otra guerra; ni las tropas que a la sazón la guarnecían, no probadas aún, y confiadas en la fuerza de su posición; ni el inmenso concurso de liberales refugiados en Cádiz, la mayor parte exaltados y altamente comprometidos; ni, en fin, el concepto público de los amantes que tenía la libertad dentro y fuera de España, estaban preparados para una transacción repentina. ¿Se expondría el Gobierno, apresurándose a tomarla antes de tiempo, a ser tachado por todos como traidor a la causa pública y malogrador de tan buenas disposiciones? ¿Daría lugar a que la temeridad y miras siempre desatinadas del bando exaltado preparase con este motivo una reacción intestina, cuyas funestas consecuencias serían tan difíciles de calcular como imposibles de contenerse?

Estas razones, con otras que sería fácil añadir, hicieron interrumpir la negociación por entonces, y la decisión de las cosas se dejó al arbitrio de la fuerza. Mas ya en aquel tiempo, milord, el conflicto no podía durar mucho ni la victoria estar en duda. La facilidad con que los franceses atacaron y tomaron el Trocadero, se hicieron después dueños del fuerte de Santipetri, y bombardearon por fin a Cádiz, hizo caer de ánimo a los más valientes y desengañó a los más ilusos. Viose entonces a no poderse dudar que los medios de ataque eran infinitamente mayores que los de defensa, y que la resistencia era imposible20. En los intervalos de estas diferentes operaciones se volvió a parlamentar. Mas el duque de Angulema ponía siempre por condición primera y absoluta que el Rey fuese puesto en libertad, y dejaba lo demás como objeto de mediación o intercesión posterior. Esto no contentaba a los constitucionales, que anhelaban una promesa positiva y expresa de hacerse inmediatamente un arreglo político en el reino, que conciliase en algún modo los intereses de los dos partidos y dejase a la nación alguna apariencia de libertad. A cada paso que se daba y a cada respuesta que venía, el Ministerio consultaba a las Cortes, y las Cortes de ordinario dejaban el negocio al arbitrio y prudencia del Gobierno. Unos y otros repugnaban cargar con el desaire y con la mengua de autorizar con su voto y con su firma la abolición de la libertad y la esclavitud de su país.

La repugnancia era mayor y más firme de parte del Ministerio: estaba a su frente el impávido Calatrava, a quien más que a nadie amargaba aquella transacción dolorosa. Cierto de los sinsabores y dificultades que le aguardaban en el puesto peligroso a que te llamó su patria, se había encargado del ministerio en Sevilla, y se había mantenido en él con la entereza y tesón propios de su carácter firme y decidido. Sin duda se propuso acompañar y asiste a la agonizante libertad, al modo que un hombre virtuoso acompaña y asiste en el último trance a su amigo, y aunque despedazado con el sentimiento y penetrado de horror, le consuela y le sostiene animosamente hasta el momento en que espira.

Jamás puse la vista entonces sobre este hombre magnánimo y resuelto, y sobre tantos otros sujetos de su misma categoría, que no me llenase de dolor, de admiración y de respeto. Sus miras, sus pasos todos en la carrera política habían sido dirigidos por el amor a la justicia, por la pasión de la libertad, por el celo hacia el bien y el honor de su país: la causa que defendían era la causa general de las naciones de Europa, interesadas todas en no consentir este bárbaro y brutal derecho de intervención, que amenaza esencialmente su independencia y prosperidad; y los hombres y la fortuna se mostraban conjurados a porfía en derribar todos los cálculos de su prudencia y todas las esperanzas de su buen deseo. Veían a su patria abandonada del mundo, sin probabilidad la más mínima de socorro alguno, ni siquiera de una mediación útil y honrosa; veíanse a si mismos acusados de los unos porque habían hecho la guerra, de otros porque hacían la paz; censurados y vilipendiados de todos, y nadie poniéndose en su ardua y extraordinaria situación. Y sin embargo, olvidados de su peligro propio, puesta la imaginación sólo en las desgracias públicas, se los encontraba con semblante sereno y con frente resuelta en aquella larga agonía. ¡Ah milord! los oligarcas de Europa, rebosando en riquezas, nadando en delicias y agoviados de honores, pueden pavonearse y ostentar su insolente triunfo delante de los reyes que los pagan y de la muchedumbre estúpida que los admira; pero mostrarse ni tan grandes ni tan nobles a los ojos de la razón y de la virtud, eso no.

Entre tanto el aprieto iba creciendo por momentos: faltaba en las tropas el valor, y ya flaqueaba su fidelidad; los bastimentos se apuraban, y aquel grande vecindario sobrecogido de terror con los preparativos de un ataque general por tierra y mar que estaban haciéndose a su vista, y con los de otro bombardeo más destructor y enconado que el primero. Viéndose pues ya en aquel estrecho, y conociendo que prolongar la resistencia era una temeridad insensata, expuesta a los males más horribles, y sin esperanza y sin objeto, los constitucionales determinaron ceder, y lo que aparecerá más singular es que cedieron abandonándose a la discreción y voluntad del Rey, al cual manifestaron que dispusiese su salida como y cuando lo tuviese a bien. Él lo arregló tranquilamente con los ministros constitucionales, y todo estuvo preparado para la mañana del día 30 de setiembre.

Jamás Fernando VII tuvo un trato más afable, más confiado, y hasta más afectuoso con ellos, que desde que la fortuna empezó a inclinar la balanza en su favor. Sea que amaestrado por la adversidad, no quisiese enojar a aquellos en cuyo poder se hallaba todavía, sea que el gusto de irse a ver libre y a mandar absolutamente le adobase la voluntad y le conciliase aquel buen humor, él se chanceaba al hablarlos, los consultaba, accedía fácilmente a lo que le pedían, los aseguraba y les hacía promesas para en adelante. Diríase, según sus demostraciones, que se iba de Cádiz a pesar suyo y que se separaba de sus ministros contra su voluntad. Al recelo que ellos le mostraban de que diese oídos al partido contrario y volviesen las tempestades y persecuciones de los seis años, mostraba impacientarse y afligirse de que le tuviesen por tan inhumano y tan sandio que no estuviese ya desengañado de lo que eran los partidos, y de las dificultades, pesadumbres y desgracias que había acarreado, tanto a la nación como a él mismo, el espíritu de persecución y de encono que le habían hecho seguir desde el año de 14. Tanto hizo en fin, tanto dijo, que él los persuadió de su sinceridad y buena fe; y cuando le vieron firmar el manifiesto que le presentaron para anunciar a los españoles su salida de Cádiz, dándoles palabras de conciliación, de olvido y de consuelo, no entró en ellos la menor duda de que cumpliese a la letra lo que allí les prometía; con tanta más razón, cuanto él se había quedado con la minuta, había hecho en ella las enmiendas que le parecieron, y habiendo tachado la cláusula entera sobre instituciones liberales, dio por razón que aquella no estaba en su mano, y que no quería que se prometiese allí más de lo que él podía y quería cumplir por sí mismo. El disimulo no puede ser más profundo ni llevarse más allá. ¿Quién, milord, les enseña tanto a los que todo lo demás ignoran? ¿Da por ventura la naturaleza a los reyes, como a los otros seres vivientes, un instinto propio para la conservación de su poder, el cual se compone de dos elementos esenciales, violencia y artificio?

Llegó en fin la mañana del 30, y a la hora designada el Rey, por entre las filas de los milicianos tendidos en el palo, salió del palacio que ocupaba al embarcadero, donde le esperaba la falúa. Seguíale su familia, su pequeña corte y los militares de graduación que había en la plaza, que fueron a despedirse de él y a acompañarlo hasta el mar: el general. Valdés era quien mandaba la falúa, teniendo entonces que conducirle al Puerto corno comandante de la bahía, del mismo modo que antes en calidad de regente le había conducido a Cádiz; y en una ocasión y en otra su imperturbable frente no dejó de mostrar por un momento siquiera la entereza y resolución de su generoso carácter. El mar estaba sereno, el viento en calma, el sol escondido entre celajes, y el color del día pardo y oscuro, como disponiendo los ánimos a la gravedad y a la melancolía. Un numeroso gentío coronaba la muralla, atento al espectáculo que presentaba aquel extraño desenlace. Embarcado el Rey, la chusma antes de zarpar dio los vivas de ordenanza, a los cuales ni el muelle ni la muralla respondieron. Los concurrentes se habían ya vestido el luto de los bienes que perdían, y no quisieron degradar su duelo con unos aplausos y unos vivas falsos, inconsecuentes, y por lo mismo viles. Quien leyera en sus ojos y oyera entonces sus palabras hallaría más sorpresa que congoja, más indignación que pena. Veíanle ir, y no se acordaban de los males que les podía hacer después; veíanle ir, y no perdían la memoria de la constante superioridad que siempre habían tenido sobre él; veíanle ir, y le contemplaban más como mísero tránsfuga que como poderoso monarca. La libertad, milord, al desamparar entonces el horizonte español, dejaba todavía algunos rayos tras de sí, y con sus débiles reflejos daba algún lustre y nobleza a esta última escena de nuestra triste revolución.




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12 de abril de 1824


Vuestro Príncipe Negro, milord, pudo en las alas de la guerra y de la victoria traer al rey don Pedro a Castilla; pero al reponerle en su trono ¿pudo por ventura reponerle en el corazón de sus vasallos? Esto no estaba en su mano. El monarca restablecido, sordo a los prudentes consejos de su generoso defensor, se entregó todo a la ferocidad de su carácter implacable, y siguiendo el curso de sus venganzas atroces, vino a dar bien pronto en el despeñadero donde perdió el cetro con la vida.

Yo no pretendo con esto comparar al rey Fernando VII con el rey don Pedro, y mucho menos al duque de Angulema con vuestro magnánimo Eduardo. Comparo las situaciones, y al ver los mismos procedimientos y el mismo desconcierto, no será extraño que, en las cosas a lo menos, ya que no en las personas, se sigan los mismos resultados y una catástrofe igual.

Las ofertas de Luis XVIII sobre instituciones liberales, igualmente que las de su general, eran sin duda alguna vanas e ilusorias: medios empleados para vencer, que a nada obligan después de haber vencido. Pero a lo menos suponían una cosa, y es que en España y Europa la opinión contra la restauración completa del absolutismo era bastante fuerte para obligará estas apariencias de contemplación y de respeto. ¿Es de suponer, milord, que esta opinión haya ido a menos con la victoria del duque de Angulema y con la conducta que el gobierno del rey de España ha tenido después de la restauración? Si en vez de ir a menos ha ido a más, como es tan probable, ¿vale tan poco en la balanza, que no merezca ser algún tanto considerada? El Rey, salido apenas de Cádiz, da por nulo cuanto él mismo había hecho desde el año 20, y confirma cuanto había hecho la regencia de Madrid, manifestando así que se pone otra vez al frente de un partido, y que se entrega del todo al arbitrio y dirección de la facción servil más grosera, como antes había estado sirviendo de instrumento a la más exaltada facción liberal. De un extremo a otro extremo; y la disolución del ejército en términos tan duros y desconsolados, la proscripción más absoluta de todos los que habían procedido según el orden anterior, la expatriación de tantos sujetos notables por su habilidad, sus virtudes o sus riquezas; el decreto de purificaciones, cuyo tenor no deja medio alguno entro el envilecimiento y la miseria; el tono hostil y enconado de cuantas providencias se expiden, todo descubre más bien un espíritu de monopolio y de venganza que de orden y de gobierno, y hace ver a los ojos de la Europa que lo que acaba de suceder en España es una vicisitud de revolución que continúa, más bien que el período de una revolución que se termina.

Así, milord, la Constitución, que abandonada a sus propias fuerzas tal vez hubiera perecido en el conflicto de nuestras pasiones y partidos, y fuera olvidada como un instrumento inútil, ha tomado la importancia de los cien mil extranjeros que han venido a destruirla y de los cincuenta mil que han quedado a sostener el poder arbitrario. Los españoles, mal gobernados, descontentos, divididos, volverán sin cesar los ojos al sistema que acaban de perder, como el único remedio de sus males; el resorte violentado, adquiriendo más fuerza con la misma compresión, saltará con doble ímpetu, y por no quererles conceder nada, volverán a aspirar al todo. Yo prescindo de si lo conseguirán o no; pero no por eso es menos cierto que el estado presente sólo es a propósito para producir agitaciones sin término y desgracias incalculables.

No es mi ánimo, milord, insistir en las consecuencias de este funesto acontecimiento. Yo he querido bosquejar la marcha de los sucesos y la serie de las causas por donde el sistema constitucional, desde su restauración en el año 20, ha venido a caer en el de 23. Este ha sido el argumento de mis cartas anteriores, y si todavía os llamo la atención en esta última, es para terminar nuestra discusión con algunas consideraciones generales que arrojan de sí los mismos hechos, y que he dejado para este lugar como más oportuno que en otra parte.

No hay duda que en una contienda donde se trataba de un interés tan trascendental los españoles no hemos manifestado al parecer todo el carácter y valor que convenía. Pero vos sabéis, milord, que el carácter le forman la educación y las instituciones, y que una y otra cosa nos faltaban, pues la Constitución, tan recientemente planteada y tan prontamente destruida, no podía en tan poco tiempo producir estos frutos saludables. En cuanto al valor, hay menos disculpa a la verdad; y los franceses, que según la experiencia de la otra guerra, debieron temer tras de cada cerro una partida y tras de cada mata un tiro, se habrán maravillado sin duda de haber atravesado las doscientas leguas que hay desde el Vidasoa hasta Cádiz sin tener un tropiezo, sin hallar un obstáculo, sin haber, por decirlo así, disparado un fusil. En esto, si no hay mucha gloria para ellos, hay ciertamente infinito oprobio para nosotros. Mas no creo que deba todo atribuirse a esta calidad vil que se llama cobardía.

De parte del pueblo, aun de aquel que se llamaba adicto a la libertad, era en vano esperar mayor ahínco en la defensa. Primero, porque, como ya os he dicho, no podía haber tomado todavía hacia una institución, cualquiera que ella fuese, aquella adhesión fuerte que se necesita para resolverse a los grandes sacrificios consiguientes a una guerra nacional. Segundo, porque, descontento y disgustado del rumbo que las cosas siguieron desde el segundo año, se retrajo de empeñarse en una causa que tenía más el aire de interés de partido que de interés público y nacional. Tercero, porque se confió en las palabras y promesas que al principio se propalaron, y creyó que mientras menos durase la dicha, más pronto se verificaría su cumplimiento, y no quiso obstinarse en sostener a tanta costa un orden político que iba a ser sustituido por otro, con bases igualmente liberales, aunque bajo otras formas menos ofensivas.

En las tropas es más de extrañar esta falta de resolución y decaimiento de ánimo. Mas el valor que arrastra los peligros se funda muy principalmente en la confianza de salir con el intento que se propone; sin esta confianza desmaya naturalmente y se anonada del todo. Yo quisiera preguntar a nuestros detractores, ¿qué valor podía esperarse de tropas recién levantadas y conducidas por jefes que antes de irlas a mandar estaban ya rendidos, y que no hicieron más que destruir la esperanza y seguridad en el corazón de soldados y oficiales?

Era muy difícil también, y lo será por mucho tiempo todavía, organizar en España un ejército que merezca el nombre de tal, no precisamente por los requisitos materiales que exige, ni por la instrucción y ejercicios, sino por el espíritu y la disciplina. Desde que el príncipe de la Paz quiso atraer a sí mismo el respeto y la veneración profunda debidos al Monarca ya la monarquía; desde que se hizo generalísimo sin haber sido más que un guardia de Corps, y almirante sin haber visto navíos más que en las pinturas o en los puertos; desde entonces, milord, falta a nuestros militares un centro común, un resorte moral que los domine o los dirija, sea hombre a quien temer y respetar, sea cosa que conservar o adquirir. No hay que buscar en ellos ni patria, ni disciplina, ni subordinación, ni ambición política, ni aun espíritu de codicia y de rapiña, que a las veces suple por las demás virtudes marciales. La manera con que se hizo la guerra de la Independencia generalizó este desorden, y los seis años de tiranía con los tres de constitución no han hecho después más que aumentarle y darle consistencia. Animados pues de miras y motivos enteramente diversos y a veces encontrados, ¿qué extraño es que generales, oficiales y soldados no se hayan entendido entre sí, no hayan tenido la confianza recíproca necesaria para la actividad y seguridad de los planes y operaciones, y que hayan faltado muelles a la defensa pública, no por falta de valor, sino de buena inteligencia, de combinación y de orden?

Un hombre extraordinario, superior excesivamente a los demás, y que con la fuerza de su carácter, con la grandeza de sus talentos y con la fortuna de sus primeras empresas subyugase el respeto y la admiración universal, era el solo que podía en las circunstancias dadas crear un ejército de estos elementos diversos y remediar tan grave mal. Vosotros tuvisteis vuestro Cromwel, los americanos su Washington, los franceses su Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esta clase de hombres: nosotros somos más iguales; nadie descuella entre los demás. Fenómeno singular quizá en la historia de los pueblos, llevar diez y siete años de revolución, de agitación y de pasiones, y no haber aparecido ni uno siquiera de estos grandes caracteres. ¿Es esto un bien? ¿Es un mal? Yo no me atrevo a decirlo; pero si la falta de estos personajes extraordinarios nos libertaba del peligro de ser subyugados por ellos, también es cierto que no ha dado heroísmo a nuestros esfuerzos, y que hemos vuelto a caer en el fango de que habíamos intentado libertarnos.

No han dejado sin embargo en esta época misma de saltar ya aquí ya allá algunas centellas del valor antiguo: otra prueba de que lo que ha faltado principalmente a los constitucionales para hacer una defensa digna del objeto y digna del nombre español, han sido jefes resueltos y capaces, y mayor confianza en el éxito final de los acontecimientos. Con valor, con audacia y con, actividad, al paso que con una ventaja notoria, estábamos sosteniendo año y medio había la guerra que nos hacían los facciosos, auxiliados y reparados siempre en sus pérdidas por la alevosía francesa. La defensa de Pamplona, la de San Sebastián fueron llevadas al punto que prescribe el más delicado pundonor, y serían contadas con aplauso en los fastos de cualquier ilustre guerra. Las plazas de Cartagena y Alicante, aunque abandonadas por el ejército del distrito y por su general Ballesteros, que luego por uno de los artículos de su capitulación concertó se entregasen a los franceses, desobedecieron este pacto pusilánime, se mantuvieron firmes contra todas las amenazas y sugestiones del enemigo. Su rendición no se verificó hasta noviembre cuando, ya todo estaba allanado, y sus bizarros gobernadores, al ceder unos puntos que ya era imposible sostener, fieles a sus principios de libertad y de honor, dejaron el patrio suelo por no rendir vasallaje a la tiranía21.

Por último, aunque no tuviéramos otra cosa que oponer a este descrédito que la memorable campaña del general Mina en Cataluña, bastaría para salvarnos de ese concepto de cobardía y de incapacidad militar con que se nos arguye. Vos sabéis, milord, cómo este hombre, verdaderamente insigne, fue enviado el año anterior a aquella provincia, cuyos ámbitos recorrían sobre cincuenta mil facciosos, y donde las fuerzas militares opuestas a ellos estaban desorganizadas, mal animadas, y se puede decir que abatidas. Él llegó: organizó y disciplinó su ejercito, pacificó la provincia, parte por las armas, parte por negociación; tomó las plazas de Castellfullit y de Urgel, dolido los facciosos se habían fortalecido, y lanzó del territorio español la ignominia de aquella intrusa y ridícula regencia. Entraron después los enemigos con fuerzas muy superiores a las suyas, y él mantuvo el campo con el corto ejército que le quedaba después de guarnecidas las plazas, sin que los franceses pudiesen comprometerle a dar acción ninguna, que ya no podía empeñarse con ventaja. Al fin se encerró en Barcelona, y allí mantuvo su estandarte levantado hasta que rendido Cádiz y destruido el gobierno constitucional, supo hacer una capitulación honrosa, en que pareció más bien dar la ley que recibirla. Único general acaso que ha acrecentado su gloria en una guerra en que no ha vencido; respetado dentro y fuera de su país, y viendo que ya no había ni patria ni libertad, ha dejado nuestro suelo, llevándose en depósito consigo una gran parte del honor español. Él, milord, está ahora entre vosotros, y en los aplausos y aclamaciones, que recibió al llegar, y en el aprecio y estimación que no dudo conserve mientras viva, recibirá la recompensa debida al valor y a la constancia, siendo ejemplo a tantos otros del camino que debieron seguir para conservar su honor sin tacha, aun cuando tuviesen la desgracia de ser vencidos. Virtutem videant, intabescantque relicia.

Mas no porque la defensa de la Constitución haya sido inadecuada al grande interés que estaba por medio, debe deducirse que la nación no quería aquel régimen u otro cualquiera fundado sobre bases liberales. Esta consecuencia, milord, suponiéndola hecha de buena fe y sin malicia, es hija de la ignorancia en que generalmente se está sobre nuestra posición y nuestro carácter. Los extranjeros, que no se quieren tomar el trabajo de estudiarnos y conocernos bien, nos juzgan necesariamente mal. Hoy nos tienen por más que hombres, y mañana nos degradan más allá de la condición de bestias. Si tienen por voto nacional los gritos de la canalla de los pueblos, que al son de los panderos y sonajas de las ramerillas pagadas para ello salían a recibir al Rey pidiéndole cadenas, inquisición y castigos, en tal caso merecen muy bien entrar en la comparsa y gritar también con aquel torbellino de energúmenos atroces. La nación no ha querido ni quiere ni puede querer nunca semejante brutalidad. En ninguna provincia: ¿qué digo, provincia? En ninguna ciudad se ha organizado por sí misma la desobediencia al gobierno constitucional; ninguna puede decirse que se ha levantado contra él hasta que era ocupada por las divisiones francesas o por las tandas de los facciosos. Mientras no llegaba este auxilio los realistas no podían contar con aquel conjunto y reunión de voluntades que forman la opinión general, y no eran más que una facción, un partido. Los franceses en esta parte saben mejor lo que se hacen: con cien mil hombres entraron en España; fuerza doble mayor que la que el gobierno español en las circunstancias de entonces, por bienquisto y establecido que fuese, podía levantar para su defensa; y después de deshecho el gobierno, deshecho el ejército y arrojados de España cuantos hombres pudieran ser capaces de formar un partido y hacerse centros de acción; después de repuesto el Rey en todo el lleno de su voluntad absoluta; renovada enteramente la administración, y dueños de la fuerza los jefes del bando realista, todavía permanecen en la Península cincuenta mil extranjeros para no dejar resollar la voluntad española. ¿Qué es esto sino confesar paladinamente que lo que se ha hecho y lo que se está haciendo con nosotros es contra nuestro voto y tendencia general?

Busquen pues esos hábiles políticos otras razones mejores para excusar su cooperación indirecta en la violencia que padecemos. El dicho enfático de vuestros ministros, que si los españoles querían la Constitución, ellos la defenderían, y si no, no había para qué sostenerla a la fuerza, es un sofisma tan grosero como cruel, que no tiene apoyo en lo que ha sucedido antes, y está contradicho con lo que pasa ahora. El caso es que nosotros éramos bastante fuertes para asegurar nuestra libertad contra todas las intrigas y embates de dentro, y no lo hemos sido para sostenerla contra los de fuera y dentro reunidos. ¿Hay en esto por ventura un motivo tan grande de desprecio y de sarcasmos? ¿Qué hubiera sido de vosotros si aun después de llegar y vencer el Stathouder, saltaran en vuestra isla cien mil alguaciles enviados por Luis XIV, y se hubieran puesto al lado del destronado Jacobo II?

Perdonad, milord, mi temeridad; pero me parece que hubiera sido más decoroso para el parlamento inglés que no se tratara en él de los acontecimientos de España. Si nada importaba a los intereses generales de la Inglaterra que sucumbiese o no la libertad española, excusada era la discusión por inútil, y odiosa por importuna. Pero si algo importaba, y yo creo que mucho, la cuestión no ha sido ventilada con la detención y miramiento que correspondía, y nuestra causa debió excitar allí mayor interés o no excitar absolutamente ninguno. Vos a la verdad y vuestros amigos la habéis sostenido con vuestros excelentes principios y con la franca ingenuidad que corresponde a vuestro carácter y tenéis siempre de costumbre. Los ministros al contrario, no queriendo manifestar los verdaderos motivos de su conducta, acaso por poco honestos22, a cuantas razones habéis alegado vosotros, tornadas de la equidad natural, de la justicia pública y de la más sana política, han contestado con sofismas, con efugios y con dicterios. Uno de ellos se olvidó hasta decir «que el gobierno inglés no había de ser el don Quijote de la libertad de los otros pueblos». Chiste ciertamente bien insulso, y que no parecía tener lugar en una deliberación de esta naturaleza. Los españoles nos hubiéramos contentado con menos: bastábanos por entonces que aquel gabinete no entrase a cooperar con la injusticia de los demás, según lo hizo en la manera que pudo; bastábanos que tuviese suspensa siquiera aquella positiva declaración de neutralidad, que fue la señal fatal de la agresión. Con esto, ya que no evitase la guerra, nuestros enemigos al menos no entraran en ella con tanta presteza y confianza, ni nosotros con tanto desaliento.

Por lo demás, en defender el derecho que todo pueblo tiene a ser libre, en no consentir que se establezca en Europa este injusto y bárbaro derecho de la intervención armada, en defender la independencia general de los estados, tiranizada y amenazada por esa coligación de déspotas, no era en el gobierno de un pueblo libre ser impertinente y ridículo campeón de la libertad ajena; era ser el defensor de los derechos de la nación inglesa, atacados indirectamente en los de la nación española; y no sé yo en qué objeto más grande ni más noble, ni cuál ocasión era más digna y oportuna de mediar eficazmente para impedir, y de emplear su poderío en amparar y auxiliar. Los ministros ingleses no han hecho ni una cosa ni otra; y aunque aparentaron ocuparse de la primera con las gestiones anteriores a la guerra, nadie las ha creído sinceras, y yo supongo que en el Parlamento menos. Pero el mal estaba ya hecho: las cosas no podían volver atrás; otros intereses más urgentes e inmediatos llamaban la atención; y la catástrofe de un estado libre injustamente sacrificado con tan manifiesta complicidad del ministerio, ha sido mirada por los legisladores británicos con indiferencia y menosprecio.

Este funesto ejemplar no deja ya duda en el extremo a que los monarcas coligados contra la libertad de las naciones quieren llevar las pretensiones orgullosas de su prerogativa; porque no sólo han prescindido de toda contemplación hacia un pueblo que tantas merecía, sino que no han reparado ni aun en lo grosero de la iniquidad. Cuando los ministros franceses decían a los vuestros, en su famosa, o más bien infame, correspondencia, que los españoles no habían dado a la Francia ningún motivo justo de agresión, se han puesto francamente en la categoría de facinerosos insignes23 , y declarado que en Europa ya el derecho de gentes ni aun en apariencia se respeta. Que un orden político esté reconocido por todos los gabinetes; que se halle jurado y se observe en el interior por el príncipe que gobierna; que a nadie ataque, en suma, y a nadie ofenda, esto no basta ya a nación ninguna para ponerse a cubierto de semejante vandalismo. Con decir que el Monarca no se halla en libertad, con corromper los ánimos con oro y promesas falsas, con introducir en ellos la división y el desaliento, y con enviar triple o cuádruple fuerza de la que la nación amagada puede levantar para su defensa, todo está llano, la voluntad de los déspotas se cumple, y su dominación absoluta es restituida a su inatacable majestad.

Así, después de cincuenta años de disputas tan acaloradas y de combates tan sangrientos, la orgullosa doctrina de los privilegios se sobrepone a la de los derechos, que no basta a resistir el poder enorme que la combate. Sus partidarios tienen que devorar la afrenta, los desaires y el disfavor cruel que se encarniza sobre toda cosa vencida, mientras que sus enemigos insolentes no hay error que no la atribuyan, no hay crimen que no la imputen, no hay desgracia de que no la hagan responsable. Al considerar por una parte la arrogancia de sus palabras y el desconcierto de su conducta, se creería que no temían ya las veces de la fortuna ni el efecto de esta continua oscilación en que están las cosas del mundo, principalmente las que dependen de opiniones y pasiones exaltadas. Si por otra se considera su intolerancia absoluta, sus manejos viles, sus pueriles recelos y sus pesquisas odiosas aparecen como una facción usurpadora que a cada paso tiembla perder lo que se le ha venido a la mano. El descrédito, el sarcasmo, las calumnias, y sobre todo la persecución, son los medios de que se valen para extirpar unas ideas a que tienen jurado un aborrecimiento irreconciliable. Mas por ventura, milord, ¿llegarán a conseguirlo? Yo no lo creo: el árbol cultivado por manos tan activas y diligentes, y ya vigoroso tanto, podrá perder en estos embates sus hojas y sus ramas, pero no será arrancado de raíz.

Guarda este sistema un concierto tan grande con la razón, lleva una armonía tan apacible con todos los sentimientos nobles y generosos del corazón humano, que no es dado a sus contrarios, por más esfuerzos que hagan, ni anonadarle ni envilecerle. Los más templados afectan mirarle como una agradable teoría propia para seducir a incautos, pero incapaz de uso alguno en los negocios de la vida. Así procuran paliar en algún modo la contradicción que se nota entre sus luces y su conducta. Mas si hay, milord, alguna teoría a un tiempo impracticable y absurda es la que supone el perfecto gobierno de las sociedades políticas en un rey que sin limitación lo mande todo; que este rey, siendo hombre, pueda, sepa y quiera ordenarlo todo como conviene al bien de la sociedad, y que esto sea siempre así, de padre a hijo, de dinastía a dinastía, sin intermisión y por los siglos de los siglos. Semejante despropósito, tan repugnante a lo que da de sí la observación de la naturaleza humana como opuesto a lo que enseñan la historia y el aspecto del mundo, sólo puede ser parto de cabezas delirantes con el frenesí de la disputa o con la degradación de la lisonja. Al fin las doctrinas liberales llevan consigo mismas el remedio de los abusos que pueden introducirse en su aplicación. Al gobierno que tiene por base de su conducta la equidad y la ley, con ellas se le contiene cuando las desconoce o atropella. Mas ¿cómo contenerlos excesos de una autoridad suprema que se supone con derecho de hacer todo cuanto quiere? Mientras más se desboque en el ejercicio de su poder, más acorde irá con su principio. Impune quae libet faoere, id est regem esse, decían los antiguos: sentencia áspera de oírse, que después se intentó suavizar convirtiéndola en sistema con la doctrina mística de obediencia pasiva y de derecho divino. Pero como este derecho, ya tan bien caracterizado en aquel verso de vuestro poeta:


The rigth divine of kings to govern wrong,24

es otro insulto a la razón humana, se ha tenido que buscar una nueva abstracción que sirva de bandera al poder arbitrario, y se ha inventado el principio de la legitimidad, que parece suena otra cosa, y significa rigurosamente lo mismo. Véase, si no, la aplicación que de él se ha hecho a los negocios públicos de España, y se deduce bien claro que nada obliga a los reyes de lo que ofrecen o pactan con sus súbditos, y lo que es todavía más duro, se niega a los pueblos el derecho indisputable que tienen a que los gobiernen bien.

Tal es el principio: veamos las consecuencias. Una vez que sólo son válidas las instituciones que los monarcas den de su libre y espontánea voluntad, cuando ellos absolutamente no quieran o no acierten a gobernar bien, ¿cuál es el arbitrio que queda a los pueblos para remediar este mal y mirar por su felicidad y su conservación? La insurrección es un crimen, las representaciones ofenden, las mediaciones se niegan o no sirven; si se hace un arreglo político, o llámese constitución, no obliga aunque se jure. No les queda ciertamente otro arbitrio que el que toman los turcos con sus sultanes. Destronarlos, degollarlos, y buscar en su sucesor el arbitrio que el anterior les negaba. Yo dudo que contente a los príncipes esta consecuencia precisa del axioma de la legitimidad, a menos que el instinto irresistible que tienen por mandar despóticamente les haga preferir el peligro de ser asesinados en sediciones y en tumultos, al desabrimiento de ser contenidos por leyes conservadoras.

Mas dejemos, milord, estos delirios atroces, a que conducen esas doctrinas repugnantes, y volvamos a nosotros. La España, sin colonias, sin marina, sin comercio, sin influjo, debiera ser indiferente a la Europa, y prescindirse ya de ella en las combinaciones políticas de los gabinetes, como se prescinde de las regencias berberiscas o del imperio de Marruecos. ¡Pluguiese al cielo que se realizase lo que tantas veces se ha dicho por escarnio, y que el África empezase en los Pirineos! Seríamos sin duda rudos, groseros, bárbaros, feroces; pero tendríamos como nación una voluntad propia así en el bien como en el mal; pero no nos veríamos conducidos por nuestras alianzas y conexiones al envilecimiento, a la servidumbre y a la miseria. Yo bien sé, milord, que esta voluntad y esta independencia no se mantienen y aseguran sino con el apoyo de la fuerza; pero no valía la pena de contarse en el número de las naciones de Europa si ha de ser la fuerza al fin la que haga la ley y constituya el derecho público entre gentes que se llaman civilizadas. No sucede otra cosa entre salvajes.

Lo peor es que ni aun este deseo, exhalado menos por la reflexión que por la ira, puede verse satisfecho entre nosotros. La causa del rey de España está enlazada con la de los demás reyes de Europa, y la de nuestros liberales con la de todos los liberales del mundo. Por manera que esta triste nación, sin que puedan protegerla ni su nulidad propia ni el olvido ajeno, tiene que estar siendo mucho tiempo todavía objeto y medio de esperanzas y agitación a los unos, y pretexto a los otros de iniquidades y violencias.

Bien será, milord, que terminemos aquí esta discusión melancólica y prolija. Un filósofo nos diría tal vez que es preciso subir más alto para mirar estos acontecimientos desde su verdadero punto de vista, y prescindiendo de mezquinos intereses y de opiniones locales y momentáneas, no ver en todo esto más que las formas de una vicisitud necesaria y común en las cosas humanas. La España de Carlos V hace ya mucho tiempo que acabó; la de Fernando VI y Carlos III también es imposible que subsista; y estas oscilaciones de esclava a libre y de libre a esclava, estas revueltas, esta agitación no son otra cosa que las agonías y convulsiones de un estado que fenece. No hay en él fuerza bastante para que el partido que venza, cualquiera que sea, pueda conservarse por sí mismo. Superfluo sería buscar en este cuerpo moral ningún resorte de acción, ningún elemento de vida. Por consiguiente, está muerto. ¿Qué vendrá a ser en adelante? ¿Cuál será la forma en que debe organizarse de nuevo para existir en lo futuro? Yo lo ignoro, milord, y dudo mucho que en la actualidad ningún profeta político, por mucha que sea su confianza, se atreva a pronosticarlo.

Fin de las obras de don Manuel José Quintana