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Opúsculos en prosa

Manuel Bretón de los Herreros





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ArribaAbajoLa castañera1

Árbol nobilísimo es el castaño, si consideramos que con su nombre y los derivados de su nombre se ha formado el patronímico de muchas familias, más o menos ilustres; y ¡a buen seguro que me desmientan los Castañedas, ni los Castañizas, ni los Castañeiras, ni los Castaños, ni los Castañones! Un castañar era el feudo que tenía en más estima aquel García de ídem, cuyo elevado carácter y esclarecidos hechos celebró en un drama inmortal don Francisco de Rojas y Zorrilla; aquel que se envanecía con ser tenido por el labrador más honrado, y aunque no humillaba su cerviz del Rey abajo a ninguno, contento con la vida patriarcal y bucólica que llevaba, exclamó:


«Que aqueste es el Castañar,
Que en más lo estimo, Señor,
Que cuanta hacienda y honor
Los Reyes me pueden dar.»



Por último, el nombre de Castaños representa y simboliza una de las páginas más bellas de nuestra moderna historia. Don Francisco Javier Castaños se llama el benemérito general español que primero humilló las hasta entonces nunca humilladas águilas francesas cuando en los campos de Bailén fueron vencidas y derrotadas por bisoños soldados las aguerridas huestes de Dupont; y es fama que a cada tiro y a cada bayonetazo escarnecían los nuestros a los guiris con un ¡toma para castañas! ¡Batalla memorable que dio renombre europeo y elevó al primer grado de la milicia y a la grandeza de España, con el título de duque de Bailén, a quien ya nació emparentado con ella, y a quien, (¡vicisitudes humanas!) puede hoy un ciudadano tributar justos elogios sin riesgo de que le acusen de quemar incienso en las aras del poder y de la fortuna!...

Frondoso, corpulento, prócer, de bella flor, regalado fruto y apacible   —502→   sombra, es el castaño uno de los árboles más beneficiosos. Su compacta madera es utilísima para toda clase de carpintería, excelente su leña para el hogar, bien en rajas, bien reducida a carbón, y de los glóbulos espinosos que el árbol produce sale un alimento que codician los pavos y es la delicia de otro animal... menos grato de nombrar que de comer. A las castañas deben, en efecto, su gastronómica nombradía los ricos y suculentos jamones de Caldelas y Avilés; y también el hombre las saborea con placer, crudas o cocidas, asadas o pilongas, acarameladas por Navidad, o en potaje por Cuaresma.

Otra prueba de la justa celebridad del producto susodicho es el haber dado nombre a un color. A cada instante oímos decir pelo castaño; esto pasa de castaño oscuro. Hasta un actor, que fue gracioso..., al menos en las listas de las compañías a que perteneció, fue más conocido por el apodo de Castañitas que por su nombre bautismal. Hay vasijas, y no destinadas para el agua, que por excelencia se nombran castañas, y hasta el moño de las mujeres, rubias o pelinegras, castañas o pías, se ha distinguido, y en algunas partes se distingue todavía, con la misma denominación. ¿Qué más? Castañuelas son, esto es, diminutivo de castañas, los sonoros instrumentos de la crotalogía;2 de ese arte sublime, cuyos luminosos principios se encierran en esta sabia y significativa máxima: o no tocar las castañuelas, o saberlas tocar. Y a la pericia en tocar las castañuelas, diminutivo de castañas, tanto como a la ligereza de sus pies, a la flexibilidad de sus rodillas, a la morbidez de su talle y a la movilidad de su gesticulación, debe sus triunfos pantomímicos la famosa Fanny Essler, esa Terpsícore de nuestros días, embeleso de ambos mundos. Por ella, por sus castañuelas, tiene ya fama universal la Cachucha española, cuyos dengues voluptuosos y provocativos contoneos han vuelto locos de regocijo a los graves descendientes de Washington y han inflamado la sangre de los glaciales moscovitas.

Castaño... Castaña... No me precio de etimologista, pero tengo para mí que estos vocablos se derivan del vocablo castidad. Las mismas letras de que se componen lo están diciendo: casta-ña... ¿Y cómo poner en duda lo casto de esta casta, cuando la forma y las condiciones del fruto demuestran que Dios lo ha criado para ser emblema comestible del pudor y de la continencia? Nace la castaña cubierta de un púdico zurrón erizado de punzantes espinas, como si el Autor del Universo quisiera con él defenderla de la humana voracidad. Antes que llegue a sazonarse es la desesperación de los golosos: fruta inverniza, no se esquilma hasta que el termómetro de Reaumur marca pocos grados sobre cero, estación en que las pasiones no son por lo general muy activas y vehementes. Aun entonces no se desprende de la rama natal sino a fuerza de violentas embestidas y rudos palos; antes de ser desarmada hiere con sus pinchos la mano atrevida que lo intenta; aun después de mondada de su áspera corteza; aun después de exclaustrada, digámoslo así, contra su voluntad, esta monja vegetal, esta virgen del bosque, esta vestal asturiana ampara su honestidad, vestida   —503→   de punta en castaño, con la doble y tenaz coraza que ostenta; y vencida en su segundo atrincheramiento, todavía resiste a la vergonzosa desnudez que tanto teme y esquiva; todavía pugna por coherir e identificar a sus carnes inmaculadas aquella tenue película, su postrer refugio, y como si dijéramos su camisa. ¡Cándida doncella! ¡Interesante criatura!

Pero si queda demostrada la castidad de la castaña, no lo está tanto la castidad de la Castañera. Entiéndase esto sin menoscabo de la buena opinión de tan benemérita clase, a la cual no es lícito atribuir menos virtudes que a las honorabilísimas de piñoneras, naranjeras, buñoleras, rabaneras, etc., etc., etc. Dígolo porque, si bien hay Castañeras del estado que llaman honesto, las hay también empadronadas con los venerables títulos de esposas y madres; y es cosa averiguada que para asar o cocer castañas no es necesario el requisito arriba mencionado.

Dejo a los eruditos y curiosos parlantes la meritoria, bien que ímproba tarea de escudriñar desde cuándo empezó a ejercerse en Madrid la importante profesión de Castañera, y quién fue la primera que como tal mereció ser inscrita en los registros de la policía; basta a mi propósito hacer observar al pío lector que la práctica de semejante industria data evidentemente de tiempos muy remotos...; acaso del tiempo de Mari-Castaña, que, como todos sabemos, fue coetánea de el rey que rabió y de Perico el de los palotes. Lo que consta por documentos auténticos es que la clase llegó al apogeo de su gloria en el último tercio del siglo próximo pasado, y que hasta principios del presente se mantuvo a la altura de la gran reputación que supo adquirir. Durante el período citado, más de una heroína de fuelle y tenazas mereció los honores de la escena. Díganlo las Castañeras picadas, y otros dramas del nunca bien ponderado don Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla, que no por llevar el humilde título de sainetes y porque en ellos se peque gravemente contra los dogmas y fueros de eso que llaman buen tono, dejan de tener más mérito intrínseco, y sobre todo más originalidad y más nacionalidad que otros de mayores dimensiones, escritos con altas miras filosóficas, terapéuticas y sociabilitarias.

Hoy día, preciso es confesarlo, no son nuestras Castañeras sombra de lo que fueron. Guardan, sí, muchos de sus rasgos característicos; pero aquella fiereza varonil de que un tiempo blasonaron, y aquella su procaz elocuencia, que era el embeleso de los barrios bajos y el terror de los altos, pertenecen ya en gran parte a la historia; y para admirarlas, si no en su origen, a lo menos en copias bastante fieles, es forzoso asistir a las representaciones de los ya indicados sainetes del referido don Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla.

Verdad es que si en este siglo que apellidan de las luces, y yo llamaría de los fósforos, es muy difícil encontrar a la mujer fuerte, ni aun en el gremio de las Castañeras, no está menos gastado, si del todo no ha desaparecido, el tipo singular del Manolo; la fisonomía y virtualidad   —504→   de aquellos héroes de presidio y taberna que prorrumpían en estas enérgicas palabras:


U te he de echar las tripas por la boca,
U hemos de ver quién tiene la peseta;



o decían, para pintarlos con una brochada más análoga al artículo presente:


Los hérues como yo cuando pelean
No reparan en mesas ni en castañas.



Con efecto, desde que dejaron de existir zorongos y redecillas; desde que dieron un estirón convirtiéndose en pantalones los calzones de nuestros abuelos, ha ido degenerando de día en día aquella especial y vigorosa raza que, si todavía no reniega de sus peculiares instintos, poco o nada conserva de sus antiguos hábitos. Lo que llamamos pueblo bajo ha menguado en calidad y en cantidad, como ha decaído en riqueza y autoridad la aristocracia. Las clases medias absorben visiblemente a las extremas; fenómeno que en parte se debe a los progresos de la civilización, en parte al influjo de las instituciones políticas, y cuyas ventajas e inconvenientes no me propongo dilucidar. Ello es que ya no se encuentran por un ojo de la cara aquellos chisperos cuya siniestra catadura debe de estar muy presente en la memoria de algún célebre personaje de la corte de Carlos IV, ni aquellas manolas que santiguaban con una pesa de dos libras a los soldados de Murat que osaban requebrarlas. Es cierto que aún hace la navaja de las suyas y que hay todavía en cada plazuela varias cátedras, no reconocidas por la Dirección de Estudios, donde se enseña gratis el arte ameno y persuasivo de esgrimirse a desvergüenzas; pero estas mismas desvergüenzas son ya algo más cultas y menos peladas que in illo témpore, y para bien de la moral pública, menos frecuentes los repelones y las azotainas. Hasta en la ropa, cuando no se viste el uniforme legal que iguala al rico con el pobre y al noble con el plebeyo, hay cierta arbitrariedad, cierta insubordinación que se asemeja mucho a la anarquía. Ya no hay traje nacional para nadie, como no se busque en alguna arrinconada o insignificante aldea. Vemos a más de un señor titulado ataviarse con zamarra y sombrero calañés, como vemos a más de un proletario menestral proveerse de levita en los portales de la calle Mayor, y tan lechuguinas se van haciendo las Bastianas y las Alifonsas, que no pierdo la esperanza de ver a alguna de ellas con papalina. ¡Oh témpora! ¡Oh mores!

Volviendo a las Castañeras, observo entre ellas varias graduaciones, o llámense jerarquías, que conviene deslindar para dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César; que hay Castañeras a quienes humillaría el trato con otras menos calificadas.

En primer lugar, aunque todas tratan en castañas, unas las cuecen, y otras   —505→   las asan; en segundo lugar, unas asan las castañas así, y otras las asan... asado; en tercer lugar, hay Castañeras de esquina, Castañeras de portal y Castañeras de taberna.

Las Castañeras cocidas..., quiero decir, las Castañeras que cuecen, son las últimas en categoría, y como el populacho de la comunidad, tanto por la vida nómada y aperreada que llevan, porque regularmente no tienen puesto fijo, cuanto por ser menos codiciada su mercancía y muy escaso el capital que emplean en ella. La misma olla, con honores de cántaro, en que cuecen las castañas, sirve de almacén para guardarlas y de mostrador para venderlas. El anís con que las sazonan vale poco, el carbón que para ello consumen no vale mucho, y el agua que gastan, si la toman del pilón de la más cercana fuente, como es probable, no cuesta nada. Por lo mismo, suelen dedicarse a este subalterno tráfico muchachuelas de poco pelo y mal pelaje, o viejas deterioradas, cuyo calor natural no basta a reemplazar el de las castañas cuando lo pierden por la influencia de la atmósfera, por más que abracen y acaricien con materno amor el yerto receptáculo.

Las Castañeras que asan, ya son gente de otra estofa. Suele ser su comercio, aunque algunas lo ejercen de ab initio, decente jubilación de una carrera más activa, relacionada en cierto modo con la de San Jerónimo, particularmente en el espacio que media desde el que fue convento de padres de la Victoria hasta el que lo ha sido de madres de Pinto.

Es de presumir que en este invierno crezca considerablemente el número de operarias de dicha procedencia, merced a las visitas domiciliarias y pesquisas callejeras verificadas poco ha por orden de la autoridad superior política; medida cuya constitucionalidad podrá ser disputable, y cuyos efectos llegarían a ser funestos a las libertades públicas y al derecho de propiedad, si se repitiese y generalizase demasiado; pero a la cual debemos por de pronto la ventaja de tener más expedito y menos peligroso el tránsito de la calle del Príncipe, la plazuela de Santa Ana, e islas adyacentes. Pero a los que no somos jefes políticos, ni celadores municipales, ni periodistas, no nos incumbe inquirir y rastrear vidas ajenas. Por otra parte, agua pasada no muele molino; la Magdalena más pecadora puede ser con el tiempo modelo de austera santidad; y en resolución, cualesquiera que hayan sido los precedentes de una Castañera, por lo que es debemos juzgarla, no por lo que haya sido.

Una Castañera de la especie que voy describiendo ha menester para serlo dignamente gastar algunos duros en proveerse de los siguientes utensilios: una mesa con su cajón correspondiente; una vasija sui géneris; un anafe u hornilla portátil; un cañón de hoja de lata que dé salida al humo sin molestia de la protagonista y de los transeúntes; un fuelle; unas tenazas para escarbar la lumbre (estas pueden suplirse con los dedos); un cuchillo para hacer en cada castaña la incisión con que se facilite después la separación de la cáscara; una manta, o parte de ella, para abrigar la ya tostada mercadería; una espuerta bien provista de carbón; un tarro lleno   —506→   de sal, aunque algunas pueden suplirla con la mucha que Dios les ha dado; una silla para la maestra; a veces un cobertizo, que a ella y a su hacienda resguarde de la intemperie; y además de todo esto, y de algún otro adminículo que puede habérseme olvidado, tiene que pagar a la Villa la licencia para vender, y acaso a algún casero despiadado o a algún tabernero sin entrañas, el alquiler del reducido terreno en que pone su tinglado. Es, pues, evidente que, siquiera bajo este aspecto, son las Castañeras mujeres que tienen que perder. Consideremos también que su vida sedentaria y afanosa, la publicidad de sus funciones, lo incombustibles que llegan a hacerse a fuerza de familiarizarse con el fuego, y lo mucho que perjudican a sus gracias personales y a los primores de su toilette los desacatos del humo y las insolencias del carbón, son otras tantas garantías de ejemplar conducta propia, y otros tantos preservativos contra los estímulos de la ajena concupiscencia.

Sin embargo, como de gustos no hay nada escrito, y los hay que merecen palos, las Castañeras que no son casadas, y tal vez algunas que lo son, suelen tener un chulo que liquide en la taberna los productos de las castañas. Lo malo es que a medida que estos en general se aumentan, se disminuyen en particular, porque las tiendas y las ambulancias de este artículo de comercio, no comprendido en la tabla de aranceles, se multiplican prodigiosamente, y ya no sólo hay Castañeras, sino Castañeros también. ¡Sí, Castañeros! ¡Tanto es el egoísmo del hombre, y de tal suerte ha venido a menos la galantería española, que usurpamos al bello sexo hasta el ejercicio de las tranquilas y delicadas labores análogas a su tierna complexión y blandas costumbres! ¡Qué es ver a un tagarote holgazán manejando el fuelle afeminado en vez de la ruda piqueta! Pero, ¿quién sabe si alguno de esos desventurados pertenecerá a las clases pasivas?...

Y los Castañeros son sin duda los que, por pereza o por economía, han sustituido la prosaica cacerola, o sartén sin mango, al poético cantarillo agujereado del siglo de oro castañeril (¡sacrílegos!) y los que han suprimido el elegante tubo que reprimía y daba conveniente dirección al humo, hoy tan licencioso e indisciplinado. (¡Vándalos!)... Pero no faltan respetables matronas que, fieles a las buenas tradiciones del arte, mantienen y alimentan con loable perseverancia el fuego sagrado. Estas heroínas contumaces, que constituyen la aristocracia del oficio, tienen establecido por lo regular su despacho a las puertas de las tabernas. Bien saben ellas lo que se hacen, como veteranas que son. ¿Hay aliciente más poderoso para el vino que las castañas? Con sólo verlas en las ascuas se codicia el zumo de la vid; y aun por eso dijo, dos siglos ha, mi paisano Villegas:


Al son de las castañas
Que saltan en el fuego,
Echa vino, muchacho,
Beba Lesbia y juguemos.



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Hay, en efecto, manjares que convidan más que otros a beber, tales, como la salchicha, el abadejo, la tarángana, la sardina; pero si grato con ellos, con las castañas es indispensable el vino, so pena de morir estrangulado, o de beber agua, que para muchos hombres de bien es el mayor de los suplicios. Aquella sustancia seca, farinácea, de difícil y laboriosa deglución, pide vino con urgencia, y de ahí viene sin duda el dicho vulgar dijo la castaña al vino, bien venido seas, amigo.

Razones de amor propio, además del atractivo de la ganancia, aconsejan a las Castañeras el situarse en los peristilos de los templos de Baco; que si los devotos apetecen solamente las castañas cuando entran, tal vez cuando salen apetecen la Castañera.

Ni siempre3 vegeta pasiva y sedentaria al amor de la lumbre y al cuidado de su hacienda; que en las horas de menos despacho suele dejar a cargo de alguna comadre, o de algún compadre, su portátil mostrador para visitar el de la taberna, acreditando con frecuentes libaciones de Yepes o de Valdepeñas no ser indiferente al fervoroso culto que allí se tributa al numen de Anacreonte. Ya se ve, sus miembros se entumecen de estar tantas horas encogidos; su gañote se seca de tanto gritar: ¡gordales, seis al cuarto! ¡Que se arrematan! ¿Cuántas? ¡Que queman!; y es preciso poner alguna vez los huesos de punta y remojar la palabra. Por otra parte, si algún cachirulo la camela, con medio chico en la derecha y pellizcándose con la izquierda el labio inferior, ella, que no es mujer de negarse a casos de honra, ¿cómo ha de resistir a un brindis tan macareno? Tratándose de copas entre gente de caliá, una mujer de su aquél nunca se excusa de echar su cuarto a espaas. Cuando se la convida con mal modo, o se toma algún endino libertades previas y extrajudiciales, le confirma de lo lindo con las tenazas; pero sabe también, en ocasiones, ser agradecida y campechana, y si algún majo llevó su galantería más allá de lo que su bolsillo permite y su crédito consiente, aparte usté, le dice, ¡desgalichao!, y plantando sobre el aparador un peso duro, exclama con gentil desenfado y mucha de la fanfarria: O semos, o no semos: donde yo estoy no paga naide.

Amén de estos agradables episodios, la Castañera de taberna pasa una vida hasta cierto punto envidiable. Su tenducho es una especie de tertulia que frecuentan y amenizan con sus chistes y agudezas los criados de la vecindad, los simones desocupados, los comparsas del teatro y los mozos de cordel. Allí se deletrea y se comenta el papel que ha salido nuevo con noticias de las potencias extranjeras que los ciegos han recibido por extraordinario. Ella pescuda, y husmea, y analiza a las mil maravillas la crónica escandalosa de la manzana, y puede dar razón de lo que pasa en torno tanto quizá como el memorialista de en frente o el zapatero de la esquina, y desde luego mucho más y mejor que el alcalde del barrio. Es mujer de pro, que ejerce en su distrito cierta jurisdicción moral, y manejando a su arbitrio las pasiones de escalera abajo y los afectos de portal afuera, así promueve una camorra como la apacigua, según el humor que tiene;   —508→   o para expresarlo en términos más castizos, según se lo pide el cuerpo. Sarcástica y decidora, el chisme es su comidilla y la sátira su regodeo; pero sabe soltar sus pullas con tanto disimulo como oportunidad, y hasta las palabras con que pregona su mercancía suelen ser otras tantas indirectas del padre Cobos. Así, por ejemplo, si con sus guiños y ventaneos y ceceos y tapujos dan que decir las hijas de la escribana, apenas las ve salir de casa las mira con el rabillo del ojo, y canta en octava mayor: ¡Ahora salen las calientes!




ArribaAbajoLa nodriza


   ¡Ay! no siempre una madre cariñosa
Te cabe en suerte, malhadado infante,
Que en su seno te abrigue
Y a tu labio anhelante
Dulce néctar solícita prodigue.
No por tu cara linda
Es justo que prescinda
Del baile doña Flor, del coliseo,
Del público paseo,
De visitar las tiendas de la plaza,
O tal vez de la cita misteriosa,
Do en adulterio torpe se solaza.
«¡Criar y más criar! ¡Jesús, qué empacho!
¡Compadézcanme ustedes!
Una mujer de tono entre paredes
No ha de pasar su juventud amena.
Pues ¡no faltaba más! ¡Y este muchacho
Que mama sin conciencia! Yo me seco.
¡Eh! que se desgañite en hora buena,
O que le den gazpacho.
No he de morirme yo por un muñeco.»
Así razona, y razonando engulle
Ya el canjilón de pingüe gelatina,
Ya la perdiz sabrosa o la gallina,
Ya la pintada trucha,
Ya un piélago de espeso chocolate
Con esponjado bollo, o con tomate
—509→
Luenga magra se embucha
Del animal grasiento que abomina
El pueblo de Israel. El apetito
Del cuitado angelito
Con lacónico sorbo satisface,
Y, mármol a su queja,
Préndese la mantilla
Y eternas horas huérfano le deja.
    En tanto al jugo del materno pecho
De insípida papilla
El glutinoso pábulo reemplaza,
Que ha de tragar el nene a su despecho,
Aunque su llanto el alma despedaza.
¡Vieras allí la reiterada pugna
De la fámula hedionda que la embute,
Y del labio infantil que la repugna!
¡Vieras allí de su grosera boca,
Que no es tan infernal la de una foca,
A la del puro y cándido retoño
Trasegar la bazofia maritornes!
Y si la arroja el desgraciado y chilla,
¡Erre que erre, y vuelta a la escudilla,
Y a la carga otra vez! Crudo tormento,
¡Oh Tántalo!, en castigo de tu crimen
Te depara de Júpiter la ira
Cuando a tu labio hambriento,
Que por ella sin término suspira,
Te defiende llegar la rubia poma
Que de fácil arbusto se desgaja;
Mas tal vez en crudeza le aventaja
La bárbara porfía
De forzar a que coma
Contra su gusto al prójimo o sin gana,
Aunque le den olímpica ambrosía.
    Ciertas madres, y abundan en la Corte
(Yo pudiera citar una cohorte)
Criadas entre el oro y los placeres,
Desde que nace el niño (¡qué mujeres!)
Como odioso embarazo
Le arrojan sin piedad de su regazo.
Empero de otras madres (¡me horripilo!)
Más feroces quizá compran el quilo;
Que, arrebatadas de codicia inmunda
Y con el rostro enjuto,
—510→
El que dieron a luz mísero fruto,
Ya de casta coyunda,
Ya de torpe concúbito, almacenan
En público hospital, y al fruto ajeno
Después alquilan el ingrato seno.
   ¡Siglo de vanidad y de miseria!
¿Qué diría a las madres de la Iberia
Una madre de Esparta o de Corinto,
Si de Madrid se alzara en el recinto
Desde la yerta losa
Do su ceniza secular reposa?
   No cual vosotras en serviles manos
Sus hijos entregaban;
Y no valían ellos
Menos que valen hoy los castellanos.
No sus pechos al párvulo negaban
Por conservarlos túrgidos y bellos.
¡Santa Naturaleza!,
Embelesada en su materno arrullo,
Les inspirabas tú más noble orgullo,
Y en mengua de su nombre y su memoria,
De efímera belleza
Abreviar no temían el imperio,
Si el público respeto granjeaban
Y a la virtud robustos y a la gloria
Los Leonidas, los Héctores criaban.
    No entonces cual enjambre
Esguízaros con faldas se veían
Infestar la metrópoli opulenta
Que su sangre y su afrenta
Al que mejor pagaba revendían.
   ¡Qué es ver a la prolífera Cantabria,
Desde Irún a la Puebla de Sanabria,
Cual allá de sus mares
Acarrea besugos y salmones,
Madres acarrear al Manzanares!
    ¡Qué es ver tan mofletuda y tan rolliza
Ostentar en landó por ese Prado
Áureo galón sobre la verde falda
La pasiega Nodriza,
Que ocho arrobas ayer sobre su espalda
    De cotón ambulaba y de terlices
En público mercado,
Y a riesgo de romperle las narices
—511→
Un robusto mamón de añadidura
En el cuévano inmenso postergado!
    ¡Qué es ver sobre su seno exorbitante
Sonreír un infante
Que otra mujer parió, y el dulce nombre
Prodigarla de madre, y de la propia
Algún beso tardío
Con desden rechazar y con hastío!
    ¡Oh de las Amas pernicioso flujo,
Trampas de la infeliz naturaleza,
Cual si hartas ya no hiciera en esta Corte
Al crédulo marido
La pérfida consorte!
¡Oh mundo corrompido!
¡Oh del soberbio, extravagante lujo,
Desvarío fatal, plaga ominosa!...
Pero hablemos en prosa,
Y dejemos el tono de cartujo.

Si hay madres, en efecto, muy merecedoras de la invectiva con que va encabezado este discurso, otras, y en número infinitamente mayor, acogen, miman y amamantan con ardiente idolatría al hijo de sus amores. También puede haber algo de ficción poética, o de hipérbole cuando menos, en la filípica que antecede. Acaso no sea este siglo más perverso que otros, y la imparcialidad nos manda declarar que en todos tiempos ha habido burras de leche y Amas de cría; y si es innegable que algunas de estas aciertan a ser algo más racionales que aquellas; por lo que respecta a la índole y a la genialidad, digámoslo así, cualquiera daría la preferencia a las primeras, esto es, a las Amas cuadrúpedas. Pero no involucremos las cuestiones; que ahora se trata de las madres en propiedad y no de las sustitutas.

Al amor de madre no hay afecto que le iguale, es el título de una comedia que no tiene más de bueno que el título; y ciertamente no hay amor tan entrañable como el de una madre; no cabe en el corazón humano un sentimiento más profundo, más legítimo, más desinteresado, ni más capaz de inspirar acciones heroicas y sacrificios sublimes. Y este sentimiento, como el más inmediatamente derivado de la naturaleza, es el menos accesible al nocivo influjo de las malas costumbres. En cada siglo, mientras dure el mundo, se contarán más Andrómacas que Medeas, y si la moda, la vanidad o el capricho son causas de que algunas madres aparezcan menos asiduas y fervorosas que debieran en el cuidado y educación de sus hijos, aun estas mismas, o no nacieron para amar, o es seguro que los aman sobre cuanto es amable en la tierra.

Pudiera argüírseme diciendo que la multitud, todos los días creciente,   —512→   de Amas de leche, que hormiguean en la capital, atestigua contra la ternura de las madres españolas; pero conviene advertir que muchas confían con harto dolor sus niños a zafias y descastadas pasiegas, no por punible desvío hacia ellos, ni por conformarse a las absurdas leyes del buen tono y de la elegancia, ni por miras de una higiene reprensible y de un refinado egoísmo, sino porque la falta de robustez les impone tan triste necesidad. Es cierto que, obedientes en demasía a las exigencias de una sociedad muy culta, muy galante y muy entendida, eso sí; pero más frívola que previsora, a nadie tienen que echar la culpa sino a sí mismas del quebranto de su salud las que la lloran desmejorada por la tortura del corsé, del zapato y del cinturón, por los excesos de la danza, y por los abusos de la gula; ya que algún otro de los siete pecados capitales, que llaman mortales, no remuerda su conciencia. Dirán, empero, las que en este caso se hallen, que hartos afanes lleva consigo el embarazo, sin hacerlo más penoso sujetándose a molestas privaciones, y que por estar encinta una dama no se ha de incomunicar como una lechuza, ni ha de consentir que su mórbido talle rebose indisciplinado, y que los orbes depositarios del jugo lácteo (no cabe nombrarlos con más pulcritud) por falta de sujeción se desordenen y traslimiten. ¡Pobres señoras! Preciso es aceptar sus convincentes disculpas o no tener pizca de consideración y de crianza.

Otras parturientas, por amor al feto que abrigan en sus entrañas, se han abstenido con loable abnegación hasta de los más inocentes placeres, y sin embargo se ven imposibilitadas de criar por sí mismas a sus caros hijuelos, y otras ¡mal pecado! o paren dos no teniendo víveres más que para uno, o lastimosamente fecundas conciben el segundo antes que sea posible destetar al primero sin inminente peligro de verle muerto de inanición. Semejantes trabajos no suelen afligir a las familias acomodadas: son privilegio ordinariamente reservado a las mujeres de los sastres sin ejercicio, de los empleados excedentes, o de los cómicos ambulantes. ¡Bendito sea Dios!

Infinidad de mujeres de esta muy heroica Villa necesitan, pues, por varios motivos delegar en otras los venerables deberes de la maternidad, y de aquí la necesaria afluencia de nodrizas de todas clases, dimensiones, cataduras y jerarquías.

El litoral de nuestro Océano cantábrico provee en su mayor parte a Madrid de esta humana mercancía, cuya casta más aventajada se produce en el famoso valle de Pas, de donde se deriva el nombre de pasiegas con que designamos a todas las Amas de leche, aunque no sean de menos pujanza y calibre las que proceden del Bierzo o de los montes de Oca. Pero haya pacido las yerbas del Septentrión, o las del oeste de la Península, es forzoso que la Nodriza sea montañesa; para aspirar a la honra de dar teta al mamón que nació en dorada cuna; y, aun así no está segura de conseguirlo si el médico no certifica después de un prolijo examen (¡diantre de médicos!...) que el Ama carece de todo vicio orgánico, que su leche es   —513→   fresca, sana y abundante, que su estómago puede dar quince y falta al de un avestruz, y que la candidata podría en un apuro tirar de un cabriolé. Son cualidades no menos indispensables para pertenecer a la aristocracia de las pasiegas el tener facciones regulares, ya que no sean graciosas, el ser blancotas, coloradotas y carrilludas, y que sobre una espalda de vara y tercia de latitud columpie larga y trenzada la negra cabellera. Las manos pueden ser impunemente callosas y descomunales y se les permite gastar una piel de becerro para calzar cada una de sus enormes patas.

Las otras montañesas que en grado igual no poseen los mencionados requisitos pertenecen, unas a la clase media y otras a la plebe de las nodrizas trashumantes. Las primeras se colocan en casas decentes, aunque no de mucho rumbo; las últimas establecen su asiento (no digo cuartel general por lo mucho que se ha abusado ya de esta frase) agrupadas en los portales de la plazuela de Santa Cruz y accesorias, como en la tela4 y otras afueras de Madrid los rebaños de ovejas; y así como la leche de estas, esto es, de las ovejas de extramuros, cuesta más barata; así también aquellas, quiero decir, las madres de alquiler estacionadas en dicha plazuela de Santa Cruz, se ajustan con más equidad. Entre tanto, hilan, o remiendan, o charlan, o riñen, o juegan a la brisca, esperando impacientes la hora de confinar en la Inclusa su chiquillo para dejarse chupar por el ajeno; y a falta de mejor acomodo, tienen bastante enjundia y osadía para encargarse de alimentar con sus lacias mamilas y por un módico salario a diez de los desventurados inquilinos de aquel piadoso establecimiento; mas como Dios no las concede la gracia de repetir el milagro de los panes y los peces, aunque se afanen por suplir la falta de leche con tazas de nauseabunda y salcochada papilla, la mayoría, si no la totalidad de sus alumnos, fallecen hambrientos y encanijados.

Tales pasiegas y otras tales que no son pasiegas, y que, sólo por no serlo, para obtener colocación se ven precisadas a solicitarla, como si el cielo negase facultades maternales a las que nacieron orillas del Tajo, del Turia, o del Guadiana, acuden con frecuencia y ansiedad a la redacción del Diario de Avisos con este u otros anuncios semejantes:


NODRIZAS. -Encarnación
Valmojado, natural
De la villa de Alcobendas,
Busca cría. Abonará
Su conducta el limpiabotas
De la calle de la Paz.



Hay también nodrizas clandestinas y vergonzosas como hay madres   —514→   anónimas y vergonzantes, aconteciendo más de una vez que la flaqueza de las unas sirve de salvaguardia, o si se quiere, de editor responsable a la fragilidad de las otras. Los cirujanos comadrones y los administradores del Refugio, confidentes habituales de semejantes episodios, nos revelarían sobre este particular anecdotillas tan curiosas como interesantes, si les fuera lícito quebrantar el religioso sigilo a que su caridad y sus juramentos les obligan; pero madres y nodrizas sin duda alguna fueron víctimas, no de sus instintos pecaminosos..., ¡vaya!..., sino de su credulidad e inexperiencia.

Una vez instalada la Nodriza (hablo de las que crían en casa ajena; que las otras no tienen tantas ocasiones para ser exigentes); una vez posesionada de su empleo, ejerce, no sólo sobre su cría, sino sobre toda la familia, y parte de la vecindad, un despotismo que está muy lejos de ser ilustrado. Empieza por ser Ama de leche únicamente y acaba por ser ama en toda la extensión de la palabra. Sea primeriza y como tal no haya tenido medios todavía para equiparse; o a fuer de veterana conserve en su país dentro de un apolillado arcón tantos vestidos completos por lo menos como sean las casas donde ha servido, es de rigor que ha de presentarse a las vistas casi en el estado de nuestra madre Eva. Exige, por tanto, como primera condición que se la vista de pies a cabeza; y gracias si se da por satisfecha con un solo traje; que muchas quieren otro más fino y lujoso para los días de fiesta. Casas hay donde, por su propio decoro, o por hacer ostentación de su opulencia, nada escasean los señores sobre este punto, ni sobre alguna de las gollerías que sin cesar están pidiendo las Amas con insaciable avaricia y desvergonzada inconsideración; pero el lujo de unas pasiegas excita la envidia de las otras, y sus amos necesitan hacer continuos y no leves sacrificios para tenerlas contentas, no sea que viéndose contrariadas tomen una rabieta y de sus resultas den mala leche a los inocentes chicuelos. Porque bueno es prevenir a los que lo ignoren, por no haber tenido fruto de bendición, o porque con una prójima de Pas no haya entrado todavía la maldición en sus hogares; bueno es prevenir, repito, que esas acémilas bautizadas son muy propensas a la hidrofobia. Ni basta muchas veces a domesticarlas la no interrumpida condescendencia con que los que de ellas forzosamente se valen, acaso en justa expiación de sus culpas, satisfacen todos sus antojos; que aun así acostumbran a responder con un par de coces a las más inofensivas amonestaciones, y hasta a los mismos halagos. ¡Oh! y han de tener ustedes entendido que cuando ellas tiran un par de coces..., regla general, siempre quedan preparadas para otro.

Sabido es que todos los días tienen las consabidas un pretexto para conspirar contra el bolsillo de sus amos. Son gentes que tienen en la uña el almanaque, y no hay en la casa aniversario, más o menos plausible, que no exploten en su provecho. ¿Llegan los días o cumpleaños del Señor, de la Señora y de cada uno de los señoritos? Regalo. ¿Asciende el amo, o le   —515→   nombran senador, o gana un pleito? Propina. ¿Suenan rabeles y zambombas? Aguinaldo. Pero la mina inagotable para una Ama de cría es el mismo pimpollo a quien sustenta y arrulla. Todos los progresos que va haciendo, físicos o intelectuales, son para ella otras tantas adehalas. Que se ríe; que dice ajó, ajó; que hoy hace pinitos y mañana el gesto de la vieja; que menea el sonajero; que estrena los andadores y la pollera; que le visten de corto; que le ponen zarcillos; que sufre la operación de la vacuna; que le confirma un obispo in partibus infidelium; todos son milagros de la leche que mama, todas son gracias que es necesario atribuir y recompensar a los desvelos de la madre alquilona. ¿Y la dentición? A cada huesecillo que cuaja en las tiernas encías, a cada nuevo poblador de aquellas desiertas mandíbulas, nueva petición de la importuna montañesa; o en otros términos, a cada diente que le nace al heredero es forzoso sacar una muela a su padre.

Cuando nuestras heroínas se presentan en las casas, que no tardarán en mirar como país conquistado, a todo se allanan; protestan tener paladar de fraile y estómago de pobre; llenen ellas el buche, y aunque sea de berzas y nabos; pero lograda ya su admisión y a medida que van usurpando a las madres efectivas el cariño de las criaturas, insinúan poco a poco dengues, apetitos y delicadezas que contrastan de notable manera con su rústica extracción y su insolente obesidad; y llega día en que es preciso recorrer todas las fondas y todos los mercados de la Corte y arrabales para satisfacer su voraz inapetencia. ¡Cuántos padres, resignados a la frugal comida que vulgarmente llaman sota, caballo y rey, gimen en silencio viéndolas saborear los ricos manjares de que ayunan ellos por no apresurar la ruina que les amenaza! Azotes de los demás criados, donde los hay, lejos de ayudarles en sus faenas, como un día prometieron, los mandan con más autoridad y urgencia que los amos; con chismes y peloteras y calumnias les roban la confianza y afecto de que son tal vez más dignos que su tirana; se desdeñan de alternar con ellos en la cocina, y exigen por lo menos que se les ponga mesa aparte las que no se sientan muy orondas a la mesa de sus señores dándoles martirio con sus groseros modales.

¡Pobre del ciudadano que tiene hijos y abre, por ende, sus puertas a tan horrible calamidad! Pues ¿qué diré si el pobre ciudadano es además ciudadano pobre? No hay ahorros y economías que basten a sufragar tantos dispendios. El Ama es una lima sorda, una carcoma perdurable, una calentura lenta, y hay cristiano que con dos lustros de abstinencia no se redime de los empeños que contrajo en dos años de lactancia.

Pudiera suceder que, así como todas las susodichas saben al dedillo la gramática parda, algunas supieran igualmente deletrear, y llegase a sus manos este articulejo, o se lo oyeran leer a algún oficioso ayuda de cámara; y por tanto declaro, como haya más lugar en derecho, que todo lo que he dicho de las nodrizas en general no obsta para que algunas en particular sean mujeres muy honradas y temerosas de Dios. Antes que incurrir en la   —516→   tremenda cólera de una pasiega y de verme acaso en el duro trance de luchar con ella a brazo partido, prefiero cantar esta especie de palinodia. Y diré más: estoy íntimamente persuadido de que habrá algunas que lleguen a encariñarse con los chiquillos a quienes crían tanto como si los hubiesen parido.

Hecha la precedente salvedad, y para no moler más a mis lectores, acaso empalagados ya de tanto lacticinio, confesaré también que aun las Amas de más áspera condición se amansan cuando se va acercando el para ellas muy desagradable, como para los padres muy lisonjero momento del destete; mansedumbre que tiene el doble objeto de prorrogar cuanto puedan su dictadura y el ser a la despedida más liberal y generosamente remuneradas.

Pero la nodriza de raza y de buen trapío no permanece mucho tiempo cesante. O después de criar a un niño conserva todavía bastante repuesto para abastecer a otro, o recurre a los medios ordinarios de proveer nuevamente del almo licor las fuentes de la vida. ¡Dios me libre de imaginar que en un rapto de filantropía contribuya al logro de sus designios el señorito de la casa! Para constituirse una individua de esas en la situación interesante que la Providencia suele deparar a las reinas de Inglaterra, no ha menester inspirar excéntricas pasiones. Un viaje a la tierra, y Cristo con todos. Allí la espera fiel, amoroso y lozano su marido y conjunta persona; y también alguna vieja maligna que más adelante ajuste con nimia escrupulosidad cuentas que no son de su incumbencia, y en que pone sin embargo sus cinco sentidos mejor que en las del rosario.

«Pero, tía fulana, responde la tía mengana, no sea usted el enemigo. Pensando piadosamente...» «No hay tu tía, replica la otra tía. ¡Son habas contadas! O al chico de Jeroma le faltan cinco semanas para ser sietemesino, o el papamoscas de Tiburcio puede y debe probar la coartada




ArribaAbajoLa lavandera

Pero, señor don Ignacio de mi alma, ¿es posible que en todo ser humano haya usted de ver un tipo digno de ser perpetuado por los tipos de su imprenta? ¿Qué quiere usted que diga yo, ¡pobre de mí! de una pobre Lavandera? Si me pidiera usted la biografía de aquella Felipa Catánea, la famosa Lavandera de Nápoles, que tanto dio que hacer y que decir en las márgenes del Sebeto, me vería yo menos embarazado para complacer   —517→   a usted; pero usted dirá que no ha ofrecido al público tipos napolitanos, sino españoles, y que su obra no ha de componerse de individualidades, sino de clases y categorías. Tiene usted mucha razón; pero ¿dónde están los rasgos distintivos de una Lavandera, española? La lejía, la paleta, la tabla, el jabón ¿bastan, por ventura, a imprimir carácter en una mujer? Y dado que yo tropiece con lo característico de la especie, ¿ha meditado usted bien las consecuencias de las observaciones físicas y morales a que me provoca? Ya me ha enemistado usted con las Castañeras y las Nodrizas; ¡y también quiere echarme encima la tremenda animadversión de las Lavanderas obligándome a sacar sus trapitos a la colada!... En fin, lo haré porque usted me lo ruega; pero sea de usted toda la responsabilidad. Me lavo las manos, como dijo Poncio Pilato, y entro en materia.

Hubo un tiempo en que la honrada profesión de Lavandera (y vaya por delante este encomiástico adjetivo para predisponer en favor nuestro a las que la ejercen); hubo un tiempo en que la susodicha profesión fue desconocida: primero, porque, haciendo el gasto del humano vestuario las hojas de los árboles o las pieles de los animales, nada había que lavar; y después porque cada hija de vecino se lavaba lo suyo...; su ropa y la de su familia, quiero decir; ¡y ya empiezan las rectificaciones y salvedades! ¡Cuando le digo a usted que es peligroso y resbaladizo, si los hay, el asuntillo que me ha propuesto! Sí, señor, en aquellas edades, venturosamente incultas y dulcemente patriarcales, todas las mujeres, cualquiera que fuese su jerarquía, y lo mismo las hijas de Labán que las encumbradas princesas, ora se llamasen Penélopes o Nausicaas; (estas debieron de ser algo nauseabundas), hacían por sus propias manos todos sus menesteres. SS. AA., más o menos serenísimas, cargaban con el lío de la ropa pecadora, llevábanlo al arroyo más inmediato, y allí con amable llaneza y sin sombra de vanidad ni de etiqueta lavaban, aclaraban y torcían; o, lo que es lo mismo, purificaban en primera, segunda y tercera instancia, palios y tocas, túnicas y peplos.

Andando los siglos se fue domesticando y puliendo la sociedad; los progresos de la industria y del comercio crearon cada día nuevas comodidades y placeres; estos progresos de la civilización engendraron necesidades, antiguamente ignoradas, que aguzaban el entendimiento del hombre para satisfacerlas con posteriores adelantos y refinamientos fabriles; mas como todas las inteligencias no se desarrollaban en la misma proporción, ni para todos soplaba igualmente bonancible y próspero el viento de la fortuna, resultó de todo esto un desnivel y desbarajuste social que en vano pretenderían ya corregir los que sueñan con leyes agrarias y otras utopías tan lindas como impracticables. Hubo, pues, y sigue habiendo, y es probable que haya siempre, nobles y plebeyos, grandes y pequeños, ricos y pobres, señores y criados...; y por consiguiente, hubo, hay y habrá Lavanderas; y el número de estas fue creciendo paulatinamente conforme se fue aumentando el ajuar doméstico y complicándose las vestiduras exteriores e interiores de ambos sexos, y a medida que las gentes se han ido convenciendo   —518→   de que pueden mudarse impunemente de camisa y calzoncillos más de una vez a la semana.

Ahora será bueno que hagamos la debida clasificación entre las Lavanderas públicas y las privadas, distinguiendo asimismo entre estas últimas las que jabonan sus propias profanidades y las que lavan pecados ajenos.

Respetemos a las que se sirven a sí mismas por no tener quien las sirva; respetemos también y compadezcamos a algunas que pueden tener motivos reservados para no aceptar semejantes servicios, y sigamos al río o a la fuente a la moza de servicio, sea manchega o valenciana, andaluza o madrileña; sea, si usted quiere, asturiana, siempre que sea moza.

Confesemos, señor don Ignacio Boix, que no es hombre de gusto el que prefiere los dengues, y los cosméticos, y el corsé, y el polisson, y los nervios de una damisela insustancial y epiléptica al donoso aunque agreste desenfado con que una de esas zagalonas se despoja sin melindre del pañuelo de muletón y hasta del corpiño de estameña o de percal, si el tiempo lo permite; y se remanga hasta el hombro, y deja que flote a su albedrío sobre la morena espalda la no comprada trenza; y sentada sobre los talones, y medio de bruces sobre la tabla de jabonar, presentando al oriente su cara trigueña, que el sol, el aire y la fatiga animan y enardecen, y al viento contrario el poderoso reverso, extraño a los miriñaques y peregrino a las hemorroides, se columpia, se cimbrea, se descoyunta, sin duelo de la ropa ni de sí misma, hasta que a fuerza de inmersiones, y paletazos, y jabonaduras, y estregones restituye al lienzo su eclipsada limpieza y su prístina blancura. ¿Qué Ratel ni qué Auriol imitarían los variados ejercicios de aquella singular gimnástica? Y para que nada huelgue en ella, la lengua suele trabajar tanto como las manos.

Verdad es que, como se juntan muchas mujeres en un mismo lavadero, no puede faltarles materia en que ejercitar la sin hueso. ¿Cuál de ellas no tiene su cacho de novio? Quién celebra la constancia amartelada del suyo; quién las coplas con que en la noche anterior regaló sus oídos el jaque de su particular devoción. Otra llora en secreto y rabia de celos aparte recordando la mala partida que le ha jugado su chulillo plantándola por otra hija de Eva; pero no da su brazo a torcer, y si alguna maliciosa la interpela acerca de las lágrimas que vierte a su despecho, achaca al chisporroteo de los ojos del jabón el nublado de los suyos. Otra, cuyo galán héroe por fuerza, sacó la suerte de soldado en la última quinta, se desespera hoy al contemplar que su pobreza no le ha permitido poner un sobrestuto5; salvo el firme propósito de hacerle ella sustituir mañana, no en el rancho, en el cuartel y. en el destacamento, sino en el corazón vivo y palpitante, de que le envía copia auténtica en las cartas que cada correo le escribe de mano ajena. Más afortunadas que las anteriores, Ambrosia y Ceferina tienen en su presencia a sus correspondientes cuyos, que el uno es fámulo desacomodado y el otro tambor de la Milicia nacional, al paso que los otros tormentos adorados trabajan a la santimperie en la obra del   —519→   Maragato, no sin riesgo de hacer contra su voluntad el salto del trampolín desde un piso tercero; o cautivando la tierra sudan lo temporal y lo eterno.

Pero si las envidias de las unas y las pullas de las otras ponen término a las sabrosas pláticas amatorias antes que concluya el trajín y el tejemaneje del lavado, los mismos paños, menores o mayores, que bautizan y desentecan, les dan sobrado tema para charlar más de lo justo y preciso. Y, en efecto, si las sábanas, y los camisones, y las chambras, y las papalinas y otras zarandajas supieran hablar ¿qué de cosazas no dirían? ¿Qué de usurpadas reputaciones no naufragarían? ¿Cuántos ídolos no caerían derrumbados al pie de sus dorados altares, erigidos por la lisonja, la credulidad, el interés y la mentira? ¿Cuántos individuos, así del sexo hermoso, como del fuerte, que otros llaman feo, habiendo obtenido falsa patente de sanidad, habrían de ser relegados a sucio lazareto? Por fortuna, la ropa ex-blanca, culpable de pecados secretos, todavía no ha dado en la gracia de espontanearse, como en época no muy lejana lo hicieron algunos beneméritos ciudadanos, descubriendo con las suyas las adversidades y flaquezas de sus prójimos. ¡Loor a la circunspección de la holanda y la coruña! ¡Bendición al silencio de la muselina y el elefante! Su reserva nos ha excusado tal vez una revolución mucho más espantosa y radical que las veinte o treinta que van consumadas en el presente siglo, y las que aún serán precisas hasta labrar la completa ventura de esta nación privilegiada. Pero si callan los trapos, todas las Lavanderas domésticas y algunas de las públicas saben interpretar, como otras tantas sibilas, el sentido de los revesados caracteres y misteriosos jeroglíficos con que los susodichos trapos consignan la parte más recóndita y curiosa, si bien no la más inmaculada y pulcra de la crónica contemporánea. El agua se lleva pronto en su corriente, o el fuego de la colada extingue esos testimonios periódicos o sean hojas volantes de la miseria humana, y también se lleva el aire una parte de los discretos e incisivos comentarios a que dan ocasión entre la gárrula turba femenil que se familiariza con lo puerco; mas siempre conserva, y de ordinario exagera la tradición lo más precioso de la historia, y si muchas amas de casa reflexionasen un poco sobre el asunto, antes que poner sus pingos, y con los pingos su hoja de servicios en manos de Lavanderas, se resignarían a imitar el laudable ejemplo de la susodicha modesta princesa Nausicaa. No, empero, todas las Lavanderas son chismosas y parlanchinas: algunas se limitan a tal cual indirecta inofensiva y a alguna que otra socarrona reticencia; otras no dicen esta boca es mía, quizá porque las prendas de su uso personal tienen también mucho por qué callar; y por tanto, menudeando los paletazos y economizando los puños, no se atreven a destrozar, amén de la ropa, la negra honrilla de sus amos.

Estas y otras amenas conversaciones, con cuyo aliciente se les hace más tolerable la faena, suelen además sazonarse con alegres y por lo   —520→   regular expresivos y epigramáticos cantares, entonados unas veces en coro, otras a solo, otras a dúo, y por el son más popular y corriente en sus países respectivos, ya sea jota o fandango, caña o muñeira, habas-verdes o playeras, seguidillas o zorcicos.

A propósito de zorcicos, el que haya viajado por nuestras provincias Vascongadas, sobre todo por la nunca bien ponderada de Guipúzcoa, no podrá menos de confesar que allí está la flor y la nata de las Lavanderas. Ellas aventajan en hermosura, generalmente hablando, a las del resto de la monarquía, sin serles inferiores en brío y desparpajo. Son mujeres que profesan su arte con verdadero entusiasmo, y no gastan melindres, ni se andan por las ramas, ni piden gollerías. Vigorosas como los robles y los castaños que crecen en sus montañas, desafían denodadas al viento, venga de donde viniere, y arrostran los rayos del sol... en los quince o veinte días que durante el año osa amanecer por aquellos andurriales el padre de la luz. Nada de acurrucarse tímidas o pudorosas dentro de un cajón, como Kelinigique en el Circo o como las Lavanderas de Madrid en el sediento Manzanares. Nada de estacionarse sobre los céspedes y entre los juncos de la cenagosa orilla. Antes quieren ostentar la libertad y el descuido del plateado pez que la cobardía y negligencia de la verdinegra y asquerosa rana. Diríase que son impermeables según se las apuestan al húmedo elemento. Justamente confiadas en las robustas bases de su edificio corporal... (piernas, que dice el vulgo) no temen que las bañen las ondas lascivas, y con su pan se lo coma el transeúnte que, al ver tan incitativo espectáculo, tenga envidia de las lascivas ondas. La gala de una provinciana es no mojarse las sayas, y ella se ingenia para conseguirlo; lo demás, como decía el otro, ¡que lo parta un rayo!... ¡Es que, vamos, aquello tiene que ver! ¡Sobre que no cabe más perfectibilidad en la parte mímica y arquitectónica de la industria! En otras provincias las funciones de las Lavanderas son prosaicas en extremo, pero allí..., ¡allí hay poesía! No me atreveré a comparar a aquellas criaturas (hablo de las jóvenes; ¿quién mira a una vieja?..., ¡y desnuda!); no me atreveré, digo, a compararlas con Diana y su séquito en el baño, ni con Anfitrite y su corte en sus diáfanos camarines; pero algunas de esas mujeres-peces, especialmente si son ciudadanas de Azpeitia y Azcoitia, bien pudieran entrar en parangón con las náyades fabulosas. ¡Y vea usted lo que es el mundo, señor don Ignacio! En aquella tierra, por tantos conceptos excepcional, y salvas algunas aberraciones a que hayan dado lugar los desafueros de la guerra civil, las mujeres se precian de muy morigeradas, y aun muchas hacen alarde de esquivas hasta rayar en salvajes; y no se les ocurre que las piernas sirvan para otra cosa que para andar; y los hombres del país no hacen más aprecio de dichos adminículos que de las nubes de antaño. Ya se ve, nadie da valor a lo que no se le escatima y regatea.

Ahí tiene usted, señor editor, en la breve, y acaso un tanto cuanto hiperbólica descripción que antecede, un tipo de Lavanderas asaz   —521→   pintoresco y apetecible. ¿Quiere usted otro que le sirva de contraste? ¿Quiere usted que le muestre la Lavandera, en todo el bello ideal de la fealdad y en todo el apogeo de la inmundicia? Pues este tipo, con limitadas, pero honrosas excepciones, es la Lavandera pública de Madrid. Entienda usted que por Lavandera pública entiendo yo la que tiene este solo medio de vivir; y, en tal concepto, está a la disposición de todo el que la ocupa, encargándose de volver limpia la ropa que sus pocos o muchos parroquianos le confían en otro estado menos grato a los ojos y a las narices.

Antes de reseñar las cualidades positivas de esta clase de Lavanderas, es necesario indicar sus dotes negativas. Este respetable gremio excluye principalmente en la que haya de pertenecer a él las circunstancias de aseo personal, juventud y belleza, con todos los adherentes y condimentos de la última, a saber, la gracia, el garbo y la presunción. Las hembras del pueblo que no carecen de tales requisitos se dedican en Madrid a otro género de manufacturas, o ejercen el comercio a la menuda, ya ambulantes, ya sedentarias; ora vendan naranjas y limones, toíto agrio; ora torraos y pasas, muñuelos y piñones; ora ramilletes, arvellanas y ráabanos; o bien, por un efecto de su nunca desmentido patriotismo y de su ardiente caridad, recorren entre dos luces las calles principales de la Corte ofreciendo consuelos a los tristes; o ya, a fuer de filantrópicas y hospitalarias, practican en sus casas la obra misericordiosa de dar posada al peregrino. Otras se someten a la condición de criadas, dando no poco que hacer con sus mudanzas de domicilio a los amos, a los memorialistas y a los alcaldes de barrio. Otras, en fin, son reclutadas, mal de su grado, para los talleres de la casa de beneficencia, vulgo Hospicio. Téngase, pues, por intrusa a toda Lavandera de oficio que cuente menos de cuarenta navidades, y a toda la que no se presente cada lunes pingajosa y desgreñada a recoger de casa en casa los repugnantes mapamundis acumulados durante una semana en oscuros retretes.

Sin embargo de su fealdad y vetustez, rara es la Lavandera de parroquia, que no tenga un querido, cuando su mal sino lo ha impedido proveerse de un esposo; que este último artículo de consumo no se obtiene así como quiera; pero cuando se trata del primero, nunca falta un roto para un descosido. La guarnición de Madrid es numerosa, el estómago del soldado es la romana del diablo, y cuando faltan las sobras ¿con qué no apechuga un granadero? ¿Qué pierde él en dejarse querer por una prójima, de cuya cuenta corre el excusarle reprimendas y lapos en las revistas de policía, de cuyo plato de callos es partícipe lego en los ventorrillos de la Virgen del Puerto, cuya munificencia le facilita algunos realejos para fumar, beber, jugar y demás gastos religiosos, y a cuyas caricias puede impunemente responder con ultrajes y ternos y cintarazos?

Pero estas ya son personalidades reprensibles, y no es lícito a un escritor, por satírico que sea, el entrometerse en la vida privada. Respetemos las debilidades de la mujer, aunque no pertenezca al bello sexo, y volviendo   —522→   a la Lavandera, confesemos que la de Mantua Carpetana no es peor en punto a lavoteo que la de Sevilla o Zaragoza. Sea que lo denegrido y demacrado y fiero de su rostro y el mal pergeño de su vestimenta haga resaltar más la blancura de la ropa que le fue encomendada, o que realmente se esmere en agradar a los que la dan de comer, ello es que no cumple del todo mal con su obligación. Mas aunque alguna vez suceda lo contrario y por esta u otras razones se la quiera despedir, no se logra fácilmente; que una Lavandera veterana sabe tomar muy bien sus medidas para evitar, o cuando menos diferir tan funesto contratiempo. Apenas habrá una que no cobre cuarenta o cincuenta reales adelantados a cuenta de lo que vaya ensuciando la familia; o, para decirlo con más decoro, a cuenta de lo que vaya ella lavando. Antes que se amortice completamente un empréstito halla medio para empeñarse con otro, y cuando se le niega, protesta que le han robado un mantel, o que la avenida se ha llevado una sábana; mientras la paga en lavaduras, forzosamente han de seguir admitiendo sus servicios; vuelta a las andadas algunas semanas después, o torna al empréstito, o a llevar a una casa la hacienda de otra, y vice-versa, y así sucesivamente. Con semejantes estratagemas se convierten algunas en censos irredimibles de las personas que las emplean, y si antes no las destituye de mano airada una pulmonía, llegan a ser inevitables confidentes de las interioridades de una familia en tres o cuatro generaciones consecutivas. Por otra parte, no son muy raros los casos en que hace una Lavandera, con más o menos buena fe, lo que hacen en España cada diez o doce años los ministros de Hacienda; es a saber, corte de cuentas, o por otro nombre, bancarrota. Piérdese la colada entera, lo cual siempre sucede cuando está más llena; declárase entonces insolvente la operaria, y... sabido es que al que nada tiene el Rey le hace libre.

También hay sus diferentes graduaciones o categorías entre las protagonistas de que vamos hablando: unas son plebe, otras clase media, y otras en fin, dentro de su esfera, tienen humos de aristocracia. Corresponden a la plebe, y es excusado decir que son las más numerosas, aquellas que, por tener poca clientela, acarrean ellas mismas y sobre sí mismas los talegos de peccata mea, de cuyo munda me son responsables; comprenderemos en la clase media a las que ganan lo bastante para endosar la carga, a falta de acémila, a un mozo de cordel; y por último, no serán impropiamente llamadas aristócratas de la profesión las que prosperan tanto en ella que necesitan para desempeñarla el auxilio de una acémila borrical, a falta de mozo de cordel. Estas próceres residen y trabajan en ambos Carabancheles y otros lugarcillos de la comarca, y se guardan muy bien de asistir a los lavaderos de la capital; que si lo hicieran, ¡pobres de ellas! Correrían mucho peligro de volver a sus hogares sin ropa, sin pollina, y probablemente sin moño y sin orejas. Pues ¡apenas es crecida y formidable la legión de Lavanderas que puebla las orillas del Manzanares desde Pórtici hasta el embarcadero del Canal! Y si a la falange femenina agregamos la   —523→   de sus parientes, amigos y paniaguados, y los figoneros y las buñoleras, y la soldadesca y la estudiantina, ¿quién osaría provocar su terrible saña? Y esta saña terrible ha estado a punto de dar un estrepitoso estallido que hubiera sido causa de una espantosa conflagración en tus afueras y en tus adentros, ¡oh heroica Villa del oso y el madroño!

El vapor, ese omnipotente resorte de la moderna civilización, ese maravilloso agente universal de la novísima industria, defraudador manifiesto y declarado enemigo de las masas proletarias, amenazó no ha mucho de lastimosa, y subitánea muerte a la industria inmemorial del lavado en detalle. Una sola máquina, manejada por pocos brazos, iba a dejar sin pan de Meco y sin vino de Arganda a infinidad de máquinas vivientes. Una empresa (las empresas son el bu de la gente menuda) iba a monopolizar la decencia pública, y ni las costureras ni las planchadoras se hubieran salvado del inminente cataclismo; que los fabricantes de limpieza al vapor prometían, ¡oh escándalo! restituir al vecindario matritense su sucia y deteriorada ropa blanqueada en un santiamén, recosida por ensalmo, y aplanchada y sahumada por arte de birlibirloque. Por fortuna para la comunidad de Lavanderas matriculadas, o los empresarios temieron que estas se declarasen en abierta y desesperada insurrección, como ya lo anunciaban significativos y alarmantes síntomas, o los primeros ensayos del nuevo sistema no correspondieron a las esperanzas del público, y aun de la misma empresa; o, lo que parece más verosímil, el espíritu de rutina ha prevalecido en este asunto, como casi siempre prevalece en la patria de Pelayo al de toda novedad más o menos ventajosa. Ello es que la tal empresa no da ya, según tengo entendido, señales de vida, y que sus fundadores se abstienen por ahora de aventurarse a las temibles consecuencias de la impopularidad, sin que hasta hoy se haya turbado seriamente a las ninfas del Manzanares en la omnímoda posesión de sus fueros, inmunidades y privilegios.

Y en paz sea dicho, y aunque me acusen de retrógrado, yo que en este artículo he juzgado acaso con excesivo rigor a las que viven de limpiar a costa del suyo el sudor del prójimo, felicito sinceramente a esas pobres mujeres cuando veo disipada la nube que estuvo próxima a tronar sobre ellas, seguro como estoy de que, si bien la mayor parte de las Lavanderas a precios fijos blasonan de patriótica adhesión a las actuales instituciones, o cuando menos reconocen y acatan los hechos consumados en la presente década feliz, ni más ni menos que acataron y reconocieron los de la década ominosa, no se consideran por eso obligadas a acoger sin examen toda casta de reformas. Es decir, están por el progreso y lo aceptan...; pero a beneficio de inventario. Y ¿no es verdad, señor don Ignacio Boix, muy señor y editor mío, que usted y yo conocemos a muchos fervorosos progresistas que piensan y proceden del mismo modo?

Digamos, además, en apoyo de las jabonadoras madrileñas, que estas merecen por su parte ciertas consideraciones sobre las que deben guardarse   —524→   a toda Lavandera española. Las de la metrópoli son bastante equitativas en la remuneración que exigen por su ímprobo y afanoso trabajo, atendida la carestía del jabón y demás comestibles, como he leído en la muestra de una tienda, el calzado que rompen por la mucha distancia que hay entre las casas a que acuden, y desde cualquiera de ellas al río, y debiendo tener en cuenta los cuartos que pagan a los arrendatarios de los lavaderos y a los administradores de la colada pública.

Río dije, y si Manzanares me oyera pediría la palabra para rectificar un hecho. En la mayor parte del año se ve el infeliz poco menos exhausto que el erario público, y como si harto no le agotasen los ardores del estío, todavía le hacen despiadadas sangrías para una cosa que llaman baños por antífrasis, quedando tan estancados y exangües los lavaderos, que raya en prodigio la habilidad de las que en ellos consiguen desencanijar la ropa. ¡Así queda aquello que da grima!

¡Es mucho cuento el río de Madrid! Sobran puentes, sobran pingajos, sobran Lavanderas, sobran meriendas, sobran bodegones, sobran garrotazos... Sólo falta allí una bagatela... ¡el río! Y a pesar de eso, todo se lava en él tarde o temprano, y bien o mal..., menos los lavaderos y las Lavanderas.




ArribaAbajoLas cucas

¿Por qué se da el nombre de cucos a los jugadores de profesión, alias fulleros? ¿Acaso porque semejan al cuclillo, o sea cuco, en lo de ser aves de paso si la policía tal cual vez, y nunca tanto como debiera, los persigue? ¿O será porque la infausta pasión que los domina llega a extinguir en ellos todo movimiento de benevolencia y de cariño, y hasta la próvida ternura de padres en los que llegan a serlo por desgracia suya y la de su mísera prole? Digo esto porque al referido bípedo plumado se le tiene en la opinión del vulgo, no sé si muy fundada, por tan egoísta y descastado como lo prueba esta coplilla popular:


   Soy de la opinión del cuco,
Pájaro que nunca anida;
Pone el huevo en nido ajeno
Y otro pájaro lo cría.



La opinioncilla (entre paréntesis) es más cómoda que edificante; y   —525→   aunque, sin mucho separarse de la genuina significación de los vocablos, puede muy bien aplicarse a los hombres, sean cucos o no lo sean, parece, no obstante, más adaptable tan disolvente máxima a las damas que a los galanes; y si hay o no prójimas que así la entiendan y practiquen, díganlo los registros del Hospicio y el Refugio, de la Inclusa y los Doctrinos; díganlo tantas madres, si menos desnaturalizadas, lo bastante para delegar [en zafias, asalariadas y rudas pasiegas los dulces cuanto sagrados deberes]6 de la maternidad; y no por falta de la necesaria robustez (que fuerza es absolver de toda culpa a las enfermas y a las enclenques), sino porque todo lo sacrifican a su conservación y regalo, y porque su culpable y necia vanidad las ha persuadido de que eso de criar a sus pechos los frutos de sus entrañas es cosa de mujeres de poco más o menos.

Por otra parte quien pone el huevo, sin tomarse la molestia de fabricar el nido y empollar a la criatura, no es el cuco macho (eso nadie lo ignora), sino el cuco hembra; y mirada así la cuestión, es indudable que la desvergonzada cuarteta con ellas habla; esto es, con las mujeres; y no con nosotros pecadores; es decir, con los hombres.

Como quiera que sea, no tomarán a mal mis lectores la precedente indagación acerca de la analogía que pueda haber entre el pájaro susodicho y ciertos pajarracos que, aunque parezca licencia poética, pertenecen a la sociedad humana.

Podría también justificarse el apodo de cucos con que se designa a los tahúres, asimilándolos con la oruga o larva de cierta mariposa nocturna que, según el Diccionario de la Academia mi señora, lleva asimismo el nombre de cuco; pues sabido es que los que juegan por vicio o por industria tienen mucho de nocturnos y no poco de orugas.

Aténgome, sin embargo, a la primera interpretación, y en el curso de este articulejo haré ver que para ello no me faltan razones, ni para opinar que con ellas más que con ellos dicen relación los cuatro versículos insertos; que si hay tahúres y fulleros masculinos, no faltan, en Madrid especialmente, del otro género; quiero decir del femenino; supuesto que, si con referencia al precitado bípedo la dicción es epicena, no así en su significado traslaticio, pues decimos cuco y cuca.

Sí, carísimos lectores; como si harta no fuese para roer y podrir a la humanidad la polilla de los cucos, plugo a Dios castigarnos con la carcoma de las cucas.

Aves de la noche (porque de noche es por lo regular cuando se tira la oreja a Jorge), no las busquéis de día en ninguna parte, y menos que en ninguna en misa o en el jubileo; cuando más, si sois madrugadores, las encontraréis al rayar la aurora ganando a paso de Luchana su inmundo domicilio, como las máscaras subalternas que a la misma hora, saboreando todavía la postrera polea íntima y el comunista cotillón, se retiran famélicas, soñolientas y cariacontecidas. No mejor paradas dejan el garito las cucas; que si el placer, el desorden y la danza abusiva aran el cutis, hunden   —526→   los ojos, afligen el estómago, derriten el colorete, agruman el albayalde y enmarañan y amotinan las greñas, ¿qué no hará el tufo de las velas de sebo o los mal acondicionados quinqués, sin el que despide tanto gandul reñido con el aguador y la lavandera, apiñados en torno del mugriento y raído tapete que fue verde cuando Dios quería? ¿Qué carmín ni qué nácar resiste a la hedionda y perdurable humareda de tantas tagarninas, vulgo cigarros, ardiendo a porfía y produciendo, entre horribles blasfemias o groseras bufonadas, toses estentóreas, bárbaros estornudos y efluvios abominables? ¿Con qué cara medio decente ha de amanecer el desventurado que, rebelde a las instancias de Morfeo, trasnocha viéndolas venir, lacerando sus pulmones y quemándose a fuego lento la sangre? ¿Con qué talante saludará al astro del día la veladora codicia, siempre enemiga del reposo y siempre adversa a la salud o por no saciada o por insaciable? Y no echemos en olvido la circunstancia muy agravante de que estas vigilias procelosas deterioran tanto más la fisonomía de la mujer cuanto que su tez es más impresionable (permítaseme la expresión) y sus fibras más sensibles y delicadas que las del hombre: y téngase en cuenta que las cucas, con muy raras excepciones, son personas provectas, o, cuando menos, muy adultas; que por pecaminosas o por desesperadas, o por uno y otro, recurren muchas hijas de Eva a los albures cuando no son de recibo para juegos más agradables; y cuando Venus las jubila, Mercurio las recluta.

Velando de noche, claro está que han de dormir de día, y de tal sistema de vida, si es vida la del jugador, ya se infiere cómo andarán, o mejor dicho, cómo no andarán las haciendas de la casa, confiadas a alguna desarrapada y espesa asturiana, donde la hay; que muchas de nuestras heroínas saben prescindir estoicamente de ser tan mal servidas, y se reducen a comer fiambres o tal cual fritada de tarángana o de asadura que ellas mismas avían a su manera. ¡Qué virtudes suele cobijar una astrosa papalina!... Porque conviene advertir que la mayoría de las aficionadas a judías o contrajudías suelen ser intendentas, brigadieras, o por lo menos comisarias, siquiera con así titularse sean tocayas de las mulas de colleras. No aseguraré yo que con tales dictados consten en el padrón del barrio; pero ello es que nadie se los disputa en las tertulias a que concurren.

He dicho antes que estas excéntricas ciudadanas son invisibles de día; pero está averiguado que salen alguna vez de su pocilga mientras Febo alumbra, aunque siempre de tapujo, ya para cobrar la viudedad exigua de que algunas disfrutan, ya para empeñar o desempeñar en el Monte (el de piedad; no el que es teatro de sus glorias) sus trashumantes alhajuelas, ya para pedir y petardear a sus amigos y conocidos, y aun a los que no son aquello ni esto; y las hay que, calado el velo de la inválida mantilla, mendigan entre dos luces, a título de pobres vergonzantes, la triste y menguada limosna con que luego prueban fortuna al albur o al gallo, al entrés o al ganarán.

Una vez principiada la cotidiana partida, pugnan a cual más por apresurarse   —527→   a merecer el apodo de cócoras; palabra inventada sin duda expresamente para zaherirlas, aunque alguna vez se aplica también a los hombres; palabra que aún no ha ingresado en el Diccionario de la consabida Academia; pero yo he de influir todo lo que pueda para que se le dé carta de vecindad7; que otras con menos razón lo han adquirido, pues sobre venirse usando desde principios del siglo que ya ha mediado, si no desde antes, es sumamente significativa, porque con ella sola se moteja a un individuo importuno, exigente, fastidioso, pedigüeño, agorero, quejumbroso, gárrulo y chinche; y hasta por ser esdrújula y un tanto cacofónica, parece que convida a articularla con el agrio gesto y el sarcástico tonillo que ordinariamente la acompañan.

Como las cucas pertenecen al sexo débil (ya que no al bello sexo), forzoso es que tengan asiento, y preferente, a la mesa sacrificatoria, aunque todo su caudal efectivo no exceda de un napoleón, y aunque por encima de sus mal pergeñadas cabezas se apunten onzas de oro. Los jugadores de por vida, aunque no suelen ser modelos de la más perfecta y atildada cortesanía, las dejan en posesión de tan impertinente privilegio; pero a regañadientes, y no sin punzarlas, sobre todo los que pierden, con pullas trasparentes, con irónicos requiebros y con indirectas del padre Cobos. Curtidas ya en aquel aperreado oficio, hacen ellas a todo orejas de mercader si pinta bien el naipe, y si van mal dadas, y por ende se les subleva la atrabilis, sueltan una andanada de injurias y denuestos contra el lucero del alba, acogiéndose a falta del de una potencia amiga, al pabellón de su impotencia, y sin olvidar las usuales muletillas de: ¡soy quien soy!, ¡respete usted a una señora! y ¡si viviera mi difunto!...

Pues ¿qué diremos de los derechos que usurpan, de las gollerías que exigen, de los dengues que prodigan, de las tretas con que especulan y de las disputas que promueven? Ellas a la menor distracción, y aun sin ella, se desmandan a cobrar la puesta que pertenece a otro: a esto en el lenguaje técnico del arte se llama levantar muertos. Ellas al banquero o al punto ganancioso piden armaduras; esto es, que les den en albricias algo de lo que han ganado, y haciendo esto se diferencian solamente de los barateros de presidios y campamentos en no pedir la alcabala con navaja en mano. Ellas solicitan un duro efectivo para jugarlo de vaca con otro imaginario, y si ganan cobran, y si pierden no pagan. Ellas hacen la oreja al banquero; es decir, ponen siempre su pesetilla al naipe descargado, con la esperanza y a veces con la insinuación de que previamente se la den por ganada, en remuneración de votos y simpatías. Ellas exageran y gimen y lamentan sin tregua lo que pierden, y ocultan o niegan o disminuyen lo que ganan. Ellas estafan sin el menor escrúpulo a sus contertulios, rifando a duro la carta8, o lo que es lo mismo, en cuarenta duros, el pañuelo de tartán o el aderezo de similor que no valen seis en buena venta. Ellas, si a deshora de   —528→   la noche ocurre traer de la fonda un refrigerio, devoran los mejores bocados sin pagar nunca el escote, y beben sin temor de Dios, y algunas también, especialmente si son andaluzas o americanas, encienden un chicote... ¡Horror, horror!... Y es de admirar la benigna tolerancia con que oyen las más brutales desvergüenzas y las más impías maldiciones, no sin conatos, y alguna vez más que conatos, de echar su cuarto a espadas; y la filosófica indiferencia con que, sin importarles un ardite, descomponen con el continuo manoteo el mal compuesto prendido, y con la incesante presión de los colaterales y el tráfago y la inquietud de sí mismas, exhiben lo que la caridad en ellas como el pudor en otras debería esconder. Y siempre son las primeras que llegan a aquella sórdida oficina y las últimas que la abandonan, desafiando cierzos y nieves y tempestades, arrostrando tumultos y pronunciamientos, y saltando si es menester por entre zanjas y barricadas, aunque otra cosa les aconsejen sus bajos y sus zancajos. Y con esta vida, comparada a la cual es apacible y regalona la del azacán y el galeote, nunca salen de la repugnante miseria en que ningún mérito contraen para con Dios, y ¡gracias si lo adquieren para Leganés o para San Bernardino!

He aquí un imperfecto y rápido bosquejo de lo que son esas perdularias, omitiendo en gracia de la brevedad más de cuatro pinceladas características, que fácilmente suplirán los que hayan fijado un poco su curiosa atención en tipo tan aciago y extravagante, y que ciertamente no hacen falta para que todo cristiano mire a la mujer tahúra con un pesaroso sentimiento mezclado de aseo y de compasión. ¡Y cuenta que no he querido examinar a la cuca sino considerándola en su aislada y deshonrible individualidad! ¿Qué colores, por negros que fuesen, bastarían a pintar como merecen la jugadora esposa, la jugadora madre?... ¡Qué honra y qué ventura para el marido de mujer semejante, si no es tan vicioso y tan trueno como ella!... ¡Qué escuela para los hijos, y sobre todo para las hijas!... ¡Ay de ellas si las lleva al garito! ¡Ay si las deja en casa!...

Por no acabar con imprecaciones y anatemas de misionero este cuadro de costumbres, con más humilde y festivo propósito iniciado, omitiré las muchas y graves reflexiones que a mi pluma se agolpan, y resumiéndolas en una sola, digo que la hembra dada al juego no es consorte aunque esté casada, ni madre aunque tenga hijos: es... jugadora, es cuca.



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ArribaAbajoEl matrimonio de piedra

Es la Rioja una de las comarcas más bellas, más pobladas y más fértiles de España: así, némine discrepante, lo propalan los de la tierra y lo confiesan los forasteros; y aún sería más celebrada si mejor fuese conocida. Poco dados al comercio sus moradores; no muy floreciente allí la industria, limitada a los oficios mecánicos de primera necesidad y a la fabricación de paños ordinarios en Ezcaray y otros puntos; mal dotada de caminos carreteros y en pésimo estado generalmente aun9 los de herradura; distante de la costa cantábrica veinte leguas por donde menos se aleja de ella, y mediando cincuenta hasta Madrid desde su confín oriental, que es el más cercano a la metrópoli de las Españas, no es de admirar si tibiamente excita la curiosidad de los viajeros. Fuera de los cortos destacamentos de tropa a que ofrece tránsito su escasa importancia militar, aun los pocos viandantes que suelen visitarla lo hacen a despecho suyo, anhelosos de aliviar sus dolencias con las aguas minerales de que, para ser en todo abundante aquel privilegiado suelo, le ha dotado la naturaleza.

Amén de lo dicho, contentos los riojanos con su modesto bienestar (por no acusarlos de desidiosos en demasía), agricultores los más, pastores otros, o tejedores, o molenderos de chocolate, o arrieros cuyas expediciones apenas traspasan los límites de la provincia, son muy apegados a sus costumbres casi primitivas, y como no sea para ir al mercado próximo, a tal cual fiesta de pueblos comarcanos, o a algún partido de pelota, ejercicio en que rivalizan con navarros y vizcaínos, no se apresuran a gastar la poca plata de que disponen en busca de placeres que no envidian y comodidades que no conocen. La propiedad está allí muy dividida: aun entre los jornaleros, menos numerosos en la provincia de Logroño que en otras, hay muchos que cultivan, propio o arrendado, ya un pedazo de huerta, ya un majuelo, y en todo el país, principalmente en la Rioja baja, son muy contados los que pueden llamarse pobres de solemnidad. No tan viciosa y apacible la sierra de Cameros, incorporada en parte a la Rioja desde la última división territorial, sus habitantes son algo más aventurados y aventureros, y (cosa que a los ribereños del Ebro, del Alhama o del Iregua parecería empresa de argonautas) se atreven a peregrinar adolescentes hasta la heroica villa del oso y el madroño, donde, por lo avisados y fieles que son a toda prueba, los reciben a dos manos para horteras todo género de mercaderes.

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Nacido yo en aquel paraíso castellano, que así puede calificarse, no llevaré, sin embargo, mi entusiasmo filial hasta el punto de considerarlo superior en fertilidad, riqueza y hermosura a los cármenes de Granada, a los bancales de Murcia ni a los vergeles de Valencia. No pediré, como lo hizo algún paisano mío, la filiación de mis abuelos a los archivos de Persia, por más que en las huertas de mi pueblo maduren con infinita y gustosa variedad melocotones y albérchigos, que diz vinieron de la patria de Darío; ni cuando en la Rioja hay un río Oja, que sencilla y naturalmente ha dado nombre al territorio, me hilaré los sesos y cegaré en los archivos para cerciorarme de si en efecto un tal Oca, hijo de aquel nada glorioso monarca, de tan lejas tierras vino a sacar de pila a mi departamento. Antes el nombre de Celtiberia con que toda aquella parte de Castilla y mucha de Navarra y Aragón vienen de mucho tiempo atrás nombradas y descritas, autoriza a creer, y vetustos monumentos lo atestiguan, que los celtas, y no otros, fueron los que primero por buenas o por malas se unieron y mezclaron con los indígenas.

No es tan obvia ciertamente la etimología de mi villa natal, cuya fundación se pierde, como suele decirse, en la noche de los siglos; y quien lo dude que vaya a verla: ella misma está dando fe de su fabulosa antigüedad, y tanto que el Cierzo, mucho antes de las guerras púnicas, hubiera hecho con ella lo que Escipión con Cartago, a no haberla amparado tanto por aquel cuadrante la previsora industria de sus pobladores. Verdad es que, ni Tito Livio, ni Estrabón, ni Silio Itálico, ni Pomponio Mela, ni el itinerario de Antonino hacen mención de la especie de pronombre que le da nombre. Quel (ya es tiempo de decirlo), Quel se llama el lugar de mi nacimiento, digno en verdad de ser distinguido con menos ruin vocablo, como pronto lo veremos. Es un gusto ser natural de un pueblo polisílabo: se llena uno la boca con su nombre, y todo el mundo queda enterado cuando un quídam dice, por ejemplo, soy de Casarabonela o de Medinasidonia. Pero pregunte usted a un quelense de dónde es; responderá de Quel, y si de intento no pronuncia con fuerza la ele, creyendo el preguntante que el preguntado es sordo o no le ha comprendido, replicará «que de qué pueblo es usted»; y para que al fin lo sepa, será preciso deletrearle el nombre o dársele por escrito.

Documentos fehacientes del décimo siglo de nuestra era, que ya, dicho sea de paso, confirman de razonablemente antigua a mi parroquia, la intitulan Kelle y en otros se lee Kell. ¿Vendría a morar en ella alguna colonia de hijos del Rin, a cuya orilla hay una aldea llamada Kehl, y ha habido hasta hace pocos años una fortaleza del mismo nombre? ¿Se avecindarían en la Rioja algunos emigrados de Kells, ciudad de Irlanda, o gentes de las playas del Báltico, donde se alza (y el almirante Napier no me dejará mentir) el puerto de Kiel? Averígüelo Vargas, y con él los lingüistas y los anticuarios; y por si les hace al caso para tan interesantes investigaciones, les aviso que no muy remoto de aquellos andurriales paga líquidos pechos   —531→   al Ebro caudaloso el sobrio río Queiles. No es este, sin embargo, el queda fruto a los camuesos de mi lugar, sino el próvido Cidacos, que de una de las próximas montañas baja por Enciso a Arnedillo y amenizando después los términos de Erce, Arnedo, Quel, Autol y Calahorra, desagua también en el Ebro muy cerca de esta celebérrima ciudad. Cidacos suena como a nombre griego, al paso que el de Quel o Kelle a esclavón o teutónico, y Calahorra, o sea Calagurris, que dista de mi campanario tres leguas cortas, pertenece a un lenguaje que dio muchos quebraderos de cabeza a los sabios numismáticos Agustín, Flórez y otros, sin que hasta ahora hayamos aprendido siquiera su alfabeto: nuevas dificultades para inquirir los venerandos orígenes de aquel nobilísimo solar.

Pero ¿y el Matrimonio de piedra?, dirá el curioso lector. Pesado va siendo ya como ella el artículo, y aún no nos ha dicho usted jota del prometido consorcio.- Un poco de paciencia; que todo se andará, y se me habrá de permitir todavía que, como preliminar necesario, brevemente describa mi susodicho pueblo y sus alegres contornos.

La villa... Rectifico: las villas de Quel; que hasta poco ha fueron dos en una (la de suso y la de yuso, cada cual con su jurisdicción correspondiente) constituyen una población de unas dos mil almas, tendida, no muy cómodamente que digamos, a la falda de una robusta peña de duro granito, que situada al Norte, se eleva perpendicular hasta ciento veinte varas, y en cuya cima, caprichosamente festoneada, señoreaba la llanura un castillo, o más bien atalaya de romanos, de la cual sólo quedan ya destartaladas y pobres ruinas, por haberse empleado sus materiales con la evidente utilidad de que en breve haremos mención. Esta peña, o porque así la crió Dios, o por la acción del tiempo y los elementos, o por las manos del hombre, pierde, no se sabe desde cuándo, la mayor parte de su altura a Levante y a Poniente donde concluyen las casas, sirviendo a varias de pared posterior, y aun de cocina y dormitorios a algunas, y continuando luego a derecha e izquierda, va decreciendo hasta igualarse con el llano en Arnedo y en Autol, como por el Norte con el que conduce a Calahorra. Delante; esto es, al Mediodía, y a unos cuatrocientos pasos del caserío (no de los peores de Castilla) corre por entre huertas exuberantes de sabrosas hortalizas, ricas legumbres y regaladas frutas el Cidacos, cuyo álveo, sin defensa alguna natural ni artificial, se ensancha más de lo que convendría a aquellos honrados labriegos, castigados por frecuentes avenidas. Al margen opuesto hay otra peña paralela a la ya citada; no tan alta, pero más tratable, y tanto, que fácilmente y a poca costa han podido labrarse en ella sobre trescientas bodegas, número casi igual al de los vecinos, y algunas muy espaciosas. Tal es la cosecha de vino recogida en una vasta llanura a espaldas de las bodegas, que para ella ha sido necesario fundar una nueva población; y es de notar que bastando al culto del Salvador una mediana iglesia, con el apéndice de una triste ermita en el campo, Baco tiene allí más templos que tuvo en Grecia. Para visitar estos dionisiacos   —532→   adoratorios, cosa que a muchos y muy a menudo acontece, se trepa por una cuesta, no de largo camino, pero digna rival en lo arma y pedregosa y resbaladiza de las que escalan el Pirineo o las Alpujarras; y si es de admirar que ni hombres ni animales se despeñen a la subida, el no precipitarse a la bajada (por razones que no se ocultarán al discreto lector) téngolo por maravillosa maravilla.

Para el paso del río, que de ordinario lleva poco caudal, y este mermado por los molinos y por el riego, sobran en las tres cuartas partes del año cuatro maderos sobre otras tantas estacas y encima algunas espuertas de tierra; pero a lo mejor se le hinchan las narices al buen Cidacos, como a otros más humildes, y entonces hay que atravesarle a nado, o andar media legua larga para salvarle por el puente de Arnedo o el de Autol; y aun sin que aluviones o temporales le desborden, como el cauce es tan ancho, o por mejor decir, no tiene ninguno, varía de curso a su antojo dejando en seco el puente afanosamente construido, o se divide en tres o cuatro ramales, y no hay medio de sujetar a niño tan travieso e indisciplinado. Así pues, el puente y el río parece que se divierten en jugar al escondite. Para reconciliar a este matrimonio mal avenido (todavía no es el de piedra) se trabajó hace cosa de seis lustros en ahondar un poco lo que se quiso que fuese madre de aquel hijo extraviado, se hicieron otras obras hidráulicas tan menguadas como los propios y arbitrios de la villa, y por último se emprendió la hercúlea, la titánica de deshacer el castillo para hacer con sus sillares un puente, que en firmeza y solidez iba a dejar muy zaguero al famoso de Alcántara a juicio del ayuntamiento y prohombres del vecindario; pero como no tenía muros ni malecones en que apoyarse, la primera tempestad se lo llevó, y nos quedamos sin puente ni castillo.

Rebajada la peña grande a la salida del pueblo, río abajo, pero riscosa, escarpada y extravagante, presenta grotescas sinuosidades donde anidan multitud de pájaros nocturnos, y figuras tan extrañas como las que forman a veces las nubes; pero las más singulares son dos peñascos casi contiguos, el uno como de diez varas y el otro como de ocho de elevación, que a pocos pasos del camino de Autol, y ya en término de esta villa, suspenden y asombran al caminante, porque a cierta distancia ofrecen la más perfecta semejanza con dos enormes gigantes, hembra y varón, o si se quiere, marido y mujer. Aun acercándose mucho a ellos no se pierde por completo la ilusión; que si ya no aparecen distintamente dibujados los miembros, sorprende todavía lo mucho que se aproximan en su conjunto a la estructura humana aquellas colosales estatuas, capaces de poner horrible espanto aun en ánimos esforzados, como ya ha sucedido, cuando, sin previa noticia de este no común fenómeno, son vistas por primera vez, sobre todo a la luz de los crepúsculos. Ahora bien, a estos dos pasmarotes llaman los del país el Picuezo y la Picueza, y yo con la autoridad de Publio Ovidio Nasón y el beneplácito del Sr. D. Aureliano Fernández Guerra y otros buenos amigos que me han contagiado en la inocente afición a la literatura metamorfósica,   —533→   he dado en llamar a esta pareja perdurable El Matrimonio de Piedra.

Bien sé que los doctos (aunque pudieran muy bien dar una en el clavo y ciento en la herradura) explicarían con más verosimilitud este doble accidente pétreo acudiendo a las leyes de la naturaleza, que yo engolfándome en los portentos de la fábula, o dando nimio crédito a consejas tradicionales. En la misma peña que abriga a mi pueblo se ven desde puntos determinados otras inauditas curiosidades: por ejemplo, la que llaman el anteojo, y es un taladro natural que por uno de los extremos de la roca deja ver la luz del cielo; y más al centro, un fraile hecho y derecho con su capucha y todo. ¡Digo; me parece que esta visión no deja de ser pieza curiosa en la España de 1855! Sin duda la misma peña en cuestión, y la de enfrente, y las que sirven a Autol de cimiento y embarazo, y mis dos casados inseparables, y las demás particularidades que he apuntado, sin otras muchas que omito, prueban que, en siglos a que no alcanzan los más antiguos anales, trastornó aquel pintoresco territorio alguno de los formidables cataclismos con que de tarde en tarde muestra Jehová al orbe pecador su poder inmenso y su cólera tremenda. ¿Fue un terremoto que abrió profundas simas, cegó acá e hizo brotar allá copiosos manantiales, dividió montes y vomitó volcanes? Las condiciones geológicas de aquel distrito; las aguas termales de Arnedillo, a tres leguas de Quel, que en fuerza, en abundancia y en virtudes medicinales no son inferiores a las más afamadas de su clase en otras naciones; las de Cervera de río Alhama; las de Fitero, que sólo distan de aquellas una jornada de recua, y las sulfurosas de Grávalos (la antigua Gracurris), no menos salutíferas en su línea, y también muy cercanas a las referidas villas de suso y yuso; y en fin, la misma feracidad del terreno, atestiguan que sus entrañas abundan en materias inflamables, y vivos están muchos de mis paisanos que sufrieron mortales angustias y lloraron catástrofes suyas o ajenas en los repetidos y destructores terremotos que en 1817 afligieron a los pueblos de aquella ribera. Pudieron pues otras más serias trepidaciones y pronunciamientos subterráneos, aunque lo callen las crónicas, variar esencialmente la superficie de aquel átomo del globo sublunar, y convertirse en fértiles llanuras los que antes fueran últimos estribos de la inmediata sierra de Yerga, y quizá nacer entonces o variar de derrotero el pimentífero Cidacos; tal vez la lava de olvidados Vesubios asoló por de pronto y benefició después el espacio que media entre la peña de Quel y la más eminente, pero estéril y fría, de Isasa; acaso fueron riscosos breñales los que hoy plácidos viñedos y pingües olivares, y puede, en fin, que la agitada y revuelta naturaleza abortase los dos amartelados consortes, cuya modestia no sospechará siquiera este mi tributo de cariño y veneración.

Hay empero (con permiso de los geólogos) otra tradición, o si más place, otro mito, que atribuye al diluvio universal (según la Biblia en el concepto de algunos peritos, y en el de otros según Hesíodo) la transformación de mi país y la metamorfosis del Picuezo y la Picueza.

  —534→  

En una conferencia que (visitando por última vez mi hogar paterno) tuve con el dómine de Préjano y el sacristán de Turruncún, ambos muy versados en historia y arqueología, convinieron los dos en que los consabidos cónyuges vivieron en carne humana y santamente cohabitaron antes de su secular petrificación, si bien ni uno ni otro anticuario habían podido rastrear todavía sus nombres verdaderos, porque los de Picuezo y Picueza, poco adaptables a su justa celebridad, son evidentemente apodos con que hoy los designa la ignara plebe. También estuvieron conformes dómine y sacristán en que mis héroes no debieron de ser antediluvianos, porque ni pertenecieron a la familia de Noé, ni constan empadronados entre los contemporáneos de Prometeo; pero a pie juntillas afirmaron que en época no muy posterior a cualquiera de los dos diluvios (el ortodoxo y el gentil) nacieron y vivieron, no sé cuántas centurias de años, para ser raro ejemplo de buenos casados. Añadían que, de puro firmes en su ternura conyugal, llegaron a petrificarse, por permisión del único Dios verdadero según el sacristán, o por decreto de Júpiter y comparsa en opinión del dómine, convirtiéndose en estatuas para perpetuar en los siglos venideros la memoria de matrimonio tan compacto. Citaban además uno y otro erudito en apoyo de su doctrina personajes en quienes se operaron transformaciones más o menos análogas; a Atlante, Encélado y Niobe, el pedante de Préjano, y el chupalámparas de Turruncún a la mujer de Lot y al Convidado de piedra.

Yo les di la razón, tan fidedignas y luminosas eran las que aducían, aunque a fuer de aspirante a poeta me inclinaba más a la versión del pedagogo; y aun aventuré tímidamente mi parecer de que los sempiternos esposos pudieron ser aquel Filemón y aquella Baucis, cuya hospitalidad fue tan grata a Jove y a Mercurio, como a Himeneo su recíproca e impermeable fidelidad. Al pronto acogió mi idea con entusiasmo el insigne preceptor; pero luego la desechó recordando que sólo nos representa la mitología a aquellos ejemplares huéspedes surcados de arrugas y agobiados por la vejez, mientras los colosos de Autol dan indicios de la más lozana juventud. «Pero ¡pecador de mí! continuó, ¿a qué colgar el milagro a aquellas dos míseras senectudes cuando la propia teogonía pagana claramente nos indica... Sí, sí, el Picuezo y la Picueza fueron los mismitos Pirra y Deucalión, jóvenes desposados que merecieron ser únicos sobrenadantes y sobrevivientes en aquella universal inundación. Consta que por mandato de los dioses repoblaron el mundo convirtiendo las piedras en hombres y mujeres, y por un viceversa muy lógico y hacedero, ellos, sin duda, terminada su fatigosa tarea, se metamorfosearon de hombre y mujer en piedra macho y piedra hembra, con el doble objeto de erigirse en monumentos de sí mismos, y de ser un recuerdo vivo, digámoslo así, de aquella prodigiosa transmutación, por más que a mí me duela y sonroje el confesar que soy de origen berroqueño.»

Me convenció la ingeniosa explicación del gramático, y con ella y bajo   —535→   su responsabilidad y la del respetable funcionario de Turruncún, comunico a mis lectores esta noticia, no menos auténtica que muchas de las que circulan sin contradicción, para que sepa el que lo ignore que no anda tan perdida y asendereada como se cree la cofradía de San Marcos, pues aún existe un matrimonio modelo de amor y concordia; aunque no respondo yo de que lo fuera conservando su primitiva naturaleza. Consta además (y bueno es decirlo todo) que Picuezo y su mujer, o sean Deucalión y Pirra, no han conocido suegros, cuñados ni primos, ni asistido a ninguna de las muchas comedias del teatro moderno que a porfía han declarado encarnizada guerra al séptimo sacramento.




ArribaEl sábado

No va a ser objeto de mis ligeras observaciones la veneración que inspira el último día de la semana a los hebreos, y cómo impone su ley a los que la observan (que también habrá judíos hipócritas, como los ha habido y los hay y los habrá en todas las religiones) la obligación de suspender todo género de faenas y asuntos, dando al sábado lo que es del sábado, con más escrupulosidad que al César lo que es del César. Y así me expreso, porque sabido es de quien lo sepa, que sábado es una palabra hebrea acomodada a nuestra lengua, y que significa reposo, inacción, holganza, o como si dijéramos cesantía, si a cosa tan santa fuese lícito adaptar tan aciago nombre. Tampoco aun los menos instruidos necesitan que yo les diga de dónde vino que aquel pueblo, de Dios un día, y dejado después de la mano de Dios por lo que ningún cristiano ignora, santificase el sábado, ni con qué ritos10 lo santificaba. El Génesis, el Éxodo, el Levítico, casi todos los libros sagrados dicen algo sobre el particular, y a ellos me remito; y la Biblia dice también hasta qué punto exageraban con vanas y pueriles supersticiones los fariseos un precepto tan piadoso, una práctica de que el mismo divino Autor de todo lo criado les dio el ejemplo. Et requievit die septimo, etc. Ni es nuestro propósito averiguar qué relación pudo tener con el sábado del Israel el filívoro Saturno para suponerle propietario de dicho día, como a Venus del viernes, a Júpiter o Jove del jueves, a Mercurio del miércoles, et sic de caeteris. Me dirían que aquí ya no se trata del terrible Dios del paganismo, bajo cuyo imperio en la tierra (saturnia regna) vivían (ajústeme usted esas medidas) tan inocentes y felices los mortales. Inocentes..., sí serían, pero ¡felices comiendo bellotas! ¡Siglo de oro aquel! Digo que me dirían que no el falso numen, sino el planeta   —536→   su tocayo, es el que dio, si no su nombre como otros dioses-planetas, su influencia a un día de la semana. Bien; me abstengo de replicar, aunque largamente pudiera hacerlo, porque repito que el sábado hebraico no es el tema de mi discurso; y por ende, confieso que hubiera podido suprimir todo lo arriba enjaretado. Ya se ve, no puede uno a veces irse a la mano con la pluma en ella.

Pues, si no es el de los judíos, ¿qué sábado va a tomar por su cuenta el difuso articulista?, discurrirá el curioso lector. ¿Será el de las brujas?; que sábado se llama también cada uno de los vitandos conventículos celebrados (dicen) por esas pecadoras. Algo, sí, algo de brujas habrá en mi articulejo, respondo yo, pero tomando en concepto metafórico el vocablo.

No hay que asustarse: no voy a evocar las horrendas figuras de las que pronosticaron a Macbeth su funesta realeza con sangre y crímenes comprada; no darán materia a mis desaliñados renglones esos espíritus incorpóreos y cuerpos espiritados, inagotable manantial para la fantasía de los vates fantasmagóricos; trastos que difícilmente excusarían ya las comedias de magia; adminículos que en la moderna poesía sustituyen con frecuencia (no sé si con ventaja) a faunos y sátiros, dríadas y nereidas.

Excuso, por tanto, investigar, registrando antiguos librotes y modernos librejos, si el lugar de mayor querencia y jerarquía, la metrópoli, digámoslo así, de las brujas españolas fue Zugarramurdi o fueron los campos de Barahona: no tengo yo ciencia ni paciencia para tanto. Los versados en tan útiles y luminosos estudios indaguen, si ya no lo tienen sabido, cuándo se abrió y cómo se cegó el famoso pozo Airón que en dichos campos ha dejado tan espantables tradiciones, y si el mismo nombre Barahona, por lo parecido que es a baraúnda, atestigua las que hubieron de mover, cuando en brujas se creía, aquellas diabólicas hembras. Ellos, si entienden el vascuence, del cual yo confieso estar en ayunas, quizá saquen de la significación o etimología de la suave voz Zugarramurdi, combinada con otros datos científicos, inducciones por donde vengan a resolver en favor del pobre e inofensivo pueblo navarro así llamado, y sito en la misma frontera de Francia, tan importante problema histórico-geográfico-nigromantesco. Ni faltará quien, en su cándida ignorancia del idioma euskalduno, vea en la formación y sonido de la propia dicción Zugarramurdi, que, como otras muchas de aquella habla primitiva, suena a manera de satánico conjuro, algo que semeja al clásico y sacramental Abracadabra tan socorrido para mágicos y alquimistas.

Lo cierto es, aunque, contra mi designio, eche yo también en tan sabias lucubraciones mi cuarto a espadas, que en las inmediaciones del mencionado pueblecillo hay una montaña llamada Aquelarre, nombre compuesto, según creo haber leído no sé dónde, de aquerra, macho cabrío en vascuence, y larrea, jara o jaral, o matorral en la propia lengua. Es también cosa averiguada que el macho cabrío, imagen del demonio, hace grande y nefando papel en toda historia de brujerías. Consta que la lengua castellana   —537→   se ha apoderado del término aquelarre en significación de una asamblea de brujas, o digamos club, palabra más breve y más de moda, o sábado de ídem, que es lo que hace más a nuestro intento. Por último, la tradición brujesca se guarda, al parecer, en aquella comarca más fielmente que en la de Barahona, y alguna popular o interesante leyenda la trasmite siglos ha de padres a hijos entre aquellos sencillos montañeses. Adjudique ahora tan singular blasón al que le merezca más entre ambos territorios quien para ello tenga bastante autoridad.

Y pues tanto he charlado en el papel sobre lo que yo quería callar, razón es que diga ya algo de lo que quería decir.

El sábado a que me refiero no es tan solemne como el de los hijos de Judá, ni tan pecaminoso como el de las brujas, aunque a veces no le falte mucho para ser impío, y aun algo le sobre para ser infernal. Es un sábado en que interviene la policía, y no sólo interviene, sino que lo provoca. ¡Horror!... Pero no la policía gubernamental, alta ni baja (tranquilícense ustedes), ni la urbana siquiera, sino la doméstica; es un sábado de puertas adentro, humilde, venial (al menos en la intención), casero; es el sábado que hacen cada sábado en las casas bien gobernadas las mozas de servicio, y también algunas amas que, preciándose de aseadas y hacendosas, no se desdeñan de tomar alguna parte en el afanoso tráfago de que voy a hacer un bosquejo.

Pero si ya Dios hizo el sábado, ¿a qué duplicarlo, o a qué hacerlo de nuevo? ¡Ahí verá usted! Hacer sábado (¡capricho de las lenguas!) significa hacer en dicho día lo que pudiera hacerse en cualquiera otro; esto es, una limpieza general de todo el menaje de casa desde el estrado a la cocina; una revista de inspección y policía a que todo mueble está sujeto; una especie de residencia a que comparecen, con derogación de todo fuero, lo mismo los plebeyos trastos del fogón, de la espetera, y aun otros más ignobles11 todavía, que la aristocrática consola, el primoroso tocador, el muelle sofá y los exóticos floreros con sus frágiles y trasparentes fanales; parodia del terrible juicio final a que todos, vivos o difuntos, hemos de concurrir de buen o mal grado cuando a él nos convoque la consabida trompeta. Y hombre hay que preferiría su fatídico estruendo al indefinible que forman, combinando sus respectivas disonancias y cacofonías, el catre que cruje, el perol que rechina, los zorros que golpean, el sillón que se derrumba, la vajilla que se rompe, etc., etc., todo amenizado con los maúllos del gato que, al ver tal zaragata, se espanta y se espeluzna, con los ladridos del perro, que se desgañita creyendo que han entrado enemigos en la casa y no va a quedar títere con cabeza, y lo que es mil veces peor, con el desaforado canticio de dos o tres maritornes que, para hacer más leve su trabajo y más grave el de quien las oye, cantan (graznan diría yo) a voz en cuello la jota nueva, aprendida de una de esas nómadas estudiantinas que nunca llegan a la h.

¡Señor!¿Por qué censurar faenas que la decencia exige y la higiene   —538→   recomienda? -No lo negaré (responderá el víctima y enemigo de los sábados); pero ¡ver uno su vivienda tan revuelta y alborotada; huir de una pieza porque el polvo le ahoga en ella, y no hallar donde refugiarse, porque están aljofifando la inmediata y se necesitan zancos para atravesarla; y si toma otro rumbo, atajarle el paso colchones y tablados, sillas y butacas, formando barricadas inexpugnables que recuerdan las de marras...! ¿Hay más que irse a paseo, o a las cuarenta horas, y no volver hasta que todo esté concluido y la casa hecha una ascua de oro? -¡Ya!; pero si el reuma, o la gota, o el asma, o todo junto se lo impiden a un cristiano, quid faciendum? Y aun la limpieza de los demás departamentos, aunque incomoda hasta lo sumo, transeat; pero ¡poner esas forajidas en mi mesa de estudio y accesorias sus manos sacrílegas! ¡Tener la desvergüenza de coordinar, de arreglar mis papeles! -¡Hombre, hombre...! -Es un atentado, sí, señor, un sacrilegio. Yo soy amante del orden como el que más, y bien a mi costa lo tengo acreditado (prosigue el ciudadano pacífico y antisabático); y no sólo del orden público, sino del moral, del doméstico, de todos los órdenes, y de todas las órdenes, si usted quiere; pero jamás lo he podido tener en mis papeles. Ni esto es posible acaso en un hombre dado a tareas literarias (que es darse a perros) o a negocios de bufete, si además tiene algún crédito y está medianamente relacionado. Mientras escribe un alegato, un informe sobre minas o una zarzuela, recibe cartas de dentro y fuera de Madrid, periódicos, prospectos, la cuenta del sastre, cuatro papeletas en que le citan a otras tantas juntas heterogéneas (porque gente que más se junte y menos se entienda que nosotros los españoles no la hay en el mundo), una receta del médico contra la salud, otra del casero contra el bolsillo, y otros cien y cien diversos papeluchos. Ahora bien; ¿quién tiene flema para dejar a cada momento la tarea que privilegiadamente llama y absorbe su atención, el trabajo de que depende su subsistencia, o con que aspira a un poco de gloria, disputada por la envidia de unos, combatida por el egoísmo de otros, esterilizada por la indiferencia de los más, para clasificar por fechas y materias cada impreso y cada manuscrito que viene a sus manos? Pero no hay cuidado; la criada o el ama, tan temeraria la una como la otra, por poco tiempo que les dé para ello el hombre de letras o de negocios, se lo ordenarán todo tan lindamente, que no habrá más que pedir. ¿Y por qué método? Por el de tamaños o por el de colores: así lo piden la visualidad y la simetría, pero, ¡ay! este arreglo es mucho más fatal que el desarreglo anterior; ese orden aparente es el caos, y lo que antes con más o menos dificultad se topaba, auxiliando a la vista la memoria, ya no se encuentra ni con hurones. Y no es esto lo más lastimoso, sino que tal vez se echa a la basura o a la chimenea, por creerlo inútil, el papel más importante; tal vez los despiadados zorros dan sobre el tintero, y el tintero sobre un documento que queda inservible y cuya reposición ha de costar mil fatigas y dispendios; tal vez Eolo, que en tales somatenes ve francas todas las puertas y ventanas, se encarga de aligerar la revuelta mesa, y la   —539→   obra que costó no pocas vigilias vuela a la calle de donde la recoge un trapero (algunas, en verdad, bien lo merecerían), o el nordeste se la regala a algún ingenio eunuco, que se apresura a prohijarla antes de nacida, y una vez es plagiario por casualidad el que lo suele ser de oficio.

Otrosí. No en vano indiqué al principio que estos sábados familiares, si de todo punto opuestos a los judaicos, símbolos de la paz y el quietismo, no dejaban de tener relación con los sábados de las brujas[; pues brujerías se hacen en ellos (ya lo hemos visto), y brujas]12 y archibrujas parecen las mujeres (si muchas no lo son ya) cuando eliminado el prudente corsé, mal pergeñadas con el más vetusto y astroso de sus zagalejos, desnudas las piernas, aunque no de roña, peor que descalzos los pies (que nada hay tan insolente como las chancletas de una fregona), con las greñas al aire, o mal rebujadas en un asqueroso pañuelo, y con los malditos zorros en una mano y en otra la escoba descomulgada (arma y montura de las hechiceras, como todo el mundo sabe), sacuden y frotan y zarandean, cargan y descargan, barren y fregotean, y sudan pez, y se descoyuntan, y braman, y escandalizan...; en fin, sabadean.

Otrosí para acabar: eso de hacer sábado es tan castizo por acá, tan esencialmente español, que muy a menudo tenemos, amén de los de familia, sábados generales al servicio, o mejor diríamos al deservicio de la política y la administración. Las campanas tocadas a rebato, las descargas de los fusiles y los cañones, y otros ruidos no menos apacibles y confortantes, anuncian de ordinario que es llegada la hora de hacer sábado en todas las oficinas; pero sábado más radical que el casero, porque en éste se zurra y zarandea a los muebles, que no dicen esta boca es mía, y ahí me las den todas, y al cabo, zurrados o no, en casa se quedan; y en el otro ya se sabe lo que sucede. De tales sábados, que son la lepra de España, o mejor dicho, la más cruel de sus lepras, a algunos precede y preside su correspondiente aquelarre; otros no mueven tanto alboroto, mas no por eso dejan de proporcionar grandes ingresos a las compañías de ferrocarriles y diligencias, y de dar mucho que hacer a la Junta de clases pasivas. Verdad es que el desacomodado en un sábado no pierde la esperanza de acomodarse, y mejor, en el siguiente. Así suspiran y trabajan muchos individuos porque se repita tan donosa alternativa (amant alterna camoenae).

¡Y qué de inverosímiles chiripas, y qué de extraños fenómenos y de cínicas infidencias y de amargas decepciones y de sapos y culebras ofrecen a la contemplación del filósofo semejantes escenas, amplio asunto para artículos más serios...! Dejo a plumas mejor cortadas, o cortadas de otro modo que la mía, tarea tan ingrata.





 
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