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Sorpresa y disgusto causó al Marqués de Loarre la primera noticia que al despertar, el día 14, le llevó a la cama su criado con el Extraordinario de la Gaceta. Leyó la lista de los Ministros del flamante Gabinete de O'Donnell, y al ver Collado, Fomento, con la dirección de Ultramar, la impresión fue por demás penosa. Ya no debía contar con el millonario, que chapuzándose en la política y en los afanes de dos importantes ramos de Administración, pondría un paréntesis en los negocios. No habría más remedio que proseguir arando la tierra en busca del escondido capital, que para la compostura de su hacienda necesitaba. Dinero había de sobra; mas no quería venir a la reparación de las casas históricas, ocupado sin duda en demoler las que aún no se habían caído. Al salir en busca de su amigo Beramendi para pedirle sostén moral y consejos, atormentado   —89→   iba por esta endiablada conjetura: «¡A ver si ahora se le ocurre a Pepe Fajardo aprovechar la entrada de Collado en la Dirección de Ultramar para mandarme a Cuba!... ¡Qué humillación!... Mucho puede Pepe Fajardo sobre mí; pero no hará de Guillermo de Aransis un vista de Aduanas...».

Reuniéronse los dos amigos. Loarre propuso prescindir de Collado, y continuar las diligencias del empréstito en otras casas; la misma idea expresó Beramendi, y nada dijo del extremo recurso de Ultramar. Al Congreso fueron los dos, creyendo encontrar allí grande animación, concurrencia extraordinaria de diputados y charladores de política; mas no vieron sino contadas personas, y en ellas, como en todo el ambiente de la casa, desaliento y tristeza, con olor a miedo... Así lo dijo Fajardo, aproximándose a dos amigos suyos que platicaban con cierto misterio arrimados a la pared del pasillo de entrada. «¿Se puede saber qué pasa o qué pasará hoy?». Los dos señores, desconocidos para Guillermo, respondieron a Fajardo que nada positivo sabían, y que lo mismo podía venir en la tarde y noche próximas una descomunal batalla entre el Progreso y la Reacción, que una ignominiosa tranquilidad. Todo dependía de que el Duque se pusiera las botas, obediente a las instancias de su partido y al estímulo de las ideas que representaba. Uno de los señores que Guillermo desconocía era de edad avanzada, largo de estatura y un si es no es agobiado de espaldas,   —90→   de rostro áspero y displicente, la mirada como de hombre a quien abruman las contrariedades, sin hallar en su ánimo fuerzas para resolverlas o sortearlas. Joven1 era el otro, de mediana talla, con barba negra y corta, la boca extremada en dimensiones y como hecha para rasgarse continuamente en un sonreír franco tirando a diabólico, el mirar vivo y ardiente, el pelo bien compuesto, con raya lateral, y un mechón arremolinado sobre la frente formando cresta de gallo.

«¿Quiénes son esos? -preguntó Aransis a su amigo, apartándose de aquel grupo para pegarse a otro.

-El alto y viejo es un fanático progresista -replicó Fajardo-, de los de acuñación antigua, y que ya van siendo raros, como las monedas de veintiuno y cuartillo. Se llama Centurión, y no tiene más dios ni más profeta que San Espartero. El otro es Sagasta, ¿no le conoces?; diputado creo que por Zamora, hombre listo y simpático, que perorando ahí dentro es la pura pólvora, y entre amigos una malva».

Apenas llegaban los dos marqueses al primer grupo que veían, entrando en el Salón de Conferencias, llegó Escosura, que al punto fue asaltado de curiosos. Parecía enfermo; venía de mal temple. Aransis le oyó decir: «Se lo he pedido casi de rodillas, y nada. No quiere ponerse al frente de la Revolución... Esto es entregar el País y la Libertad a O'Donnell y a los del Contubernio». Centurión   —91→   dio sobre esto, a Beramendi y a su amigo, más claras explicaciones. El Duque, vencido por O'Donnell en la guerra de intrigas, y desairado por la Reina, desmentía su fogosidad y bravura, encerrándose en un quietismo incomprensible. ¿Qué significaba esta conducta? ¿Por qué procedía en forma tan contraria a su historia el hombre que personificaba la Libertad, precisamente en la ocasión en que tenía más medios de defenderla? «¿Qué dirán, Señor, qué dirán los diez y ocho mil milicianos que están arma al brazo, esperando oír la voz que ha de conducirles al barrido y escarmiento de toda esta pillería del justo medio?... Fíjese, Marqués, ¡diez y ocho mil hombres! decididos a morir por la Libertad... Y el Duque, nuestro Duque, se cruza de brazos, ve impasible que la Revolución es pisoteada, que el nuevo Código Político se queda en el claustro materno, y nosotros, los buenos, desamparados y a merced de O'Donnell, que no piensa más que en traernos ese ganado hambriento, ese pisto, Señor, de moderados y apóstatas, cuyo ideal no es más que comer, comer, comer...».

Escosura dijo a Sagasta: «Vayan usted y Calvo Asensio a ver si le convencen... yo nada he podido». Ya en este punto y hora, que era la de las tres, iban llegando más diputados, y los divanes del Salón de Conferencias, que desde la inauguración del edificio eran cómodo asiento de gobernadores cesantes, de pretendientes crónicos o charladores   —92→   por afición y costumbre, se poblaban de vagos. Creyérase que los tales habían nacido allí, o que no tenían más oficio ni otros fines de vida que petrificarse sobre aquellos blandos terciopelos. Cuando el número de diputados en la casa pasó de seis docenas, dispuso abrir la sesión el vicepresidente don Pascual Madoz. Desairada, tirando a ridícula, resultaba la reunión de los representantes del Pueblo, y fúnebres los discursillos que allí se pronunciaron. Las Cortes Constituyentes agonizaban. O'Donnell ni aun quería hacerles el honor de disolverlas manu militari. Se votó una proposición, en la que unos ochenta caballeros declaraban que el Gobierno de don Leopoldo no les hacía maldita gracia, y los que fueron en comisión a Palacio para llevar el papelito volvieron con las orejas gachas, diciendo que O'Donnell, Ríos Rosas y los demás Ministros nuevos les habían despedido con un cortés puntapié... Las Cortes se acababan, morían sin lucha y sin gloria, abandonadas del caudillo que tenía el deber de defenderlas, y lloraban su desdichada suerte frente a dieciocho mil hijos ingratos, que no sabían disparar un tiro en defensa de su madre.

Los votantes de la proposición de censura iban desfilando hacia la calle, con la idea de que más seguros estarían en su casa que allí, por si a O'Donnell le daba la ventolera de meter tropas en el establecimiento con objeto de asegurar al moribundo. Unos treinta o cuarenta quedaban, firmes en los escaños,   —93→   arrogantes ante su menguado número, y votaron una proposición que en puridad decía: «Hallándose amenazada la inmunidad de las Cortes... confiamos a don Baldomero Espartero el mando de las fuerzas necesarias a su defensa, a cuyo fin se comunicará este decreto a todos los Cuerpos del Ejército y Milicia Nacional, caeteraque gentium...». Y a los pocos instantes de que fuera votado este acuerdo, a estilo de Convención, se oyó claramente en todo el edificio ruido lejano de tiros, con lo que algunos se alegraron viendo justificada la actitud de los firmantes de la proposición, y celebraban la lucha, prólogo quizás de un airoso morir, mientras otros, revistiéndose de prudencia, se escabullían hacia las puertas de Floridablanca y el Florín, para ir a buscar el seguro de sus casas.

Entró Centurión en el pasillo largo gritando: «Ya se armó. La Milicia se bate, señores... ¡En la Plaza de Santo Domingo, un fuego horroroso!... La Libertad puede morir; pero no deshonrarse en este trance supremo, metiéndose debajo de las camas.

-¿Está el Duque al frente de los milicianos? -le preguntó Eugenio García Ruiz, que era el más caliente de los diputados fieles a la Representación Nacional; y Centurión dijo: «No lo sé; no puedo afirmarlo... lo presumo, sin más dato que el coraje con que ha roto el fuego... Tenemos Duque. Si aún dudara, la bravura de nuestro pueblo armado le decidiría». A este optimismo casi pueril opuso Sagasta una de sus más   —94→   delicadas sonrisas, y rascándose la barba, dijo a García Ruiz: «No nos hagamos ilusiones; el Duque no se mueve más que para irse a Logroño. Hemos estado a verle Calvo Asensio y yo, y nos ha dicho...

-¿Qué os ha dicho?... ¿El cúmplase de siempre? Es burlarse de nosotros; es arrojar la Libertad, atada de pies y manos, a los pies de los caballos de O'Donnell y Serrano. ¡Cúmplase!... ¿Y a cuándo espera?

-No sé -murmuró Sagasta acariciándose de nuevo la barba, cuyas hebras sonaban levemente al rasgueo de sus uñas.

-¿Qué razón hay para esa calma increíble, para ese abandono de los principios?... ¡Él... Espartero! -preguntaba García Ruiz lleno de confusiones. Y el gran Centurión, no tan confuso como indignado, reforzó la pregunta en la forma más colérica: «¿Qué razón hay, cojondrios?

-Alguna razón hay -dijo Calvo Asensio ceñudo, frío-. No puede ponerse el Duque en esa actitud sin alguna razón... y razón de peso, Eugenio... Ya te la diré».

Aransis y Beramendi, oyendo el fragor lejano de tiros a cada instante más intenso, salieron a la puerta de Floridablanca y allí deliberaron qué camino tomarían para la retirada. Proponía Guillermo que fueran a su casa, calle del Turco, de la cual muy poco distaban. Pero como insistiera Fajardo en ir a la suya, por no estar ausente de su familia en días de trifulca, allá corrieron los dos, tomando la vuelta que creían menos peligrosa.   —95→   En el Congreso quedó Centurión, que si no era diputado lo parecía, por el ardiente celo que mostraba, mirando la dignidad de la Representación Nacional como la suya propia, y desviviéndose porque fuese de todos honrada y enaltecida. En la misma idea y tensión estaba García Ruiz, castellano viejo con toda la seca testarudez de la raza, hombre de voluntad más que de fantasía, calificado entonces entre los sectarios furibundos, y que no lo era realmente, pues en él lucía la claridad del buen sentido, y habría dado cuerpo a las ideas dentro de los moldes de la realidad, si se le presentara ocasión de hacerlo. Nicolás Rivero, otro de los que allí permanecían, trataba de infundir con su presencia un aliento más de vida a las Cortes moribundas. Poca fe tenía ya en que la Institución saliera bien de aquel soponcio, y como a difunta la miraba. «Zeñores -decía-, ¿qué hacemos aquí? Velar el cadáver». Y Madoz, vehemente y práctico, como mestizo de catalán y aragonés, respondía: «Pues velaremos por si le da la gana de resucitar, y estaremos al cuidado de que no lo profanen». Fernando Garrido, revolucionario ardiente, partidario de los remedios heroicos, salía y entraba con Centurión, trayendo noticias consoladoras: «La cosa va de veras. Hemos visto a Manolo Becerra y a Sixto Cámara que van a ponerse al frente del 5.º de Ligeros... En la Plaza de Santo Domingo se está levantando una barricada formidable, que ha de dar algún   —96→   disgusto a los de Palacio... Cuentan que en Palacio el pánico es horroroso... Hay tropa en Chamberí, tropa detrás del Retiro; pero muy desalentada... nos dicen que muy desalentada...». El General Infante, Presidente, ponía en duda lo del desaliento, y cuando llegó la noche dormitaba en un sillón de su despacho. Seoane y Montemar volvieron a la persecución de Espartero, que abandonando su casa se había trasladado a la de Gurrea; y Sagasta y Calvo Asensio se mostraban tristes y resignados, como hombres que, viendo con claridad las causas, esperaban en calma los tristes efectos.

Así pasó la mayor parte de la noche, en expectación melancólica y amodorrante, pues no se oían tiros próximos ni lejanos, ni llegaban al Congreso indicios de haberse trabado una formal batalla entre nacionales y tropa. Los diputados fieles, apegados por respeto y amor a la casa paterna, con los aficionados políticos que les acompañaban en el duelo, velaban dispersos aquí y allí, en grupos que se juntaron locuaces y se disgregaban soñolientos. Las voces se extinguían; el salón de Sesiones y el de Conferencias, alumbrados como para grandes escenas parlamentarias, ostentaban su espléndida soledad de capilla ardiente... Por fin, a las últimas horas de la noche, que en aquella estación era muy corta, empezó a manifestarse en los grupos alguna animación, por aires que entraban de la calle, y personas que acudían al recinto mortuorio... De   —97→   cuatro a cinco, el bullicio y animación crecieron hasta el punto de que pudo decir Madoz: «¿Resucitaremos? ¡Vaya que si resucitáramos!...». A las seis, un intenso ruido, como el de las olas del mar, indicó que grandes masas de gente ocupaban las calles próximas. Oyéronse los mugidos de vivas y mueras, que son la espuma que salta en el hinchado tumulto de las muchedumbres. Por las puertas de Floridablanca y del Florín entraron hombres uniformados, con armas, y otros que las llevaban sobre la ropa ordinaria de paisano, como los cazadores que van al monte. Eran milicianos y guerrilleros de campo y calle, que venían a ofrecerse a la Representación Nacional para su custodia y defensa. Se dijo que las tropas mandadas por Serrano ocupaban Recoletos; seguramente ocuparían el Prado. Venían a disolver, empresa sencillísima dos horas antes, pues las Cortes no tenían a su lado más que a los maceros; pero no muy fácil ya, con tanta gente decidida en su recinto, y alguna más que vendría pronto y tomaría posiciones. El interés del suceso histórico pasó del interior a las inmediaciones del Congreso. Los milicianos, obedientes a jefes con uniforme o sin él, se dirigían en secciones a las casas de Vistahermosa y Medinaceli, que ocuparon, situándose en los aposentos de planta baja y desvanes... Tomó el mando de ellos el menos militar de los hombres, el de más pacífica y bonachona estampa: don Pascual Madoz.

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Ya el rubicundo Febo esparcía sus rayos por todo Madrid, cuando entre las multitudes que invadían y cercaban el Palacio de las Cortes apareció Espartero, no a caballo, con arreos y jactancia de caudillo que conduce a sus prosélitos al combate, sino pedestremente, en traje civil. Dentro y fuera de las Cortes echó breves peroratas con menor ahuecación de voz que la comúnmente usada por él frente al pueblo, y terminaba con vivas a la Libertad y a la Independencia nacional. Todo era una vana fórmula, dedada de miel para entretener el ansia popular, o escape instintivo de los cariños de su alma, que no podía contener... A sus exclamaciones respondió la patriotería con otras, y luego dio media vuelta para tomar la calle de Floridablanca, en compañía de Montemar, Gurrea y Seoane. Iría tal vez a ponerse las botas, a montar a caballo, a sacar de la funda la espada gloriosa, panacea infalible contra las enfermedades de la España Libre... Esto creyeron algunos. Los desconsolados ojos de los milicianos le vieron partir, y él desde lejos espaciaba sobre la multitud una mirada triste. Se despedía para Logroño.

A Centurión faltábale poco para llorar; García Ruiz maldecía su suerte. Calvo Asensio y Sagasta, melancólicos, arrojaban estas gotas de agua fría sobre el ardiente afán de sus amigos: «No puede, no puede... Ya comprendéis que valor no le falta.

-Y con ponerse a la cabeza de la brava   —99→   Milicia, y soltar cuatro tacos, ¡cojondrios! arrollaría fácilmente a nuestros enemigos, a los eternos enemigos de la Libertad.

-Sí, los arrollaría... Caerían hechos polvo; pero con ellos vendría también al suelo, rompiéndose en mil pedazos, el Trono, señores...

-¿Y qué?...

-¡Oh!... es pronto... es grave... Espartero no quiere tal responsabilidad.

-¡Desgraciado país!...».

Diciendo esto el que lo dijo, los cañones que Serrano había puesto en el Tívoli empezaron a vomitar metralla contra Medinaceli, y granadas contra las Cortes.




ArribaAbajo- XI -

Tenía Serrano, Capitán General de Madrid, lo que en Andalucía llaman ángel. Más que a su guapeza, por la que obtuvo de Real boca el apodo de General bonito, debía los éxitos a su afabilidad, ciertamente compatible, en el caso suyo, con el valor militar temerario, en ocasiones heroico. Fascinaba a las tropas con alocuciones retumbantes, como las de Espartero, y las llevaba tras sí con el ejemplo de su propia bravura, dando el pecho al peligro. Era, pues, un valiente, no inferior a ninguno de los demás caudillos de nuestras luchas civiles,   —100→   perfecto guerrillero más que general, y con su valor, su buena estampa, y la suerte, que suele acompañar a los atrevidos en épocas de revueltas y en países cuya legislación y costumbres no están fundamentadas sobre sólidas instituciones, llegó muy joven a la cumbre de la jerarquía militar... Entiéndase que el valor de Serrano era exclusivamente del orden guerrero, pues fuera de los dominios de Marte, su voluntad desmayaba, haciéndose materia blanducha, fácilmente adaptable a las formas sobre que caía. En él se marcaban con gran relieve los caracteres de la generación política y militar a que le tocó pertenecer. Todos en aquella especie o familia zoológica eran lo mismo: los militares muy valientes, los paisanos muy retóricos, aquellos echando el corazón por delante en los casos de guerra, estos enjaretando discursos con perífrasis galanas o bravatas ampulosas, y cuando era llegada la ocasión de hacer algo de provecho, todos resultaban fallidos, y procedían como mujeres más o menos públicas.

No había lucido hasta entonces en Serrano ninguna cualidad de hombre político. En este punto, nada tenía que envidiar a Narváez, que fuera de algunos rasgos de energía, brotes repentinos de su temperamento, nada estable había producido; ni a Espartero, que inició alguna suerte lucida, puso en ella la mano, mas no supo o no pudo rematarla; ni a O'Donnell, que hasta entonces no era más que un enigma. Quizás se   —101→   aproximaba el día en que la esfinge de Vicálvaro hablase, y de sus palabras saliese algo práctico que nos trajera permanentes beneficios. Serrano debió de creerlo así; fiaba en la eficacia de lo que llamaban Unión Liberal, la concentración de los hombres más listos y presentables de los dos bandos históricos, y ofrecía su concurso a esta obra fecunda. En su mano había puesto O'Donnell las tropas que debían aniquilar a los diez y ocho mil milicianos mal contados. ¡Santiago y a ellos! Serrano, ayudado por Dulce, hombre de coraje también, no dudaba de la pronta dispersión de la chusma uniformada. Y al entrar en los jardines del Tívoli, pensando en la seguridad de su triunfo, el simpático General fue asaltado de escrúpulos y temores que no carecían de lógico fundamento. «¡Estaría bueno -se decía- que después de dar nosotros la cara para echar al Duque y de cargar con la impopularidad del desarme del Pueblo, nos salga Palacio con alguna mala partida, y nos mande a paseo, y llame al divino Narváez, para que nos ponga a todos el Inri!».

Conocía muy bien el salado General la veleidosa condición de la Reina, sus sarcasmos y disimulos, heredados de Fernando VII, y sus preferencias por la política moderada; conocía también, y mejor que nadie, la flaqueza del corazón de Isabel ante las taimadas sugestiones de una beata embaucadora; sabía que fácilmente se ganaba la Real voluntad, no siendo en aquel nebuloso   —102→   terreno. Isabel podía desechar el temor del Infierno por sus personales culpas; pero no por el pecado de consentir que su pueblo cayese en los abismos del descreimiento y la corrupción masónica. En esto tan sólo era consistente su voluntad; en lo demás se desmenuzaba, reduciéndose a migajas que el viento esparcía. Constábale asimismo a Serrano que Isabel II, en sus juicios aguda y cruel, mordaz en sus calificativos, se había dejado decir que unos cuantos malhechores y rufianes jugaron a cara o cruz la dinastía en el Campo de Guardias... Y el General discurrió así: «Yo no estuve en el Campo de Guardias; pero de fijo me comprende en el número de los rufianes que jugaron... En fin, ya sabremos en qué parará esto. ¡Ay, O'Donnell de mi alma! Si hemos de hacer algo de provecho, es menester que al soltar las espadas tomemos cada cual un cirio... Transacción es esto, que no fanatismo... O transigir, o...».

Quedó en el aire el pensamiento del Capitán General de Madrid. La realidad que traía entre manos absorbió por completo su atención. Pensando juiciosamente que la mejor táctica era infundir terror, así en los nacionales, como en los diputados que aún sostenían en el Congreso una farsa de representación, mandó situar en puntos convenientes la artillería que acababa de llegar del vecino parque, y dio órdenes de fuego. Apenas iniciados los terribles zambombazos contra el Congreso y la Milicia, se retiró al   —103→   fondo del jardín. En hora tan temprana, pues aún no eran las ocho, el calor sofocaba. Habían dispuesto los ayudantes, sobre una mesa de despintado pino, agua, refrescos y aguardiente de Chinchón. Los oficiales que estaban en pie desde antes de media noche, acudían allí a tomar la mañana y a calmar su sed. Otros, en pie junto a los árboles, se desayunaban con fiambres que sacaban de papeles grasientos.

Dio Serrano concluyentes órdenes a varios Jefes de Cuerpo, que partieron al punto. Uno de ellos, el Coronel Villaescusa, acompañado de un Teniente Coronel de su regimiento, pasó al patio grande del Buen Retiro, donde los dos habían dejado sus caballos: montaron; picaron espuelas hacia la calle de Alcalá, atravesando por las arboledas del Retiro. Iba el buen Coronel, no digamos de mal talante, porque esto no expresará su rabiosa desazón, sino dado a los demonios, que en su cuerpo furiosamente se habían metido. Atacado el infeliz señor de su mal crónico del estómago, sentía que en esta víscera tenía su instalación todo el infierno, por el tormento que le daban dolores agudísimos y el fuego que en sus entrañas ardía. Necesitaba de una entereza, más que heroica, sobrehumana, para sostenerse en el caballo y dar cumplimiento a las órdenes del General. Estas fueron así: «Con el batallón que tiene usted en el Ministerio de la Guerra, cuidará de mantener libre la calle de Alcalá. Dos piezas de artillería que he   —104→   mandado situar entre el Palacio de Alcañices y la Inspección de Milicias, cañonearán a los milicianos que enredan por la calle de Alcalá, y hacen fuego desde los tejados de algunas casas. Cierre usted las entradas del Barquillo, de las Torres y Peligros; ocupe el Caballero de Gracia si no le hostilizan mucho desde los balcones; ocupe también la Plaza de Bilbao... Los efectos de la artillería nos lo darán todo hecho. A los milicianos que se retiren hacia los barrios del Norte, se les desarma tranquilamente. Creo que no han de oponer resistencia. Si se resistieran, usted sabe lo que tiene que hacer. Si en las Vallecas o en Calatravas sacaran algún cañoncillo, de esos que les sirven de juguete, quitárselo, cueste lo que cueste, que mucho no costará... El segundo batallón, que siga en Santa Bárbara, Fábrica de Tapices y la Ronda, no permitiendo que salgan milicianos armados, ni que entren víveres de ninguna clase... Adiós, y aliviarse, que eso no será nada».

No digamos que trinaba el Coronel, sino que del alma le salían rayos y truenos, y que furioso los masticaba, tragándoselos después envueltos en horrible amargura. Era un hombre de buena presencia, de faz morena y curtida, que con la terrible enfermedad había tomado color terroso; los ojos negros, el pelo y bigote con canas prematuras. En el Ministerio de la Guerra dio sus órdenes con la mayor concisión posible, apretando los dientes, como si cortando las   —105→   frases pudiese partir en dos el dolor que le atenazaba. Salió a recorrer las posiciones de Caballero de Gracia y Plaza de Bilbao, mostrando a sus subordinados un rostro de severidad aterradora, y una tiesura embalsamada, como la del cadáver del Cid cuando lo montaron en la silla para que a los moros dispersara, remedando en la muerte el miedo que vivo infundía su presencia. Daba cumplimiento exacto a las disposiciones del General, reservándose la facultad de alterarlas con libre iniciativa, si las circunstancias así lo reclamaban; exigía la observancia fiel, con maldiciones secas; la crudeza militar ponía en su boca rayos del cielo y resplandores de los abismos... Viendo a sus tropas tirotearse, en la parte baja de la calle de San Miguel, con los milicianos que ocupaban una casa en el Caballero de Gracia, infirió groseras ofensas a Dios, a la Virgen y a venerables Santos... Pasó tiempo... Al saber que los suyos habían dejado pasar un cañoncillo de mala muerte, en la calle de Peligros, pronunció frases altamente ofensivas para la Santísima Trinidad, para el Copón y las Once mil vírgenes. De estas sacrílegas exclamaciones no era responsable el pobre Don Andrés, pues las pronunciaba como una máquina, en las horribles embestidas del demonio que dentro de sí llevaba.

Despejada de enemigos la calle de Alcalá, la recorrió Villaescusa desde el Depósito Hidrográfico hasta donde estaban los cañones, mudos ya. Allí supo la eficacia de la metralla   —106→   y bombas disparadas contra los milicianos de Vistahermosa y Medinaceli, y contra el Congreso. Una granada, penetrando por la claraboya del Salón de Sesiones, pidió la palabra con horrendo estallido en medio del hemiciclo, diciendo a los buenos señores allí presentes que se fueran a sus casas y no se metieran en más dibujos parlamentarios.

«No dijo eso, no dijo eso -clamó rabioso el Coronel, arrojando toda clase de inmundas materias sobre el Verbo Divino, sobre el Arca de Noé, y también sobre las Once mil vírgenes, por quienes, en sus furibundos desahogos, tenía una predilección especial.

-¿Pues qué dijo, mi Coronel?

-Lo contrario, enteramente lo contrario -replicó, cual si en aquel doloroso estado no tuviera más consuelo que la contradicción...

-¿Pero se acaba esto? ¿Estaremos aquí hasta mañana, por estos títeres de la Milicia?».

Oyendo decir luego que el Presidente de las Cortes, General Infante, había pedido parlamento a Serrano, Villaescusa no dio crédito a la noticia, y como le aseguraran por testimonio de visu que en aquel momento trataban Serrano y Dulce, con Infante y los Jefes de la Milicia, de la suspensión de hostilidades, el Coronel trincó los dientes, se alzó un poco sobre los estribos, y con voces iracundas, entre las cuales no faltaban feas alusiones a San Pedro, a San Basilio y a otros personajes de la Corte celestial, dijo y repitió: «No puede ser; sostengo que no puede ser... Esto no acabará más que matando   —107→   al perro, para que se acabe la rabia. Despoblar el mundo, digo yo, y así no habrá tontos...».

Los sufrimientos del pobre señor, que toda la mañana habían sido intolerables, se aplacaron un poco después de mediodía. Corto era el alivio; pero aun así lo acogió el pobre enfermo con regocijo y gratitud, no dejando por eso de apostrofar suciamente a todas las potencias del cielo y de los abismos... Tronaba también contra el Gobierno, inculpándole por la prisa con que le trajo a Madrid, y le metió en fuego sin darle ni aun horas de descanso. Tanta fatiga y ajetreo provocaron el ataque, de una violencia superior a cuantos había sufrido. Al llegar a Leganés en la noche del 15, se iniciaron los dolores, y pasó una cruel noche, creyendo que se moría y deseando la muerte, único remedio, a su parecer, de tan inveterado y perverso mal. Aliviado a la mañana siguiente, fue a Madrid con objeto de ver a su familia y aun de abrazarla, que en su decaimiento le halagaba la idea de los abrazos; por el camino acarició el propósito de presentarse a O'Donnell, exponerle el mal que le atormentaba, y pedirle que le relevase de las obligaciones militares por unos días, los necesarios para reponerse. Llegó a su casa serían las diez, y cuando a la puerta llamaba con la ilusión de encontrar allí consuelo y alegría, fue sorprendido por este jicarazo con que le recibió la criada: «La señora y la señorita no están».

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Entró, dio varias vueltas por el recibimiento y sala, diciendo: «¿Y a dónde se han ido esas...?». Terminó con grosería cruel, a la que siguieron los acostumbrados anatemas contra las cosas divinas.




ArribaAbajo- XII -

«Han ido de campo con la señorita Valeria, y no volverán hasta mañana por la noche -dijo la muchacha, acostumbrada ya, por su largo servicio, al bárbaro estilo del señor en sus ratos de ira. Preguntole después si quería acostarse, si almorzar quería, y añadió que si le molestaba el dolor de estómago, le haría una taza de la hierba que el señor quisiera. A todo contestó con formidable negativa, y con mandar a la moza que se fuera corriendo a semejante parte... Salió el Coronel de estampía, y de la fuerza del coraje sobre los nervios y de estos sobre otras partes del organismo, se le calmó el dolor. Bajando la escalera, rabioso, y aliviado hasta sentirse bien, pensó que no debía pedir descanso al Ministro de la Guerra. Era poco airoso y de mal gusto estar enfermo en día de combate. Cumpliría los deberes que el honor le imponía, y confiaba en la remisión del ataque por lo de similia similibus, o sea por la virtud de un enérgico berrinche.

Dos horas después entraba en Madrid y se   —109→   acuartelaba en San Francisco el Regimiento mandado por Villaescusa. Este se puso al frente. Algunas horas de descanso en el cuarto de banderas le aseguraron, al parecer, el alivio. Pero a las doce de la noche, al montar a caballo para situarse, según orden superior, en el Ministerio de la Guerra, se vio nuevamente acometido con mayor violencia y sufrimientos más agudos. Hizo de tripas corazón, y del riguroso deber fortaleza, en la cual se encastillaba, tratando de engañar el dolor físico con la satisfacción de conciencia. Así estuvo todo el día, firme en su puesto, atormentado, mas no vencido, por las mordeduras del monstruo que llevaba en sus entrañas. Al caer de la tarde, cuando ya la insurrección, o lo que fuese, parecía dominada, los sufrimientos de Villaescusa eran tales, que apenas podía ya contra ellos la entereza militar. Difícilmente se sostenía en el caballo, y las tremendas imprecaciones, las injurias a lo divino y lo humano, que ayudaban a robustecer la voluntad, perdían ya su eficacia. Con sobrehumano esfuerzo recorrió la extensa línea que el primer batallón ocupaba, Plaza de Bilbao, Red de San Luis, Jacometrezo, Postigo de San Martín, hasta la Plazuela de las Descalzas, y viendo que todo iba bien y que los milicianos entregaban aquí y allí sus armas con menguada resistencia en algunos puntos, mansamente en otros, todo lo miraba como si fuera mal, y a los que debía elogiar los reñía, y su cara parecía el   —110→   símbolo de la suprema severidad y de la fiereza.

En la Red de San Luis conferenció Villaescusa con el Coronel Mageniz... Minutos después de la conferencia no recordaba lo que hablaron; persistía en la mente de don Andrés la idea de que las Cortes se habían suspendido con la fórmula de se avisará a domicilio... y recordando esto, decía: «No puede ser... yo lo pongo en duda, yo lo niego...». Bajó hacia la Cibeles, casi sin darse cuenta de la dirección que a su caballo señalaba con las riendas. Allí se encontró al Coronel Berruezo, de Artillería, el cual, conociendo en el rostro de su amigo los sufrimientos que le abrumaban, le recomendó el sosiego. Bien podía resignar el mando en el Teniente Coronel Zayas, y retirarse a su casa. «¡A mi casa, sí!» balbució Villaescusa, que en el paroxismo de sus dolores sentía ganas de llorar como un niño... Berruezo añadió que a enfermos y sanos convenía tomar algo de alimento, pues no hay cosa peor que entregar nuestro cuerpo al desgaste orgánico sin reparar de algún modo las pérdidas, y terminó con este récipe substancioso: «Hemos preparado ahí, en la sala baja de la Inspección, un tente en pie, comida pobre, de plaza sitiada... poca cosa. Amigo Villaescusa, contamos con usted. Pues nada o muy poco tenemos que hacer ya, apéese usted, que yo haré lo mismo. Las nuevas órdenes de Serrano las recibiremos aquí, y puede que venga él mismo   —111→   a dárnoslas, comiendo con nosotros. Con que...

-Comer, comer... -murmuró Villaescusa rabiando-. ¿Y sé yo acaso cómo se come, con este infierno que llevo aquí, en el buche, y estos rayos que me suben al pecho, y este acíbar en la boca?». El dolor lacerante del estómago era tan pronto mordedura de dientes agudísimos, como chisporroteo de las entrañas taladradas por un hierro candente. Trincando las encías con fuerza, apretando las piernas contra la silla, y conteniendo la respiración, el paciente lograba por un instante adormecer al monstruo. Este recobraba su imperio, mordiendo y quemando por el esófago arriba, o bajándose hasta desgarrar con sus afiladas uñas la vejiga. El corazón aterrado negábase a funcionar; temblaba toda la máquina; recibía el cerebro olas de sangre fugitiva, y anegado se quedaba sin pensamiento y sin memoria. Duraba segundos no más el efecto congestivo, y luego venían otros penosos efectos. El dolor, el monstruo llamaba a sí toda la sangre... hormigueaban las manos; la lengua se pegaba al paladar, seca y estropajosa... Al delirio llegaba el aborrecimiento del paciente a la Divinidad, así cristiana como gentil, y el desprecio de todo el Género Humano era en él un amargo sentimiento que por su intensidad en placer casi se convertía. A su hija y a su mujer no las exceptuaba Villaescusa de este menosprecio y desestimación. Las veía como dos pobres pulgas que andaban brincando de   —112→   cuerpo en cuerpo, en busca de un poco de sangre con que nutrirse.

Se apeó el Coronel, asistido de un ordenanza de la Inspección, el cual le echó mano al cuerpo para que no se desplomase antes de poner el pie en el suelo. No agradeció al parecer el pobre Villaescusa este cuidado, porque en breves y cortados términos, confundidos con el nombre de Dios en mala guisa, reprendió al subalterno por haberle casi cogido en brazos... ¡Le había lastimado un muslo, le había hundido una costilla, dos... mala peste con las Once mil vírgenes!... Entró tambaleándose... A fuerza de metodizar sus pasos, guardaba un imperfecto equilibrio, atento a las paredes para ampararse de ellas con una o con otra mano, en caso de necesidad. Traspasó al fin el portal; entró luego en una estancia, a mano derecha, donde vio claridad de bujías (ya era casi de noche), una mesa puesta con más botellas que platos y adorno de flores mustias, y algunos oficiales que hablaban agrupados en un rincón. Saludó Villaescusa agarrándose a la primera silla que encontró a mano, para disimular el peligro en que estaba de caer al suelo... Una vez salvado de aquel riesgo, pensó si se sentaría o no. Decidiose por lo primero, y al desplomarse sobre el asiento, los dolores horrorosamente se avivaron... Apretó los dientes; fingió cansancio, calor; se limpió el sudor del rostro... Un Oficial se le acercó. Debía de ser un amigo; pero tal estaba Villaescusa, que a nadie quería conocer   —113→   ya. Como ruido de moscardón sonó en sus oídos la voz del Oficial, refiriéndole el fin de la página histórica de aquel día. La Milicia estaba ya sin armas, salvo algunos elementos levantiscos, los eternos enemigos de la tranquilidad pública, que sostendrían durante la noche una lucha estéril en los barrios del Sur... O'Donnell era ya el amo de la situación. Serrano, el saladísimo General Serrano, y el bizarro Dulce, con las fuerzas del Ejército a sus órdenes, acababan de prestar un gran servicio a la Libertad y al Trono... Habría forzosamente recompensas... Terminada felizmente la Revolución de este año, podríamos decir: «Señores, hasta el año que viene».

De este vano sermón histórico poco o nada entendió el mártir. Miró al Oficial queriendo decir algo, pero sin poder articular sílaba... Las palabras, temerosas de ser pronunciadas con torpeza, se quedaban de labios para adentro. Sorprendiose el Oficial de ver que en los ojos del Coronel brillaban lágrimas, y que hinchadas estas, y no cabiendo en los párpados, rodaban por las rugosas mejillas de color de tierra... Villaescusa no decía nada. Daba rienda suelta a sus ganas de llorar, como un niño afligido y mudo. El Oficial, inclinándose sobre él, le dijo: «Mi Coronel... ¿dolor de muelas?». Respondió el mártir con un movimiento de cabeza. El Oficial le ofreció vino, aguardiente, agua. Cualquiera de estas cosas que bebiese, pensó don Andrés que se convertirían en fuego   —114→   al pasar por su boca: lo sabía por dolorosa experiencia. Pero tuvo el antojo de tomar agua con vino: con signos lo manifestó al que tan galanamente le servía. Bebió gran cantidad de vino aguado, y al dejar el vaso en la mesa con golpe furibundo, una vivísima flexión del monstruo que llevaba dentro le hizo ponerse en pie. Algo que estaba doblado en las entrañas se desdobló, con juego de muelles que horrorosamente dolían... Viéndole tan demudado y con cierto desvarío en los ojos, que ya se habían secado de lágrimas, el Oficial le indicó que podía descansar en un sillón de cuero colocado a la otra parte de la mesa. Villaescusa, andando con paso lento y bien marcado hacia la puerta próxima, entrada de un largo pasillo, dijo con no poca dificultad: «Sí... Vuelvo».

Internose el mártir por el pasillo, tocando la pared más próxima con una de sus manos, y encontró a un ordenanza que al paso le saludó; luego a un Oficial... después a un perrito que le cedió el paso. Sentía un calor tan sofocante en todo su cuerpo, como si llamas corrieran por sus venas. La fiebre intensa le dificultaba la respiración, le turbaba el entendimiento, quería también imposibilitarle el paso; pero él, con extremada erección de la voluntad, se sostuvo. Ya no sólo era mártir, sino héroe. En su turbación mental, no pensaba más que esto: «Todo menos caerme... caer nunca...». Encontrose en una estancia sombría y anchurosa, en la   —115→   cual no vio más que libros, rimeros de tomos verdes, todos iguales, como colección de Gacetas o cosa tal, y en la pared retratos viejos de generales con peto rojo cruzado de bandas, el rostro afeitado, la cabeza cana. No había luz de lámparas ni de bujías, ni otra claridad que la del moribundo rayo crepuscular que por dos grandes balcones penetraba. Hacia uno de ellos se encaminó el Coronel, que ya veía los objetos desfigurados por su trastornada mente, y sólo pensaba que sus acerbos dolores se adherían más a él con feroces dientes para devorarle y consumirle. Vio al través de los cristales árboles raquíticos; no vio que, al pie de ellos, unos cuantos caballos de jefes y oficiales generales comían tranquilamente su pienso, colgado el saco de sus propias cabezas. Entre ellos andaban ordenanzas y carreteros, que reían y parloteaban frívolamente. Caballos y hombres tomaron a los ojos del desdichado enfermo figura y voz distintas de las reales. Sus extraviados sentidos hiciéronle ver a su esposa y a su hija, que de un bosquete salían, más que risueñas, riendo a carcajadas, y hacia él se encaminaban con paso que parecía de danza más que andar decoroso de personas formales. Lo que las quiméricas imágenes de las dos hembras le dijeron o quisieron decirle, no lo oyó don Andrés... lo adivinaba quizás por el mover de labios y el gesto expresivo. Ello es que arrimó su rostro a los cristales, desgranando sobre ellos sílabas   —116→   balbucientes que, interpretadas por derecho, podrían decir: «¡Mujeres de Madrid! aquí estoy. Vosotras reís... yo también, porque me voy y os dejo el dolor, mi dolor... Aquí os lo dejo... Venid por él... Ya veis que yo también me río... ¡Qué gusto quitarme este perro... dejároslo!... Pobrecitas, reíd, reíd». No podía matar a su enemigo, el terrible monstruo que le devoraba; pero sí desprenderse de él, obligándole a que abriera la feroz boca y soltara su presa. El instrumento de abrir bocas de monstruos era la pistola que el Coronel llevaba al cinto, y que cogió con mano firme. Aplicado el cañón a la sien, salió el tiro, y el mártir dejó de serlo.




ArribaAbajo- XIII -

En gran desolación y necesidad quedaron Manolita y Teresa con la trágica muerte del Coronel. Por muchos días, su casa fue un jubileo de visitas; las personas doloridas o que fingían el dolor desfilaban vestidas de negro, dejando en los oídos de la huérfana y la viuda suspiradas frasecillas, con rumor semejante al del vuelo de las moscas. La situación económica de la familia era poco halagüeña, porque la viudedad de la Coronela, unos quinientos reales al mes, no resolvía ni el problema primario de alimentarse y vestirse las dos mujeres, ni menos   —117→   los secundarios problemas que a casa traía la viuda con sus trapicheos, y los despilfarros consiguientes. En vida de don Andrés ya eran grandes los atrasos, y Manolita empleaba todo su arte y astucia para ocultarlos a su marido. Después de la desgracia, la gravedad de la situación se centuplicaba, por las derivaciones de la desgracia misma en el orden social. La desamparada familia no tenía más remedio que vestirse de cerrado y decoroso luto. El papel en que escribían alguna carta había de tener orla negra, y negras habían de ser asimismo las cartulinas que para visitas y otras mundanas etiquetas eran necesarias. ¡Qué diría la sociedad si no veía en derredor de la familia todo aquel aparato de negrura y tristeza! La huérfana y la viuda, que apenas tenían para comer, y obligadas vivían a una representación pública incompatible con su menguado haber, eran en realidad más infelices y más pobres que las últimas vendedoras de hortalizas en medio de la calle.

Gran desdicha fue que Teresa no se hubiera casado antes del desastre, y casarla después, ya tan baqueteada y manoseada de novios, había de ser obra de romanos. Por de pronto, hija y madre tenían que vestir y calzarse como Dios mandaba, pues no era cosa de andar por la calle mal trajeadas y con los zapatos rotos. Manolita, pasándose de previsora, no bien cobró la primera paga de viudedad quiso proveerse para los meses futuros, y solicitó de Gregorio Fajardo que   —118→   le hiciera un empréstito, reteniendo su pensión. No quiso meterse en ello Gregorio (que si estos negocios feos habían sido la base de su engrandecimiento, ya picaba más alto), y endosó el asunto a un machacante de estas cosas, el cual fue a ver a Manolita, y trató con ella en condiciones tan duras, que la desconsolada señora no quiso aceptarlas. A Centurión no recurría ya, porque agotadas estaban la paciencia y el bolso del primo de Villaescusa, que sobre tantas socaliñas anteriores a la muerte de Andrés, había tenido que atender, haciendo de tripas corazón, a las más urgentes necesidades en los días de la tragedia. Y la razón que daba para llamarse Andana era de las que no tenían réplica. «Ya ves, hija -le decía-: estoy como el alma de Garibay, entre el ser y el no ser, esperando a cada instante la cesantía, pues sé que O'Donnell me tiene una tirria espantosa. Y aunque mi jefe, el señor Pastor Díaz, parece que algo estima mis servicios en la Obra Pía, no me llega la camisa al cuerpo. La cesantía, nueva espada de Damocles, pende sobre mi pobre cabeza... Ahorros no hay. ¿Cómo quieres que te socorra, si el mejor día no tendré para dar a mi pobre Celia una triste taza de caldo? Ten paciencia, hija, y arréglate como puedas».

Así lo hizo Manolita, que aun sin consejos tan sabios, buscaba su arreglo como y donde podía, gracias a su diligencia y a lo bien que brujuleaba fuera de casa en obscuras campañas tras el dinero, teniendo que   —119→   pignorar su agradable persona con la mayor ventaja posible, según las condiciones del mercado. Mala época era el estío para ciertos arreglos, porque casi todos los ricos estaban en baños, o recluidos con sus honestas familias en alguna casa de campo. Pero aun luchando con los rigores de la estación, la viuda supo allegar para vestirse bien y vestir a su hija, y comer ambas con menos miseria de la que su triste soledad les imponía.

Muy solita estuvo Teresa todo el verano, y acometida de tristezas lúgubres, porque Valeria, su íntima amiga, se fue a la Granja. Los novios con buen fin que en aquella sosa temporada le propuso su madre, eran todos de mal pelaje, esmirriados y pobres... Pensaba en aquel don Sixto, el de la bonita barba rubia; pero no extrañaba su desaparición, porque ya sabía que anduvo en las calles batiéndose como un tigre contra las tropas del Gobierno. Probablemente, o le habían llevado a un presidio, o andaba oculto entre polvo y telarañas. Pero a ninguno de sus conocimientos echaba tan de menos Teresita como a Guillermo de Aransis, que también se había largado a tomar el fresco a San Ildefonso. ¡Vaya un verde que se estaban dando Valeria y él! ¡Qué paseítos por los pinares; qué subiditas a los montes, en amor y compaña, sin testigos, y qué bajaditas a los profundos, solitarios barrancos! Agua se le hacía la boca pensando en esto, y no dejaba de considerar que no era la señora de Navascués mujer de mérito proporcionado   —120→   a tanta dicha... Soñando, más que pensando, decía Teresa: «¿Por qué no tendré yo también un marido en Filipinas, ya que aquí está visto que no puedo tenerlo?».

El regreso de Valeria y del Marqués de Loarre puso fin a estas nostalgias. Volvieron las dos amigas a su cariñosa intimidad, y en ella vivieron algunos días hasta que llegó uno desgraciado en que aquella venturosa concordia tuvo su término. Sucedió que Valeria, ordinariamente muy habladora y con bastante desahogo para tratar todos los asuntos, dio una mañana en hablar de moral privada y pública, de sobremesa del almuerzo, y allí sacó unas teorías y unos escrúpulos que a Teresa le parecieron el colmo de la sutileza. Todo a las casadas se podía perdonar; nada a las solteras... Protestó Teresita, dándose por aludida y exigiendo a su amiga que declarase si la tenía por soltera escandalosa. Contestó Valeria que no; pero que no bastaba ser buena; había que parecerlo, y acabó por decir: «Eres honesta; pero tu madre arroja sobre ti una sombra mala, que te hace pasar por lo que no eres, y con esa sombra no podrás encontrar marido que no sea un perdulario sin vergüenza». Palideció Teresa; luego se puso muy colorada, y acabó por echarse a llorar. Quiso la otra enmendar su impertinencia con expresiones agridulces; pero ya era tarde. Teresa, que tenía su alma en su almario, y no se mordía la lengua, tronó contra Valeria en esta destemplada forma: «Mi madre es una   —121→   pobre viuda sin recursos... Ya sé que no es buena... Por desgracia mía, conozco todos los malos pasos de mi madre. Ella, de algún tiempo acá, no se cuida mucho de ocultarlos... La pobre no tiene valor, no tiene virtud para resignarse a la miseria... Yo no puedo acusarla: soy su hija... Pero sí puedo decir que peor que ella eres tú... Mi padre, atormentado de un cáncer, se mató... Si hubiera vivido, ni a mi madre ni a mí se nos habría ocurrido mandarle a Filipinas, para quedarnos libres...

-Mira lo que dices -clamó Valeria descompuesta, cogiendo un plato y amenazando con él la cabeza de la que momentos antes era su amiga».

Animosa y creciéndose al castigo, Teresa cogió la cafetera y el azucarero, una cosa en cada mano, y con flemático valor apuntó a la dueña de la casa, diciendo: «Mira lo que haces, Valeria. Deja ese plato, o no quedará en la mesa un solo chirimbolo que no vaya contra tu cabeza. Me has ofendido y tengo que ofenderte... Pues digo que eres peor que mi madre, porque eres rica, y no tienes que luchar contra la miseria. En la miseria quisiera yo ver lo que tú hacías... Mi madre enviudó por una desgracia, y tú te has enviudado a ti misma embarcando a tu marido para el país de las monas.

-Eso no es cuenta tuya -dijo Valeria, batiéndose en retirada, haciendo pucheros-... Y por lo otro, Teresa; por lo que dije de la moral y de la sombra de tu madre, haz   —122→   cuenta que yo no creía nada malo de ti... No fue eso lo que dije.

-Podías haber añadido que más que la sombra de mi madre me ha dañado la tuya, Valeria: te lo digo sin resquemor... Ya se me está pasando el berrinche...

-Siento que mi sombra haya sido mala para ti -dijo Valeria en pie, atufándose otra vez, pero sin agarrar plato ni taza-. Bien te he querido, Teresa; bien de sacrificios he sabido hacer por ti...

-Y yo te lo agradezco -respondió Teresa, que ya no pensaba más que en coger su mantilla para salir de la casa-. Pero antes que me recuerdes tus favores, tus regalitos, quiero retirarme... Yo soy pobre y no he podido corresponderte; pero tanto como pobre soy orgullosa y no me gusta que me humillen.

-Haces bien... busca mejor sombra que la mía... No dudo que la encontrarás.

-¡Vaya si la encontraré!... Yo te juro que no he de tardar mucho... Entre los favores que te debo, los más de agradecer son tus lecciones... las lecciones que me has dado para buscar sombras».

Frente a frente las dos, separadas por la mesa, que un campo de Agramante parecía, con el azucarero volcado, las cucharillas dispersas, las tazas ennegrecidas interiormente por el poso del café, el mantel arrugado, se disparaban su ira con flechazo irónico, imitando a las mujeres de rompe y rasga que se injurian graciosas antes de venir   —123→   a las manos. Valeria mandó a su criada que trajese la mantilla de la señorita Teresa, y a esta dijo con retintín: «Vete, vete, sí; no se te escape la sombra que buscas...

-No se escapa. Lo que temo es que sea yo más torpe como discípula que tú como maestra... No tengo costumbre...

-La niña inocente no sabe nada... ¡Si será torpe!... ¡Con toda la Universidad en casa...!

-Puede que esté allí la Universidad; pero me falta el libro de texto...

-El tuyo, los tuyos, Teresa, en la calle los encontrarás.

-O no... Cállate, Valeria, si quieres que yo me calle. He sido tu amiga; ya no lo soy.

-Volverás cuando me necesites.

-No digo que no. Puede que vuelva y no te encuentre. ¡Quién sabe a dónde irás tú a parar!...».

Decía esto la de Villaescusa nerviosa y trémula, de la ira y confusión que removían toda su alma. No acertaba a ponerse la mantilla. Creyérase que sus manos no encontraban la cabeza en el sitio de costumbre: la buscaban más arriba... Por fin, puesta como Dios quiso la mantilla, y pronunciando un adiós seco, tomó la puerta del comedor y luego la de la escalera, no sin tropezar con algún mueble en su carrera desmandada. A saltos bajó la escalera y se puso en la calle, con paso de fugitiva o de esclava que rompe sus cadenas. Sorprendidos los porteros de verla partir con andares y viveza tan contrarios   —124→   al encogimiento señoritil, salieron a la puerta para ver qué dirección tomaba. Fue hacia la calle de Alcalá, camino de su casa sin duda, pues vivía en la calle de las Huertas. Era la primera vez que salía sola, contraviniendo la española costumbre que prohíbe a las solteras dejarse ver en público sin compañía de alguno de la familia, o de servidores de confianza. Siempre que iba de la casa de Valeria a la suya, llevaba una criada vieja o moza, que cualquier edad servía para esta función. Pero ya, por decreto del Destino, se había roto la rancia costumbre, motivada del poco miramiento que en nuestra raza suelen guardar al sexo débil los individuos del que llamamos fuerte.

Atravesada la calle de Alcalá para embocar a la del Turco, respiró fuerte Teresita: era la sensación de libertad, que entraba con ímpetu en su alma. ¡Y qué agrado le causaba el discurrir sola de calle en calle, sin la enojosa guardia de una fregona cerril que comúnmente desempeñaba su papel con sequedad policíaca!... En la calle del Turco se detuvo ante la casa de Guillermo de Aransis; miró al portal, decorado con leones, y luego a las ventanas, poniendo un interés particular en pasarles revista, y en distinguir las que tenían cerradas las persianas de las que mostraban el cristal bien limpio, vestido por dentro con elegantes visillos. «Ya se ha levantado -decía-. Andará por ahí, conversando con los amigos que ha convidado a almorzar, o leyendo los   —125→   periódicos, a ver qué mentiras traen». Conocía las costumbres del ocioso caballero por lo que a menudo le oía contar en casa de Valeria. Siguió después de esta observación su camino, y al atravesar la Plazuela de las Cortes para entrar en la calle del Prado, vio venir el coche de Aransis, bajando la Carrera de San Jerónimo. De lejos le conoció por el cochero; de cerca por la elegancia y pulcritud del vehículo, por los blasones, por algo que no era común a todos los coches. Aguardó el paso, poniéndose casi en medio del arroyo. En el carruaje iba Guillermo con el Marqués de Beramendi. Ambos la vieron: Guillermo, con viva curiosidad y sorpresa, sacó la cabeza por la portezuela para mirarla bien, como si dudara de lo que veía.

Pasó el coche, y Teresa siguió, ya sin parar hasta su vivienda, ni apartar la vista de las piedras y baldosas. Tuvo la suerte de no encontrar a su madre, con lo que se libró de las necesarias explicaciones del trueno gordo con Valeria. Con la criada Felisa, en quien ponía toda su confianza, se entendió para ocultar a Manuela el inaudito caso de haber venido sola, y acto continuo se encerró en su cuarto y se puso a escribir. Tan metida en sí misma estaba, que no paró mientes en que escribía conservando puesta y liada en su cabeza la mantilla. No se la quitó hasta que una fuerte sensación de calor, tan molesta como su torpeza para expresar con la pluma lo que sentía, atrajo su atención hacia   —126→   aquel estorbo. ¡Qué tonta, Señor; qué simple! Sin duda no acertaba en la fiel reproducción de sus ideas en el papel, por causa del sofoco de la mantilla. Resultó luego que ni aun despejada su cabeza, y con la cabeza su magín, de la espesa nube negra, lograba dar a los conceptos la debida claridad. Seis cartas escribió, y todas fueron rotas para empezar de nuevo. Pero, agotada con la última su paciencia, se declaró incapaz de aquel empeño... No contenta con romper las cartas, llevó los pedacitos a la cocina para quemarlos en el fogón, cuidando de que ni el fragmento más menudo se le escapase en aquel auto.

Nada digno de ser contado ocurrió en la tarde de aquel día ni en la mañana del siguiente, como no sea que Teresa apuró todos los disimulos para que su madre ignorase el ya irreparable rompimiento con la de Navascués. Temía los enfadosos interrogatorios de Manolita, las disposiciones que tomaría para privarla de libertad, o imponerle nueva esclavitud contraria a los gustos de la esclava. Aprovechando una de las salidas de su madre, que solían ser de larga duración, tomó al fin Teresita la calle y fue con libertad a su objeto, el cual no era otro que acechar el paso de Aransis para tener con él unas palabritas. Al dedillo conocía los hábitos del caballero, los cuales obedecían a un cierto método dentro del desorden. Sabía que muchas tardes, sobre las seis, a pie salía de la casa de Valeria, y por las calles de   —127→   Alcalá y Cedaceros se iba a la querencia del Casino; sabía que pasaba algunos ratos en la sala de armas de la calle de la Greda, tirando al florete; y con estos datos y su paciencia, dio con él una tarde, no consta si la primera o la segunda de su tenaz espionaje callejero. Tuvo la suerte de cogerle solo, sin la compañía de amigos impertinentes, al salir de la lección de esgrima. Pero se turbó tanto al verle, y tal miedo le entró de aquel paso, viendo su ridiculez e inconveniencia en la realidad, que se habría echado a correr si el caballero no mostrase mayor deseo que ella de las cuatro palabritas, avanzando a su encuentro con rostro alegre. Teresa no sabía por dónde empezar; lo que pensó para exordio se le había escapado de la memoria. Rompió el galán el silencio y cortó la cortedad diciendo: «Ya sé, ya sé...». Y ella se turbó más. Sus primeras palabras, entregando al caballero sus dos manos, fueron de arrepentimiento, de vergüenza: «Déjeme, Guillermo... No he debido venir a buscar a usted... Se me ocurrió este desatino, por no saber a quién volverme... Aunque tengo madre, estoy sola en el mundo...».

Medias palabras de una y de otro, expresiones vagas, de esas que nada dicen y lo dicen todo, siguieron a las primeras manifestaciones incoherentes y turbadas de la señorita de Villaescusa. Aransis le dijo: «En la calle no podemos hablar con libertad. Ni se oye lo que se dice ni se dice todo lo que se siente... ¿Vámonos a mi casa?».

  —128→  

Teresa dudó... parecía que dudaba; pero se dejó llevar. ¡Era tan cerca!... Cuatro pasos no más.




ArribaAbajo- XIV -

Debe decirse, para mejor conocimiento del proceder y fines de Teresita, que esta, en los últimos días de su intimidad con Valeria, se había hecho cargo con sutil adivinación de que el Marqués de Loarre declinaba rápidamente hacia el cansancio en sus relaciones con la hija de Socobio. No lo advertía la dama; su amiga sí, por virtud de una ciencia no aprendida, a la que daban viveza su admiración del caballero y su ardiente anhelo de serle grata. Y algo más sabía Teresa, que en aquel aprendizaje sacaba, como quien dice, los pies de las alforjas, probando y ejerciendo su nativa aptitud para las artes de amor. Sabía que su persona penetraba en los gustos del Marqués: se lo revelaron ciertos medios de experimentación existentes en el alma de toda mujer, y principalmente en la suya, que era de las más afinadas y conspicuas para estas cosas. Por encima de todas las hipocresías y de las conveniencias que ambos guardaban en la casa de Valeria, Teresa sabía que agradaba al Marqués, y que este se lo habría manifestado si no se lo vedara su exquisita delicadeza. ¿Qué invisible enlace psicológico, qué   —129→   magnetismo pudo establecer entre ellos este preliminar estado de amistad que tuvo repentino acuerdo en medio de una calle? Ni frase furtiva ni mirada indiscreta pudieron delatar la volubilidad del amante o la traición de la amiga. Miradas y frases hubo de gran sutileza, sólo de los criminales comprendidas por clave misteriosa, y con tales antecedentes no más, se lanzó Teresa a la busca y captura del Marqués de Loarre. Acometió la señorita con fe ciega y ardor esta persecución cinegética, y el éxito fue tan rápido como decisivo.

A los diez días o poco más de estos sucesos, que maldito lo que tienen de históricos, habitaba Teresa un pisito muy mono, calle de Lope de Vega, amueblado con elegante sencillez. Mañana y tarde invadía la casa una caterva de tapiceros, modistas y prenderas, que iban a completar el decorado, a tomar medidas a la señora para diferentes vestidos, o a ofrecerle objetos diversos, gangas y proporciones con que especula el corretaje a domicilio. Gozosa estaba Teresa, la verdad sea dicha, por verse libre, o en esclavitud que no lo parecía, y con ancho camino por delante para correr tras de la risueña Fortuna que desde rosados horizontes le decía: «Ven; aquí estoy». Rota la cadena que la sujetaba al desabrido estado señoritil, ya podía campar a sus anchas, y dar el debido valor a su belleza y a las demás prendas que poseer creía: inteligencia, bondad de corazón, finura social. Bastante tiempo había   —130→   perdido en la tienta de novios sin encontrar ninguno que le sirviera: el que no era tonto, era malo; el listo pecaba de pobretón, y si algún feo resultaba despejadito, los guapos se caían de bobos. Bien los había examinado ella en el veloz desfile; breve y superficial trato le bastaba para catarlos y calarlos. Si no lo encontró en las condiciones necesarias para fundar un sólido edificio matrimonial con la honradez y ventura consiguientes, no era culpa suya. Su destino le marcaba los caminos irregulares, y por ellos se lanzaba, afirmada su conciencia en la persuasión de que no podría andar por otros. Cada ambición tiene su espacio propio para volar. Que el de la suya era de los más extensos, se lo probaba la grandeza y poder de sus alas.

Del Marqués de Loarre debe decirse que en aquella nueva caída de su voluntad inválida, tuvo más parte la pasión que la vanidad. Infundíale Teresa un amor travieso, juvenil, de continua ilusión, que constantemente se renovaba empalmando lo más espiritual con lo que al parecer no lo es. Ninguna mujer, como aquella, le había llevado al puro éxtasis contemplativo de la humana belleza, y a la poesía del amor, que inspira elevados pensamientos y gallardas acciones. Preciosa era Teresita antes de meterse en aquel enredo; metida en él, y habiendo soltado ya la compostura y encogimiento de señorita del pan pringado, como las culebras sueltan su piel gastada quedándose   —131→   con la nueva reluciente, su persona resplandecía en todos los grados y matices de la belleza, desde los más delicados a los más incitantes. Era un libro de poesía incomparable, tan superior en los pasajes de absoluta seriedad, como en los amenos y graciosos... libro satánico, encuadernado en piel de serafines.

Sabía muchas cosas de la vida y de la sociedad la despabilada Teresa, añadiendo los descubrimientos que hacía su natural penetración a lo que la experiencia le enseñaba. Pero sabiendo tanto, no se había dado clara cuenta de su situación ante el mundo, y sobre este particular tan interesante la ilustró Guillermo con discretas explicaciones: «Tu libertad está limitada al interior de tu casa; fuera de ella has de andar con mucha cautela y disimulo para que de la libertad no te resulte el escándalo. De poco te valdrá tener trajes lindos y variados, los sombreros más elegantes, y los prendidos y adornos más a la última, porque no podrás lucirlos en ninguna parte donde haya lo que llaman buena sociedad, y la otra sociedad, la de las que viven como tú, es muy reducida y no se muestra en público con alardes de riqueza. Coches no debo ponerte, y bien sabe Dios que lo siento, porque no está bien visto que las mujeres de vida irregular gasten otra clase de vehículos que los simones. Al teatro puedes ir, y como no has de ir sola, tienes que acompañarte de otras tales, y esto llama la atención. Has de presentarte muy modestamente   —132→   en todo sitio público, dándote tus mañas para que nadie te conozca. Esto es difícil: tu belleza te delata, y la sencillez, la pobreza misma en el vestir, no te disfrazarían. Para que pudieras ir libremente a todas partes y echar facha con trajes bonitos y carruajes de lujo, necesitarías ser casada... ¡ya ves qué grande anomalía! Si hubieras entrado en esta vida con marido, o lo adquirieras después casándote con cualquier calzonazos, que te diera nombre y pabellón, ya podrías hacer tu contrabando libremente, y hasta te tratarían muchas señoras que hoy primero se cortan la cabeza que saludarte. Ya ves, chiquilla, qué diferencias tan absurdas en el proceder del mundo con las que no se ajustan a la moralidad. Eres soltera: vade retro. Que tuvieras un maridillo, pararrayos de las burlas y de las iras de la opinión, y ya sería otra cosa. No gozarías la consideración de persona de ley; pero serías tolerada, y tu presencia en los teatros y paseos, desafiando con tu lujo, a nadie chocaría... Con que ya sabes, Teresa: dentro de tu casa eres reina; fuera, esclava, sobre quien tiene puesto el pie la opinión y no te deja respirar».

Asimilándose al punto estas ideas, Teresa contestó que se conformaba con andar siempre de trapillo fuera de casa, pues si para engalanarse hacía falta marido, más parecido a un trasto portátil que a un hombre, se quedaba muy a gusto en su soltería mal mirada. Como estaban en la luna de miel, o poco menos, siempre que hablaban   —133→   del porvenir daban por punto indiscutible que no habían de separarse nunca, y que serían los eternos amantes, eternamente embobados el uno con el otro. Lo malo fue que a poco de instalarse Guillermo y Teresa en aquel rincón de los dominios de Afrodita, enterose de ello Beramendi, y si se dice que al saberlo cogió el cielo con las manos, no se expresa bien toda su pena y cólera. Y razón tenía el enojo del caballero y fiel amigo. Sépase que a fines de Agosto revolvió a Roma con Santiago para conseguir la realización del tantas veces aplazado empréstito de Loarre y San Salomó. Gracias a su perseverancia y actividad, apencó al fin con el negocio del señor Sevillano, sin participación de otro alguno. Se firmó la escritura el 10 de Septiembre. Aransis quedó libre de la pesadumbre y esclavitud de onerosas deudas, y recibía el primer plazo de la renta que se le señalaba para vivir en decorosa medianía. ¿No era un dolor que casi en los mismos días de esta felicísima solución, que debía ser fundamento de nueva vida y principio de enmienda, recayese Guillermo en las mismas culpas, en los mismos desórdenes que habían motivado su ruina?

A la dura filípica de Beramendi, contestó con estos artificiosos argumentos: «Tienes razón, Pepe: yo reconozco que no merezco tu amistad... Quiero conservarla, y la fatalidad no me deja. Un poder superior me arrastra: contra él nada puedo. Cada uno lleva en sí desde el nacer el germen de la   —134→   enfermedad de que ha de morir... Me he convencido de una cosa: la medicina que intenta curar estos males, que son la vida misma, es peor y más dolorosa que la enfermedad. Déjame vivir con mi muerte, Pepe... Te digo también que este delirio de ahora no es vanidad, sino pasión; la única de mi vida quizás... Ver pasar esta pasión, ver pasar estos rábanos y no comprarlos, ya comprendes que no puede ser... Tener el ideal cogido en la mano y dejarlo escapar, es locura tan grande, que no la tendrías igual sumando las locuras de todos los locos que están en Leganés... Y aunque me injuries, Pepe; aunque me mates, te diré que me apesta el orden acompasado; que odio la administración, y que ese desideratum de la vida práctica, al modo inglés, al modo extranjero, como decís, se me sienta en la boca del estómago... Morir, Pepe, morir en la cruz de... ¿cómo llamaré a esta cruz?... en la cruz del ideal único, del que sólo nos visita una vez...».

Esto, y algo más en el propio sentido sin sentido, dijo el de Loarre, provocando al de Beramendi a burlonas risas. Despidiéronse, asegurando Fajardo que era para no verse ni hablarse más. «Eres hombre perdido -le dijo-, y cansado de luchar inútilmente por ti, te abandono. Cuando te bailes en las últimas, cuando vayas a un hospital, o cuando mal trajeado y con las botas rotas te pasees en la acera del Casino, pidiendo un napoleón a cualquier transeúnte desdichado,   —135→   volverás a verme; antes no, Guillermo. Quédate con Dios».

A pesar del severo propósito, como le amaba tan de veras, pasados algunos días volvió Beramendi a la carga con arsenal nuevo de razones y un plan que creía de grande eficacia. En su casa, recién salido del lecho, oyó Aransis con calma el nuevo rapapolvo de su amigo: «Ya sé que has agotado en tres semanas o poco más el primer trimestre de tu pensión, y que has tenido que acudir otra vez a los usureros para el sostén de la Villaescusa... Olvido lo que te dije aquella tarde en el Casino, y vuelvo a ti considerándote como un niño enfermo. No tendría yo perdón de Dios si te abandonara. Te salvaré, aunque para ello tenga que sacarte de Madrid entre guardias civiles, y encerrarte luego en un castillo, en una torre o casa de campo, como se encierra a los locos furiosos que se golpean a sí mismos y muerden a sus enfermeros. Prepárate, chico. Ahora verás cómo las gasto. Pedí a Pastor Díaz un puesto diplomático para ti, con el interés que puedes suponer. Atenas, Bruselas, Turín, lo mismo da. Me contestó que hay vacante, pero que nada puede hacer sin una indicación de O'Donnell. Fui a ver al General, que, como sabes, es mi amigo. En la Granja he tenido ocasión de tratarle con frecuencia. Vinyals y Vega Armijo tienen gran empeño en llevarme a la Unión Liberal. Don Leopoldo parece estimarme más de lo que yo merezco... Pues como te digo, fui a verle y le solté a   —136→   boca de jarro mi pretensión. ¿Sabes lo que me contestó? 'Siendo cosa de usted, Beramendi, es cosa mía, y, por tanto, cosa hecha. Parece que una plenipotencia quedará vacante pronto. Se hará una combinación...'. Quedé en volver a Buenavista dentro de pocos días, y allá me voy mañana, pero no solo: irás conmigo, y darás las gracias al General por el honor que te hace».

El de Loarre nada dijo: creyérase que levantar repentinamente el vuelo hacia un país lejano, con airosa investidura diplomática, no le parecía mal. Antes que formulara una objeción tímida, más sugerida tal vez del disimulo que del convencimiento, Beramendi se precipitó a completar su plan: «Falta la segunda parte. Verás: mañana mismo escribes una carta a esa linda serpiente que te ha trastornado el seso. Ya comprenderás lo que tienes que decirle... Que no puedes seguir, que dé por terminado este chapuzón, pues a ti te saco yo a flote, y ella que busque otro imbécil con quien ahogarse... A la carta acompañarás una cantidad prudencial, que determinaremos, y si no la tienes, que no la tendrás, no has de pedirla a los usureros: yo te la doy... Con que ya ves que te estimo de veras. Te participo, querido Guillermo, que por si cerdeas tú, o se sale tu sílfide con algún ardid para retenerte, ya tengo preparado un lindísimo artificio judicial para meterla en la Galera, o mandarla desterrada lejos, muy lejos... Nada, nada. Hoy me he levantado con la idea y propósito   —137→   de convertirme en sátrapa. No queda otro remedio. Contra la tontería y la inmoralidad reunidas; contra un loco y una perdularia, ambos sin conciencia, sin idea del honor, sin ninguna rectitud, no hay más que el palo absolutista... Aquí me tienes dispuesto a hollar todas las libertades, y a convertir en pajaritas las hojas del libro de la Constitución. Declaro que desde este momento has perdido todos los derechos del ciudadano, y eres mi vasallo, mi siervo. Aquí vengo a tu conquista y captura. Vístete, arréglate, y te llevo conmigo a mi casa, de donde no saldrás hasta que demos tú y yo cumplimiento a todo mi programa».

Oyó estas conminaciones Guillermo entre atontado y risueño, como si a veces las tomase a broma, a veces con harta seriedad y recelo. El tono brioso de Fajardo le persuadió al fin de que se las había con una voluntad enérgica, y sintió miedo. La suya, floja y pasiva, no sabía mantenerse en pie contra la razón erguida y brutal de su amigo... Más que nada temía la convivencia con su tirano. Siempre al lado suyo, acabaría por obedecerle, por ser un niño... Como pidiera más explicaciones de aquel cautiverio que le esperaba, Beramendi le dijo:

«Desde hoy vivirás en mi casa. Que no te suelto, que no te escapas. Verás con mis ojos, andarás con mis piernas y respirarás con mis pulmones. Pensaba yo que fuéramos hoy a ver al Presidente del Consejo, para que quedases cogido y amarrado en el   —138→   compromiso de tu nombramiento de Ministro de España en una corte extranjera. Pero ahora caigo en que estamos a 10 de Octubre, cumpleaños de la Reina. Gran gala, besamanos; por la noche baile en Palacio. No hay que pensar hoy en visitar a gente política y militar. Para no perder el día, después de almorzar redactarás en mi despacho la carta explosiva que has de mandarle a tu coima... explosiva digo, a ver si revienta cuando la lea... Verdad que irá acompañada de los maravedises, y el topetazo será con algodones... Cree, Guillermo, en la virtud de los maravedises, que vienen a ser colchón blando para la caída de las que se derrumban de desesperación... Ea, vístete y vámonos... ¡Silencio! no se permiten observaciones. No hay derecho a protestar, no y no. Sólo concedo un derecho, el del pataleo... Arréglate, digo, y en casa patalearás a tu gusto».




ArribaAbajo- XV -

Esto pasaba en la mañana del 10 de Octubre. En la madrugada del 11 ocurrían otras cosas igualmente insignificantes en apariencia, pero que aquí se refieren porque su simplicidad se nos presenta enlazada, horas después, con hechos de evidente complicación y gravedad. Empezaban a salir los invitados a la fiesta de Palacio; arrimaban   —139→   los coches a la colosal puerta, por la Plaza de la Armería; entraban en ellos, chafándose en las portezuelas, los hinchados miriñaques, dentro de los cuales iban señoras; entraban plumas, joyas, encajes, bonitas o vetustas caras compuestas, y apenas un coche partía, otro cargaba... De los primeros, más que de los últimos, fue un carruaje sin blasones, de un tipo medio entre los elegantes y los de oficio, alquilados por año, y en él entró doblándose un largo cuerpo, un dilatado capote que por arriba remataba en tricornio con plumas, por abajo en botas de charol con espuelas. Tras el sujeto larguirucho no entró en el coche señora, sino dos militares, que por la traza distinguida y cargazón de cordones debían de ser ayudantes... El coche partió, y ninguno de los tres señores en él embutidos pronunció palabra en todo el trayecto desde Palacio al Ministerio de la Guerra. El Presidente del Consejo, General O'Donnell, el más largo de los tres en estatura y en todo, que nunca ejerció la comunicatividad baldía, fue en aquella ocasión arca cerrada. Llegaron a Buenavista; subieron en callada procesión, algo parecida a la del cura y acólitos que llevan el Viático, y en las habitaciones del General, rompió este el silencio ante su digna esposa, que jamás se acostaba cuando él iba de fiesta palatina, las únicas que le hacían trasnochar, y aquella noche le esperó como de costumbre, para informarse de si volvía contento y en buena salud, con algo más   —140→   que nunca omite en estos casos la curiosidad femenina.

Contestando a doña Manuela, luego que se acomodó en un sillón y estiró las piernas, el gran O'Donnell dijo: «¿El baile? Precioso. Allí teníamos todo el lujo y toda la elegancia que hay en Madrid... No hay más. ¿Señoras? No faltaba ninguna: allí estaban las de la sangre y las del dinero... ¿Calor? Bastante, y poco espacio, por el volumen exagerado de los miriñaques. ¿La Reina? Deslumbradora... amable con todos... Traje riquísimo de gasa... el adorno, guirnaldas de violetas... elegantísimo... Soberbio alfiler de brillantes... Bailó conmigo el primer rigodón; luego...».

Volviéndose a los ayudantes, como para pedirles testimonio de un recuerdo, dijo que la novedad del baile había sido la presentación en Palacio de la Condesa de Reus... «¿Verdad que es muy mona la mujer de Prim? Morenita y simpática... En fin, buenas noches». Ansiaba el descanso, la soledad. Algo de íntimo interés tenía que referir a su esposa; pero por lo avanzado de la hora, determinó dejarlo para el día siguiente. Poco después de esto se hallaba don Leopoldo en manos de su ayuda de cámara, que desenfundó su cuerpo del uniforme, sus desmedidas piernas, de las botas sin fin... Algunos minutos más, y ya le teníamos tendido y estirado en su cumplido lecho, en postura supina, más dispuesto a la meditación que al sueño, porque del baile había traído   —141→   un resquemor, que hasta el amanecer había de ser cavilación fatigante. Aunque era O'Donnell hombre más reflexivo que apasionado, que sabía mirar con calma los graves acontecimientos y las contrariedades de la vida o de la política, la misma pujanza y frialdad de su razón apartaban su mente del descanso para aplicarla al examen de los hechos, y cuando estos despertaban su enojo, no dejaba de correr por los nervios del grande hombre el hormigueo que determina el insomnio. De la devanadera que en aquella madrugada giró dentro del cerebro del héroe de Lucena, se han podido extraer con no poco trabajo estos fraccionados pensamientos:

«Es por la Desamortización, por la pícara Desamortización... Ya lo veía yo venir... Pero no creí, no, que tan pronto... Ni pensé que me pusiera en la calle por tal motivo... Narváez llegó hace tres días; fue a Palacio y dijo: 'Señora, sepa Vuestra Majestad que yo no desamortizo. Mi política es tener contentos a los curas y al Papa'. Así le dijo, y las consecuencias bien claras las he visto esta noche... Ha sido una impertinencia, un rasgo de mala educación... No jugar, Señora, no jugar con los hombres ni con los partidos... Con estos juegos y estas humoradas, las coronas se caen de las cabezas... y menos mal que estamos en España, un país de borregos; que hay países donde por estas bromitas caen las cabezas de los hombros... Cuidado, ¿eh?...».

Dio una vuelta, cargando sobre el lado izquierdo   —142→   su formidable osamenta. La devanadera echaba esto de sí: «No hay manera de crear un país a la moderna sobre este cementerio de la Quijotería y de la Inquisición. España dice: 'Dejadme como soy, como vengo siendo: quiero ser bárbara, quiero ser pobre; me gusta la ignorancia, me deleitan la tiña y los piojos...'. Y yo digo: Modo de arreglar a esta nación: saco del partido Moderado y del Progresista los hombres que en ellos hay inteligentes, limpios, bien educados; los cojo, con ellos me arreglo, dejando a los fanáticos y a los tontos, que para nada sirven... Con esta flor de los partidos amaso mi pan nuevo... Unión Liberal... Reunimos y organizamos lo útil, lo mejor, lo más inteligente; y lo demás, que se descomponga y vuelva al montón... ¿Cuántas veces, Reina mía, he tratado de meterte en la cabeza esta idea?... Trabajo perdido. La comprendes... ¡como que no tienes un pelo de tonta! pero entra por un oído y sale por otro... Sale porque hay dentro de tu cerebro ideas viejas, heredadas, petrificadas... ¿Y esas ideas, qué son? Reinar fácilmente y sin ninguna inquietud sobre un pueblo, mitad desnudo, mitad vestido de paño pardo... Esto no puede ser... Y tú, Reina, ¿qué piensas trayendo a Narváez con la Constitución del 45, neta, y el palo por única ley, y el tente tieso por única política? Tú, Reina, mira lo que haces. Tú, Reina, no olvides que para mantenerse en esas alturas, hay que tener educación política, educación social,   —143→   principios, formas... tú me entiendes; tú...».

El hablar de a Su Majestad era señal de que se dormía. Por un momento, la onda del sueño estuvo a punto de anegarle... De improviso volvió sobre sí: despabilándose y volteando su corpachón hacia el lado derecho, dio nuevo impulso a la devanadera, que decía: «Desamorticemos2... País nuevo... Salaverría, que sabe sacar estas cuentas mejor que nadie, ha calculado la Mano Muerta en siete mil millones. Yo digo que debe de ser más... ¡Siete mil millones! Ello es nada: caminos carreteros, ferrocarriles, puertos, faros, canales de riego y de navegación... Y vale más que todo el gran aumento de la propiedad rústica... Serán propietarios de tierra muchos que hoy no lo son, ni pueden serlo... aumentará fabulosamente el número de familias acomodadas; los que hoy tienen bastante, tendrán mucho más; los dueños de algo, lo serán de mucho, y los poseedores de la nada, poseerán algo... ¿Qué es esta España más que un hospicio suelto? Esas nubes de abogadillos que viven de la nómina, las clases burocráticas y aun las militares, ¿qué son más que turbas de hospicianos? El Estado, ¿qué es más que un inmenso asilo? Dice Salamanca que en toda España hay dos docenas de millonarios, unos quinientos ricos, unos dos mil pudientes o personas medianamente acomodadas y ocho millones de pelagatos de todas las clases sociales, que ejercen la mendicidad en diferentes formas. En esta cuenta   —144→   no entran las mujeres... Pues bien, digo yo: Amigo Salaverría... vendamos la Mano Muerta, hagamos miles de hacendados nuevos, facilitemos el pago de las fincas que se vayan desprendiendo de esa masa territorial muerta... A los pocos años, tendremos agricultura, tendremos industria, y la mitad por lo menos de los hospicianos que forman la Nación, dejarán de serlo... Digan lo que quieran, el español sabe trabajar. No le faltan aptitudes, sino suelo, herramientas, estímulo y mercado que les compre lo que producen... ¡Siete mil millones, que hoy existen en el fondo de un arcón cerrado con llaves que la Iglesia tiene en su mano, y no quiere soltar ni a tiros!... A tiros sí que las soltaría... Pero, señora Reina, ¿hemos de armar otra guerra civil por esas dichosas llaves? ¿No derramamos bastante sangre en la primera, para defender tus derechos y asegurarte en el Trono?... ¡Y los vencidos en aquella lucha, Reina mía, son ahora los que detrás de una cortina te aconsejan y te dirigen!... ¡Y no pudiendo dar el poder a los vencidos de aquella guerra, lo das a Narváez, que entra en Palacio diciendo: 'Yo no desamortizo'...! Cuidado, Reina: no se juega con la vida de un pueblo... de una Nación viril, por más que sea la gran Casa de Caridad. El hospiciano sigue diciendo: 'quiero ser bárbaro, quiero ser pobre'; pero lo dice por rutina... Detrás de ese estribillo suena un querer oculto, suenan otras voces, que apenas se entienden... Tú no sabes oír estas voces;   —145→   yo las oigo... las oímos muchos... A Palacio no llegan sino cuando nosotros te las decimos y tú no las escuchas... Abre los oídos, Reina; abre los ojos, para que oigas y veas... Estás a tiempo aún... Algún día dirás: ¿qué ruido es ese?... Pues ese ruido, ¿qué ha de ser más que...?».

Otra vez la trataba de , otra vez se dormía... Por fin cogió el sueño, y la devanadera cedió lentamente en su veloz volteo hasta quedar inmóvil... De día no funcionaba la devanadera, y los pensamientos del General se producían con ponderación y sensatez, en perfecta consonancia con el pensar común y el ambiente intelectual de su tiempo. Se mantenía en el justo medio, y no se apartaba un ápice de la realidad. El libre y atrevido pensamiento quedábase para los instantes que preceden al sueño, o para los que inmediatamente le siguen, cuando aún no ha entrado la plena luz en la alcoba, ni se ha oído más acento que el de los gallos que cantan en la vecindad.

Levantose el General temprano, como de costumbre: despachada su correspondencia con el Secretario particular, vistiose para ir a Palacio. A punto de las doce, hora de las visitas de confianza, recibió la de dos caballeros, el Marqués de Beramendi y el de Loarre. Al salón pasaron, y ofrecían sus respetos a doña Manuela, que charlaba con su amiga la Duquesa de Gamonal, cuando entró O'Donnell con uno de sus ayudantes, dispuesto ya para ir a Palacio. Saludó a los   —146→   dos aristócratas; después cogió de un brazo a Beramendi, y llevándole aparte, le dijo risueño: «Nada puedo hacer ya... ¡Estamos caídos!

-¡Caídos, General!... ¿Por qué?... ¿De veras hay crisis?

-La plantearemos de hoy a mañana... Caídos... Nos echan...

-¿Pero esa señora está desatinada, o...?

-De lo prometido no hay nada, Marqués. En testamento, no podemos proveer vacantes del personal diplomático... Pero ahora tendrá usted en el poder a su amigo Narváez, que le dará eso y cuanto usted le pida...

-¿Narváez...?

-Ea, que no puedo entretenerme. Dispénseme. Voy a la Casa grande».

Mientras duró este aparte, Loarre y la Gamonal hablaron de la inauguración del teatro de la Zarzuela, erigido en la calle de Jovellanos, hermoso coliseo que resultaba como el hermano menor del teatro Real. Inquieto y caviloso Beramendi por lo que el General acababa de decirle, trató de llevar la conversación al terreno político para esclarecimiento de sus dudas, y a la menor indicación que sobre crisis hizo a doña Manuela, esta señora, a quien sin duda se le atragantaba la noticia, se precipitó a echarla fuera en esta forma: «Pues sí... lo digo, porque hoy ha de saberlo todo Madrid. La Reina estuvo en el baile de anoche muy inconveniente. Bailó el primer rigodón con O'Donnell: la etiqueta manda que Su Majestad   —147→   rompa el baile con el Presidente del Consejo. Terminado el primer rigodón, la Reina le dijo a mi marido: «¿Te parece que baile el segundo con Narváez?». Mi marido, que es la pura corrección, le respondió: 'Señora, Vuestra Majestad me dispense; pero la etiqueta y las conveniencias más elementales mandan que ahora baile Vuestra Majestad con un individuo caracterizado del Cuerpo diplomático...'. ¿Pues qué creerán ustedes que hizo la Reina? Sonreír, alzar los hombros, y sacar a bailar a Narváez... Esto es un desprecio para mi marido... es decirle, no con la boca, sino con los pies: 'O'Donnell, tú...'. En fin, que tenemos crisis».

Condenaron enérgicamente los dos próceres la forma anticonstitucional y pedestre de cambiar de Gobierno, no sin que Beramendi hiciera gala de su erudición encareciendo la seriedad y rectitud de la Corona de Inglaterra en los procederes constitucionales. La Gamonal, dama que había sido de la Reina, y Duquesa de las de nueva emisión, oía estas cosas de alta política como si fueran cuentos traídos de la China. «Pues yo no sé, no sé... -dijo abanicándose con mayor viveza de ritmo-. ¡Estaría bueno que la Reina, con ser Reina, no pudiera bailar con quien le diera la gana!

-Hija, no puede ser... -observó Doña Manuela sin cambiar de ritmo en el abaniqueo-. Las Reinas, por serlo, están obligadas a mirar bien lo que hacen, lo que dicen y lo que bailan...».

  —148→  

¡Y vuelve por otra!... Era doña Manuela más lista y aguda de lo que parecía. Su figura insignificante, sus vulgares facciones afeadas por una expresión desabrida, y la tez de un moreno harto subido, no predisponían comúnmente en su favor. La cualidad suya dominante, que era el amor intenso a su esposo, no tenía carácter social y de extenso relieve. Para ella no había más Dios ni más Rey que O'Donnell, ni tampoco mejor y más venerado profeta. O'Donnell, hombre de una dulzura grande y de sencillez patriarcal en sus afectos, la amaba tiernamente y la ponía en las niñas de sus ojos azules. Decían gentes maliciosas que la temía. Temía todo lo que pudiera desagradarla, que es el temor de los enamorados.

Volvió de Palacio don Leopoldo tranquilo, impenetrable. Ya los Marqueses se habían ido, y sólo permanecía en el salón de Buenavista la Duquesa de Gamonal. La presencia de esta señora, de cuño tan reciente, que aún no se había enfriado el troquel que estampara su título, contuvo al General dentro de la mayor reserva: lo que a ella le dijese se haría tan público como si saliera en los periódicos. Entró luego más gente: dos amigos del General, don Santiago Negrete y el Gobernador de Madrid, Alonso Martínez, almorzaron con él. Por lo que hablaron de política, la crisis era inevitable: ya se había citado a los ministros a Consejo, del cual seguramente saldría la dimisión total. ¿Qué había dicho Isabel II a su primer Ministro   —149→   en la entrevista de aquella mañana? Algo referente a la Ley de Desamortización. Sólo la Condesa de Lucena conocía el texto exacto de las palabras de Su Majestad: «Mira, O'Donnell: te dije que no me gustaba la Desamortización, y ahora digo y repito que en conciencia no puedo admitirla; que no la quiero, vamos, que no puede ser...».




ArribaAbajo- XVI -

Paulo minora canamus, y de otra crisis hablemos, menos resonante que aquella, porque a menor número de personas afectaba, pero no de inferior interés psicológico. Teresa Villaescusa, sin darse cuenta del valor y significado de las palabras, quería desamortización. Si alguna vez oyó hablar de la Ley a su tío don Mariano, en la memoria no le quedó rastro del nombre ni de las ideas que expresaba. Tenía, sí, un sentimiento vago de la detestable petrificación de la riqueza en manos inmóviles, y una visión confusa del remedio de esta cosa mala, el cual no era otro que coger todo aquel caudal, fraccionarlo, repartirlo en mil y mil manos que supieran hacerlo fecundo. No sería propio decir que Teresa pensaba en esto, sino que por su pensamiento a ratos pasaban como sombras de estas ideas, en abstracción completa, sin que con ellas pasaran   —150→   los términos usuales con que los entendidos y los ignorantes las designaban en aquel tiempo. Menos abstracto era en el alma de Teresita el aborrecimiento de la pobreza. Por las escaseces que había sufrido, o por ingénito gusto de las comodidades y de los goces, la miseria le causaba horror. Egoísta y al propio tiempo magnánima, no quería ser pobre ni que lo fueran los demás: su anhelo era que hubiese muchos ricos, más ricos de los que había, y mayor número de millonarios... pensando, naturalmente, que de todo este bienestar algo le había de tocar a ella.

Y sépase ahora que resuelto el buen Fajardo a sacar a Guillermo del nuevo pantano en que había caído, no perdonó medio para este meritorio fin. El destierro del pródigo, disimulado por una posición diplomática, si no se conseguía por O'Donnell, caído ya, se conseguiría seguramente por Narváez. Pero esto no bastaba, y era forzoso impedir a todo trance que Teresa y Aransis volvieran a unirse. Reteniendo a éste cautivo en la casa de Emparán, obligole a escribir la carta notificando a su amada el definitivo rompimiento. Mas no seguro de los efectos de la epístola, ni confiado en la resignación de la cortesana, determinó abordar ante esta, descaradamente, el delicado asunto. No la conocía; deseaba explorarla y sondear su voluntad. Bien podía suceder que fuese bastante discreta y razonable para prestar su auxilio al salvamento del caballero. Casos   —151→   de abnegación semejante había en el mundo. Dejando, pues, a su amigo en casa, una mañana, bien custodiado por María Ignacia y D. Feliciano, se fue derecho al bulto, se encaminó a la gruta de la fascinadora ninfa, solicitó verla, accedió la ninfa sin recelo, y poco tardaron en encontrarse sentados vis à vis en la elegante salita.

Sorprendido quedó Beramendi de la tranquilidad con que la hermosa mujer oyó la exposición preliminar, hecha con habilidad pasmosa de explorador. Procurando no causar a su interlocutora la menor ofensa, la trataba como amigo. Guillermo y él eran, más que amigos, hermanos. Teresa se hacía cargo de todo; mostrábase atenta, mirando el caso como medianamente grave en el aspecto moral, gravísimo en el económico. En sus réplicas, mostraba dignidad, aplomo y un interés casi fraternal por Guillermo de Aransis. Cuando Beramendi, alentado por el buen giro que a su parecer tomaba el asunto, hizo a Teresa referencia clara de la situación de su amigo, de sus locuras dispendiosas, de la pérdida de su caudal, del embrollo de sus intereses; cuando le contó que él (el propio Beramendi) había revuelto el mundo por salvar una parte al menos del patrimonio de Loarre y San Salomó; cuando le expuso el contrato con Sevillano y el estado presente de Aransis, que era el de un caballero cautivo de su administrador, y sujeto a una pensión, suficiente para vivir con modestia, cortísima para el vivir   —152→   grande, con trenes de lujo y la diversión de caballos y mujeres; cuando, por fin, le hizo ver que si Guillermo seguía embarcado con ella, su naufragio era seguro, y no habría de pasar mucho tiempo sin que se viese miserable, degradado, sin dinero y sin dignidad, Teresa palideció, y con arranque dio esta briosa respuesta:

«No siga usted, Marqués... No necesito saber más. Mucho quiero a Guillermo... y por quererle tanto me aterra la idea de que sea pobre. Aunque me esté mal el decirlo, la pobreza me da horror. No la quiero para él ni para mí. Usted me ha convencido de que le favorezco separándome de él. Bien está que vaya de Embajador o cosa así; bien está que no me vea más. Soy la primera en reconocer que no debemos seguir... que él debe irse por un lado, yo por otro... Ya la carta suya, que recibí anoche acompañada de una cantidad muy lucida, me dio que pensar. He dormido mal pensando que Guillermo me dejaba por no poder sostenerme... Marqués, no me asombre usted; no se enfade conmigo, no vea en mí una mujer mala si te digo que me repugna el contigo pan y cebolla. Esto es pura imbecilidad y cosas ridículas que han inventado los poetas para engañar el hambre... No, no: yo quiero a Guillermo, le querré siempre... pero que por mí no se degrade ni se arruine... Queda usted complacido, Marqués. Su amigo y yo hemos roto para siempre... Cuídese usted de que no venga a buscarme, y yo cuidaré   —153→   de que no me encuentre si acaso viniera...».

Dijo esto último con empañada voz y el consiguiente tributo de ternura y lágrimas. Eran sinceras, pues si su aborrecimiento de la pobreza podía considerarse como primer móvil de tal resolución, detrás o debajo de este sentimiento había también cariño, gratitud y una dulce adhesión al hombre, al caballero... A él debía su libertad, la iniciación en alegrías y goces que le fueron desconocidos; debíale las primicias del bienestar humano, hasta entonces no disfrutado por ella. Por Guillermo se le abrían horizontes tras de los cuales creía vislumbrar espacios de felicidad. Había sido su revelador y el primero que dio realidad a su grande ambición... Bien le quería, sí. Bien merecía el homenaje de sus lágrimas... Dejándolas correr, dijo a Beramendi: «No hay que hablar más, Marqués. En seguidita me marcho, me escondo... No, no voy a casa de mi madre, donde Guillermo daría conmigo si3 en ello se empeñara. Es testarudo; me quiere... Puede usted estar tranquilo. Yo le aseguro que me esconderé bien, y que no volveré a esta casa hasta saber que Guillermo se ha ido a esa Embajada de extranjis... Leeré algún periódico para enterarme. Adiós, adiós... ¡Pobre Guillermo! Pobre, no; no le quiero pobre... que sea feliz, que sea caballero noble, que conserve la dignidad; y usted, tan buen amigo suyo, consuélele... haga porque me olvide. Yo no le olvido, no. Crea usted que Guillermo se pondrá muy   —154→   triste... ¡Y qué bueno sería que al volver de la Embajada se encontrara su capital sacado de todos esos embrollos, limpio y... En fin, adiós... Dígale usted que me he muerto; no, que me han robado... robado mi persona; que... dígale usted lo que quiera, y ya sabe que tiene en mí una servidora. Adiós, adiós...».

Salió Beramendi encantado de la sinceridad de Teresa, y de la honradez relativa con que proclamaba su afición a las riquezas y su culto del bienestar. Tenía el mérito de decir lo que otros hacen diciendo lo contrario, con hinchadas protestas de falsa delicadeza. Pensó el caballero que su amigo estaba salvado, no contribuyendo poco a tan lisonjero fin el buen sentido de la coima, cualidad rara en esta clase de mujeres. Ya no había más que esperar el cambio de Gobierno para caer sobre Narváez y no dejarle vivir hasta que diera los pasaportes al Marqués de Loarre para una Corte extranjera, cuanto más distante mejor. Y el cambio de Gobierno fue un hecho al siguiente día, tal y como Don Leopoldo el Largo lo había previsto. Doña Isabel, imitando a su señor padre, dispuso que las cosas volvieran al estado que tenían antes de lo de Vicálvaro, declarando nulo todo lo ocurrido en los dos llamados años de dominación progresista. Resultaba que las lamentables equivocaciones de Su Majestad volvían a cometerse, o a constituir la efectiva normalidad política. Los hechos decían que el Gobierno de liberales   —155→   y progresistas era el verdadero equivocarse lamentablemente, según el Real criterio, y que Isabel II hablaba con su pueblo en lenguaje socarrón, abusando de la contragramática y del maleante aforismo chispero: al revés te lo digo, para que lo entiendas.

Fue la subida de Narváez como un trágala de toda la gente arrimada a la cola, que se preciaba de ser la dueña de nuestros destinos. ¡No era mal puntapié el que la España vieja, momificada en sus rutinas absolutistas e inquisitoriales, daba en semejante parte a la España nueva, tan emperejilada y compuesta entonces con su Justo medio, su Unión de hombres listos y pulcros, y su poquito de Desamortización, para mejorar siquiera el rancho que veníamos repartiendo en el hospicio suelto! Y Narváez entraba como en su casa, tosiendo fuerte y trayéndose cogiditos de la mano, como muestra de liberalismo, a Nocedal, a Pidal y a otros ejusdem fúrfuris. ¡Qué país tan dichoso! ¿Quién duda que hemos nacido de pie los españoles? Apenas enfermamos del dengue revolucionario, sale una Providencia benignísima que Dios destina paternalmente a nuestro remedio, y en dos palotadas corta el mal, y por lo sano, dejándonos como nuevos, en el pleno goce de nuestra barbarie... Y apenas entraron los providenciales al mangoneo político y administrativo, empezó el desmoche oficinesco, y la matanza de empleados de la situación caída, para resucitar a los de la imperante, que venían   —156→   muertos desde el 54. Todo el elemento progresista, que arrimado estuvo a los pesebres desde aquella fecha de las lamentables equivocaciones, fue arrojado a la calle con menosprecio, y entraron a comer los pobrecitos que no lo habían catado en todo el bienio. Los unionistas, amarrados al presupuesto por O'Donnell, también cayeron con los ilotas del Progreso, y a llenar el inmenso hueco entró la caterva moderada, con alegre alarido de triunfo, como si ejerciera un derecho sagrado. Eran los pobres a quienes se había hecho creer que la bazofia nacional les pertenecía, y que no debía comer de ella ninguna otra casta de hospicianos.

Otra vez el alza y baja de ropa; otra vez el vertiginoso triquitrín de las tijeras de los sastres; otra vez La Gaceta cantando los nuevos nombramientos con grito semejante al de las mujeres que pregonaban los números de la Lotería; otra vez la procesión triunfal de los que subían por las empolvadas escaleras de los Ministerios, y el lúgubre desfile silencioso de los que bajaban. En el coro lastimero y fúnebre de los cesantes, descollaba una voz campanuda que dijo: «¡Cojondrios, ya está aquí la muerte!». Era Centurión recibiendo el oficio en que, con formas de sarcástica urbanidad, se le decía que cesaba... Y el cesar en sus funciones de la Obra Pía, era como suspender las funciones orgánicas de asimilación y nutrición... ¡Comer, comer! De eso se trataba, y toda nuestra política no era más que   —157→   la conjugación de ese sustancial verbo. El nacional Hospicio no podía mantener a tan grande número de asilados, sino por tandas... Veíase el buen hombre condenado a una nueva etapa de miseria. ¿Por qué, Señor? Porque a nuestra Soberana se le había metido en la cabeza que no debía desamortizar, y el espadón de Loja recogió al vuelo la idea, y con la idea las riendas y el látigo, subiéndose de un brinco al pescante del desvencijado carricoche del Gobierno.

Pues, siguiendo paso a paso la Historia integral, dígase ahora que al tiempo que Isabel de Borbón decía con desgarrada voz de maja: yo no desamortizo, la otra maja, Teresa Villaescusa, gritaba: «juro por las Tres Gracias que a mí nadie me gana en el desamortizar». No usaba esta palabra, ni daba concreta forma a sus atrevidos pensamientos; pero en la rigurosa interpretación de la idea no fallaba la despejada hembra. Aún persistía en su corazón el duelo de Aransis, cuando puso fundamento al nuevo trato de amor con que debía sustituir al trato roto. Base de su criterio en estos graves asuntos era el principio de que la peor cosa del mundo es la pobreza; de que el vivir no es más que una lucha sistemática contra el hambre, la desnudez, la suciedad y las molestias, y partiendo de esto, eligió entre los tres o cuatro individuos que la solicitaron aquel que ofrecía más templadas armas para luchar contra el mal humano. Ya en los últimos días del breve reinado de Aransis,   —158→   llegó una emisaria con varias proposiciones que no quiso aceptar. Teresa era leal: no cometería una traición por nada de este mundo. Pero sacada, como si dijéramos, a concurso por la abdicación de Guillermo, no quiso precipitarse, sino antes bien hacer el debido examen y selección de candidatos. No tenía prisa; el dinerillo del testamento de Guillermo le permitía tomarse todo el tiempo que fuera menester para elegir con calma. Cuidó en aquel tiempo de dar mayor realce a su belleza, cada día más interesante; coqueteaba graciosamente con los remilgos mejor copiados del modelo de la honradez; acentuaba su gracia, su donosura, hacia la gran señora; se daba un tono fenomenal... La resolución o sentencia vino por fin informada en esta idea: los grandes fardos de riqueza deben ser manoseados y sacudidos con alguna violencia, para que de ellos se desprenda el exceso, que es carga perniciosa; y si no se dejan sacudir, debe quitárseles lo más que se pueda para remedio de los que van sin ninguna carga por estos mundos de Dios. Aligerar a los demasiado ricos es obra meritoria... et caetera... no lo decía así, pero lo hacía.



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ArribaAbajo- XVII -

Eligió con exquisita cautela y previsión Teresilla la persona que más le convenía para sus fines estratégicos, consistentes en levantar formidables baluartes contra la pobreza, y para llegar a la final decisión empleó diversas artes, sometiendo al preferido a pruebas de lealtad, de sinceridad, de esplendidez y de otras virtudes que la pícara mujer estimaba condiciones sine quibus non. Era el nuevo contratista de amor un francés de mediana edad, ni joven ni viejo, más gordo que flaco, alto, rubio, sonrosado, de correctísima educación y finos modales, que había venido a Madrid al establecimiento del Crédito Franco-Español, núcleo de capitalistas extranjeros que debía emprender en España negocios colosales, como Los Caminos de Hierro del Norte, el monopolio del Gas de las principales poblaciones, la explotación de Riotinto... Dándose mucho tono, reservándose, como quien aspira por sus propios méritos a una elevada cotización, celebró Teresa más de una conferencia con Isaac Brizard, y mientras exploraba el terreno, su perspicacia descubrió que el tal traía dinero fresco y abundante, harto más lucido que las escatimadas riquezas territoriales de nuestros nobles, los cuales viven comúnmente   —160→   empeñados, y son esclavos de sus administradores, o del precio que en cada año alcanzan la cebada y el trigo. La importación de capitales extranjeros limpios de polvo y paja estimábala Teresa como una de las mayores ventajas para la Nación. Que aquí se quedara, derramado en cualquier forma, todo el dinero que viene para negocios, era una bendición de Dios.

Cuando Teresa se hallaba en los días de resistencia, de coquetería, de pruebas, redoblaba Isaac sus galanteos, que a menudo llevaban séquito de regalitos costosos y del mejor gusto. Como dijera un día la moza que su niñez había sido muy desolada y triste, que jamás tuvo una muñeca bonita, el francés le mandó por la noche dos elegantísimas, de la tienda de Scropp, una y otra vestidas con tanto primor como cualquier señorita de la más alta nobleza. La una decía papá y mamá; la otra movía los ojitos, y ambas tenían articulaciones, con las que se les daban graciosas posturas. Agradeció Teresa este obsequio como el más delicado que podía ofrecérsele, y todo el santo día se lo pasó jugando con sus nuevas amiguitas y diciéndoles mil ternuras a estilo maternal, entre caricias y besos. Deseaba Isaac obsequiar a Teresita con un espléndido y delicado banquete, sin más compañía que la de uno o dos buenos amigos, de lo más selecto de la sociedad. Dos comederos elegantes había entonces en Madrid: Farruggia y Lhardy. Pero en ninguno de los dos veía Brizard   —161→   la disposición de aposentos que la reserva exige. Gabinetes con efectiva independencia no había en ninguna de las dos casas. Como no era cosa de llevar a la sin par Teresa al Colmado de Rueda, en la calle de Sevilla, o a la Tienda de los Pájaros, discurrió el bueno de Isaac un arbitrio que resolvía dos problemas: el del convite y el de la instalación de Teresa, con cuyo rendimiento contaba ya como hecho indudable. Con tanto barro a mano, fácil le fue al extranjero alquilar un bonito piso en casa nueva, calle de Santa Catalina, y amueblarlo, si no totalmente, en la parte de sala y comedor. Lo demás de la casa se completaría pronto: ya estaba todo encargado a Prévost, el mueblista más caro y elegante de aquellos tiempos. Dispuestas así las cosas, Isaac encargó a Farruggia la comida para cuatro personas. Había, pues, dos invitados.

Si los periódicos pudieran dar cuenta de estas cosas, habrían dicho, en Octubre de aquel año (no consta el día): «Verificose el anunciado banquete... tal y tal...». Pero lo que no dice el periódico lo dice el libro. Bella sobre toda ponderación, y elegante como las propias hadas, si estas se ajustaran a la moda, estaba Teresa, que con seguro instinto sabía combinar en su atavío el lujo y la modestia, y con infalible puntería daba siempre en el blanco de agradar a los hombres de gusto. Admirable era su tez, de blancura un tanto marfilesca, sin ningún afeite ni polvos, ni nada más que lo que al pincel   —162→   de Naturaleza debía; hechicera su boca fresca, estuche de los mejores dientes del mundo; arrebatadores sus ojos negros, con un juego de miradas que recorrían todos los registros, desde el más burlesco al más ensoñador; deliciosas las dos matas de pelo castaño que se partían sobre la frente, extendiéndose en bandas, no con tiesura pegajosa, sino con cierta ondulación suave, un trémolo del cabello que iba a parar tras de la oreja, bordeándola graciosamente. El cuello era un presentimiento de la garganta y seno, que no se dejaban ver, pues la pícara tuvo la sutil marrullería de no presentarse escotada. La tela vaporosa contaba en lenguaje estatuario todo lo que dentro había. El traje, de color malva claro, apenas lucía sus cambiantes entre una niebla de finos encajes; la cintura delgadísima enlazaba el abultado pecho con la ampulosa magnificencia del bulto inferior, todo hinchazón de telas alambradas. En la jaula del miriñaque desaparecían de la vista las caderas y toda la demás escultura infracorpórea de la mujer. La moda exhibía la mitad de una señora colocada sobre la mitad de un globo.

Presentados por Isaac los dos amigos, Teresita les acogió con graciosa sonrisa; ocupó su sitio, diciendo a los tres que se sentaran, que no anduvieran con ceremonia, que hablasen con libertad, pues tanto le gustaba a ella la libertad como le cargaban los cumplidos, y los criados de Farruggia, limpios y estirados, empezaron a servir. El más joven   —163→   de los convidados, Ernestito de Rementería, esposo de Virginia Socobio, poco había cambiado en figura y acento desde la época de su matrimonio, como no fuera que eran algo más orondos sus mofletes, y más chillona y delgada su voz. Desde la desaparición de su mujer, que se escapó con un pintor de puertas, llevaba Ernestito una vida serena, cachazuda y metódica, distribuyendo su tiempo entre los trabajos de La Previsión, junto al papá, el honesto recreo de regir un cochecillo en la Castellana, y la monomanía de coleccionar objetos diversos, que un día fueron bastones, luego petacas y fosforeras, y por último, se había dado a las celebridades europeas en fotografía y grabado. Conservaba el joven Anacarsis el tipo de sacerdote francés con melenita, la escasez de pelo de barba, la finura empalagosa de su trato, y la absoluta insubstancialidad de cuanto decía. El otro convidado era en realidad un grande hombre, figura de primera magnitud en la historia social del siglo XIX, y tan notable por su facha, que era la de un perfecto aristócrata, como por su trato, el más afable y seductor que imaginarse puede. Viéndole una vez, ¿quién olvidaba la corpulenta y gallarda estatura de aquel señor, su cuerpo bien distribuido de carnes y más grueso que flaco, su faz risueña que declaraba el contacto y serenidad de una vida consagrada a los goces, sin ningún afán ni amargura? Don José de la Riva y Guisando era un hombre que parecía simbolizar la posesión de cuantos bienes   —164→   existen en la tierra, y el convencimiento de que nos ha tocado, para pacer en él y recrearnos, el mejor de los mundos posibles.

Hay tanto que decir de Riva Guisando (para los íntimos, Pepe Guisando), que no conviene decirlo todo de una vez, sino soltar el personaje en esta historia, para que él mismo hablando se manifieste, y sea fiel pintor de su persona y el intérprete más autorizado de sus ideas... Cuatro palabras ahora para describir el físico y algo del ser moral de Isaac Brizard: Casi tan alto como Riva Guisando, no podía comparársele por la nobleza y arrogancia de la figura. Podía Guisando servir de modelo a todos los duques y aun a los más estirados príncipes de Europa. Isaac, igualando a su amigo en la intachable limpieza, no podía ser modelo de próceres, sino de apreciables sujetos, hijos de negociantes y educados en los mejores colegios de Francia. Guisando fue un elegante genial, que todo lo había aprendido en sí mismo, y nació con la presciencia de cuantas ideas y formas constituyen elegancia en el mundo. Brizard era un producto de la educación, un hombre distinguido y pulquérrimo, de un excelente fondo moral, con tendencias al vivir cómodo y sin bambolla, ni envidioso ni envidiado... Y por fin, para que se vea todo en su propio color y sentido, el tipo de Isaac Brizard revelaba la hibridación franco-germánica o franco-flamenca, un admirable tipo engendrado por trabajadores, sano, leal, ordenado hasta   —165→   en los desórdenes a que le empujaba su riqueza, de ojos azules que delataban al hombre confiado y bondadoso, la boca risueña, sobre ella un bigote menudo, del más fino oro de Arabia. Hablaba un español incorrecto, mal aprendido en la conversación y sin principios, con modulaciones guturales que le resultaban más feas por su afán de corregirlas o disimularlas. Al reproducir aquí su lenguaje, se tiene con este simpático extranjero la caridad de enmendarle las desafinaciones del acento.

«Eh, señores, ¿cómo se llama esta sopa? -dijo Teresa riendo con deliciosa sinceridad-. Ya irán ustedes notando que soy muy bruta... Me parece que me pondría más en ridículo dándomelas de fina, y queriendo ocultar mi ignorancia... Pues esta sopa, yo no sé lo que es ni la he comido en mi vida. Casi nada sé de comidas francesas; no entiendo los motes raros que ponen a cada plato... ¿Verdad que soy muy bruta?

-Usted es hechicera, y esta sopa es, o quiere ser, potage a la Montesquieu -dijo Guisando, erudito y galante-. Cualquier otro nombre le cuadraría mejor».

Acordándose de su colección de celebridades, Ernesto quiso amenizar la reunión con este comentario: «¿Montesquieu...? Tengo dos retratos del gran francés: uno de ellos en talla dulce, de la época...

-Está buena la sopa -observó Teresa-. ¿Pero a qué sabe? ¿de qué legumbres está hecha?».

  —166→  

La opinión de Isaac no pudo ser más sensata: «En culinaria, el cocinero debe saber mucho, y el que come ignorarlo todo. Así come uno más tranquilo.

-Perdóneme, mi querido Brizard -dijo Riva Guisando-, que no le acompañe en esos distingos. Saboreamos mejor los productos de la culinaria, cuando sabemos a qué saben, y con qué ingredientes han sido compuestos...

-¿Pero es esto un puré de pepinos, de patatas, o qué demonios es? -preguntó Teresa, sin que las dudas mermaran su apetito.

-No es más que una mixtificación, a la que ponen el primer nombre que se les ocurre -afirmó Guisando-. Cuando Isaac me hizo el honor de invitarme a esta comida, que, entre paréntesis, sería deliciosa aunque la prepararan los cocineros más malos del mundo, volví a mi cantinela de siempre con el amigo Farruggia: 'Las sopas caldudas y crasas pasaron a la historia... Ya que usted se propone enseñar a los españoles a comer, trate de propagar, de popularizar los consommés finos, tan substanciosos como transparentes...'. Le propuse para esta interesante comida el Consommé a la creme de faisán, que es delicioso, verdaderamente delicioso, Teresa... y sencillísimo... verá usted.

-¡Ay, enséñeme!... Me gusta cocinar algo... Poco sé... Quisiera poseer el secreto de algún platito delicado...

-Sencillísimo, como digo. Todo el arte   —167→   está en preparar los huevos, que se sirven aparte... Se cuecen huevos bien frescos, de polla precisamente, de gallina joven...

-¡Ay!... ¡Lástima no tener gallinero en casa! Adelante.

-Luego se les vacía... se saca la yema por medio de un tubito...

-Tanto instrumento ya es por demás.

-Con las yemas y el picadillo de pechugas de faisán, se hace la farce a la creme.

-¿Y esa farsa, qué es?

-El relleno... Se rellenan los huevos... se ponen al baño María...

-¡María Santísima!

-En vez de faisán, puede usarse perdiz, bien fresca...

-Yo sí que estaría fresca si me metiera en esos trajines tan enredosos.

-Amiga mía, no necesita usted cocinar. Bien se ve que lo haría con mucha gracia si a ello se pusiera... Ya tendrá usted un buen jefe que la libre de esos quebraderos de cabeza, y del deterioro de sus manos lindísimas».

Viendo que le servían Jerez después de la sopa, protestó Teresa con sincero desenfado: «¡Eh, caballeros! que el Jerez se me sube al quinto piso... Repito que soy muy bruta... no tengo costumbre de beber tanto, ni de variar de bebidas... ¿Quieren verme peneque?». Aseguró Isaac que todo era cuestión de costumbre, y que debía poco a poco educarse en el comer fuerte, acompañado de bebida confortante.

  —168→  

«¡Ay, ay! eso no va conmigo... -dijo Teresa, probando el Jerez-. Porque ustedes no me crean demasiado palurda, bebo un poquito; pero no se asombren si me ven perdida de la cabeza, y diciendo algún disparate».

Ernestito, dando ejemplo de buen tono, equivalente a la poca sobriedad, se atizó dos copas, comentándolas en esta forma: «La sopa y el Jerez no tienen en las comidas otro objeto que preparar el estómago, darle fortaleza...

-¿Para qué?

-Para comer, para seguir comiendo... Ahora empezamos, señora mía. Yo, ya lo irá usted notando, como bien. Desde que entré en el Colegio Flaminio, en Saint-Denis, aprendí a comer bien, dando al cuerpo todo lo que pedía. Es un gran sistema para tener siempre la cabeza...

-¿Cómo?

-Despejada... y las ideas claritas. Es lo que yo recomiendo principalmente a todos mis amigos: que coman fuerte...

-Y con la recomendación les mandará usted la comida, porque si no...

-Eso es cuenta de ellos, y de que quieran tener salud o no tenerla. Repare usted, Teresita, que todos los grandes hombres han sido de buen diente. Federico el Grande, de cuyos retratos poseo la colección más lucida que hay en España, profesaba la doctrina de Rabelais: cinco comidas y tres siestas. Talleyrand consagraba toda su atención a   —169→   la buena mesa. Mi padre, que es hombre muy entendido en todos los adelantos extranjeros, no cesa de predicar a los españoles que se den buena vida, la mejor vida posible, y sostiene que uno de los mayores atrasos de este país consiste en que aquí no saben comer.

-Es verdad -dijo Guisando-: reconozcamos una de las deficiencias que nos ponen a la cola de las demás naciones. Los españoles no saben comer».




ArribaAbajo- XVIII -

Sirvieron pastelitos de foie-gras... después un plato de pescado que Guisando tradujo al francés: Turbot bouilli, garni, sauce Colbert, y entre tanto, los cuatro comensales apuraron el tema de si saben o no comer los españoles. Ingenioso y ameno, Riva Guisando se despachó a su gusto en esta forma: «No podemos dudar que, de algunos años acá, nuestro país viene entrando en la civilización, y asimilándose todos los adelantos. Eso lo vemos en diferentes órdenes. Nuestras casas adquieren el confort de las casas extranjeras. Verdad que falta el agua, pero ya vendrá; la tenemos en camino. Nuestros teatros no desmerecen de los de otros países; y en ópera creo yo que estamos a la altura de las capitales más aristocráticas. Nuestras mujeres,   —170→   bien a la vista está, visten con tanto gusto y elegancia como las parisienses, y nuestros hombros no tienen nada que envidiar a los caballeros ingleses mejor vestidos... Sólo en el comer estamos atrasados... Fuera de unas pocas casas, hasta las familias más ricas no saben salir del cocido indigesto, y de los estofados, pepitorias y fritangas... Y en la manera de comer guardan la tradición: se atracan y no comen realmente; no saben lo que es la variedad, la composición artística de las viandas para producir sabores especiales y excitantes; no han llegado a penetrar la filosofía del condimento, que es una filosofía como otra cualquiera... En el beber, tragan líquidos, sin apreciar el rico bouquet de cada uno, sin distinguir los innumerables acentos que forman el lenguaje de los vinos. Cada uno dice algo distinto de lo que dicen los demás...

-¡Alto ahí! -exclamó Teresa cortándole el discurso con delicioso tonillo y ademán de burlas-; perdone usted, señor Guisando, que le interrumpa. Si los vinos son cada uno una palabra, un acento, y todos juntos como lenguajes; si los de España hablan español, francés los de Francia, y así los demás, ustedes quieren introducirme a mí en el cuerpo la torre de Babel... Vamos, que a poco más, salgo hablando todos los idiomas.

-No, no, Teresa -dijo prontamente Brizard-; no se bebe para embriagarse, ni se embriagan los que saben beber... La bebida fina y variada es un signo de civilización.   —171→   En eso estoy con el amigo Rementería y con Guisando... ¡Oh! en Guisando hay que reconocer un gran civilizador.

-Civilizador usted -replicó el elegante caballero-, que nos trae la más grande forma del Progreso, los ferrocarriles.

-Es verdad; de eso trato, y mi mayor gloria será vestir a España de país civilizado... Usted y yo civilizamos; pero permítame que marque entre los dos una diferencia... una diferencia en que yo salgo favorecido. Usted empieza la campaña civilizadora por el fin, mi querido Guisando, porque quiere enseñar a los españoles cómo se come; yo la empiezo por el principio, enseñándoles a buscar lo que han de comer.

-¡Eso... eeeeso! -gritó Teresa risueña, con desbordada alegría, las mejillas echando fuego, el gesto más expresivo y acentuado de lo que pedía la compostura-. El señor Guisando se trae aquí la filosofía de la buena mesa, y quiere enseñársela a un pueblo que no tiene sobre qué caerse muerto. ¿Cómo quiere usted que sepa comer el que no come? Y esas salsas Colbert, esas besamelas, esas farsas o rellenos, esos rosbifes, y chatobrianes, y gigotes, y esas trufas y esos jugos, ¿de dónde han de salir? ¿Reparte usted diariamente un par de monedas de cinco duros por barba a todos los españoles?... ¡Ay, ay! Yo les suplico, señores míos, que me den licencia para callarme... Siento que el disparate se me viene a la boca, y a poco que me descuide, oyen ustedes una barbaridad. Es mucho   —172→   comer este, es mucho beber, para que una tenga la cabeza despejada. Perdónenme; estoy un poquito a medios pelos... Me callo... Ustedes me agradecerán que cierre el pico».

Dejó el tenedor, y requiriendo el abanico, empezó a darse aire con viveza. Los caballeros le reían la gracia; celebraban que se trastornase un poquitín, y asegurando que el encendido color y el chispeante mirar la embellecían extraordinariamente, incitábanla a beber del rico Borgoña que a la sazón servían. Pero ella no hacía caso, y jovial agitaba el abanico con verdadero frenesí, diciendo: «Yo, punto en boca: no vayamos a salir con alguna patochada. Me conozco. Hablen ustedes y yo escupo, digo, yo callo y otorgo...».

Tan modesto como ingenioso, Guisando se mostró conforme con las ideas de Isaac, reconociendo en el magisterio civilizador de este más sentido práctico que en el suyo. «Es cierto, Brizard: usted trae a España los primeros elementos del bienestar. Por ahí se principia. Yo empiezo por el fin, porque no sé otra cosa. Cada uno comienza sus lecciones por aquello que más sabe... En la mente del discípulo siempre queda algo de la enseñanza que se le da, por más que esta sea prematura. Yo digo a los españoles: 'No sabéis comer'; usted les dice: 'Trabajad y comeréis'. Claro es que usted está en lo firme. Yo, si bien se mira, soy un profesor extravagante que coge a los chicos cerriles que   —173→   no saben leer ni escribir, y se pone a explicarles las asignaturas del doctorado... Pero todo es enseñanza, amigo. Algo quedará...».

Sirvieron el plato de legumbres, que Guisando y Ernesto celebraron mucho, definiéndolo así: concombres farcis à la demiglace. Pidió Isaac su opinión a Teresa, la cual se dejó decir: «Señores míos, la turca que estoy cogiendo, no por mi gusto, sino por el empeño de ustedes en que yo empine más de lo regular, no me deja ser hipócrita. Quiero mentir con finura y no puedo... Esos concombros me parecen una porquería. Si mi cocinera me presentara este comistraje, yo le tiraría la fuente a la cabeza». Servido el asado, Teresa se resistió a comer más. Obstinose Guisando en servirle una bien cortada lonjita del Chapon à la financière; regateó Teresa; cedió al fin con salados remilgos.

Debe decirse que la hermosa mujer, cuya iniciación en la vida grande aquí se describe, exageraba su torpeza o su ignorancia de los refinamientos sociales. No los desconocía en absoluto; pero dotada de grande agudeza, calculó, antes de personarse en el banquete, que la afectación de finura podría llevarla, sin que de ello se diera cuenta, a una situación algo ridícula. Mejor y más airoso era la contraria forma de afectación, hacerse la palurda, la novata, todo ello desplegando su natural donosura. Y el resultado de esta táctica fue tal como ella lo pensó, admirable y decisivo. Isaac parecía extasiado;   —174→   celebraba con entusiasmo las donosas salidas y sinceridades de la que pronto había de ser suya, y gozaba con la idea de educarla y darle un curso de todas las leyes y toques del buen gusto. Bien comprendía la muy ladina que a los extranjeros agrada lo que llaman carácter, color local, y que se enamoran de lo que menos se parece a lo de su tierra... Isaac, prendado locamente de la española, en ella simbolizaba la conquista de esta tierra, mirándola con amor y sembrando en ella ideas fecundas y fecundos capitales.

Una de las condiciones propuestas por Teresa en el trato de amor con Brizard, era que este había de llevarla a París y tenerla allí una temporadita, aprovechando el primer viaje que tuviera que hacer a la capital vecina. Con alegría dio Isaac su aprobación a esta cláusula. De ello y de los encantos de París en el segundo Imperio hablaron los tres caballeros en la comida, dando pie a Teresa para que se despachara a su gusto y con desenvoltura en este tema: «Mucho me gustará París. Tantas maravillas he oído contar, que ya me parece que las he visto... De seguro me divertiré y aprenderé; pero todas las cosas buenas de París no me quitarán el ser española neta... Española voy, y más española vuelvo... ¿Que aprenda yo francés? Imposible, Ernestito... Tarde piache. Cuatro palabras aprendí en mi colegio, y con esas cuatro palabras y otras cuatro que allá me enseñen, me arreglaré... Dicen   —175→   que la Emperatriz Eugenia, con ser nada menos que Emperatriz, no ha querido afrancesarse... Y yo pregunto: ¿por qué usará Napoleón esos bigotes engomados tan largos y tan tiesos?... No me hagan caso; estoy perdida de la cabeza... París, con todos sus monumentos, no vale lo que Madrid, que tiene las grandes plazas... Puerta Cerrada, la Red de San Luis, y como bulevares, ¿dónde me dejan ustedes el Postigo de San Martín y la Costanilla de los Ángeles?... París es bonito, alegre, y con cuatro magníficas fachadas al Mediodía, como quien dice, al Amor... todas las fachadas dan al Amor... En París hay mucho dinero, es la ciudad del dinero... y por ser aquel pueblo tan rico, hay allí más honradez que en los pueblos pobres... En los pueblos tronados viven todos los vicios... No me hagan caso... ¿Verdad que estoy diciendo sin fin de disparates? No sé lo que digo... Me han hecho ustedes beber más de lo que bebe una señora fina... No tengo costumbre... Soy lugareña y tonta... Las tontas se emborrachan antes que las listas... y a las honradas se les va la cabeza más pronto que a las disolutas... Yo me callo... Estoy avergonzada».

Protestaron los caballeros de esta falsa vergüenza, y Guisando le dijo: «Está usted adorable, y el mareíto se le quitará bebiendo esta copa de Champagne...». Isaac le rogó que bebiese, y ella sin melindres accedió. Le gustaba el Champagne: si pudiera, no bebería en las comidas más que   —176→   Champagne... La variedad de vinos le repugnaba: uno solo y superior. Guisado celebró esta opinión de Teresa, la más conforme con el gusto de él y de toda persona verdaderamente refinada. «Bebo -dijo Teresa tomando la copa larga, por cuya boca estrecha se escapaba la espuma-, bebo a la salud de mis buenos amigos; bebo a su felicidad, y a... a que tengan lo que desean... Usted, Isaac, que le salga bien el negocio que ahora le trae tan preocupado... ya me entiende... Usted, Guisando, que sea pronto Grande de España, por título... que ya lo es grandísimo por su magnificencia... y usted, Ernesto, que haga muchas conquistas, pues ya sabemos que es usted muy enamorado...

-¡Oh, no, no! -dijo el plácido Anacarsis, presuroso en desmentir una suposición que, a su parecer, le desconceptuaba-. ¿Enamorado yo? No es cierto, Teresa... Bien se ve que se le ha ido el santo al cielo... Exceptuando lo presente, tengo del bello sexo la peor idea...

-Pues perdóneme usted, Ernestito: no he dicho nada. Somos muy malas... Usted puede decirlo... y probarlo... Es usted un ángel... por eso tiene esos colores tan bonitos y esa frescura en el rostro... Señores, el Champagne me ha matado. ¿He dicho muchas gansadas?

-No, no, no...

-Ya no puedo más... Se me cierran los ojos... El comedor da vueltas... la mesa baila...   —177→   Guisando tiene dos caras: con las dos me mira y se ríe. Ernestito se pone sobre la cabeza el ramo del centro de la mesa... Me duermo, me... eclipso; me envuelve la noche. Isaac, por favor, deme usted la mano; ayúdeme a levantarme, y a llegar al sillón... al sillón que allí veo... Así, así... ya estoy a mi gusto... Aquí me desmayo... aquí me desvanezco... Por Dios, Isaac, mi buen Isaac, abaníqueme usted, deme aire; pero fuerte... Ya no veo más cara que la de usted, Isaac... El aire que usted me da me consuela, me anima... ¡Qué aire tan bonito, digo, tan fresco... tan...! No sé: es un aire extranjero... aire rico, muy rico... Isaac, deme más aire...

-Café bien fuerte -dijo Guisando proponiendo el mejor específico contra las borracheras de señora de buen tono».

Con la ventilación enérgica que le administró Isaac, y el café y la dulce conversación, sin ruido, se fue despabilando Teresa y venciendo la somnolencia. Terminó la comida sin ningún incidente digno de figurar en la Historia integral ni en la fragmentaria, pues el hecho de arreglarse y cerrar trato aquella misma noche Teresita y Brizard es de esos que, por descontados y claramente previstos, no piden más que una mención... menos aún, una raya de cualquier color trazada en la página sin letras de esa historia que llamamos Chismografía.