Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Ojo por diente

Rubén Bareiro Saguier



Portada



  —7→  

1953. Rubén Bareiro Saguier concluía sus estudios de abogado cuando Roa Bastos publicaba El trueno entre las hojas y Juan Rulfo, El llano en llamas, dos libros decisivos en la formación del futuro escritor paraguayo. En 1950, el poeta Hérib Campos Cervera lanzaba Ceniza redimida, libro que contiene el poema «Un puñado de tierra», de innegable resonancia en la lírica contemporánea del Paraguay. Y en 1952 había aparecido la novela La babosa, de Gabriel Casaccia.

Estas referencias literarias revelan hasta qué punto el joven abogado se sintió atraído por la personalidad mítica del escritor exiliado. Roa Bastos había definido al Paraguay como una «pequeña isla rodeada de tierra», pero fue Rubén Bareiro Saguier quien reflexionó en profundidad sobre su país: «Paraguay forma un grupo humano con caracteres de nación, celoso de sus tradiciones y de su independencia. Esto, que puede considerarse como un factor positivo de integración, tiene su contrapartida al establecer un aislamiento pernicioso por su impermeabilidad». En resumen: país aislado, escritores desterrados.

«La mayor parte de la literatura paraguaya ha sido escrita en el   —8→   destierro -dice Rubén Bareiro Saguier- y la que nace en el país tiene también el signo de un estilo impuesto por el temor: una obra no representa sólo lo que dice, sino también lo que deja de decir». Así crece la floresta literaria paraguaya: hacia dentro y hacia fuera.

Fuera está -vive, sueña y escribe- Rubén Bareiro Saguier. Perteneciente a la generación de escritores paraguayos posteriores a la de Hérib Campos Cervera, Gabriel Casaccia, Hugo Rodríguez Alcalá, José María Rivarola Matto y Augusto Roa Bastos, el autor de Ojo por diente se integra, generacionalmente, en el grupo de escritores hispanoamericanos formado por los mexicanos Salvador Elizondo y Fernando del Paso; los argentinos David Viñas y Manuel Puig; los peruanos Enrique Congrains Martín y Alfredo Bryce Echenique, el venezolano Adriano González León y el chileno Jorge Edwards.

El jurado que le otorgó el premio Casa de las Américas hizo hincapié en el carácter lírico de su prosa. «Empecé como poeta y sigo siendo poeta», declarará después el autor de Ojo por diente. Autor de tres libros de poemas: Biografía de ausente (1964), A la víbora de la mar (1977) y Estancias/Errancias/Querencias (1982), Rubén Bareiro Saguier escribe una poesía trabajada por el tiempo, próxima a la tradición oriental (él dirá que ha bebido de las fuentes guaraníes y hemos de creerle), y sin pretenderlo entronca con la lírica ejemplar de Juan Ramón Jiménez -tan inmerso en la tradición arabigoandaluza-, de Giuseppe Ungaretti y de poetas latinoamericanos como el mexicano Juan José Tablada y los argentinos Porchia y J. L. Ortiz. Si nos detenemos en este punto es sólo para señalar que el estilo narrativo de Rubén Bareiro Saguier proviene de un arduo y prolongado ejercicio poético. Esto significa no sólo la recreación del lenguaje personal del poeta,   —9→   sino también la recreación del había de su pueblo.

Cuando Rubén Bareiro Saguier escribe sus bellísimos poemas «Historia antigua», «Ancestral», «Paisaje» y «Biografía» no hace otra cosa que invitar a sus lectores a un viaje por el silencio. Y el silencio, ese silencio teñido de humor, nostalgia y malicia, nos habla de ríos, caballos, veranos, tierra roja, lapachos y de un sufrimiento viril, callado, estoico, nunca resignado.

Rubén Bareiro Saguier, ensayista, ha escrito estudios interesantes sobre César Vallejo -poeta al que admira-, Andrés Bello, Miguel Ángel sturias, Ciro Alegría y Augusto Roa Bastos y ha participado enA coloquios, congresos y encuentros de escritores en Francia, España, Estados Unidos, Alemania Federal, Suiza, Venezuela, Argentina y Cuba.

En 1955 fundó y dirigió la revista «Alcor», órgano de expresión de varias promociones culturales en Paraguay. Participó en la edición de las revistas «Aportes», «Desquicio» y «Libre», de París. Trabajó en Editions Gallimard como lector de obras en español y portugués. Ha realizado ediciones críticas -Literatura guaraní del Paraguay- y ha compilado textos de la tradición oral de las culturas precolombinas, La tête dedans, en colaboración con Jacqueline Baldran.

Emigró a Francia en 1962. Desde entonces fue asistente y lector de español en la Universidad de París. Ha enseñado literatura latinoamericana y guaraní en la Universidad de Vincennes y actualmente ejerce el cargo de investigador en el Centro Nacional de la Investigación Científica.

La infancia de Rubén Bareiro Saguier transcurrió en su pueblo natal, a la vera del río Paraguay. El mundo rural, su paisaje, sus personajes, su historia lo marcaron a sangre y fuego. Llegó un momento en   —10→   que Rubén Bareiro Saguier sintió necesidad de expresar su mundo interior. De la poesía dio un salto a la narrativa, al cuento.

«La poesía -dice Rubén Bareiro Saguier- tiene límites en lo que a posibilidad de expresión se refiere. Es decir, creo que la narrativa concede mayores posibilidades expresivas; una situación social es más fácil de transcribir en el plano narrativo que en el plano lírico. La poesía es, para mí, síntesis. La narrativa es analítica... El cuento tiene una mayor apertura en el sentido de posibilidad expresiva. Pero creo que, de todas formas, mi narrativa está y estará marcada por la poesía...».

A partir de 1962 realiza continuas visitas al Paraguay, pero la última, en 1972, determinará su condición política de exiliado. Es apresado, encarcelado y, finalmente, expulsado del país. Se le acusa de trajines subversivos y es, precisamente, el libro de cuentos Ojo por diente, premiado en 1971 por Cuba, el pretexto para su escarnecimiento y destierro. En una conmovedora «Carta a la Compañera», Rubén Bareiro Saguier cuenta que resistió el asedio y la soledad de la prisión leyendo a Faulkner, Heinrich Böll y la Biblia de Jerusalem. Desde entonces no ha podido volver a su país.

Ojo por diente se compone de once cuentos. Es una parábola de la realidad paraguaya captada por un poeta nada idealista -filosóficamente hablando- aunque portador de un rico acervo de vivencias e historias escuchadas en su tierra natal. Es un libro de temática «social», apoyado por el relato vivo de los propios personajes. El lenguaje es importante en esta obra. El autor, mejor aún, la sensibilidad del autor, aflora cuando fluyen las descripciones, el curso narrativo de la historia.

Con toda naturalidad, Rubén Bareiro Saguier escribe de lo que sabe, de lo que   —11→   recuerda, de lo que desprecia: la opresión y la violencia. Desde el punto de vista formal, Ojo por diente reúne cuentos separados por su temática y lenguaje. En el libro se pueden distinguir dos tipos de relatos. Los hay que tratan de los fantasmas de la infancia del autor y aquellos en que afloran los fantasmas de la sociedad paraguaya.

Rubén Bareiro Saguier no era un niño cuando decidió dar a conocer su libro de cuentos. Pero Ojo por diente nació signado por el infortunio. Una serie de circunstancias contribuyeron a que este libro importante no haya circulado debidamente. Vamos a verlo.

Cuando Ojo por diente no aparece, aún flameaban las banderas de «lo real maravilloso», el gusto barroco y la hegemonía de lo que se dio en llamar «el boom latinoamericano».

Es obvio que Ojo por diente no pertenece a este modo de entender la narrativa, una moda, al fin de cuentas. Por eso, la crítica se mostró reacia a consagrar un estilo diferente. Tampoco hace concesiones al folclore o al color local (la palabra Paraguay no aparece por ningún lado). Esto, sin duda, le restó también lectores, sobre todo entre el público paraguayo. Rubén Bareiro Saguier descubre con talento las verdades profundas del mito y de la historia de su tierra lejana. Y no hace concesiones al lugar común.

A ello se suma otro suceso. Ojo por diente resulta premiado cuando estalla el «caso Padilla», razón por la cual su publicación en Cuba es postergada. Se publica, entonces, primero en París, traducido al francés con el título de Pacte du sang. Después, en 1972, en Caracas, en su versión original.

El premio cubano, su prestigio y sus implicaciones, persiguen a Rubén Bareiro Saguier hasta Asunción. Allí es apresado y encarcelado durante un   —12→   mes y medio para ser luego expulsado del país.

Así, este libro de Rubén Bareiro Saguier permanece casi ignorado. En él se describe la violencia y la opresión del hombre, mediante un lenguaje cargado de humor y despojado de excesos barroquizantes. La economía de estilo es sorprendente en este libro hecho no de descripciones de retratos psicológicos, sino de bocetos, con un lenguaje tenso que oscila entre la ironía y el sortilegio poético. Lo que sorprende en este libro es su poder de seducción, «el asedio estricto de las palabras reveladoras» su capacidad de hablarnos de una realidad profunda sin hacer localizaciones temporales, lo cual le confiere una mayor fuerza mítica, un concentrado vigor narrativo. Esta impresión le llevó a decir a Claude Couffon: «Saguier revela en estos relatos una sensibilidad creadora original, apta para encontrar el tono justo capaz de explicar, en toda su autenticidad, el drama del oprimido». Después de celebrar su calidad literaria, Roa Bastos sostiene que «cada uno de los once cuentos de Ojo por diente trata de participar, desde adentro, en el drama de opresión y degradación no menos que en su contracanto de esperanza y coraje. Su virtud principal es que el espíritu de estos relatos está exento del maniqueísmo que parece seguir acechando las expresiones de nuestra literatura testimonial... De este modo, la aventura de los hechos narrados se identifica con la aventura del lenguaje en el que la palabra cobra una función de vida vivida. La tierra y el hombre paraguayos trascienden así el marco localista hacia una visión totalizadora de nuestra América; hacia una visión, en última instancia, sospechosamente universal».

Nunca mejor dicho.





  —[13]→  

ArribaAbajoSólo un momentito

  —[14]→     —15→  

El sol le dolía en los oídos como el eco de un estampido cercano, como el eco de lo que se les había comunicado esta mañana temprano. Parado en pleno rajasol, sentía pasar a través de sus huesos recalentados las capas ondulantes y quietas en el aire pesado. Por momentos le era imposible mantener los ojos abiertos; entonces veía esas placas, esos puntos, esas rayas, esos signos rojos, verdes, azules, amarillos sucederse en la pantalla negra de su cabeza. Los dibujitos seguían danzando cuando abría de nuevo los ojos, moviendo ahora las capas superpuestas de resol.

El suboficial gubernista les había leído la orden sin alterar la voz, tranquilamente, como comunicándoles que iban a bañarse en el tajamar o que debían ensillar el caballo para salir al campo. Pero el muchacho intuyó que se trataba de una cabalgata más larga, de una zambullida más profunda. Fue entonces cuando sintió el zumbido largo en los oídos y le dolió el tajo de los recuerdos. ¿Dónde estaría su   —16→   compañera? ¿Habría podido escapar al ventarrón de odio y fuego que arrasaba los montes, el valle, los ranchos? En ese momento le agradó recordarla en la embriaguez de los bailes bajo las enramadas. En uno de ellos la había encontrado, punto rojo y fijo cerca de la luz asmática de una Petromax, cuerpo duro del primer contacto, olor salvaje de pelo lloviendo sobre el suelo sediento de sus deseos. Y su risa y sus muslos prietos le carcomían los sesos; una raya que le iba bajando desde la nuca hasta las ingles.

Al terminar de leer el papel, el sargento los miró amistosamente. Su vozarrón amable llenó el aire: «A prepararse cada uno solamente... por estos lugares no hay pa'í...». El Padre Cristóbal había traído del pueblo los muñecos que hablaban. «Misterios de la Sagrada Pasión y Muerte...», decía el Pa'í Cristóbal; seguramente por eso él no entendía muy bien lo que decían los títeres. La función se había realizado en el patio de la escuela y ellos, los alumnos, habían preparado la tarima, en el sitio que ocupaba el de la orquesta cuando había baile. Cómo le había impresionado el muñeco pálido tratando de escapar del machete en media luna con que la calavera lo perseguía; saltaba como un toro maneado y trataba de esconderse.

De repente reconoció la figura chopetona, maciza, moviéndose entre los hombres que acababan de llegar al puesto. Un rayo se le abrió dentro del pecho. Pese a la multiplicación de las mariposas del sol en las pupilas, se le apareció el inconfundible balanceo del cuerpo musculoso. Lo veía venir desde lejos en la memoria, caracoleando en su doradillo lustroso, a veces él -muchacho- en la delantera de la   —17→   montura, lleno de orgullo; los gritos del jinete seguían la cadencia alegre de la música y él, el relumbrón de las botas domingueras. En las tardes de carrera, veía la mano segura con el anillo de piedra roja, tendida con el vaso tintineante por el pedazo de hielo que hacía sudar los gruesos paneles del vidrio; la dulzura del mosto rascaba la garganta y le iba pintando de frescura las demás partes del cuerpo.

El hombre lo vio de golpe, se paró en seco y apartándose del pelotón, se acercó a pasos pequeños, fruncido el ceño. El muchacho dio un paso corto y sacándose un imaginario sombrero, juntó las manos.

-Sea paíno... -adelantó las manos para recibir la bendición.

-Dios te... -un murmullo completó la fórmula del padrino. El hombre había cambiado de mano el arma para trazar la tosca cruz de aire con dos dedos de la mano derecha levantados. Terminada la señal, le pasó la diestra. El apretón fue breve, rudo, cordial. La frente del padrino había recuperado su superficie tranquila.

-¿Dónde caíste, mi hijo...? -La voz era la misma que cuando la bendición. Con un ligero movimiento de cabeza el muchacho indicó la izquierda y ambos se apartaron varios metros del grupo de prisioneros, en dirección opuesta a la que había tomado la patrulla a su mando.

-Ayer, a la entrada de Cañada Candil. Queríamos llegar a Angostura para cruzar el río a nado...

-Heee... -cortó el hombre, pensativo. El largo monosílabo aparentaba indiferencia, así como la mirada distante, lejana.

  —18→  

-Tío... ¿cómo se ha de terminar esto...? La voz se fue apagando hasta volverse casi inaudible.

-Y -el hombre levantó la cabeza y fijó en la cara del muchacho una mirada marrón e intensa-... el pelotón está a mi mando.

Se hizo un hoyo de silencio. El hombre veía al niño montado en su hombro, riendo feliz; oía el llanto del adolescente cuando la muerte del padre, en la anterior revolución. Ésa era otra historia; su cuñado hubiera podido matarlo a él. Cuando hay revolución, cada uno defiende su color; cuando la muerte viene, no hay tu tía.

-Así no más tiene que ser... -el hombre se sorprendió reflexionando en voz alta. Su sobrino le miraba con la misma admiración que cuando hacía bailar a su caballo la polka partidaria. Las olas de calor traían pedazos de voces de los otros prisioneros; contra la luz se adivinaba el movimiento de moscas lentas. Detrás, las moscas verdes caminaban con sus patas, con sus miles de ojos, con sus automáticas bajo el brazo. Después, la tierra reseca, el pasto requemado subían y bajaban en suaves declives; las islas escuálidas de árboles reverberaban en la distancia. Más allá, la luz incendiaba el monte, el aire azul.

El hombre y el muchacho estaban apartados de todo, el sol daba de plano sobre sus cabezas, los pies chupaban sus sombras y las pasaban al fondo de la tierra roja y sedienta. Dos árboles plantados en medio del campo, de esos que atraen los rayos secos. El resplandor ciego del mediodía altísimo indicaba que, en cualquier momento, una centella, un latigazo de fuego podían fulminar a cualquiera de los dos.

  —19→  

-Tío, yo tengo mi compañera... -los ojos del muchacho se perdían en la dirección imprecisa del monte; su voz sonaba mojada.

-No te preocupes, mi hijo. Mañana me voy hacia el lado de tu casa; le voy a ver en tu nombre. Si necesita algo me ha de encontrar sin falta.

El muchacho no dijo nada, fijó una mirada de gratitud en la cara ancha del hombre. De repente le vino el olor fresco de la muchacha, la memoria de su piel tostada, del panal que guarda entre las piernas. No podía ser... Desde el fondo de la tierra habría de volver hecho avispa o labio o viento para estar cerca de ella. Pero el tío tenía razón: el día del último San Juan, al levantarse, no había visto su cara en el espejo...

-¿Qué le haces decir a tu mamá? Yo mismo tengo que ir a contarle.

-Y... nada... más que memoria. Que cuide de mi hijo; no va a tener padre, pero ha de tener dos madres.

-¿Cuánto falta para el nacimiento?

-Como tres meses.

La mañana del último San Juan su cara no estaba en el espejo cuando se miró para peinarse. Eso no era buena señal. Entonces le había atribuido a la resaca de la noche anterior, la noche en que, después del baile, la hizo su compañera a aquella muchacha con olor a pasto de la amanecida. De golpe entendía todo.

-Mi hijo va a tener mi cara... -dijo como hablando consigo mismo-, aunque yo no llegue a conocerle -agregó dolido.

-Tu papá hubiera estado contento. Su semilla no va   —20→   morir... -el hombre levantó los ojos y se encontró con la vista interrogativa del muchacho, en cuyo fondo brillaba una brizna de esperanza, quizás un ruego. Impasible sostuvo la mirada; sus manos acariciaron como a un niño dormido. Su voz sonó gutural.

-Mi hijo, nadie muere en la víspera...

El sol se había ladeado un tanto y comenzaba a proyectar dos sombras enanas; dos agujeros en el suelo sangriento, calcinado por el solazo. Los silencios eran otros agujeros sin fondo en la tierra de ese mediodía sin fronteras. El norte, borrado por el resol ciego, existía sólo en la memoria musical de las cigarras.

El muchacho pensó en el poco tiempo que había vivido con su compañera, en lo joven que era ella; le dolió el imaginarla en brazos de otro..., pero si él no sería sino un montón de huesos, una raíz oscura, un puñado de tierra rojiza en el verano. Pensó en el coágulo de vida que ella llevaba en el vientre.

-¿Qué ha de ser de mi compañera? Si por lo menos pudiera conocer a mi hijo... -el muchacho volvía a hablar como si estuviese pensando en voz alta.

-Te ha de parecer, como vos a tu padre. Cuando la sangre es de uno, la cara y el porte se heredan.

El muchacho vio de nuevo la escena de los títeres; el muñeco que saltaba como un potro tenía su propio rostro.

«Misterios de la vida, pasión y muerte...», decía el Pa'í Cristóbal con su voz ligeramente nasal.

La luz se había vuelto casi roja, quemaba; el reverbero se levantaba como el humo espeso del incendio. El hombre   —21→   miró a su sobrino con dulzura; levantó lentamente la mano izquierda, que tenía apoyada en el arma, y la depositó con firmeza en el hombro derecho del muchacho. Descubrió en su mirada el intenso deseo de vivir.

Un hijo es el agua que aumenta el río de la sangre... la corriente sigue... -su voz era lenta, cariñosa. Sus ojos se perdían de nuevo en la lejanía, hacia el incendio de las cigarras en las islas zozobrantes en el resol. Con la misma lentitud con que la había depositado, retiró la mano del hombro y torció apenas la cara.

-¡A formar...! -gritó con su voz firme.

Se oyó un ruido de pasos precipitados, de armas que chocan, de cerrojos. Del norte indeciso hacia el lado del monte, adonde irían inminentemente, el hombre volvió los ojos a la cara del adolescente; sus miradas se cruzaron, se confundieron, se hicieron una sola pasta.

-¡Y ahora, tío...!

-Mi hijo... no te preocupes... la muerte es sólo un momentito...



  —[22]→     —[23]→  

ArribaAbajoOjo por diente

  —[24]→     —25→  

Todo esto es mentira, una patraña para desprestigiar al Juez de Paz; porque si lo trataran de ladrón o de prevaricador o hasta de violador -abusando de la leyenda difundida por aquella muchachita convocada en el despacho de Su Señoría para una deposición...-, pero acusarlo de esto, ¡y en qué forma! Ahí está, eso es cosa de la maldita oposición, deslenguada, envidiosa, amargada, incapaz de otra cosa que no sea difamación, bajeza. Además, ¡el procedimiento empleado! Ya el color de las gruesas letras con que un buen día amanecieron embadurnadas las paredes de algunas casas de la calle principal, podían hacer sospechar. Es cierto que luego los letreros se fueron pareciendo al arco iris del propio cielo, pero por puro disimulo; además ya se había producido el contraataque, de manera que nadie sabía más quién ni cómo había pintado. Ahora ya nadie entiende más nada en el pueblo. Ninguna investigación ha podido aclarar el misterio de los pintores nocturnos. Ni las multiplicadas   —26→   rondas de los vigilantes; apenas los tabachís daban la vuelta a la manzana que cuando volvían, ya estaban las terribles acusaciones, goteando su infamia todavía fresca. Es cosa de brujería, son los poras, decían los soldaditos, y había que amenazarles con duros castigos, controlarles con la «brigada especial», comandada por el propio hijo del juez, para vencer el miedo y la resistencia a esas rondas endemoniadas. Las noches del pueblo se llenaron de «¡altos!», «carajos», «recontras» y ruidos de los cerrojos de los fusiles; de poras que pintaban leyendas contra el «Juez cuatrero». La acusación cayó como una bomba en el pueblo. No se trata de poner en duda o dar automáticamente por bien fundada la imputación. La cosa es que en este pueblo el ganado vale más que la mujer y carnear un animal ajeno es peor que matar a un hermano de padre y madre. Sí señor, esto viene de lejos y... es largo de explicar. Peor que liquidar a un pariente cercano; el delito es grave, gravísimo. Y además, ¡esa publicidad vergonzosa! Porque siempre hubo cuatrerismo en la región y hasta cuatreros famosos, como aquel Mate Cocido, que se decía «protector de los pobres», porque ayudaba a unos cuantos zaparrastrosos que le encubrían, y fue muerto como un perro, como el perro que mordió al hijo del Intendente, acribillado a balazos por la «junta de vecinos», fundada para perseguirlo y comandada por el propio señor Comisario. Sí señor, hubo cuatreros por aquí, a montones; y al fin de cuentas, el juez es un ser humano... tanto más que él maneja el registro de transferencia de ganados. Pero esto es cosa de la oposición, sin ninguna duda, como venganza, en primer lugar porque   —27→   eran principalmente animales de los caudillos opositores los que desaparecían, y en segundo, porque estos infelices son unos malhablados de mierda, capaces de cualquier cosa. Hay que ver lo que hicieron cuando el juez dictó un bando atribuyendo la desaparición de ganados a la presencia de un jaguar en la zona. «Juez jaguar» fue lo único que se les ocurrió agregar a las otras inscripciones. Y sin embargo, cerca del lugar del delito, se encontraban siempre rastros de un animal sanguinario como el jaguar, pisadas en la tierra y sobre todo una marca profunda de garras en el sitio en que se había consumado el hecho.

¿Qué pájaro y qué cuervo, qué alma en pena, qué murciélago escribía las leyendas nocturnas, se preguntaban todos en el pueblo? Y así como no había tenido ningún efecto el bando, tampoco sirvió para nada la vaquillona que el mismo juez ofrendó a la Virgen del Rosario, y que valió algunos sermones en la misa principal de los domingos, en los que el cura Laya condenaba la maledicencia y prometía los peores tormentos del infierno para los que levantaban falso testimonio, el dizque embustero, el infundio, faltando así a las sagradas prescripciones del tercer mandamiento de la Ley Divina. «Pecado mortal; alma condenada al báratro de las tinieblas eternas, el sempiterno fuego del averno», gritaba el Padre desde el púlpito sostenido por unos angelotes gordos que soplaban las cometas del juicio final. Pero las feroces admoniciones sólo asustaban a algunas viejas beatas, que en medio de la sordera escuchaban fragmentos de las palabras terribles y veían los rayos lanzados por las manos y los ojos del sacerdote y los del espíritu santo de lata sobre su cabeza leonina.

  —28→  

Entonces vino el contraataque a fondo del juez. Como medida previa hizo apresar a todos los principales jefes opositores. Bien merecido; pero las inscripciones no sólo no cesaron, sino que por el contrario aumentaron. Cansado de hacer borronear las letrotas, mandó pintar sistemáticamente con su gente otras al lado de las que le acusaban. Comenzó con los caudillos adversos más conocidos. «Bartolo Jiménez, cuatrero», «Antonio Portillo cuatrero», «Domingo Asayé cuatrero», «Amancio Peralta cuatrero»... Aquello fue una carrera, un torbellino de pincelazos y letrones, de colores y de nombres. Porque, finalmente, el juez no se detuvo en los nombres de los opositores; como tenía la lista de los habitantes del pueblo, los fue denunciando a todos, por si las moscas... Hasta que tuvo que poner más atención en sus leyendas cuando vino el Comisario con un piquete de soldados a averiguar por qué había difamado a su suegro y Miembro de la Junta local del Partido.

Bueno, la cosa es que en este pueblo no hay demasiada gente para tanta pintura; pero, como es bien sabido aquí, el juez es letrado y hombre de recursos. Recomenzó la lista con los marcantes de la gente: «Lorito cuarto cuatrero», «Antonio karë cuatrero», «Vela de sebo cuatrero», «Burro lápiz cuatrero»... Pero eso sí, respetó las jerarquías y caballerescamente a las mujeres. El comisario, el cura, el intendente, el presidente del Partido, el maestro, el boticario, el Jefe de Impuestos Internos, el representante de la Corporación de Alcoholes y otros notables estaban fuera de toda sospecha, sobre todo teniendo en cuenta el incidente con el suegro del señor Comisario; además, no era el caso de   —29→   sembrar la anarquía y soliviantar a la oposición. Y las mujeres, naturalmente, por caballerosidad y porque veía mal cómo podrían andar carneando de noche vacas ajenas, salvo doña María, la viuda del inglés. Una estanciera rica, más si es mujer-macho como ésta, puede hacer las peores cosas, hasta matar novillos o toros de cría.

Noche a noche, noche tras noche, noche y noche pinta que te pinta; ángeles o demonios, sombras o lechuzas, poras o cristianos mañeros escribiendo gruesas letras con la acusación vergonzosa contra la autoridad. Con el mismo entusiasmo, la gente del Juez replicando dale que dale, retribuyendo pincelazo por pincelazo, cuatrero por cuatrero. Las fachadas se llenaron de nombres, de marcantes y por sobre todo, la superior presencia del juez, gran señor de las paredes del pueblo. Cuando ya no hubo muros en dónde pintar, ni siquiera en los ranchos de los suburbios, aparecieron inscripciones en las barrigas de los burros, sobre las costillas de los perros y en los flancos de las vacas, especialmente en los de colores claros, aunque la pintura blanca solucionaba perfectamente el caso de los pelos oscuros; el problema se planteó con los overos, los pintados y los morunos, sobre los que era difícil distinguir las letras. Esta fase desagradó mucho a todo el mundo; una ola de protestas indignadas se levantó unánimemente. Para evitar la destrucción de las bellezas naturales, de esos adornos del pueblo -una vaca embadurnada es horrible, un perro pintado parece un pora, un burro manchado es indecente-, el Juez hizo colocar grandes paneles en la plazoleta que está entre la Iglesia y la Municipalidad. Fue un suspiro de alivio   —30→   popular y hasta atrajo una decena de turistas, entre ellos un gringo fotógrafo que se incorporó a la vida del pueblo con el marcante de Duende de Lata. Pero la cosa es que también esos cartelones se están llenando...

Yo, Sinforiano Santacruz, Juez de Paz Letrado de este pueblo, preocupado por el bienestar de la población, acabo de ordenar que se coloquen nuevos paneles de tela blanca en la plazoleta del puerto. Cumplido con mi deber de magistrado, me pongo mi piel de jaguar, tomo mi gran garra de jaguar y me voy a realizar mi acostumbrada gira campestre...



  —[31]→  

ArribaAbajoDiente por diente

  —[32]→     —33→  

Sí señor, ese es Dalmacio Tatú, mi vecino de la chacra a media legua de aquí. Y usted va a saber lo que pasó. Yo, señor, no soy político ni pendenciero; no me gusta la sangre de cristiano. Claro que tengo mi color, como todo el mundo. Desde que nací tengo el color que mi padre y mis abuelos me ataron como un ñudo mordido al cuello, a los huesos, a la sangre. Bueno, todos somos así; yo y mis hermanos y mis primos y mis tíos. Y lo mismo pasa con mis vecinos. Cada uno tiene su color. Con las mujeres es diferente; ellas tienen que tener el color del hombre, el del padre cuando son hijas de dominio, después cuando se arrejuntan, si que el de su compañero. Eso no quiere decir que uno ande persiguiendo al prójimo, porque no es del mismo color. Qué se gana con eso, sembrar más cruces al borde de los caminitos, sembrar huérfanos, hacer crecer yugos, porque cuando se suelta la persecución, los que pueden se van lejos, al otro lado del río, y los que no, se   —34→   quedan a la orilla de los caminos, esperando que un cristiano caritativo les prenda una vela, para evitar que su alma ande penando por ahí, asustando a la gente y a las vacas. Ya hay bastante pobreza en este valle como para seguir haciendo caso de los que vienen de la capilla a decirnos que nuestro vecino es nuestro enemigo y que hay que matarle porque el color de su familia no es el del gobierno. Por lo que ellos se acuerdan de nosotros más que cuando necesitan; después, barriga de perro, uno se puede morir de hambre si en sus sembrados la sequía o la langosta o los granizos hacen la porquería. Nadie le da bola; qué se van a acordar...

Usted sabe, señor, aquí en este valle siempre hemos sido bastante amigos; a mí no me persiguieron mayormente cuando mandaba el otro partido, o bueno, fue soncera lo que me hicieron. Así también nosotros respetamos a nuestros semejantes que son nuestros correligionarios. Bueno, eso fue antes de lo que le cuento; los poguasú no llegaban hasta nuestro rincón, seguramente porque estaba muy lejos o porque somos pobres por aquí, y los jefes no tienen gran cosa que sacarnos. Después pasó lo que pasó y todo es diferente; ya ve lo que le ocurrió a Dalmacio Tatú. Pero él no tiene la culpa, tampoco se entremetía en política; antes era un cristiano como cualquiera, hasta que esas gentes llegaron a la región. Al principio creímos que eran evangelios, que venían a hablarnos de la Biblia y a vendernos o a regalarnos la Guía Práctica de la Salud, ¿sabe?, ese libro con muchas fotografías. Pero ésos siempre son gringos y éstos hablaban en guaraní puro, como el que más; eran de los nuestros...   —35→   Venían del otro lado del río. Parecía buena gente; hablaron con nosotros, trataron de explicarnos para qué venían. No estaba mal lo que decían, pero parece que querían engañarnos con lindas palabras, como dijo el Ministro. Usted sabe, señor, a nosotros ignorantes no es difícil jodernos; cuando un letrado sabe hablar puede darnos vuelta de todos lados. Una cosa si es cierta, todo lo que necesitaban nos pagaban; nunca nos robaron, nunca nos sacaron nada de balde, al contrario, nos daban remedio y se ofrecieron para enseñarnos a leer y todo. Y hablaban lindo; era verdad lo que nos decían para mostrarnos cómo vivíamos aquí perdidos y olvidados de los karaí, de los señores que sólo se acuerdan de nosotros cuando hay elecciones... Pero, usted sabe, parece que todo era para jodernos, al menos eso dijo el Señor Ministro. El Ministro no es un cualquiera, es un jefe, un jefe grande del Partido, y él vino a hablarnos, a nosotros, pobres campesinos. Nosotros no somos nadie, y sin embargo él vino, personalmente, a explicarnos quiénes eran los montoneros. Primero nos reunió en la Alcaldía de Pindoty y nos hizo repartir caña; después del asado nos entregó un poncho Pilar a cada uno y nos habló más de dos horas. Parece que los guerrilleros eran enemigos de la patria; que venían desde el extranjero, pagados para destruir nuestro país y nuestra religión. Nosotros no vemos mucho al Pa'í, pero creemos en nuestra Santa Patrona del Rosario. Nosotros peleamos en la guerra contra los invasores, y no nos gusta que nadie venga de afuera a invadirnos y a tratar de derrocar nuestro gobierno del Partido y a destruir nuestra religión. Todo eso nos explicó el Señor Ministro y nos hizo   —36→   repartir machetes nuevitos, brillantes. Cuando le trajeron a Secú Quiñónez, yo no lo reconocí. ¿Usted sabe quién es? Un arriero simpático y corajudo de nuestro valle, hacia el lado de Loma Perö. No había un pedazo de su piel sin un moretón; los ojos no se le veían bajo la hinchazón de la cara monstruosa y en el lugar de la oreja izquierda había un pedazo de sangre coagulada. Eso no era un cristiano ni siquiera un animal; al animal se le degüella, se le carnea, pero no se le juega de esa manera. Era un pora, una mala visión que venía arrastrado por dos soldados de las Fuerzas. Lo tiraron delante de nosotros y si no se hubiera movido un poco y lanzado dos o tres gruñidos -le habían cortado la lengua-, yo hubiera dicho que estaba muerto. La cara del Señor Ministro se endureció y sus ojos brillaban como un machete cuando nos dijo que eso, y peor, nos esperaba si nos convertíamos en traidores a la patria y al partido y apoyábamos a los guerrilleros. A mí, señor, no me gustan esas cosas, pero la caña seguía corriendo y uno empieza a perder un poco la cabeza después de varias vueltas; todo el mundo puteaba contra Secú, y su primo Tanasio escupió sobre el montón de queresa tirado en el suelo... Bueno, yo no estaba muy de acuerdo, pero también grite «piiipu» cuando el Señor Ministro nos dijo que había que terminar con la maleza, con los yuyos venenosos de los montoneros. Él sabía bien que solamente nosotros conocíamos al dedillo nuestra región y que las Fuerzas no podían hacer nada contra esos hombres que como aparecidos les salían por detrás a las patrullas y se volvían a perder en el monte como pora. Era la primera vez que un jefe así, venía a hablarnos, y   —37→   un Ministro no se ve a menudo por estos lados; si hasta el Padre viene de tarde en tarde, bautiza a los mita'í, casa a unos cuantos amancebados, cobra sus diezmos y se manda a mudar. Usted comprende, cuando el Señor Ministro se fue, todos estábamos convencidos. Y cuando nos dieron las armas, nos dedicamos a la caza de aquellos hombres, la mayoría muchachos jóvenes, que había venido a hablarnos de cosas raras. La violencia es como la caña, señor; emborracha, sube a la cabeza, se mete en la sangre y nos hace trastrabillar de rabia. Sin cuartel los perseguíamos; aunque traían baqueanos, como el finado Secú Quiñónez, conocíamos la zona mejor que ellos. Nos olvidamos de las cosas lindas que nos habían dicho, de sus remedios, de todo, porque nos habían convencido que eran nuestros enemigos. Yo veía a mis compañeros echar espuma por la boca, peor que los perros persiguiendo a un aguará en el monte. Los rodeamos, los encerramos, y de isla en isla en donde se escondían, los fuimos liquidando. La orden del Señor Ministro era que no tenía que haber prisioneros; había que matarlos allí mismo. Se pidió voluntarios para la ejecución de los prisioneros. Al principio, yo también me ofrecí; usted comprende, estaba borracho de rabia, pero cuando vi la cara triste enfrente de mí, cuando vi los dos ojos que me miraban sin miedo, ya desde el otro lado del corral, no me animé a apretar el gatillo.

No sé por qué pensé en mi madre, y en vez de la cara de ese muchacho extraño, encontré la cara de mi hijo que me miraba fijamente por esos dos ojos limpios; de mi hijo que está en el cuartel, ¿sabe?, y que debe tener la misma edad,   —38→   con el bigote apenas apuntando encima de la boca. Como le dije, a mí no me gusta la sangre de cristiano, pero más de una vez, en la guerra o en alguna farra, me ocurrió participar en una desgracia; eso le pasa a los hombres, es ley de machos. Allí era diferente; nunca me sentí tan sucio como en ese momento, si hasta tenía el gusto de la mierda en la boca. Bajé mi arma. El muchacho siguió mirándome con los ojos enormes, quizá más grandes por la sorpresa; seguro que no entendía lo que pasaba. Le oí murmurar algo como «compañero... compañero...», sin cambiar de expresión. Le hice un gesto y volvimos hacia el labio del monte, yo atrás con la automática bajo el brazo, con la cabeza gacha casi a la altura del tobillo. Me sentía un miserable. Fue la primera y última vez que me ofrecí como voluntario para la ejecución. Fue en esa oportunidad que Dalmacio Tatú comenzó a destacarse. Nadie iba a decir; era un arriero callado, manso por demás, se le burlaban más bien. Las mujeres no querían salir a bailar con él porque no les decía nada y se aburrían. Nadie creyó cuando se ofreció para liquidar a mi prisionero, y después de la descarga lo vimos volver con la mirada radiante. No sólo ejecutó a sus montoneros, sino que liquidó a los dos o tres que mis compañeros, como yo, no se animaron a hacerlo. En los dos días que duró la matación, Dalmacio pasó por las armas a quince prisioneros, y cada vez lo veíamos más excitado, más borracho de sangre, más seguro de su fuerza. Estaba desconocido: Dalmacio Tatú había abandonado el carapacho en el que se había encerrado ante nosotros para convertirse en una especie de aguará; como los zorros que se alimentan de   —39→   sangre se había puesto. Al anochecer del segundo día de carnicería, Dalmacio Tatú se internó en el monte con su cliente número 16. Era un campesino de por aquí cerca, pero que había ido al Chaco argentino, él y su familia, hacía mucho tiempo, y que posiblemente los montoneros trajeron como baqueano. Nadie sabe lo que allí pasó. Escuchamos la descarga y poco después, una especie de aullido que nos puso la sangre como hielo. Algunos dicen que el prisionero dio unos pasos y le cayó encima; otros creen que el muerto se levantó y le escupió la sangre en la cara; otros si que aseguran que era su hermano. Yo no sé; la cosa es que cuando fuimos a ver lo que pasaba, Dalmacio Tatú estaba sentado en el suelo, gimiendo despacito; una mancha de sangre le subía desde el pecho por la garganta hasta la boca. El resto de la cara era una máscara amarilla, una careta de cadáver, y sus ojos, de vidrio vacío, como el del muerto acostado a unos metros de él. Ya ve usted, señor, las cosas se pagan. Ése que usted pregunta se llamaba Dalmacio Tatú; ahora es Dalmacio Tarová, el loco de Pindoty...



  —[40]→     —[41]→  

ArribaAbajoRonda nocturna

  —[42]→     —43→  

Allá, otra vez, la figura disimulada bajo la sombra de los naranjos. Si por los menos hubiera luz en la esquina. Todo es muy raro últimamente. Hace poco, un moscardón en la sopa; luego, una oreja palpitando bajo la almohada. Amelia dice no saber nada, pero esa mirada que pone cuando..., esa cara de espapirantomina. Hay pasos apagados en el corredor; la servidumbre, quizá, pero quién sabe si ellos mismos... Estoy seguro que el ojo de la cerradura espía mis movimientos, hasta en el baño me sigue. Ayer había un ojo azul clarito cuando estiré la cadena. No tuve tiempo de distinguir si era verdaderamente celeste o verdecito. Amelia no cree mucho. Me parece que ella también está mezclada en todo esto. ¿Con quién hablaba ayer cuando entré de improviso en la sala? «...clorobenzoato...» o «...benzoclorato...» o «...clarozapato...», y cortó en el acto. Gatos extraños cruzan el patio de noche, y hasta el dormitorio, los he visto fugazmente al despertarme la noche de la tormenta.

  —44→  

No, no podría aguantar de nuevo algo parecido a lo de la última vez que estuve adentro. Noches y noches sin dormir..., los gritos, las lamentaciones en la pieza vecina. Nadie sabía explicarme exactamente lo de la bañadera. Tengo aquí los aullidos, el olor «insoportable del retrete cercano, del sudor acumulado, de la promiscuidad.

-El jefe le quiere hablar.

El pyragué cojea ligeramente; su cara curtida, sus rasgos adolescentes se bambolean con la marcha. Algún resorte se me afloja en las piernas y creo que yo también estoy rengueando. Siento la piel de la cabeza y del rostro tendida, a punto de desgarrarse, como cuando uno se enfunda una media, para desfigurarse. ¿Y si el sitio adonde me conduce no es el despacho del jefe sino...? ¿Dónde estará Julián? A la entrada nos separaron. No, no puede ser. No era su grito. Estoy casi seguro. No sé muy bien si este hipo ya lo tenía antes o si me ha comenzado en este largo corredor en que cada columna me da golpe de sombra al pasar.

Paredes amarillas, sin más adorno que un retrato. ¿Para qué usarán este escritorio oscuro? Un legajo manoseado que el hombre cierra al entrar yo, al tiempo que se levanta de la única silla, con respaldo de rejillas. Y un gigante detrás, a la izquierda del superior, con pañuelo carmesí en el bolsillo del traje blanco arrugado y sucio.

-Mire usted...

El jefe comienza a hablar con voz meliflua, casi paternal.

Mi tía pregunta qué ha pasado con el dulce de mamón que estaba en la alacena.

La mirada metálica se pierde sobre mi cabeza, cerca del   —45→   techo, va hacia el hombre del retrato colgado detrás, a mi izquierda. Esta sensación de estar hablando con un ciego me turba aún más.

-Su compañero ya contó todo -sigue la voz dulzona-. Sólo queremos su confirmación de los hechos para ponerlo inmediatamente en libertad.

-Señor jefe... yo -el maldito hipo me corta el resto de aplomo-, yo no sé nada...

Si me contás bien te voy a dar un premio. Tía, yo no sé nada...

La mirada perdida hacia el techo se nubla ligeramente. La voz se agrava un tanto, hay en ella un ligero tono zumbón.

-No macanee. Si no es grave. Confiese; de todas maneras el doctor Julián Figueredo ya nos dio todos los detalles.

La precisión del nombre y título de mi amigo tiende indudablemente a hacerme creer en su confesión. ¿Qué les habría dicho en verdad Julián? ¿Es cierto que ya lo habían interrogado?

-A ver. Ustedes llamaron por teléfono desde el Triunfo -dice luego de una pausa que no me atrevo a romper-. Como habían convenido, fueron a la casa del gringo a las nueve -mi hipo le interrumpe-. Con entera tranquilidad, cuéntenos de lo que hablaron.

El dulce llenaba la sopera enlozada. Ahora está menos de la mitad. Decime bien no más... No me acuerdo ya de mi padre, menos de mi madre que murió al nacer yo.

-Bueno... -dije, y el malhadado hipo me cortó de nuevo-. Él es también especialista de teatro. De eso hablamos. De los autores modernos y su influencia en nuestros países.   —46→   Sabe, nos interesa mucho la situación actual de nuestros teatros...

Trato de dominar el maldito hipo, de abrumarle con detalles verosímiles. Yo mismo me doy cuenta de la falsedad de mi voz que procura ser natural, del ritmo acelerado de mis palabras.

-¡Qué teatro ni qué teatro! -me interrumpe fríamente.

Los ojos vacíos se vuelven como de acero y se fijan en el retrato lleno de condecoraciones como hablando no conmigo sino con el rostro abotagado que sale del colorido uniforme, a quien dedica el rito.

Ah..., fue el día en que la tormenta y el gato me despertaron... o quizá esa misma, noche... bueno, no recuerdo muy bien. Era esa misma escena, y las otras, como en una película. Me llevaban de nuevo ante el Jefe y todo ocurría de la misma manera. Pero recién entonces veía algunos detalles; la jarra de vidrio, el vaso y la bombilla en un rincón de la pieza cuadrada; el bulto bajo el saco del Jefe, a la altura del cinturón; la cicatriz del pyragué alto, sus zapatos combinados. Luego afuera, los naufragos malolientes sin voz durante el día, el chapoteo horrible, los alaridos...

-Nosotros le preguntamos a las buenas. Es mejor que conteste bien. Tenemos otros medios... Y usted no va a aguantar... -dice, alargando intencionalmente las últimas palabras, fijándome una mirada condescendiente y burlona desde lo alto.

Los pyragués, que hasta entonces parecían dos estatuas, se mueven ligeramente en sus pedestales.

Vos comiste el dulce, sinvergüenza, grita mi tía. Yo no   —47→   recuerdo la muerte de papá, sin embargo, tenía yo cuatro años. ¡Pobre mamá! Yo fui el culpable. Mi infancia, como una barca solitaria, boga en medio de la pieza cuadrada. Cuando sea grande compraré cuadernos y escribiré mucho y me iré lejos de la alacena, de esta casa fría. ¡Qué oscuro es este cuadro! ¡Si por lo menos pudiera salir para hacer pipí! Cuando sea grande...

El teléfono suena tres veces antes de que el Jefe lo atienda.

-¡Holaaa!... Sí, el mismo...; ¿Pantaleón Palacios? ¿Dónde?... Ya me parecía... Que le traigan inmediatamente... No..., no... suspendan y que lo traigan ahora mismo... claro... sin rastro... ¿Entendido? En seguida. Taluego.

Deseo ardientemente que siga hablando. Pantaleón Palacios, rana eléctrica bajo espesa capa de agua meada, escupida, defecada. Pero no. Deposita solemne y triunfalmente el tubo en la horquilla y vuelve el rostro hacia mí.

-Ya ve. Acaba de caer este tipo que nos faltaba. ¿Usted le conoce?

No sé si los ojos desteñidos y extraviados reparan en el ligero movimiento de mi cabeza, de arriba a abajo o quizá de izquierda a derecha. Pantaleón pateándome por debajo del banco: soplá, desgraciado... Y tía de Los Ángeles moviendo ceremoniosamente el dedo índice: este muchacho no es buena junta; muy cabezudo, muy farrista; seguro que ya anda con mujeres y todo; te va a perder... te va a perder...

-...saber las relaciones que hay en este asunto entre los de allá y la gente de aquí.

-Justamente, como prueba de una cooperación, hablamos de adaptar el Martín Fierro...

  —48→  

-¡Fierro es lo que le vamos a dar si sigue haciéndose el idiota! ¡Sabemos bien que hablaron de la invasión! ¡Ese gringo no es sino un enlace con ustedes, los traidores de adentro! ¡Qué agregado cultural ni su abuela va a ser! ¡Por dónde van a entrar! ¡A ver, diga! ¡Quiénes son sus cómplices! ¡Rápido!...

Un puñetazo sobre la mesa, y el sudor frío que me gotea desde adentro, sobre la frente en las manos. De los ojos ausentes salen pequeños murciélagos azulados. Mi barca se hunde de golpe, con mi tía y la alacena y el dulce de mamón y mis cuadernos. Sólo siento la piel de mi rostro y mi cabeza tensa como la de un tambor batido en las sienes. Mi cuerpo helado no me pertenece. Ni siquiera mi boca, que tartajea monosílabos e hipo cada vez con mayor frecuencia.

-Pero no... no... Señor Jefe... hip... no... yo no sé nada...

Cómo dura esta pesadilla. Quiero volver a casa de mi tía. De haberlo sabido, nunca hubiera dicho «ser hombre», cuando me preguntaban qué haría cuando grande. La voz sigue, cada vez más glacial y amenazadora. Los murciélagos se meten en mis orejas, en mis ojos. Oigo las palabras duras, lejanas, como proyectiles; las oigo desde detrás de mi cuerpo frío, de mi piel de tambor, siguiendo el vuelo de los dípteros, que pegan saltos con cada hipo; las oigo cada vez más ajeno a lo que está pasando en aquella pieza cuadrada, cada vez más cerca del retrato condecorado que sonríe complacido ante la devoción del hombrón rubio.

El escritorio negro, sin tintero ni pluma. Un legajo manoseado en cuya carátula puedo leer GUER... El resto está borrado por la suciedad, por la grasa de las manos, por la   —49→   rabia. Menos la S final que zigzaguea como una culebra. La silla de madera oscura, con el respaldo de rejillas. Los dos pyragués, el rengo a la derecha del jefe, con su camisa de nylon rosada; el más alto a su izquierda, con un chorro de sangre en medio del pecho. El armario de metal, gris claro contra la pared amarilla, sin más adorno que el retrato que sonríe con todas sus presillas cerca de mi oreja izquierda; de mi oreja izquierda dolorida, roja como mi oreja derecha. Y la voz implacable, pétrea, llenando los rincones de la pieza, los intersticios oscuros de mi cuerpo, detrás del cual trato de esconderme buscando inútilmente la alacena, el dulce de mamón con clavo de olor, mis cuadernos... Mi cuerpo lleno de agujeros por donde se escapan monosílabos e hipos y pasan los murciélagos acerados...

Noches interminables, llenas de gritos, chapoteos, lamentos, ruidos de golpes. ¿No seré yo el próximo? El hombre de cara aplastada, en camisa de nylon verde botella pasa cerca y vuelve con el cadáver pálido del muchacho que dos días antes han sacado desvanecido de la cámara. Un suspiro de alivio ¡Qué miserable! Pero es más fuerte que yo. Siento los nervios tensos como cuerdas recién templadas. ¡Y el olor de orín, de heces, como una flor podrida en mis narices, en mi estómago, en mi alma! ¡Que me lleven, que me lleven a mí, para acabar de una buena vez con esta espera voraz...! La mañana es un horno; el calor aumenta las exhalaciones del retrete. Imposible dormir con esos ruidos. Caronte en camisa verde botella y su barca de gritos eléctricos, su baño de miedo bogando en mi espinazo, metiéndose por todos los meandros de mis nervios...

  —50→  

El hombre se aparta del hueco oscuro del portal, se pone delante. Huele a sudor enfundado en su camisa rosada.

-¡Documento! -dice con tono seco y autoritario.

Vos robaste el dulce, sinvergüenza... mejor a las buenas... ¡Fierro!

Huelo el acre sudor condensado en su camisa de nylon, el olor de la promiscuidad, del orín, de la mierda...



  —[51]→  

ArribaAbajoBrowning 45

  —[52]→     —53→  

-Cómo no, Evaristo -la voz del hombre gordo sonó suave, casi servil.

La silueta, dura del mozo se recortaba contra la amanecida lechosa del cielo, que el agua duplicaba y quebraba de ola en ola. El muelle Lucero estaba prácticamente desierto; el Doctor era tempranero y nunca la lancha le había ganado. El mozo mantenía la mano firmemente metida en el bolsillo derecho. Su voz había sido más temblona de lo que hubiera deseado, cuando dijo:

-Doctor, quiero hablarle...

«Mierda, la chinita le contó todo.»

-Diga, Evaristo -insistió el Doctor, con voz más segura, mirando hacia los pocos pasajeros sentados en la penumbra de la lancha; oyó indistintamente las conversaciones. «Empezá a cebar el motor...», «Mi vaca mermó mucho...», «...ha de ser la seca...», «...la pobre tiene la tuber...», «...todo subió, hasta la maíz...», «...qué terrible es la consunción...»,   —54→   «...una diarrea que no le para ni con jugo de...».

-Mejor allá -el mozo mostraba el costado del muelle.

Oyeron las primeras toses herrumbradas del motor mientras caminaban por la planchada. Se cruzaron con una sombra delgada que subía con un mazo al hombro.

-Buen día.

-Hola, Juan.

-Buen día, don Lucero.

El Doctor miró las estrellas que se despedazaban con los golpes de las olas; los ladridos del agua asediaban la arena de la costa. La figura de ambos hombres iba destacándose sobre el amanecer, cerca de los yuyos, cerca del aromital que embalsamaba la luz rosada, creciendo y creciendo desde el este sobre la corriente del río. El mozo guardaba la mano derecha enfundada en el bolsillo: hablaba con tono suave, entrecortado, mas la voz se había afirmado. Pero lo que más se oía era la verborrea meliflua, del hombre gordo: oleadas y oleadas de palabras; la marca que sube, que va envolviendo.

-Pero no, Evaristo... usted sabe... el sentido de las palabras es engañoso, y yo, comprendo, su señorita novia pudo haber entendido mal mis paternales solicitaciones... No, eso no... en ningún momento... ni siquiera lo he pensado... Claro que es una chica muy linda, pero, imagínese... a mi edad, y a esa muchacha que puede ser mi nieta, ya no digo mi hija... Eso es mentira, la gente exagera, es fantasiosa... Ese chico no se me parece para nada, es un enclenque; no me hacen ningún favor al atribuirme... usted ve la fuerza de mi semilla; fíjese en la planta de mis hijos: la figura apolínea del   —55→   militar y la apostura reflexiva del seminarista, y su inteligencia... para no hablar sino de los mayores. Pero si yo he protegido toda la vida a la familia de la Eudosia. ¿Quién le ha sacado a su padre de la cárcel? Y su causa sí que era jodida. ¿Y quién les da trabajo de lavandera a su madre y a las muchachas? ¿Quién les recibe en su casa como criadas? Es en el seno cristiano de mi hogar, de mi familia... Pero no, Evaristo, ésa es otra mentira, mi hijo Abdulio es un santo, está dedicado al servicio de Nuestro Señor y la hermana de Eudosia es mucho más vieja que él. Bueno, el militar sí es un gaucho; pero también, con el porte de macho que tiene. Pero no se mete con las muchachitas de por aquí; usted sabe, es adulado por las niñas de nuestra mejor sociedad capitalina. El gran jefe lo quiere mucho y -esto entre nosotros- lo lleva en su compañía para sus farras; esto lo supe por ahí, él es muy callado. Bueno... se dice... se dice... pero no es seguro; hay tanta gente parecida sin necesidad de que sean padre e hijo... todo el chisme sale de que su madre fue un tiempo sirvienta en mi casa. No... usted no puede creer todo eso. Claro, darle unos consejos, ya que su padre es un borrachín que anda tirado de boliche en boliche... Sí, pero afectuosamente, nada más, como lo haría un padre con su hija... sin mala intención... ha confundido el afecto paterno -y lo entiendo, nunca lo tuvo- con la otra cosa. Fíjese, a mi edad... y con mi posición social y mi condición de jefe de una familia honesta y cristiana, asentada sobre sólidas bases morales. No es para alabarme, Evaristo, pero en la Capital todo el mundo, ni qué decir mis colegas del Tribunal, respetan y admiran a este humilde servidor que   —56→   tiene el gusto de dirigirle la palabra. Por algo el Partido hace tanto tiempo que me ha dado y me renueva la confianza en este pueblo... Dígame, Evaristo, ¿quién creó la sala de lotería familiar y el servicio diario de la quiniela?, ¿quién hizo arreglar la cancha de carreras?, ¿quién consiguió la libre práctica de ese sano deporte de las riñas de gallos? Antes no se jugaba en este pueblo sino truco, macá, chiquichuela o tuka'ë koreko. ¿Quién, dígame Evaristo, quién consiguió que se inaugure el teléfono aquí? Éstas son obras de progreso. No importa si después tuvieron que llevar la instalación a otro lado; es necesario que haya progreso en todas partes, no podemos ser egoístas; ¿no le parece? Oficialmente tenemos teléfono en el pueblo, y eso es lo importante: el Superior Gobierno cumple. No le quiero cansar con mis cosas, pero usted ha de recordar que la Corporación de Alcoholes puso una Agencia en el pueblo, gracias a mis gestiones, y hasta me confió la gerencia; mediante eso, tenemos caña buena y a precio conveniente. Usted se ha de acordar que regalé tres bancos a la escuela y que hice reparar la iglesia cuando mi caballo le ganó al parejero de los Espínola. No... eso no es cierto, eso inventaron ellos, de puro pichados; mi parejero ganó en buena ley, si hasta el Pa'í Laya estuvo de acuerdo que le sacó una oreja al alazán de los Espínola. El Pa'í quedó muy contento con los santos nuevos, bien pintados, bien vestidos, lindos... si parecen gente, sólo falta que hablen... ¡Qué mentira! ¿Quién va a querer esas imágenes viejas, apelechadas, llenas de termitas? Ni los gringos son capaces de dar un centavo por esas porquerías. El Pa'í Laya habrá hecho fuego con esa madera   —57→   podrida. Eso es pura maldad. El Padre es macanudo, un santo, eso es lo que es. Su prima, que se desvive por cuidarle, me cuenta: todo el día reza, ¡hasta en latín! y de noche la despierta de repente para rezar un rosario juntos. Un santo y un sabio. ¡Claro! ¡Cómo no va a estar de acuerdo con el Superior Gobierno que representa la legalidad, la paz, el progreso, el bienestar para todos los ciudadanos que quieren colaborar y no joder de balde! En el Derecho Canónico está establecido eso, y él no puede ir contra su doctrina. Además, el Gobierno le ayuda en su sagrada misión: le da un sueldito, le facilita transportes, le libera de derechos aduaneros... Esto es normal, somos un país católico, apostólico, romano... Por lo que veo, Evaristo, usted anda mucho con esa gentuza amargada de la oposición, que durante años y años no construyó nada, y ahora quiere destruir todo, y no hace otra cosa que hablar mal del prójimo y decir mentiras sobre el Superior Gobierno y sus obras. Ésa es mala junta, le prevengo. Y con un padre como el que usted tiene, honesto y antiguo servidor de nuestro Partido... Usted anda por la mala senda...

La luz empezaba a dibujar mejor los objetos, dándoles un matiz ligeramente cobrizo. La tierra nacía una vez más de las espumas rosadas del río, con su carga de yuyos, de vacas, de palabras, de maleza. El Doctor prestó atención a los mazazos que Juan Lucero daba sobre los postes de su muelle y el ronquido cada vez más insistente del motor de la embarcación. «Parece que se está convenciendo el arriero... ¡Carajo, todavía me va a hacer perder la lancha!». Ahora veía mejor los rasgos adolescentes del rostro moreno, sus   —58→   labios que apenas se movían, de vez en cuando, con un monosílabo o algunas palabras entrecortadas. Vio que la mano se aflojaba en el bolsillo del mozo. Volvió a la carga.

-Mi querido Evaristo, me parece que tu padre no arregló su asunto con el Banco. Eh..., yo le dije bien. Decile que venga a verme; el nuevo Gerente General es muy amigo... y me debe algunos servicios, por las últimas elecciones especialmente. No... no..., claro, el asunto es otro; esto sólo te decía de paso, como que ahora tengo este placer de conversar contigo. ¿Sabés?, ando tan ocupado que me es difícil ver hasta a los amigos... Claro, yo comprendo tu reacción; es lo que corresponde a un verdadero macho, a un hombre con los cojones bien plantados. ¡Claro!, ¡claro! Pero en este caso hay un lamentable error. Estoy seguro que Eudosia estará dispuesta a corregir su juicio algo... diría apresurado. Ella se ha criado prácticamente en nuestra casa, protegida por los buenos consejos de mi señora esposa, tan llenos de sabiduría, de moral cristiana. Pero fijate, si Eudosia hizo la primera comunión con mis hijas, con Silvia y Antoñita. No sé si te acordás, parecían tres ángeles, todas de blanco. Mi señora le dio para su vestido el tul de un mosquitero que todavía estaba en buen estado. Y después de recibir el Santo Sacramento estuvo con nosotros a tomar chocolate con mis hijas y sus amiguitas. ¡Cómo ella pudo haber pensado, mi Dios! Hasta soy capaz de arrepentirme de los pecados que no he cometido. ¡Qué diría ese santo apóstol, el Pa'í Laya si supiera, él que conoce mis faltas y también más humildes virtudes! Solamente mi confesor sabe todo lo que hago por este pueblo, sin pregonarlo, claro. «El bien sin mirar a   —59→   quién», como dice acertadamente el refrán, que es la sabiduría popular. Evaristo, vos sos joven, escuchá los consejos que te da este viejo, que es un poco tu padre, casi el padre de este nuestro hermoso pueblo. Yo tengo mis años bien vividos y no sería para mí una catástrofe desaparecer; ya he hecho mi vida, he servido a mis semejantes y, por qué no decirlo, me he divertido bastante; no me puedo quejar. Vos sos joven y tenés muchos años por delante, un porvenir brillante. Imaginate lo que sería ese futuro prometedor si, digo así, por casualidad te desgracias y sin querer me pasa algo a mí, por causa de una imprudencia tuya. El Código Penal de la República, en su Artículo 167 prevé de 6 a 10 años de cárcel para el homicidio simple, a lo cual hay que agregar, según reza el inciso 3.º del Artículo 216, otro tanto por la premeditación y alevosía, que vendría a ser el caso, sin olvidar otras agravantes como -modestias a parte- mi prestigio personal y la situación especial de mi hijo el teniente para hacer cumplir la justicia con todo rigor. En síntesis, la broma te puede costar un mínimo de 25 años en el corralón, sin apelación ni recurso. ¡Medio siglo pudriéndote entre rejas! Y todo por nada, por una mala interpretación, un error. Toda tu vida arruinada, y la de Eudosia también porque nadie se va a querer casar con la novia de un asesino. Es horrible, Evaristo, fracaso y sufrimiento donde podría haber progreso y triunfo. En el entretanto, a mí no me pasará gran cosa. Dios Nuestro Señor me habrá llamado a su juicio eterno y sabrá perdonar mis pecaditos y valorar mis virtudes cristianas. La verdad siempre triunfa; el bien es como el sol que aparece por el este cuando se acaba   —60→   la noche. Evaristo, vos te vas a casar con la Eudosia y serán muy felices; yo seré testigo, si ustedes me conceden ese honor. Voy a hablar a mi compadre Nachí sobre la música para la farra y pueden contar con unos litros de nuestra buena caña. ¿Qué te parece? Ésa será la mejor prueba de que todo esto no es sino una equivocación.

Evaristo sacó la mano del bolsillo; su rostro había perdido la expresión dura; el bulto en el bolsillo tiraba levemente hacia el lado derecho. El Doctor sintió que se le aflojaba la tensión de todo el cuerpo; mojó la lengua en la boca reseca y lanzó un imperceptible suspiro. Dio unos golpecitos en el hombro izquierdo del mozo con su mano gorda y peluda, y adoptó un tono bonachón, sonriente.

-Evaristo, permitime todavía darte algunos consejos paternales, de amigo que te aprecia; no te olvidés: el diablo sabe por diablo, pero más sabe por vicio. Me preocupa que andés armado. Eso puede ser muy mal interpretado por las autoridades, sobre todo con los amigotes que tenés. Yo soy amplio y comprensivo, pero sabés bien que el Comisario Saldívar es muy estricto, especialmente con los que atentan contra el Partido y el Gobierno. Seguro que no tenés permiso de portación de arma. ¿Ves? Es peligrosísimo; si te pillan vas a la cárcel por delito de rebelión y asonada, y ahí no hay Habeas Corpus, ni siquiera amigos influyentes; ni yo podría sacarte. Estás frito si saben. A ver, qué es... ¡una Browning 45!, ¡bárbaro!, eso está rigurosamente prohibido; sólo el Ejército puede usar esa clase de arma. Seguro que la compraste a algún desertor o a un antiguo guerrillero; en este caso es todavía peor, te van a juzgar militarmente por   —61→   crímenes de guerra y complicidad con los enemigos de la patria... ¿Vos sabés lo que peligrás? El Código Penal Militar, por cualquier chuchería nomás estipula: ¡pena de muerte! No, no estoy jodiendo, es gravísimo con los milicos. Vos te imaginás lo que es una Browning 45, ¡un arma terrible, casi el símbolo de la subversión contra las legítimas instituciones! Lo peor es que la gente que subía a la lancha pudo haberse dado cuenta... y el Comisario tiene espías por todas partes. Yo no quiero que te pase nada, ni tampoco que hagas locuras. Dame, te la voy a guardar, bien disimulada aquí en mi portafolio. Si te preguntan, por casualidad, decí que la pistola es mía y que te la estaba mostrando; nadie va a sospechar de mí; es natural que yo ande armado, con las importantes funciones políticas que desempeño...

El río había perdido sus estrellas y ahora estaba ambarino, del mismo color que la naciente. La lancha roncaba insistentemente; el patrón gritaba palabras inentendibles en medio del ronroneo del motor. El viejo Lucero empezaba a soltar las amarras.

-Pronto Doctor que va a perder la lancha -Evaristo le tendía la diestra.

El Doctor se volvió hacia el muelle con la diestra apretando la del mozo; con la otra hizo un gesto imperativo hacia el muelle.

-Lucero, Inocente, esperen que yo viajo... -su voz de mando dominó el ruido del motor.

El viejo Lucero volvió a sujetar el cabo y el patrón dijo unas palabrotas sin animarse a alzar mucho la voz. El   —62→   Doctor se tocó las papadas, satisfecho; dio una última palmadita al mozo y le dijo con tono seguro, sobrador:

-Te prometo ocuparme de la deuda que tienen en el Banco; hoy mismo iré. Y del arma no te preocupés...

La lancha se ladeó cuando el Doctor pisó la barandilla para entrar. Lucero arrojó el cabo y la embarcación se alejó lentamente, roncando y temblando. El Doctor apretó el portafolio; junto a los manoseados expedientes sintió la dureza fría de la pistola.

El mozo le sirvió su acostumbrado vinito, el trozo de costilla asada con mucha gordura, el café y los escarbadientes. El Doctor se rascaba las muelas con el palito, se chupaba los dientes, hacía ruido con la boca mientras leía el diario. Algunos de los clientes habituales del Bar Victoria, marineros, estibadores, le saludaban al pasar. El mozo le interrumpía de vez en cuando para comentarle la tabla de posiciones de la l.ª División, la transferencia de tal jugador o la actividad de la Seccional partidaria de su barrio. «Un hombre culto debe estar siempre bien informado, al día, y para la vida profesional es muy importante. ¡Carajo!, siguen estas guerras de porquería; estos gringos no se cansan de matarse... a ver... el Ministro lo recibió a este badulaque; seguro que fue a arreglar algún negocito que tienen juntos... Dos Habeas Corpus concedidos, 17 denegados; ¡mierda, la Corte trabaja!... Sentencia confirmada en la Cámara de Apelaciones, ya me lo esperaba; que se joda por no darme el caso; yo hubiera podido arreglarle la cosa sin necesidad de pleito; le dije bien que mi hijo el teniente... bueno, bien merecido tiene, por pelotudo... Hoy no necesito ir temprano al   —63→   Tribunal; la audiencia es a las once y estoy seguro que mi contraparte no se presenta. Antes tengo tiempo de ir al Banco...».

-Casimiro, apunta... y no hagas fuego...

-Sí, Doctor, hasta mañana Doctor...

-Hasta mañana Casimiro, y no te preocupes por el tipo ése de la Seccional; yo le voy a hablar al Subjefe y no te va a jorobar más... quedate tranquilo...

-Gracias Doctor...

-Doctor, el señor Gerente le espera -el ordenanza hizo una pequeña reverencia mientras le mantenía abierta la puerta del despacho.

El hombre gordo se movió lentamente, hamacando -derecha, izquierda, derecha, izquierda- el pesado cuerpo, dirigiendo una mirada, desde arriba, a los que aguardaban con cara de aburridos en la antesala.

-¡Doctor, qué alegría verlo por aquí! -«Procurador mafioso, se las da de Doctor; pero es mejor andar bien con él, es de resbaladizo».

-¡Mi querido amigo, la alegría es mía, y sobre todo al verlo en este importante cargo que usted honrará con sus luces y su honestidad conocidas! -«Maniobrero, llegaste; pero no estarías aquí si no te hubiera dado una mano oportunamente... con lo que eras...».

-Muchas gracias, Doctor; ya me ve, aquí me encuentro después del triunfo aplastante que obtuvimos en su bella ciudad... Aquí me tiene al servicio del país, de nuestro partido y de los amigos... ¿Qué le trae por aquí, mi querido Doctor? Usted sabe que no tiene sino que ordenar...

  —64→  

El hombre de pómulos salientes, de cabellos lisos y lustrosos se llevó la mano derecha al escaso bigote que ensuciaba su labio superior y empujándose con la izquierda, se echó hacia atrás, con aire satisfecho, en su acolchado sillón giratorio. El Doctor vio su sonrisa reluciente, el brillo de los pequeños ojos ávidos, entre las dos banderitas de ñandutí -una nacional, otra del partido- que ornaban su lujoso escritorio de madera oscura, y se reflejaban en el vidrio protector. Por encima de la cabeza renegrida vio un retrato engalanado, con dedicatoria de puño y letra. Posó el portafolios sobre la mesa y con voz estudiadamente lenta, dijo:

-Y usted verá... siempre andamos tratando de ayudar a los nuestros... Hoy vengo a hablarle del caso de mi amigo Sotero Rodas, creo que usted lo conoció al hijo, Evaristo Rodas, cuando estuvo por nuestro pueblo... Es buena gente... Bueno, Sotero obtuvo un préstamo en condiciones muy precarias durante la Gerencia de su antecesor que, usted sabe, se las daba de legalista, y en el fondo no era sino un antipático, un argel de primera. Por algo el Jefe lo llamó a usted, y en buena hora, a desempeñar este alto cargo -el Doctor levantó la vista hacia el retrato y empezó a abrir el portafolios-. Aquí tengo justamente los datos; tiene un vencimiento atrasado y no se encuentra en condiciones de devolver en estos momentos...

Por la boca abierta de la cartera se deslizó la pistola sobre el cristal del escritorio, con un pesado ruido. En la cara del Gerente se apagó la sonrisa y apareció un gesto de desconcierto. «¡Qué carajo se traerá éste... es capaz de cualquier   —65→   cosa...!» El Doctor reintrodujo el arma, con un gesto natural.

-Hace justamente dos meses que venció y ha recibido una última advertencia de la Sección Jurídica del Banco. Me gustaría saber qué se puede hacer por este correligionario honesto y trabajador...

-Pero Doctor, basta que usted me lo diga... quédese tranquilo, me ocuparé ahora mismo del caso.

Levantó el tubo del teléfono y oprimió uno de los numerosos botones del tablero incorporado al pie del aparato. Su voz adquirió un aire engolado.

-Habla el Gerente General, páseme con el Jefe de la Sección Jurídica... sí... hola, doctor Ortega, sí... mire... envíeme inmediatamente el expediente del señor Sotero Rodas... sí... préstamo rural... sí... nada más...

El Doctor tamborileaba satisfecho sobre el bulto de su cartera, de nuevo cerrada, silbando por lo bajo. El Gerente le dirigió una mirada inquisitiva.

-Ya ve, Doctor, desde este momento el asunto está en mis manos. Usted puede irse tranquilo que todo se arreglará... puede comunicárselo al amigo Rodas... -hizo un gesto de impaciencia-. Y aparte de eso, Doctor, ¿qué hay por nuestra querida ciudad? ¿Los demás amigos?

-Todos bien, lo recuerdan siempre; esperamos verlo pronto por allá: usted es nuestro representante... Ah, y muchas gracias en nombre del correligionario Rodas...

-No faltaba más, Doctor, es lo menos que...

Ya estaban dándose un apretón acompañado de palmaditas, cerca de la puerta.

  —66→  

-Hasta pronto, señor Gerente...

-Hasta pronto, Doctor... Saludos a los amigos...

Antes de entrar en el Tribunal, el Doctor se llegó hasta el Polo Norte, a tomar una cerveza y a saludar a los colegas. Allí le esperaba un cliente que le entregó los documentos necesarios para iniciar el pleito, pero no la suma que le había pedido.

-No sé cómo disculparme, Doctor, no pude traerle todo el dinero... mi señora pues está enferma y mi mamá... Usted ha de comprender, Doctor; apenas esto conseguí para los sellados, como usted me dijo...

«¡Qué mierda!, otro que me falla; se creen que yo trabajo gratis...». El Doctor estuvo pensativo en su mesa antes de dirigirse al gris y pesado edificio de enfrente. Gran animación reinaba en los corredores; los abogados y procuradores charlaban de los incidentes profesionales o del último chisme político. El doctor fue saludando a diestra y siniestra hasta llegar a la Secretaría del Despacho en que su audiencia debía tener lugar. Como suponía, su contraporte no se presentó. Hoy tenía poco que hacer; dos o tres firmas de comunicación automática, revisión de otros tantos legajos y se acabó. Su compadre el escribano Diomedes le esperaba para tomar el tereré. Hablaron un buen rato; el Doctor miró su reloj y se levantó de golpe.

-¿A dónde vas? ¿No venís a comer con nosotros?

-No, gracias Diomedes; tengo que arreglar un asunto importante. Ah, ¿sabés?, hoy casi me balean. Sí..., sin importancia; después te cuento...

El Doctor metió los billetes en el bolsillo y salió de la casa   —67→   de empeño. Sentía el portafolio más liviano bajo el brazo derecho; el mismo había perdido su forma abultada, como si acabara de parir. Miró su reloj. «Mierda, es hora de comer... a ver... a ver... un buen restaurant... tengo que brindar a la salud de los novios...». Sintió que la saliva se le juntaba en el buche de pelícano y apuró el pesado ritmo de las piernas gordas. El sol, muy alto en el cielo abierto, hacía un agujero redondo de sombra bajo sus pies, que se iba desplazando en la vereda caldeada.



IndiceSiguiente