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ArribaAbajo- XIX -

Y esa historia sin letras dice que Teresita se instaló en la misma casa del ya referido banquete, días después de la partida de Aransis para la gloriosa y coruscante Atenas, como Encargado de Negocios de la Católica Majestad de Isabel II en aquel Reino. Obra fue del buen amigo Beramendi este destierro, ayudado por Narváez, quien tomó el asunto como propio y lo resolvió con diligencia. Llamado a París Isaac Brizard por el reclamo de sus negocios, determinó partir en Noviembre, llevándose a Teresa, conforme a lo convenido. Ni a esta causaba temor el viaje en pleno invierno, ni quería separarse de Isaac, que era para ella el mejor de los hombres, extremado en la bondad y en la largueza, prodigando sin tasa su dinero como su cariño. Sobre el punto interesante del estipendio de amor, Teresita veía colmadas sus ambiciones. El gozo de ver satisfechos todos sus gustos se completaba con la dicha de tener sobrantes y de atender con ellos a necesidades ajenas, empezando por su madre, que era una boca no fácil de tapar. Pero en aquella venturosa etapa para todo había.

Con sus íntimas amigas tuvo Manolita Pez algunas confianzas que merecen ser   —179→   consignadas en estos papeles: «A Teresa la ha venido Dios a ver con ese francés tan frescachón y tan caballero. Ya quisieran los nobles de aquí parecérsele en la lozanía del rostro, que es lo mismo que una rosa, y en la mano siempre abierta para complacer a su adorada. Yo le he dicho a Teresa que no aparte sus ojos del porvenir... Además del tanto fijo que Musiú Brizard le señale para la vida corriente, debe mi hija poner todo su talento en sacarle un millón... ¿Qué es un millón para una mujer de tanto mérito? Y con este capitalito ya puede la niña echarse a dormir... El día de mañana, si ese señor pasa a mejor vida, lo que no quiera Dios, o si por envidia le arman algún enredo para que rompa con mi hija, esta podrá bandearse sola, sin tener que aguantar las pejigueras de un vejete baboso, de un puerco, de un tío cargante; y aun podría encontrar proporción de matrimonio. Con el milloncito todo se olvidaría, ¡vaya!... ¡Y que tendría mi Teresa mal gancho para pescar marido; y este no había de ser un cualquiera, sino persona de algún viso, y quizás con el pecho cargado de cruces y bandas!».

Con Centurión no se trataba Teresa directamente, y bien lo sentía, que para ella no habría mejor gusto que poder acudir al remedio de las escaseces que a don Mariano le trajo su cesantía. Sabía de él y de doña Celia por su tía Mercedes, la mujer de Leovigildo Rodríguez, con quien reanudó el trato después de una temporadita de moños.   —180→   También Leovigildo estaba cesante, situación lastimosa en aquel honrado matrimonio, cargado de familia. La pobre Mercedes, al poco tiempo de desembarazarse de una cría, ya se mostraba con los evidentes anuncios de otra. Y creyérase que en los períodos de cesantía procreaban más los desgraciados cónyuges. La sociedad quería matarlos de hambre, y ellos aumentando sin cesar el número de bocas. No faltaban, afortunadamente, personas caritativas que se condoliesen de su desamparo y fecundidad, entre ellas Teresa, que les enviaba surtido de zapatos para toda la cáfila de criaturas, o repuesto de arroz y garbanzos para muchas semanas. Don Mariano, que había tomado entre ojos a los Villaescusas de una y otra rama, no quería tratarse con la esposa de Leovigildo; pero doña Celia, más benigna, la visitaba algunas tardes a hurtadillas de su marido. La señora de Centurión y Manolita Pez se encontraban algún día en un terreno neutral, la casa de Nicasio Pulpis, esposo de Rosita Palomo, y allí, rompiendo doña Celia la consigna que su marido le diera de no tener trato con la Coronela ni con su depravada hija, hablaban de sus respectivas desazones. La curiosidad más que el afecto, movía comúnmente a doña Celia Palomo a preguntar por Teresa; respondía Manuela, tratando de dorar la deshonra de su hija con hábiles artificios de palabra.

Con la de Navascués no había vuelto a tener Teresita ningún trato. Traidora y desleal   —181→   llamaba Valeria a la que fue su amiga, y no le perdonaba el solapado ardid que empleó para sustraerle el libro de texto. Mala partida como aquella no se había visto nunca. Dos o tres veces se cruzaron las dos hembras en la calle, y se dispararon miradas rencorosas. No desconocía Valeria que para ella había sido un bien la retirada de Aransis, que arruinado ya, no era partido de conveniencia para ninguna mujer. Pero esta consideración no le quitaba el reconcomio contra Teresa, en quien, por otra parte, reconocía un magistral talento para conducirse en sus empresas de amor, y prueba de ello era la reciente pesca del opulento francés Isaac Brizard. Sin duda por llevar tan buena parte en los favores de la suerte, Teresa no se cuidaba de aborrecer a su víctima. Más bien le tenía lástima, sabedora de que la pobrecilla andaba mal de intereses. Por las prenderas que corrían trajes de lujo en buen uso, supo que Valeria lanzaba al mercado de ocasión, malbaratándolas, algunas piezas de valor, abrigos, cachemiras, mantón de la China. Supo también que a la famosa corredora Paca la Bizca debía un pico de consideración por dos sortijas y un alfiler que adquirió antes del destierro de Navascués. De esto tomó pie Teresa para lanzar contra Valeria una bomba en la que había de todo, burla y compasión. Era la travesura de la enemiga vencedora, que sintiéndose fuerte, quería mortificar a su rival en una forma que le expresara su lástima   —182→   desdeñosa, su generosidad, quizás el deseo de hacer las paces. El día antes de su partida para Francia, Teresa escribió esta carta: «Estimada maestra y amiga: Un pajarito me trajo el cuento de que la respetable corredora Paca la Bizca te hizo dos mil y tantas visitas para que le pagaras dos mil y tantos reales de aquel alfiler y sortijas de marras... Sé que cuantas veces fue la corredora a tu casa con este objeto, salió con las manos vacías... Pues bien; para que veas si te estimo, Valeria, hoy he dado a Pepa los dos mil y pico, encargándole que no vuelva a molestarte por esa bicoca. Acepta este favor de la que fue tu amiga, y no te atufes ni salgas ahora con pujos de una dignidad que habría de ser fingida... No tienes que devolverme esos cuartos, que ahora los tengo de sombra, gracias a Dios... Abur, bobita. Mañana salgo para París, donde me tienes a tu disposición para todo lo que gustes mandarme. -Tu fiel compañera, Therese Brizard».

Mostró Teresa esta carta al bueno de Isaac, para que después de leerla le dijese cómo había de poner su nombre en francés. Hallábase presente Riva Guisando, y ambos amigos celebraron el rasgo generoso y la gracia zumbona, que de todo había. Partieron los amantes a París al día siguiente; despidioles Guisando al arrancar la silla de postas, de la propiedad de Brizard, y por la tarde se fue a visitar a su amiga la marquesa de Villares de Tajo (Eufrasia), a quien contó lo   —183→   de la carta de Valeria, repitiéndola casi textualmente. Bien conocía la dama los enredos de la sobrina de su esposo, y la depravación que se iba marcando en ella. Después de comentar y reír al caso de la carta, la moruna rompió en este bien entonado epifonema: «¡A qué extremo llegan ya, Dios mío, los desvaríos de esta sociedad!... ¿A dónde vamos a parar por tal camino? Mentira parece que esas dos chiquillas, tan monas, tan inocentes cuando vine yo de Roma casada con Saturno, se hayan perdido escandalosamente, cada cual a su modo. Virginia, con las antorchas de Himeneo aún encendidas, se escapa con un chico menestral, y anda por esos pueblos hecha una salvaje, y esta Valeria corre a la perdición amparada del formulismo matrimonial, con lo que me resulta más perversa que su hermana».

Dijo a esto Guisando que Valeria claudicaba por espíritu de imitación, sin arte ni riqueza para cohonestar sus incorrecciones. Dos cosas redimían del pecado, según la filosofía guisandil: el buen gusto y la opulencia. Las maldades parecían peores cuando eran feas... y pobres. Todo era relativo en el mundo, hasta los vicios. De estas opiniones casuísticas no participaba Eufrasia, que en aquel punto de su existencia4 (los treinta y cinco años) se dedicaba con ahínco a señalar a la juventud los caminos derechos, únicos que conducen a la virtud y a la paz del alma. Era, en aquel período histórico, la conducta de la Villares de Tajo mejor y más   —184→   limpia que su fama. El mundo, que en la plenitud de tantos escándalos exageraba los desvaríos de la sociedad matritense, la suponía en amores con Riva Guisando. ¡Falsa y calumniosa especie! ¿Mas quién destruye un errado juicio en tiempos en que el aire viciado divulga, no sólo la corrupción, sino las vibraciones de ella manifestadas en el lenguaje? Entre la moruna y el espléndido caballero y gourmet Riva Guisando, no había más que una sincera y noble amistad fundada en la armonía de pareceres sobre algunas materias sociales, y por parte de él, ligero matiz de adoración platónica, que tenía su origen en la gratitud, como a su tiempo se demostrará. Preguntado el caballero por la distribución de sus comidas, dijo: «Esta noche como en casa de Navalcarazo; mañana, en la Legación de los Estados Unidos.

-Aunque tenga usted -le dijo Eufrasia-, que renegar una vez más de la cocina española, el viernes comerá usted con nosotros... Ya le pondremos algo de su gusto: las famosas chuletitas de cordero à la Bechamel, y la tan ponderada Salade celeri et betterave.

-Con esos ojos que ahora me miran -replicó el gourmet-, tengo bastante... Ya sabe usted que los ojos a la española son mi delicia... Quedamos en que el viernes...

-Apúntelo usted para que no se le olvide».

Era Riva Guisando, como se ha dicho, un artista genial del buen porte, de la buena   —185→   vida, del buen comer... Y esto debe repetirse al consignar que su abolengo no fue tan humilde como la gente decía; ni vendió pescado su madre, como propalaron los que querían denigrar su arrogante persona. Nació en una capital andaluza, de familia decente, privada de bienes de fortuna, y desde su más tierna infancia se distinguió el muchacho por la compostura y aseo de su persona, por lo afinado de sus gustos y su fácil asimilación de todo lo que constituye la personalidad externa, y los medios del bien parecer. Vino a Madrid muy joven en busca de fortuna, y a poco de llegar, su exquisita educación y su prestancia no aprendida le proporcionaron relaciones excelentes. Alternó con la juventud elegante; sabía ganar amigos, porque a todos encantaba con su trato, y a ninguno con destempladas jactancias ofendía. Era tan modesto en su alma como fastuoso en su cuerpo; su orgullo no pasaba de la ropa para dentro. El primero en el vestir, no anhelaba confundir a los demás por otra clase de superioridad, y poseía el supremo arte de no lastimar a nadie, de contentar a todos, conservando su dignidad. No creo que haya existido en Madrid más consumado maestro de las buenas formas: por esta cualidad Madrid le debe gratitud. De todo hemos tenido modelos admirables. ¡Lástima grande que con modelos perfectísimos de cada una de las partes, no hayamos tenido nunca el modelo sintético, integral!

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Para vivir con tanto boato, introducido en la sociedad de los ricos, Guisando no disponía de más caudal que su sueldo en Hacienda, y por los años a que este relato se refiere, no cobraba el hombre arriba de diez y seis mil reales. De su honradez daban testimonio5 algunos hechos que como irrefutable verdad histórica deben consignarse aquí. ¿Qué era el buen Guisando más que un milagro, el milagro español, ese producto de la ilógica y del disparate que sólo en esta maravillosa tierra puede existir y ha existido siempre? Ya se irá viendo esto, y por ahora, léanse aquí los motivos de la gratitud de Guisando a la Marquesa de Villares. Desde que esta le conoció en casa de los Condes de Yébenes, y pudo enterarse de la formidable disonancia entre el Coram vobis de aquel sujeto y sus menguados medios de subsistencia, le miró con interés y curiosidad. Aficionada la moruna a las generalizaciones, y ducha en buscar la entraña de las cosas, vio en él como una imagen sintética de la sociedad de aquel tiempo. No podía imaginarse nada más español que Guisando, debajo de sus apariencias europeas. Tratándole después con cierta asiduidad, tuvo ocasión Eufrasia de apreciar en él cualidades que al pronto le parecieron inverosímiles, pero que al fin, por especiales circunstancias, pudo comprobar plenamente. Ascendió Riva Guisando a Jefe de Negociado en la Dirección de Rentas. Un amigo de los Socobios, don Cristóbal Campoy, ex-diputado, tenía en aquella   —187→   oficina un embrollado expediente, de esos que se atascan en los baches de la administración, y no hay cristiano que los mueva. Se recomendó el asunto a Guisando: este lo sacó del montón, lo estudió y resolvió, como se pedía, en menos de una semana. Maravillado y agradecido el señor Campoy, creyó que procedía recompensar la diligencia del funcionario con un discreto obsequio en metálico, y sin detenerse entre la idea y el hecho, dejó algunos billetes del Banco metidos en una carta, sobre la mesa del arrogante andaluz, quien no tuvo sosiego hasta remitirlos con atenta epístola a las manos del propio donante. ¿Era esto moralidad intrínseca, o un bello gesto de elegancia, un rasgo más de gran artista social? De todo había. Honradez y arte perfeccionaban la figura del caballero.

Al saber esto Eufrasia, se decía: «¿Pero cómo vive un hombre que sólo en planchado de camisas ha de gastarse todo su sueldo, y aun puede que no le baste?». Hablando de esto con algún amigo muy conocedor del mundo, oyó la moruna explicaciones aceptables de aquel milagroso vivir: «Se pasa la madrugada en el Casino, y hace sus visitas a las mesas del 30 y 40. Hay muchos que de este modo se ayudan... van viviendo». Otros casos, semejantes al de Campoy, que llegaron a conocimiento de la Villares de Tajo, persuadieron a esta de la rectitud y caballerosidad del atildado señor. Además, el trato frecuente le reveló en él otra cualidad, rarísima   —188→   en la esfera social de aquel tiempo. Poseía el secreto de la conversación amena sin hablar mal de nadie. A todo el mundo encantaba, sin emplear la ironía maliciosa. Defendía gallardamente a los que en su presencia recibían daño de las malas lenguas, y cuando la defensa era imposible, callaba... Pues estas excelentes cualidades del sujeto agradaron a la dama y la movieron a protegerle. Cesante en el bienio, repuesto el 56 por influjo de Ros de Olano, le puso en peligro un malhadado arreglo del personal de Hacienda; pero Eufrasia acudió a Cantero, y no fue menester más para sostenerle. A la caída de O'Donnell y elevación de Narváez, temió el gourmet que le perjudicara el haber sido recomendado por un general de la Unión; pero la Marquesa habló expresivamente a Barzanallana, ponderándole la capacidad y el celo del empleado andaluz, y esto bastó para que quedara bien seguro en la nueva situación. El vulgo avieso y mal pensado vio en esta protección lo que no había, pues si la moruna endulzaba entonces su existencia con algún pasatiempo amoroso, iba su capricho por órbita muy distinta de la de Riva Guisando, y si en pasos de amor andaba este, por querencia desinteresada o por estímulos de su ambición, no pisaba los caminos de Eufrasia, su incomparable amiga y protectora. La lógica de tal protección era que la moruna admiraba al caballero del milagro español, el único milagro que admitían tiempos tan irreligiosos   —189→   y corruptos, la suprema maravilla de ser grato a todos ejerciendo la elegancia como virtud, y la virtud como arte. Era D. José de la Riva algo nuevo y grande en nuestra sociedad: la esperanza del reino del bienestar y de la alegría, destronando a la miseria triste.




ArribaAbajo- XX -

¡No había caído mala nube sobre nuestra pobre España! Los moderados, con el brazo férreo de Narváez y la despejada cabeza de Nocedal, estaban otra vez en campaña, comiéndose los niños crudos, y los buenos platos guisados del presupuesto. Todo para ellos era poco: ni una plaza dejaron para los infelices del Progreso y la Unión. A los españoles que no eran borregos del odioso moderantismo, les miraban como clase inferior, esclava y embrutecida. ¿Era esto gobernar un país? ¿Era esto más que una feroz política de venganza? A la Ley de Desamortización dieron carpetazo, y en cambio sacaban nueva Ley de Imprenta, que no era más que un régimen de mordaza, de Inquisición contra la grande herejía de la verdad. Temblaban los ciudadanos que en su vida tenían algún antecedente liberal; otros defendían sus personas y haciendas con el ardid de la adulación. El alma de España cubríase de las nieblas del miedo y en sí misma se recogía,   —190→   como los inocentes acusados y perseguidos que al fin llegan a creerse criminales.

Ya no se atrevía el iracundo Centurión a soltar en público sus honrados anatemas. Temeroso de que sobre él o sobre sus buenos amigos recayese algún duro castigo, licenció la tertulia del café de Platerías. Los leales que le escuchaban como a un oráculo hubieron de congregarse en la propia casa o templo de don Mariano, que al quedar cesante, tuvo que cambiar la dispendiosa vivienda en la calle de los Autores por otra más reducida y barata en la de San Carlos, esquina a Ministriles. Lo más doloroso de la mudanza fue el transporte de jardines balconeros, y la precisión de deshacerse de corpulentos árboles y enredaderas vistosas que no tenían espacio en la nueva casa. Sobrellevó con cristiana paciencia doña Celia este desmoche de su riqueza forestal, y don Mariano, en un arranque de amargo pesimismo, entristeció más el alma de su esposa con estos lúgubres conceptos: «Abandona, Celia, todas tus plantas aromáticas y floridas, y trae a tus balcones un ciprés y un llorón, únicos árboles que ahora nos cuadran. Cadáveres o poco menos somos, y nuestra casa cementerio».

A darle conversación iban algunas tardes el bajo Cavallieri, que se defendía míseramente cantando en las misas solemnes y en los funerales de primera; don Segundo Cuadrado, que con tétrico humorismo trataba de regocijar los abatidos ánimos; Nicasio   —191→   Pulpis, que iba pocas veces, casi de tapadillo, con el solo fin de hablar pestes del Gobierno y desahogarse, pues ya los militares ni en los rincones más obscuros de los cafés podían aventurar una palabra de política. Iba muy de tarde en tarde Baldomero Galán, y no aparecían ya por allí ni la Marquesa de San Blas, ni Aniceto Navascués, ni Paco Bringas, estos dos últimos vendidos al Gobierno y adulones de Nocedal.

Si en política no transigía Centurión por nada de este mundo con sus enemigos, en otros órdenes de la vida era menos inflexible, y daba paz a su fiereza. Amansado por la desgracia, volvió a tratarse con la Coronela, viuda de Villaescusa, y recibía de ella alguno que otro obsequio. Por Manolita sabía las buenas andanzas de Teresa en París, lo alegre que estaba y el mucho dinero de que disponía. La madre y la hija se escribían a menudo, y en ninguna de sus cartas dejaba Manolita de recordar a Teresa el cuidado de allegar el consabido millón, que le asegurara la existencia por el resto de sus días. Para hablar de esto, tenía la Coronela que emplear una clave, escondiendo la idea del millón debajo de la figura y nombre de un santo muy venerado. «No se aparte de tu mente -leía Teresa-, ni de día ni de noche la devoción que debes a nuestro santo tutelar el bendito San Millán. Que ese glorioso santo guíe tus pasos, que sea contigo siempre, y que te acompañe cuando vuelvas al lado de tu madre».

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Refería Manolita cuantas impresiones le comunicaba Teresa, los monumentos que veía, las preciosidades sin número que Isaac le compraba, y cuando se le iba concluyendo la realidad, metíase a inventar nuevos prodigios. Una tarde, no teniendo cosa positiva que contar, relató un sueño que tuvo la noche antes, el cual, si fuese verdad, había de traer grande trastorno al mundo. Desgraciadamente, no era más que sueño, si bien de los más lógicos y verosímiles. Pues Señor, Manolita había soñado que su hija llamaba la atención en París... Iba por la calle, y todos se paraban para mirarla. Millonarios franceses y príncipes rusos le enviaban ramos de flores y cartitas pidiéndole relaciones. Tanto de ella se hablaba, que Napoleón quiso verla. De la ocasión y lugar en que la vio, nada decía la señora: este punto interesante quedaba envuelto en las neblinas del sueño... Total: que al Emperador le entró la niña por el ojo derecho. Locamente enamorado, iba de un lado para otro en las Tullerías clamando por Teresa, y pidiendo que se la llevaran... Aquí terminaba el sueño, y era lástima. ¡Sabe Dios la cola que traería el capricho imperial, y las complicaciones europeas que podían sobrevenir si...! En fin, no hay que reírse de los sueños, que a lo mejor resultan profecías o barruntos vagos de la realidad.

Para Centurión, que no tenía derechos pasivos, era la realidad bien triste, sin que la embelleciera ningún ensueño. La situación   —193→   reaccionaria, reforzada por el innegable talento de Nocedal, llevaba trazas de perpetuarse. Había moderados para un rato. Y aun cuando la Reina, con otra repentina veleidad, les pusiese en la calle, sería para traernos a O'Donnell, con su caterva de señoretes tan bien apañados de ropa como desnudos del cacumen. No había, pues, esperanzas de colocación, los escasos ahorros se irían agotando, y la miseria que ya rondaba, vendría con adusto rostro a prepararles una muerte tristísima. Como si las propias desgracias no fueran bastantes, las ajenas llamaban a la puerta de don Mariano con desgarrador acento. Leovigildo Rodríguez, que en la desesperación de su miseria solía recurrir a las casas de juego, arriesgando un par de pesetas para sacar un par de napoleones, tuvo un percance en cierto garito de la Plaza Mayor, junto a la Escalerilla. Por un tuyo y mío surgió pendencia soez, y arrastrado a ella Leovigildo por su genio arrebatado, recibió un navajazo en el costado derecho, que a poco más le deja en el sitio. La herida era grave, pero no mortal. Lleváronle a una botica próxima; de allí, a su casa; Mercedes se desmayó, y los chicos entonaron un coro angélico que partía los corazones. Acudió Centurión al clamor de la vecindad, pues Leovigildo vivía en la calle de Lavapiés muy cerca de la de San Carlos, y viendo que en la casa se carecía de todo, y no había medios de hacer frente a la gran calamidad que se entraba por las puertas,   —194→   acudió a Segismunda, hermana del herido. Esta fatua señora se limitó al ofrecimiento de sufragar los gastos de médico y botica. No podía más, según dijo, y harta estaba ya de socorrer a su hermano, que con su mala cabeza y peor conducta llamaba sobre sí todos los infortunios. Tan bárbaro despego puso al buen don Mariano en el compromiso de atender a la manutención de toda la chiquillería y de la madre, mientras el herido se restableciese, que ello sería muy largo. ¿Qué había de hacer el hombre?

Y menos mal si las calamidades vinieran solas; que solas ¡ay! no venían, sino trabadas entre sí con enredo de culebras que retuercen la cola de una en la cabeza de otra. A la entrada de primavera tuvo doña Celia un ataque de reúma que empezó con agudos dolores en la cintura, acabando en una completa invalidez y postración de ambas piernas. Creyó Centurión que el cielo se le desplomaba encima. Habría tomado para sí la enfermedad de su esposa, si estos cambios pudieran efectuarse. Se avecinaban días horrorosos, requerimientos de médicos, que uno y dos no habían de bastar; dispendios de botica, y, sobre todo, el dolor de ver en tan gran sufrimiento a la bonísima Celia. ¡Y este traspaso, estas angustias, venían en tiempo de maldición, que maldición es la cesantía y azote de pueblos!... Antes castigaba Dios a la Humanidad con el Diluvio; a Sodoma y Gomorra con el fuego: ahora,   —195→   descargando sobre los países corruptos una nube de moderados, en vez de castigar a los malos, les da de comer, y a los buenos les mata de hambre. «¿Quién entiende esto, Señor; qué cojondrios de justicia es la que mandan los cielos sobre la tierra?».

Ya sabía Dios lo que hacía. Proponiéndose tal vez dar a la Humanidad otro Job que fuera lección y ejemplo de paciencia ante la rigurosa adversidad, dispuso que cayeran sobre el poco sufrido don Mariano nuevas y más atroces desventuras, que se referirán a su debido tiempo. Sépase ahora que las demasías del Gobierno Narváez-Nocedal tenían constantemente al infeliz cesante en un grado de exaltación que le amargaba la existencia. Cuando se hicieron públicos los graves sucesos del Arahal, una revolución más agraria que política, no bien conocida ni estudiada en aquel tiempo, no podía el buen hombre contener su ira, y en medio de la calle con descompuestos gritos expresaba su protesta contra la bárbara represión de aquel movimiento. Cuadrado, que con él venía calle abajo por la de Lavapiés, le recomendó que adelgazara la voz y reprimiera su justa cólera, pues no estaban los tiempos para vociferar en público sobre tan delicadas materias. Pero él no hacía caso: a borbotones le salían los apóstrofes, y la justicia y la verdad que proclamaba no se avenían a quedarse de labios adentro. En la puerta de la tienda de un sillero, conocido en todo el barrio por sus fogosas ideas, puso cátedra Centurión,   —196→   y ante el auditorio que pronto se le formó, el sillero y su mujer, el zapatero de un portal próximo, dos transeúntes que se agregaron y cuatro chiquillos de la calle, rompió con estas furibundas declamaciones:

«¿Qué pedían los valientes revolucionarios del Arahal? ¿Pedían Libertad? No. ¿Pedían la Constitución del 12 o del 37? No. ¿Pedían acaso la Desamortización? No. Pedían pan... pan... quizás en forma y condimento de gazpacho... Y este pan lo pedían llamando al pan Democracia, y a su hambre Reacción... quiere decirse que para matar el hambre, o sea la Reacción, necesitaban Democracia, o llámese pan para mayor claridad... No creáis que aquella revolución era política, ni que reclamaba un cambio de Gobierno... era el movimiento y la voz de la primera necesidad humana, el comer. Bueno: ¿pues qué hace el Gobierno con estos pobres hambrientos? ¿Mandarles algunos carros cargados de hogazas? No. ¿Mandarles harina para que amasen el pan? No. ¿Mandarles cuartos para que compren harina? No. Les manda dos batallones con las cartucheras surtidas de pólvora y balas. La tropa, bien comida, pone cerco al pueblo, embiste, penetra en las calles y acosa con tiros a la multitud revolucionaria para que se entregue. ¿Por ventura los soldados apuntan a la cabeza? No. ¿Apuntan al corazón? No. Apuntan a los estómagos, que son las entrañas culpables. El corazón y el cerebro no son culpables... No van los tiros a matar las   —197→   ideas, que no existen; no van a matar los sentimientos, que tampoco existen: van a matar el hambre... Dominada la insurrección y cogidos prisioneros sin fin, el jefe de la fuerza escoge para escarmiento los que han sido más levantiscos... En las caras se les conoce su perversidad: fíjanse en los más pálidos, en los más demacrados. Aquellos, aquellos son los que gritaron Democracia, que fue un disimulo del grito de Pan... Pues escogidos cien democráticos, o dígase cien estómagos vacíos, los llevaron contra unas tapias que hay a la salida del pueblo, y allí les sirvieron la comida, quiero decir, que los fusilaron... Y ya se les cerró el apetito, que abierto tenían de par en par. No hay cosa que más pronto quite la gana de comer que cuatro tiros con buena puntería... Esos cien hambrientos pronto quedaron hartos... Ya lo veis, señores: cien hombres fusilados por el delito de no haber almorzado, ni comido, ni cenado en muchos días. ¡A esto llaman Narváez y Nocedal gobernar a España! España pide sopas: ¡tiros! España pide Justicia: ¡tiros! Yo pregunto: ¿tiene hambre Narváez? No tiene hambre, sino sed de sangre española. Pues démosle nuestra sangre; que acabe de una vez con todos los buenos liberales. ¿Preferís vivir sin comer a morir de un tiro? No... ¿De qué os duele el estómago, de empacho de Libertad, o de vacío de alimentos? De vacío de alimentos. ¿Creéis que con ese horrible vacío se puede vivir? No. Pues pedid al Gobierno que os mate, que   —198→   bien sabe hacerlo... Y para abreviar, digo yo: ¿no sería más sencillo que al decretar las cesantías en un cambio de Gobierno nos reunieran en un patio o en la Plaza de Toros a todos los cesantes con sus familias respectivas, y poniéndonos en fila delante de un pelotón de soldados, nos vendaran los ojos y nos mandaran rezar el Credo...? El jefe de la fuerza daría las voces de ordenanza: '¡Preparen!... ¡apunten!... ¡cesen!...' y pataplum... cesábamos... Todas las penas se acababan de una vez... Con Dios, señores, y a casa, que huele a pólvora... y sopla un aire tempestuoso cargado de Nocedales... Con Dios».




ArribaAbajo- XXI -

Aunque debía su puesto a los hombres de Julio, el gran Sebo era una excepción venturosa en nuestra política, y no estaba cesante bajo la dominación moderada. Decía de él Centurión que era una de esas lapas que no se desprenden de la roca sino hechas pedacitos. El caso fue que en la crisis de Octubre del 56, la subida de Narváez hirió a Telesforo en lo más sensible de su dignidad. ¿Con qué cara continuaría en su empleo, él, que bien podía contarse, y a mucha honra, entre los hombres de Vicálvaro? ¿Presentaría la dimisión antes que un ignominioso puntapié le lanzara a la calle? En   —199→   tales dudas estaba, cuando su protector, el Marqués de Beramendi, confortó su turbado espíritu con estas razones: «Usted no dimite, ni le dimiten, porque es un funcionario irreemplazable en el organismo de la Administración. Y para que el amigo Nocedal así lo comprenda, y detenga la mano aleve que a estas horas emborrona las cesantías, voy a prevenirle al instante, diciéndole quién es Sebo y lo que significa y vale». Así lo hizo Fajardo, y no fue preciso más para que las narices de perro pachón se salvaran del desmoche, y ejercieran su olfato en servicio del nuevo Ministro.

Un año después de esto, en Octubre del 57, tuvo que ver Beramendi a Nocedal para un asunto que vivamente le interesaba; mas antes de ir a Gobernación, habló con Telesforo, habilísimo en descubrir hechos ignorados y en encontrar la relación de ellos con otros conocidos. De él sacó Beramendi cuantos datos podían servirle, y se fue derecho a Nocedal, cogiéndole en su despacho a la hora en que le creyó menos agobiado de visitantes políticos y de pretendientes jaquecosos.

Apreciaba realmente Fajardo al Ministro de la Gobernación, aunque las ideas de uno y otro rabiaban de verse juntas; le tenía en gran estima por su talento, por su cultura y amenidad, y hasta por el gallardo cinismo con que había pasado de la exaltación progresista a los furores ultramontanos. No veía en esto defección ni apostasía, creyendo   —200→   que ningún hombre está obligado en edad madura a respetar su propia juventud. La juventud es aprendizaje, ensayo de medios de vida, tanteo y calicata de terrenos. Cada cual sabe a dónde va, y por dónde va más seguro, según sus aspiraciones y fines. El pensar, al vivir debe subordinarse. Nocedal comprendió que por el Progresismo, terreno a media formación y surcado de zanjas peligrosas, no se iba a ninguna parte. Los caminos de la reacción podían llevarle más pronto a resolver los capitales problemas de la existencia. La Libertad era, en verdad, cosa espléndida y sugestiva; pero aventurarse por sus senderos tortuosos y de extremada longitud, era locura no teniendo doscientos o trescientos años por delante. La vida es corta. ¿A qué malograrla en lo inseguro, en lo discutido, en lo variable? ¿No es más práctico apoyarla en lo indiscutible y eterno, en la base sólida de las cosas dogmáticas? Beramendi se ponía en su caso, y hallaba muy natural que hubiese tomado postura política al arrimo de la Iglesia. Era un gran talento que gustaba de comodines. Fácil es la política en que todo se arregla echando a Dios por delante: no es preciso argumentar mucho para esto, porque en el ultramontanismo todo está pensado ya. ¡Qué cómodo es tener la fuerza lógica hecha y acopiada para cuantos problemas de gobierno puedan ocurrir!

Entró Beramendi en el despacho del Ministro; este se fue a su encuentro con rostro   —201→   alegre, y al estrecharle ambas manos tiró de él para llevarle junto a un balcón donde podían hablar con más reserva. Contra las presunciones de Fajardo, había gente, aunque no mucha ni la más enfadosa del ganado político. «Ya sé a qué viene usted -dijo el Ministro-. Y usted sabe también que este cura, Cándido Nocedal, ha hecho en el asunto cuanto humanamente podía...

-No, amigo, no: usted puede y debe hacer mucho más. Déjeme recordarle el caso y agregar algunos antecedentes que usted ignora.

-Me parece que no ignoro nada. La hija de Socobio y su amante vinieron a Madrid el mes pasado... creo que de un pueblo próximo a Villalba. Traían un niño enfermo, el único hijo que han tenido, creo yo.

-El único. El niño tenía poco más de dos años. Por quien le ha visto sé que era una criatura ideal... Enfermó en el pueblo, y no sabiendo sus padres cómo curarle, le trajeron a Madrid. Se alojaron en la calle de la Ventosa, miserablemente; buscaron médico... Ni el médico pudo hacer nada, ni Dios quiso salvar al niño. Imagínese usted, mi querido Nocedal, la tribulación de aquellos infelices, privados de todo recurso... Y en esta situación, la infame policía les rondaba.

-Y qué quiere usted, amigo mío. La policía tiene que cumplir con su deber. No deja de ser lo que es porque los criminales se encuentren en una situación patética, digna de piedad, de misericordia...

  —202→  

-Déjeme seguir. Muerto el pequeñín, había que enterrarle. Leoncio se procuró un ataúd blanco. Entre los dos amortajaron al pobre ángel... Sé todo esto por quien lo vio... le vistieron con sus trapitos remendados, le pusieron flores y ramitos de albahaca... Leoncio cogió la caja para llevarla al cementerio... salió, tomó su camino por el Paseo Imperial. Figúrese usted si iría desolado el hombre.

-Sí... desoladísimo, y la situación algo novelesca... Ya sé lo que usted me va a decir ahora... Que los policías escogieron aquel momento de emoción tan grande y bella para echar el guante a Leoncio... Sí, sí: es tremendo; pero qué quiere usted, la ley es la ley. Observe, querido Pepe, que los policías no fueron insensibles a la tribulación de un padre que va camino del cementerio con su hijo debajo del brazo: respetaron aquel dolor inmenso...

-Pero lo seguían... Esperaban a que el niño quedara en la tierra, para caer sobre el padre...

-Y eso prueba que no son los agentes de seguridad tan inhumanos como se cree... Luego que Leoncio cumplió sus últimos deberes de padre, salió del cementerio...

-Y no había dado veinte pasos, cuando se abalanzaron a él como perros de presa...

-Cumplían las órdenes que se les dieron. El otro sacó una pistola de esas que llaman giratorias, y empezó a tiros con los agentes: a uno le metió una bala en la clavícula; al   —203→   otro le habría dejado en el sitio si con tiempo no se hubiera puesto en salvo... Él mismo ha referido que corría más que el viento.

-¡Lástima que Leoncio no hubiera matado a esos canallas! En fin, el valiente chico escapó de milagro... Locos andan los guindillas buscándole.

-Y le encontrarán, créalo usted.

-Antes de que le encuentren, querido Nocedal, yo vengo a pedirle a usted que dé órdenes a don José de Zaragoza o al inspector Briones para que dejen en paz a ese hombre infeliz... Leoncio no es más criminal que usted ni que yo, ni que otros mil, burladores de matrimonios y de toda ley religiosa y social.

-Por Dios, mi querido Beramendi, nosotros seremos eso y algo más... allá usted con la responsabilidad de lo que dice; pero ni a usted ni a mí, gracias a Dios, se nos ha formado causa por adulterio y rapto, con agravante de abuso de confianza... ¿Qué quiere usted que haga yo, yo, que habré sido el pecado, paso por ello, pero que ahora soy la ley?... Es uno pecado y es uno ley cuando menos lo piensa. Yo haría fácilmente, en este caso, lo que el amigo me pide: coger la ley y meterla donde nadie la viese... ¿Pero no sabe el amigo que tengo sobre mí la mosca de don Serafín del Socobio, que no me deja vivir, que viene a mí con sus pretensiones, asistido del Arzobispo, del Nuncio, del Presidente del Consejo, de la Reina y del Verbo Divino, para que yo coja y encierre y   —204→   haga picadillo al lobo que se llevó la oveja del Joven Anacarsis? ¿Si el juez me pide que le busque y le capture y le traiga atado codo con codo, qué he de hacer yo?

-Pues nada: mandar a paseo al juez, y a don Serafín, y a todas las personas altas que apoyan esa barbarie... Yo pregunto: ¿Leoncio Ansúrez se llevó a Virginia contra la voluntad de esta?... ¿Por ventura empleó engaño para llevársela, o recursos de magnetismo, o algún brebaje maléfico?... ¿Cree usted que en la situación presente de Virginia y Leoncio, es legal y moral separarles? Ya sabe usted, Nocedal amigo, que entre sacristanes, la efigie milagrosa pierde mucho de su veneración. La moral labrada toscamente y vestida de colorines, ante la cual el vulgo se arrodilla y reza, a nosotros poco o nada nos dice. Quitémonos la máscara, Nocedal, y hablemos claro. Ponga usted la mano sobre su conciencia, y dígame si cree que ese hombre, el hombre del niño muerto y de la pistola giratoria, debe ser perseguido como un criminal.

-¿Quién lo duda, Marqués? ¡A dónde iríamos a parar si aplicáramos al pueblo la moral que usted llama de los sacristanes!».

Dijo esto con su habitual gracejo, mirando al amigo y turbándole un tanto con la fina sonrisa que solía poner en su rostro volteriano. Muy serio contestó Beramendi: «Iríamos a parar a donde estamos: a la relajación de toda ley, al libre ambiente de una sociedad en la cual todos somos unos   —205→   grandes bribones que nos pasamos la vida perdonándonos nuestras picardías y barrabasadas. Si no tuviera esta sociedad el perdón y la indulgencia, no tendría ninguna virtud. Toda la moral que viene de arriba, en cuanto toca al suelo, queda reducida a un Prontuario de reglas prácticas para uso de las personas pudientes... Elevémonos un poco sobre estos absurdos; levantemos nuestros corazones, que usted puede hacerlo como nadie: su gran talento le ayudará. Tras de usted voy yo, y con usted subo... Seamos un poquito indulgentes con ese humilde ladrón de mujer casada, ya que con ladrones mejor vestidos hemos derrochado tanta indulgencia... ¿No lo cree usted así?

-¿Yo qué he de creer? -replicó Nocedal echándolo todo a risa-. Ingenioso es lo que usted me dice, y yo le oigo con mucho gusto...

-Pero oyéndome con mucho gusto, en cuanto yo vuelva la espalda tomará usted sus medidas para cometer la gran iniquidad. No me mire con esos ojos, que no sé si son asombrados o burlones... La intención del Ministro bien comprendida está... Han hecho ustedes una Ley de vagos...

-Sí, señor. Ley de higiene social, de policía política...

-Está bien. Esa Ley, que ya es inicua por facilitar la persecución y destierro de la gente política de oposición, lo es mucho más porque con ella se desembarazan los amigos del Gobierno de toda persona que les estorba.   —206→   ¿Que don Fulano o don Mengano, personaje o fantasmón influyente; que la Zutanita o la Perenzejita, damas, o menos que damas, querindangas tal vez de cualquier cacicón, tienen algún enemigo a quien desean apabullar con razón o sin ella? Pues aquí está la Ley de vagos para socorrer a los bien aventurados que tienen hambre y sed de venganza.

-¡Eh... poco a poco, Marqués! -dijo don Cándido con gravedad sincera-. Eso podrán hacerlo otros... no lo sé. Lo que aseguro es que yo no lo hago.

-Pero como en el caso de Leoncio Ansúrez hay causa criminal pendiente, el señor Ministro lo hará, y se quedará tan fresco, y ni aun se lavará las manos con que ha dado el golpe. ¡Qué manera tan sencilla y fácil de dar satisfacción a esos malditos Socobios! Coge la policía al desdichado Ansúrez, y por el doble delito de robar a Virginia y del desacato reciente a la autoridad, me le mandan a Leganés atado codo con codo. De allí, sin dejarle respirar, sin que nadie se entere, ni puedan socorrerle los que le aman, saldrá para Filipinas o para Fernando Poo en la primera cuerda... ¡Qué bonita, qué rápida sentencia! ¡Y la pobre mujer, que por fas o por nefas tiene puesto en él todo su cariño, esperándole hoy, esperándole mañana, esperándole quizá toda la vida!

-Es triste... sí... Ya ven que el amor libre tiene sus quiebras...

-El amor atado las tiene mayores... Y   —207→   ya que hemos nombrado a Virginia, sabrá usted que la he recogido, la he puesto en lugar seguro... no me pregunte usted dónde... y me la llevaré a mi casa, donde Ignacia y yo la tendremos y miraremos como hermana, si nuestro buen amigo persiste en aplicar a Leoncio la Ley de vagos.

-Verdaderamente -dijo el Ministro fingiéndose sorprendido para disimular su inclinación a la benevolencia-, no sé, no entiendo, mi querido Marqués, los móviles de ese interés de usted por un quídam, por un zascandil...

-Los móviles de este grande interés -replicó Beramendi con acento grave-, no son otros que un ardiente amor a la justicia. La justicia esencial me mueve... Y esto que digo, bien lo comprende usted. En el fondo de su espíritu, usted piensa y siente como yo... Pero desde el fondo del espíritu de Nocedal a la exterioridad del hombre público, del ultramontano por conveniencia, del Ministro de la Gobernación, hay distancia tan grande, que los sentimientos no tienen tiempo de llegar a los ojos, a los labios... ¿Qué?

-No he dicho nada. Siga usted.

-Sólo me queda por decir que si el amigo no me hace caso, si no satisface este anhelo mío de justicia, perderemos las amistades.

-¿Así como suena?... ¿Perder las amistades?... Y amistades que no son políticas, sino de puro afecto y simpatía.

  —208→  

-Afecto y simpatía se desvanecerán. Además de eso, yo perderé una ilusión: el convencimiento de que Nocedal no es tan fiero como le pintan».

Tanto y con tanto ardor insistió Fajardo en su pretensión humanitaria, que el otro, si no se dio a partido resueltamente, bien claro mostraba en su rostro la flexibilidad inherente a todo político español; blandura de voluntad que si en el común de los casos que afectan al interés público es defecto grande, en algún particular caso, como el que ahora se cuenta, era hermosa virtud. Un poco más de matraca del bravo Beramendi, y ya podría Leoncio reírse de la trampa que le tenían armada... No era, en efecto, el Ministro de la Gobernación tan fiero como se le pintaba. Su destemplado ultramontanismo, manifiesto en la vaguedad de los principios y en la retumbancia de los discursos, apenas tenía eficaz acción en la vida práctica, y si en la general esfera política funcionaba con estridente ruido el potro de tormento, en la esfera privada y en los casos particulares, todos los garfios y ruedas de la tal máquina se volvían completamente inofensivos. Era Nocedal un hombre culto, de trato amenísimo, que había tomado la postura ultramontana porque con ella descollaba más fácilmente entre sus contemporáneos. Si los caracteres son producto y resultancia de elementos éticos que, difusos y sin conformidad entre sí, se ramifican en el fondo social, el complejo ser   —209→   de don Cándido había tomado su fundamental savia de yacimientos morales muy desperdigados y diferentes. Sensible como pocos al amor, la ternura de su corazón ante el sexo débil le inspiraba la piedad en la vida política. Por eso, si no presenta su conducta privada el modelo perfecto del hombre, tampoco hay en su gestión pública actos de crueldad; si por la doctrina ultra-reaccionaria que profesó fue odioso a muchos que no le conocían, su trato encantador y afabilísimo le hizo simpático a cuantos le trataban. Juzgándole por el aspecto declamatorio y vano que lleva en sí todo papel político, aparece como un discípulo de Torquemada, o como Gregorio VII redivivo; pero si le hacemos bajar a las llanezas de la Administración, vemos en él un excelente gobernante, que supo llevar el orden, la actividad y la rectitud al departamento que regía.

Seguro ya de haber conquistado el corazón del Ministro, despidiose Beramendi con extremos de afecto y gratitud... Algún recelo le asaltó al partir; ya próximo a la puerta, retrocedió, diciendo a su amigo: «No me voy tranquilo, Nocedal... y es que... me temo que usted, con toda su buena voluntad, no pueda ocuparse de este asunto... por falta de tiempo... Déjeme que le explique... La gran tensión de espíritu que he puesto en salvar a Leoncio, me quitó de la memoria... algo que quería decir a usted... Es una noticia de sensación. Allá va: están ustedes caídos».

  —210→  

Riendo, contestó Nocedal algo que expresaba dubitación no exenta de intranquilidad.

«Lo sé por el conducto más auténtico. La Regia prerrogativa, que hemos convenido en comparar a una veleta, ha dado una vuelta en redondo.

-Cuentos, amigo, chismajos de la Puerta del Sol. Su Majestad está en meses mayores y no se ocupa de política.

-Su Majestad está fuera de cuenta, y ha decidido que la noticia de su alumbramiento no la dé al país el Ministerio Narváez-Nocedal. Veo que usted no lo cree... tal vez lo duda. Pues in dubiis libertas. La libertad de ese Leoncio me arreglará usted sin tardanza. Hoy mismo, por lo que pueda tronar...

-Arreglado quedará hoy.

-Hágalo usted por mí, por la Justicia... y por el feliz alumbramiento de doña Isabel II».




ArribaAbajo- XXII -

En la Puerta del Sol se encontraron Beramendi y el Joven Anacarsis, ¡oh fatalidad cómica de los encuentros personales en el laberinto de las poblaciones!, y después de los saludos, cambiáronse las preguntas que infaliblemente se hacían siempre que la casualidad les juntaba. Ernesto preguntó por   —211→   Aransis, y Beramendi por Teresa Villaescusa. Ved aquí las respuestas: continuaba en Atenas el Marqués de Loarre; pero fatigado ya de la vida helénica y algo resentida su salud, había pedido licencia para venir a Madrid y gestionar su traslado a Bruselas o Stockolmo. Teresa volvía de París, después de ausencia larga y de no pocas peripecias, según le habían contado a Ernestito sus amigos del Crédito Franco-Español. Ya no hablaba con Brizard; los motivos del acabamiento de relaciones, Anacarsis los ignoraba. Sólo sabía que la hermosa mujer había cogido en sus redes a un Marqués o Conde andaluz, tan cargado de años como de dinero, según decían, y no libre de los achaques que anublan el ocaso de una vida de continuos goces... De algo más habló Ernesto; pero en la memoria de Beramendi no quedó rastro de ello, y con indiferencia le vio partir y desvanecerse en aquella muchedumbre de la Puerta del Sol, compuesta de desocupados expectantes y de transeúntes sin prisa.

El mismo día en que Isabel II dio a luz con toda felicidad un Príncipe que había de llamarse Alfonso, llegó a Madrid Teresa Villaescusa. Recibíala su patria con tumulto de alegría y esperanzas, y con preparativo de festejos: hasta en esto había de tener Teresa buena sombra. En su paso desde la frontera a Madrid, las impresiones que recibió fueron asimismo muy gratas, según contó meses adelante a sus amigos de esta Corte.   —212→   Ello fue que, viniendo de un país tan bello como Francia y de ciudad tan opulenta y fastuosa como París, al embocar a España por Behovia no sintió la tristeza que deprime el ánimo de la mayoría de los viajeros cuando pasan de la civilización a la incultura, y del vivir amplio a la estrechez mísera; sintió más bien alborozo y verdadero amor de familia. Atravesando en la diligencia las estepas de Castilla, no se cansaba Teresa de contemplar las tierras pardas, sin vegetación, a trechos labradas para la próxima siembra; entreteníase mirando y distinguiendo los tonos diferentes de aquella tierra esquilmada, madre generosa que viene dando de comer a la raza desde los tiempos más remotos, sin que un eficaz cultivo reconstituya su savia o su sangre. Miraba los pueblos pardos como el suelo, las mezquinas casas formando corrillo en torno a un petulante campanario... Ni amenidad, ni frescura, ni risueños prados veía, y, no obstante, todo le interesaba por ser suyo, y en todo ponía su cariño, como si hubiera nacido en aquellas casuchas tristes y jugado de niña en los ejidos polvorosos. Las mujeres vestidas con justillo, y con verdes o negros refajos, atraían su atención. Sentía piedad de verlas desmedradas, consumidas prematuramente por las inclemencias de la naturaleza en suelo tan duro y trabajoso. Las que aún eran jóvenes tenían rugosa la piel. Bajo las huecas sayas asomaban negras piernas enflaquecidas. Los hombres, avellanados, zancudos,   —213→   con su seriedad de hidalgos venidos a menos, parecían llorar grandezas perdidas. Todo lo vio y admiró Teresa, ardiendo en piedad de aquella desdichada gente que tan mal vivía, esclava del terruño, y juguete de la desdeñosa autoridad de los poderosos de las ciudades. Por todo el camino, al través de las llanadas melancólicas, de las sierras calvas, de los montes graníticos, iba empapando su mente en esta compasión de la España pobre, a solas, muy a solas, pues la persona que la acompañaba esparcía sus pensamientos por otras esferas.

En Madrid permaneció Teresa algunos días en completa obscuridad. Advirtieron los amigos y parientes de la familia que la Coronela no echaba las campanas a vuelo por la llegada de su hija, sin duda porque esta no había rezado bastante al bendito San Millán para que le concediera el millón, objeto de las ansias maternales. Según indicaciones de Manolita, el rompimiento con Brizard no había sido por culpa de Teresa, cuyo comportamiento con el caballero francés fue siempre correctísimo. Los padres de Isaac le prepararon matrimonio con una opulenta señorita alsaciana, que debía de ser hebrea por el sonsonete del nombre, algo así como Raquel o Rebeca... Lo que le supo peor a Manolita fue que Brizard, al despedirse de Teresa, no le dio más que la porquería de diez mil francos. ¡Quién lo había de creer de un hombre tan rico, tan rico, que sólo en un punto que llaman Mulhouse tenía   —214→   tres fábricas de hilados, y en otro punto que llaman Charleroi, allá por los Países Bajos, poseía minas de carbón muy grandes, muy ricas! En fin, no había más remedio que tener paciencia. Daba a entender asimismo la Coronela que no era muy de su devoción aquel embalsamado con quien Teresa volvía de París, un señor flaco, atildado y mortecino, que parecía un Cristo retirado de los altares. Limpio era y de maneras finísimas el Marqués de Itálica, que así le llamaban; pero algo tacaño, y además hurón: venía con el propósito de llevarse a Teresa a un pueblo de Sevilla donde tenía gran casa y hacienda mucha. ¡Vaya, que meter a la niña en un villorrio y esconderla como cosa mala!... Nada pudo contra esto Manolita, y vio pasar a su hija por Madrid como una sombra triste, después de socorrer a Centurión con algún dinero y a doña Celia con cuatro hermosas macetas de flores.

Hallábase Beramendi en aquellos días muy debilitado de memoria y con los ánimos caídos. Pasaban hechos y personas por delante de su vista sin dejar imagen ni apenas recuerdo, y la vida externa le interesaba poco, como no fuera en la esfera familiar y de las íntimas afecciones. Una vez que aseguró la libertad y sosiego de Mita y Ley, y les vio partir para el pueblo donde tenían su habitual residencia y modo de vivir, quedó tranquilo y no se ocupó más que de sus propios asuntos. Paseando solo una mañana por la calle de Alcalá, vio a Eufrasia   —215→   que salía de San José con Valeria. Ambas venían de trapillo eclesiástico, vestiditas modestamente, y con rosario y libro. Ya sabía Beramendi que la moruna andaba en la meritoria empresa de corregir a la Navascués de sus locos devaneos, aplicándole la medicina infalible: frecuentar los actos religiosos. Consigo a diferentes iglesias la llevaba, eligiendo aquellas formas de culto que más pudieran cautivar por su solemnidad a la descarriada joven. Y no estaba Eufrasia descontenta. Valeria, mujer de indecisa y floja personalidad, se dejaba modelar fácilmente por toda mano que la cogía. Saludó a las dos damas el buen Fajardo, que después del cambio de cortesanías, oyó de labios de la Marquesa estas palabras afectuosas: «¡Ay, Pepe, qué caro se vende usted!... ¿Nosotras? Ya lo ve... venimos de la iglesia, venimos de comulgar... Aprenda usted, hereje, mal cristiano... Adiós, adiós, y vaya usted alguna vez por casa, que allí no nos comemos la gente».

Siguió cada cual su camino. Beramendi las vio pasar como sombras, y no pensó más en ellas. Así había visto pasar y caer el Ministerio Narváez-Nocedal, cuya política arbitraria y dura llegó a inspirar miedo en Palacio, y así vio venir el Gabinete Armero-Mon-Bermúdez de Castro, que no era más que una cataplasma simple aplicada al tumor nacional; vio después desvanecerse y morir con su último día el año 57, y aparecer con risueño semblante el 58; y vio cómo   —216→   trajo también este año nuevo su correspondiente Ministerio anodino, que se llamó Istúriz-Sánchez Ocaña, y tan sólo se hizo memorable porque, dentro de él, unos tiraban a liberales templados, otros al absolutismo rabioso... En la mente de Fajardo se fijó la idea de que el alma de la Nación, como la de él, sufría un acceso de pesada somnolencia. Todo dormía en la sociedad y en la política; todo era gris, desvaído; todo insonoro y quieto como la superficie de las aguas estancadas. Pasaban meses, y las querellas entre las distintas fracciones moderadas, la liga blanca, la liga negra, no sacaban a la política de su sombría catalepsia... Por fin, un hombre agudísimo y de cuidado, don José Posada Herrera, astur, largo de cuerpo y de entendederas, puso fin a todo aquel marasmo y atonía de las voluntades.

Antes de ver cómo se movieron las dormidas aguas, sépase que una mañana de fines de Mayo fue sorprendido Beramendi por la súbita presencia de Guillermo de Aransis, que apenas llegó de Marsella corrió a los brazos de su entrañable amigo. Doce días había tardado del Pireo a Madrid, rapidísimo viaje en aquellos tiempos de lentitud en todas las cosas. Encontrole Fajardo envejecido, canosa la barba, ralo el pelo, y los ojos privados de aquel alegre resplandor que tuvieron en España. «¿Qué tal las griegas? ¿Te han tratado bien las griegas?» le dijo. Sonrió el de Loarre; y como el otro pidiera   —217→   con insistencia informes del bello sexo en aquel clásico país, hizo Guillermo un resumen étnico y social de todo el mujerío ateniense, lacedemonio, beocio y tesálico... Luego, en el almuerzo, a instancias de Ignacia y de don Feliciano, dio noticias interesantes de Atenas, de la Acrópolis, del Partenón, de los montes Pindo, Himeto, y hasta del mismísimo Parnaso. Con todas sus hermosuras, más reales en el conocimiento humano que en la propia Naturaleza, Loarre quería dar un solemne adiós a la patria de Homero solicitando la representación de España en un país del norte de Europa. «Pide por esa boca, hijo mío, y no te quedes corto -dijo Beramendi-, que prontito vamos a tener en candelero a nuestro grande amigo don Leopoldo el Largo, y a él nos vamos como fieras cuando gustes... ¿Quieres mañana, quieres hoy mismo?».

Respondió Aransis que no había tanta prisa, y que si estaba en puerta O'Donnell, debían esperar a la efectiva entrada. «¡Ay, chico, cómo se conoce que vienes de Grecia, de un país alelado, de un país dormido sobre ruinas! Hay que tomar vez, hijo mío. No permitamos que el aluvión de pretendientes nos coja la delantera. Seamos nosotros aluvión de madrugadores. Iremos mañana. ¿No sabes lo que pasa? En el Ministerio de este pobrecito Istúriz han puesto una bomba, que se llama don José Posada Herrera, la cual estallará el día menos pensado, y vas a ver volar por los aires los restos despedazados   —218→   del Moderantismo. Y hay más, querido Guillermo. Me consta, por revelación directa y verbal de un amigo mío que tiene alas para entrar en Palacio, y entra por los balcones, por las chimeneas, por las rendijas... vamos, por donde quiere; me consta, digo, que la pobrecita Isabel está desde hace un año muy pesarosa de haber despedido a O'Donnell... Fue un verdadero tropezón y torcedura de pie en aquel baile famoso... Su Majestad no tiene consuelo, y elevando sus Reales ojos a las bóvedas pintadas por Tiépolo, dice que no hay hombre más insufrible que Narváez; que se vio precisada a darle el canuto antes de tiempo, porque con sus malas pulgas y sus intemperancias sacaba de quicio a toda la Nación; que ha traído estos Gabinetes de cerato simple para calmar los ánimos, apurar las Cortes y ganar días, hasta que lleguen los de O'Donnell, que serán largos y felices... Esto y algo más que aquí no puedo decir, tengo yo que contarle al Conde de Lucena... A poco que él apriete, España es suya y para mucho tiempo. ¡Arriba la Unión!... Dime tú: ¿has leído el discurso que en el Senado pronunció don Leopoldo en Mayo del año último?... No, padre. Pues a tu Legación había de llegar la Gaceta. Pero tú, entretenido con las grietas, no ponías la menor atención en las cosas de tu patria. En aquel discurso memorable, sin fililíes oratorios, salpicado de frases pedestres y de alguno que otro solecismo, se nos revela O'Donnell como el primer revolucionario   —219→   y el primer conservador. Él transformará la familia social; él ennoblecerá la política para que esta, a su vez, ayude al engrandecimiento de la sociedad... ¿No me entiendes? Pues ya te lo explicaré mejor. ¡Arriba la Unión, arriba O'Donnell!».

Fueron a visitar al grande hombre, a quien hallaron frío y reservado en la conversación política, afabilísimo y jovial en todo lo que era de pensamiento libre. Algo de las referencias de intimidad palatina que Beramendi le llevó, ya era de él conocido: algo había que ignoraba o que afectaba ignorar, añadiendo que le tenía sin cuidado. Dejaba traslucir la persuasión de que el poder iría pronto a sus manos; pero esperaba sin impaciencia la madurez del hecho. En su íntimo pensar, se decía Beramendi que esta actitud de flemática pasividad no carecía de afectación, finamente disimulada. Era un recurso más de arte político, casi nuevo entre nosotros. Variando graciosamente la conversación, O'Donnell pidió a Guillermo noticias de la política griega, de cómo eran allá las Cámaras, el parlamentarismo, de la forma en que se hacían las elecciones y se mudaban los Gobiernos. Aransis le explicó la política helénica con extremada precisión narrativa, y con detalles pintorescos y ejemplos anecdóticos que daban la impresión justa de la realidad. El General y todos los presentes alabaron la pintura, y doña Manuela sintetizó su juicio con esta seca frase: «Lo mismo que aquí.

  —220→  

-Lo mismo, no -dijo don Leopoldo-. Peor, mucho peor. Nos imitan, y los imitadores valen siempre menos que sus modelos».

Hablose esto en la modesta casa (calle del Barquillo) y en la modestísima tertulia del General, después de comer. Los íntimos que asiduamente concurrían no pasaban de media docena, y el tiempo se invertía en conversaciones familiares, o en alguna partida de tresillo casero, a tanto ínfimo. El juego favorito de O'Donnell era el ajedrez; pero no quería jugarlo sino cuando la ocasión le deparaba un adversario digno de su maestría. Conviene hacer constar los hábitos sencillísimos del gran don Leopoldo. Por las mañanas solía consagrar largas horas a la lectura de libros y revistas profesionales, que le ponían al tanto de la ciencia militar de su tiempo. Después de almorzar recibía visita de gente política, con la cual charlaba discretamente sin dar largas a su espontaneidad. Paseaba por las tardes, en buen tiempo, con la Condesa; no iba jamás a reuniones, y a teatros rarísima vez. Por las noches, después de la tertulia, en la cual se daba el rompan filas a hora temprana, tenía largas pláticas con su mujer, que, por sufrir pertinaces insomnios, procuraba entretener los instantes hasta que llegase el del deseado sueño. Gustaba doña Manuela de la lectura de folletines, y se deleitaba y divertía con los más excitantes, de acción enmarañada y liosa, que mal traducidos   —221→   del francés eran la sabrosa comidilla que daba la prensa de aquel tiempo a sus amables suscritoras. Con igual interés se internaba la Condesa de Lucena en los asuntos enredosos y en los sentimentales, sin que se le escapara ningún lance ni perdiera jamás el hilo que por tales laberintos la guiaba.

Pues la noche aquella de la visita de Beramendi y Loarre, que debió de ser allá por Junio del año 58, retirose como de costumbre doña Manuela a su estancia apenas terminada la tertulia. Tras ella fue don Leopoldo, y como las anteriores noches, la invitó a que se acostara. ¿Qué necesidad tenía de calentarse la cabeza, vestida, leyendo junto al velón? «Yo leo, y tú escuchas hasta que te entre sueño». Así se hizo: dispuso la doncella el velador junto a la cama después de acostar a la señora; el gran O'Donnell ocupó a la vera de la mesita su sitio, y gozoso del papel familiar que desempeñaba, tiró de periódico y dio comienzo a la lectura, en el pasaje que su buena esposa le indicaba: Capítulo tantos de El último veterano; La Condesa de Harleville y el Mayordomo, por E. M. de Saint-Hilaire.

Guiando su vista con el dedo índice que de línea en línea resbalaba, el gran O'Donnell leía:

«Uno de los testigos prestó su sable a nuestro joven, que no decía una palabra; pero apenas se pusieron en guardia, cuando Monsieur Massenot conoció que el artillero, a   —222→   pesar de ser boquirrubio, sería para él un adversario temible. En efecto: en el momento en que Mr. Massenot se aprestaba a introducir con una estocada recta seis pulgadas de hoja en el estómago del rubio, este ejecutó con su sable un molinete tan rápido, que se hubiera dicho que era un sol de fuegos artificiales».»

-¡Qué bien! -exclamó doña Manuela con júbilo-. Ese rubio, ya te acuerdas, es aquel artillerito que vino de la Bretaña disfrazado de buhonero. Por las trazas es hijo natural de la Condesa... Adelante.

-«Mariscal en jefe de los alojamientos, recoged vuestra nariz -le dijo el artillero con tranquilidad-, y otra vez sed más amable con vuestros inferiores». -Estas fueron las únicas palabras que pronunció el rubio.

-Según eso -observó doña Manuela-, ¿le cortó la nariz?

-Así parece... Y bien claro lo dice: «El rostro de Massenot se cubrió de sangre, que corría como dos arroyos sobre sus mostachos grisáceos».

-Me alegro, Leopoldo... Ande, y que vuelva por otra. Ahora veamos lo que sigue contando Harleville.

-A eso vamos: «Pues bien, mi querido acuchillado -dijo Harleville-, esa desgraciada aventura no corrigió al mayor Massenot, porque en 1815, antes del regreso de nuestro Emperador, se encontraba una tarde en el café Lamblin, en Palais Royal, sentado enfrente de un oficial de Dragones...».

  —223→  

Interrumpió doña Manuela la lectura incorporándose y atendiendo a ruidos que venían del interior de la casa.

-No han llamado -dijo el de Lucena-; sigamos: «enfrente de un oficial de Dragones, a medio sueldo como él...».

Sí que habían llamado, y también habían abierto. Oyeron doña Manuela y su marido los pasos de la doncella, que después de un discreto golpe con los nudillos, entró con un pliego en la mano, y dijo: «Esto trae un señor de Palacio...».

Levantose O'Donnell, y cogido el pliego abriolo despacio, y leyó para sí. Impaciente doña Manuela, quería echarse de la cama con esta ardorosa pregunta: «¿Qué, Leopoldo?... ¿Ya...?

-Sí, ya -replicó el grande hombre imperturbable.

-¡A esta hora! ¿No son ya las doce?

-Su Majestad no quiere que pase la noche sin hablar conmigo... Pronto... A Matías, que saque mi uniforme. Voy a vestirme».

Hizo doña Manuela por levantarse, movida de la gran vibración nerviosa y del cerebral tumulto que aquel repentino suceso en ella promovía. Mas el General le ordenó que siguiese en la cama, y con tranquilo acento le dijo al despedirse: «Creo que volveré pronto. Si cuando yo vuelva estás desvelada, seguiremos leyendo... Hay que ver si recobra su libertad la Condesa, y en qué para ese boquirrubio... Hasta luego».



  —224→  

ArribaAbajo- XXIII -

¡Arriba la Unión Liberal! ¡Viva don Leopoldo! Al fin se ponía el cimiento al edificio político que aliaba las expansiones del espíritu moderno con el recogimiento y la majestad de la tradición. ¡Al poder los hombres de juicio sereno, no extraviados por el proselitismo sectario, ni petrificados en bárbaras rutinas! Entren en la vida pública todos los hombres que al saber de cosas de Gobierno reúnen la distinción y el buen empaque social. Vengan la riqueza y los negocios a desempeñar su papel en la política, y ensánchese la vida nacional con la desvinculación de las comodidades, del bienestar y hasta del buen comer. ¡Abajo la Mano Muerta! Desamorticemos y repartamos, no con violencia revolucionaria, sino con parsimonia y suavidad conservadoras, concordando con el Papa la forma y modo de conciliar los intereses de la Iglesia con los de la sociedad civil. Hágase política sinceramente constitucional y parlamentaria. Venga libertad y venga orden, el orden augusto que engendran las leyes bien meditadas y bien cumplidas. Creemos una poderosa Marina, un Ejército potente dentro de nuestros medios, y con este modo de señalar, Ejército y Marina, pidamos un puesto en la diplomacia   —225→   europea. Salga de su infancia la ciencia, florezcan las artes y despójense nuestras costumbres de toda rudeza y salvajismo. Seamos europeos, seamos presentables, seamos limpios, seamos, en fin, tolerantes, que es como decir limpios del entendimiento, y desechemos la fiereza medieval en nuestros juicios de cosas y personas. Transijamos con las ideas distintas de las nuestras y aun con las contrarias, y pongamos en la cimera de nuestra voluntad, como divisa, la bendita indulgencia.

Esto decía Beramendi, ardiente propagandista de la Unión, en todas las casas adonde solía ir, que no eran pocas, y extremaba sus entusiasmos y el brío de su declamación en la morada de uno y otro Socobio, don Saturno y don Serafín, a las cuales concurría después de algunos años de absentismo. Con la Marquesa de Villares de Tajo, cada día más talentuda y perspicaz, tenía Fajardo las grandes pláticas de política. Era una persona con quien daba gusto discutir, disputar y aun pelearse, porque conocía muy bien el mundo, y manejaba con igual donosura las ideas propias y las contrarias. Sin abdicar de sus opiniones narvaísticas, ocasionales sin duda, la moruna reconocía la inmensa fuerza con que O'Donnell entraba en campaña, llevando a su lado lo mejor de los dos partidos históricos. Del moderado le seguían nada menos que Martínez de la Rosa, don Alejandro Mon, Istúriz, y otros muchos que estaban ya con un pie dentro de la   —226→   Unión. Del Progreso había tomado a Prim, a Santa Cruz, a Infante, a don Modesto Lafuente, a Lemery, a don Cirilo Álvarez y otros que vendrían detrás. No tenía O'Donnell perdón de Dios si con tales elementos y la grande autoridad adquirida con su sensato proceder en la oposición, desde el 56 al 58, no realizaba una obra memorable de paz y florecimiento en este país. Pronto se vería si España había encontrado al fin su hombre, o si el que a la sazón la tenía entre sus manos era una figura más que añadir a nuestra galería de fantasmones.

El principal móvil de las asiduidades de Beramendi en las casas de uno y otro Socobio, era que se había impuesto la caballeresca empresa de reconciliar a Virginia con sus padres, trabajosa, descomunal aventura. En Mayo de aquel año, antes del triunfo de la Unión, dio principio a la campaña poniendo cerco a la terquedad de don Serafín, voluntad maciza, baluarte atávico defendido por ideas contemporáneas del Concilio de Trento. La expugnación de esta formidable plaza era difícil; mas no arredraron al gran batallador Beramendi ni la fortaleza de los muros, ni el vigor de las rutinas que los defendían. Con la táctica del sentimiento obtuvo las primeras ventajas, y desde el recinto sitiado se le llamó a parlamentar. Don Serafín y doña Encarnación manifestaron al caballero que perdonarían a Virginia; que estaban dispuestos a reintegrarla en su amor, a recibirla en su casa, ya viniese sola, ya   —227→   con la añadidura de algún chiquillo, habido en su deshonesta vagancia. Con ella transigían y con el fruto de su vientre, que ya era mucho transigir, sacrificando sus ideas y su recta moral al irresistible amor de padres. Pero jamás, jamás transigirían con él (no le nombraban, no querían saber su nombre); era imposible toda concordia con semejante pillo: antes morir que admitirle al trato de una familia honrada. Para que Virginia pudiese tornar junto a sus padres y estos devolverle su cariño, era menester que el hombre maldito desapareciese, bien por acto de la ley, bien por consentimiento propio, retirándose a un punto lejano, más allá de los antípodas. Dispuestos estaban a subvencionar con fuerte suma la fuga del mil veces maldito ladrón, si este consentía en... Beramendi no les dejó concluir. Virginia deseaba la paz con sus padres; pero por encima de esta paz y de todas las paces del mundo estaba la inefable compañía del hombre que amaba. No había, pues, avenencia si don Serafín y doña Encarnación no se quitaban algunos moños más... Protestaron los señores: bastantes moños habían arrancado ya de sus venerables cabezas; bastante ignominia soportaban... no podían ir más allá.

Rechazado con esta ruda intransigencia, el sitiador se propuso emplear nuevos y más eficaces ingenios de guerra que abatieran la rígida entereza socobiana. Confiado en el tiempo, dejó pasar días esperando las ocasiones   —228→   favorables que en el curso del verano seguramente se presentarían. El verano del 58 fue alegre, por los chorros de alegría que la subida de la Unión derramó sobre el país reseco. O'Donnell vencía con sólo su nombre y los nombres de los que iban tras él. Creyérase que por la superficie social corría una ola de frescura, de juventud. La limpieza y gallardía de tantos jóvenes, o viejos rejuvenecidos, que subían a oficiar en los altares de la patria con vestiduras nuevas, infundían confianza y evocaban imágenes de bienestar futuro. Anticipaban o descontaban algunos las bienandanzas del porvenir, procurándose corto número de comodidades a cuenta de las muchas que habían de traer los próximos años, y adoptaban el mediano vivir a cuenta del vivir en grande que los horóscopos para todos anunciaban. Fuerza es reconocer que con esta prematura expansión de la vida, obra de los risueños programas de la Unión, se resquebrajó más el ya vetusto edificio de la moral privada, reflejo de la pública. Cundían los ejemplos y casos de irregularidades domésticas y matrimoniales, y se relajaba gradualmente aquel rigor con que la opinión juzgaba el escandaloso lujo de las guapas mujeres que eran gala y recreo de los ricos. Descollaba entre estas Teresa Villaescusa, que en Octubre vino de Andalucía contratada por un rico ganadero de aquel país, tan opulento como sencillo, facha un si es no es torera, y aires de franqueza campechana; obsequioso   —229→   con todo el mundo, con las hembras galante, según el viejo estilo español, que ordena la frase hiperbólica y el rendimiento sin medida. El hombre quería darse lustre en Madrid, cosa no difícil trayendo dinero fresco: era gran caballista, gran bebedor si se ofrecía, cuentista gracioso, y, en fin, se llamaba Risueño, que es lo mejor que podía llamarse un hombre de sus circunstancias y condiciones.

Caballos bonitos de casta andaluza, rivales en arrogancia de los que inmortalizó Fidias en el friso del Partenón, ostentaba en paseos, calles y picaderos; pero ninguno de sus bellos animales, enjaezados a lo príncipe, igualaba en arrogancia y primor a Teresa, que por entonces apareció en la culminante esplendidez de su hermosura, vestida, para mayor pasmo de los que la veían, con una elegancia tan selecta, tan suya, que difícilmente la superarían las señoras más encopetadas. ¡Vaya con la niña, y qué bien se le había pegado París, en el año que allí tuvo su residencia! Pues viéndola tan reguapa que a los mismos guardacantones enamoraba, y tan bien trajeadita que era el primer figurín de la Villa y Corte, todos decían: esa es la de Salamanca, o el número uno de las de Salamanca, error que se explicaba por no ser Risueño bastante conocido en Madrid. En aquel tiempo, el vulgo señalaba como de Salamanca todo lo superior: las poderosas empresas mercantiles, los cuadros selectos y las estatuas, las   —230→   mujeres hermosas, los libros raros y curiosos... Homenaje era este que tributaba la opinión a uno de los españoles más grandes del siglo XIX.

Aunque parezca disonante pregonar las virtudes de personas sobre quienes recae la maldición pública, la verdad obliga al historiador a decir que tanto como escandalosa era Teresa caritativa. Tenía medios abundantes de ejercer la liberalidad; su mano no era una hucha, sino ánfora o tonel construido por el mismo que hizo el de las Danaides. Lo que entraba por un lado, no tardaba en salir por otro. Enterada de la miseria en que estaban los Centuriones, les mandó por Manolita lo necesario para vivir, y a su madre encargó que les pusiera en libertad toda la ropa que empeñada tenían. Los dos gabanes de don Mariano, la capa, un pantalón gris perla que lucía en las grandes solemnidades, las mantillas y el traje de seda de doña Celia, salieron del cautiverio. Al principio de su desdicha, repugnaban al buen señor las larguezas y protección de Teresita; pero el rigor mismo del infortunio le hizo bajar la cresta. Estábamos en tiempos de tolerancia, de transacción, pues la Unión Liberal ¿qué era más que el triunfo de la relación y de la oportunidad sobre la rigidez de los principios abstractos? Se transigía en todo; se aceptaba un mal relativo por evitar el mal absoluto, y la moral, el honor y hasta los dogmas, sucumbían a la epidemia reinante, al aire de flexibilidad   —231→   que infestaba todo el ambiente. Después de remediar a sus tíos, fue la buena moza a visitarles: doña Celia la recibió con lágrimas; don Mariano temblaba y sentía frío en el espinazo oyendo decir a Teresa: «Ya que nadie quiere colocarle a usted, le colocaré yo, tío; yo, yo misma. Entrará usted en la Unión Liberal, cosa muy buena según dicen, y que hará feliz a España librándola del peor mal que sufre, o sea, la pobreza. Créalo usted, don Mariano: todos los Gobiernos son peores si no dan curso al dinero para que corra de mano en mano. El Gobierno que a todos dé medios de comer, será el mejor... Lo que yo digo: desamortizar; coger lo que aquí sobra para ponerlo donde falta... igualar... que todos vivan... ¿Es esto un disparate?... Puede que lo sea por ser mío... En fin, adiós; ánimo, que ya vendrá la buena».

De allí se fue a casa de Leovigildo Rodríguez, donde hizo de las suyas, vistiendo las desnudas carnes de tanto chiquillo, y proveyendo a su alimentación, pues daba lástima ver sus lindas caras macilentas y sus ojos sin brillo. Mercedes no se hartaba de bendecir a su bienhechora, prodigándole los elogios que a su parecer debían halagarla más, los de su belleza y elegancia. Leovigildo, que no tenía escrúpulos, y transigía, no con el mal relativo, sino hasta con el absoluto, le dijo: «¡Por Dios, Teresa! colóqueme usted, que bien podrá hacerlo... y a usted le sobran relaciones... No tiene más que decir:   —232→   'esto quiero', para que todos, de O'Donnell para abajo, se despepiten por medir su boca y darle cuanto pida».

En una de las visitas que hizo la Villaescusa a la morada de Leovigildo, que entonces vivía en un piso alto de la calle de Ministriles, supo que en los desvanes de la misma casa se moría de hambre una familia. ¡Morirse de hambre! Esto se dice; pero rara vez existe en la realidad. Subió la guapa mujer y a sus ojos se ofreció un cuadro de desolación que por un rato la tuvo suspensa y angustiada. No había visto nunca cosa semejante: mil veces oyó referir casos de la extremada miseria que en los rincones de Madrid existe. Pero la evidencia que delante tenía, superaba en horror a todos los cuentos y relaciones. Una mujer de mediana edad, apenas vestida, yacía entre pedazos de estera y jirones de mantas, sin alientos ni aun para llorar su desdicha; dos niñas como de ocho y diez años, la una sentadita en un taburete desvencijado, la otra de rodillas arrimada a la pared, se metían los puños en la boca, luego se restregaban con ellos los ojos, exhalando un plañidero quejido sin fin, como ruido de moscardones. Avanzó Teresa, venciendo su terror y repugnancia; la suciedad, la pestilencia ofendían la vista tanto como el olfato. Interrogó a la mujer, observando al verla de cerca que no era bien parecida; pronunció la mujer frases entrecortadas como las que emplean con artificios los que   —233→   pordiosean en la calle; pero que de la boca de ella salían con el acento de la pura y terrible verdad... «¿No tienen ustedes ningún recurso? -dijo Teresa traspasada de aflicción-. ¿En qué se ocupa usted?... ¿Es que no han comido hoy? ¿No hay ninguna persona caritativa en este barrio?». Respondió la infeliz mujer que personas buenas había, pero ya se habían cansado de socorrerla... No comían sino cuando les llevaba de comer otro desgraciado que con ellos vivía.

-Y ese desgraciado, ¿dónde está?

-Aquí... Mírelo -dijo la medio muerta de hambre, señalando a un hombre que en aquel instante entraba-. Si Tuste nos trae, comemos; si no, lloramos».

El llamado Tuste permanecía junto a la puerta, respetuoso. En una mano tenía la gorra que acababa de quitarse, en otra dos lechugas manidas. «Usted, buen hombre... -dijo Teresa volviendo sus miradas hacia el tal, y encarándose con la figura más desastrada y haraposa que podía imaginarse-. ¿Trae algo que coma esta pobre gente?

-Esto nada más, señora -replicó Tuste mostrando las dos lechugas-. Me las han dado unas vendedoras en la plazuela de Lavapiés...

-¡Valiente porquería! -dijo Teresa, que gustando de mirarlo todo, por repugnante que fuese, examinó de pies a cabeza la facha de Tuste, en quien se reunían los más tristes y desagradables aspectos de la miseria. Lo que se veía de la camisa era la misma   —234→   suciedad; la chaqueta y calzones, prendas de ocasión que debieron de ser viejísimas antes que él las usara, eran ya jirones de tela mal cosidos, llenos de agujeros y desgarraduras... El calzado lo componían dos zapatos diferentes: el derecho a medio uso; el izquierdo informe, retorcido, suelto de puntos... Observado con rápida vista todo esto, miró Teresa el rostro, y espantada de la suciedad espesa que lo cubría, no pudo distinguir las líneas hermosas, ni la noble expresión que debajo de la inmunda costra6 se escondía. El cabello era una maraña en que no había entrado el peine desde la invención de este instrumento de limpieza. La mugre de toda la cara se hacía más densa metiéndose por los huecos de las orejas; en el cuello de la camisa se apelmazaba el sudor; la tela y la piel se confundían en su morbidez pegajosa. Desgarraduras de la camisa dejaban ver una parte del pecho menos sucia que lo demás, tirando a blanca.

Arrebató Teresa de las manos puercas de Tuste las dos lechugas; sacó de su bolsillo el poco dinero que le quedaba; dio una parte a la mujer, otra al hombre sucio, diciéndole: «Corra usted a la tienda y traiga lo más preciso para que coman hoy; traiga carbón, encienda lumbre...». Y a las niñas acarició, y de ellas y de la que parecía su madre se despidió con estas afectuosas expresiones: «Vaya, no lloren más. Hoy es día de estar contentas, ¿verdad que sí? Tuste les traerá para que almuercen. En seguida   —235→   que aquí despache, le mandan a mi casa... les dejaré las señas en este papel... Pues que vaya corriendo, y por él recibirán un par de mantas... ropa mía de desecho, y alguna golosina para estas criaturas. Vaya, adiós: alegrarse. Ya no se llora más».




ArribaAbajo- XXIV -

Fue Tuste a casa de Teresa, y la criada le anunció de este modo: «Ahí está un pobre muy asqueroso: dice que la señorita le mandó venir. Si la señorita tiene que hablar con él, echaré un poco de sahumerio». Ya había escogido Teresa las ropas usadas que debía mandar a la calle de Ministriles. Salió presurosa al recibimiento, donde la esperaba el más miserable de los hombres, quien al verla se inclinó respetuoso, mudo, pues toda palabra le parecía insuficiente para expresar su gratitud. «Ha venido usted demasiado pronto -le dijo Teresa-. La ropa mía de desecho, aquí está; lo demás, tengo que salir a comprarlo.

-Volveré cuando la señora me mande. ¿Qué tengo que hacer más que obedecer a la señora?». Esto dijo Tuste. La voz del pobre no era como su facha, sino una voz espléndida, de timbre sonoro, dulce, varonil. Así lo advirtió Teresa la segunda vez que la oía; en la primera no advirtió nada.   —236→   En aquel punto de apreciar la bella voz del sujeto, un ligero brote de curiosidad en el espíritu de Teresa la movió a formular esta pregunta: «¿Usted cómo se llama? ¿Su nombre de pila...?

-Yo me llamo Juan. Mi apellido es Santiuste. La mala pronunciación de aquellas niñas me ha convertido en Tuste... Lo mismo da, señora. He venido tan a menos, que ya no me detengo a recoger ni las letras de mi nombre que se caen al suelo». Avivada con esto la curiosidad de Teresa, se acercó a él para verle mejor; apartose al instante, y dijo: «Cuénteme usted: ¿qué familia es esa y cómo ha venido a tanta postración? Y usted, ¿qué relación tiene con esa familia?

-Se lo contaré en pocas palabras para no cansar a la señora...

-Aguárdese un poco... Antes tiene que decirme por qué es usted tan sucio...

-No lo soy, lo estoy... Permítame decirle que no debe juzgarme por lo que ve. Dentro de estas apariencias inmundas hay otra persona. De algún tiempo acá vivo, si esto es vivir, como si me hubiera entregado a la tierra para que me descomponga. Mis desgracias me han inspirado el horror del aseo. Abandonado de todo el mundo, sin nadie que me socorra, el tener una facha desagradable ha sido para mí como un desquite, como una venganza... ¿Quería usted que saliera a pedir limosna vestido y peinado como un señorito? Nadie me hubiera hecho caso. ¡La miseria! Quien no conoce la miseria,   —237→   quien no ha vivido en ella, quien no se ha revolcado en ella, no puede apreciar el goce de ser repugnante...».

La curiosidad de Teresa, con cada uno de los extraños dichos del sucio se avivaba. Quería saber más. Tuste le ofreció un resumen de su infortunada existencia. Nació en la Habana, de padre burgalés y madre andaluza; dos años tenía cuando le trajeron a la Península; pasó su niñez en Alicante, donde quedó huérfano; recogiéronle unas tías residentes en Chiclana; allí corrió su adolescencia, allí estudió todo lo que estudiarse podía en un pueblo de escasa cultura; casi hombre, le llevaron a Cádiz, donde siguió estudiando y adquirió ardiente afición a la lectura; hombre ya, y no cabiendo en aquella ciudad su espíritu ambicioso, se vino a Madrid, solo, con escasísimo dinero que le dieron sus tías. Estas habían empobrecido, y él no quiso serles gravoso... A la mitad del camino se quedó sin blanca y tuvo que continuar a pie. En Madrid buscó el amparo de un pariente de su madre a quien las tías le recomendaron: era un impresor llamado Quintana, que le acogió muy bien, ocupándole en su establecimiento como corrector; le daba de comer, le vestía pobremente, porque no podía más, y le matriculó en la Universidad para que estudiara las dos Facultades de Derecho y Filosofía y Letras. Trabajaba Juan y leía con insaciable anhelo cuanto libro caía en sus manos, que no eran pocos. Tres años cursó en la   —238→   Universidad, donde hizo amistades con chicos aplicados y con otros que no lo eran. El 56 murió el bueno de Quintana de un repentino mal del corazón, y esta desgracia fue como el preludio de las innumerables que estaban aguardando al pobre Juan para devorarle y consumirle... Ya no hubo para él un día de reposo, ni una hora que no le trajera inquietudes y fatigas. Trató de buscar algún recurso con su trabajo; pero difícilmente allegar podía un pedazo de pan. En diferentes periódicos solicitó colocación; en algunos escribía de materias diferentes: Política extranjera, Toros, Literatura, Música, Salones, Hacienda... No le leían ni le pagaban. Escribió después aleluyas, compuso versos para novenas... Todo resultaba trabajo perdido, infecundo. Aunque ya no iba a la Universidad porque no tenía ropa presentable, solicitó de alguno de sus amigos estudiantes, y de otros que ya no lo eran, apoyo y recomendación para obtener algún destino. Nada consiguió: ni moderados ni progresistas le hacían maldito caso. Trató de meterse a hortera; pretendió plaza en una Sacramental; se arrimó a un memorialista. Nada: no había manera de luchar contra el hambre y la muerte. De patrona en patrona iba rodando por Madrid, tolerado en algunas casas, rechazado en otras por su irremediable insolvencia, hasta que fue a poder de la más infeliz de las pupileras, Jerónima Sánchez, que tenía su hospedería en la calle de Mesón de Paredes. Era el marido de esta   —239→   señora un incorregible borrachín que espantaba a los huéspedes con sus groserías y malas palabras. La casa iba de mal en peor... Desertaron los demás pupilos, dos chicos de Veterinaria y uno de Medicina; sólo quedó Juan, que por entonces pudo allegar algunos cuartos llevando las cuentas en una tienda de patatas y huevos, y en un establecimiento de ataúdes y mortajas. Así las cosas, en Marzo del año mismo en que esto refería Santiuste, reventó Cuevas, el bebedor esposo de la patrona, muerte que fue como incendio del alcohol que llevaba en sus entrañas, y Jerónima, descansada ya de aquella cruz, tomó otra casa; puso papeles llamando huéspedes, y estos no picaban. Perdió Juan su colocación miserable en los dos establecimientos referidos; pero Jerónima no le despidió, esperando mejor suerte para el desamparado joven. La suerte ¡ay! no vino para él ni para ella, porque Juan cayó enfermo de calenturas y estuvo a la muerte, siendo tan desgraciado que hasta la muerte le despreció y no quiso llevársele... y la pobre Jerónima, cuando él iba saliendo adelante, resbaló en la cocina (encharcada del agua de jabón que rebosaba de la artesa), y cayendo torcida y en mala disposición, se rompió una pierna por bajo de la rodilla... Era Juan agradecido, y no abandonó a la que a él le había tan noblemente amparado. Reunidas quedaron desde entonces ambas desdichas, y recíprocamente se apoyaron, corriendo juntos el temporal. La rotura de   —240→   pierna de Jerónima excluía todo trabajo patronil. Se acabaron los recursos, y empezó el rápido descender de escalón en escalón hasta la miseria lacerante y angustiosa. Por diferentes casas pasaron, y de una en otra iban llevando su mala sombra, su pavoroso sino; siempre a peor, a peor: cada día más desnudos, cada día más hambrientos, hasta llegar al horrible extremo en que les vio y descubrió la señora. Cuando ya les faltaba poco para morir, se les apareció un ángel que les dijo de parte de Dios: «Vivid, pobres criaturas, que también para vosotros existo».

-Haga usted el favor, señor Santiuste -dijo Teresa, que con algo de broma quería disimular su emoción-, de no llamarme a mí ángel, pues no lo soy ni por pienso, y paréceme que se burla usted de mí... Pero dejemos eso, que es tarde y tengo que salir de tiendas. Lleve usted ahora esta ropa para Jerónima; también le van medias y un par de zapatos de mi madre, que tiene el pie mucho mayor que el mío... No vuelva usted hoy por lo demás, sino mañana, que así tendré yo más tiempo de reunir lo que quiero mandarles... Vamos, que algo habrá para usted también, grandísimo Adán.

Alelado de gratitud y admiración, Santiuste no dijo nada. Teresa prosiguió así, más burlona que compasiva: «¿Pero por pobre que esté un hombre, Señor, ha de faltarle un real para cortarse esas greñas?... y en último caso, buscar un barbero caritativo, que ya los habrá. Felisa, trae un peine   —241→   tuyo... Empecemos desde hoy a desenmascarar este esperpento. Cuidado que es usted horroroso... Ea, tome el peine y métalo en ese bosque...». Después de besar el peine, Juan lo guardó entre el pecho y la camisa, único bolsillo practicable en su astrosa vestimenta... Y partió balbuciendo expresiones de exquisita ternura, que ama y criada apenas entendieron. Creían que lloraba... ¡y ellas le compadecían riendo, pobres mujeres que no conocían más que la superficie del mal humano!

Volvió puntual Santiuste a la mañana siguiente, y al salir Teresa al recibimiento, se maravilló de ver extraordinaria transformación en la cabeza y rostro del infeliz hombre. Se había lavado la cara, pescuezo y manos, sin duda con muchísimas aguas y con fuertes restregones, porque no quedaba ni el más leve rastro de la suciedad que le desfiguró. Era como una resurrección. De las tinieblas salía una cabeza admirable, un rostro hermoso, grave, tan escaso de barba y bigote, que con un ligero pase de navajas quedaba limpio; salía también la juventud. De asombro en asombro con tales descubrimientos, Teresa decía: «A mí no me engaña usted, señor Tuste. No es usted el de ayer, sino otro... o el mismo con distinta cabeza... Hoy trae la cabeza joven... y la boca joven, y joven toda la carátula... que me parece viene también afeitadita.

-Sí, señora -replicó Juan con infantil orgullo, confundido por los elogios de la   —242→   hermosa mujer-. Del dinero que la señora dio a Jerónima, Jerónima apartó un real para que yo me afeitara. Ayer compramos jabón... El jabón es un ingrediente que no habíamos podido ver en mucho tiempo.

-¡Vaya, que no se ha lavoteado usted poco!... Así, así me gusta a mí la gente... -decía Teresa, acercándose a él con menos repugnancia que el día anterior-. Y otra cosa veo, que me deja atónita. ¡La camisa limpia! ¡Qué lujo! Bien, bien. La habrá lavado Jerónima.

-No, señora: la he lavado yo mismo, anoche... ¡qué noche, señora! No hemos dormido... las niñas tampoco han dormido. La aparición de usted en aquel mechinal indecente nos ha trastornado a todos. Ni Jerónima, ni las niñas, ni yo, acabábamos de convencernos de que la señora es persona humana... Todavía hoy... las niñas hablan de usted como de un ser sobrenatural... Es el hada de los cuentos de niños, o el ángel de las leyendas cristianas.

-Vuelvo a decirle que a mí no me llame usted ángel ni hada...

-No es usted, no, como las demás personas -dijo Tuste, soltando poco a poco su timidez-. Bajo esa vestidura mortal se esconde un ser que tiene por morada la inmensidad de los cielos, un ser que en su aliento nos trae el propio hálito del Padre de toda criatura...

-¡Ay, ay, ay! cállese por Dios. ¿Pero es usted también poeta?

  —243→  

-No, señora: cuando Dios quiso, yo no escribía versos, sino prosa.

-Prosa con la cara sucia, versos con la cara limpia... No me haga reír... ¿Pero usted cree que se puede ser poeta ni prosista con esas botas? ¿No le da vergüenza de andar por el mundo con calzado tan indecente?

-Antes de que la señora se nos apareciera, me daba vergüenza de acicalarme: la fealdad y el desaseo eran la mueca con que yo hacía burla del mundo que me abandonaba. Ahora, deslumbrado por el ángel de luz... perdone usted... por la divina mensajera del Dios de piedad... es todo lo contrario... Me avergüenza mi facha repugnante, y toda el agua del mundo me parece poca para mi limpieza, y cien Jordanes no me bastarían para purificarme.

-¡Ya escampa!... Basta de poesía, y venga, véngase a la prosa -dijo Teresa, conduciéndole con Felisa a una estancia inmediata, el despacho de la casa convertido en guardarropa-. Pase y verá lo que tiene usted que llevarse. Irá cargadito como un burro; pero ¿qué le importa?... Mire, mire: un trajecito para cada niña... camisas, delantalitos, medias y zapatos... Para usted dos mudas completas de ropa interior... La exterior quedará para más adelante, que no se puede todo de una vez... ¿Qué le parece todo esto? Y dos cajas de galletas finas para las chiquillas... para Jerónima un refajo... para todos dos mantas... ¿Qué dice?... Eche, eche poesía...

  —244→  

-Si pudiera traer a mi mente la inspiración de Homero -dijo Tuste con arrobamiento no afectado-, expresaría una parte no más de la gratitud que debemos a nuestra bienhechora. Nuestra bienhechora reúne en sí toda la belleza de las divinidades paganas y toda la esencia sublime de la Ley evangélica.

-Pues pagana y evangélica, ¿sabe usted lo que se me ocurre? Pues que le voy a obsequiar con unas botas... Usted mismo se las comprará. Aquí tiene cuatro napoleones... Ha de prometerme que no empleará este dinero en otra cosa...

-Si yo contraviniera las órdenes de nuestra deidad tutelar, merecería la muerte; algo peor que la muerte, el desprecio de la señora.

-No se remonte tanto y tome los napoleones... ¿Esa costumbre de besar las monedas, la adquirió usted cuando pedía limosna?

-Beso el metal que ha sido tocado por la mano caritativa. La caridad, hija del cielo, es la cadena de oro que une al Criador con la criatura.

-Bueno, bueno. Usted siempre tan poético... Por unas tristes botas baratas que le regalo, saca a relucir a Dios y a los santos... ¿Dónde ha aprendido usted, Juanito, a expresarse de esa manera tan superfirolítica?

-Se lo explicaré, si tiene paciencia para oírme un rato.

-Sí que le escucho. Siéntese en ese banco... A ver... ¿Cómo...?

  —245→  

-Pues este lenguaje mío es el reflejo del espíritu de la elocuencia sobre mi pobre espíritu. Tres años ha, el 55, estudiando yo en la Universidad, y reunido siempre con otros chicos, ávidos de saber y amantes de la literatura, me metía... nos metíamos en todo sitio público donde hubiera lectura de versos, explicación de doctrinas nuevas o viejas, discursos... Un día caímos en el teatro de Oriente... gran fiesta de la inteligencia... concurso de oradores para cantar la Democracia. ¡Qué día, señora! Lo tengo por el más memorable de mi vida; día solemne, día grande, porque en él vi salir el sol de la elocuencia, el Verbo del siglo XIX, Emilio Castelar... Habían hablado no sé cuántos oradores, que nos parecieron bien... Y concluía la sesión, cuando pidió vez y palabra un joven regordete, tímido, a quien nadie conocía. El buen público, ya cansado de tanta oratoria, remuzgaba con murmullo de impaciencia, casi casi de burla... Pues, Señor, rompe a hablar el hombre, y a las primeras cláusulas ya cautivó la atención de la multitud... ¡Qué voz, qué gesto oratorio, qué afluencia, que elegancia gramatical, qué giro de la frase, qué aliento soberano, qué colosal riqueza de imágenes, encarnadas en las ideas, y las ideas en la palabra! El público estaba absorto; yo, embelesado, creía que no era un hombre el que hablaba, sino un mensajero del cielo, dotado de una voz que a ninguna voz humana se parecía. Avanzaba en la oración aquel hombre bendito, y el   —246→   público electrizado le seguía, sin poder seguirle; iba tras él cuando se remontaba a las cimas más altas de la elocuencia, y desde aquella altura caía deshecho en aplausos, quebrantado de tanta emoción... Yo estaba como loco; yo adoraba la Democracia, cantada por el orador con la infinita salmodia de los ángeles, y cuando acabó, me sentí anonadado... me sentí grano de arena, que por un instante había estado en la cima de aquel monte... ¡y ya me encontraba otra vez en el llano!... ¡Castelar! Este nombre llenaba mi espíritu. Por muchos días siguieron retumbando en mi cerebro ideas, imágenes que le oí, y mi memoria reconstruyó trozos de aquella oración superior a cuanto han oído hasta hoy los hombres... Desde entonces, yo leía cuanto publicaba Castelar en los periódicos, y las reproducciones de sus discursos. Nunca le hablé... Si le veía en la calle, iba tras él hasta que se me perdía de vista... era mi ídolo, y lo será siempre, porque si en los días de mi atroz miseria se me borraron del espíritu las cláusulas arrebatadoras que yo recordaba, y todo se me obscureció, como si mi asquerosa naturaleza no fuera digna de contener tales hermosuras, en cuanto la mano de la señora me sacó de aquella inmundicia, volvieron a mi mente Castelar y su elocuencia sublime, y ya lo tengo otra vez en mí... Es mi sol, mi oxígeno, y el alma de mi alma.

-Cállese ya -dijo Teresa un poco sofocada de la emoción-. ¿Pues no me ha hecho   —247→   llorar con esa cantinela? Vea, vea mis ojos... No me gusta llorar, no quiero afligirme por nada. En el mundo no estamos para eso».

Levantose Santiuste, creyendo sin duda que permanecía demasiado tiempo en la visita, y recogiendo los líos y paquete que había de llevarse, soltó así la vena de su facundia: «Anoche, el contento de verme redimido, por esa divina mano, de la esclavitud de esta pobreza embrutecedora, hizo renacer en mi alma toda la poesía castelarina, soberano monumento oratorio de la Democracia triunfante, de la Libertad iluminada por la idea cristiana. Mientras lavaba y fregoteaba, primero mi rostro, después mi camisa, yo, como todo el que está muy alegre, cantaba y rezaba, que rezo y canto era todo lo que salía de mi boca... Recitaba con amor y fe aquel pasaje del advenimiento del Redentor: «El que había de venir, viene; el que había de llegar, llega; pero no viene ni en el seno de la sonrosada nube ni en el de las estrellas, sino manso y humilde en el seno de la pobreza y de la desgracia. No viene acompañado de numeroso ejército, sino de su bendita palabra y de su eterno amor; no viene seguido de esclavos, sino ansioso de acabar con toda esclavitud; no viene blandiendo la espada del tirano, sino pronto a quebrantar todas las tiranías; no viene a levantar un pueblo sobre otro pueblo, ni una raza sobre los huesos de otra raza, sino a estrechar contra su pecho y a   —248→   bendecir con el infinito amor de su corazón todos los pueblos y todas las razas...».

-Basta, basta, Juanito -le dijo Teresa interrumpiéndole y casi echándole con un gesto-. ¿No ve que se me saltan las lágrimas?... Retírese ya... ¡No quiero lágrimas, no las quiero, ea!... Adiós, adiós...».

Y el gran Tuste traspasó la puerta y descendió los pocos escalones que conducían al portal, cantando más que repitiendo con briosa voz el final de aquella sonora melopea: «Dios de paz y de amor, que después de haber extendido los inmensos cielos azules y haber derramado en los cielos, como una lluvia de luz, las estrellas, y haber hecho salir del obscuro seno del caos la tierra coronada de flores, ¡él! causa de toda vida, autor de toda existencia, se despoja de su vida, de su existencia, por la salud y la libertad de los hombres en el altar sublime del Calvario».




ArribaAbajo- XXV -

Vivía Teresa en la calle del Amor de Dios, piso bajo. La casa era hermosa y desahogada, de altos techos. Cuatro ventanas con rejas le daban luz por la calle; por el interior, los huecos abiertos a un patio anchuroso y limpio. El día en que Tuste recibió los cuatro napoleones para unas botas, Teresa le dijo: «Quiero yo enterarme de que   —249→   usted no se gasta el dinero en otra cosa que el calzado. No venga usted a casa; pero pásese por la calle... yo estaré en la ventana. La mejor hora es por la tarde, de tres a cuatro». Obediente y puntual, hizo el hombre su aparición, y al tercer recorrido por la acera de enfrente, vio a Felisa en la enrejada ventana. A poco apareció Teresa, y ambas sonriendo le llamaron. Acercose Juan, y oyó de labios de su bienhechora estas dulces palabras: «Bien, señor Tuste: así se portan los caballeros. ¡Y qué bien le van las botitas!... ¡Lástima que el traje no corresponda!... En fin, retírese ya, y diga usted a Jerónima que esta, Felisa, le llevará el socorro para la semana». Saludó el hombre, y respetuoso se alejó con la cabeza baja, el andar lento.

Dos días después, asomada casualmente Teresa, le vio aparecer doblando la esquina de la calle de Santa María. Aguardó un poco, le llamó con gracioso gesto, y cuando le tuvo debajo de la reja, le dijo: «Pobrecito, tú has salido hoy a pedir limosna. ¿Quieres que te eche dos cuartos?

-No vengo a pedir limosna, señora -respondió Juan doblando el pescuezo, como para mirar al cenit-; vengo porque no hay día que no pase yo por esta calle... Esta calle es mi religión.

-No te entiendo, bobito -dijo Teresa, sin darse cuenta de que por primera vez le tuteaba.

-Me entiendo yo.

  —250→  

-Te echaré los dos cuartos, para que no se te olvide que eres pobre. Aguárdate un instante, que no tengo aquí calderilla».

Volvió al poco rato, y sacando la mano fuera de la reja en ademán de arrojar algo, dijo al que parecía mendigo bien calzado: «Pon tu gorra más acá... a plomo de mi mano... no se caigan los dos cuartos a la calle».

Puso Tuste la gorra como se le mandaba; tomó bien la puntería Teresa, y la moneda cayó dentro de aquel casquete asqueroso de forma indefinible... Brilló en el aire la moneda, y antes de que cayera vio Santiuste que era un doblón de a cuatro. No pudo hacer ninguna observación, porque Teresa desapareció de la reja cerrando los cristales. Minutos después, sonaba la campanilla de la puerta; abrió Felisa, y se encaró con el pobre, que le dijo: «Quiero ver a la señora para devolverle una cosa que se le ha caído a la calle». No había concluido la frase, cuando apareció Teresa en el recibimiento, risueña, y replicó al joven con esta graciosa burla: «Es verdad: me equivoqué. Eché oro en vez de cobre. Venga mi monedita... Gracias... Eres un mendigo honrado... Dios te lo premie.

-Es que -murmuró Juan- me dio vergüenza de... de eso, de que el oro fuese para mí. Bastante ha hecho la señora por este infeliz... Si yo abusara sería un malvado; empañaría el resplandor de la bendita caridad, hija del Cielo, con el aliento de mi   —251→   egoísmo... La caridad obliga al que la recibe a ser tan bueno como el que la hace.

-Echa más poesía, hijo...

-Esto no es poesía... es mi corazón, que habla con el lenguaje de su delicadeza, de su gratitud...

-Pues has de saber que yo soy muy prosaica, Juan, y no gusto de verte con esos andrajos tan... poéticos -dijo Teresa echando mano al bolsillo-. Mira, mira toda la calderilla que aquí tenía yo guardada para vestirte de prosa... ¿No has querido un doblón? Pues mira, cuenta: dos, tres, cuatro, cinco. Voy entendiendo que te gusta ser muy cochino, muy zarrapastroso y muy nauseabundo, para que te tengamos lástima... Yo te pregunto: si así te viese tu ídolo Castelar, ¿qué diría?... Ves tu ropa como una vestidura poética, que te hace muy interesante... Te las das de anacoreta o de santo. Pues esos moños te los voy yo a quitar».

Atónito, asaltado de diferentes emociones, Santiuste no sabía si reír o llorar. Mayor fue su turbación cuando oyó estas palabras de Teresa: «Coges ahora mismo estos doblones; vas a una tienda de ropas hechas de la calle de la Cruz o de cualquier calle, y te compras un terno, pantalón, chaqueta, chaleco, todo modestito; no vayas a creerte de la Unión Liberal y a vestirte a lo grande... Añades corbata... añades un sombrero, mejor gorra... No es tiempo todavía de que te emperifolles demasiado. Con que...».

No hizo ademán de tomar las monedas.   —252→   Su inmovilidad era la de una estatua; su hermoso rostro, su mirar perdido revelaban los efectos de la fascinación de imágenes lejanas. Díjole Teresa que abandonara los espacios poéticos a que miraba y descendiese al mundo. Bajó Tuste, protestando de la nueva limosna con expresiones balbucientes; Teresa sacó las uñas, sacó su autoridad: «O me obedeces, Juanito, en todo lo que te mando, o no vuelvas a mirar esta cara mía... Te digo que si tú me miras, yo doy un giro rápido a todo el cuerpo ¿ves?, para decirte sin palabras: «Quítate de mi vista, democrático... poético y castelareño... Vete con tus músicas a otra parte». Aplacados con esta amenaza los escrúpulos del hombre mísero, tomó el dinero, y con paso lento, con visajes de asombro y algún gesto que revelaba su esclava sumisión a la bienhechora traspasó la puerta. Antes de que Felisa cerrase tras él, volvió Juan presuroso diciendo: «Señora, señora, ¿cuando compre la ropa y me la ponga, he de pasar por aquí? ¿Quiere la señora verme?...

-No -dijo Teresa-, no es preciso. Ni vengas a casa, ni pases por la calle. Haz lo que te mando, Juan». Afirmaba él con la cabeza; salió suspirando...

Por aquellos días, que eran los que precedieron a las elecciones, el feliz poseedor de Teresita, Facundo Risueño, andaba muy metido en enredos electorales, pues como hombre de gran propiedad en una comarca de Andalucía y de no poca influencia, le   —253→   bailaban el agua don José Posada Herrera y el Marqués de Beramendi, candidato cunero designado para representar en Cortes aquel distrito. Tras un sinfín de pláticas con el cunero y con el Ministro, dio gallardamente todo su apoyo el buen Risueño, ofreciendo que sin necesidad de trasladarse a Andalucía, y sólo con escribir cartas imperativas a diferentes personas de allá, se aseguraba la elección. Así lo hizo, y al hombre se le cansó la mano de tanto plumear, atarugando diariamente el correo con el fárrago de su correspondencia. Por todo ello y por su activo proceder, estaba Fajardo muy agradecido al andaluz, y quedaron uno y otro enlazados en sincera amistad. Vivía Risueño con un hermano suyo, rico también, establecido aquí desde el año 50 en negocio de aceites. Llamamos vivir al tener allí un cuarto bien provisto y arreglado, en el cual rara vez dormía. Sus comidas eran siempre fuera de casa, bien en los colmados y fondas, o bien en casa de Teresita, que algunos días veía en torno de su mesa, con cierto tapadillo, a personajes políticos de viso, y a caballeros aristócratas, aficionados a caballos o a toros. La asiduidad de Facundo en la vivienda de su linda coima aflojó un poco en los días del trajín electoral; pero una vez llenas las urnas con el nombre de Beramendi, y proclamado su triunfo, restableció el andaluz la normalidad de sus costumbres, y el primer convite que organizó en casa de Teresa fue para obsequiar al nuevo diputado   —254→   y a otros amigos, auxiliares en la electoral batalla.

La novedad de aquel banquete fue que Teresa contó su aventura de caridad en la calle de Ministriles, y el descubrimiento que había hecho de un horripilante caso de la miseria humana. Cautivaban estas historias al buen Beramendi, que era muy amante del pueblo, y sabía, como nadie, condolerse de sus desdichas. Dio a entender Teresa que si el contratista la dejaba explayarse en sus aficiones benéficas, trataría de restaurar a los hambrientos de la calle de Ministriles en la situación o estado que tuvieron antes de su desgracia; restablecería la casa de huéspedes, en la cual sería primer punto el hombre raro, el hombre poético, que hablaba como Castelar. Más vanidoso que caritativo, Facundo Risueño la autorizó, delante de los amigos, para que aplicase a socorrer al prójimo parte de la guita que él le daba para alfileres.

Así lo hizo Teresa, y apenas entrado Diciembre, tenía Jerónima su casa de pupilos en la calle de Juanelo, amuebladita con modestia y provista de todo; las niñas iban a un colegio, y el famoso Tuste hallábase en el pleno goce de un cuartito decente en la casa, y de algunas prendas de ropa para salir decorosamente en busca de colocación o trabajo. De vez en cuando iba Teresa a contemplar su obra y a oír las alabanzas y bendiciones de los favorecidos. A Santiuste le encontraba como en éxtasis, mirándose en   —255→   su ropa, satisfecho y un tanto presumido; cuidándose el rostro y el pelo, que ya llevaba cortado y a la moda; esmerándose en el aseo y corrección de la persona. A su bienhechora mostraba un respeto que rayaba en devoción fanática. En la casa expresaba su culto con retóricas de un espiritualismo sutil, y declamaciones hiperbólicas, parafrásticas, imitadas del gran modelo de oratoria; en la calle, alguna vez que se encontraban casualmente, saliendo Teresa de la casa de Jerónima, no se atrevía el buen Tuste a darle convoy, temeroso de que la compañía de un hombre humildísimo mermara el decoro de tan gran señora; y a propósito de esto tuvieron en cierta ocasión unas palabras que merecen transcribirse.

«Déjate de pamplinas, Tuste -le dijo Teresa, entrando los dos en la Plaza del Progreso-, y no me llames a mí gran señora ni nada de eso, pues soy la menor cantidad de señora que se puede imaginar. O eres un inocente que no conoce el mundo, o crees que yo me pago de nombres vanos y de palabras sin sentido.

-No será usted gran señora para los demás -dijo Tuste con efusión caballeresca-; para mí lo es, y yo hablo por mí, no por el mundo que me condenó a la miseria... y en la miseria estuve hasta que me sacó un ángel del Cielo.

-Pamplinas, vuelvo a decir, recomendándote por milésima vez, pobre Tuste, que no seas pamplinoso, y que todas las faramallas   —256→   bonitas que has aprendido de Castelar las guardes para pasar el rato. En la vida real, eso no sirve para nada. Yo no soy señora, aunque como las señoras me visto; yo, para decirlo de una vez, soy una mujer mala, una... que se ha dejado poner en la frente el letrero de mujer mala... Llevo ese letrero, que leen todos los que me conocen... No conviene que me vean contigo por la calle; pero no es porque yo me avergüence de ti, ni porque tu compañía me deshonre, sino porque en mi condición de mujer mala, si me ven contigo creerán lo que no es... El hombre con quien ahora estoy, Facundo, ya sabes... es bueno y no repara en que yo gaste lo que quiera... pero tiene la contra de que es algo celoso, y por cualquier cuento, por cualquier chismajo que le lleve un adulón o un mal intencionado, se pone insufrible... Con que... da media vuelta, Tustito, y déjame sola... Las señoras de mi categoría van mejor solas que bien acompañadas. Abur».

Esto pasó y esto se dijeron. Santiuste buscaba la soledad para dar libre rienda a su espiritualismo vaporoso; Teresa, si no podía recrearse en la meditación solitaria, dejaba libre el pensamiento en las ocasiones en que era más esclava, y hablando con este y con el otro se recogía en el sagrado de su alma para mirarse en ella... Dice la Historia psicológica que la guapa moza cayó en grandes tristezas por aquellos días de Diciembre del 58; que sus esfuerzos para disimular las   —257→   murrias que la devoraban casi le costaron una enfermedad. En las fiestas de Navidad, el bullicio y alegría de la gente la mortificaban; las personas que a su lado veía constantemente, el contratista sobre todo, éranle odiosas. Para aislarse, exageró sus leves indisposiciones, quedándose en cama no pocos días. Risueño no abandonaba por acompañarla su sociedad de caballistas, ni el recreo de las innumerables amistades que endulzaban su existencia. Cuenta también la Historia íntima que una tarde que Facundo tenía gran cuchipanda con sus amigos en la Alameda de Osuna, Teresa se echó a la calle, de trapillo, y se fue a casa de Jerónima, donde le dijeron que Tuste no iba más que a comer y a dormir; que aún no había encontrado colocación; pero que en tanto, se había puesto a aprender el oficio de armero en el taller de un amigo. ¿Dónde? En las Vistillas. Allá se fue Teresa, movida de un irresistible anhelo de hablar con Tuste, de oírle sus poéticos disparates y de contarle ella sus intensísimas tristezas, que sin duda tenían por causa un error grande de la vida: el haber equivocado los caminos de la felicidad. No le había dado Jerónima, por ignorarla, la dirección exacta del taller donde Tuste trabajaba; pero ya lo encontraría preguntando, y al entrar en las Vistillas puso atención a los ruidos del barrio, esperando escuchar el son vibrante de los martillos sobre el yunque, o los chirridos de las limas raspando el metal. Nada de esto oyó.   —258→   Viendo al fin en una tienda negrura y aparatos de ferrería, pero ningún hombre que trabajase, interrogó a una mujer que sentada en la puerta estaba. «Sí, señora, es aquí: pero el maestro armero y el aprendiz no están; se han ido a la compostura de unas máquinas. Si quiere la señora saber cuándo vendrán, pregúntele a la maestra... ¿Ve aquella mujer que está sentadita en un sillar dando de mamar a su niño? Pues es la maestra».

Vio Teresa desde lejos a la mujer señalada: se distinguía de las otras dos, que en el mismo sillar se sentaban, por ser más joven y tener chiquillo en brazos. Fuese allí derecha. Al verla llegar, las tres se sobrecogieron y se levantaron, pues aunque Teresa iba vestida con la mayor sencillez, su aire señoril en nada se desmentía. A la urbanidad de las pobres mujeres correspondió la Villaescusa con amable sonrisa, mandándolas sentar; y poniendo su mano cariñosa en el hombro de la que amamantaba, le preguntó... La pregunta no llegó a ser formulada, porque Teresa quedó suspensa a la mitad de la frase; miró a la mujer, se apartó un poco, acercose luego como si quisiera besarla... dudó... volvió a creer... al fin no había duda... «¡Virginia!... ¡Usted es Virginia!

-Sí, señora -dijo la otra, mirando y poniendo en su mirada toda la memoria-, y usted es... Conozco la cara; la cara no se me escapa... pero el nombre...

-Soy Teresa Villaescusa. ¿No se acuerda   —259→   usted? Éramos amigas... de esto hace algunos años... No digo que tuviéramos gran intimidad; pero nos conocíamos... nos hablábamos...

-Sí, sí... Era usted más joven que nosotras... me acuerdo bien... ¡Oh, Teresa! era usted entonces muy linda, y hoy... hoy más. ¿Quiere usted que subamos a mi casa?... Es una pobre casa...

-No importa: vamos».