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ArribaAbajo- II -

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ArribaAbajoDoso

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Y de esta manera, errante, he llegado aquí...



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(Calixta, la hija mayor de Celeo, fijó sus ojos claros en los de Ulises, que estaba sentado a su lado en la hierba, y dijo:

-Eso fue antes que tú llegaras al país, hace muchos meses... Se llamaba Doso.

Ulises se tendió sobre el césped y, uniendo las manos bajo la nuca, repitió como un eco:

-Doso...

-Así dijo ella que se llamaba... ¿Cuándo es tu nuevo turno en la siega?

-Estuve segando hasta hace media hora. Me he arreglado con tu padre para el turno de la noche.

-He visto que han levantado ya la primera hacina de gavillas, allá cerca de los abedules... ¡Mira qué pedazo de corteza he arrancado de un tronco!

-El abedul es el árbol que tiene la corteza más hermosa; diríase hecha de harina y plata... Conocí a una Doso...

-¿Dónde?

-En mi tierra. Hace años.

-Nunca olvidaré el día que llegó, o mejor dicho, la noche. Una noche de viento...)

El viento había empezado a soplar con fuerza al anochecer, tras una tarde lluviosa: un súbito y breve envión de granizo, seguido de un chubasco que fue amenguando hasta convertirse en una llovizna que duró hasta que por el lado de los olivares, en el claro abierto sobre el bulto oscuro de las montañas, se encendió el ocaso. La noche llegó realmente cuando el resplandor del poniente desapareció de las hojas de los olivos y el tintineo de unas esquilas -que había sonado lejano e intermitente,   —104→   pero cada vez más cercano- pareció detenerse de pronto en una misma nota suspendida e inmóvil, como trocada en un puro hito del aire que ya era invadido por las sombras... El viento llegó cuando el último celaje desvaneciose en el cielo y el resplandor de la luna se adivinaba detrás de las colinas, más allá de la dehesa. Entonces, los dos perros de la alquería de Celeo empezaron a ladrar.

Ladraban algo alejados, delante de la casa, cada uno por su lado, y hubiera sido difícil determinar si los furiosos e insistentes ladridos eran mezclados por el regolfar del viento o bien los animales corrían atraídos por una alarma desorientadora. Al principio, uno de los dos perros pareció que se había lanzado a perseguir un carro cuyo traqueteo -y también el sonido de los cascabeles de la caballería- se había dejado oír en el camino pedregoso que atravesaba el olivar; pero el carro se fue alejando poco a poco, mientras unos ladridos se escuchaban por el lado de los almiares y los del otro perro se dejaban oír hacia la era, como si los dos animales fuesen en pos de una presencia tan cierta como invisible.

De súbito, los ladridos cesaron y el viento ensanchó el cauce de su alto desbordamiento. El cielo ya tenía todos sus astros...

(-Yo había subido a mi habitación, y los zuecos...

-¿Tenías que salir? -preguntó Ulises, interrumpiendo a la muchacha.

-No era eso, precisamente... Había subido a mi estancia para estar unos momentos sola. Hacía rato que nuestra madre no cesaba de gemir, cada vez más alto y seguido, en su lecho, y, además afuera, los perros ladraban continuamente, como si el miedo, o qué sé yo qué, se les hubiese metido en el cuerpo... Nosotras, las hermanas, estábamos..., ¿cómo decirlo?..., bueno, entre avergonzadas y temerosas, y Mónica, la mayor, ceñuda, se mordía el labio inferior y tenía los ojos clavados en el suelo. Nosotras, las hijas, no podíamos hacer nada, claro está, y no había caso, porque madre era atendida por Mayala, y padre estaba sentado en uno de los primeros peldaños de la escalera, con las manos sobre las rodillas, entrelazados los dedos... Al entrar en mi aposento, a oscuras, tropecé con los zuecos, que alguien había dejado cerca del umbral, en la parte de adentro, y me incliné... Desde arriba, los   —105→   ladridos se oían más claramente, pero el gemir de mi madre llegaba tan débil, que si no hubiese sabido que... Me acerqué a la ventana. Entre las dos colinas, la luna asomaba, semejante a un yugo de plata que unciera a dos bueyes negros. Los perros continuaban ladrando, y disponíame ya a abrir la ventana para llamarlos, cuando advertí de pronto la luz de la antorcha, allá...

-¿Dónde? -preguntó Ulises.

-Justamente debajo de la luna, que iba surgiendo y que pronto sería un plenilunio que embellecería la noche, acababa de aparecer un punto rojo: no como una lejana fogata, siempre en el mismo lugar, sino como una gota de fuego que se escurriese por la ladera, y a veces desaparecía durante unos momentos, para dejarse ver de nuevo más brillante y cercana, siguiendo el sendero que todos los de aquí conocemos tan bien, como la palma de nuestra mano, que podríamos recorrerlo con los ojos cerrados, y que en más de una ocasión hemos andado en oscuras noches de invierno, sin tropezar con las piedras ni dudar en un recodo. Y por eso a mí me parecía extraño que, aquella noche, con el resplandor de las estrellas y la luna que asomaba, alguien tuviese necesidad de andar con una antorcha encendida por estos andurriales tan conocidos y donde, por otra parte, no hay que temer la acometida de ninguna bestia salvaje.

Calixta calló e, inclinándose ligeramente, sopló sobre una hormiga que corría por su brazo. Disponíase a proseguir, cuando Ulises preguntó:

-¿Y los zuecos?

Ella, sonriendo, contestó:

-Advertí, con sorpresa, que los tenía en la mano... Me los calcé y, lentamente, procurando no hacer ruido, salí de mi habitación, y más lentamente todavía, empecé a bajar la escalera hacia los gemidos de mi madre...)

Con la cabeza ligeramente ladeada y medio alzado el brazo con la antorcha, había descendido por el sendero pedregoso, sin desviarse ni tropezar una sola vez, sin precipitación pero vivo el paso, aunque una cierta fatiga, después de nueve días de viaje errabundo y azaroso, se acusaba en el balanceo de su torso. Al llegar al llano, donde el sendero se bifurcaba,   —106→   se detuvo, bajó el brazo derecho, lentamente, hasta que la antorcha casi rozó el suelo, y levantó la cabeza para mirar las estrellas, pero la agachó de pronto al oír los ladridos de los perros. Luego hincó el extremo de la tea en el margen de tierra húmeda, se arregló el manto, que colgaba de un lado y le cubría mal la cabeza, y volvió a levantar los ojos hacia la inmensidad estrellada del cielo.

La mitad del disco de la luna asomaba ya por detrás de la colina y la noche cobraba por momentos una transparencia que hacía más densa y alargada la sombra que proyectaban los árboles. Los perros parecían ladrar la huida del viento. El cielo, sin una nube, palpitaba. Bruscamente, el viento cesó, como si se hubiese derrumbado sobre el suelo iluminado por la claridad de la luna y las estrellas y se hubiese quedado instantáneamente dormido, envuelto en el olor de la tierra mojada en el que se mezclaba la fragante exhalación de las hierbas. Los perros callaron, como inmovilizados por una aterradora sorpresa, y en la tregua de silencio, sólo interrumpida por el mugido de un buey, que sonó como una única nota grave arrancada a un gigantesco instrumento de cuerda, reinó una serena paz que tanto parecía bajar de los astros como ascender de la tierra. Oculta, una boca de agua murmuraba.

Doso tomó de nuevo la chisporroteante antorcha en el mismo momento en que los perros reanudaban sus ladridos.

«Ahora se las tienen con la luna -pensó-. Con la luna que sale...».

Pero no se volvió para mirarla. Ya ni siquiera pensaba en ella, siguiendo el angosto camino que llevaba a un olivar que se extendía al pie del otero a dos tiros de honda, delante de ella, andando con el mismo ritmo en el paso y en el cuerpo que había mantenido durante nueve días de marcha -desde que salió de su casa, poco después de haber sabido con certeza, por una vecina, que su hija Cora se había marchado al quiebro del alba, y no sola-, pero ahora llevaba la tea menos levantada, no por cansancio del brazo, ni porque la luna hiciera innecesaria la llama en el claro camino, sino porque la seguridad de lo que hallaría al otro lado del alcor era proclamada por aquellos ladridos que no podía afirmar que oyera -y mucho menos que escuchara- y hacia los cuales se dirigía   —107→   maquinalmente. Sólo sabía una cosa: que su vagar solitario tocaba a su fin.

Vio el carro casi cuando lo tenía encima. El caballo tiraba cansadamente, agachada la cabeza, arrastrando el vehículo que, cargado de hierba seca que sobresalía de los altos barandales de gruesos barrotes, rodaba silenciosamente sobre la tierra que la reciente lluvia había ablandado. Doso, detenida a un lado del camino, miró hacia arriba del carro y vio las dos figuras: la de una niña que dormía con los brazos cruzados sobre el pecho, y a su lado, el perro, sentado sobre sus patas traseras, vuelta hacia la mujer la inmóvil cabeza en la que brillaban dos pequeñas lunas fosforescentes. Iba de regreso, el carro, pensó Doso, reanudando la marcha y volviéndose -esta vez sí- para lanzar otra mirada a la niña dormida. De regreso a una alquería cercana seguramente, y con una bestia de fiar, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la niña... Se detuvo: tenía un pie hundido en la tierra hasta el tobillo. Sin advertirlo, ensimismada, se había desviado del camino para meterse en un campo labrado. Desprendió el pie, sin esfuerzo, sólo encogiendo ligeramente la pierna, y, tras haber tomado la antorcha con la mano izquierda, se agachó para quitarse la sandalia que se le había cubierto de tierra. Instantes después, de nuevo erguida, acercó la llama de la antorcha a su mano abierta, para examinar lo que había cogido de la tierra...

Los dos perros salieron al encuentro de Doso cuando ella empezó a descender la colina por la ladera del otro lado, y, silenciosos, uno a cada lado de la mujer, la acompañaron hasta que se detuvo delante de la puerta de la alquería de Celeo.

(-Doso estaba de pie entre el pozo y la muela quebrada, en alto la antorcha y con la cabeza inclinada, inmóvil, como si no hubiese advertido que yo había abierto la puerta y avanzaba hacia ella. Los dos perros, al verme, echaron a correr sin ladrar, seguramente hacia sus yacijas en el establo. Le tomé la antorcha y le hice seña de que me siguiese a la casa... No entró en seguida, lo que no dejó de molestarme un poco, porque si era hospitalidad lo que aquella anciana deseaba de nosotros -¿y qué otra cosa podía necesitar a aquellas horas   —108→   de la noche una mendiga desconocida, en camino seguramente hacia algún santuario lejano?-, se la daríamos, no cabía la menor duda: encontraría un rincón acogedor y algo de comida; pero eso de hacerse esperar, mientras madre seguía con sus dolores, y mi hermana, adusta, tenía los ojos fijos en la puerta entornada... Tan pronto como entró -y se detuvo en el umbral, y miró en torno rápidamente, al tiempo que empezaba a quitarse el largo manto azul que la lluvia había adherido a su cuerpo-, me di cuenta de que no era una anciana ni mucho menos, sino una mujer fuerte, de anchas caderas y sólidos brazos, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, no propiamente hermosa, pero tampoco fea, eso no, de ninguna manera, y muy morena de rostro. Su pelo, recogido sobre la nuca en un ancho y flojo rodete, era de color de oro viejo, con un mechón blanco que arrancaba del lado izquierdo de la frente... En cierta manera se parecía a Mayala, nuestra sirvienta, ¿sabes?, pero con un don de gesto y ademán que contrastaba de manera extraña con su silencio y cierto sesgo furtivo de sus movimientos, como si quisiera pasar inadvertida... Siempre en silencio, Doso fue a colgar de un clavo, cerca del hogar encendido, su manto húmedo, y luego se acercó a la ventana, en cuyo antepecho dejó algo que, desde donde estaba yo, me pareció una moneda. Hecho esto, llegose hasta el centro de la estancia, donde más intenso era el resplandor del fuego, y lentamente se irguió, al tiempo que extendía sus dos manos abiertas hacia las llamas. Había cambiado completamente, sin dejar de ser la misma: había entrado una mujeruca insignificante, tímida y encogida, que tanto podía ser una mendiga como una plañidera, y la que ahora veía allí, iluminada toda por el tembloroso fuego de las llamas, era una mujer robusta, de una rudeza majestuosa, y alta, con una estatura de árbol, diría yo, medio descubierto un hombro, que brillaba como una gran manzana, algo corta de piernas, una de las cuales, un poco adelantada de la otra, hacía que se dibujase la forma de la rodilla y del rotundo muslo... Pero cuando miré su rostro por primera vez, casi no pude reprimir un grito: era como si en su boca trágica anidara todo el dolor del mundo, mientras que en sus enormes y serenos ojos claros resplandeciera toda la alegría de los cielos, ¿comprendes?

-Sí -contestó Ulises.

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-Sé que hablo demasiado; pero no importa, porque tenemos tiempo y a ti te gusta escuchar, ¿no? Eres de los que escuchan con los ojos, lo advertí en seguida... A mí me interesa la gente, no lo puedo remediar, toda clase de gente, y prefiero charlar a tejer o hilar, al contrario de mi hermana Mónica... Mayala, que vino de su isla, hace el doble de años que los que yo tengo, sabe mucho de la vida, por lo que ha vivido ella misma y, más todavía, según afirma, por lo que ha escuchado de otros labios... Bueno, volviendo a Doso, ya me he referido a su cuerpo, a su rostro, a sus manos extendidas hacia las llamas..., pero ahora caigo en la cuenta de que me había olvidado mencionar sus sangrantes pies, en los que me fijé por último, cuando Mayala se arrodilló junto a Doso y comenzó a lavárselos con un paño humedecido con agua de espliego, y luego se los secó cuidadosamente, hecho lo cual, de rodillas todavía, levantó la cabeza para mirar un momento a Doso, pero ésta no pareció haber advertido a la bondadosa sirvienta: siguió inmóvil, metida en sus pensamientos, ausente y lejana, y al mismo tiempo prodigiosamente presente. De pronto, bajó las manos y mirándome fijamente a los ojos, me ordenó: «Pon a calentar agua. Y cuando hierva me la traes». Y sin más, atravesó la estancia y penetró en la habitación donde madre gemía y jadeaba... Mientras Mayala añadía leña al fuego, yo salí a sacar agua del pozo. Luego esperé junto a la ventana, contemplando la luna y los árboles que el viento mecía. Al hacer un movimiento, mi mano tocó algo blando y húmedo que estaba en el antepecho, y miré, y vi qué era lo que Doso había dejado allí, al entrar... No, no era una moneda, como había pensado yo al principio, ¡boba de mí!, porque, ¿qué sentido podía tener dejar dinero en la ventana, cuando nuestra casa no es ninguna posada, y ella debía saberlo perfectamente? Aunque, la verdad, tampoco resultaba muy claro el significado del negro terrón... Porque era un simple terrón... ¡Miras de una manera, como si entendieras! Y eso que no puedes saber -porque no lo he dicho aún, pero te enterarás en seguida, por poca paciencia que tengas, ¡y no te falta, vaya!, pues de lo contrario ya te hubieras marchado hace rato- un pormenor, algo que estaba en el terrón, lo más insospechado y al mismo tiempo lo más natural: algunas briznitas, diez o doce a lo sumo, que asomaban como puntas de alfileres verdes... ¡Ya lo sabes ahora! ¡Y no me importa que   —110→   sonrías! También yo sonreí, contemplando las delicadas briznas, y, sonriendo aún, abrí la puerta de la habitación de madre, con la vasija de agua hirviente... Luego volví a la ventana, donde estaban Mayala y mi hermana, y fue entonces cuando empezaron los desgarradores alaridos... Mi padre se levantó de su lugar en la escalera y, abriendo bruscamente el portalón, salió al campo. Mi hermana, con los ojos llenos de espanto, miraba ora la puerta de la habitación de madre, ora mi rostro, y balbuceaba: «¡Como una bestia! ¡Como una bestia!». Yo esperaba el último grito... Sin miedo. Porque Doso estaba al lado de madre, con sus manos calientes y ayudadoras; Doso, que desde el primer momento había comprendido y sabía de esos menesteres, porque era una mujer de la tierra, llena de fortaleza, sabiduría y misterio, y con ella había entrado en la casa una gran afirmación... ¡Y mi hermana con sus dengues! «¡Como una bestia!», había dicho. ¡La hubiera echado a empellones fuera de allí, por estorbosa y necia! Nunca había entendido nada de las cosas verdaderas de la vida. Hubiera sido inútil decirle que aquello que la horrorizaba era algo semejante a las briznas de hierba del terrón, al fruto que cae del árbol, y tan sencillo como el girar de las estrellas y el rodar del sol y de la luna... Súbitamente, se hizo el silencio, como una gran paz que se hubiese abierto y en la cual yo podía oír otra vez los latidos de mi corazón. Y la luna, allá... Mayala empezó a levantar los brazos. Y la luna, también nacida. Entonces avancé, descalza, hacia la puerta de la habitación de madre, que Doso abría lentamente desde adentro...)

Poco duró el interés de Doso por el recién nacido. Tres o cuatro días después del parto, el niño pasó al cuidado de Mayala, y luego, cuando los senos de Anira, la madre, se secaron, buscósele nodriza. Fue ésta la mujer de un amigo de juventud de Celeo, una campesina joven y robusta que por tres sacos de trigo aceptó amamantar al hijo tardío del amigo de su marido.

Doso pasaba casi todo el día fuera de la casa. La esposa de Celeo, en cambio, era rara la vez que salía, excepto para ir a ver a su hijo, cada tres semanas, lo que suponía para ella un penoso viaje de cuatro horas en carreta hasta el pueblo   —111→   donde vivía la nodriza. Entre Anira y Doso había poco trato. La mujer de Celeo, tras el nacimiento del niño, rogó a Doso que se quedara en la casa, le regaló una camisa de lino y destinó a la forastera una amplia estancia enjalbegada que daba al patio de atrás de la casa, con entrada independiente, y no se ocupó más de ella. En realidad, casi no se ocupaba de nada, pues el gobierno de la casa lo llevaba de hecho Mayala, ayudada por las dos hijas, Mónica y Calixta. Celeo, por su parte, salía al amanecer y no regresaba hasta la noche, y sentía tanta indiferencia por su mujer que la gente decía que le había hecho el hijo estando dormido.

-¿Qué haces todo el día afuera? -preguntó una vez Anira a Doso-. No lo entiendo.

-Muchas cosas. No termino nunca.

-¿Has sabido algo de tu hija Cora?

-Nada; no ha estado nunca aquí. Me informaron mal. Ya aparecerá, si en algo le intereso -contestó Doso, en tono seco, y añadió-: Anoche florecieron los primeros almendros. ¿Los has visto?

-Sí, desde la ventana. ¡Qué pena!

-¿Por qué?

-¡Un año más! Ya pasaron los tiempos en que la primavera significaba alegría. Y llegaron las golondrinas; todos los nidos de los aleros vuelven a estar ocupados. ¡Qué pena!

Meneando la cabeza, Doso dejaba sola a la agotada y triste mujer, y se marchaba a los campos a «ver crecer el trigo», como decía, o al establo a cuidar una bestia enferma, o a los prados donde pacía la caballada, o a hablar con el colmenero. Pero nunca dirigía sus pasos por el lado del mar, a menos que Celeo, dueño de un par de barcas de pesca que tenía alquiladas, la mandara allá con algún encargo sobre cebos o redes o a buscar una cesta de pescado. Pero eso por lo regular corría a cargo de Mónica.

Doso, poco después de su llegada, supo, más que hacerse indispensable para la gente, y en muchas cosas lo era, convertirse en una presencia de la que irradiaba un prestigio inefable. Todo el mundo la sentía inmediata y concreta, pero cierta aura de lejanía y de misterio hacían que se la respetara con cierto temor.

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(Calixta había estado callada, mordisqueando un extremo del pedazo de corteza de abedul y lanzando de vez en cuando una distraída mirada a Ulises, que seguía tendido a su lado. Cerca, cantaba un grillo. A lo lejos, se oyó el relincho de un caballo.

-Todos sentían en seguida que Doso era una mujer de la tierra -dijo la muchacha, al tiempo que dejaba sobre la hierba el trozo de corteza. Y, tras una corta pausa, añadió-: No sé por qué te hablo tanto de ella.

-Seguramente porque no la puedes olvidar -contestó Ulises.

Calixta prosiguió:

-Había en ella algo tosco y sagaz y paciente que la acercaba a los campesinos. La manera como desmenuzaba un terrón entre sus fuertes y cortos dedos, como levantaba la cabeza en un brusco movimiento para descubrir de qué lado soplaba el viento, como examinaba un puñado de semillas, como acariciaba el lomo de una bestia o afilaba un cuchillo, y tantas otras cosas, ganaban la confianza de la gente. Era igual que ellos, y por otra parte no lo era, y nada tenía que ver en eso último el hecho de que fuese una forastera. No. Se trataba de un sentimiento de distancia que provenía, en cierta manera, del salvaje espíritu de independencia de Doso. Y de la conciencia de que algo oscuro e indescifrable había en la vida de aquella mujer; algo oculto y profundo cuyo misterio, aunque hubiese sido mostrado a la luz del día, no se habría hecho más comprensible para ellos. Debido a sus ausencias más o menos periódicas, de tres o cuatro días una vez al mes, empezaron a circular extraños rumores. Hablábase de unas reuniones que se celebraban en una gran cueva de la montaña, a las que solamente concurrían hombres, que bailaban y cantaban desnudos en torno a una hoguera, tras haberse azotado con largas tiras de cuero o de corteza de árboles. Y era ella, Doso, según decíase, quien presidía aquellas secretas fiestas, sentada en una roca al fondo de la cueva, entre una paloma degollada y un pez, con el rostro tiznado y tocada con una crin de caballo. Decíase también de ella que sabía interpretar los sueños y el vuelo de los pájaros. ¡Bobadas de las viejas todo eso! Pero lo de la culebra, fue algo que vi por mis propios ojos...

-¿Qué pasó? -preguntó Ulises.

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Era la hora de la siesta y Doso dormía bajo un olivo con la espalda apoyada contra el tronco, cuando apareció la culebra, un bicho largo como el látigo de un boyero y grueso como una vara de carro. Estaba tan cerca de Doso, la culebra, que no se podía hacer nada para evitar que ocurriera una desgracia. Pero nada malo sucedió. La culebra siguió arrastrándose, levantó un momento la plana cabeza, ya casi rozando a Doso, y cruzó por sobre sus dos muslos, sin que ella se despertara. Yo estaba con el alma en vilo, como te puedes imaginar, temblando como una hoja... Corrí hacia Doso, para despertarla, cuando ya la serpiente había desaparecido en un matorral, pero me detuve al ver su ancho y plácido rostro dormido, y la sonrisa que tenía en los labios... Abrió los ojos cuando apoyé la cabeza sobre su hombro, con el corazón todavía lleno de horror... Balbuceando, le conté lo que había ocurrido y le señalé las huellas del reptil en el suelo y en su falda... Haciendo un mohín, Doso se levantó y dijo que ya era tiempo de regresar a nuestra faena en el campo, y que para distraerme del susto que yo había pasado me contaría el sueño que había tenido... ¡Así era Doso! Aquella fue la única vez que se habló de sueños entre nosotras durante los meses que la traté... Era un sueño muy hermoso y extraño. ¿Crees tú en los sueños, Ulises?

-No, Calixta. Pero me interesan.

Calixta, soltando una carcajada, dijo:

-¡Vas a tener que levantarte, Ulises!

-¿Por qué?

-Porque las hormigas han invadido tus zapatos.

Ulises se levantó de un salto y, riendo también, empezó a sacudirse las hormigas pateando contra el suelo y aventándolas con una ramita de pino. Mientras tanto, Calixta se había levantado a su vez para cambiar de sitio.

-A la sombra de la retama estaremos mejor -dijo.

Ulises la encontró tendida bajo la mata de olorosas flores amarillas, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados. Antes de acostarse al lado de la muchacha, en silencio, su mirada se demoró unos instantes en el robusto y hermoso cuerpo adolescente. «Tiene ya piernas de mujer», pensó.

Calixta, lentamente, como si ella misma estuviera soñando el sueño que contaba, empezó:

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-... Yo era como una gran montaña de trigo, acostada entre mi propio silencio y el silencio del cielo... Sobre mí pasaban soles, pasaban lunas, pasaban estrellas, y los vientos dejaban sonrisas o heridas en mi brillante cuerpo cereal... Dormía durante meses, y soñaba ríos, aguas que cantaban a mis pies..., y me iba hundiendo poco a poco en la tierra, mezclándome con ella hasta que mi cuerpo de millones y millones de semillas se dispersaba, y en la superficie sólo quedaba mi corona de hielo y hojas secas... Yo moría, pero mi sueño ascendía penosamente a través de las sombras hasta asomar a la luz su rostro de infinitas briznas... Y más tarde, mi nuevo cuerpo de montaña dorada resucitaba..., y se posaban pájaros en mis muslos..., y el arco iris dormitaba enrollado en mi vientre..., y llevaba una corona de cenit y amapolas..., y me volvía a dormir..., y soñaba que me estaba soñando a mí misma..., fuerte y dolorosa..., con el cuerpo iluminado por el resplandor de innumerables hogueras... Y cerca de mí se encontraba el hombre joven con una cinta de oro ceñida en la frente, esperando dentro de un hoyo cuya abertura estaba cubierta por un enjaretado de madera sobre el cual se encontraba el toro adornado de flores..., y la lanza hincaba muerte en la bestia..., y los chorros de su sangre caían sobre el adolescente enterrado, que salía del hoyo saltando, todo rojo, resucitado a la vida de la tierra, como un dios-sol..., y me ponía una granada en el regazo..., mientras el dios azul llegaba con una rama de almendro florido... No recuerdo nada más del sueño de Doso... ¿Te has dormido, Ulises?

-No.

-Como tenías los ojos cerrados.

-Era para escuchar mejor.

-Por aquellos días mi padre trocó una de sus barcas por el caballo blanco, un semental como no hay otro en la comarca. Y luego llegó Seidón, en su nave. Era un hombre algo pendenciero y enamoradizo. En cuanto puso los ojos en Doso, bebió los vientos por ella...)

Y un día Doso vio el caballo blanco.

El semental salió trotando del bosquecillo de abedules, se detuvo unos instantes, para olfatear, encabritose relinchando y se lanzó hacia los altos pastos cercanos. La hierba le   —115→   llegaba hasta el pecho. Todo su cuerpo era alegría y deseo. Brillaba. Su larga crin flotaba detrás de su cabeza como una llama o bien golpeaba su cuello, ora a un lado, ora a otro, como humo sólido. La luz se erguía sobre sus robustos lomos: cálido e ingrávido jinete de oro. Corría, enardecido por el olor de la yegua que aún no veía, guiado por los acres ramalazos que llegaban de la distancia y hacían estremecer las negras fosas de sus narices. Galopaba gozosamente, abriendo con su cuerpo un ancho surco en los fragantes pipirigallos de encarnadas flores; un largo espumarajo colgaba de un ángulo de su boca, como una estalactita, y sus ojos eran como dos grandes bayas rojas. A veces el olor de la yegua se interrumpía, desviado por la brisa, y entonces lanzaba un corto relincho anhelante y torcía en otra dirección, sin detener su vertiginosa carrera. En el prado del cielo, también se encabritaba una nube. Lejos, sobre el bosque, graznaba un cuervo. El olor era ahora cada vez más concreto e intenso. Salió de los pipirigallos, holló una franja de heno y, de pronto, la vio, al otro lado de la empalizada. Frenó la marcha, y se detuvo. Relinchó suavemente, mientras mordisqueaba un tallo húmedo, y, súbitamente, todo su poderoso cuerpo en tensión, se levantó sobre sus patas traseras y, ladeando ligeramente la cabeza, soltó un largo relincho de sufrimiento, anticipación y triunfo que fue menguando hasta que se le terminó el resuello...

Doso oyó el relincho a sus espaldas. Sin detenerse en el prado, dirigió sus pasos hacia los pinos. Seidón la seguía desde lejos, ocultándose entre los árboles.

Hallábase el caballo a un centenar de pasos de la empalizada, cuando la Dorada la traspuso de un gran salto y avanzó en línea recta hacia la llamada ardiente.

Doso, antes de penetrar en el bosque, se detuvo y volviose. Allí estaban. El caballo, esperando, con la cabeza erguida y moviendo la cola, y la yegua trotando alegremente hacia él. Oyó otro relincho del caballo. ¡Vaya! ¡Cómo corría la yegua! Bajo el sol del mediodía no se movía ni una brizna de hierba; pero el viento corría por el cielo, porque las dos blancas nubes proseguían en su lenta andadura. Un regato, allá por el lado de los pipirigallos, brillaba como una gran hoz abandonada. Seidón no se dejaba ver ahora. Pero debía estar espiándola, porque era de los que no cejaban...

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Ahora el caballo blanco corría detrás de la yegua, que trotaba describiendo un gran círculo, casi al extremo del prado, sin verdadero afán de fuga, espoleada por la libertad de la carrera y la persecución. De pronto, el caballo se desvió de la curva y, cambiando el trote por el galope, se lanzó como una flecha hacia la Dorada, a la que atajó pronto, y ambos corrieron un trecho a lo largo de la empalizada, con un ritmo acompasado y sincrónico, pegado el flanco derecho del caballo al izquierdo de la yegua, como si tiraran de un mismo invisible carro de aire. Esta marcha terminó cuando el caballo, tras rezagarse un poco, dio un mordisco en el cuello de su compañera. La Dorada lanzó un relincho de ternura y de ira a la vez, apartose de un salto y disparó una coz contra el pecho del semental. ¡Así se hace!, pensó Doso, sonriendo. Y ahora ¡hacia las más altas hierbas que verdeaban en el centro del prado!

Fue la Dorada quien corrió primero hacia ellas, y el caballo volvió a seguirla, en un trote pausado esta vez, porque sabía que la persecución había terminado. La yegua, mientras tanto, se había detenido en el pasto y permanecía de grupas al caballo, el cual, dejando de trotar, se iba acercando sin prisa. A corta distancia de la brillante grupa, se detuvo, hundió la cabeza en la hierba y relinchó, no muy alto. La yegua no contestó. Avanzó de nuevo el caballo, hasta situarse a un codo de la hembra, y, tras permanecer inmóvil unos instantes, encabritose hasta quedar casi vertical, lanzó un agudo relincho y dejó caer de nuevo las patas delanteras al suelo. La yegua abarquilló los cuartos traseros y apartó la cola. El caballo volvió a encabritarse...

Al entrar en la sombra de los árboles, Doso advirtió que el sudor corría por todo su cuerpo. Quitose el cinturón, se lo enrolló en la muñeca y desabrochose la blusa, sin dejar de andar hacia el cercano calvero. Seidón continuaba invisible, pero no debía andar lejos, estaba segura de ello. Entre el cuello y el nacimiento de la espalda, Doso sentía el peso tibio del rodete, como si llevase posado allí un pequeño animal. Arrancó una ancha hoja de helecho y se la aplicó unos momentos sobre la frente húmeda de sudor, y luego se enjugó con ella los dos senos. Con la mano derecha ahuecada, como si sostuviera una fruta, levantó ligeramente el seno izquierdo y la hurtó con un rápido movimiento... Algo caídos, lo sabía,   —117→   desde hacía dos o tres años, pero eran todavía hermosos en su morena redondez idéntica. ¡Ya quisieran tenerlos como ella muchas mujeres de su edad! No había pasado su tiempo todavía. Claramente podía leerlo en los ojos de los hombres cada día. Y Seidón no sería el último, suponiendo que... El primero ya estaba lejos en el tiempo: Jasio... Fue hermoso, aquello, en una tierra noval, una tarde de grandes nubes blancas, mientras en el cercano bosque graznaban los cuervos... Ya relinchan otra vez el caballo blanco y la Dorada... Habían asistido, ella y Jasio, a las bodas de Camilo y Herminia, y durante la fiesta, inflamados por la bebida, salieron de la casa por la puerta de atrás, y corrieron hasta que, casi sin aliento, se detuvieron en medio del campo, y se tocaron, y cayeron abrazados sobre la tierra. Tres veces entró en ella Jasio, tantas como arado había sido el campo, y él tenía los ojos cerrados primero, y muy abiertos luego, fijos en la boca de ella, que gemía... Cuando se levantó, sus brazos y piernas estaban sucios de barro y tenía sangre en los muslos. Tendida sobre el horizonte, la tarde estaba también ensangrentada. Él la tomó en sus brazos y la llevó así hasta que oscureció, y ella sentía oscilar su colgante cabellera, y era como si la suave noche naciera de su cuerpo vastamente tranquilo, las estrellas bajaran a su rostro y la luna surgiera de sus pechos desnudos...

Se detuvo un momento al borde del calvero y miró las dos nubes que se cernían en lo alto, muy cerca ya una de otra, doradas por el sol. Tiró las hojas de helecho y, lentamente, sumida en su evocación, avanzó hacia la gran roca cubierta de musgo que se levantaba en el centro del claro del bosque... Sí, dos días después del amor, llegó la muerte, el horror indecible: él, allá en la espesura, en el lugar donde la había estado esperando, a ella, que no acudió porque la retuvo en casa una gran tormenta. Y Jasio no regresó, y al día siguiente por la tarde salió gente del pueblo a buscarlo, y ella se les unió, angustiada, en el bosque, sin que la vieran. Recordaba los gritos de los hombres llamándose, las linternas oscilando entre los troncos, los bruscos vuelos de las aves asustadas, el cansancio que le doblegaba las piernas, la oscuridad, la telaraña que se le pegó en la cara, y luego el alba, como una red de oro lanzada sobre las copas de los árboles, y el día, los rayos y los gorjeos... Y, de súbito, Jasio, a un tiro de piedra,   —118→   de espaldas a ella, abrazado al tronco de un pino, hacia donde ella corrió, sin comprender, hasta que estuvo cerca, y vio el rostro cubierto completamente de hormigas, las manos de dedos negros y engarabitados, como de hierro, y el cuerpo retorcido en el que se había alojado un instante la ira fulmínea del cielo.

Trepó por la roca hasta llegar a la cima, que formaba una especie de angosta plataforma cubierta de rala hierba, y se acostó, uniendo las manos detrás de la cabeza. Cerró los ojos. Ya no pensaba en nada. Su espíritu estaba vacío de imágenes y de pensamientos. Para ella, sólo existía la doble delicia del aire vivaz sobre su cara y las manos tibias del sol sobre su cuerpo. Y aquel silencio que era el mismo de su modorra: ni el graznido de los cuervos, ni los relinchos en el prado, ni el canto de ningún pájaro... Todo estaba detenido y en suspenso, excepto aquel suave ritmo de cuna dentro de su cabeza, que iba menguando, como el viento, menguando dulcemente, y luego aquel roce, como de pasos de niebla sobre hierba, que se alejaban y acercaban, unos pasos de sigilo, y de pronto el crujido de una rama en el suelo...

Se medio incorporó, bruscamente, y, abriendo los ojos, vio a Seidón, detenido en el lindero del bosque, mirándola fijamente. Él avanzó unos pasos: de la sombra de los últimos árboles al sol del calvero, y su rostro mudó del azul al blanco.

-Vete... -murmuró más que dijo Doso.

Él seguía avanzando en línea recta, lentamente, hacia la roca, muy erguido el torso y con los brazos inmóviles, casi pegados a sus costados, sin dejar de mirarla y moviendo los labios, como si la luz se hubiera convertido en agua profunda para él.

-Vete -repitió Doso, esta vez en voz clara y alta, pero sin miedo ni tono de rechazo.

Él seguía avanzando. Doso sintió una piedra, debajo de la mano derecha que tenía apoyada en el suelo, y cerró los dedos sobre ella.

-Vete, te digo... ¿No me oyes?

Él no se detuvo hasta llegar al pie de la roca. Doso alzó la mano con la piedra. Él sonreía, abajo, no con la boca, cuyos labios no habían dejado de moverse, sino con sus ojos azules, unos ojos no de hombre sino de lontananza.

  —119→  

-No... ¡Vete! -gritó, al tiempo que lanzaba la piedra, cerrando los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, unos instantes después, vio la cara ladeada de Seidón y el hilillo de sangre que iba del pómulo izquierdo hasta la boca, que ahora sonreía... Doso, sin atreverse a mirar los claros ojos del hombre, murmuró:

-Ven...

Pero él, como si tampoco esta vez hubiera oído, volvió sobre sus pasos y, siempre con el mismo ritmo, desapareció entre los árboles.

Doso se tendió otra vez sobre la hierba y cerró de nuevo los ojos. Ahora oía el rumor del viento en el follaje y todo su cuerpo temblaba. Del prado llegó un relincho... Otra vez volvía a estar allá, en el prado, el caballo blanco. Otro relincho contestaba, más débil. No, no era la Dorada quien relinchaba ahora. Doso conocía muy bien su manera de relinchar. «Todos los relinchos tienen algo de risa», pensó, soltando una corta risita. No era la Dorada, que debía haberse quedado chapaleando sola a orillas del río. «Y todas las risas tienen algo de relincho», añadió, sin advertir que ella misma reía cada vez más fuerte, abriendo las piernas...

Las dos nubes habían desaparecido del cielo.

(Calixta tomó el combado pedazo de corteza, acarició un momento la lisa y plateada superficie y se lo colocó sobre la cara, como si fuese una máscara. Luego, cogió una ramita, seca y puntiaguda, y empezó a practicar un agujero en la parte superior de la corteza, mientras, sonriendo maliciosamente, decía:

-Lo recuerdo muy bien: fue la tarde del día que trajeron a la Dorada para que la cubriera el semental blanco, el mejor caballo padre de la comarca, no lo dudes, aunque por ahí alguien diga que es mejor el bayo... ¡Qué va! Al atardecer, me encontraba en los campos, y empezó una lloviznita... No preguntes nada. Siempre me interrumpes para indagar sobre cosas que no tienen importancia. Escucha y calla, hombre. Oí todo lo que dijeron, él, Seidón y Doso. O casi todo, porque a veces hablaban tan quedo, que por más que aguzara el oído no entendía las palabras... Bueno, pues te diré que cuando la menuda lluvia empezaba a calarme, corrí al lugar de las gavillas,   —120→   hice un hueco en una y me metí en él, y esperé allí, como una imagen en una hornacina, comiendo semillas de girasol, que me gustan mucho, tanto tostadas como sin tostar... Y a poco me di cuenta de que alguien se movía, arriba de la gran hacina, cerca de la cual me encontraba; y advertí en seguida que se trataba de una mujer, porque un manto cubría su cabeza, y supuse que debía tratarse de Doso, porque sólo a ella se le ocurren cosas así como subirse a una hacina, de noche y lloviznando... Iba a llamarla, cuando llegó él, montado en el caballo blanco. No se apeó: de la grupa saltó a la hacina, donde ella, lo vi claramente, se había incorporado y abría los brazos... El caballo se alejó, y yo dejé de mascar mis semillas, porque, mascando no se oye con tanta claridad, y seguía lloviznando, lloviznando... Acerca el oído; te lo contaré todo, pero bajito, porque tú, a veces...)

Cuando Seidón cayó a su lado, sobre las espigas, la golpeó en la cadera, sin querer, con el codo, y se tendió en silencio. Doso se volvió para mirar el rostro del hombre; pero sólo vio una mancha oscura con unos ojos que tampoco podían ver su cara ni su sonrisa hacia la que tendió su mano. Tocó primero la frente, en la que dejó posada su mano unos momentos, luego, delicadamente, con las puntas de los dedos, rozó el pómulo herido y, después sólo con el índice, le acarició la boca.

-Has venido con el caballo blanco... -murmuró Doso.

Seidón no contestó. Ella escuchaba la respiración lenta y pausada del hombre, cuya presencia, en el silencio, cobraba una intensidad sorprendente, extraña y casi dolorosa. Se acercó más a él y, al poner la cabeza sobre su hombro, oyó los latidos del corazón, como un animal que estuviera zapando en la oscuridad del pecho para salir afuera y saltar sobre ella. Sintió la llovizna cayendo sobre sus piernas desnudas. Levantó el brazo izquierdo y abrió la mano y la cerró, varias veces seguidas, como si quisiera asir los líquidos hilos, y cuando la sintió mojada se la puso sobre el vientre... Cerró los ojos y ofreció su rostro a la lluvia.

-Es tibia -dijo.

Toda ella era sonrisa y espera. Como hierba cuando asoma su verde cara a flor de tierra. Dejaba que los infinitos rayos   —121→   dulces cantaran en su rostro el final de su caída de la altura y la sombra del cielo, resbalaran por su frente y mejillas y cuello, y bajaran hasta la tierra corriendo en gotas de una espiga a otra. Su cara era como una suave arcilla y su sonrisa crecía en las tinieblas de la noche, mientras todo su cuerpo semejaba roca dormida. La llovizna entraba ahora en su cabellera. Seidón seguía sin moverse.

-También llovizna sobre ti...

Él continuó silencioso. Sí, era mejor que callara: sus palabras no le dejarían oír los latidos de su gigantesco corazón.

De pronto, la lluvia y la noche viva entraron en su cuerpo, como una cálida y apacible posesión total. Agua sobre sus senos, agua sobre su vientre y sus muslos, pájaro de agua en su garganta, toda ella abrazada por la benigna agua cálida de la noche de estío, como un ritual de la creación en las tinieblas que no eran más que la forma de la gran paz del cielo y de la tierra.

-Agua..., agua..., agua..., -repetía, como en sueños.

La mano de él ahora, sobre su cuerpo, también era como agua. Otra agua. Como besos sólidos. Otro nacer, en el que debía extenderse, vasta y pesada, como una montaña eternamente joven. Sin nombre. Montaña-doncella. Montaña-madre. Montaña-eternidad, con regazo de resplandores y los flancos cruzados por el celo de las puras bestias de la medianoche... Montaña-vida. Y así, atravesada de agua, llena de internos manaderos, esperar el alud de los interminables raudales del sol.

Seidón, arrodillado junto a ella, había dejado de tocarla.

Seguía lloviznando sobre su cuerpo. Abrió un momento los ojos y adivinó en la sombra el rostro de él, inclinado sobre el suyo. Durante un momento, le pareció oír un lejano resonar de cascos. Con las manos cerradas, Doso extendió en cruz los brazos. De nuevo Seidón, impaciente, tocaba su carne -sintió su aliento en la cara, la anhelante boca sobre sus labios, el abrazo y peso de náufrago y la sirga de fuego en sus entrañas-, mientras la lluvia sólo caía ahora sobre sus dos manos que se iban abriendo...

... Cuando Doso despertó de su corto sueño, él le secaba la cabellera con un manojo de espigas. Ya no llovía. Muy arriba en el cielo, empezaban a apuntar algunas estrellas. Al otro lado del campo segado, croaban las ranas.

  —122→  

-¿He dormido mucho? -preguntó ella.

-El tiempo que tarda la luna en recorrer una braza de cielo -contestó él, cogiendo con ambas manos el extremo de la cabellera de Doso y retorciéndola-. Pronto saldrá.

-Y vendrá de nuevo el caballo.

-Vendrá.

-Y te irás...

-Contigo.

Doso incorporose, arrancó de la gavilla un largo tallo de espiga y se lo puso en la boca. Preguntó:

-¿Conmigo? ¿A dónde? -volviendo la cabeza hacia él.

-Lejos.

-Lejos es igual que ninguna parte -dijo ella, empezando a hacerse el rodete.

-Quiero tenerte.

-Me has tenido -contestó ella, atándose el rodete con el tallo de espiga.

-Quiero vivir contigo, Doso -dijo Seidón, rodeándole la cintura con un brazo-. Esta noche no ha sido un final, sino un principio.

-No hay final ni principio, Seidón, sino esperas que se van llenando siempre...

-Irás conmigo a las islas -la interrumpió él, con un acento en la voz en el que vibraba ternura y energía a la vez-. Soy poderoso en el mar, soy un hombre de muchas proas y extensas heredades. Aquí eres una extranjera, aunque la gente te quiera y respete. Este país de trigo y de caballos no es tu patria, Doso, porque la verdadera patria no es la tierra del pasado sino la del futuro. Irás conmigo a mi isla más blanca y tranquila, y tendrás en ella tu morada, y sirvientas, y gobernarás en lo tuyo con ademán y mirada...

Doso meneaba la cabeza, entre halagada y desaprobadora, como quien sabe que no puede escoger entre la realidad y lo promisorio. Sonriendo, dijo:

-Esta noche, primero has sido todo silencio; ahora hablas mucho, hablas mucho...

Seidón tomó el rostro de Doso con ambas manos y, mirándola fijamente en los ojos, contestó:

-El deseo tiembla y es mudo; pero el amor es como un ancla que tiene una larga soga de palabras.

-Mar te llamas tú, y yo me llamo tierra.

  —123→  

-¿Qué quieres decir?

-Soy una mujer estadiza, Seidón; para mí el mar ha sido siempre una visión luminosa o terrible contemplada desde una altura.

-¡Qué importa eso! ¡Irás conmigo a mi isla! ¡A tu isla!

-Tal vez vaya, Seidón -contestó ella, con voz dulce y calmada-. O tal vez tú te quedarás aquí.

-He de zarpar con mi nave dentro de ocho días, Doso. No puedo demorarme más tiempo. ¡Irás conmigo, te digo!

-No grites.

-¿Sabes cuál será la primera cosa que haré mañana por la mañana? Pues ordenar que tu nombre sea pintado en la proa de mi embarcación. O mejor: lo pintaré yo mismo con letras de oro que devolverán sol al sol. Escúchame. He comprado en esta comarca, para venderlos en un país que se encuentra al otro lado del mar, cincuenta hermosos caballos, y entre ellos está el semental blanco, que me reservo para mí y que dejaré en la isla, en nuestra isla, Doso. Me ha costado en oro lo que debe pesar tu cabellera, pero más aún habría pagado con tal de tenerlo... No, no sigas meneando la cabeza. El mar es siempre bello. Tú no lo conoces. Si no deseas quedarte sola en la isla, me acompañarás en mis viajes. Sabrás que las estrellas no son las mismas, en el mar, y que en las noches de calma su compañía salta de los ojos al corazón. Dormirás a la sombra de la vela y te despertarán las gaviotas de la aurora y el canto de los marineros. Oirás el diálogo de látigos de espuma y escollos, y cuando las aguas cobren el color de las heces del vino, tu paz subirá al reino de la henchida vela...

Calló Seidón durante unos momentos y, de pronto, estalló en ruidosas carcajadas.

-¿Por qué te ríes así? -preguntó ella, molesta.

-Porque de pronto me he acordado de Daimon.

-¿Quién es?

-Un marinero de mi nave. El único de la tripulación que sabe hablar con palabras trenzadas. Se le tiene por un chiflado, pero cuando habla, todos callan para escucharlo. Todo lo que dice es siempre más real que la realidad, y él mismo es el primero en creer en sus hermosas y extrañas palabras. Me ha dado risa pensar que aquí, ahora, a tu lado, me parezco a él, por el modo de hablar. Pero no me importa. Es como si   —124→   nunca hubiese estado tan despierto... Te lo repito: irás conmigo, Doso. Nada has de temer. Te quedarás en la isla, si no prefieres acompañarme. Procuraré que mis ausencias no sean largas, porque lejos de ti no hay verdadero día ni verdadera noche. O, como diría Daimon: la luz ha perdido sus hilanderas y la sombra devora sus coronas de herrumbre... ¡Y dale con Daimon! Para ti, yo regresaré con milagros: mil jaulas con palomas para tu cielo matinal, miel de los llanos del país de tu infancia, tres jarras llenas de nieve de la cumbre de tu montaña más amada, un delfín de plata con un engarzado sol de coral en el vientre... Daimon tiene una sarta interminable de imágenes para describir el sol. Pero esta noche yo podría competir con él, y lo ganaría. ¡Pienso en los soles que nos esperan, Doso! Veo nuestros soles... Veo el sol como una cuerda púrpura adujada por un grumete soñoliento; como el sangrante ombligo de un dios recién nacido; como un campesino vestido de azul corriendo con un gallo rojo bajo el brazo; como un borracho pelirrojo que se tambalea y cae de cabeza contra el poyo de la noche...

-¡Calla, Seidón! -lo interrumpió de nuevo ella-. Tus palabras no me dejan pensar en ti -y, volviendo la cabeza hacia el lado de las montañas, añadió-: Mira, ya sale la luna... Deberías marcharte ahora. Quiero estar sola el resto de la noche.

-Está bien, Doso. ¿Hasta...?

-Mañana por la noche te esperaré aquí. A la misma hora. Pero ahora deseo estar sola.

-Sí.

Seidón se introdujo dos dedos en la boca y silbó. Luego dijo:

-No zarparé sin ti.

-Vete tranquilo. Ya hablaremos mañana. Oigo acercarse el caballo.

Seidón se puso de pie en la hacina y volvió a silbar. Durante unos momentos se oyó el ruido del correr del caballo por el bosque y luego su saltante bulto apareció delante de ellos, en el angosto camino entre los rastrojos y los pinos, para volver a desaparecer. Seidón puso su mano derecha sobre la cabeza de Doso, que había permanecido sentada sobre las espigas. La luna rodaba por el cielo estrellado y sin nubes e inundaba la noche con su claridad calcárea.

  —125→  

-Viene por el bosque -dijo él.

-Sí, tu caballo... -murmuró Doso, levantando los ojos para mirar el rostro del hombre, cuyos enlunados ojos semejaban de nieve.

Ambos esperaron unos minutos, en silencio, inmóviles y rodeados de noche blanca. Bruscamente, presa de sobresalto y alegría a la vez, Doso exclamó:

-¡Míralo! -señalando con la mano hacia la izquierda.

La figura del caballo dejó atrás los últimos árboles y entró dentro de la claridad lunar. Como el sueño blanco de sí mismo, avanzaba sin ruido, hollando la blanca tierra aguanosa con un ritmo sonambúlico. Sus rotundas y vigorosas formas contrastaban con la extraña cualidad flotante de su andadura, y el fondo oscuro de los troncos de los árboles contribuía a hacer resaltar una luminosidad no de destello, sino de un fulgor ligeramente azulenco y titilante, como si fuese amasada luz de luciérnaga, aunque todo debíase a la conjunción del pelo blanco de la bestia y las temblorosas gotas de lluvia que reflejaban el rutilante esplendor del cielo nocturno.

El caballo se paró cabe la hacina, de donde Seidón saltó al punto sobre el animal y se agarró a la crin con una mano, mientras hacía con la otra un ademán de despedida a Doso, que se había levantado y, extasiada, murmuraba para sí: «¡Es un caballo de estrellas!».

(-El caballo pasó ante mis ojos como una visión, montado por el hombre oscuro, por Seidón, que volvió la cabeza para mirar a Doso por última vez, antes de meterse en el bosque. Y ella se quedó de pie en la hacina durante un rato, completamente inmóvil, con la luna ascendiendo frente a ella y todos los astros encima de su cabeza, y luego se tocó el rodete, para ver si todavía estaba húmedo. Yo esperaba que bajase de la hacina a fin de poder marcharme a casa, donde tendría que entrar por la puerta de atrás, sigilosamente, para no ser descubierta tan a deshora y dar lugar a que creyeran cualquier cosa de mí... Pero Doso no bajaba. La oía removerse, y murmurar sola, y ahuecarse entre las espigas, como buscando acomodo para pasar la noche allí... «Esperaré un poquito más todavía -pensé- y me escurriré para casa; el   —126→   tiempo de comerme las semillas de girasol que quedan». Y cuando hube terminado todas las semillas, decidí esperar un tantito más, y me mojé con saliva los párpados, para alejar el sueño, y asomé la cabeza para que me diera un poco el aire fresco... Y vi el álamo, al borde del campo, erguido como un Seidón de sombra, que oscilaba dulcemente en la noche, y oí el canto de un mochuelo, y un matorral cercano estaba lleno de feos ruidos, y las formas extrañas de las piedras, en el suelo... Yo entonces era muy miedosa, y se comprende, porque apenas había cumplido quince años, mientras que ahora tengo dieciséis y dos meses, y he aprendido mucho, sobre todo de Doso, y un montón de cosas que antes no comprendía y me asustaban, ahora puedo tranquilamente enfrentarme con ellas... Volviendo a las piedras: una empezó a moverse, de un lado para otro, dando cortas carreritas, algo oscuro y vivo..., una gorda y asquerosa rata. ¡Oh, no sabes qué terror y asco me dan las ratas! Me mordí la mano, para no chillar, y permanecí un buen rato con los ojos cerrados, acurrucada dentro de la gavilla, pensando en el muchacho del cuento que encantaba a las ratas de su pueblo al son de su flauta, y las ratas lo seguían y terminaban por arrojarse al agua y morir ahogadas, porque no podían dejar de obedecer a la dulce música que yo me esforzaba en tocar en una flauta imaginaria -¡tiruti-tut; tiruri!-, soplando sin cesar y moviendo los dedos así... «¡Eh, barbiana! -gritó una voz al final de mi sueño-. ¡Despierta! ¿Has pasado la noche durmiendo aquí? ¡Despierta, que ya amanece!». Era Doso. Cuando abrí los ojos, dejó de sacudirme y, agachándose, me tocó los brazos. «¡Estás helada, criatura! ¡Vamos, sal de ese agujero! Dame la mano...». Medio corriendo por mis propias piernas, medio arrastrada por Doso, que me jalaba de las manos, llegamos al final del campo y nos sentamos sobre una piedra. Salía el sol. Los gallos se devolvían los cantos. Doso me hizo algunas preguntas, y yo estaba avergonzada, porque advertí que ella se dio cuenta en seguida de que yo... bueno..., de que yo había visto que Seidón y ella..., allá en la hacina... «¿Estuviste despierta hasta que llegó el caballo blanco?», me preguntó. Ruborizándome, afirmé con un movimiento de cabeza. No hizo ningún comentario: alzó levemente el hombro derecho y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios. «Voy al río -dijo al cabo de unos momentos-. Me gustaría   —127→   que me acompañaras». Y, sin esperar respuesta, echó a andar, y yo tras ella. Porque sabía lo que me correspondía hacer. Y por eso, durante el camino, me detuve un par de veces para arrancar flores de saúco, sin que ella me lo ordenara. Como te he dicho, sabía muy bien lo que debía hacer. Y lo hice, en cuanto la alcancé en el río, en un lugar de árboles y de agua remansada, con huellas recientes de cascos de caballos en la tierra arenosa. Mientras tanto, Doso se había descalzado y entrado en el agua, medio vuelta hacia mí, iluminada por un ancho rayo de sol que se filtraba entre los troncos. Primero le deshice el rodete, rompiendo el tallo de espigas que la sujetaba, y luego le quité el vestido... ¡Doso tenía un cuerpo de diosa campesina! No sé cómo describirlo...: era una maravillosa cosecha convertida en cuerpo de mujer. Mojé en la corriente un puñado de flores de saúco y empecé a frotar con ellas todo el cuerpo de Doso, que se cubrió pronto de una ligera espuma aceitosa. Lo enjugué después un par de veces, sin dejar de mirarla, llena de admiración. Doso era como yo deseo ser, o mejor, como desearía llegar a ser un día, con los años... ¡Tener un cuerpo hermoso y fuerte para la vida! Mirándola, comprendía que en ella la vida era más poderosa que el dolor y el miedo. Aquellos brazos sabían que el amor era el trabajo más profundo, como sus senos afirmaban que la única vergüenza que existe para la mujer es ser seca; y si sus anchas caderas hablaban de fertilidad, su cintura era de doncella... Su rostro resplandecía, y en sus ojos, que de vez en cuando se volvían hacia mí, había una infinita serenidad y dulzura; pero en su boca la decisión iba madurando... Sosteniendo su vestido con las manos, bañado de sol, esperé que Doso saliera del agua...

-¿Volvió a la hacina Doso aquella noche? -preguntó Ulises.

-¿Por qué sonríes?

-¿Volvió?

-No...)

Al mediodía, Doso subió hasta la cumbre de la colina batida por el sol y por el viento que soplaba de las montañas. Como solía hacer en los últimos tiempos, se sentó en una pelada roca y dejó vagar sus pensamientos. A lo lejos, más allá de la mancha oscura de las dehesas, se columbraba el   —128→   mar, la lontananza azul que nunca la había atraído. En alguna cala tranquila de la costa, invisible desde allí, debía estar anclada una nave que, desde aquella mañana, llevaba su nombre pintado en la proa... En letras del color del trigo. Su color. La embarcación esperaría ocho días... Los cincuenta caballos que Seidón había comprado serían embarcados seguramente la víspera de la partida; pero lo cierto es que a ella no se la vería nunca a bordo, aunque Seidón estuviera seguro de lo contrario. Como todos los hombres, no había entendido nada de ella: respondió a la gran llamada profunda y misteriosa, se sumió en el caos, temblor y maravilla de una hora de amor, y surgió de ella tal como había entrado: ciego y elemental, niño y tirano, como el rey desnudo de un sueño que nunca sería realidad. Ni siquiera duró tanto como la humedad de su rodete... El iluso había soñado en llevarse cincuenta caballos y una mujer. Por lo que se refería a los caballos, los tenía, con su oro los había comprado y podía hacer con ellos lo que se le antojara; a ella le importaba poco el asunto. Aunque, a decir verdad, le dolía que hubiese mercado el caballo blanco, el más hermoso de todos, la alegría de sus ojos en aquel país. Seidón, sin sospecharlo -como ignoraba tantas otras cosas-, se llevaba un símbolo...

Levantó los ojos para mirar el cielo. Un halcón. Círculo de acecho que se quiebra en vertiginosa caída. ¿Quién era, en verdad, la presa? ¿Lo que atrae desde abajo o bien el señero y alado esclavo de su propia vigilancia? ¡Oh el halcón del deseo y la tierra que permanece! ¡Oh el río que eternamente pasa y las inmutables orillas! El halcón del cielo sólo la fascinaba un momento; sus ojos se cansaban pronto de contemplar las evoluciones del ave en la altura, y volvía a las imágenes acostumbradas de la tierra. Instintivamente, sentía el cielo y el mar como dos absolutos hostiles a su ser. En cambio, allá abajo, hacia donde su mirada ahora vagaba de nuevo, estaba lo inmediato y concreto, lo que conocía y vivía: árboles y senderos, piedras y rostros y humaredas, nombres, palabras y gritos, animales y nidos, días y noches, todo el mundo de sus sentidos y de sus pensamientos, las inagotables sorpresas de la realidad...

Buscó con los ojos. Allá estaba el campo, intacto y empequeñecido por la distancia, asediado en su insignificancia por la extensión de lo circundante, y sin embargo magnificado   —129→   también por el recuerdo -la hacina, semejante a un altar solitario, y las gavillas en torno, como arrodilladas vírgenes de sueltas cabelleras. La suya se le soltó antes de la llegada de Seidón...

Se volvió para mirar la montaña que se levantaba a sus espaldas, en la lejanía, como una mujer grávida durmiendo al sol. Las mujeres-montañas acariciadas por manos de lluvias, poseídas por ráfagas... Como ella. Porque no otra cosa que una ráfaga fue para ella Seidón. El odiado mar. Nunca tendría ella recuerdos del mar, ni de ninguna isla... Ella, Doso, no podía compartir porque era la dadora desde cuya profunda soledad sonreía el futuro. Sola, ingente y total. Eso era ella. ¡Oh las savias, las leches, el fuego y las auroras! Pero... ¿en qué estaba pensando? Lanzó una última y rápida mirada al cielo. El halcón había desaparecido. Era tiempo de descender. Y de huir del mar...

Poco después, al doblar un recodo del camino, vio al niño boyero inclinado contra el tronco de un árbol, que la miraba sonriendo. Se detuvo y gritó:

-¡Eh, zagal! ¡Ven!

(-Ella me esperaba bajo el árbol, adonde corrí acompañada por el pequeño yuntero de vivarachos ojos, que se marchó en seguida con sus bueyes, a una seña de Doso. Esperé que hablara, lo que hizo con su voz lenta y grave, aquella voz que tenía algo del ritmo, balanceo y seguridad de su modo de caminar. Comenzó diciendo: «He de salir para la montaña dentro de una hora. Necesito una cabalgadura, y quiero que sea precisamente la Dorada, ¿comprendes? No te preocupes por los arreos; puedo montar a pelo, en una carrera de sólo cuatro o cinco horas. Me esperas en el vado de las Águilas... Ya sabes dónde está. Tendrás que darte prisa». Al ver que yo no me movía preguntó: «¿Qué pasa, Calixta?». Y yo entonces le dije que había llegado un hombre que la buscaba para darle noticias de su hija Cora. Un hombre que había venido del País Alto y sólo estaría unas horas en el pueblo. «No puedo perder tiempo -contestó ella-. Lo que ahora importa es que dentro de una hora estés en el vado con la Dorada...». Y luego añadió que estaría ausente ocho o nueve días, hasta que hubiese zarpado la nave de Seidón, quien seguramente la buscaría   —130→   empeñosamente. En la montaña viviría y sería protegida por los hombres que calzan abarcas doradas, así dijo, los pastores y leñadores...

-¿Y Seidón? -preguntó Ulises-. Supongo que...

-Espera, hombre; no seas tan impaciente. Cada cosa a su vez. Hay que ir por orden. Así, pues, cuando llegué al vado con la Dorada, ella ya se encontraba allí esperándome. Mientras se ataba un pañuelo en torno a la cabeza, me dijo: «La yegua será devuelta mañana, sin falta... Y ahora escucha, Calixta, hija. Cuando Seidón haya partido en su nave, encenderás dos hogueras en este mismo lugar, una en cada orilla. Será la señal de que puedo regresar». Y, ya montada en la yegua, con la falda subida hasta la mitad de sus morenos muslos, añadió: «Ni me has visto ni sabes nada de mí ¿eh? ¡Adiós!». Poco después había cruzado el río, entre grandes salpicaduras, y se perdía en la otra orilla.

-¿Y Seidón?

-¡Ahora sí! Ha llegado su turno, ¡maldito sea! Cuando se presentó ante la puerta de la casa de mi padre, al día siguiente por la tarde, montado en su caballo blanco, del que no se apeó, ya había estado preguntando aquí y allá, inútilmente. Ni mi padre ni nadie de nuestra gente sabían una palabra de Doso, ni daban importancia a su ausencia. No era raro que Doso anduviera por el campo sola durante algunos días, y nadie se mostraba inquieto a causa de ello, explicó mi padre a Seidón, con toda naturalidad; pero éste, enfurecido de pronto, lo interrumpió y preguntó por mí, pues se había enterado de que yo había estado con Doso la víspera. Salí de casa, temblando, y contesté a sus preguntas con balbuceos y encogimientos de hombros. Sus astutos ojos azules no se apartaban de los míos, mientras yo hablaba, hasta que me cortó la palabra con un denuesto, hizo caracolear su caballo y, amenazando con el puño, se alejó como un rayo. Pasó otro día. Supimos que Seidón y sus hombres, todos a caballo, recorrían la comarca de un extremo a otro, como una furia desencadenada, buscando a la fugitiva... ¡Ah, se me olvidaba! La Dorada regresó: la vi paciendo tranquilamente en el prado, cuando yo volvía de la fuente con el cántaro. Pero no llegué a casa: Seidón me atajó en medio del camino y, blandiendo el látigo, me gritó: «¡Ayer leí en tus ojos la mentira, mala pécora! Si alguien sabe algo de Doso eres tú. No menees la cabeza, que de nada te va a   —131→   servir continuar negando. ¿Dónde se oculta Doso? ¡No te soltaré hasta que hayas hablado!». Entonces decidí no abrir más la boca. ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Seidón se apeó del caballo de un salto y, tocándome la cara con el látigo mientras hablaba, prosiguió: «Si no hablas te voy a dar con esto hasta sacarte el alma. ¡Vamos, desembucha! Tú estuviste con ella la tarde de su huida. Te vieron con la Dorada por el lado del río, lo sé muy bien. ¡Habla, por todos los rayos del cielo! No pongas esa cara de mema... Escúchame: sé que quieres a Doso y que no le deseas ningún daño. Nada tengo que objetar a eso. Yo también la quiero ¿sabes? Y me interesa dar con ella para saber por qué ha huido de mí. No lo entiendo, después de... Si ella decide no irse conmigo, respetaré su voluntad, zarparé sin ella... Pero he de saber por qué ha huido de mí, ¿comprendes? ¡Por lo menos eso! Es la primera mujer que me ha hecho una cosa semejante; pero te juro que le voy a dar una lección que no olvidará en toda su vida..., si la encuentro. ¡Y la encontraré aunque tenga que revolver cielo y tierra! ¡Y a rastras la llevaré a bordo! La agarraré por los cabellos y... Sí, por los cabellos, por su larga... y... hermosa... cabellera... y... Bueno, ¿hablarás de una vez? No me apures la paciencia, ¿oyes, mocosa del demonio?». Yo seguía callando. Él prosiguió, fuera de sí: «Mira, no quiero perder más tiempo contigo: o hablas ya, sin más, y, para que veas que no soy tan malo como eso, te regalo esta monedita de oro, o bien, si sigues en tu empecinado callar, te entrego a mis hombres para que se diviertan contigo, ¿entiendes?». Meneé la cabeza, negando.

-¿Por qué no le decías que Doso se había marchado a la montaña? -preguntó Ulises.

-¡De gran cosa hubiera servido! Hubiera sido como no decirle nada. Para escudriñar toda la montaña se necesitan meses, y Seidón sólo disponía de unos pocos días. Además, se le había metido en la cabeza que estaba en algún lugar del llano... Por otra parte, yo cumplía la orden de Doso: no soltar una palabra a nadie. Entonces, Seidón, al ver que no sacaba nada de mí, me cogió brutalmente por la cintura y me tiró sobre su caballo blanco y montó de un salto detrás de mí... Cabalgué así con él durante dos días y dos noches, casi sin descansar ni dormir. Recorrimos la llanura de norte a sur y de este a oeste, en el viento, la lluvia y el sol, deteniéndonos   —132→   en todas las chozas y casas que encontrábamos, preguntando él a todo el mundo por Doso, con amenazas, o astucia, o promesas, tenaz y enfurecido..., y yo desmadejada, muerta de cansancio y de sueño..., mezclándose todo en mi cabeza...: ladridos de perros, un bulto de mujer con una linterna, relinchos y voces airadas, el chirrido de la polea de un pozo y la canción de los grillos, nubes blancas que giraban, la montaña lejana que semejaba el rostro de Doso... ¡Y callada! Luego me desperté rodeada de una oscuridad que oscilaba..., y vi luz de sol filtrándose por las rendijas de unas tablas, sobre mi cabeza, y una suave voz dijo: «Soy Daimon...». Bebí agua de un cuenco y comí un mendrugo de pan... Y dormí..., y de nuevo desperté, y por la escotilla abierta entraba el sol a raudales y se veía un pedazo de cielo azul... Y, después, por la abertura de la escotilla, empezó a descender una forma oscura atada a unas sogas..., una sombra ventruda que se movía con el balanceo de la nave, y sólo recuerdo que grité de terror al oír el relincho encima de mí...

-Los caballos de Seidón -dijo Ulises.

-Sí... Seguramente fui izada a cubierta con una de las sogas de los caballos. Creo que fue Daimon quien me sacó, desvanecida, de la bodega de la nave. Me despertó una sensación de frío en la cara, y luego algo que ardía en mi garganta me hizo abrir los ojos. «Bebe un poco más...», dijo a mi oído la voz de Seidón, y un instante después vi su rostro, casi rozando el mío, enorme... Volví la cabeza a un lado, y, más allá de la borda, el gran mar en calma, azul y dormido... «Nada temas -dijo la voz, lenta y triste-. Daimon te llevará a tierra cuando quieras...». Balbuceé la pregunta: «¿Está Doso a bordo?». La voz contestó: «No -y añadió, tras una pausa-: Perdóname, Calixta, pequeña...». Abajo, en la bodega de la nave, se oyó un relincho. Volví a preguntar: «¿Está abajo el caballo blanco?». Seidón contestó: «No, hija...». Entonces levanté los ojos y los fijé en los suyos, tan serenos y tranquilos como el mar, y sonreí... Daimon me dejó aquella tarde en la playa.

-¿Te gusta el mar, Calixta? -preguntó Ulises.

-No -contestó la muchacha, sin vacilar-. ¿Y a ti?

-Prefiero la tierra. El mar es otro canto...

-No te entiendo.

-No importa.

-Si tú lo dices... Bueno, el caso es que Daimon me dejó en   —133→   la playa. Como en la barca me había dicho que la nave zarparía antes de la puesta del sol, porque así lo había dispuesto Seidón, decidí esperar en la misma playa, sentada en una arruinada embarcación que estaba con la quilla al aire en la arena, cerca del agua. A poco vi levar el ancla e izar las velas, entre los gritos de los marineros. Cuando la nave empezó a moverse, los caballos se pusieron a relinchar, asustados, y oí sus angustiosos relinchos durante un buen rato, cada vez más débiles, mientras la nave se adentraba en el mar, a todo trapo, y una hora después se perdía en el horizonte del atardecer, que brillaba como un ascua...

Calixta calló. Con la puntiaguda ramita de pino practicó otro agujero en el trozo de corteza, se cubrió con él el rostro, como si fuera una máscara, y soltó una extraña risita. Después, ladeando la cabeza, preguntó a Ulises en voz baja:

-¿Oyes?

-Sí, desde hace rato. Trota por el prado. A veces lo sueltan al atardecer -contestó Ulises.

Calixta dejó la máscara sobre la hierba y se alisó el pelo con una mano.

-Di la moneda de oro al niño yuntero -dijo.

-¿Se la birlaste a Seidón?

-No; me la dio él mismo. Me la puso en la mano poco antes que abandonara la nave. ¡Qué hombre más raro es! Con el niño yuntero me topé cerca del vado, y me ayudó a juntar leña para las dos hogueras. Prendimos el fuego a la vez, él en una orilla y yo en la otra, cuando nacían en el cielo las primeras estrellas. ¡La señal de regreso para Doso! Me la imaginaba allá en la oscura montaña, escrutando la llanura, y veía en su rostro nocturno el final de la espera, su boca entreabierta por una sonrisa de triunfo y a la vez de tristeza, y las dos pequeñas golondrinas rojas de mis hogueras brillando en sus pupilas.

Calixta volvió a callar. El ruido de los cascos del caballo se mezclaban ahora con el rítmico sonido del hacha de alguien que talaba un árbol en el bosque cercano.

-¿Te conoce? -preguntó de súbito la muchacha, tendiéndose sobre la hierba.

-¿Quién?

-El caballo blanco.

-Lo he montado algunas veces.

  —134→  

-¡Vaya! No lo sabía.

-¿Cuándo regresó Doso?

-Dos días después. Pudo ayudar todavía en la trilla. Vivió entre nosotros unos meses más. Se marchó en invierno, en diciembre, y sólo se despidió de mí. Porque llegó realmente a quererme, siempre a su ruda manera, hay que decirlo. En las faenas del campo formábamos siempre pareja y la acompañaba por todas partes. Por la noche, pasaba yo horas enteras en su estancia, y me embabiecaba escuchándola hablar. Pero tenía sus días raros, en que ni siquiera abría la boca, ensimismada, como escudriñándose el alma. Ni una sola vez mencionó a Seidón. Estoy segura de que ya lo había olvidado completamente. A las pocas semanas de su regreso, noté algunos cambios en Doso, en su carácter y hasta en su cuerpo. Sus ojos tenían una mirada más ancha y al mismo tiempo un no sé qué de vago y dulce, como si miraran más hacia adentro que hacia fuera; en su indumentaria y persona, advertíase cierto desaliño y despreocupación, que sin embargo no llegó nunca, ni mucho menos, a la dejadez, eso no; en cambio, ponía más cuidado y atención en lo que comía y menos ímpetu en el trabajo. A últimos de otoño desapareció durante diez días, porque quería estar sola, me dijo cuando regresó, al contestar a mis insistentes preguntas. Volvió a desaparecer en diciembre, y a poco de haber vuelto me anunció que había decidido marcharse por largo tiempo, y que partiría aquella misma noche. «Espera que cambie el tiempo -le dije, con un nudo de congoja en la garganta-. Sopla un fuerte viento y esta tarde ha llovido». Meneando la cabeza, como si acabara de escuchar un despropósito, me contestó: «Quien con viento y lluvia vino, con lluvia y viento puede partir. No llores...». No lloré. La voluntad de Doso era ley para mí, mandaba en algo muy profundo de mi ser, no en una debilidad que accedía, sino en una fuerza que deseaba ser confirmada, ¿comprendes? Cuando hubo cerrado la noche, Doso se me acercó con una gruesa tea y me dijo. «Espérame en la encrucijada de arriba. Estaré allí dentro de media hora. Quiero que seas tú, Calixta, quien prenda en aquel lugar el fuego de mi viaje». Y salió. Poco después salía yo, a la noche y al viento, con una pequeña linterna y la tea apagada. Los dos perros, que andaban sueltos, como la noche en que llegó Doso, corrieron hacia mi sombra, ladrando furiosamente, pero callaron en seguida. El viento parecía también el mismo   —135→   de aquella otra noche, y me parecía ver la misma luna, y oír el mismo traqueteo lejano del carro... Sólo yo no era la misma. Doso me había cambiado; la consideraba como una madre de mi futuro. Con ella habían llegado sueños, habían llegado sueños con los brazos alzados y que sabían muchas cosas, pero ignoraban a dónde dirigirse, hasta que Doso me enseñó a acercarme a ellos con el pájaro de la alegría de la vida y a abrazarlos con las realidades de la tierra. En cuanto llegué a la encrucijada, me arrodillé en la hierba, entre la tea y la linterna, a un lado del sendero que ascendía, y esperé. El viento seguía soplando, se arrastraba por la tierra como una bestia sombría asustada de las estrellas. Doso no tardó en llegar. «¿Volverás alguna vez?», le pregunté, sin atreverme a levantar los ojos del suelo. Su mano me rozó una mejilla, en suave caricia. «Mientras tú quedes, no me habré ido -dijo-. Siempre vuelvo, Calixta...». Conmovida, besé la fimbria de su vestido y tuve que contenerme para no abrazarme a sus piernas. «Ahora prende la tea; moja el extremo con un poco de aceite de la linterna...», dijo. Así lo hice. La llama mordió en seguida la madera resinosa, y creció, chisporroteando, y luego se abrió bruscamente como una grande y viva flor roja... Sin levantarme del suelo, cogí la tea con las dos manos y, muy lentamente, comencé a alzarla. «Tu fuego...», murmuré.

Calixta se interrumpió de súbito. Ulises contempló a la muchacha acostada sobre la hierba, el hermoso cuerpo que empezaba a ser invadido por las primeras sombras de la noche. No se oía el trotar del caballo en el prado. «Algo resucita o nace de ella», pensó Ulises, cerrando los ojos. Cuando los abrió de nuevo, Calixta estaba arrodillada delante de él, con el rostro oculto tras la máscara de corteza, que sostenía con la mano derecha...

-¿Por qué te cubres el rostro?

-Tal vez para que no me veas llorar -contestó ella, con voz temblorosa.

-Termina.

Honda y lejana, la voz de la muchacha dijo:

-... «Tu fuego...», repetí, mirando la llama que brillaba, erguida y retorciéndose, cerca del cuerpo inmóvil de Doso. Y entonces, mientras yo iba alzando la tea encendida, en el mismo instante, una ráfaga hizo ladear a la vez la llama y pegó al cuerpo de Doso la holgada saya, y mis ojos vieron...,   —136→   mis ojos vieron lo que el viento hacía manifiesto y la llama iluminaba, entonces vi el bulto del vientre que encerraba una gravidez de seis meses... Y alcé un poco más la tea, con brazos temblorosos, y Doso la tomó y echó a andar rápidamente por el sendero; mas a los pocos pasos se detuvo y volvió el rostro para mirarme, al tiempo que describía un círculo por encima de su cabeza con la tea encendida... La figura de Doso se fue alejando cuesta arriba, envuelta en viento y en sombra, y durante un largo rato la llama semejó un pájaro de fuego posado en su hombro derecho...; luego, cuando ya no distinguí la forma de su figura, mis ojos siguieron fijos en la llama que iba ascendiendo sola por el collado, se convertía en una lengua ardiente, en una baya roja, en una gota de sangre, en un punto cada vez más pequeño que terminó por desaparecer..., y sólo quedaron la noche, el viento, los ladridos lejanos de los perros y el palpitar de mi corazón...

Se oía el trotar del caballo y la luna asomó por encima de los árboles. Fascinado, Ulises tenía los ojos fijos en la máscara de corteza que brillaba como si fuese de hielo y desde cuyos huecos negros los ojos invisibles de Calixta lo miraban. Estremeciéndose, casi sin darse cuenta de lo que hacía, golpeó ligeramente el brazo de la muchacha, y la máscara se apartó de su rostro. Ahora Ulises vio los ojos, aún brillantes de lágrimas, y la boca abierta como en muda risa.

El caballo relinchó.

Calixta se acercó más a Ulises, le colocó la máscara sobre el rostro y arrimó su cuerpo al del hombre.

-¿Por qué no llamas al caballo? -oyó Ulises que la muchacha le murmuraba al oído.

No contestó. Miraba los ojos de Calixta que se acercaban a los suyos, escrutadores, y sintió en su pecho el contacto de uno de los firmes senos de la muchacha. Los ojos de Calixta estaban ahora tan cerca de los suyos que casi se tocaban...

-¿Por qué no lo llamas?

De pronto la mano de la muchacha soltó el trozo de corteza, pero ésta no cayó, porque su boca oprimía con fuerza la parte inferior de la máscara que cubría los labios de Ulises...

De nuevo la voz de ella, queda:

-Ahora te dejo...

  —137→  

Él preguntó:

-¿A dónde vas, Calixta?

La muchacha soltó una risita que sonó en los oídos de Ulises como un relincho en sordina.

-¿A dónde...?

Ella dejó de reír y dijo:

-A la hacina -soltando la máscara y echando a correr.

Ulises levantose y permaneció largo rato mirando en la dirección en que había desaparecido Calixta. Sobre la hierba, la máscara parecía tener fijos en él sus vacíos ojos de sombra. Cubriéndola con el pie, silbó al caballo, el cual apareció a poco, gigantesco en su estelar blancura. Ulises se agarró a la larga crin con la mano izquierda, dudó unos instantes, y, de súbito, brincó sobre el caballo, que se encabritó relinchando...)





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ArribaAbajo- III -

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ArribaAbajoNausica

  —142→  

O por ventura es un dios que, accediendo a sus repetidas instancias, descendió del cielo y lo tendrá consigo todos los días. Tanto mejor si ella fue a buscar marido en otra parte y menosprecia al pueblo de los feacios, en el cual la pretenden muchos e ilustres varones.



  —143→  
 

(Acababa de salir el sol. Al principio, apareció como la cabeza de encendida sorpresa de alguien que hubiera estado tras el horizonte marino pugnando por asomarse, escalando la muralla poco a poco para llegar a lo alto en el momento en que se extinguía el último vestigio de sombra, así en el mar como en la tierra. El sol contempló a la nube blanca que se cernía adormilada y, súbitamente, un círculo de flores rojas, un cerco de pura incandescencia, ciñó a la nube como a una gavilla inmensa. Las olas, hasta entonces planas y grises, empezaron a henchirse y a corretear vestidas de oro pálido y coronadas de blancura, y entre ola y ola, en los surcos remolineantes, el agua se teñía ya de coloraciones violadas, ya de franjas amarillas que se alargaban hasta rozar los flancos de las oleadas, cada vez más vertiginosas, adhiriéndoseles como plumas efímeras. De pronto, una ola cedió rendida, la espuma cimera permaneció en suspenso unos instantes y vagó convertida en velo de polvillo rosado. Pero la ola, sólo en apariencia vencida, se enardeció de nuevo, espoleada por la cercanía de la costa; se precipitó contra el cantil cubriéndolo con su última transparencia y dejó en la boca de las hendiduras la risa trémula de su espuma...)

 

NAUSICA.-  ¡Ah el sueño en la hondura de las cuevas de mi ser!

HERMANA 1ª.-  Veo la luz como guirnaldas que suben y bajan y oscilan.

HERMANA 2ª.-  Veo un escarabajo negro, inmóvil, en la blanca pared del jardín.

LA MADRE CIEGA.-  El mar llega hasta mí como el aroma de un bosque de sal. Y Nausica calla, calla como un árbol cargado de frutos, durante la noche.

  —144→  

HERMANA 1ª.-  Un rayo de sol atraviesa la jarra de agua que está sobre la mesa, y su reflejo lanza sobre la cabellera de Nausica un pez de cielo.

HERMANA 2ª.-  Ahora el escarabajo se ha caído de la pared y semeja, sobre la arena, un hueso de albaricoque.

LA MADRE CIEGA.-  Escucho el rumor del mar. Pero más claro oigo el silencio de Nausica.

NAUSICA.-  Al principio, cuando recordaba el sueño, lo percibía como una voz desconocida cuyo acento me anunciaba felicidad. Desde la abierta ventana veía la luz matinal que agobiaba el verdor de las acacias y, más lejos, más allá de las azoteas, se erguían los mástiles de las naves, los palos donde parecía mecerse el más puro gozo del día. Chirrió la puerta del jardín y oí hablar a mis hermanas, mientras cortaban rosas. Hubiera querido poder apresar la única gaviota que volaba sobre el puerto y posarla sobre mi hombro. Presentía que en mí había nacido un misterio que no podía confiar a nadie.

HERMANA 1ª.-  El día es ya como una barca llena de manzanas maduras.

HERMANA 2ª.-  Ha pasado una golondrina y se ha estremecido una rama del almendro.

LA MADRE CIEGA.-  Nausica está muy callada.

NAUSICA.-  Mientras me peinaba, sola en mi estancia, reviví las imágenes de mi sueño... Era de noche y yo andaba por las calles del pueblo desierto llevando a la cabeza un cántaro rojo. No era ese pueblo el nuestro, sino algún otro que se le parecía, y eran verdes las puertas de todas las casas, menos la nuestra, que tenía el mismo color del cántaro que yo llevaba. A pesar de los remolinos del viento, no temía que el cántaro se me cayera, pero en cambio me sentía presa de un desfallecimiento que me doblegaba las piernas a cada nuevo paso que daba. Y las puertas cerradas de las casas me llenaban de pavor, y extrañas sombras de hojas caían sobre mi espalda, como manos... Al abrir los ojos, que el miedo me tenía cerrados, vi a mis pies una granada, una paloma y un ramo de azahar. Con la granada en una mano y en la otra los azahares, salí del pueblo, guiada por la paloma. Ya estaba el día avanzado y me hallaba al pie de una montaña muy alta de nevada cima. La paloma había desaparecido y yo había perdido la granada al atravesar un   —145→   río. Con el ramo hice una corona y me la ceñí. Entonces se me acercó un árbol y me murmuró algo que no pude entender. Después vinieron una estrella, un animal del bosque y una canción. Tampoco pude comprender sus palabras y me dormí profundamente. Al despertar, dentro del sueño, corrí hacia mi casa. Todas las puertas estaban abiertas, menos la de mi estancia, donde vi a la canción que estaba colgando la corona de azahar. Al oírme, la canción se volvió hacia mí y me habló. Por eso, más tarde, fueron inútiles las preguntas de mis hermanas:

-Nausica, ¿qué has soñado esta noche?

-Nada, hermana.

-Entonces, ¿por qué tienes los ojos tan brillantes?

-Quizá se me han puesto así de tanto mirar los dorados palos de las naves.

-¿Por qué sonríes y te miras a menudo las manos?

-Quizás porque el aire me pone anillos en los dedos.

-¿Por qué no nos preguntas hoy lo que hemos soñado?

-Hermanas, ¿no habéis cortado ya bastantes rosas?

Todo había cambiado. Nunca, como en aquella mañana, había tenido el mundo una faz tan clara. Todo había cambiado. Parecía que los sonidos calzasen espuelas de cristal. Una fruta, sobre la mesa, se me aparecía como una islilla de color. La canción de las sirvientas volaba como una saeta de amapolas. En la hoja del cuchillo se copiaba un fragmento del día radiante. En el patio, la verde rueda del carro semejaba una flor monstruosa. Yo lo miraba todo y de todo recibía la misma respuesta, todo me confirmaba el mensaje del sueño: se acercaban mis bodas.

-Debiéramos ir a lavar la ropa -dije a mi madre.

-Hoy no es el día señalado, Nausica.

-¡Pero si ya tenemos cinco canastos llenos!

-Hoy no es el día, Nausica.

-Madre, en el patio está dispuesto el carro.

-Vuestro padre advirtió que lo necesitaría por la tarde.

-Hace un sol ardiente, madre; al mediodía ya estaríamos de regreso. Y podrían venir mis hermanas y las sirvientas.

Al pasar el carro con las cinco doncellas, la gente se detenía y las miraba. Las hermanas y las dos sirvientas iban sentadas atrás; yo llevaba las riendas, y a mi lado venía mi madre, que a todo trance había querido acompañarnos.   —146→   Pero ese día, no me interesaba la plática de mis hermanas, ni las largas crines del caballo, de un negro azulado, ni las vides de pámpanos brillantes, que bordeaban ambas orillas del camino, ni el vuelo de los halcones... Sólo pensaba en mí misma, y sentía deseos de llegar en seguida. Cerrando los ojos, respiré ávidamente el tibio perfume de los retamares, y repetí las palabras de la canción del sueño, y volví a ver la corona de azahares colgada a la puerta de mi estancia... La madre quedó en el carro, protegida por la sombra del pinar, y tomando cada una de nosotras un canasto, nos dirigimos al umbroso lavadero. Cuando la ropa estuvo ya lavada y puesta a secar en las cuerdas o extendida sobre las aliagas, buscamos un remanso al abrigo de las rocas donde bañarnos. Al ver mi cuerpo reflejado en las soleadas aguas -un rayo de sol iluminaba en la hondura una piedra, las hojas parecían pupilas al acecho-, el significado de mi sueño me encendió en sonrojos, y antes que alguien lo advirtiera, me sumergí. Al emerger, la luz del día me envolvió como una red dorada y tibia a través de la cual veía el río, los árboles y el cielo en completa quietud adormecida. El zumbar de mis oídos convertía en distante la canción de mis compañeras; fui acercándome despacio, precedida por amplios círculos huidizos, con las manos colmadas de espuma. Y ahora, el mundo era azul, como la alegría que brotaba a borbotones de mi alma, fundiéndose en la melodía que mis hermanas y las sirvientas entonaban, mientras sobre nosotras, inclinado al borde de una roca, un árbol añoso de retorcido ramaje parecía esperar. Salimos del baño y empezamos a enjugarnos unas a otras las despeinadas cabelleras. De pronto apareció él, y todas huyeron, lanzando gritos. Sólo yo me quedé...

HERMANA 1ª.-  La polea del pozo rechina como un animal herido.

HERMANA 2ª.-  El sol es como un botón encendido de una inmensa rueda azul.

LA MADRE CIEGA.-  ¡Ah, Nausica!

NAUSICA.-  ... ante él, llena de sorpresa y de calma. Cubría a medias su desnudez con una hojosa rama, y de él se desprendía un aire de fuerza y de reposada nobleza, un acusado perfil de vigor y de gracia. Sus brazos y su espalda estaban cubiertos de arenilla salobre y, entremezcladas con sus negros   —147→   cabellos, lucían briznas de maleza. Lo había despertado un grito de alguna de nosotras... Y yo, ¿quién era? Yo era Nausica, vivía en el pueblo vecino y, por allí cerca, estaba nuestro carro, aguardándonos para regresar con la ropa lavada. Él era un extranjero, no sólo en la comarca, sino en el país. Y habló. Habló de una tempestad y de un mundo lejano. Y sonreía. Y semejaba que la luz descendiera sobre su cara con una dulzura desconocida, como si el día, con su claridad, aquel día y aquella claridad, hubieran estado esperándolo desde siempre para ungirlo, y como si él, a un tiempo, lo ignorase y lo supiese. La vestidura de uno de mis hermanos, que yo le fui a buscar, acentuaba su aspecto de extranjero. Iba de pie en el carro y el sol del mediodía caía vertical sobre su cabeza, como si sólo perteneciera a él, y su silencio, poco a poco, creó nuestro silencio. Y en la hondura de mi ser sentía que aquel paisaje, que ante su mirar profundo era sólo un desfile fugitivo, se adentraba en mí grávido de vida perenne, porque yo estaba penetrada de su presencia. ¡Extraño y conocido a la vez! Pero una parte de él, algo tumultuoso y terrible, parecía esconderse, ocultarse como la savia secreta de un destino que lo dominaba implacablemente. Yo podía leerlo en su frente y en su boca de labios apretados por la fuerza de sus pensamientos. Pero no; no era un extraño. Extraños eran los otros. Todo me era extraño, excepto él. Sólo él se asemejaba a sí mismo, y quizás por eso me parecía tan invulnerable y luminoso en ese renacer de mi corazón... Hallado y, a la vez perdido. La canción del sueño me rodó por el alma con un crujir de hojas secas. De pronto, sentí en mí las raíces de la más áspera soledad... El techo de mi casa lo guareció durante unos días, y él habló de nuevo ante todos. Sus palabras eran la confirmación del rictus que su boca no perdía nunca. Yo adivinaba que cualquier techo le pesaba demasiado: era un hombre de astro único y de viento diverso. Y sentí el crepitar de su vida: negras llamas, un galope vertiginoso entre flores, un mundo de martillos enrojecidos por extrañas alboradas, un canto fraternal... ¿Qué poder tenía yo, envuelta en velos? ¿Qué podía yo contra un mundo encadenado de armadas tinieblas, de fuerza tenaz y trepadora que escalaba hacia la cima de una vasta canción? ¿Cuál sería mi poder si sólo contaba con mi   —148→   blancura? Todos lo escuchaban, pero yo sola sabía verlo como un invicto; yo era la única en saber que él sólo vivía para forzar el futuro. Su ley quería ignorar la paz y el orden que medran entre áncoras, humaredas y aleros con nidos...

HERMANA 1ª.-  Como una virgen entre guerreros brilla la luna entre los árboles.

NAUSICA.-  Después... He visto la proa bermeja de su nave y las velas henchidas. Y, desde aquel balcón, mi anhelo de brazos largos miraba... La tarde embriagada de jazmines me trajo el canto de los marineros. Las velas, como el albo corazón del adiós, me llenaban de inquietud... Y la proa... ¡Oh, se volvía más y más roja! Y era hoy. Solamente la tristeza es pasado... No más canción. Cae la noche. La canción es otra... Vendrán las lágrimas y aprenderé a vivir el secreto de las noches... ¡Ah, las estrellas azules! Sobre mi frente pesa la sombra de un gran pájaro... Como aquella flor que se me cayó al pozo, así es la soledad... Y él...

LA MADRE CIEGA.-  Tengo frías las manos. Es la noche...

HERMANA 2ª.-  Voy a encender un candil.

NAUSICA.-   (Gritando.) ¡No! ¡No lo enciendas! ¡No lo enciendas todavía!

 

(La escena se ha ido oscureciendo poco a poco. Fuera se oye una canción de marineros, que se va apagando lentamente. Las cuatro figuras han quedado inmóviles, escuchando. En seguida, lejana, pero clara, se oye la voz de ULISES.)

 

LA VOZ DE ULISES.-  ¡Deprisa! ¡Las drizas! ¡El viento ahueca la vela! ¡Soltad los remos! ¡Euri, a la cofa! ¡Aferrad de una vez el ancla!  (Después de una pausa.)  ¿De qué me hablas, Euríloco? ¿Eh? Sí, es posible... sí. Recuerdo que era la única de las tres que no reía. Pero ¿cómo se llamaba...?


  —149→  

ArribaAbajoLa canción de Nausica

  —150→  

¡Ojalá tal varón pudiera llamársele mi marido, viviendo acá...!



  —151→  

Del gran recuerdo de Ulises
soy la esposa de blancor:
llanto de sal volandera
y mocador.

A un adiós vivo enzarzada,
el corazón sube al gesto.
¿Dónde volver la mirada
tan llena de Este?

¡Ay, qué áspera primavera
súbitamente ha estallado
en mi larga cabellera
de soledades!

De mi vida envuelta en velos
noche tras noche me evado
y subo al Carro celeste
de los siete astros,

en donde, horra de esperanza,
tiendo en todo el firmamento
el lienzo de mi añoranza
que tejió el viento.

¡Ay, cuántas sombras de abrazos
me esperan en mi rincón!
Con tintines de arracadas
digo que no.
—152→

La fiebre, cual liquen rojo,
por mis tobillos asciende;
ya prende en mis secos ojos
la imagen de él.

No ardió en mí el ala del fuego,
sin herida es mi dolor.
Pronto será oro viejo
mi puro albor.

Canción de odio cantaría
contra el mar que me venció:
el mar que lo trajo un día,
se lo llevó.

El alma mía descalza
como la lluvia, se va;
cuando en vilo el viento la alza,
rompe a llorar.



  —153→  

ArribaAbajoCirce

  —154→  

Eres sin duda aquel Odiseo de multiforme ingenio, de quien me hablaba siempre el Argifontes que lleva áurea vara, asegurándome que vendrías cuando volvieses de Troya en la negra y velera nave. Mas, ea, envaina la espada y vámonos a la cama para que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre nosotros la confianza.



  —155→  
 

(En la blanca luz meridiana se alzaban los claros muros del casal roqueño: sólidos sillares de un agosto inmóvil. La hiedra trepaba como un pólipo verde que al alcanzar las ventanas se dividía en proliferaciones que, desde abajo, parecían delgadas hendiduras. En la tierra endurecida del centro de la explanada había un círculo de huellas de animales. En aquel lugar sin estatua parecía haberse continuado un viejo rito de adoración. Allá en lo alto, en el mirador, entre las columnas, los girasoles asentían a una orden del sol. Durante un rato, un halcón se cernió por el lado del mar; después voló hacia los bosques inmóviles. El mediodía tenía el color y el perfume de los retamares. De pronto, el halcón se hundió en la fronda...)

 
LA VOZ DE ELPÉNOR.-

 (Lejana pero clara, cantando.) 

Soy el grumete que sube
por jarcias de hiedra y oro.
Llevo una aguja de lluvia
clavada en mi corazón.

 (Más cerca.) 

Tras el luto de la noche,
velámenes de claror.
En la gavia de la aurora
soy el grumete del sol...

 

(ELPÉNOR entra en la estancia de CIRCE saltando por la ventana de la izquierda. Es un mozuelo entre los quince y los dieciséis años, delgado y ágil. En la cabeza lleva un gorro borlado.)

 
  —156→  

ELPÉNOR.-   (Asomándose a la ventana por la que ha entrado.) ¡No me figuraba que esta cofa fuese tan alta! ¡Suerte que la hiedra estaba bien adherida al muro! Qué vista tan espaciosa: los bosques a los dos lados y el mar al fondo, tan grande, y la nave meciéndose allá en la cala...  (Tarareando.)  «Llevo una aguja de lluvia...». Nunca he podido entender eso de la aguja de lluvia clavada en el corazón. Pero es muy bonito, y si a mí me gusta, pues es que... No hay que darle vueltas: Ulises me dijo un día que era una linda canción, y él sabe siempre lo que dice. Me enseñó a cantarla él mismo, y me dijo que la había compuesto uno de su tierra, un tal Femio. Con Ulises yo sería capaz de ir hasta el fin del mundo, ¡pero lo que es con Euríloco! ¡Madre mía, qué tipo! Cazurro y desconfiado... Me repite continuamente que soy tonto de capirote, y por cualquier cosa me suelta un coscorrón.  (Acercándose a una jarra muy grande que está arrimada a la pared.)  ¡Eh! ¿Estará llena? Me apuesto la borla del gorro a que lo está. ¡Ay, madre mía, si estuviera llena de vino! ¡Con la sed que traigo!  (Se agacha para sopesarla. CIRCE, desde el mirador, le proyecta a la cara un rayo de sol reflejado por un espejo. ELPÉNOR se protege el rostro con el brazo.)  ¿Quién me habrá tomado por una alondra?  (Se oye la risa de CIRCE. El rayo de sol se desliza y ELPÉNOR, bajando el brazo, mira hacia el lugar de donde partió el reflejo. Queda unos momentos con la boca abierta, como hechizado.)  ¡Oh! Rubios y largos, sus cabellos, y los brazos blancos, blancos... Y toda ella como...  (Se oye de nuevo la risa de CIRCE. El rayo del espejo vuelve a caer sobre el rostro de ELPÉNOR, que retrocede y tropieza con la jarra.)  Y toda ella como...  (Levanta a pulso la jarra y, abrazándola, atraviesa la escena dando traspiés.)  Como el sol sobre el mar...

 

(ELPÉNOR sale por la angosta puerta de la derecha que conduce a la azotea del casal. ULISES aparece por la puerta de la izquierda.)

 

ULISES.-   (Gritando.)  ¡Euríloco! ¡Elpénor! ¿Dónde estáis?

 

(CIRCE, que continúa invisible en el mirador, le proyecta el rayo sobre la cara. ULISES, sin bajar la cabeza, avanza un par de pasos y se detiene.)

 
  —157→  

LA VOZ DE CIRCE.-  ¿No agachas la cabeza?

ULISES.-  Ya ves que no.

LA VOZ DE CIRCE.-  ¿Tan acostumbrado estás a mirar al sol?

ULISES.-  Ulises está acostumbrado a no bajar la cabeza.

 

(CIRCE aparta el rayo de sol de la cara de ULISES.)

 

LA VOZ DE CIRCE.-  ¿Me ves ahora? ¿Cómo?

ULISES.-  Te veo.

LA VOZ DE CIRCE.-  Acércate, Ulises.

ULISES.-  He venido a buscar a mis compañeros. ¿Dónde están?

LA VOZ DE CIRCE.-  ¿Te da miedo acercarte?

ULISES.-  No he venido por ti.

LA VOZ DE CIRCE.-  Te pregunto cómo me ves.

ULISES.-  Y yo te he preguntado por mis compañeros.

LA VOZ DE CIRCE.-  Contéstame, Ulises, si es que tienes también por costumbre no dejar que se agachen tus palabras.  (Le proyecta de nuevo el rayo reflejado.) 

ULISES.-   (Lentamente.)  El sol que me lanzas a la cara con tu espejo se agranda hasta formar una corona de luz que envuelve tu cuerpo desnudo. El cielo, sobre ti y detrás de ti, semeja un puro espacio creado solamente para que en él puedan oscilar los girasoles que te rodean.

LA VOZ DE CIRCE.-  Sigue.

ULISES.-  Sonríes, y es como si tú misma te enviaras un pájaro: es que te sabes bella. Pero tu cuerpo lo sabe mejor que tú... Ahora, dime por dónde anda mi gente.

 

(Corta pausa. Aparece CIRCE ciñéndose la vestidura.)

 

CIRCE.-  No han subido hasta aquí.

ULISES.-  Debes haberlos visto. Los envié hacia acá, para que me dieran noticias de esta casa y de los que la habitan. Sólo ha regresado Euríloco, y con él he venido a buscar a los otros. Debemos hacernos a la mar. ¿Dónde están?

CIRCE.-  Dando vueltas por abajo, con los animales. No es cosa rara ver hombres y bestias mezclados.

  —158→  

ULISES.-  ¿De qué bestias hablas?

CIRCE.-  Dejemos por ahora las bestias y tus compañeros. Al fin y al cabo, son una misma cosa.

ULISES.-  Es que sin ellos, yo no...

CIRCE.-   (Interrumpiéndolo.)  Antes que tú, llegaron aquí tu canto y tu leyenda. Cuando te vayas, yo seguiré viviendo en el canto y la leyenda que te preceden doquiera. Pero eso no importa, Ulises. Porque yo no tengo alma, no tengo futuro... En cambio, para ti existen el día y la noche, la luz y la tiniebla, el ayer, el hoy y el mañana... ¿Te has dado cuenta de que mi cuerpo no tiene sombra?

ULISES.-  Sí.

CIRCE.-  Te quedarás aquí y te unirás conmigo, Ulises.

ULISES.-  Vengo de muy lejos y he de ir muy lejos.

CIRCE.-  La distancia que has recorrido no cuenta, y la que tienes por delante, la ignoras. Permanecerás aquí una hora o diez años: tu voluntad marcará el término. Porque yo he de tenerte sin retenerte.

ULISES.-  Muy segura hablas, Circe.

CIRCE.-  ¿Cómo podrías rehusar llevarte de mi recuerdos sin sombra?

 

(De afuera suben gruñidos y aullidos intermitentes, ya fuertes, ya débiles. ULISES interroga a CIRCE con la mirada. Ella sonríe.)

 

ULISES.-  ¿Qué es eso?

CIRCE.-  Las bestias.

ULISES.-  Acláramelo de una vez.

CIRCE.-  Son las bestias, abajo, en la explanada. Vienen todos los días y permanecen allí, esperándome.

ULISES.-  ¿Esperándote? ¿Qué quieres decir?

CIRCE.-  ¿No lo oyes? Hoy no me han visto ni me verán. ¿No oyes cómo gruñen y aúllan?

ULISES.-  ¿Qué hacen en la explanada?

CIRCE.-   (Como hablando consigo misma.)  ¿Y no oyes algo más? Entre el rugir de las bestias, ¿no oyes como unos gritos roncos, como un estertor desesperado y anhelante que no es cosa de bestia? No, tú no puedes distinguirlo... Las bestias los toleran, cuando no son muchos... Hoy, como todas las   —159→   mañanas, han venido el oso, el ciervo, el onagro, el jabalí, el macho cabrío y el león, y también oigo al lobo y al perro. Olfatean mi cercanía y gimen agazapados en círculo, con los ojos brillantes, jadeando. Cuando ven que aparezco en el ángulo del mirador con la cabellera flotante y el espejo en la mano, medio alzan la cabeza, todos a la vez, y callan. Y yo entonces, riendo, inclino el espejo y hago que cada bestia agache la cabeza deslumbrándolas con el reflejo del sol.

ULISES.-  También reíste al verme a mí...

CIRCE.-  Sí, Ulises.

ULISES.-  ¿Por qué?

CIRCE.-  Cuando te miré a los ojos por primera vez, Ulises, me pareció ver en ellos la mirada de todas las bestias.

ULISES.-  ¿Y después?

CIRCE.-  Después vi tu mirada. Un mirar con muchos recuerdos y una certeza.

ULISES.-  ¿Cuál?

CIRCE.-  La certeza de que la vida no es la felicidad. Y por eso te elegí.

ULISES.-  Creo entenderte.

CIRCE.-  Da lo mismo; no se trata de que me entiendas. De ti sé también que eres de aquellos valientes que no se avergüenzan de retroceder. Tus hechos lo proclaman. Te he dicho que he visto en tus ojos la mirada de todas las bestias. Pero entiéndeme: en ellos he visto la soledad intacta del animal, la profunda inocencia que no interroga porque sabe... He visto que tú eres tu exacta realidad.

ULISES.-  A veces la realidad me parece una canción que oigo murmurar soterrada en los sueños.

CIRCE.-  No hay sueños, Ulises. No hay sueños.

ULISES.-  ¿Tan vacía estás de esperas?

CIRCE.-  No hay sueños en mí, Ulises. No proyecto sombra sobre cosa alguna. El mundo es como una rueda radiante que comienza a girar cada mañana cuando abro los ojos. ¡Es todo tan sencillo! Un pájaro atraviesa el cielo: vuela, nada más. Una herramienta es brillante y dura: ha sido hecha por el ingenio y la fuerza, y la usarán la fuerza y el ingenio. El mar está siempre despierto; las piedras duermen siempre. Yo no sueño, Ulises, cuento: una brizna, las estrellas, el aroma del heno, la lluvia, los árboles. Y como no quiero   —160→   repetir nada, a nada le pido permanencia. La vida es como el agua: tócala con la mano abierta y la sentirás vivir, siempre igual en su fuga. Pero si aprietas la mano para cogerla, la pierdes. Mucha gente ha pasado, de muchas leyes y distintos países, por esta casa a orillas del mar. Y en cada uno la felicidad tenía un nombre diferente; pero se trataba siempre de una vieja y arrugada historia que llevaban a cuestas. ¡Quédate, Ulises!

ULISES.-  De extraño modo pides amor, Circe.

CIRCE.-  Sólo te pido lo que puedes darme. ¡Ven!

 

(Entra ELPÉNOR. Carga a la espalda la jarra de vino, atraviesa la escena tambaleándose y la deja en su lugar cerca de la ventana. Sin advertir la presencia de CIRCE ni de ULISES, que se han quedado mirándolo, ELPÉNOR regresa, gesticulando, por donde ha venido. De pronto, se oye el rugir de las bestias. ELPÉNOR se detiene unos momentos, horrorizado, y escapa hacia la terracilla.)

 

ULISES.-  Debiera ir en busca de Elpénor. En tierra, siempre hay que vigilarlo.

CIRCE.-   (Empezando a dirigirse lentamente hacia la puerta de su estancia.)  ¡Úneme a tu canto y a tu leyenda, Ulises!

ULISES.-   (Sin moverse, como hablando consigo mismo.)  ¡Esas bestias, abajo, en la explanada!

CIRCE.-   (Andando, sin volverse.)  Y yo te añadiré a la cuenta.

ULISES.-  Y Elpénor cantando, arriba...

CIRCE.-   (Abriendo la puerta de su estancia.)  Podré decir: hierba, nubes, estrellas, aromas, lluvia, árboles y...

 

(CIRCE penetra en su estancia, cuya puerta deja abierta.)

 

ULISES.-  Y Ulises.

 

(ULISES atraviesa la escena poco a poco y entra en el aposento de CIRCE.)

 
  —161→  
 

(La misma escena. Hora: la del alba, al día siguiente.)

 

CIRCE.-   (Desde el umbral de su estancia, mirando hacia adentro.)  Voy a buscar el espejo y vuelvo en seguida, ¿oyes Ulises?  (Atraviesa la escena y desaparece en el mirador.) 

ELPÉNOR.-   (Saliendo, medio dormido aún.)  El oso tenía los ojos y las manos semejantes a las de Euríloco. Sí, no eran zarpas, eran las manos de Euríloco... Y el vino, en sueños, me caía por el gaznate que daba gusto, a chorro tendido... Y, de repente, llega él y me arrea un cachete, y el vino me moja la cara y se me escurre por el pecho. Entonces despierto y, con el gorro, empiezo a secarme como si realmente me hubiera mojado... ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué tonto soy! El cielo era como una siembra de estrellas y, embobado, mirando como se columpiaban las siete hermanas brillantes, el dulce sueño me envolvió de nuevo y empecé a caminar por una vereda del cielo, y las siete hermanas brillantes siguen columpiándose, ahora bajo mis pies, y Orión se me engancha en la borla del gorro... y anda que te andarás, silbando, hasta que veo en el centro del cielo la gran jarra blanca de la luna, y corro hacia ella, porque sólo de verla se me aviva la sed. Pero antes de alcanzarla, la Osa, que está detrás de mí, lanza una pedrada que rompe la jarra, y el vino me vuelve a caer encima, y me despierto...  (Advierte la jarra, que está junto a la ventana, se acerca a ella y le da un puntapié.)  ¡Anda, que estás vacía!  (Mirando a su alrededor.)  No acaba de gustarme esta casa tan grande y silenciosa. Mejor sería regresar a la nave...  (Escuchando.)  Parece que las bestias aúllan otra vez. Lo que me disgusta es no saber nada de Ulises. No lo he visto desde ayer. ¿Lo llamaré? Más vale esperar un poco. ¿Ya vuelven? Sí, no hay duda de que son esos asquerosos animales. Diríase que rondan la casa, buscando quién sabe qué. ¡Si al menos Ulises estuviese aquí conmigo! A su lado, nada temo...  (Parándose a escuchar.)  Ahora parece que están abajo, arañando la madera de la puerta. Ojalá esté cerrada... Esta mañana lo estaba, me acuerdo bien... Pero ¿y si alguien...? A veces suceden cosas así. No quiero ni pensarlo.  (Dirigiendo la vista hacia el mirador.)  No, nadie está allí, ahora... ¡Era preciosa! Preciosa como un mascarón de proa, de oro.  (Pausa.)  Ya se han callado,   —162→   pero siguen arañando la puerta... ¡Y empujan! ¡Oigo el chirrido de las bisagras! ¡Las bisagras chirrían!  (Tratando de serenarse.)  No, es imposible. Yo estaba medio dormido y el miedo me ha trastornado. No, no se oye nada... Ni aúllan ni arañan la puerta...  (Escuchando y echándose a temblar.)  ¡Pero las bisagras chirrían! Y el picaporte ha golpeado al cerrarse la puerta desde adentro. Las bestias han entrado... ¡Están dentro de la casa!  (Recorre la escena de extremo a extremo, presa de pánico.)  Poco a poco, escalón tras escalón, suben, suben...  (Gritando.)  ¡Las bestias! ¡Las bestias! ¡Las bestias suben! ¡Ulises, sálvame! ¡Ya llegan las bestias! ¡Aquí están! ¡Las bestias!  (Aterrorizado, huye corriendo hacia el mirador. Se le oye caer y levantarse. Pausa.) 

LA VOZ DE CIRCE.-   (Desde el mirador.)  ¡Ulises, corre! ¡Baja a la explanada! ¡Elpénor se ha despeñado! ¿Me oyes? ¡Se ha caído desde lo alto del mirador!

 

(Mientras, sin aparecer en escena, CIRCE habla, se abre la puerta de la izquierda y, uno tras otro, van entrando todos los compañeros de ULISES. Cada uno de ellos, por gesto y movimiento, ha de dar la impresión de que encarna una bestia. El más alto y fornido, por ejemplo, puede representar el papel de oso; el más bajo, el de perro. Sin embargo, ninguno de los compañeros ha de llevar aditamentos postizos que puedan conferirle un parecido concreto de animal; por su continente han de sugerir una impresión general de bestialidad y degradación.)

 

LA VOZ DE CIRCE.-   (Gritando.)  ¡Hacia el otro lado, Ulises! ¡Entre los laureles y las rocas! ¡Al pie de los muros!

 

(Los compañeros de ULISES se han ido colocando en semicírculo, vueltos hacia el mirador, y permanecen inmóviles. CIRCE aparece por el foro con el espejo en una mano y el gorro de ELPÉNOR en la otra. Con el cuerpo erguido, da un paso hacia adelante y al mismo tiempo levanta el espejo. Los compañeros de ULISES comienzan a agacharse. CIRCE avanza tres o cuatro pasos más, con majestuosa lentitud, mientras el grupo de hombres   —163→   sigue agachándose hasta dar con la boca en el suelo. CIRCE se detiene y lanza al centro de la escena el gorro de ELPÉNOR.)

 

CIRCE.-   (Autoritariamente.)  ¿Qué esperáis? ¡Fuera de aquí todos!

 

(CIRCE regresa al mirador. Los compañeros de ULISES se levantan y, en fila, silenciosos, del mismo modo que han entrado, salen. En el centro de la escena queda el gorro de ELPÉNOR.)

 

LA VOZ DE CIRCE.-  Ulises lleva en sus brazos el cuerpo ensangrentado de Elpénor. Tras él, cabizbajos, van los compañeros... ¿Qué es aquello? ¿Una gaviota? No... es una vela que se acerca.  (Con alegría.)  ¡Es una vela!


  —[164]→     —165→  

ArribaAbajoCalipso

  —166→  

Al cuarto día ya estaba todo terminado, y al quinto despidiole de la isla la divina Calipso, después de lavarlo y vestirle perfumadas vestiduras.



  —167→  
 

(La claridad, dentro de la estancia, era más que claridad como si la sombra de la noche hubiese ido cayendo presa de un lento desfallecimiento. La tiniebla se iba rasgando, pero la luz no asomaba aún. Se presentía su inminencia en todo el ámbito de la estancia de enjabelgados muros. Todas las cosas -el viejo arcón de olivo, el desorden del lecho, el hacha, el candil de dos pabilos, el lío de las redes- participaban de una realidad aún no adquirida y de un misterio que no se había desvanecido del todo.)

 
 

(Desde la ventana se veía el cielo -donde las estrellas empezaban a palidecer- y el Mediterráneo. Apareció una gaviota: voló un rato sobre la caleta, describiendo amplios círculos; después permaneció inmóvil durante unos instantes, como si se hubiese posado sobre la rama de algún árbol invisible, y se lanzó hacia abajo, hasta rozar las olas que iban a romper contra los oscuros cantiles.)

 
 

(Bruscamente, el cielo se quedó sin estrellas, y cantó un gallo.)

 

CALIPSO.-   (De pie ante el espejo.)  Ulises...

ULISES.-   (En el umbral de la puerta, de espaldas a CALIPSO.)  «El alba que me agobia los hombros, y que siento como una piedra tibia sobre la nuca, debe iluminar por completo la figura de ella, que se ha quedado inmóvil frente al espejo... Por la ventana abierta penetran los chillidos de las primeras gaviotas... El alba se deslizó en el mismo momento en que yo daba a Calipso el beso de despedida, y fue a tenderse, silenciosamente, como una esclava de brazos de oro, en el rincón donde está la alcuza, levantose   —168→   después y, de puntillas, anduvo por la estancia, de acá para allá, recorriendo con sus dedos impalpables las paredes encaladas, el arcón de olivo, el hacha, de la que arrancó reflejos azulados que después depositó a los desnudos pies de ella...».

CALIPSO.-  ¡Adiós!

ULISES.-  «No es preciso que me vuelva para saber que ella sigue con los brazos medio en alto, tal como quedó después del beso de adiós: inmóvil, estatuaria y a la vez evanescente, con la cabeza ligeramente inclinada, como si escuchase ya las palabras que ha de pronunciar, no a mí, sino a mi partida, a mis espaldas roqueñas y abruptas, que ve reflejadas en el espejo, junto a su erguida figura, con el rostro atónito, de trágica aceptación en los ojos y pesantez de silencio en la boca. Tiene que haber dos rostros: el del espejo y el otro, el contemplado, el que no se ve a sí mismo, el que se ignora, porque vive en una profunda lejanía interior...».

CALIPSO.-  Ya sabes dónde está la barca. En ella encontrarás pan, vino y queso.

ULISES.-  «¿Por qué no me voy de una vez? ¿Por qué permanezco aquí, sin moverme? Todo está dispuesto desde anoche. La barca se balancea en un rincón de la cala, con las blancas velas henchidas, y a bordo me aguarda mi destino. Pero ¿cuál es mi destino? Por los caminos perdidos del mar y de la tierra siempre he escuchado la misma voz insistente. Durante los últimos diez años, mi vida ha sido un inextricable regresar, y mi paciencia astuta ha tendido tan sólo a convertirme en el Llegado... ¿Por qué no me voy de una vez? No puedo quedarme con Calipso, y ella lo sabe, lo ha sabido desde aquella tarde lluviosa, cuando entré en esta estancia, esquivando una persecución tenaz, y la encontré ante el espejo, casi en la misma posición en que está ahora, pero bañada en luz de poniente, no en la del alba...».

CALIPSO.-  Entraste aquella tarde, después de lanzar un fuerte puntapié a la puerta, que imaginabas cerrada. Pero no lo   —169→   estaba. Desde la ventana te vi entrar en el jardín, corriendo, y luego oí el resonar de tus pasos en la escalera -al llegar al segundo tramo tropezaste-, y el crujir de la madera bajo tus pies... Yo hubiera podido correr el cerrojo, pero no lo hice, porque te había visto y sabía... Te detuviste en el umbral, en este mismo umbral donde estás ahora, y que tantas veces hemos atravesado juntos desde entonces. Como hoy, no necesité volverme para verte: te envié la sonrisa al fondo del espejo, cara a cara por primera vez.

ULISES.-  «Sí, cara a cara por primera vez... En aquellos momentos me pareció que mi huida, el azar y los peligros de todos aquellos años, terminaban en su sonrisa. Todo parecía empezar y acabar en el rostro de aquella mujer desconocida, de pie ante el espejo, que me recibía con un sonreír suave y tranquilo en esta sencilla estancia de paredes en caladas... 'Entra -me dijo-, y cierra la puerta'. El silencio empezó realmente después de estas palabras. El sonido de mis pisadas por el mundo, el fragor de las luchas, el rumor del mar que resonaba en el latido acelerado de mi corazón, cesaron bruscamente, y me sentí invadido de una calma inmensa. Cerré la puerta despacio. Avanzando hacia ella, me estremecí ligeramente: sentía húmeda una pierna. 'Habrá sido al rozar los crisantemos del jardín, empapados de lluvia', pensé. Me detuve tras ella, de forma que no se reflejara mi imagen en el espejo. La nuca, sobre la cual caía la sombra de su pesado moño dorado, era blanca y ligeramente carnosa. Lentamente, ella se volvió...».

CALIPSO.-  Lo leí todo en tus ojos. Los ojos nunca engañan. Siempre están desnudos.

ULISES.-  «¿Los ojos...? ¡No, el ojo! Eso es lo que yo había recordado al ver los crisantemos: morados, con una gravidez carnal, como atónitas pupilas monstruosas que me mirasen de hito en hito desde el fondo de mis recuerdos. ¡El ojo! Siempre el mismo ojo acechante, el ojo que me seguía por doquier, omnipresente; el ojo que no miraba, sino que me seguía y perseguía sin tregua y daba a mi huida un ritmo alucinante de locura. De noche, lo veía en sueños, pegado, como un sol sucio, a un cielo...».

  —170→  

CALIPSO.-  Te miraba, y hubiera gritado, Ulises. Hubiera lanzado un grito tremendo. Pero sentía mi boca tan pequeña para el grito inmenso que se removía en mi sangre...

ULISES.-  «... de roca: en medio de una frente de piedra, el inmóvil, vidrioso ojo sin párpados... Hasta que una noche, al ser acorralado, tuve que enfrentarlo, y en la lucha lo cegué con una piedra puntiaguda. Pero antes de hacerlo, antes que mi mano engarfiada cayera, tuve tiempo de ver todo el horror de aquel ojo sin conciencia, lleno tan sólo de un odio neutro y distante, dentro del cual brillaba una diminuta luna irrisoria, como un blanco insecto muerto...».

CALIPSO.-  ¿De dónde venías, Ulises? Sólo sabía que llegabas de mil partidas y que en mí se habían acabado, de pronto, todas las esperas. Yo era como la amplia bahía, tranquila y soleada, donde habías desembarcado hacía pocas horas. Pronto supe, también, a dónde ibas... Pero el gozo mío de haberte encontrado era como la espuma que cubre los cayos. Permaneciste. A tu lado yo me sentía como un ovillo de algas a los pies del mar...

ULISES.-  «Tú fuiste el valle florido después del desierto...».

CALIPSO.-  Yo te sentí como siente la hierba el peso del viento que hace caer la fruta tardía.

ULISES.-  «Fuiste como un altozano con luminarias en medio de la noche en que me perdía...».

CALIPSO.-  Para ti, Ulises, mi piel se vistió de enjambres y mi alma se despojó de miedos virginales.

ULISES.-  «Cuando el candil besó tu desnudez con su boca de llama, la sombra de tu cuerpo tembló sobre el muro...».

CALIPSO.-  Me complacía subir por la mañana a la atalaya y, con un cuerno marino, lanzar tu nombre al eco de los cielos.

ULISES.-  «Mi brazo ha sido el vencejo que ha atado tu cintura y tu cabellera...».

  —171→  

CALIPSO.-  De noche, si te ibas, tu ausencia pesaba -como pesa una piedra- en la honda negra de mi tristeza.

ULISES.-  «Te vi anoche, por última vez, en el lecho del amor. Eras blanca como una espiga de nieve y mi deseo te segó como una guadaña de fuego. Pero el amor tenía para mí extranjeras distancias...».

CALIPSO.-  Yo no sabía esperarte tejiendo... ¿Aún estás aquí? ¡Oh, vete, Ulises! Deja que te lo diga gritando: ¡vete! Debes irte, no haré nada por retenerte, pero déjame gritar ahora, antes que el grito se petrifique dentro de mí. Yo misma he cosido a la sombra trémula de la parra las velas que te llevarán lejos de mí. ¡Vete! Nunca te hice, ni te haré, reproches; pero yo no podía esperarte tejiendo... He horneado el pan, he envasado el vino y he cortado el queso... ¡Oh, vete! Yo sólo he sido para ti... Un día, ¿te acuerdas?, me lo dijiste: «Como reposar sobre un carro de heno después de una fatigosa jornada». Sí, para ti he sido blanda y tibia, Ulises; he sido como un carro de heno que avanza sin traqueteos, y me ha complacido saber que tú ibas arriba, arrebujado, contemplando la bóveda estrellada... Una noche, no hace mucho, me puse a afilar el hacha, y después te la tendí sin decir una palabra. No hacía falta. Aquella misma noche, ¡y cuántas noches más!, te oí talar en el bosque, al otro lado de la loma... ¡Oh, vete! Yo no he sabido esperarte tejiendo...

ULISES.-  «La piedra de afilar larga y estrecha, era en sus manos como un pez negro. Había apoyado en el suelo la larga empuñadura del hacha, y con las dos rodillas sostenía la ancha hoja. Con gesto rítmico y pausado deslizaba la piedra por el filo enmohecido, sin parar mientes en lo que hacía. En la penumbra, la hoja del hacha parecía la cabeza de un arúspice...».

CALIPSO.-  Yo no he sabido esperarte tejiendo, como la otra... No quería hablar de ella, pero... Todo da lo mismo, ahora que te vas. Tú nunca me has hablado de ella, pero, al no decirme nada, lo que has hecho es levantarla cada vez más viva en mis pensamientos... ¿De qué hablaba, hace un momento?   —172→   ¡Ah, sí! Del hacha. Estaba enmohecida por no haberla usado durante quién sabe cuánto tiempo... Pero a ella, a la otra, no la ha enmohecido el tiempo, no. Hace años que te espera, tejiendo y destejiendo... Sí, yo debía darte el hacha, sino, la hubieras tomado tú mismo... De tu silencio, poco a poco, la he ido arrancando, a la otra, y he afilado su imagen con la piedra oscura de mi impotencia dolorosa, tal como aquella noche afilé el hacha...

ULISES.-  «Corrí por el sendero que bordea la loma... Croaban las ranas, salía la luna y el cielo era un inmenso granero de astros. Corrí tras de mi sombra, con el hacha al hombro. 'Es la llave del mar', pensé...».

CALIPSO.-  Oí los primeros golpes... Sonaron lejanos, como si alguien arañase el gran silencio de la noche, como si un pájaro picoteara el antepecho de la ventana... Mi imagen, blanca de luna, me miraba desde adentro del espejo. Me levanté a cerrar los postigos. En las tinieblas, los golpes se oían con más claridad, siempre a un mismo ritmo. ¡Tran! ¡Tran! ¡Tran! De vez en cuando, el golpear cesaba por un corto tiempo: se oía un frotar de hojas, el crujir de las ramas y el ruido sordo del tronco al chocar contra el suelo. Después, otra vez: ¡Tran! ¡Tran! ¡Tran! Era como si estuvieran astillando mi inmóvil corazón. ¡Tran! ¡Tran! El golpe resonaba cada vez más profundo, más agobiante dentro de mí, como un fúnebre timbaleo. Me tapé los oídos con las manos, para no oírte. Pero fue peor. ¡Tran! ¡Tran! ¡Tran! El hacha, en tus poderosas manos, parecía talar la noche. Pero no solamente oía el hacha... La lanzadera, ¿sabes?, también tejía, como cada noche... De un lado a otro: Tric-trac, tric-trac... Siempre está tejiendo, ella; tejiendo y destejiendo siempre la misma labor: la escena de tu regreso. Tejiendo lo único que podía tejer: el momento en que ella podría dejar de esperarte. Es su encarnizada esperanza lo que ha ido creando tu regreso, porque aquello que el anhelo contempla desde el fondo de su ardiente soledad, acaba por convertirlo en cosa real. Ella me ha vencido en ti, Ulises... No; no es eso. No me ha vencido en ti, porque en la hondura de tu alma jamás ha habido lucha, no has tenido que   —173→   escoger entre ella y yo. ¡Oh! ¿Por qué no te vas? ¿Qué esperas? ¿No me oyes?

ULISES.-  «Ya sale el sol. La voz del mar me llama, como me ha llamado tantas veces. Las olas danzan como doncellas alrededor de la barca. Los chillidos de las gaviotas... En el mástil de mi alma rechasca la vela roja de la partida. Todo se sume en la gran voz del mar. No hay adiós. El sol...».

CALIPSO.-  No me hagas caso, Ulises. No sé lo que digo. Vete sin remordimientos. Esta vez el mar será camino llano para ti. Yo me quedaré aquí con mis recuerdos y con...

ULISES.-  «¡El sol! La gran voz del mar...».  (Desaparece del umbral y empieza a bajar la escalera.) 

CALIPSO.-   (Mirando hacia la puerta.)  Te has ido para siempre. Yo quedo aquí con mis recuerdos y con tu inmortalidad... Huyes de mí. Te oigo tropezar en el mismo escalón, como la primera vez... Ahora, seré yo quien teja. De día y de noche, tejeré en el telar de mi alma, con hilos de sol y de sangre, escenas de nuestro amor, todas las horas vividas entre tu llegada y tu marcha. Pero tú no lo sabes, porque yo no poseo la esperanza... Entre el hacha y el espejo, tejeré día y noche... y seguiré sintiendo en mi vientre el latido de la inmortalidad que ignoras, el latido que sentí por primera vez aquella noche, cuando afilaba el hacha... Mis entrañas latieron al ritmo exacto de tu golpear... Curvada, en la oscuridad, aniquilada por la maravilla y el horror, te oía doblemente: mi vientre se convertía en el eco de los golpes que asestabas... Pero tú no oías nada, Ulises, no sabías ni sabes nada...  (Escuchando.)  Ya estás abajo, huyes de mí y tus pasos resuenan como resonaba el hacha. Y yo tejeré, tejeré... Mojaré con salobre de lágrimas los hilos de sol y torceré con besos los hilos de sangre... Entre el hacha y el espejo, seguiré aquí... El hacha...  (La coge y acaricia el mango.)  Tus manos la han pulido y abrillantado...  (Levanta la herramienta sobre su cabeza.)  Y en la hoja brilla el primer sol de mi soledad...  (Sorprende su imagen en el espejo y retrocede gritando.)  ¡No! ¡No! ¡No quiero que se repita la imagen mía que te has llevado! ¡Me bastará la   —174→   sombra de mi cuerpo en el muro!  (Bruscamente decidida, golpea con el hacha el espejo, que se hace añicos.)  ¡Yo también talo!  (Agarrada al mango del hacha, CALIPSO va cayendo lentamente hasta quedar arrodillada. Después, escuchando, murmura.)  Te oigo correr, Ulises... Ahora te detienes...  (Junto a ella cae un crisantemo, lanzado por ULISES desde afuera.)  ¡Oh! Ya corres otra vez... ¡Adiós!


  —175→  

ArribaAbajoPenélope

  —176→  

No te enojes conmigo, Odiseo, ya que eres en todo el más circunspecto de los hombres, y las deidades nos enviaron la desgracia y no quisieron que gozásemos juntos de nuestra mocedad, ni que juntos llegáramos al umbral de la vejez. Pero no te enfades conmigo, ni te irrites si no te abracé, como ahora tan luego como estuviste en mi presencia.



  —177→  
 

(La era, bajo la luz estelar, semejaba una enorme luna que hubiera caído de una desmesurada noche perdida fuera del tiempo terrestre, de un cielo bruscamente frustrado, de una desolación meteórica. El ruedo aparecía con tan aguda nitidez, tan desprendido de todo el paisaje nocturno que lo rodeaba con árboles, cultivos, ribazos, sombras de cerros, que su realidad adquiría, como por exceso de afirmación, una categoría fantástica de lugar fuera del espacio, y el arado y el bieldo que se entreveían allá en el lindero del reino concreto de la noche, parecían una realidad absurda.)

 
 

(De vez en cuando se oía, lejano, el relinchar de un caballo. Cada nuevo relincho se hacía más sostenido, más anhelante, como un alargamiento doloroso y ardiente, vibrante de deseo sin esperanza.)

 
 

(El aliento del otoño olía a magnolia pútrida...)

 

PENÉLOPE.-  Me habéis mandado aviso de que viniera aquí. ¿Por qué? ¿Qué queréis? ¿Quién sois?

ULISES.-  Ya lo sabes.

PENÉLOPE.-  Mi corazón no me asegura nada. No os conozco. ¿Quién sois?

ULISES.-  Soy aquel que ha dejado de ser Nadie.

PENÉLOPE.-  No os entiendo.

ULISES.-  Desde aquí te he visto salir del casal, con el candil encendido. La llama te ponía una máscara temblorosa en el rostro. Te has detenido un momento bajo el soportal, antes de tomar el sendero de la era. ¿Por qué has salido con el candil si el cielo está estrellado, la luna llena se alza sobre el horizonte y conoces de sobra el paraje? Has caminado   —178→   hacia acá con paso lento, erguido el cuerpo pero inclinada la cabeza, como ahora. El caballo, en el establo, ha relinchado tres veces, y tres veces el candil ha oscilado en tu mano. Ahora estás ante mí y no me miras, pero la sombra de tu cabeza cae sobre mi hombro y las estrellas de esta noche de otoño esperan bajar a tus ojos. ¿Por qué has salido con el candil encendido?

PENÉLOPE.-  Para mí no ha habido más que espera. Dentro del círculo de la luz del candil me he sentido segura, como rodeada de una muralla. ¿De dónde venís?

ULISES.-  Vuelvo de mi destino... ¿No oyes otra vez el relincho? La sombra del chopo se extiende a tu lado.

PENÉLOPE.-  Es como la desmesurada sombra de mi alma solitaria. ¿De dónde venís? Habladme de él, pues sin duda lo habréis visto.

ULISES.-  Eres dura, Penélope. Vuelvo de mi destino, y ni siquiera levantas los ojos para mirarme, ni me das la bienvenida. Pero yo he aprendido a saber que todo es justo y que la vida acaba siempre triunfando del destino. Todos mis caminos, todos mis azares, todo aquello que me ha gastado y perdido, todo aquello que me ha enriquecido en llama y dispersado en ceniza, cuelga ahora como una vieja red en el fondo de mi alma. Durante estos largos años de ausencia, muchas veces he imaginado el momento de mi regreso, pero yo sabía que la única certeza era lo imprevisible, y procuraba armarme contra mí mismo... Ayer, al desembarcar, me pareció que reanudaba, intacto, un viejo sueño familiar. La luz era tan diáfana como la de aquella mañana de primavera en que te vi por primera vez, sacando agua del pozo de tu casa, ¿te acuerdas? Fingiendo no advertir que me acercaba, te inclinaste sobre el brocal y, tomando rápidamente la gruesa cuerda de esparto, empezaste a izar el pozal. Sin decirte una palabra, me puse a tu lado, esperando... Cansada, o comprendiendo que cuando el cubo llegase arriba algo tan confuso como la primavera se mezclaría en tu sangre, tus tirones se fueron espaciando. Te miré la boca: inmóvil, secreta, como una herida sin dolor. Aquel día todos los prodigios eran posibles, pensaba yo, porque al salir de casa, hacia los cultivos, se levantó a mi derecha una bandada de pájaros y el humo del hogar ascendía recto como un remo... Y así fue. Cuando el pozal apareció, sobre el   —179→   agua azul de cielo flotaba la sonrisa que te había caído de los labios al inclinarte sobre el pozo, después de haberme visto...

PENÉLOPE.-  ¿Y no sabéis qué ha habido entre la virgen del pozo de entonces y la mujer del candil de ahora?

ULISES.-  Al pisar de nuevo la tierra nativa, una alondra levantó el vuelo y la fumarola...

PENÉLOPE.-  Ha habido el endurecimiento de la espera. Ulises se marchó, y eso fue para mí como ensordecer al principio de una canción grandiosa que no podía olvidar. Ser fiel ha sido endurecerme. Los primeros tiempos fueron de desgarro y sollozo. Después, su ausencia fue creciendo en mí como una tempestad silenciosa, como un acechar constante de recuerdos y de imágenes. Todo me hablaba de él: el arado, en medio del campo, que permanecía aún en un surco empezado, los pastos, sembrados de luciérnagas, por donde yo vagaba por la noche, los ojos del hijo niño, en los cuales se repetía la mirada del padre... La caída de una fruta, detrás de mí, me hacía lanzar un grito absurdo, y el regreso de las golondrinas me helaba el corazón...

ULISES.-  Sigue, Penélope, sigue...

PENÉLOPE.-   (Como si no hubiese oído las palabras de él.)  El caballo relinchaba en el establo, como esta noche. No, era de otro modo... El pan se me hizo amargo y los caminos no conducían a ninguna parte. Me daban arranques extraños: creer que cierto roble se le parecía, salir sola a tomar la lluvia y, después, avergonzada, deslizarme a mi estancia... Al ver las primeras claridades del día iluminar poco a poco las gruesas vigas del techo, pensaba en lo que Ulises me dijo cuando nos despertamos, en la mañana de nuestras bodas...

ULISES.-   (Lentamente, como soñando.)  El alba tiene el color de un campo de pipirigallos floridos.

PENÉLOPE.-   (Después de una corta pausa, casi gritando.)  ¡Y tú no volvías!

ULISES.-  Los horizontes retrocedían siempre ante mí. Todas las rutas me llevaban a ti, pero en mi destino no había atajos, Penélope.

PENÉLOPE.-   (Empezando a dar vueltas alrededor de la era con el candil en la mano.)  Pasaban los años y tú no volvías, Ulises. Después de la desesperación, vino el hábito de la tristeza.   —180→   Sentada en la estancia de arriba, tejiendo, los días eran como un interminable desfile de bueyes de ceniza y las noches pesaban como inmensos graneros de silencio. Me sentía como un hito de piedra al margen de un extraño camino del que ignoraba a dónde iba y de dónde venía. El tiempo se hizo fabuloso. ¿Por qué no volvías? La guerra había terminado y yo te sabía vivo. ¿Qué te retenía? ¿Dónde estabas? ¿Qué hacías?

ULISES.-  Para encontrarme era necesario perderme. Cuando te dejé era un joven esposo, pero sólo debía regresar convertido en Ulises.

PENÉLOPE.-  ¿Y yo? Yo había muerto como mujer, y no podía ser de nuevo la virgen del pozo. ¿Y yo, Ulises?

ULISES.-  Eras la segura meta al final del hondo camino.

PENÉLOPE.-  Entre el telar y el candil, armé mi soledad. La llama del candil brilló cada noche y, a su alrededor, los recuerdos se agazapaban como bestias cansadas... Estaba sola, siempre sola, como una estatua rodeada de viento. Pero lo más terrible era sentirme hermosa, tener conciencia de mi inutilidad radiante. Antes de acercarme a un agua de tersa superficie, le arrojaba una piedra, para que no pudiese reflejar mi imagen, mi belleza. ¡Tú no volvías! ¿Qué hacías? ¿Dónde estabas?

ULISES.-  Un mismo destino nos modelaba.

PENÉLOPE.-  ¡Siempre hablas del destino!

ULISES.-  Que es de donde vengo. Estoy avezado a difíciles despertares y he sabido convertir en una paciencia serena y gigantesca la prisa de los azares. Los hombres, a esto, lo han llamado astucia. En realidad, lo único que hice fue dejar que todo me hablara, hombres y cosas, y después me levantaba a contestar con unas palabras o un gesto que pareciesen venir -y realmente venían- de muy lejos, de un gran anonimato misterioso, y caminasen hacia la certeza de un futuro soñado. A veces, se hacía necesaria la acción. Pero más que de conquistar, se trataba de no dejarse vencer, de no doblegarse ante la fuerza de lo efímero. Mi fidelidad, Penélope, ha consistido en no permanecer; la tuya, en esperar.

PENÉLOPE.-  ¡Y cómo te he esperado! Pero lo terrible es que ahora que estás aquí siento que todo ha sido inútil. ¿Qué   —181→   harías tú sin adioses? ¿Qué haría yo sin espera? ¡Has tardado demasiado, Ulises!

ULISES.-  ¡Ven, Penélope! ¡Deja de dar vueltas con el candil encendido!

PENÉLOPE.-  ¡No, no puedo!  (Escuchando.)  ¡Otra vez el relincho!

ULISES.-  ¡Ven, Penélope!

PENÉLOPE.-  ¡No, no puedo!  (Escuchando.)  ¡Otra vez el relincho! ¡Oh, este relincho enloquecedor! ¿Por qué relincha tanto el caballo esta noche?

ULISES.-  Pesados aromas flotan en el aire de la noche de otoño.

PENÉLOPE.-  Nosotros también somos otoño.

ULISES.-  ¡Ven! ¡No des más vueltas con el candil encendido, Penélope!

PENÉLOPE.-  Aquí en esta era, dando vueltas y más vueltas con el candil encendido, año tras año, durante miles de noches, mi añoranza de ti se hizo tan grande, me sobrepasó tanto, que creí haberme convertido en una de esas piedras ante las cuales pasamos sin advertirlas, pero que más adelante, un día o un año más tarde, se levantan en nuestro espíritu, porque súbitamente comprendemos que el cielo las había escogido para desplomarse en ellas. Pero decir añoranza es no decir nada. Ha sido un dolor sin nombre. ¿Cómo decírtelo para que me entiendas? Ha sido como un alumbramiento en frío, sin sangre, sin grito triunfante. ¡Oh, Ulises! ¿Por qué has tardado tanto?

ULISES.-  Estás enferma de pasado, Penélope. Apaga el candil y empezará el futuro.

PENÉLOPE.-  Aquí, dando vueltas y vueltas... A veces, el viento me apagaba el candil y, llena de pavor, corría a refugiarme en el casal, porque detrás de los árboles, espiándome, sentados en los márgenes o merodeando por los caminos, siempre había hombres extraños, acechando...

ULISES.-  Con hoz y honda los he alejado esta mañana. ¡Vamos, Penélope!

PENÉLOPE.-  ¿A dónde podríamos ir, Ulises? ¿No me has mirado?

ULISES.-  ¿Me has mirado tú a mí?

PENÉLOPE.-  Lo que a ti te ha engrandecido a mí me ha marchitado.

ULISES.-  Eres Penélope.

PENÉLOPE.-  No quiero ser hiedra seca adherida a tu tronco.

  —182→  

ULISES.-  Fuiste la estrella de la mañana y serás el astro de la tarde.

PENÉLOPE.-  Hermosas son tus palabras, pero no me devolverán el oro que huyó de mis cabellos.

ULISES.-  ¿Qué temes, Penélope?

PENÉLOPE.-  El otoño.

ULISES.-  Todo empezará de nuevo.

PENÉLOPE.-  No todo, Ulises. Volverán el trabajo, el orden y la paz. Tu fuerza tranquila y tenaz levantará cosechas, tu sensatez será ley y tu valor alejará las calamidades; de nuevo serán rectos los surcos y numerosos los rebaños. Pero ¿podrás resucitar en mi alma la canción grandiosa?

ULISES.-  Conmigo vuelve la vida.

PENÉLOPE.-  Soy tu mujer y te obedeceré...

ULISES.-  No, serás el recobro sereno.

PENÉLOPE.-  Al pie de la montaña de tu vida sólo podré ser dos brazos de niebla.

ULISES.-  Serás el gozo que perdura.

PENÉLOPE.-   (Deteniéndose, pero sin levantar la cabeza.)  Ulises...

ULISES.-  Di.

PENÉLOPE.-  ¿Recuerdas nuestro lecho de bodas, el lecho que construiste del tocón de un viejo olivo?

ULISES.-  ¿Cómo quieres que lo haya olvidado? Bajo la sombra verde del árbol te besé por primera vez y dentro de su tronco labrado fui tu esposo.

PENÉLOPE.-  Y alrededor del olivo...

ULISES.-  Levanté cuatro muros, sobre los cuales construí una techumbre.

PENÉLOPE.-  Pero no antes de haber...

ULISES.-  Cortado el árbol a ras del tocón. «Porque un lecho de raíces -te dije- será el gran símbolo de nuestra felicidad».

PENÉLOPE.-  Escúchame, Ulises. La noche anterior a tu llegada soñé que del tronco cortado empezaba a salir una rama. La veía crecer poco a poco, cada vez más fuerte y nudosa, hasta horadar el techo y salir a la luz del día y convertirse en un inmenso arco argentado, donde fue a posarse un águila blanca...

ULISES.-  ¿Y después?

PENÉLOPE.-  Cuando por la mañana vi una nave meciéndose en la bahía, comprendí que habías llegado.  (Después de una corta   —183→   pausa, casi gritando.)  ¡No me obligues a armar el antiguo lecho de nuestras bodas! ¡No podría hacerlo, Ulises!

ULISES.-  No lo encontrarías.

PENÉLOPE.-  ¿Qué quieres decir?

ULISES.-  Me he pasado la tarde astillando el lecho y sus raíces. Convertido así en un gran haz de leña, lo he llevado hasta la loma desde donde se otea el mar y le he prendido fuego. Por mucho rato, la humareda se ha alzado negra y delgada, como una grieta en la urna azul de la tarde. No se veía ningún pájaro. He bajado hasta la playa por la senda de los tamariscos. Desnudo, dentro del agua, la faz vuelta hacia el cielo, me he dejado mecer por las olas. Luego he mirado la humareda. Colgaba del azul como una túnica desgarrada. Ni un pájaro. Ni a la derecha ni a la izquierda. Pensaba en ti. Al salir del agua, el poniente ensangrentaba el horizonte, sobre la línea oscura de los pinares. A lo lejos, chirriaban las ruedas de un carro. De pronto, recordando, me vuelvo hacia la columna de humo: modelada por el viento, había tomado la forma de un gran árbol que llenaba el cielo con la profusión de sus ramas. En la más alta, como una flor abierta, brillaba la estrella de la tarde. Mi corazón quedó extasiado ante la maravilla. Lentamente, a medida que el cielo se oscurecía, las ramas se iban constelando; cuanto más se acercaban las sombras, más se alargaban y brillaban las ramas... ¡Apaga el candil, Penélope! ¡Levanta la cabeza! ¡Mira cómo reluce nuestro árbol de estrellas!

PENÉLOPE.-   (Muy lentamente.)  ¡Lo has astillado todo, hasta las raíces!

ULISES.-  ¡Ven, Penélope!

PENÉLOPE.-   (Levanta el candil a la altura de los labios y lo apaga de un soplo.)  ¡Qué claridad baja ahora a la era!

ULISES.-   (Empezando a andar, despacio.)  La voz del mar ha enmudecido en mí y la tierra canta bajo el gran arco de estrellas. ¿Oyes, Penélope? ¡La tierra canta!

PENÉLOPE.-   (Detrás de ULISES, con la cabeza levantada hacia el cielo.)  ¡Sí, la tierra canta!

 

(Se oye de nuevo el relincho de un caballo.)