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Onda y escritura: jóvenes de 20 a 33

Margo Glantz





Desde la aparición de El luto humano (1943), de José Revueltas, y más fundamentalmente de Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, que anuncia la época contemporánea de nuestra narrativa, y El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz, que establece un nuevo concepto del ensayo y del mexicano, se puede empezar a hacer el recuento de los autores que pueblan la nueva literatura mexicana y al llegar a la década que va del año de 1960 a 1970 parecerá que hemos caído en la sección del Génesis donde los creadores de la Biblia se dedican a enumerar monótonamente las generaciones de Adán sobre la tierra: los descendientes empiezan a multiplicarse como la arena infinita.

En efecto, en la década que va de 1950 a 1960 aparecen Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, Confabulario (1952), de Juan José Arreola, y La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, y muchas otras obras de autores como Rosario Castellanos, Edmundo Valadés, Sergio Galindo, Guadalupe Dueñas, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Elena Garro, Sergio Fernández, Amparo Dávila, Jorge Ibargüengoitia, Luis Spota, Sergio Pitol, Augusto Monterroso, Carlos Solórzano, Ricardo Garibay, para no citar más que a los más destacados. En la década que terminamos es decir, en la que va de 1960 a 1970, los hijos y los padres ya viven sin reconocerse, la multiplicación se ejerce y nuestra literatura edifica la última terraza de la Torre de Babel. En esta década se entreveran, se complican y se confunden varios autores. En la primera parte de la década están Vicente Leñero que con Los albañiles obtiene el premio Seix Barral en 1963, Tomás Mojarro con Bramadero (1963), Juan García Ponce con Figura de paja (1963), José Emilio Pacheco con El viento distante (1963), Juan Vicente Melo, Eraclio Zepeda, José de la Colina, Elena Poniatowska, Julieta Campos, Miguel Barbachano Ponce, Fernando del Paso, Alberto Dallal, Carlos Valdés, etcétera. En la segunda, que no tan arbitrariamente va de 1965 a últimas fechas, aparecen dos libros clave para esta recopilación: Farabeuf, de Salvador Elizondo, y Gazapo, de Gustavo Sáinz.

Lo anterior no valdría más que como dato estadístico si sólo se tomara en cuenta la simple operación aritmética mencionada; su valor reside en verdad en el hecho de que la narrativa mexicana se enriquece cada año con mayor número de autores que van depurando, ensayando y agotando muchos tipos de narrativas, creando estilos, estableciendo una competencia, produciendo lo que Carpentier llama una novelística: «Puede producirse una gran novela en una época, en un país. Esto no significa que en esa época, en ese país, exista realmente la novela. Para hablarse de la novela es menester que haya una novelística»1. Este fenómeno, la gestación de una corriente literaria que se va contagiando de influencias cosmopolitas a la vez que se inspira en la tradición anterior, aunque pretende ser en el fondo una narrativa de ruptura, crea a fin de cuentas un terreno nuevo en el que deberá surgir de verdad la gran novela mexicana. Este juego de competencia, de repeticiones, de desafíos se vuelve meridiano, si observamos de nuevo estadísticamente los libros de autores jóvenes que han ido apareciendo en diversas editoriales mexicanas en las últimas fechas. Basta simplemente, como punto de comparación, advertir el número de libros publicados por algunos de los autores que formaron parte de Narrativa joven de México: René Avilés Fabila publicó además de Los juegos, Hacia el fin del mundo y La lluvia no mata a las flores; de Gerardo de la Torre, que había publicado cuentos sueltos y El otro diluvio, sale Ensayo general; Juan Tovar, muy prolífico, acaba de publicar, además de varios libros que ya tenía, La muchacha en el balcón; Roberto Páramo, de quien habían aparecido sólo relatos sueltos, está a punto de publicar un libro de cuentos en la editorial Joaquín Mortiz, La condición de los héroes, y prepara una novela; otros autores que hoy aparecen en esta compilación habían publicado en 1968, publicaron en 1969, 1970 y continúan preparando nuevas colecciones de cuentos o nuevas novelas: Héctor Manjarrez añade a Acto propiciatorio, volumen de cuentos aparecidos en la editorial Joaquín Mortiz en 1970, una novela que aparecerá allí también en breve, Lapsus, y prepara otra: Introitus; Jorge Aguilar Mora, que hasta ahora sólo ha publicado fragmentos de su obra en revistas como Siempre! o Revista de la Universidad, editará también una novela con Joaquín Mortiz, Un cadáver lleno de mundo; de Parménides García Saldaña, autor de Pasto verde, salió en la editorial Diógenes, a finales de 1970, un libro de cuentos, El rey criollo; Orlando Ortiz, que empezó a publicar en Punto de Partida y que entregó a la editorial Diógenes su novela En caso de duda en 1968, editó, en Bogavante, 1970, una recopilación de relatos, Sin mirar a los lados; Juan Manuel Torres, que inició su labor como escritor al principiar la década de 1960, acaba de publicar dos libros, uno de cuentos, El viaje, y una novela, Didascalias; de Ulises Carrión, conocido también desde mediados de los sesenta, Joaquín Mortiz ha editado un libro de cuentos llamado De Alemania, 1970. La lista podría ampliarse, pero se corre el riesgo de reiterar la imagen bíblica ya tantas veces repetida.

Insisto, esta abundancia no es en sí misma significativa; la publicación de libros inútiles es una de tantas contaminaciones que nos corroen al igual que la del aire, pero la persistencia que muestran ciertos escritores, su intención de autocrítica evidente, su necesidad de dedicarse a las letras como vocación, revelan la existencia de una narrativa mexicana verdaderamente nueva, nueva porque ofrece otra visión de México, porque esboza o define otros conceptos de escritura, porque recibe influencias distintas de las que hasta ahora habían prevalecido y porque es una apertura -o desgarradura, como diría Paz- hasta cierto punto inédita en nuestras letras, aunque a final de cuentas todo esto se revele como la simple pedantería de toda generación.


ArribaAbajo El imperialismo del yo

«El adolescente -dice Paz en El laberinto de la soledad- vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo»2. Esa contemplación absorta e interrogante, esa conciencia a medias del propio ser es la que se manifiesta en dos novelas publicadas entre 1965 y 1966, Gazapo, de Gustavo Sáinz, y De perfil, de José Agustín. El joven rebelde a su circunstancia, opuesto a su sociedad, crítico de las generaciones que lo preceden, es repetitivo en la historia; viejos mitos surgen para comprobarlo; movimientos reiniciados secularmente dejan testimonio constante de su acaecer. Vestir ropajes extraños como símbolos de ruptura, desconocer las ataduras mediante un comportamiento externo desafiante y grotesco, inventar lenguajes de «iniciados», despreciar «a los que se alinean», es enfrentarse a una nueva identidad que se pierde en cuanto algo intenta fijarla, porque la edad, la sociedad, vuelven a colocar al adolescente en el camino trillado que desprecia y que le repugna. «[...] el adolescente -continúa Paz- no puede olvidarse de sí mismo, pues apenas lo consigue deja de serlo»3. Esta trágica paradoja hace que el joven sea en esa etapa de su vida un Narciso detenido en el acto de contemplarse, un Narciso incapaz de reconocer su rostro, porque el espejo que lo refleja se fragmenta antes de que su imagen se clarifique, antes de que logre perfilar sus facciones. La rebeldía es el espejo roto antes de que se cumpla la develación. Gazapo y De perfil no son las únicas novelas que nos hablan de adolescentes, no es México el primer país donde los adolescentes, o los que empiezan a dejar de serlo, escriben este tipo de literatura planteada con una especie de código de iniciados para iniciados, literatura que el adolescente escribe para que el adolescente lea. Esa actitud cercena esa literatura de la literatura propiamente dicha. En La ciudad y los perros de Vargas Llosa se advierte la presencia de un adolescente que se sitúa en la perspectiva crítica necesaria para trascender al clan, para ingresar como adulto en el mundo; los protagonistas de Gazapo de Gustavo Sáinz parecen intentarlo, a veces, pero no lo logran sino en Obsesivos días circulares.

En la narrativa de los adolescentes, la situación vital del personaje no es narrada desde afuera, desde el terreno seguro donde se sitúa un observador, su testigo, o desde el interior del examen que realiza el que investiga, diseca o define su sentido. Tampoco se trata de un monólogo interior, ni una reflexión de un narrador, ni tampoco un fluir caótico de sentimientos y lenguaje que determina un modo o una ausencia de ser como en Faulkner. La relación con el mundo y su descripción, la anécdota -ex profesamente no definida-, se sitúan en el nivel del lenguaje típico que el adolescente crea, de ese lenguaje que mimetiza y reproduce a la vez una interioridad y una exterioridad significativas, emparentándose con un ritmo vital que sólo se puede captar en sus lineamientos específicos, en el ritmo del idioma que le sirva solamente de piel. El dinamismo de la acción y el lenguaje creado por el propio adolescente para apartarse de los demás, de los adultos y del mundo que él cree establecido, nos llevan a su mundo en el momento en que se encuentra sumergido en esa visión que lo desdibuja al tiempo que pretende estampar su efigie.

La barrera así establecida no es totalmente invulnerable, desde la adolescencia se enfrentan con fingida indiferencia al adulto, desde el rabillo del ojo lo contemplan con pretensiones de ignorarlo; el deterioro de la familia, los desgastes de la edad, la necesidad de entrar en el sistema se perfilan como la amenaza que destruirá su intención de permanecer en la Onda, de ser auténticos, de preservar su adolescencia morbosamente y a veces hasta prorrogándola fuera de tiempo para ubicarse en una ridícula actitud de play boy del subdesarrollo. En resumen todo ello no es nada más que un clisé que subraya lo epidérmico, comprobado cuando se ha logrado superar como en el caso de Sáinz en Obsesivos días circulares.

Esta amenaza se sitúa en el límite de la acción desenfrenada que el adolescente juega, con esa dinámica de grupo que tiene necesidad de desplazarse, de recorrer las ciudades, de viajar por los barrios, por los cafés, por las muchachas. La acción se frena de repente cuando la autocontemplación lo obliga a iniciar una autocrítica, una delimitación, a fijarse un contorno. Acción detenida y delimitación desdibujada serían la ruptura de la Onda, la inserción pausada en el establishment. Su rebeldía sería escasamente un instante pasajero dentro de un devenir prefijado de antemano y encuadrado en los estrechos límites de la sociedad que lo conforma. A veces la imagen que de la sociedad tiene es producto de sus divagaciones.

La juventud se ha marginado sin embargo. El rock, la aparición de los Beatles, Bob Dylan, los Rolling Stones, la difusión de la droga, el «quemarse» con ella y en ella, el estereotipo del hippismo, las luchas estudiantiles, parecen exigir otras respuestas. Ahora los jóvenes son como esos grupos que Paz, en su intento por definir lo mexicano, describe al hablar de los pachucos y otros extremos. «Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad»4. Si sustituimos la palabra «pachuco» por la palabra «hippie» o hasta por la palabra «joven», estamos contemplando el mismo fenómeno. Más aún cuando Paz continúa diciendo: «A través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos»5, si seguimos sustituyendo -aquí eliminamos «dandismo» y ponemos «desaliño»- vuelve a describir al hippie y al joven que rechaza el sistema por principio, enfundado en una actitud de protesta, pero desorganizada, amorfa, autodestructiva. El hippie está en contra del establishment, pero vive en él, es como los poetas malditos y blasfemos, tienen necesidad de rechazar su mundo, pero no de destruirlo, porque en el momento que lo destruya su actitud dejará de tener sentido, será lo blanco dentro de lo blanco y lo negro dentro de lo negro, dará lo mismo. Paz lo reitera:

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende rebelarse [...] Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para firmar su singularidad. En el caso de los pachucos se advierte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aísla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a esa misma sociedad que pretende negar.6



Esta dicotomía se observa, agigantada, en la juventud de nuestro tiempo. Las luchas políticas, la transformación social, el descuadre de un mundo establecido, pareció otorgarle un perfil definitivo por 1968. Pero el compromiso político, la protesta, la manifestación contra la guerra de Vietnam, la descreencia en la autoridad, llámese familia o Estado, la odorización contra los desodorantes, la suciedad contra la limpieza, el amor como contraeslogan de la violencia, han venido a ser las actitudes más definitorias de este movimiento que puede transformar la sociedad, pero casi a pesar suyo.

El establishment reacciona contra estos grupos que amenazan con corroer su sistema.

La irritación del norteamericano -sigue diciendo Paz con proféticas palabras- procede, a mi juicio, de que ven en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes altamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.7



Esta cita es contundente. Seguimos reconociendo a los jóvenes de nuestro tiempo, seguimos sin poder mejorarla definición. Lo grave, lo notable es que ahora ya no se trata de un grupo cercenado de la colectividad, de una minoría que se defiende enarbolando su singularidad; ahora se trata de una gran porción de la humanidad, de los jóvenes que constituyen más de la mitad de la raza humana que habita sobre el mundo. No son los grupos aislados que Dostoievski veía aterrorizado en la ciudad de sus demonios concretizando la parábola evangélica, no son los patafísicos que como Jarry iban en bicicleta al entierro de sus amigos, ni los surrealistas emancipados que conmovieron al mundo de la primera posguerra, o los románticos enajenados por la noche; ésos eran apenas, como ya lo he dicho, grupos aislados. Ahora se trata de los jóvenes, nueva clase social, nueva raza humana que se liquida en oleadas progresivas cada vez que una de sus generaciones alcanza la terrible edad de los treinta años, cada vez que alguien sobrepasa «la inferioridad y la belleza», símbolos de la juventud, que dice Gombrowicz. Esta división, este mundo cercenado ya no únicamente en clases sociales, sino en edades, configura un nuevo paisaje humano, un nuevo paisaje social. El establishment intenta corroerlos minándolos desde adentro, copiando sus vestimentas, liberando aparentemente la convención de la moda, destruyendo el marco de lo «decent» en el ropaje, en las costumbres, abriendo la pornografía al mercado, vendiendo en los department stores los disfraces desteñidos que los hippies ostentaban como símbolos de su singularidad, elevando a millones las cifras de los discos en que rugen los Animales o se masturban los Doors, reproduciendo con toda la potencia de la electrónica los alaridos de los Mothers of Invention, difundiendo las declaraciones de John Lennon que niega el poder de unificar a los jóvenes que en un momento dado pudieron haber tenido los Beatles, industrializando la destrucción por la droga, aunque también lo haga con el napalm.

Los jóvenes mexicanos, obviamente no todos -¿cómo hacer ingresar en esta onda a los pocos adolescentes lacandones que aún quedan, o al mayor número de los jóvenes campesinos o hasta los de Ciudad Sahagún?-, son miembros de esa raza humana, aunque se localicen sólo en Narvarte, barrio casi mítico de donde provienen los protagonistas de las novelas de Sáinz y Agustín.

Y en esto, además de otras cosas que luego analizaré, radica su importancia. Con Sáinz y Agustín el joven de la ciudad y de clase media cobra carta de ciudadanía en la literatura mexicana, al trasladar el lenguaje desenfadado de otros jóvenes del mundo a la jerga citadina, alburera, del adolescente; al imprimirle un ritmo de música pop al idioma; al darle un nuevo sentido al humor -que puede provenir del Mad o del cine y la literatura norteamericanos-; al dinamizar su travesía por ese mundo antes instalado en lo que Rosario Castellanos define así:

La novela mexicana, desde el momento mismo de su aparición (que se ha hecho coincidir con la de El periquillo sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi), ha sido, no un pasatiempo de ocioso ni un alarde de imaginativos ni un ejercicio de retóricos, sino algo más: un instrumento útil para captar nuestra realidad y para expresarla, para conferirle sentido y perdurabilidad.8



La ficción que se ilustra aquí prefigura, como lo había dicho, una nueva actitud ante la literatura, y aunque sigue tratando de «captar esa realidad» de la que habla la cita anterior, lo hace siguiendo muy diversas maneras cayendo en los ocios de la retórica, en los laberintos de la literatura fantástica, o hasta en la exaltación de la literatura que singulariza y aparta al joven del resto de su sociedad.




ArribaAbajoLa mitología de la belleza y la inferioridad

¿Una nueva clase social? Hasta cierto punto. El joven se ha agrupado en movimientos estudiantiles masivos, ha rechazado las definiciones y las formas de vida de la sociedad anterior, ha adquirido conciencia política, ha cambiado su vestimenta, ha elegido nuevos lenguajes de comunicación, ha intentado crear una nueva moral sexual y hasta evadirse del mundo «viajando» con la droga e instalándose en el sonido. Indignado ante el escándalo que este hecho ha suscitado, Gombrowicz exclama:

esta rebelión de los jóvenes es realmente obra de los adultos. Vea usted: unos centenares de jóvenes arman trifulca por un motivo cualquiera en Nanterre, o en otro lugar, y desahogan así su rencor contra la sociedad. Nada hay en ello importante. Es más bien estúpido. Pero entonces, la prensa, la radio, se apoderan de un asunto escandaloso, bueno para comentarlo, sabroso, y los periodistas, los sociólogos, los filósofos, los políticos ennegrecen toneladas de papel [...] Y a esa edad es difícil no creerse un instrumento de la Historia cuando se ve uno en la primera página de todas las revistas. Los jóvenes se lo han creído. Se han engreído. Y los adultos, medrosos, se han «desinflado». El monstruo de la juventud, tal como se ha manifestado ahora, es de nuestra propia (y adulta) fabricación.9



Esta constatación ratifica el hecho antes que negarlo. La barrera divisoria se establece en el mundo occidental y los jóvenes se enfrentan con desafío y violencia a los adultos -a la «momiza». La actitud de los adultos contra los jóvenes, su desconfianza, su preocupación reitera el fenómeno. El mismo Gombrowicz, que niega la validez de la rebelión de los jóvenes sólo en su sentido político, la define en su sentido más hondo como una «corriente dirigida hacia abajo, que va de arriba abajo, de la madurez a la inmadurez»,10 y antes, para fundamentar esa frase, se ha expresado así:

Todos esos desplazamientos en profundidad, en la esfera de nuestra mitología íntima, toda esa subversión de los gustos y las inclinaciones que caracteriza los tiempos actuales, y gracias a los que la juventud se ha impuesto últimamente y el hijo ha arrebatado la primicia al padre, los he experimentado desde el primer balbuceo, desde la primera guerra mundial, creo, cuando eran apenas perceptibles. Sí, ya en aquella época me sentí cogido en las tenazas de esta metamorfosis.11



Y es que ese movimiento a la inversa, esa lucha por dejar la madurez y alcanzar la inmadurez, ese intento por ser joven, por no anquilosarse ni física ni vitalmente, crea de inmediato una nueva mitología y replantea una nueva paradoja. Los manifiestos de la vanguardia, portavoces de una revolución en el arte y en la forma de enfrentarse al mundo, parecen coincidir en su espíritu con algunos de los manifiestos de la juventud contemporánea, pero en realidad, aunque muchas de sus actitudes, muchas de sus gesticulaciones y de sus ademanes parezcan emparentarse -Marinetti cancela la vejez al declarar: «los más viejos de nosotros tienen treinta años», que comparado con el anatema que han proferido nuestros jóvenes: «nadie es de fiar después de los treinta años», suena idéntico -vemos que en el fondo, aunque coincidan en mucho, su visión del mundo es totalmente diversa. En los años de la primera posguerra se iniciaba violentamente la revolución tecnológica y se realizaba la revolución socialista, ambas miradas con gran optimismo por los grupos de vanguardia que declaraban con entusiasmo que «es más bello un automóvil en carrera que la Victoria de Samotracia», al tiempo que algunos ingresaban al Partido Comunista. Ahora asistimos a otras revoluciones que trastornan nuestros modos de vida porque no hemos encontrado aún la manera de adaptar nuestra visión del mundo a los cambios que se operan en él y porque el joven rechaza la tecnología, ya no siente la misma confianza en las grandes revoluciones y los acontecimientos mundiales han demostrado que el optimismo no paga. No en vano se han presentado sucesivamente los campos de concentración, las bombas de Nagasaki e Hiroshima, los veinteavos congresos de la URSS, la guerra de Vietnam, la sociedad de consumo, las invasiones a Hungría y Checoslovaquia, los viajes a la luna, el desenmascaramiento de la palabra libertad y de la convención moral, el juego de la pornografía, el infierno de la droga y el paraíso del sonido. A nuevas formas de realidad social, nuevas mitologías; el adolescente ha creado un nuevo estereotipo de épica y un nuevo tipo de héroe, épica y héroe que se reflejan en su novelística.

Los jóvenes comulgan consciente o inconscientemente con la tesis de Gombrowicz: «Juventud es belleza, pero la belleza es inferioridad», y la dialéctica de estos dos postulados se resume en la frase: «El hombre se halla suspendido entre Dios y la juventud», «lo cual significa -concluye el escritor polaco-: el hombre tiene dos ideales, la divinidad y la juventud [...] aspira a la perfección, pero le teme, porque sabe que es la muerte. Rechaza la imperfección, pero ésta lo atrae, porque es la vida y la belleza».

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Así el adolescente se traza su línea divisoria, su tierra de nadie ambivalente. Ya no aspira como el joven iniciado de la tribu a morir como joven y resurgir como adulto. El golpe de la edad, la llegada al muro lo enfrentan por igual a la muerte prematura de los treinta años, al estigma de la adultez, al ingreso en la vida establecida. Permanecer en la tierra de nadie es marginarse para siempre, es evadirse, es destruirse, es, en suma, suicidarse, como se suicidan los hippies o los jóvenes «viajeros». Suicidio aquí significa muerte o conformismo.

Pero mientras llega el momento de resolver el conflicto de traspasar el límite, de entrar en «el saque de onda» y confundirse con los «fresas», de volverse serio y vivir dentro de lo establecido y lo normado, se utiliza un modo de comunicación que segrega un lenguaje que identifica al joven como joven y lo hunde breve e intensamente en su «inferioridad», aureolándolo con esa belleza exterior que el traje, la cabellera, la actitud, el baile, la droga y, sobre todo, su propio cuerpo le confieren.




ArribaAbajoEl lenguaje

De la Onda -dice Carlos Monsiváis- emerge un slang, una germanía, el lenguaje de una subcultura que pretende la comunicación categórica... No es casual que el lenguaje de la Onda deba tanto al habla de la frontera y al habla de los delincuentes de los cuarenta.

En la frontera y en la cárcel, en la corrupción de un idioma y en el idioma de la corrupción se elabora con penuria y terquedad la renovación. Un lenguaje no se detiene: usa indistintamente de los resultados de la Revolution Avenue de Tijuana y de las claves para esconder secretos en los que, literalmente, nos va la vida [...] El caifán ha sido bautizado. Después ofrecerá, al insistir en su conducta y en su vestuario, la definición del término. El hispanglish brota en cantinas, prostíbulos, garitos, cervecerías [...] Y de ese vicio declarado, de ese melting pot de México que es Tijuana, de esa cocina del diablo que es la Candelaria de los Patos, surge de modo, entre simbólico y realista, una parte considerable de la diversificación del español hablado en México. La Onda es el primer grupo que capta y divulga en forma masiva estos numerosos hallazgos. Un slang es una complicidad, el habla de una subcultura es una complicidad divertida.13



El «pachuco», ahora el «caifán», situados en los extremos, marginados, proporcionan una base ideal para que el lenguaje particular del adolescente se vaya gestando. A partir de ese lenguaje híbrido, casi postizo, que corresponde a un tipo de hombre emparentado con el pícaro -de allí el término germanía que utiliza Monsiváis-, se gesta una piel especial que, como la indumentaria, diferencia al joven «in», al que no es «fresa», o hasta al que lo es, pero no lo siente, del mundo «otro», del mundo de los adultos, del mundo enajenado. Una nueva estampa y una forma especial de comunicarse lo aíslan y lo sitúan del otro lado, de la inferioridad, la inmadurez y la belleza. Una terminología específica subraya y determina su sentido de «ser iniciado», de pertenecer a algo distinto, de insertarse definitivamente en la Onda; pero a diferencia de los «pachucos» que forman comunidades totales minoritarias o de los malvivientes o criminales o hasta de los «caifanes» que pululan por la Candelaria de los Patos, barrio particular de la ciudad de México, los jóvenes de la Onda no son ya marginados, o empiezan a dejar de serlo: los caifanes y los pachucos son como los pícaros que la literatura española nos presenta en múltiples descendencias, entre las que se cuenta nuestro Periquillo sarniento, cuya degeneración se ve entre los «pelados» característicos del siglo XIX mexicano. Los jóvenes iniciados en la Onda utilizan el albur que el lumpen les proporciona y lo aliñan con la cadencia del rock para formar parte de esa nueva clase humana, citadina y pequeñoburguesa que manufactura al narvartensis típico, de las páginas de Agustín, Sáinz o García Saldaña.

De la utilización de un lenguaje iniciático -en este caso el albur- como recurso literario para integrar un mosaico de expresiones diferentes dentro de novelas como La región más transparente o Cambio de piel de Carlos Fuentes, que permitan definir una cultura, crear un mito, reinventarlo o explicarlo, se pasa a integrar el mundo desde el centro mismo de ese albur vuelto lenguaje narrativo; y no hay planos distintos de narración en donde las expresiones particulares de cada clase o las del escritor intervengan para situarnos, porque la Onda se determina por la dinámica y gritona y sin respiro que origina y envuelve el lenguaje de los jóvenes, desarrollando un nuevo tipo de realismo que apela a los sentidos antes que a la razón.

Voy, no será más triling el beis [...]

Los primeros pases frustrados del diestro provocaron la tormenta de cien mil chiflidos; el Fifo se daba gusto, y Gabriel gritaba:

-¡Sí no venimos a tomar tecito!

-Ordéñalas, ¡güey!

[...] -¡Si quieres cogidas, quédate en tu casa!

-¡Ay, mamacita, aquí está tu mero Miura!14



En esta escena de La región más transparente de Carlos Fuentes se describe una actitud y se define una clase social. La narración se sitúa en dos planos, en el de lo descrito por el narrador-cronista y en el lenguaje específico de los que intervienen en la escena. Ambos planos son esenciales para el propósito del novelista. Veamos un ejemplo en Cambio de piel, del mismo autor.

¡Noooooo! La suerte de la fea. ¿A qué santo te encomiendas? La bonita la desea. Ay, San Antonio bendito. Miren nomás qué alburazo. Nos transaron, mana. Chaparra y flaca, qué desperdicio. Margarita para los marranos. Ésa no sabe por dónde. Ésa no tiene por dónde. Suelta las toallas, enana. Llegó tu hora. Bracitos más entumidos. Tetitas más guangas. Necesitas una friega con alcohol. A ver si lo agarró cansadito. ¿Noooo? Abusada, mana: ya le mojó el barbón a la soldadera ésa. Te digo. Mugres manos de toallera, acostumbradas a limpiar sangre y papuchas y monos como King Kong el rey de la selva, trapos calientes, toallitas más suaves, siempre listas y dispuestas. Es tuyo, chaparra. Deja las toallas.15



Esta escena a la vez narrada, comentada y entregada tal cual es, contrasta con el párrafo siguiente en que Fuentes reflexiona sobre el sentido de la frase que le da nombre a su libro, a la vez que relaciona el mito de la Serpiente y el Paraíso con un ritual degradado que se celebra en un prostíbulo, y cuyos participantes, mexicanos y extranjeros, acaban desencontrándose totalmente, tanto en la acción como en el lenguaje.

Estoy sofocado, junto, bajo, entre, sobre los cuerpos y me aterra la ausencia de risas, la cadavérica solemnidad de nuestra pirámide de tactos, la máscara salvavidas del idioma inglés en boca de las cariñosas honeybunch, cherryblossom: cuando el Rosa-Correosa apagó la luz, todas las manos huyeron de las pieles ajenas, la oscuridad les arrebató el placer profesional y las manos se refugiaron en la propia piel protectora y la lingua franca del joven, imberbe Rosa impone el abandono a quienes entendemos su inglés germánico, los destructores de ídolos son ahora los adoradores de ídolos: el Rosa ha recostado, como una sardinilla, al filo de la cama crujiente y callada, a la muchacha de las toallas, la rebelión triunfante se vuelve también institución y la ley de una nueva opresión: impone el respeto a las huilas que deben imaginar una locura intocable y un daño reciente que han venido a contagiarlas: la lengua extraña las inmoviliza, coarta la burla, destierra el albur.16



La obscenidad se refleja en el albur, jerga viciosa de seres degradados, prostituidos. El ambiente fronterizo de Tijuana que menciona Monsiváis integra el albur caifanesco al seudoidioma de los marginados y lo entrega a la Onda, que también empieza su trayectoria en juegos soeces del lenguaje, para contagiarse muy pronto del slang característico de las canciones del rock y del de los adolescentes. Situación y sonido se funden y esta mezcla cataliza y reinvierte la expresión. Fuentes recurre al albur para explicar una experiencia, en tanto que la ilustra; la Onda no aparta la experiencia para indagar en su contexto, intenta confundirse en ella y entregárnosla en el nivel de la sensación inmediata. La estridencia de la vestimenta, la disolución de la conducta restringidas por la mirada se violentan en la magnificación del sonido. Visión y oído se sustentan, pero en el oído se concentra la expresión más definida: La Onda entra en el lenguaje para fundamentar la narración y ésta se estructura mediante recursos auditivos: los personajes de Gazapo se orbitan dentro del estrecho límite de una cinta magnetofónica que reproduce sus andanzas picarescas. Esta reproducción de la conducta por medio de lo auditivo se reduplica a su vez por la persistencia de un ritmo lingüístico definido a partir de esa nueva connotación mental que los trazos de la Onda imprimen. En «Cuál es la onda», de José Agustín, la sustancia misma de lo narrado se supedita al ritmo rockanrolero que sedimenta la anécdota, casi inexistente, porque su sentido se sumerge en la deformación acústica y en el movimiento. El ritmo total del cuento irradia del tambor y sus percusiones, palabra y acción se pliegan al sonido.

En Gazapo, la grabadora y el teléfono desempeñan siempre el mismo papel. Las conversaciones escuchadas sustituyen a las escenas entrevistas y colocan lo sucedido en muy diversos niveles, sin que se pueda decidir cuál es la acción en su sentido más lineal. No importa lo que se hace. Lo verdaderamente sucedido no interesa, lo que cuenta es lo que se dice y lo que se oye de tal suerte que las situaciones se insertan dentro del ámbito de una realidad en donde lo imaginado y lo vivido vienen a significar lo mismo.

En un artículo, Gustavo Sáinz resume así su concepto de la novela de la Onda:

la preocupación por el anecdotario juvenil se desborda ante la avasalladora presencia del lenguaje, una inmersión en los desperdicios del habla cotidiana, la superficialidad, los juegos de palabras y el vocabulario secreto de diferentes colectividades. Son estas novelas especialmente dialogadas. Los personajes hablan para dejar blancos en una página a imitar la vida, donde el relato se diluye en aras de innumerables conversaciones. Y esto, que es tanto su virtud como su pecado, es lo que más impresionó a un grupo de nuevos escritores que coincidieron más en las desventajas que en las ventajas, al publicar sus primeras y al parecer únicas novelas.17



Y en este caso se encuentran, por ejemplo, la novela de Carlos Páramo, Los huecos y la de José Antonio Nava Table, Los hombres dulces. Esta conversación infinita, este diálogo ininterrumpido que encubre la acción es uno de los elementos distintivos del adolescente. Es tan importante hacer como decir que se hizo algo, y las conversaciones en torno a la mesa del café se vuelven interminables mientras el adolescente acumula anécdotas referidas a hechos en parte reales, en parte deseados y vividos como reales. En Gazapo los jóvenes se reúnen en Sanborns y se hablan por teléfono con el único propósito de referir sus andanzas y sus múltiples «ligues». En En caso de duda, de Orlando Ortiz, los jóvenes intentan una especie de novela pastoril -experimento que también ensaya Jorge Arturo Ojeda en Como una ciega mariposa- enredada en personajes con nombres míticos y conversaciones en donde lo soez -el albur- y los juegos de palabras alternan con reflexiones sobre la condición humana y la fugacidad del amor. Abolición de la propiedad de José Agustín es una novela dialogada a dos niveles, en el del diálogo mismo de los protagonistas y en el del diálogo en el que las voces de los mismos protagonistas se reproducen en una grabadora.

Así, este lenguaje, inédito en parte en nuestras letras, no representa una invención en absoluto. Es más bien el advenimiento de un nuevo tipo de realismo en el que el lenguaje popular de la ciudad de México, ese lenguaje soez del albur tantas veces mencionado, al que los jóvenes tienen acceso en las escuelas, a través de los sketches cómicos de carpas, y hasta de la televisión, ingresa en la literatura directamente. El humor que del diálogo se desgaja suele encubrir en muchas ocasiones -Orlando Ortiz, Sáinz, Agustín, Avilés, Páramo, García Saldaña, Manjarrez- el miedo siempre presente de enfrentarse a la muerte, al envejecimiento prematuro, a la adultez, a la descomposición del amor.




ArribaAbajoLos viajes

El héroe mítico tenía que realizar un viaje para recobrar su identidad o crearse una. Ulises y Jasón, Gilgamesh y Hércules van en busca de hazañas y atraviesan los mares y los desiertos para llegar a ser. Orestes regresa para encontrarse y Telémaco se busca en la figura de su padre. El joven adolescente se desplaza, se mueve, cambia de ambiente, «viaja», pero su identidad sigue confundida porque su personalidad es colectiva y mecánica, se inserta en la Onda de lo auditivo -en el rock- o en el de la sensación -rock ácido-; en última instancia se vive a sí mismo como representación de eso que José Agustín llama «inventando que sueño», mientras se piensa con terror disfrazado que ya «se está haciendo tarde», título de la próxima novela de Agustín.

No es héroe porque es totalmente anónimo aunque se llame Menelao -protagonista de Gazapo de Gustavo Sáinz-, y sus andanzas lo perpetúan en un movimiento cómico, casi chaplinesco, que lo estereotipa en un desplazamiento, semejante al de esos personajes de los cortometrajes de cine de principios del siglo que realizaban movimientos en cámara rápida, grotescos, caricaturas de esas siluetas que se mueven entrecortadamente cuando los jóvenes bailan al compás de rock y entre las luces intermitentes de un espectáculo psicodélico. La experiencia del «viaje» se transfiere y se realiza a medias en el terreno ambiguo de una danza epiléptica que enloquece, que droga y que se denomina «rock ácido». Cuando no se viaja con el «ácido», se baila al son del rock y se obtienen efectos semejantes para producir la sensación al contacto de lo auditivo y lo luminoso distorsionados por la electrónica.

La distancia entre la carpa y el albur, mediatizada por la injerencia del idioma «gabacho» de los jóvenes «onderos», se mide desde la frase de Monsiváis: «Sin jactancia pontifico que mi generación, por vivir en el mundo anterior del rock'n'roll, fue la última educada en las extrañas normas del México viejo. O dicho de otro modo, ¿se puede ser contemporáneo bailando danzón en el Smyrna?»,18 hasta la declaración que firma García Saldaña en el «autorretrato» de la solapa de la edición de su novela Pasto verde: «Antes que nada debo confesarme hermano de la espuma, de la garza y del sol y de la vibrante inmovilidad de las ondas... mis héroes son agustín lara, el charro avitia y maría victoria, mi máxima ilusión es hacer un striptease con el ballet-folk de amalia hernández [...]» La antisolemnidad esgrimida por Monsiváis en su Autobiografía se subraya en las frases de García Saldaña que expresa la parodia burlesca a la otra generación, esa que no empieza sus cuentos con epígrafes de canciones en «gabacho» -expresión que ahora acuña el influjo

de lo «pocho» en el idioma-, ni utiliza largas frases en inglés para condimentar la narración. Algo más significativo es la forma de hacer sociología de una época estampándola, deslindándola según los ritmos que se bailen o se oigan: es como oír un mundo al tiempo que a través de lo auditivo se pasa a visualizarlo.

Ese tránsito, este viraje en la mentalidad, este ninguneo de los bailes populares del Salón México o del Smyrna, esa cursilería estribada en el bolero o en el danzón y en el charnés de las «gatas» o la vaselina de los «pachucos-caifanes», se superponen a la onda roquera y demuestran la gran invasión de la literatura, el cine, la danza y el hippismo -preludiado por el movimiento beatnik- que cruza el río Bravo. Éste es un viaje que marca la línea divisoria entre lo que está «in» y lo que no lo está. La ciudad se ha transformado visualmente, ha dejado de ser la que los jóvenes de la Onda conocieron cuando niños y que Monsiváis entrevé diciendo: «¿Cuál ciudad? Si acaso entonces, una suma de pequeños pueblos y tribus burocráticas unidas por un corazón comercial [...]»19 para transformarse en la ciudad de los departments stores, los Dennys, los Lancers, las pizzas de drive-ins amalgamada a la Merced, la Lagunilla y la Calendaria de los Patos. Esa influencia permea la audición y divide la visión; los escritores la captan, como lo he repetido tantas veces, en su aspecto más concreto y literal, el inmediato, el del realismo enclavado en la sensación.

Así esa mítica híbrida, esa heroicidad desvanecida preparan el camino y definen los vehículos que han de presidir el tránsito. Tránsito variado que puede significar mil cosas: viaje en el sentido normal del término o viaje por el mundo de las influencias, viaje de droga, o simplemente tránsito de una edad a otra.

Dentro de las categorías viajeras es más definitiva la experiencia infantil, «esa emigración terrible, de la Merced a la colonia Portales»,20 que marca la diáspora del niño Monsiváis. Internarse a pie por los meandros empantanados de una ciudad mitad autóctona y mitad «gabacha» suele ser más catastrófico que embarcar en un avión para cumplir, a medias y a la vez rechazándolos en antihéroe, con las hazañas de James Bond, a la manera de los personajes de la novela Lapsus de Manjarrez. Viajar a Alemania o a Polonia como Carrión o Torres es instalarse escasamente en la constatación de la adultez. Idéntica persuasión nos provoca la frecuentación que Aguilar Mora o Pacheco demuestran por los viajes literarios al medievo o a la época contemporánea. En suma, cuando se viaja la traslación mecánica no conduce a nada, se ha utilizado apenas un automóvil, una canoa, un avión, un camión de colegio. Cuán lejos estamos de los gritos emocionados de Proust cuando entona odas a las «demoiselles» del «téléphone» que glorifican el viaje del sonido o se extasía ante las bellezas del paisaje vertiginoso de Bretaña transformado por las velocidades catastróficas de los veinte kilómetros por hora. Esta insistencia porfiada de los viajes se revela también en la sexualidad. Se viaja de una muchacha a otra, los «ligues» siguen siendo condición primera de un estar en la adolescencia -Gazapo de Sáinz, De perfil de Agustín, Pasto verde de García Saldaña, En caso de duda de Ortiz, Acto propiciatorio de Manjarrez, etcétera- o de la nostalgia que ésta provoca en los que empiezan a remontar la edad -Obsesivos días circulares de Sáinz, Las manos sobre el fuego de Echeverría, El viaje de Torres, Los juegos y La lluvia no mata las flores de Avilés, etcétera. Pero como se advierte en «La playa» -cuento de La condición de los héroes, de Roberto Páramo, publicado en Narrativa joven de México- esa forma de amar condensa en su universo arenoso y soleado el transcurrir inútil e indecoroso de las cosas de este mundo. Es una especie de náusea tostada por el sol y aderezada con camarones. Es una cópula apresurada en la que se tocan mucosas y se restriegan pieles, en un repetido acontecer que mimetiza la constante cercanía del mar y la arena. La Onda que no conduce a nada, la prostitución casi como ejercicio metafísico.21

La pretendida liberación del amor, las nuevas relaciones de los sexos, son externas. Las fiestas de Zona Rosa cuya genealogía se inicia en La noche de Juan García Ponce para convertirse en el patrimonio de Avilés Fabila, Los juegos, La lluvia,

se ordenan siguiendo un rito inacabable de bebidas y ligue, con un trasfondo anémico de strip-tease por el que transitan las ropas íntimas de la misma muchacha renovada, las palabras soeces, los juicios literarios achabacanados, las políticas dentro de la constitución, los devaneos hermafroditas y el periodismo circunstancial. Al ritmo desaforado de la música de moda y con un pedaleo acelerado por las calles, sus personajes se desplazan de fiesta en fiesta, de casa en casa. Se «faja» en los baños y detrás de las cortinas; se beben la misma copa y se reitera la misma metáfora.22



A esta definición se pliegan en mayor o menor medida algunos cuentos y narraciones de Orlando Ortiz, Parménides García Saldaña, Roberto Páramo, Manuel Farill. En algunos -Ortiz, Páramo, Echeverría, Sáinz- se advierte una nostalgia, un desencanto, en otros -el mismo Sáinz, Avilés, sobre todo- se filtra la crítica feroz, el desprecio que el autor siente por ese submundo artificial y postizo que se incrusta en el subdesarrollo.

La búsqueda de lo profundo que Michaux practica empezando desde el abismo, ese paraíso artificial de los simbolistas que individualiza, parece ausente en esta generación de mariguana. La droga al volverse patrimonio del adolescente lo identifica colectivamente a su propia clase, no lo aísla, no lo heroifica, no lo deja elevarse a la categoría de héroe romántico, ambicioso y cercenado como Julien Sorel. (Véase, Pasto verde, de García Saldaña y Larga sinfonía en D, de Margarita Dalton.) El título mismo del libro, tan citado ya, de Páramo es significativo, La condición de los héroes; en él se ven versiones descoloridas, radiografías pálidas de acciones inútiles, de seres parodiados. El ejemplo mejor, sin embargo, está en Las manos sobre el fuego y en Obsesivos días circulares; en estas obras, el protagonista se encuentra en la barrera, en esa edad limítrofe, en el trayecto definitivo, apunta a los treinta años. Su versión del mundo ya no es auditiva, ya no vive sólo en el dominio de la sensación; ahora dialoga consigo mismo mientras mira, mientras observa y critica el mundo que lo rodea. En Sáinz, el Menelao de Gazapo se ha transformado en Terencio y la parodia evidente lo convierte en moralista apócrifo que se autocontempla con disgusto, personaje cómico al que suceden todas las desgracias, pero desgracias minimizadas a la manera de los gags del cine, donde los actores caen siempre en la trampa de los pasteles arrojados a la cara o en la de los baldes de agua fría. El viaje aquí va de la tira cómica, pasando por la novela policial, al cine. Es el Dashiell Hammet del Halcón maltés, pero en imágenes, esas imágenes que hacen decir a Monsiváis en su también ya varias veces archicitada Autobiografía:

El segundo encuentro se llamó Casablanca; la película por antonomasia, el instante que me descubrió el poder formativo de Hollywood. Allí estaban mis tres figuras míticas: Humphrey Bogart, el héroe más que hemingwayano y los personajes inolvidables: Sidney Greenstreet y Peter Lorre. Allí se escuchaba la canción absoluta: «As time goes by [...]» Cuando Bogey le dice a Dooley Wilson: «Play it again, Sam», se ha pronunciado -y esto podrá ser retórica pero no es mentira- una frase tan importante como «desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan».23



Admiración que comparte Elizondo y que le hace crear a Sáinz un personaje como el gordo Sarro, sátira caricaturesca de Peter Greenstreet, un pistolero de la Federal de Seguridad, uno de los asesinos del líder campesino Jaramillo. A la constatación de la inutilidad del devaneo, el protagonista advierte la existencia de un mundo social, de un subdesarrollo, de clases antagónicas, pero no lo hace como Gerardo de la Torre en Ensayo general, directamente en la presentación del mundo de los sindicatos y los obreros, de los líderes venales, sino que lo presenta deformado por el ojo oblicuo de un espejo, de esa mirada, soezmente dirigida, con que los señores burgueses miran desde un tragaluz a las muchachitas que habitan en el colegio en el que Terencio y su mujer trabajan como porteros, o la mirada con la que el mismo Terencio curiosea en la Odisea de Ulises o en las andanzas del gángster Sarro. Es un juicio de través, casi incógnito, pero por ello mismo más certero. El protagonista de Echeverría baja de un avión para festejar el fin de la soltería y los esponsales de un amigo de Onda y de «colonia». Hijo de un índustrial-representante-de-la-alta-burguesía-altos-hornos-de-México y amigo de niños «fresas» que acaban por ingresar en las filas tranquilizantes del joven decente que se asienta, el protagonista del libro acaba buscándose en una modelo muerta que irrumpe de pronto en su vida a punto de «ordenarse». La mirada se detiene ahora en una fotografía y termina desorbitándose cuando al advertir la madurez encuentra la muerte. Esa misma muerte que ya se adelanta frente a los personajes de Gazapo cuando se marca el contraste entre la piel suave y la ágil silueta de Gisela y la piel de guajolote y el aliento hediondo de la abuela de Menelao y que Terencio reitera en Obsesivos días circulares; la gordura fofa y repugnante de Sarro contrastada con la esbeltez de Yi, la adolescencia impasible de Trusita o la lejanía impávida de Donají. Esa misma mirada traza esa división tajante que separa el «ligue» del recelo y el resquemor con que se mantiene siempre -aunque se pretende lo contrario, véase En caso de duda de Ortiz o «Belinda» de García Saldaña- la relación entre los dos sexos. Terencio se enajena en comicidad ridícula entre las cuatro mujeres que descalabran su mundo, y el protagonista de Echeverría observa siempre de lejos, cuando se acerca, ya ha muerto la muchacha y muy pronto morirá también él.

El viaje se ha realizado. El sonido desaparece para dejar libre a la mirada: el arribo determinante e inevitable de la adultez.




ArribaLa escritura

Hablar de escritura puede significar muchas cosas o quizá sea sólo una escapatoria bizantina. Con todo, dentro de este término incluiré muchas tendencias surgidas dentro de la narrativa mexicana en los últimos diez años. Valerse de este término de referencia temporal no indica que antes no se haya intentado la escritura en nuestras letras, indica solamente que ahora se trata de una actitud explícita, tendencias cuyo punto de convergencia sería la preocupación esencial por el lenguaje y por la estructura.

En este sentido coinciden Onda y «escritura». No sería posible tampoco trazar la línea divisoria: ¿es lícito afirmar que Obsesivos días circulares de Sáinz participa tanto de la Onda como de la «escritura», en tanto que un texto de José Emilio Pacheco o de Carlos Montemayor, o uno de Juan Manuel Torres o de Ulises Carrión son sólo «escritura»? Es el lector quien fijará las fronteras. «Las novelas son ahora "problemas"», dice Sáinz.24

Los escritores -continúa- han comenzado a distinguirse por su lenguaje, algo que ya no se acepta con inocente consentimiento. La preocupación de «escribir bien» tan propia de Martín Luis Guzmán o Salvador Novo tiene ahora una oposición: la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios. Si escribir es entrar en un templum que nos impone (independientemente del lenguaje que es nuestro por nacimiento y por fatalidad) una religión implícita, un rumor que cambia de antemano todo lo que podemos decir, escribir es, también, querer destruir el templo incluso antes de edificarlo; es por lo menos, antes de franquear el umbral, interrogarse sobre las servidumbres de semejante lugar, sobre el pecado original que constituirá la decisión de encerrarse en él.



Este gesto interrogante, esta iconoclastia, cuestiona el sentido mismo del género novelístico o en general de la narrativa. La crítica implícita en la actitud del que escribe se transfiere al lenguaje escrito y transforma su sentido. Pero decir esto no significa tampoco mucho; constantemente nos encontramos con afirmaciones semejantes, véase por ejemplo varias de distintas procedencias:

Esta lucha por quebrar las pautas tradicionales de la novela es -dice Julio Ortega-, por eso, una necesidad fundamental de la nueva novela latinoamericana; su impulso a totalizarse la obliga a cuestionar las técnicas y las formas, la escritura misma, a instaurar en el centro de la creación novelesca la crítica a esa misma creación.25



Y Juan Manuel Torres en la contraportada de su novela Didascalias afirma: «Es necesario escarbar y escarbar, ir acomodando todas las piezas de las maneras más diversas hasta que formen el rompecabezas, hasta que con la suma de sus signos puedan lograr transmitirnos algún significado».

Por su parte R.M. Albérès26 explica los cambios ocurridos en la novelística contemporánea:

Al fenómeno un poco artificial denominado nouveau roman en Francia, desde 1954, hasta la fecha, le debemos si no obras maestras por lo menos la impresión y la convicción de que una nueva tendencia novelística se ha manifestado: esta tendencia se preocupa menos del contenido de la novela que de su forma, de su escritura, de su óptica. Hacia 1950 pensábamos que la novela era la expresión de una metafísica y de una moral. En 1966 debemos considerarla como la formulación de una manera de sentir y de escribir, como una estética y una fenomenología, y ya no como una moral o un debate moralista.



Esta constatación derivada de un análisis que principia con Proust y que se reitera desde muy distintos enfoques novelísticos, nos pone en una pista que nos lleva a principios de siglo, en la que los ensayos narrativos pretenden destruir templos y revisar críticamente todas las estructuras y escrituras posibles.

El género narrativo busca como buscaron los románticos alemanes, Nerval, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, con respecto a la poesía, el significado mismo de su sentido. Gaétan Picon asevera con respecto a Mallarmé: «Ninguna obra poética ha puesto la poesía en cuestión con mayor tenacidad y profundidad [...] La obra de Mallarmé es la primera que parece romper toda liga con la experiencia humana para convertirse en experimentación sobre la literatura».27 Antes ha afirmado que Baudelaire «puso fin al reino de la anécdota, al de la historia; él fue quien desacreditó la decoración, el didactismo, el lirismo epidérmico, la expresión psicológica, el moralismo». Baudelaire, dijo Valéry -continúa Picon-, fue el primero que trató de producir una poesía en su estado puro construida sobre el lenguaje y sobre un lenguaje específico.28 Esta incursión en el lenguaje y en la experimentación para delimitar el universo propio de la poesía parece realizarse en un campo totalmente ajeno a ella, en el de la narrativa, desde finales del siglo XIX. Y decir narrativa implica la necesidad de narrar algo, de contar, de utilizar el lenguaje como vehículo para inaugurar un relato y descubrir un mundo; trasciende esa función sin embargo y, en su propio ámbito, la narrativa cuestiona el lenguaje; lo descubre, transforma su sentido, lo crea, lo disuelve a la vez en edificio y andamio.

La discusión corre el riesgo de volverse interminable pero puede servirnos de punto de partida. La novela como experimentación del lenguaje se efectúa en un territorio distinto al de la poesía y plantea una estética novelística que se erige en el cuerpo mismo de lo narrado, o en la materia narrativa misma, en la «escritura». Por otra parte, la novela se vuelve averiguación no psicológica -tomamos esta palabra en su aspecto policial-, averiguación sobre su íntimo significado y sobre lo narrado para despojarse, en muchos casos, de lo que considere ajeno para indagar o cuestionar sobre lo que le es propio.

Así «escritura» negaría Onda. La negaría en la medida en que el lenguaje de la Onda es el instrumento para observar un mundo y no la materia misma de su narrativa. Onda significaría en última instancia otro realismo, un testimonio, no una impugnación, aunque algunas novelas o narraciones de la Onda empiecen a cuestionar su testimonio.29 Paz asevera que «la literatura joven [de México] empieza a ser crítica y lo es de dos maneras: como crítica social y como creación verbal».

Y ejemplificando estas dos posibilidades continúa:

La novela mexicana nace con un escritor subversivo, Mariano Azuela. Aunque no fue un gran escritor, en el momento en que triunfó la Revolución, la desnudó y mostró sus partes secretas, sombrías. Otro escritor contemporáneo de Azuela es Martín Luis Guzmán. En sus novelas, los personajes centrales son antiguos revolucionarios que nada tienen de héroes. Guzmán no nos presenta un mundo de buenos y malos, en blanco y negro. No es maniqueo, revela la ambigüedad esencial del hombre y de la sociedad. Otro ejemplo: uno de los grandes poemas hispanoamericanos de la generación anterior a la mía, Muerte sin fin de José Gorostiza, termina así: «Anda putilla del rubor helado, anda vámonos al diablo». Este poema es una crítica del lenguaje, de la poesía y de la vida humana. No es una literatura dulce la buena literatura mexicana. Pienso sobre todo en los jóvenes. Lea usted a Rulfo o a García Ponce. Lea a los nuevos poetas: Sabines, Segovia, Bonifaz Nuño, Montes de Oca. En todos ellos, el problema del lenguaje es central: no el lenguaje como una dimensión del hombre, sino el hombre como un ser verbal, como una dimensión del lenguaje. Otra preocupación: el erotismo, aunque en un sentido distinto y aun opuesto al de la tradición española [...] el erotismo de Carlos Fuentes en un lenguaje de signos corporales y el otro joven mexicano, Salvador Elizondo, es intelectual, metafísico. Los cuerpos son signos. Y esos signos nos interrogan.



La doble vertiente que Paz destaca se muestra de manera obsesiva en los jóvenes escritores mexicanos. La creación verbal o mejor dicho el intento por crear una escritura se muestra siguiendo varios cauces: Como planteamiento de una estructura y de una averiguación podríamos decir que en México se publican durante esta década varias novelas: Los albañiles de Vicente Leñero, Farabeuf de Salvador Elizondo, Cambio de piel de Carlos Fuentes, Morirás lejos de José Emilio Pacheco, entre otras.

De Vicente Leñero dice Iris Josefina Ludmer:

Todas las novelas de Leñero se estructuran en base a una relación asimétrica. Por un lado, un interlocutor, una persona que gana información a costa de otra, sin que la otra la gane a costa de ella: es el receptor que escucha, organiza, piensa, lee. Por otro lado el actor, el hablante que actúa, vive, siente, comunica, se expresa sobre sí mismo y constituye la ficción. La función del receptor es ordenar, dar forma, interpretar el material dado y recrear imaginariamente los hechos; la función de locutor es simplemente emitir una narración tratando de dejar de lado toda conciencia y toda racionalización.30



Los personajes se entrecruzan y las versiones que emiten también. El autor tiene algo de cerebro electrónico que registra y devuelve varias realidades que se ordenan de manera incompleta en la mente de los personajes. Es el lector el que deberá reorganizar, ayudado por el autor. Así vista, esta novela nos remite como Farabeuf y Morirás lejos a los ensayos que realizaron en el nouveau roman sobre todo Robbe Grillet y Butor; pero adjudicarle esa influencia sería postular que estas novelas son sólo la imitación autóctona de una importación. Otra forma de entroncarlas en una tradición reciente sería colocarlas al lado de Rayuela, en especial en la imposición de un lector macho y de un lector hembra que cataloga por anticipado al lector. El juego lector-actor, binomio que intentará recrear la novela, se perfila también como elemento indispensable de esa perspectiva y se repite en Cambio de piel. Farabeuf juega con varias posibilidades y, de una estructura vagamente policial, pasa a definir un alfabeto en el que los cuerpos se vuelven letras para recalcar la cita de Paz. Estos signos se desdibujan en Pacheco, quien revive una historia a la vez demasiado concreta en su exterminio y demasiado vaga en su imposibilidad de recreación. A este juego de hipótesis policíacas, de registros automáticos, de ausencias de personajes y presencias impostadas de un autor que exige la complicidad de un lector, se añade la estructura en espiral que enreda tanto a la creación como a la ficción, es decir, dentro de la novela se inscribe la composición de la novela, sirva de ejemplo en este caso Los frutos de oro de Nathalie Sarraute. El autor se confunde y se despersonaliza a la vez que se reinventa en un lenguaje que nosotros-lectores alteramos. En Cambio de piel el lenguaje se utiliza en varios niveles. Primero en su más inmediato, el de la comunicación lógica, expresiva de una realidad, cuantificable y criticable, luego en el de las diversas mentalidades de los personajes que viven o desviven la ficción y por fin en el del protagonista-autor, que crea su novela envuelto en la metáfora de la caja de Pandora.

Estas novelas se asientan como pivote en torno del cual giran algunos de los más jóvenes narradores de México. No quiero decir que se las imite directamente, sino que esa preocupación por escribir «escritura», por destruir la forma tradicional de la narrativa, por pisotear el templo acaba volviéndose primordial y cada autor la contempla desde su ángulo, cumpliendo con mayor o menor fortuna ese imperativo categórico que les viene desde Europa, desde América Latina, desde el propio México. La técnica suele exagerarse y se llega al extremo de utilizar el lenguaje con afanes filológicos, como sucede en parte con José Trigo de Fernando del Paso; en parte porque cuando olvida esa preocupación su novela raya en lo poético.

En Luz que se duerme, Navarrete difumina personajes, situaciones, luces y hasta estructura en su intento por recrear esa integración temporal-espacial característica de Pedro Páramo -libro clave de nuestra narrativa- y acaba por esfumar su novela en tanto que el estilo se mantiene. En Didascalias de Juan Manuel Torres la misión de «escarbador» que el autor se ha impuesto lo obliga a desnudar a tal punto su intención que en ocasiones el libro se vuelve recuento y alegato, a la vez que confesión, de técnicas y teorías:

También se podrían crear personajes no definitivos, personajes que en un momento dado pudiesen responder «sí» o «no» o «quien sabe». Se podría por ejemplo escribir las tres respuestas y pedirle al lector que tachase dos de ellas, o las que quisiera [...] También sería una solución escribir una obra que comprendiese todas las posibilidades para que este mismo lector (de acuerdo con su propio gusto o al azar) arrancase páginas enteras, dejando únicamente los fragmentos que más le interesasen para a su vez componer una obra más modesta, es cierto, pero más de acuerdo con sus sueños y esperanzas.

A la manera de este lector enfrento yo las cosas que escribo. Separo del mundo solamente unas cuantas miradas.31



Torres separa varios elementos de su libro El viaje y los recompone sin fin con base en tres posibilidades que elige porque le son consanguíneas, para arribar a esa reflexión inicial, a «la coincidencia o confusión -como dice Borges- del plano estético y del plano común de la realidad y del arte»32. Esta ordenación o selección de ordenaciones nos remiten al punto original donde se inicia el viaje, el de la memoria, el del recuerdo, el del sueño, también confundidos en las vagas reminiscencias que nos descubren de inmediato y sin embargo a Proust. Ulises Carrión no formula rompecabezas, viaja simplemente, para ponerle espacio a «un amor inútil», para relatar desplazamientos más temporales que espaciales, síntesis de ese leve «viaje hombre adentro» del que habla Arreola. Esther Seligson de cuyo libro Tras la ventana un árbol dice Juan Vicente Melo:

Ese deseo reiterado, siempre dicho en voz baja, en ocasiones apenas insinuado, constituye el oculto y terrible mecanismo que pone en juego una situación que, invariablemente, trae como consecuencia la separación de los amantes y la terrible necesidad de recuerdo y olvido. Prisioneros de ese deseo, los personajes de Tras la ventana un árbol (casi siempre sin nombre que los particularice y los distinga) transitan por un universo cerrado, asfixiante, rutinario.33



Recuerdo, olvido, separación de los amantes, reconocimiento en el otro, historia reiniciada muchas veces, mismo tránsito, mismo desenlace que emparientan estos cuentos a los de los anteriores cuentistas citados: Torres, Carrión, con Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce en su trayectoria musiliana de búsqueda interna. El desvanecimiento del personaje y la constatación diluida de nostalgia de una vida amorosa siempre intentada, jamás retenida, los identifica entre ellos y los transfiere también a ese mundo novelístico que ensaya narrar sin personajes, que indaga en historias posibles y probables que intenta lenguajes, porque como el Chesterton que Borges resume «infiere [n] [...] que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad [...]»

Quiero complementar esta exposición incursionando junto con quienes al utilizar el texto breve, conciso, poético, postulan otra teoría de la «escritura», aunque suelan confundirla con el mero ejercicio retórico de estampa barroca apócrifa. Es quizás Torri quien haya cultivado con mayor esmero y delicada paciencia este tipo de prosa; lo sigue indudablemente Arreola. En apariencia muy cercanos, Torri y Arreola son profundamente distintos. También lo son Marcel Schwob y Borges, con quienes comparten una predilección literaria; Kafka y Chesterton son también de esta progenie. Limitémonos a los dos mexicanos: nadie en México ha utilizado con tanto rigor el estilo como Julio Torri y Arreola, pero sin permanecer en él, sin regodearse en su acaecer, la brevedad se consigue anclada en la desesperación por retener una realidad trágica que se revela a fin de cuentas inmodificable y contra la cual sólo queda el humor, la ironía, la precisión perfecta de una frase de filigrana y la aparición de un recuerdo culterano. Torri es escéptico y sus textos lo reflejan. Tanta es su descreencia y tan fuerte su nihilismo que acabó renunciando a la literatura. Arreola es también un escéptico, pero su escepticismo se redime en la delectación y especulación idiomáticas, en la ironía, en la abstracción fantástica, en el desbocamiento de la rabia que lo envenena y lo salva, en la distorsión de la ética, en la reconquista de un pasado burilado en frases poéticas. En definitiva, Torri pertenece al posmodernismo y guarda una reserva aristocrática que l e impide la confesión; a lo sumo dirá: «Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí». Y esa condena que él mismo se impuso pasa a su literatura cancelándole la salida vital como escritor. Arreola, en cambio, alivia su tensión y la descarga en rencor y en alucinación.

El que abriéndose las venas en la tina del baño dio por fin rienda suelta a sus rencores; el que cambió de opinión la mañana llena de estupor y en vez de afeitarse hundió la navaja al pie de la jabonadura (afuera, en el comedor, lo esperaba el desayuno envenenado por la rutina de todos los días); los que de un modo u otro se mataron de amor y de rabia, y los que se fueron por el ábrete sésamo de la locura; me están mirando y me dicen con su sonrisa extraviada: Mira tu paloma.



En ese caso el ábrete sésamo que lo preserva del aniquilamiento es la literatura, es su estilo que le sirve de telar para entretejer historias y plasmar en equilibro malabareso que Borges llama con genialidad «lo levemente horrible».

Su vitalidad se resumió en la cátedra magistral: tanto Torri como Arreola se dedicaron a ella, pero Torri terminó cerrándose en la erudición tímida, en tanto que Arreola fundó un taller literario de múltiple descendencia, Mester, que publicaba una revista del mismo nombre. De este taller proceden muchos escritores de la actual generación literaria.

Quizás único en descendencia directa de esta literatura, aunque nunca haya pertenecido al taller de Arreola, sea Carlos Montemayor. Su estilo despojado y preciso en el que el lenguaje ocupa un puesto esencial -desde sus elementos sintácticos más inmediatos hasta el refinamiento del estilo- sedimenta una vitalidad diluida, religiosa, eminentemente poética. Visión y lenguaje se calzan con estrechez, firmemente unidos. Carece, sin embargo, del humor calcinante de sus dos antecesores y sus preocupaciones y hasta su estilo lo vinculan mejor con Juan Rulfo. Por otra parte, su prosa burilada, breve, su elección temática, la erudición, lo relacionan -insistiendo- tanto con Arreola como con Torri.

Pero si mucha y muy notoria ha sido la influencia de Arreola en esta generación también ha tenido graves consecuencias. El estilo de Arreola sostiene un mundo interior, sus análisis estilísticos desembocan en una brevedad necesaria, sus historias revelan su modo de concebir la realidad. No sucede así con todos los jóvenes escritores que se han congregado en torno suyo. Muchos se han iniciado siguiendo su estilo, pero después se ven dando vueltas inútiles en torno a un bizantinismo de expresión redundante y vacía, o salen por la puerta grande de la literatura tradicional de corte realista. Esta paradoja nos reitera en la convicción que Borges denuncia: «[...] una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis».

No quisiera que esto que ya parece una disertación se siguiese alargando para insistir en fallas o carencias. Antes bien, preferiría destacar que en las dos corrientes denominadas «onda» y «escritura» pudiera verse lo que Paz reclama como crítica social o como creación verbal.34

En un artículo, Jorge Aguilar Mora manifiesta refiriéndose a su novela Cadáver lleno de mundo:

La novela está construida sobre tres impresiones fundamentales: la proximidad total e ineludible de la guerra de Vietnam, la lejanía temporal y simbólica de un mundo literario (la mitología morisca que construyeron a fines del siglo XVI Lope de Vega, Góngora, Liñán de Riaza) y la simpatía universal (el «todo está en todo») de Séneca, la solidaridad entre las palabras, los actos y los objetos que pertenecen a los personajes, conducto por el cual los asesinatos de líder es campesinos en México pertenecen al mismo rostro de las matanzas en Indonesia [...] La realidad, cimentada sobre una barbarie cotidiana, sobre un vacío inmenso de las palabras, con el germen apenas visible de su revalorización total, es un sitio del cual se puede escapar con facilidad. Cada jugada los va envolviendo en una lógica ficticia (y así pueden adoptar las personalidades que les viene en gana y transformar un hecho cotidiano en una aventura caballeresca: son moros, magos, alquimistas), dentro de la cual lo único verdadero serán las violentas intromisiones del genocidio.35



Ésta es la encrucijada. En este tipo de problemática se reencuentran los dos postulados. Onda como crítica social y «escritura» como creación verbal. En este amasijo de mundos que se contaminan entre sí, en esa convivencia entre realidad e imaginación, entre conciencia crítica y escapatoria, se inscribe Guztavo Sáinz con Obsesivos días circulares. El juego adolescente se coagula en una irrealidad imaginada y en un lenguaje mimético que devela a fin de cuentas la realidad circundante. La relación con los mundos literarios se superpone a la relación con las cosas concretas y por encima de todo, a la violencia interior magnificada en rebeldía superficial que empieza a cancelarse en cuanto la constatación de una violencia externa define y condiciona al joven, por más que éste se ponga trampas y finja ignorarlas. La literatura puede servir como ensayo para aprender a «desleer» un mundo o como ensayo verbal para ordenarlo.

En este momento nuestra narrativa busca su lenguaje, ya no único, sino múltiple, como el del último piso de Babel, lugar de ladrillos cocidos al fuego de la confusión que Jehová sembró entre los hombres antes de castigarlos y esparcirlos por la faz de la tierra.







Coyoacán, enero de 1971



 
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