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Oración apologética por la España y su mérito literario


Juan Pablo Forner






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Parte primera


La gloria científica de una nación no se debe medir por sus adelantamientos en las cosas superfluas o perjudiciales. Igual la república de las letras a la civil en los fundamentos de su verdadera perfección y felicidad, debiera sólo adoptar como meritorios y estimables los establecimientos o sistemas que le son útiles: y pesando con madura y pausada meditación el fin a que están destinadas las ciencias y las artes, los aditamientos que necesitan para su uso, qué beneficios pueden sacar de ellas los hombres, y de qué modo han de tratarse para que ocasionen la utilidad a que se dirigen; desnudándolas de aquella pomposa superfluidad con que se ofrecen hoy más al deleite que al beneficio de la vida, reducirlas a los sucintos círculos del provecho y de la verdad, sin aplicar una injusta estimación a los vanos entendimientos, que por capricho o por ambición los rompen o atropellan. Si los sabios de todos los siglos hubieran pensado así desde el mismo origen de la sabiduría, los enormes cuerpos de estos magníficos colosos que se llaman ciencias ¿se compondrían hoy por la mayor parte de sombras y apariencias vanas, bultos portentosamente grandes y espléndidos cuando se ven de lejos, pero livianos, faltos de solidez y nieblas oscuras cuando se examina con la mano su consistencia?

No es saber el saber opiniones, o el inventar sueños abstractos para sujetar a un capricho las leyes de ambas naturalezas física y espiritual, en lugar de observar las de una y otra en sus efectos, según los designios del Omnipotente. ¿Qué utilidades ha logrado el género humano con las ideas de Platón, el materialismo de los estoicos, las cualidades de los peripatéticos, los átomos de Epicuro, y con los antojos doctos, pero improbables de tantos hombres eminentes, que habiendo nacido para enseñar a sus semejantes, los metieron en la confusión; y los habituaron a la estéril ocupación de fingir Solón, Licurgo, Pericles, Sócrates y los que como ellos, haciendo práctica la sabiduría, la trasladaron al uso y bien de la humanidad, son los únicos que deberían influir en el crédito literario de una nación. En la antigüedad nadie tuvo por bárbaros a los lacedemonios, aunque carecían de Academos, de Estoas y Peripatos. Su ciencia era el ejercicio de la virtud; su saber la obediencia a las leyes; su gloria pensar y obrar bien. Donde sobresale este género de sabiduría poca falta hacen los sistemas vanos, y el inmenso índice de las opiniones que propaga sucesivamente la vanidad. Las disputas, las sectas, los sofismas, las adivinaciones científicas que llenaban el ámbito de la grande Atenas, añadían a esta ciudad una pompa y ornato admirable que llamaba a sí la atención de las demás gentes, sencillamente embelesadas con aquellos sutiles y oscuros razonamientos de los filósofos: pero los fundamentos de su legislación y los institutos de la felicidad pública mucho antes se establecieron en ella, que el saber se redujese a sostener pertinazmente las opiniones de cuatro o seis meditadores, que lograron séquito porque nacieron en la infancia de este cuerpo, en parte fantástico, que se llama Filosofía. Antes hubo en Atenas varones justos que ideas platónicas; antes virtudes civiles que elementos peripatéticos, antes las verdades útiles y constantes de la sabiduría que intermundios epicúreos o números pitagóricos. Las ficciones nacen ordinariamente después que se ha agotado el descubrimiento de las verdades, y una nación, en poseyendo éstas, debe reputar aquéllas como una superfluidad mental que adorna, pero no sirve.

Casi toda la Europa está hoy hirviendo en una especie de furor, por querer cada nación levantar y engrandecer su mérito literario sobre las demás que se le disputan. Se escriben Memorias; se amontonan y hacinan Bibliotecas; se desentierran antiguos monumentos; se hacen paralelos que el amor de la patria inclina siempre a favor de la que dio nacimiento al Apologista. Los sistemas, que eran antes una posesión de las ciencias abstractas, han pasado a las historias de la literatura; y se insertan en ellas novelas muy enlazadas, no de otra suerte que enlazó Leibniz su optimismo con las cuestiones de la bondad de Dios y de la libertad... Trabajos laudables, dignos, provechosos: porque al fin se ponen a la vista los progresos de los mejores siglos, y la emulación produce desengaños útiles, y despierta y hace abrir los ojos a los que se encaminan por la áspera senda del saber. Pero en verdad ¿se ha determinado hasta ahora a punto fijo en qué consiste el verdadero mérito literario? ¿Será la literatura de una nación superior a la de otra, porque en aquella abunde más que en ésta el número de los sistemas vanos, de los sofismas y de las opiniones inaveriguables? Ni la inmensidad de las bibliotecas que puede presentar cada nación es un argumento irreplicable de su superioridad literaria. Cuarenta o cincuenta libros que ha perdonado a la antigüedad la barbarie de los siglos medios disputan hoy la gloria a los muchos millones de tomos que pueden oponerla Alemania, Italia, Francia e Inglaterra. Es menester confesarlo: solos Juan Luis Vives y Francisco Bacon de Beruliano han conocido en el mundo el mérito intrínseco, el valor real de la sabiduría, y solos ellos eran capaces de desempeñar dignamente el aprecio de la de cada nación. Yo sé que no se hubieran deslumbrado ni con la máquina de los torbellinos, ni con los enlaces de los átomos, ni con la vitalidad de las mónadas, ni aun tal vez con las famosas leyes de la gravitación. Venerando la eminencia de talentos tan singulares que acertaron a sujetar el orbe al arbitrio de su imaginación e ingenio, mirarían sus invenciones como nacidas para poner en olvido a las de los antiguos, y que serán sucesivamente ofuscadas y oscurecidas por la industria de los venideros. En las mismas ciencias prácticas tratarían con desdén, o despreciarían cuanto se alejase de su fin, y de lo que en ellas puede saberse con evidencia y verdad. En la balanza de su juicio pesarían poco o nada el mecanismo en la medicina, el escolasticismo en la teología, la opinión común en la jurisprudencia... Nada de cuanto oliese a sistema arbitrario lograría aprecio en su estimación para aumentar el valor científico de un pueblo o gente. Las artes mismas inventadas para el recreo y entretenimiento las medirían por las reglas de la verdad y de la utilidad; estrecharían el saber a estos seguros límites, e introduciéndose en la íntima conexión de las ciencias con la constitución de la vida racional, declararían finalmente por sabias y cultas a aquellas naciones que no ignorasen ninguna de las verdades útiles, y reputarían entre ellas por más aventajadas a las que de cualquier modo hubiesen enseñado al resto de los hombres mayor número de esta especie de verdades.

Infelizmente hemos nacido en una edad, que dándose a sí misma el magnífico título de filosófica, apenas conoce la rectitud en los modos de pensar y juzgar. Vivimos en el siglo de los oráculos. La audaz y vana verbosidad de una tropa de sofistas ultramontanos, que han introducido el nuevo y cómodo arte de hablar de todo por su capricho, de tal suerte ha ganado la inclinación del servil rebaño de los escritores comunes, que apenas se ven ya sino infelices remedadores de aquella despótica resolución con que poco, doctos en lo íntimo de las ciencias hablaron de todas antojadizamente los Rousseaus, los Voltaires y los Helvecios. La oportuna erudición, y el conocimiento debido de las doctrinas que ha trasladado al nosotros la antigüedad industriosamente descubridora, o se desprecian, o se gustan en sucintos e infieles diccionarios, donde dislocadas, si no trastornadas las noticias, se pierden y rompen las conexiones de los sistemas. En cada libro hallamos un oráculo: en cada escritor un censor inexorable de los hombres, de las opiniones, de las costumbres, de las naciones, de los estados, del universo. Tal es lo que hoy se llama Filosofía: imperios, leyes, estatutos, religiones, ritos, dogmas, doctrinas, usos, estilos que la dignidad o la santidad ofrecen como venerables, y como destinados al ejercicio o a la consagración, son atropellados inicuamente en las sofísticas declamaciones de una turba, a quien con descrédito de lo respetable del nombre se aplica el de filósofos y se debiera en el mismo sentido con que a los charlatanes dio Pitágoras en otro tiempo el de sofistas. Nada sirve, nada vale en la consideración de dictadores tan graves y profundos, sino lo que se acomoda con sus repúblicas imaginarias, con sus mundos vanos, y con el antojo de sus delirios. No hay gobierno sabio, si ellos no le establecen; política útil, si ellos no la dictan; república feliz, si ellos no la dirigen; religión santa y verdadera, si ellos, que son los maestros de la vanidad, no la fundan y determinan. Ellos, a quienes nosotros desde el asilo de la razón los vemos perdidos y como vagantes en una región oscura y tenebrosa palpando sombras y tropezando entre las tinieblas, son con todo eso, si los creemos, los dispensadores de la luz; espíritus intrépidos, nacidos para el desengaño de los mortales, para el esparcimiento de la verdad... Dignos, cierto, de ser compadecidos, si limitándose al solo y gracioso misterio de delirar, no juntasen la malignidad al delirio, y a la ignorancia las atrevidas artes de la impostura.

No se crea declamación o sátira de español ardiente y acalorado, según el estilo vulgar, contra los extranjeros ésta que no es sino una demostración del origen de las calumnias con que nos denigran. ¿Qué nación hay hoy sobre cuya constitución, sobre cuyo saber se dispute más, se dude más, se calumnie más, se falte más a la razón, a la verdad, a la justicia, al decoro? A nadie hemos provocado, y furiosamente nos acometen cuantos del lado de allá de los Alpes y Pirineos constituyen la sabiduría en la maledicencia. Hombres que apenas han saludado nuestros anales; que jamás han visto uno de nuestros libros, que ignoran el estado de nuestras escuelas, que carecen del conocimiento de nuestro idioma, precisados a hablar de las cosas de España por la coincidencia con los asuntos sobre que escriben, en vez de acudir a tomar en las fuentes la instrucción debida para hablar con acierto y propiedad, echan mano, por más cómoda, de la ficción; y tejen a costa de la triste Península novelas y fábulas tan absurdas como pudieran nuestros antiguos escritores de caballerías. Este es el genio del siglo. La verdad de los hechos pide largas y menudas averiguaciones que no se compadecen bien con los que sujetan el saber a la vanagloria. Cuatro donaires, seis sentencias pronunciadas como en la trípode, una declamación salpicada de epigramas en prosa. cierto estilo metafísico sembrado de voces alusivas a la Filosofía con que quieren ostentarse filósofos los que tal vez no saben de ella sino aquel lenguaje impropio y afectado, se creen suficientes para que puedan compensar la ignorancia y el ningún estudio. Así lo hizo Voltaire, y así lo debe hacer la turba imitatriz. Aquél escribió una fábula de todo el mundo en su Ensayo sobre la historia universal; y sus doctos secuaces deben de haber tomado a su cargo dividir el mapa general y escribir en particular fábulas de cada provincia. Los franceses las forjan de los italianos, y éstos de los franceses: pero al tratar de España, olvidada la recíproca desestimación, se unen entre sí, y se abalanzan a ella, no de otro modo que los jactanciosos jefes de la moderna incredulidad, combatiéndose, motejándose, y viviendo en continua guerra unos con otros por la discordia en las opiniones y por la ambición de la primacía, se unen sólo cuando se trata de impugnar la verdad en la más santa y más magnífica de todas las religiones.

España ha sido docta en todas edades. ¿Y qué, habrá dejado de serlo en alguna porque con los nombres de sus naturales no puede aumentarse el catálogo de los célebres soñadores? No hemos tenido en los efectos un Cartesio, no un Newton: démoslo de barato: pero hemos tenido justísimos legisladores y excelentes filósofos prácticos, que han preferido el inefable gusto de trabajar en beneficio de la humanidad a la ociosa ocupación de edificar mundos imaginarios en la soledad y silencio de un gabinete. No ha salido de nuestra Península el optimismo, no la armonía preestablecida, no la ciega e invencible fatalidad, no ninguno de aquellos ruidosos sistemas ya morales, ya metafísicos, con que ingenios más audaces que sólidos han querido convertir en sofistas, porque ellos lo son, todos los hombres, y trocar en otro el semblante del universo; pero han salido varones de un juicio suficiente para conocer y destruir la vanidad de las opiniones arbitrarias, suministrando en su lugar a las gentes las doctrinas útiles, y señalando las sendas rectas del saber según las necesidades de la flaca y débil mortalidad. Si el mérito de las ciencias se ha de medir por la posesión de mayor número de fábulas, España opondrá sin gran dificultad duplicado número de novelas urbanas a todas las filosóficas de que hacen ostentación Grecia, Francia e Inglaterra. Y no se atribuya a donaire o jovialidad este que parecerá extraño y poco regular parangón. Las ficciones que van fundadas en la verosimilitud, sin otra norma, objeto o fin que el de pintar al mundo o al hombre en ciertas situaciones y circunstancias, que aun cuando no se hayan verificado pudieran bien verificarse, no se autorizan por la materia. Para mí entre el Quijote de Cervantes, y el Mundo de Descartes, o el Optimismo de Leibniz no hay más diferencia, que la de reconocer en la novela del español infinitamente mayor mérito que en las fábulas filosóficas del francés y del alemán; Porque siendo todas ficciones diversas sólo por la materia, la cual no constituye el mérito en las fábulas, en el Quijote logró el mundo el desengaño de muchas preocupaciones que mantenía con perjuicio suyo; pero las fábulas filosóficas han sido siempre el escándala de la razón. Acrecientan y añaden peso al número de los engaños; el capricho coherente y bien enlazado toma en ellas la máscara de la verdad, y hace pasar por dogmas de la experiencia las que son conjeturas de la fantasía-, tal vez pervierten las ideas más comunes y recibidas, y por la ambición de aparecer con singularidad desnudan al hombre de su mismo ser, trasladándole a regiones, imperios y estados imaginarios, dignos sólo de habitarse por quien los funda; suscitan parcialidades, cuyos partidarios, sacrificando al vergonzoso ministerio de propugnar ficciones ajenas aquel talento émulo de la divinidad que se les concedió para levantarse por sí al descubrimiento y contemplación de las verdades más santas y más augustas, le envilecen y hacen esclavo de la vanidad con injuria de la dignidad eminente de su naturaleza. En suma los sistemas de la filosofía, fábulas tan dañosas a los adelantamientos de las ciencias como las antiguas sibaríticas a la pureza de las costumbres, ninguna otra utilidad dan de sí sino la de admirar la extraordinaria habilidad de algunos hombres para ordenar naturalezas y universos inútiles, y aquellas apariencias admirables con que hacen pasar por interpretaciones de las obras de Dios las que son en el fondo adivinaciones tan poco seguras como las de los Arúspices o Agoreros.

Estemos pues en la confianza de que las acriminaciones con que nos maltrata la precipitada malignidad de algunas plumas extranjeras, no proceden de nuestra ignorancia, sino de la suya; no de la escasez de nuestros progresos científicos, sino de las ideas poco fieles, o más bien falsas, que tiene de las ciencias el vulgo de los que las tratan, y en especial los que sin tratarlas hablan de ellas con magisterio. Señal es, cuando acertamos a defendernos, que no ignoramos la sustancia de los capítulos sobre que nos condenan. La Lógica no es entre nosotros un cúmulo de observaciones vulgares entretejidas con retazos de todas las artes, y por eso gritan que lo ignoramos. No entendemos por Física el arte de sujetar la naturaleza al capricho, en vez del raciocinio a la naturaleza, y por eso claman que no la conocemos. Razonamos, no fingimos, en la Metafísica, y califican por ignorancia lo que es con propiedad no dar entrada al error. La Moral, la divina ciencia del hombre, la doctrina de su orden, de su fin, de su felicidad, la que une a la más noble de las criaturas con su próvido y liberal Criador, no ha sido entre nosotros todavía contaminada con aquellas legislaciones absurdas que hacen al hombre o brutal, o impío, o ridículo, y atribuyen a barbarie la prudencia de no querer hacernos bestiales, impíos o ridículos. En vano proponemos los nombres de nuestros grandes teólogos; la ciencia de la religión no es de este siglo, y precisamente ha de pasar por bárbara aquella nación en que se ha consumido más tiempo, más atención, y más papel en hablar de Dios y de sus inefables fines. Hemos tenido grandes juristas, sapientísimos legisladores, eminentes intérpretes de la razón civil, pero entre ellos ninguno ha escrito el espíritu de las leyes en epigramas, ni ha destruido en las penas el apoyo de la seguridad pública, ni se ha resuelto a perder el tiempo y el trabajo en fundar repúblicas impracticables; se han contentado con mejorar los establecimientos de aquella en que vivían: consiguientemente todos deben pasar por bárbaros y rudos. Nuestros médicos, curando sin el mecanismo, sin la fibra motriz, sin aquellas suposiciones vanas que adivinan, no deducen las ocasiones y causas de las dolencias, y ateniéndose sólo a la experiencia -y observación, ¿cómo han de satisfacer la severidad infalible de nuestros jueces? Ni según son sus juicios se debe esperar mayor benignidad en las artes. Nuestra lengua no permite versos en prosa, ni nuestros poetas saben helarlos con una afectación filosófica, fría e insípida, incompatible con las agitaciones del ímpetu divino: y ved aquí que, con nuevo e inaudito modo de juzgar, no son buenos nuestros poetas porque lo son realmente. Llamarían desaliño en nuestros historiadores a lo que es sencilla y escrupulosa atención a la verdad. Hinchazón apellidan la majestuosa sonoridad de nuestro idioma, imperceptible a los extranjeros que no la hablan como hablaba Cicerón la de Atenas... ¿Para qué me canso? Dan nombre de ignorancia a la juiciosa precaución de no acomodarnos a las ideas poco justas que ellos tienen del saber: y porque en nuestra Península se hace poco aprecio de la arrogante ostentación, y se desestima la peligrosa libertad de escudriñar los arcanos del Hacedor más de lo que es debido, y de hablar de todo insolentemente, debemos sin remisión sufrir la nota de poco cultos.

Y he aquí uno de los principales fundamentos en que apoyan sus acusaciones los que después del extravagante Voltaire no saben pensar sino lo que él escribió. En España no se piensa: la libertad de pensar es desconocida en aquella Península: el español para leer y pensar necesita la licencia de un fraile... Pero, ¿qué es lo que no se piensa en España, sofistas malignos, ignorantes de los mismos principios de la filosofía que tanto os jactáis profesar? Es verdad: los españoles no pensamos en muchas cosas; pero señaladlas, nombradlas específicamente, y daréis con ellas un ejemplo de nuestra solidez y vuestra ligereza. No se piensa en España: así es: no se piensa en derribar las aras que la humana necesidad, guiada por una infalible revelación, ha levantado al Arbitro del universo: no se piensa en conturbar el sosiego de la paz pública, combatiendo con sofismas indecorosos las creencias en cuya esperanza y verdad sobrellevan los hombres las miserias de esta calamitosa vida: no se piensa en arrancar del corazón humano los naturales sentimientos de la virtud, ni en apagar las secretas acusaciones que despedazan el interior de los delincuentes; no se piensa en elogiar las culpables inclinaciones de que ya por sí se deja llevar voluntariamente la fragilidad de nuestra naturaleza. En nada de esto se piensa en España; ni los que la habitan tienen por ocupación digna de sus reflexiones investigar defensivos al vicio, a la impiedad y a la sedición. ¿Y querrán decir todavía nuestros acusadores que es bárbara la constitución de nuestro Gobierno porque nos asegura de los tropiezos que trae consigo la licenciosa y desenfrenada libertad de pervertir los establecimientos más autorizados, y las ideas que ha aprobado por verdaderas el general consentimiento de todas las gentes? Si en la república civil se prohíben santísimamente las acciones que desbaratan el nudo de la seguridad pública, en cuya base se afirma y mantiene la sociedad, menos desordenada que si los hombres viviesen rey cada uno y soberano de si mismo, -¿por qué en la república literaria no se prohibirán con igual calificación las doctrinasen que mezclada la avilantez con el sacrilegio, y con el magisterio vano la ambición de pervertirlo todo, se atropellan los principios más sagrados de la religión y de la sociedad? Será delito en el homicida despojar de la vida a su semejante; ¿y no será delincuente el sofista por enseñar que en la acción del homicidio no hay maldad por naturaleza? Subirá al cadalso el sacrílego que usurpó al templo los vasos consagrados al ministerio del culto; ¿y le será lícito al falso filósofo declamar contra la santidad de los ritos, y erigirse en acusador de la religión que establece la paz y la virtud en la tierra? Será condenado a la rueda el rebelde, el comunero, el que se levanta contra la Autoridad. suprema; ¿y se -permitirá pacíficamente al insolente literato que esparza las semillas de la rebelión, trate de tiranos a los depositarios de la justicia, y acuerde a los súbditos los miserables derechos de aquella libertad, que si permaneciese convertiría el mundo en un teatro horrible de violencias, de guerras, de usurpaciones y de maldades, que harían gemir a la naturaleza misma? ¿Qué privilegios dan las letras al hombre para que pueda persuadir y enseñar en los libros aquellas acciones que ejecutadas se castigan con el dogal o con la cuchilla? Cedamos, cedamos en buena hora a nuestros acriminadores el infame mérito de esta libertad misera e inicua, en que el abuso de la racionalidad, convertido a la adulación de la malicia, da autoridad al vicio, y se hace defensor de las abominaciones. Pensemos siempre en la verdad y virtud, y trátennos en hora buena de rudos los que prefieren a la verdad el sofisma, y a la virtud los medios de justificar las acciones viciosas. Seamos bárbaros como Sócrates, y dejémosles la gloria de emular la sabiduría de los jactanciosos sofistas que le desacreditaban. Menos importa nuestro descrédito para con ellos que nuestra corrupción: vale más ser sabios con sobriedad que caer por demasiada sabiduría en errores de que se avergonzaría la misma insensatez.

Ni debemos tampoco sonrojarnos de confesar que se nos prohíbe la lectura de aquellos libros, que sin que se les prohíba dejan de leer los hombres que desean conservar incorrupta la pureza de sus costumbres. ¿Qué, acaso la sabiduría está reducida a un pequeño número de obras menudas, en cuyas líneas nada se aprende, sino lo que no se debe aprender? ¿Perderán su excelencia nuestras bibliotecas porque no comparezcan en ellas un Rousseau, que solicitó inutilizar la razón, reduciendo al estado de bestia al que nació para hombre, un Helvetius, que colocó en la obscena sensualidad los incitamentos del heroísmo, y extrañó la virtud de entre los mortales; un Baile, patrono y orador de cuanto se ha delirado con título de filosofía; un Voltaire, gran maestro de sofistería y malignidad, que vivió sin patria, murió sin religión, y se ignora en todo que creyó o dejó de creer? ¿Quién jamás ha echado menos los falsos razonamientos y vanos caprichos para ser sabio, sino los que buscan la vanidad en la sabiduría, y aman pensar de cualquier modo, con tal que no piensen como los demás hombres? Yo sé que serían menos en algunas. naciones las hogueras de libros encendidas por el ejecutor de la justicia pública, si la constitución de ellas ahogase en su origen la temeridad de las plumas desenfrenadas. Acá la legislación nos obliga no sólo a obrar, sino a pensar bien, y por eso rara o ninguna vez se ven ejecutadas semejantes penas contra los libros: en otras partes ni la imposición de las penas basta para refrenar la audacia de los escritores. Vemos en nuestros estantes, no sin aquel encogimiento que inspira la contemplación de la dignidad del entendimiento humano, la serie de aquellos hombres eminentes que han sido en todos los siglos la gloria, y no el descrédito de la razón; aquellos que han procurado mejorar, no trastornar el mundo; que no han conocido en sus investigaciones otro blanco que el de la verdad, ni en sus vigilias otra ambición que la de ser útiles a sus semejantes. Leemos las especulaciones de la mente acompañadas de la rectitud de los pensamientos; y sin que en las opiniones de conjetura peligren los fundamentos de la verdad, de la justicia o de la religión, exentos de errores peligrosos logramos una ciencia útil en la mayor parte, y en la que no lo es, segura a lo menos de consecuencias perjudiciales. Equivocan pues vergonzosamente la libertad con el desenfreno los que forman a nuestro Gobierno un odioso capítulo porque no nos permite ser delirantes, ni confundir con el verdadero saber la perversidad de la reflexión. Su filosofía habituada a maldecir de todo, no se halla en estado de considerar que la legislación más perfecta es, no la que impone penas a los delitos, sino la que dispone medios para que no los haya. Castigar a un rebelde, a un impío, a un disoluto es cosa fácil; precaver la rebelión, la impiedad, la disolución es no sólo obra de una prudencia civil perspicacísima, sino la suma de todas las legislaciones, y el distintivo más excelente de las que van Más ajustadas con los principios de la felicidad. No deja de ser libre el que no puede robar; ni aquél a quien se le vedan los libros sofísticos o disolutos deja de ser libre tampoco. ¿Llamaré yo absurda o tiránica a la legislación que me prohíba el uso de los tóxicos, o me quejaré de ella porque no consienta hacerse frenéticos a los ciudadanos?

Una historia de nuestra literatura, en que se pusiesen a la vista, no listas áridas de escritores, sino los progresos del entendimiento humano en España en cuanto concierne al ejercicio de las operaciones mentales, demostraría con el carácter científico de los españoles injustamente desacreditado en unos libros modernos de Italia, la solidez de sus adelantamientos; los objetos siempre útiles de su aplicación; su indiferencia por todo lo que es capricho y vano saber; su inclinación a aplicar las especulaciones al uso, y no a filosofar en materias estériles, sin servir de otra cosa a los hombres que de embeleso o admiración vana; su severidad en Juzgar sagacidad en descubrir; parsimonia y continencia admirable en no dejarse llevar inconsideradamente de las novedades que traen sólo la novedad por recomendación. Europa se vería precisada a reconocer y agradecerla beneficios tanto más estimables, cuanto en el cambio o trueque de los descubrimientos España resultaría deudora a las demás gentes de algunas invenciones más agradables que útiles; pero éstas a ella de muchos auxilios que hacen o menos peligrosos o más tolerables los achaques de la humanidad contemplada de todos modos. ¡Ojalá fuese tanta mi suficiencia cuantos son mis deseos de que este grande objeto se desempeñe con la debida extensión y dignidad, pagando a la patria el tributo de un testimonio tan ilustre de su cultura, y demostrando al mismo tiempo la gran verdad de que ni la pompa o esplendor con que se tratan ciertas ciencias, ni la multiplicidad de los raciocinios, ni el furor de filosofar en todo, bastan para tener a una nación por verdaderamente sabia, o para despojar a otra del mérito de la doctrina porque filosofe sin pompa, o no filosofe en todo livianamente! Nunca tal vez llegaría a mejor tiempo este desengaño; en que fastidiada ya la razón y empalagada con la infinita muchedumbre y variedad de los sujetos que la ocupan, parece que se dispone a desechar las superfluidades, y da como muestras de quererse reducir a no saber en las ciencias sino aquello en que pueda y deba ser sabia. ¿Qué empresa más ilustre en este caso que la historia de nuestro saber, cuya exposición sería, no ya una seca relación de nuestros méritos literarios, sino otro código de instauración ni desemejante, ni menos oportuno que el del célebre Canciller de Inglaterra? Porque no todo lo que propuso este gran varón se apoyó en experiencias y ejemplos prácticos que asegurasen la utilidad de sus documentos; ni aunque se celebren, se leen o practican, sucediéndole lo que a los grandes generales, cuyas victorias duran en la celebridad de los hombres; pero ninguno de los que después viven se toma el trabajo de averiguar y seguir sus estilos en la formación y disciplina de los ejércitos.

La curiosidad humana, saliendo con lentitud al principio de las prisiones de la rudeza, estimulada por la necesidad, después que socorrió las congojas de ésta, y proveyó al hombre de los auxilios que necesitaba para su cómoda conservación, partió rápidamente a introducirse en los países de la conjetura, y yendo en busca de la verdad, extraviada siguió sólo las sombras e imágenes de ella. No hay duda, debieron los mortales al penetrante vigor de su entendimiento la seguridad, la conveniencia, el bien, que contemplado de infinitos modos, y mirado por innumerables semblantes, a fuerza de raciocinios ha venido a ser el efecto de una muchedumbre de combinaciones, fatales pero durables testigos a un tiempo mismo de la grandeza del hombre y de su debilidad. Sus mismos descubrimientos le encaminaban al término de la felicidad que buscaba; y hubiera sido feliz si supiera detener los pasos a. su precipitación. Mas, ¿en qué tiempo fue el destino de esta voluble criatura contenerse en los límites de lo que necesita para su bien, y conservar las cosas en el estado conveniente a su uso? Halla los remedios, y corrompiendo en el instante el antídoto, con lo mismo que creyó hacerse feliz se hace miserable. Aumenta sus necesidades después de expeler las que le oprimían. Corre inconsiderado a un extremo huyendo de otro. Busca la línea del bien, y pasando ciego sobre ella, la pisa y deja detrás de sí. Se aparta tímido de la infelicidad, e inventa nuevas infelicidades que sufre animosamente porque son hijas de su capricho y no de la naturaleza. Convierte en ostentación el abrigo: en crápula la sazón de los alimentos: la cultura en afeminación liviana: reduce a ceremonias frívolas los vínculos de la sociedad: hace necesidad de la profusión: alaba la virtud, y sujeta la estimación al traje: castiga a un bandido, y llama héroe a un usurpador magnífico: sus acciones son una perpetua contradicción de los sentimientos que profesa en el labio; y su vida no es más que una continua repugnancia entre lo que cree y lo que practica. ¿Qué puede ser la sabiduría en un ánimo que tan desatinadamente se daña con los mismos bienes que busca para su provecho, y tiene en sí, no sé por cuál especie de fatalidad, el amargo destino de corromper aquellos medios que él mismo halla para vivir con menos congojas? De entre los horrores de la discordia salió la soberanía fundando las repúblicas y los imperios, que afirmados en los cimientos de la legislación, establecieron aquella seguridad que hoy gozamos, debida menos a nuestra voluntad, que al cuidado de la Providencia. Dividióse la atención política en diversos objetos, ya internos, ya externos, a que daba materia esta grande y universal sociedad de naciones. Varones que no tuvieron más filosofía que las inspiraciones rectas de la luz natural, introdujeron la cultura y virtud en algunas sociedades con pequeño número de leyes, cuyas prisiones fuesen seguridad, y no yugo de los que hablan de obedecerlas: modificaron diestramente las sociedades que ya hallaron formadas, y a semejanza del hábil piloto, no destruyeron la nave del Estado para construirla a su modo de nuevo, sino que dándola varios movimientos, la encaminaron por los mejores rumbos. Nació mucho después la Filosofía, y con ella el arrogante desprecio de cuanto habían pensado y establecido los que no se anticiparon a aplicarse el misterioso título de filósofos. En el instante, sin consideración a las relaciones siempre alterables que hay entre los Estados, y a lo instable y vario de los aspectos que cada uno de ellos suele tomar de siglo en siglo, se vieron nacer sistemas, no de la corrección, sino del trastorno de la comunidad, nivelando las legislaciones con la cuerda uniforme de unos principios fijos, como si fuese posible que los hombres durasen siempre en unas mismas costumbres y pensamientos. Su ambición de enseñar, disfrazada con máscara de celo, no les permitía ver que la política no es el arte de fundar repúblicas, negocio que ha estado en todos tiempos al cargo de la violencia, de la rebelión o de la casualidad, sino la prudencia en introducir y mantener la felicidad en el Estado, deduciéndola de su misma constitución, y afirmándola en sus principios fundamentales. Grave Platón, sutil Aristóteles, y tú no sé si digno de acompañarte con ellos, fastidiosamente ponderado Montesquieu, ¿a qué Estados de los que hoy existen podrán aplicarse vuestras meditaciones, de tal suerte que perpetuamente produzcan el bien a que decís que las encamináis? Una irrupción de septentrionales trueca el modo a la dominación. El zar Pedro hace hombres a los moscovitas: altéranse los intereses, por sola esta mutación, en una región inmensa dividida en diferentes dominios. Cuando llega esto a verificarse, ¿qué mérito les queda a vuestros preceptos?

Esta es la política de los filósofos, de aquellos varones graves con cuya posesión se ilustran y glorían las naciones que se llaman sabias. Y por ventura, ¿es otro su método en los demás ramos de la sabiduría? Ellos han querido introducir otras tantas religiones, cuantas Son sus sectas, como si el conocimiento y adoración de un Dios, intereses principalísimos de la vida, hubiesen de estar sujetos a las averiguaciones de una tenebrosa razón, a quien, cuando no desatina como acostumbra, el conocimiento de una menuda verdad suele costar a veces siglos enteros y combinaciones innumerables. ¿Hay acaso alguna recomendable distinción entre las deidades de los filósofos, y las que forjó la ignorancia de los idólatras, para que aquéllos hayan de ser la admiración, y éstos el oprobio de la racionalidad? Todas son sueños, todas delirios: diferéncianse en la nomenclatura, no en el valor. ¿Quién no ve la misma vanidad en el éter de los estoicos, que en el Jove de Homero? Oigo ponderar la excelencia filosófica de nuestro siglo. Téngala en buen hora por mí. Pero yo no le veo menos fecundo en caprichos. En la filosofía actual todas las religiones se enseñan, menos la que representa a Dios con mayor grandeza, y contiene en sí la moral más santa, pura y sublime que hasta ahora se ha conocido. Ni siguió otro estilo la antigüedad. Tácito fue tal vez más indulgente con el cocodrilo de los egipcios, que con el Adonai de los israelitas. ¿Será siempre el destino de la religión verdadera ser perseguida de estos que se llaman patrocinadores de la verdad? Los decantados aumentos filosóficos de nuestros días lo han sido realmente en el aumento de los númenes: no se ha entibiado aún la furia de inventar dioses y predicar cultos, con haber más de veinticuatro siglos que principió. ¿Pretenderán estos ilustres genios, y los que por la excelencia de sus doctrinas pesan el mérito literario de las naciones, que cada uno de los hombres crea y siga los dogmas de todos ellos? ¡Oh, qué religión resultaría tan magnífica y consecuente! Se burlan de los cultos establecidos, porque ven no sé qué sombras de inverosimilitud en las revelaciones; y haciéndose nuevos apóstoles de dogmas repugnantes y contradictorios, llaman hallazgos de la razón a los que son extravíos de ella; racional conocimiento de la Divinidad, a lo que es una manifiesta corrupción de aquel instinto, un tiempo puro, hoy ya oscurecido y rodeado de incertidumbre, que inspira en el hombre las primitivas ideas de religión. Substituyen al Dios de Moisés el de Espinosa: a la moral de Jesucristo, la rebelión contra la moral: buscan ejemplos en los salvajes para disminuir el crédito de los sentimientos universales de la conciencia: dan nombre de religión al no tener ninguna; porque al fin, ¿qué me aprovecha que me hablen de Dios y de obligaciones, si sus ideas en estos puntos, de cuya certidumbre pende la felicidad humana, son inciertas, vagas, oscuras, indecisas, a veces absurdas, y siempre a propósito sólo para entretener el ocio de un número de caviladores, y no para uso de la vida civil y activa? El oficio de la Filosofía debía ser, auxiliando la santidad de los ritos, desterrar de ellos la superstición; y cuando ve que los hombres son llevados al culto por una irresistible inclinación de su naturaleza, examinar, no cuáles religiones son más acomodadas a las diferencias de los climas y Estados, sino cuál es entre todas más acomodada a las leyes de la racionalidad, más digna del hombre y del Dios que debe adorarse, más conforme a aquel orden a que están destinadas las criaturas que gozan de razón. ¿Desmerecería algo el esplendor, porque persuadiesen a los hombres, que pues no saben vivir sin culto, adopten el más puro entre los que existen? Pero la Filosofía ha siglos que está destinada a llevar por un mismo término a la verdad que al error. ¿Y deberá España sonrojarse por carecer de este linaje de ciencia?

Pero ¡oh, que no poseemos grandes filósofos naturales! ¡Que nuestra lengua y observación no ostentan aquel portentoso número de volúmenes, en que tienen las regiones del Sena y del Támesis, como en sagrado depósito, descifrados los misterios de la madre Naturaleza! ¡Que nos vemos forzados a sellar el labio, y bajar los ojos cuando nos echan en cara nuestro descuido en este gallardo ramo de la Filosofía, con tanta utilidad cultivado en toda la Europa...! ¿Con tanta utilidad? No nos deslumbremos. Sapientísimos naturalistas, intérpretes fieles de las obras del Ente infinito: una hermosísima claridad baña el gabinete donde ahora estoy escribiendo, que me hace distinguir los objetos que me rodean. ¿Qué viene a ser este fenómeno? Esa claridad es la luz. Bellamente: sé que se llama luz la claridad; pero ¿de dónde proceden ésta y aquélla? La luz es el fuego... pero ¿qué es el fuego? La luz es la materia etérea: pero ¿qué viene a ser esa materia? La luz es un cuerpo sutilísimo y rapidísimo; pero ¿de dónde le vienen la sutileza y rapidez? La luz es una materia luminosa... Ya lo he oído; pero esa luminosidad, ese esplendor, esa facultad de hacer visibles los cuerpos, ¿qué es, de dónde le nace, con qué impulso obra...? Ciertamente no faltará aquí alguna cualidad oculta, algún elemento sutil, o algún movimiento del éter; pero entretanto yo me quedo sin saber qué es la luz.

La ciencia humana en la mayor parte no es más que una tienda de apariencias, donde la espléndida exterioridad de los géneros engaña a la vista, y da visos de gran valor a unas materias fútiles en sí y caducas. Este engaño, que es común en mucha parte de lo que el hombre procura descubrir con el raciocinio, es como peculiar y casi inevitable en los descubrimientos de la Física. ¿Qué saben todavía los filósofos del íntimo artificio de la Naturaleza, después de veinticuatro siglos de observaciones? Exageramos nuestras ventajas en estas materias sobre la antigüedad; y como si fuera culpa errar en lo que no se puede saber, pagamos ingratamente a las naciones que trasladaron a nosotros todas las artes útiles a la vida, porque no pusieron la atracción entre los principios físicos. Pero. tal procedimiento es injusto y presuntuoso. En los seres que componen el mundo visible jamás alcanzaremos más que lo que en ellos se pueda numerar y medir. Los principios constitutivos que dan origen a las acciones de la Naturaleza, se esconden obstinadamente en el pozo de Demócrito; y los razonamientos que se hagan sobre ellos, nunca serán sino adivinaciones agradables, propias para dar pasto de siglo en siglo a la curiosidad humana, más solícita en conjeturar lo impenetrable, que en deducir lo que se facilita al conocimiento. Redúzcanse a cuerpo las que son realmente verdades en la Física, y vea la vanidad de algunas naciones si tiene motivo justo para desdeñarse del comercio con la antigüedad, y para tratar de ignorante a España porque no se ha inclinado a ignorar con ostentación. No crea precipitadamente ninguno dé mis españoles que en su Península, aunque no tan rica en depósitos de experimentos, se sabe menos Física que en Francia o Inglaterra. No se deje deslumbrar con los ásperos cálculos e intrincadas demostraciones geométricas, con que, astuto el entendimiento, disimula el engaño con los disfraces de la verdad. El uso de las Matemáticas es la Alquimia en la Física, que da apariencias de oto a lo que no lo es. También acá sabemos el arte de forzar los elementos a que obren, y juntar el cálculo a la observación. También sabe España desmenuzar los cuerpos, examinar sus partes, medir sus períodos, y seguir el callado curso de la Naturaleza en el admirable artificio de sus efectos y transmutaciones. Pero no por eso cree que su ciencia física pase mucho más allá de la superficie de las cosas; ni entiende que de las causas físicas puedan saberse más, que las qué son efecto de otras causas que negó la comprensión del hombre el Dios que le crió, más para que obedeciese sus decretos, que para que escudriñase sus designios. Las leyes del movimiento no me explican qué es movimiento. Mido las alternativas del tiempo en las estaciones, y no sé qué es esta alternación. Calculo el giro de los astros, y me es impenetrable la causa por qué giran. Observo que el aire es grave, que el agua es grave, y no comprendo la esencia de la gravedad. ¿Y quién logrará jamás desentrañar aquellos principios activos que dan fundamento a la constante acción y círculo de la Naturaleza; qué fuerza hace crecer al árbol, sentir al bruto, obrar los seres con peculiarísima distinción sin confundir sus operaciones ni aun entre sus mismas especies; seguir cada ente una leyes singularísimas en su existencia, duración y trasmutaciones; misterios que no entran en la jurisdicción de la mecánica, o geometría, y son, con todo eso, los muelles ocultos que producen aquel concierto y correspondencia de obras en esta grande y siempre incomprensible máquina del universo? Vuelvo a repetirlo. Sin tanto esplendor ignoramos acá lo que en otros países con grande pompa y aparato: que si en la ciencia física, como en las demás, no debe contarse por parte científica lo opinable, lo incierto, lo hipotético, lo que porfiadamente se niega a la inteligencia; ignorar esto de propósito, o resolverse a no desperdiciar el vigor del juicio en averiguar cosas que ni se permiten a la comprensión, ni pueden producir utilidad conocida, no tanto es aborrecer la ciencia, como desestimar sus superfluidades. Sabe Física la nación que sabe las verdades de ella: y la justa sobriedad en abstenerse de lo inaveriguable, será sólo delito entre los que llamen ciencia a la conjetura, y estimen la profusión hasta en el desperdicio del entendimiento.

Mas, qué: ¿España no ha sido jamás superflua en su sabiduría?, ¿se ha contenido siempre dentro de los límites de lo útil y verdadero?, ¿se hallan sólo depositadas en los volúmenes de sus escritores las materias que auxilian o perfeccionan al necesitado mortal? Su inclinación a sutilizar y su tenaz apego al Escolasticismo, ¿no tienen desacreditados sus métodos y libros en toda Europa? ¿Qué utilidad puede ofrecer en sí la literatura de una nación en que hasta los poetas hacen profesión de metafísicos, y los filósofos componen un espeso ejército de escolásticos, disputadores frívolos, en cuyas obras, como en una sentina científica yacen estancadas la sofistería, la incultura, y la vanidad...? No imitaremos la jactancia de muchos de nuestros convecinos. No todo lo que se sabe en España es útil, sólido, bello, recomendable. ¿Y dónde está la nación, que haciendo profesión de sabia, ha sabido reducir su aplicación a las márgenes de la verdad deleitable o deleite útil? El achaque de la superfluidad ha acompañado a las ciencias desde su misma cuna: con él han trasmigrado a las regiones que sucesivamente han ido adoptándolas; y con él permanecerán hasta la consumación de los tiempos, si ya por un milagro de la Omnipotencia no viste el hombre distinto ser, o se resuelve a ser verdaderamente hombre. Engañáronse en sus descubrimientos los primeros maestros de las doctrinas, y fundando las ciencias, tuvieron la desgracia de enviárnoslas en la mayor parte inútiles. Alteradas las formas y objetos del saber en diversos siglos, han podido variar el aspecto a la sabiduría, pero no destruir el vicio que contrajo en la primitiva institución. La pomposa Grecia apenas vio en sus escuelas sino caprichos expuestos con admirable orden y enérgica majestad de palabras. Imitóla el romano, que mulo tan temible de las cosas grandes, como en las menudas, después de subyugar a Atenas, quiso también usurparla las bachillerías de sus filósofos. ¿Qué daños no produce un vicio cuando se propaga?, porque pervirtiéndose cada vez más en el proceso de su propagación, daña hasta las mismas partes sanas por donde se dilata, y absolutamente destruye cuanto entra debajo de su dominio.

Una nueva dominación levantada en Asia por un torpe e ignorante impostor, pero que tuvo la suerte de tropezar con gentes todavía más torpes e ignorantes, después de un siglo de enemistad con las ciencias, las busca al fin entre las reliquias del caduco ya y vacilante Imperio de Constantino. El favor de Almamón, Augusto de los Califas, ofrecido a los estudiosos y a los estudios con pródiga y desembarazada munificencia, sea por inclinación, o porque desease desviarse en todo de la feroz política de los Ommiadas, atrajo a la Corte de aquel Príncipe pequeño número de doctos griegos, que pasaron a hacer estimable entre bárbaros el saber que yacía abatido ya en las regiones, donde en tiempos más florecientes había sido perfeccionado. Dedicáronse algunos a hacer árabes los libros de Grecia: aventuráronse otros a tratar en árabe las materias originalmente: introdújose la Cala o arte de la disputa, abusando ya con extremada prolijidad de la Dialéctica, u órgano de las controversias de los antiguos peripatéticos. El gusto a las ciencias se hizo general; pero los frutos que venían ya maleados en parte desde la Grecia, trasplantados a un terreno inculto, árido, sin preparación, degeneraron enteramente, y lo que fue ciencia, se convirtió en sofistería verbosa y semibárbara. Perdió la Filosofía los antiguos ornamentos que la hermoseaban, y conservó sólo los defectos de sus opiniones, debates e incertidumbres. Ninguna cosa más espléndida, más bella, más agradable que la Filosofía de los griegos hasta en sus delirios: ninguna más torpe, más fea, más inelegante que la de los árabes, cuya natural incultura unida al ansia de curiosear, produjo un saber menos culto, que imitado por quienes, en vez de mejorarle, le acabaron de pervertir, ha tenido después largos tiempos oprimidos los vuelos del entendimiento, y perdido el buen gusto y la elegancia de las doctrinas en el escabroso laberinto de las disputas.

Tres siglos había que el orbe sabio no entendía apenas en otros estudios, que en los que habían nacido del establecimiento del Cristianismo, cuando cayendo sobre España, a principios del octavo, un espeso ejército de mahometanos, sus caudillos, acompañados de algunos doctos en la ciencia árabe, vinieron a establecer en ella con el nuevo imperio el gusto e índole de sus doctrinas. Habían ya pasado los amenos días de los Sénecas, Lucanos, Porcios, Marciales, Columelas; y había sucedido la religiosa austeridad de los Concilios y arduas interpretaciones de la voz de Dios, en que ocupada la atención de los grandes varones de aquellos tiempos, quedaron como abandonadas las artes filosóficas, y las de humanidad casi pervertidas con la mezcla de la barbarie goda. Las letras profanas, consideradas como inútiles si no se hacían servir a la Teología, vistieron una especie de traje religioso, que al mismo tiempo que las consagró, las encogió primero, y después las olvidó de lo que habían sido. Nada era útil, nada digno del entendimiento, si no se aplicaba a la confirmación o explicación de los dogmas y de la moral. Fijado en Europa el imperio de los septentrionales, dando el último golpe a la dominación romana, extendió también a su lengua la desolación; y corrompiéndola, arruinó del todo la elocuencia latina, y con ella la ingenuidad y esplendor de las artes. Poesía, Oratoria, Matemáticas, Filosofía, y las que pendiendo de estas juntan la obediencia de la mano al mando y preceptos de la mente, todas, o perecieron en la mayor parte, o adulteradas con extrañas formas y aditamentos, se acomodaron a los estilos de una gente, que las usaba sin conocerlas. Tal era el decadente estado de la literatura en Europa, cuando levantadas ya en el siglo XI escuelas célebres en España por los Árabes que la dominaban, excitada con ellas la emulación de Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, sus sabios y maestros corren ansiosamente, parte a España, parte a la Arabia misma, a adquirir los métodos y materias de que carecían: y ve aquí en este momento establecido el imperio del Estagirita, asegurado primeramente en París, y de allí propagado a las demás naciones, sin que España adhiriese a la tiranía hasta muchos años después que gozaba ya de la autoridad de oráculo casi universalmente.

Era el saber de los árabes en aquellos tiempos una selva confusa, en que con estrechez íntima andaban unidas la sofistería, la superstición, la incultura y la utilidad. Elegancia, método, exactitud eran primores que jamás conoció, ni buscaba la pluma del sarraceno. Adelantaron notablemente la Astronomía, haciéndola servir para vanísimas predicciones. Debiéles la Medicina admirables aumentos al tiempo mismo que la afeaba con especulaciones imaginarias y monstruosos sistemas. Con nueva y feliz maestría aplicaron la Química al auxilio de las dolencias, y la llenaron también de enigmas, portentos, y credulidades que animaba la execrable hambre del oro. Metiéronse en las profundidades de la Filosofía, y convirtiéndola a apoyar las abominaciones del fanático Mahomet, crearon una Teología filosófica, en que los sofismas y pensamientos fantásticos componían el principal caudal, siendo preciso inventar absurdos para confirmar una religión absurda. Tomaron de la docta Grecia la general noticia de las doctrinas, e interpretando perversamente sus escritores, corrompieron aquello mismo que les sirvió de norma. Tenían poetas, y no tenían poesía-. Quisieron ser elocuentes, y fueron hinchados. Lograron grandes artistas, y jamás supieron producir un modelo. Abundancia en fin rústica, y bosque de desigual feracidad, donde con natural rudeza crecían a la par árboles útiles e inútiles, la saludable yerba y el venenoso arbusto. Tal género de ciencia era a la verdad poco apetecible en lo general; pero valía más sin duda que el letargo en que universalmente dormían entonces las letras en las restantes provincias de Europa. La España árabe era el emporio de cuantos deseaban aprender las artes, que, o dejó imperfectas la antigüedad, o arruinó la bárbara constitución de los tiempos. De allí salió el conocimiento de las Matemáticas, de allí la Astronomía, de allí la Medicina, de allí la Botánica, de allí la Química, de allí el principalísimo fundamento y elementos primeros de estas ciencias naturales tan célebre hoy, y cultivadas, no sé si con tan buen suceso como vehemencia. Si la sofistería, si la incultura eran visibles en las disciplinas árabes, era grande también su eficacia en adelantar los estudios útiles. Memorables testimonios quedan de su fervor e infatigable aplicación a la contemplación y averiguación de la Naturaleza; y es indubitable que si la elegancia de hoy debe su restauración a la literatura griega; sin las tareas de los sarracenos, las ciencias naturales no hubieran dado en estos últimos siglos tantos pasos hacia su perfección.

Ojalá la ardiente propensión de Europa en aquellos siglos a copiar y esparcir la literatura árabe, acertara a discernir en ella el abuso de la utilidad, lo superfluo de lo conveniente, lo racional de lo sofístico y caviloso. Tal vez fueran hoy mayores los progresos de esta razón, de este don inmortal tan poco apreciable en el uso de los que le poseen. ¿Y quien diría que la piedad, el inocente estudio de los decretos de Dios, había de embarazar al recto uso de la sabiduría, por la inevitable corrupción que reciben las cosas más puras en manos del hombre? Pues no hay duda: la permanente inclinación a los estudios sagrados, principal ocupación en aquellos tiempos de los pocos sabios del Cristianismo; si bien inculpable considerada en sí, dio empero ocasión para que, despreciadas por éstos las doctrinas útiles de los árabes, y tomando de ellos las sutilezas vanas con que habían estragado las materias de la Filosofía griega, o se introdujese, o se aumentase en la religión el fatal abuso de las cavilaciones, y se adoptase por ciencia única la cansada habilidad de durar en altercaciones eternamente pertinaces. De la antigüedad, ni se tenía, ni se lograba más noticia que la escasa y poco fiel, que comunicaban las traducciones árabes, textos únicos que se leían en las escuelas. Desterrada así del todo la culta erudición, que lucía lánguidamente en corto número de libros que produjeron los siglos VII y VIII, prevaleció sólo la gloria del que con mayor tejido de abstracciones aéreas y caprichosas rebatía las ajenas doctrinas. Averroes introducido sin diligencia suya en el imperio de la Filosofía, suministró sistemas nunca oídos, que se fundaron sobre sus malas interpretaciones de la de Aristóteles. El espíritu de altercación dio entrada a las sectas, y empeñada cada una en delirar a cual más podía, entendiendo mal las mismas malas explicaciones del Comentador, crearon nuevas naturalezas, nuevos seres, nuevas artes, nuevos dogmas, que adjudicaron liberalmente al infeliz filósofo de Estagira, y eran partos, o más bien abortos de una discordia, menos docta que desenfrenada. París era el gran teatro de las disputas, y el centro de donde se derramaba la barbarie a los demás países. Su escuela era menos un gimnasio de literatura, que una palestra o circo de gladiadores. Disputábase por el partido, no por la verdad; y este furor hizo de la mayor escuela que entonces conocía el orbe cristiano un puesto común, donde con vehementísimo hervor se propugnaban errores y absurdos, que saliendo de la Dialéctica, se introducían en la religión, y la contaminaban. Dilatóse el contagio a las demás ciencias, y no hubo una que no se hiciese bárbaramente escolástica. Establécese en Italia el estudio de la Jurisprudencia por el hallazgo de las Pandectas Florentinas, e interpretando aquellos primeros jurisconsultos italianos a los más elegantes de la antigua Roma, forman un nuevo Derecho desaliñado, escabroso, rudo, disputador, que subyugó con mayor poder que el fuego y el hierro a todas las legislaciones de Europa, haciéndose obedecer los antojos de unos hombres que ni aun conocían lo que interpretaban. Tocóle igual suerte a la Medicina. Era ésta en la mayor parte griega entre los sarracenos. Habíanla aumentado, y aun mejorado con observaciones y experimentos propios, hallando nuevos medicamentos, y sustituyendo otros más saludables a algunos de los antiguos. El Coliget de Averroes, adoptado por texto en las escuelas médicas, era un excelente manual, en que con orden y método harto feliz, se enseñaban los elementos del arte poco enmarañados de especulaciones filosóficas. Si la ignorancia de las costumbres, lengua, estilos y artes de Roma produjo un Derecho indigesto, inculto y antojadizo: la aplicación de la filosofía pseudo-peripatética a la teórica de las dolencias produjo una Medicina escolástica en que, menos los modos de curar, todo se averiguaba. Cargáronse los textos árabes con impertinentes y enormes comentarios, que los adulteraron y extraviaron su utilidad entre un confuso amontonamiento de cuestiones frívolas.

¿Qué no sufrieron todas las ciencias, todas las artes en aquellos siglos de horror, de oscuridad, de cavilaciones? La majestad y gracia de la elocuencia, ahuyentada por un idioma latino-bárbaro, moría ahogada entre las lamentables ruinas de la esclava Grecia y abatida Roma. Las Musas, forzadas a acomodarse a una cadencia servil, y al áspero dialecto que engendró la repugnante mezcla de idiomas poco conformes entre si, no tanto cantaban, como martilleaban en la formación de los versos: y la elegancia y la energía, ¿qué lugar habían de tener en un lenguaje corrupto, o que se iba formando de la corrupción de otros? La ignorancia dio igual autoridad a todos los escritores, y desdichadamente la lograron menor los más sabios, los que menos servían para alimentar el fuego de la contradicción y disputa. Las escuelas componían un mundo imaginario, donde las cosas eran muy diversas de lo que son en el que vivimos. Los Doctores Resolutísimos, Irrefragables, Sutiles, siendo ciudadanos, nada entendían de la política o gobierno de las ciudades; siendo racionales nada se cuidaban de las leyes de la racionalidad; siendo hombres nada averiguaban sobre sus relaciones con los demás hombres: la admirable fábrica de sus cuerpos les servía más de peso que de objeto de indagaciones útiles, su cosmografía era metafísica, su geografía metafísica, los elementos, planetas, círculos, el tiempo, los períodos, la variada constancia de los movimientos de la universal madre Naturaleza en los seres que rige, acomodados a la vana metafísica de cada secta, con ser tan vasta materia en sí, daban sólo alguna vez breve asidero para ligeras escaramuzas, que dejaban bien presto libre el campo a la ventilación de las abstracciones y marañas dialécticas. Desterráronse la observación y la experiencia, como opuestas al fomento de las altercaciones. El orbe sabio se hizo disputador, y para disputar fue preciso hacerlo todo dudoso, incierto, inaveriguable. Siglos igualmente fieros y turbulentos en las campañas que en los estudios: en que ni el descubrimiento de la verdad, ni la defensa de los derechos legítimos, animaban las cuestiones o los combates, atenta sólo la ferocidad a satisfacer la ambición humana con triunfos de sangre o de sofistería.

Difícilmente podrán persuadirse los Massones, Tirahoschis y Bettinelis que fue España en aquellos siglos tenebrosos la que mantuvo el verdadero uso de las ciencias. Raro es hoy el historiador que no hace profesión de filósofo: raro también el que no tuerce la filosofía a sus devaneos, o lo que es lo mismo al sistema que le inspiran ya el interés, ya la preocupación. Las protestas de no desviarse de la verdad, de mantener el ánimo exento de las persuasiones del odio, del amor, del partido, se leen con expresiones magníficas en los exordios de las narraciones; pero el éxito da bien presto a entender que la filosofía de hoy no es desemejante a la de todos los siglos en obrar al revés de lo que profesa. Ocupada España por los mahometanos se vio en la necesidad de sustentar una guerra intestina, tanto más vehemente, cuanto la inflamaban más el odio recíproco de las religiones, la repugnancia de las costumbres, y la insoportable gravedad del yugo. El furor de la enemistad encendido principalmente por el horror con que el cristiano español miraba los ritos del supersticioso musulmán, trasladó el horror mismo a la filosofía árabe, viéndola aplicada al apoyo del execrable entonces, y ahora ridículo Alcorán; y esta fue sin duda la causa de que España de las ciencias árabes adoptase sólo las que, sin mezclarse en la religión, ilustraban el entendimiento, o socorrían la vida. No sucedió así en el resto de Europa: Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, abrazando fervorosísimamente el abuso del Escolasticismo poco o nada necesario para confirmar una religión que lleva en sí misma los caracteres de la verdad, ardían en disputas escolásticas: levantábanse en sus escuelas sectas y facciones escandalosas que trascendían a las constituciones fundamentales de los Estados, y los turbaban: afanábanse sus Doctores en ganar sobrenombres sonoros a costa de gran número de fatigas, cuando menos superfluas: la agobiada España entretanto, combatiendo con sus tiranos por la recuperación del perdido Imperio, al mismo tiempo que pugnaba por arrojarlos, sacaba de sus enemigos la utilidad que podían dar de sí, a saber el conocimiento de las Matemáticas, de la Astronomía, de la Medicina. Ciertamente: no salió de España en aquellos tiempos ningún Doctor Irrefragable: no ningún jefe de Realistas, no ninguno de Nominalistas. No fue ella el teatro en donde se representaron las llorosas escenas de los Roscelinos, Almericos, Porretanos, Dinantos, Abelardos: ni el clima influidor de las sutilezas influyó entonces en ninguno de sus sabios los errores de aquellos hombres, fundados en sutilezas y juegos de palabras tal vez de ninguna significación, y en la verdad poco a propósito para explicar misterios inexplicables, y dogmas revelados por Dios más para ejercitar la reverente fe, que para dar materia a cuestiones indisolubles... Historiadores sistemáticos, en quienes la casualidad del nacimiento puede más que el amor de la razón y justicia: vosotros que hacéis a España madre de las cavilaciones, y terca patrocinadora del Escolasticismo: si hubo demérito en los abusos de éste, si fue barbarie su establecimiento y propagación; id, buscad su origen en las regiones mismas que os han dado patria: París, Bolonia, Oxford, Padua, Ferrara, Nápoles»le engendraron y alimentaron: franceses, italianos, alemanes, ingleses fueron los grandes promovedores del falso Peripato; los fundadores de estas sutilezas tan abominadas en vuestros libros; los inventores de un Derecho romano que nunca conoció Roma, y antes bien nació como para pervertir sus leyes, y destruir su elegancia y cultura; los que con adiciones impertinentes y de ningún uso corrompieron la Medicina árabe, desacreditándola sin culpa suya en la posteridad. En aquellos pueblos se labró, y de ellos se difundió la amarga confección que tuvo aletargado el vigor del entendimiento en el largo espacio de más de cuatro siglos. A la mitad del XIII empezó España a divisar en sus estudios, por la comunicación con Bolonia y Paris, las primeras vislumbres del Escolasticismo. Sin él, Alonso IX, Monarca de esta edad, fue sabio, y sabio de mayores y mejores conocimientos que los batalladores de las escuelas. Por no haber sido Escolástico restableció la Astronomía en Europa, y también por no haberlo sido supo ser historiador, poeta, filósofo experimental, y sobre todo prudentísimo legislador, que entresacando de la Jurisprudencia Irneriana lo conveniente y más provechoso; y valiéndose de sus grandes luces y propia experiencia en los asuntos políticos, logró dar a sus súbditos leyes, cuales ni todo el escuadrón de los escolásticos de la primera época, contemporáneos suyos, ni la edad posterior con toda la pompa de su filosofía, han sabido darlas, ni más sabias, ni más justas, ni más completas, ni más metódicas.

Ni podía ser de otro modo. Los moros de España cultivaron las ciencias naturales y matemáticas con notabilísima preferencia a las metafísicas y teológicas. Carecían de ellas los cristianos indígenas, y las necesitaban. La inmediación y la esclavitud facilitaron la comunicación, y la necesidad suavizó el horror de tratar con gentes de la religión distinta. Los templos cristianos enmedio de la supersticiosa dominación conservaban aún el gusto a las ciencias sagradas, sin decaer mucho de la gravedad y decoro con que las habían tratado, y hecho como revivir Isidoro, Fulgencio, Leandro, Juliano, Tajón, y la demás tropa de varones piadosos que sustentaron el crédito de las letras debajo de la servidumbre goda. Pero la paz que floreció entonces dichosamente en el seno de la Iglesia de España aseguré la verdad del dogma sin ventilarle, y ocasionó con esto, que no habiendo motivo para emplearse en escritos polémicos, los prelados y, eclesiásticos, que eran los sabios en aquella edad, redujesen sus tareas literarias, o a ilustrar ambas Historias civil y eclesiástica, o a explicar la moral y dogmas de la religión, o a entender los libros árabes para adquirir sus ciencias. Hecho común en la nación el idioma sabio, se abrió el conducto para que las doctrinas se hiciesen igualmente comunes. Y si bien la religión y la política separaban los ánimos de los españoles, cristianos y musulmanes; pero el saber indiferente pudo adaptarse, sin peligro, a la utilidad de todos: y en efecto, mientras las Universidades de afuera trabajaban con vehementísimo ahínco en perturbar el uso de la racionalidad y producir enormes depósitos de sutilezas vanas o incomprensibles; España, libre del contagio del Escolasticismo, daba de sí entre los sarracenos habilísimos médicos, astrónomos, geómetras, algebristas, químicos, poetas, historiadores; entre los cristianos hombres que competían en estas artes con sus tiranos, y uniendo a ellas el estudio de la religión, tratado con el decoro antiguo, hacían de su nación la región única donde las ciencias eran lo que debían. Las primeras Cátedras con que se señaló la Universidad de Salamanca, erigida a mediados del siglo-XIII, fueron las de Lógica, Retórica, Aritmética, Geometría, Astronomía, y Música, artes todas que no se fomentaron ciertamente para formar grandes escolásticos.

Si algunos hablan nacido en la región del Ebro; en Bolonia, en París enseñaban los enmarañados métodos que aprendieron en estas mismas escuelas. Nada se disputaba en España. Su Teología era sólo la explicación del dogma y la tradición, afirmada en los divinos oráculos de la Escritura, y expuesta con desembarazada sencillez por los Santos Prelados a quienes el Hombre Dios, sin título de Sutiles o Irrefragables, confirió la autoridad de interpretar sus misterios, y mantener la estabilidad invariable de la creencia. La ciencia legal, apenas gustada en los fastidiosos Comentarios de los Juriconsultos disputadores, se aplicaba en la lengua propia a la legislación, no ya sólo por el inmortal Alionso, sino por el conquistador Jaime, verificándose existir en España dos sabios legisladores contemporáneos, puntualmente en los mismos días en que los Azonianos sujetaban a sus voluntarias decisiones la administración pública del resto de Europa. ¿Qué más? Nacían en España los tratados de la sólida Medicina, y como si al otro lado de los montes dominase (y dominaba en efecto) un contagio corrompedor, no bien vencían los Alpes o Pirineos, ya comparecían desfigurados, pervertidos entre groseras interpretaciones, que por desgracia se hacían más lugar que los textos mismos. En resolución, de lo bueno y malo que contenía la literatura árabe, los cristianos de España tomaron lo bueno y útil, y conservaron el decoro de las disciplinas que aquella no conocía: los mismos árabes españoles cultivaron entre las ciencias con vehemente predilección las Naturales y Matemáticas, desperdiciando bien pocas tareas en las puramente Metafísicas. Los extranjeros tomando lo malo del saber árabe, pervirtiéndolo más y más con sus adiciones y explicaciones, abandonando el estudio de la experiencia y verdad, y entregándose con furioso despecho a las disputas y combates sofísticos, inundaron de vanidades la religión y filosofía. Ni la más mínima parte tuvieron los españoles en esta corrupción, mienta cuanto quiera la mal informada precipitación de sus enemigos. Tuviéronla sí en los conatos de mejorar el fundamento de los males; en procurar la reducción de la Dialéctica a su uso legitimo para restituir al buen camino a los que con tanta soberbia como falsedad se intitulaban filósofos. Español fue el que desenredando el arte lógica de la confusa maraña de las impertinencias escolásticas, y contrayéndola en pequeña suma (que por lo mismo llamó Súmula) facilitó su breve adquisición, e intentó el primero hacer guerra por la raíz a las sutilezas. Español fue también el que viendo frustrado el juicioso trabajo de su patricio, y aun corrompido por el perverso frenesí de los comentadores, restauró el mismo trabajo y desvelo, mostrando prácticamente que el fin de la Dialéctica no debía ser el de entretener cuestiones de ninguna utilidad ni significación, sino el de llevar como por la mano al entendimiento para que sin extravíos halle la verdad en las ciencias. Si se malograron estas empresas, quedando hasta su memoria hundida en poco gloriosa oscuridad, no fue ciertamente entre los españoles, que las animaban convencidos de la necesidad de una reforma fundamental: malográronlas los obstinados Doctores de las escuelas extranjeras, que inflexibles en mantener las discordias en su miserable Dialecticismo, no parece sino que se desvelaban en convertir en escorias el oro puro que caía en sus manos, más infelices en esto, o tal vez más culpables que el fabuloso Midas.

España se hizo escolástica mucho tiempo después que toda Europa era escolástica. Adoptó enteramente aquel método con tanto ardor y escándalo sostenido en las Universidades, cuando vio que para conservar íntegra la unidad de la religión, era ya indispensable necesidad derrotar con la Teología escolástica a los que confundiendo los abusos de ésta con los fundamentos de la religión, con pretexto de desterrar el Escolasticismo, destruían el dogma, y desunían la Iglesia. Mas ¿de qué modo se adoptó en España? Mejorándole; convirtiéndole de profesión semibárbara en ciencia elegante, sólida, reducida a principios ciertos e invariables. Clamen cuanto gusten contra los escolásticos los que sin ser filósofos solicitan adquirir este nombre con la insolencia, o los que conociendo con imparcialidad el demérito de aquellos en muchas cosas, los culpan y acriminan: lo que tiene de malo el Escolasticismo no lo adquirió en España; lo que tiene de bueno aquí lo adquirió. Españoles fueron los que le purgaron, los que a la profundidad, o llámese sutileza de sus raciocinios, aplicaron las galas del buen gusto y amena literatura: y ni Italia, ni Francia, ni Alemania, ni Inglaterra negarán jamás justamente que entre nuestros grandes escolásticos y los suyos hay la misma diferencia entre los doctos del siglo XVI y los del XII. En éste todo fue rudeza, todo oscuridad; en aquél todo elegancia, todo luces: y habiendo florecido en él nuestros grandes nombres, Victoria, Cano, Báñez, Soto, Castro, Suárez, Valencia, Maldonado, y el restante escuadrón de varones doctísimos, escolásticos todos, pero escolásticos que entendieron y usaron de las humanidades y cultura de las lenguas y bellas letras con tanta maestría y acierto, como los que en otros países han colocado su gloria en sólo profesarlas; la malignidad misma habrá de confesar que uno de estos vale por muchos Okamos y Halesios: y España jamás trocará al sólo escolástico Cano, no ya por todos los Iluminados e Irrefragables de la edad pasada, pero ni tal vez por ninguno de estos ponderados fabricadores de mundos de la presente, que con titulo de filósofos han dado algún aumento a las Matemáticas, pero han tratado la Filosofía, si con más orden y pulidez, no con menos voluntariedad que aquellos a quienes reprenden. La utilidad y la solidez son los polos de la sabiduría: y si cuando un Cartesio me forja un orbe imaginario de ningún uso para los hombres, un Cano los enseña a fortalecerse en la adoración del Ente supremo, confirma la certeza de sus promesas, establece en principios invencibles la ciencia de la Divinidad; y disipa y destruye las dudas que la malicia humana introduce en los mismos arcanos de Dios para aligerarse del yugo de las obligaciones que le debe: sea en hora buena grande hombre Cartesio cuanto quiera entre sus patricios; pero, yo no preferiré el estudio de un mundo fabuloso a la seguridad de mi entendimiento en la adoración que debo estar al Criador y árbitro de mi ser: ni la arbitraria y fútil fábrica de los torbellinos podrá jamás compararse dignamente con el mérito de perfeccionar el estudio de la religión. Esta es la primera y más urgente obligación del hombre: aquella es ocupación de que sin gran daño puede carecer el uso de la racionalidad y de la vida. El que me confirma en las voluntades de mi hacedor, me demuestra la necesidad de su revelación para adorarle digna y decorosamente, y ordena los fundamentos en que se apoya esta revelación misma: ese es el verdadero grande hombre para mí, porque es el que verdaderamente sirve y aprovecha a los hombres. Las admirables pruebas de ingenio en cosas estériles y ningún uso, alábense si se quiere; pero alábense según su valor. Conserve en buena hora Atenas el nombre de Demócrito, gran sistemático y no más: pero levante y consagre las estatuas a Sócrates, que sin sistemas enseñó el arte de ser buenos a sus ciudadanos, y sin ostentación echó los cimientos a la divina ciencia de las virtudes.

Conozco bien el siglo en que vivo. ¿Pero acaso la posteridad hará gala de la precipitación en sus juicios, y juzgará tan al aire como la presente tropa de filosofadores, que confundiendo tiempos y cosas, miden a los elegantes y sólidos escolásticos por la 1 misma línea que a la infacunda y vana turba de realistas y nominalistas? Reprueban la escuela, porque han oído que aconteció su primer origen en siglos bárbaros. Reprueban también por esa nueva regla de Lógica todas las célebres invenciones, debidas primero a la mecánica, y alguna vez casual ocupación de hombre rudos, y perfeccionadas después por la industria de mejores entendimientos. No apruebo los abusos del Escolasticismo; ni en cuanto a Filosofía hago ni haré jamás profesión de, otros dogmas, que de los que me inspiren la demostración y recta experiencia: mas no sin indignación veo que el inconsiderado odio contra el nombre perjudica al saber de España, temerariamente culpada de escolástica por los que no saben que atendidos los tiempos, y aun la naturaleza misma de las cosas, puede haber grande y sobresaliente mérito en la profesión de la escuela. Confieso sin dificultad, que para unas gentes que consideren la religión y moral como objetos de indiferencia; que gusten de razonar de todo por los principios de su corrupción o antojo; elogiar el lujo, y reírse de la virtud; franquear las puertas al desorden, y maldecir de la autoridad de los tronos; llamarse filósofos, y obrar y pensar como sibaritas; confieso, digo, que para tales sabios será con razón gravísimo demérito haber consumido grandes fatigas y meditaciones en confirmar y explicar las austeras verdades del Evangelio; en demostrar a los hombres la seguridad de una religión que los guía a la paz, a la beneficencia, al amor recíproco; y en sostener este único y alto instrumento de la felicidad humana, como sagrada áncora a que se acojan cuando quieran resolverse a obrar según las leyes y constitución de su ser. El fantástico Celso, pegado, cual siervo adscripticio, a las imaginaciones de su caprichosa filosofía, ¿cómo ha de estimar las tareas de quien le vaya a predicar un nuevo sistema, cuyo primer consejo es el ejercicio de una moral santísima, y el primer dogma la creencia en un Dios no formado por el capricho? Perdónesele por mí, en gracia de la ridícula vanidad filosófica, la temeridad de preferir sus sofismas a unas verdades, en cuya observancia no hay peligro alguno, y puede haberle grandísimo en no observarlas y recibirlas. Sea su ley, pues él lo quiere, el desenfreno de su razón. Pero que Celso, porque tiene forjada en su imaginación una idea peculiar de las- ciencias opuesta a aquellas verdades, haya de tratar con desprecio el profundo y extenso saber de los varones doctísimos que se aplican a confirmarlas, es un delirio, es una fanática ceguedad, que se niega voluntariamente a reconocer el mérito de lo que le repugna. Tenemos magnífica opinión de las ciencias de nuestros días, porque las tratamos con pompa magnífica; pero el imperio de la ignorancia no ha cedido todavía, ni muchas, ni extensas provincias, a las invasiones del entendimiento. Pequeño número de verdades, sujetas a evidente demostración, consuelan a los hombres juiciosos de la vasta multitud de ficciones y conjeturas, que nos agobian sin asegurarnos. No hay ciencia, aun en la presente ilustración, cuya mayor parte no conste de dudas y controversias, que formando innumerables volúmenes, dejan el entendimiento, poco menos, en las mismas tinieblas que tocaba ahora veinte siglos. Pasarán muchos antes que el hombre se fije en lo que segura y universalmente debe aprender y saber. ¿Qué extraño pues que aun en el recto y sólido escolástico se tropiecen sombras y tinieblas en muchos puntos, si el desengaño que. trae consigo la tácita frialdad con que hace mirar el tiempo las invenciones más ponderadas y recibidas, va ya haciendo desconfiar hasta de los dogmas del más que físico, geómetra Newton; y a pesar de los infatigables esfuerzos de tantos hombres inmortales de nuestros tiempos para dilatar los dominios de la verdad, nos vemos inundados de sectas, sistemas y opiniones, con tan precipitada abundancia, que jamás se han escrito, ni mayores, ni más excesivos delirios, resucitados los envejecidos y ya olvidados, y acumulados sobre ellos cuantos sueñan diariamente la vanidad, el antojo y la irreligión?

Me atrevo a afirmarlo, sin recelar la vergonzosa contingencia de desdecirme: la maligna ignorancia de un Masson que cree que nada debe Europa a los españoles, no hallará en verdad que le es deudora de mundos imaginarios, ni de invenciones efímeras que destruye el futuro día, durando sólo sus memorias como para testimonio y escarmiento de la ambiciosa curiosidad del hombre. Pero puestos en la balanza de la razón los descubrimientos, si se deben estimar más los más provechosos; España, sin dejar de hacer singular aprecio de las laboriosas y útiles invenciones de las demás gentes, no cede a ninguna el valor de las suyas, y en algunas muy importantes obtiene indubitablemente la preferencia. Si Masson quiere tener sólo por cultas a aquellas naciones en que se haga particular mérito de las ficciones sistemáticas; a aquellas en que las investigaciones del entendimiento sirvan en la mayor parte para embelesarnos, no mejorarnos o socorrernos: a aquellas en que la administración pública corra a cuenta del ciudadano imperito, empleándose en tanto los filósofos en formar estados y legislaciones fútiles, imposibles de reducirse a la ejecución: a aquellas, en fin, en que, puesto que haya mayor número de libros, sistemas, opiniones, bullicio y hervor ardientísimo en el cultivo y fomento de algunas ciencias, no por eso se logre mejor legislación, mejores costumbres, juicio más recto, virtudes más desinteresadas, constitución más feliz para lo general del cuerpo político: si coloca, vuelvo a decir, la cultura de una nación en sola esta actividad infecunda, y tareas que nada interesan al orden y felicidad de la vida; España no aparecerá, cierto, del todo inculta, que también ha sabido engendrar célebres soñadores, siquiera para que por ellos la tengan en alguna consideración los países que prefieran la gloria de un sistema vano a la formación de un código legislativo. Pero aunque menos fértil en este linaje de cultura, cuando ha convertido en todos tiempos su saber a la utilidad común, y sea por alguna inclinación que obra desconocida, o por la concurrencia de circunstancias que lo han dispuesto as!, cada grande progreso suyo en las ciencias y artes ha sido un evidente beneficio en favor de los hombres; despreciando tranquilamente las hazañerías de la ignorancia, fía a los doctos imparciales la decisión de si es o no acreedora al titulo de sabia una nación, que funda el mérito de su sabiduría en el aprovechamiento que ha recibido de ella el género humano. Una nación, cuya náutica y arte militar ha dado a Europa, en vez de un soñado y árido mundo cartesiano, un mundo real y efectivo, manantial perenne de riquezas; en vez de razonamientos voluntarios sobre las leyes, los mejores legisladores de los actuales estados políticos; en lugar de sofistas impíos, juiciosísimos mantenedores de la única religión que enseña a ser justos; y en vez de vanidades científicas, los reformadores y restauradores de las ciencias. Sabia es, sin duda, la nación, que con menos superfluidad ha acertado a tratar las materias de mayor importancia: sabia, y no con pequeño mérito, la que en medio de una continuación de invasiones violentas, sujeción sucesiva y nunca interrumpida a fenicios, cartagineses, romanos, septentrionales, sarracenos; guerras varias, atroces, civiles, intestinas: frecuentes levantamientos de Estados; usurpaciones de provincias por la envidia política; dominaciones a veces tiránicas, a veces lánguidas y nada activas, a veces trastornadoras de su utilidad e intereses mismos; ha podido hacerse gloriosa en el universo, no menos que por sus conquistas, por su saber.

Esto es lo que voy a demostrar circunstanciadamente en el restante discurso de esta Apología. Quizá la rigidez con que se ha hablado en ella hasta aquí del lujo científico, habrá hecho creer a algún Masson, que se defiende lo meramente útil en las ciencias, porque España no ha sabido sobresalir en lo redundante o de puro recreo. Cuando fuese as!, no tendríamos de que arrepentirnos. Pues dicen que estamos en el siglo de la Filosofía, permítaseme filosofar un poco con alguna novedad en esta materia: y dispóngase la malignidad extranjera a ver renovadas en la Península Escolástica las miras de Vives, y Bacán, que servirán como. de presupuestos para juzgar del mérito de la literatura de España. Si hasta aquí he mostrado la injusticia de las acriminaciones generales con que pretenden desacreditarnos, acordaré en lo siguiente algunos beneficios notables, que debe Europa a las vigilias de nuestros doctos. No es Biblioteca esta oración: no es tampoco Historia. El trabajo que en este género de escritos han empleado ya españoles de mayor suficiencia, me excusa legítimamente de la fácil ocupación de mal copiar sus métodos v asuntos. Verá Europa algo de lo que debe a España verá también cotejándolo imparcialmente con lo que cada nación ha contribuido al beneficio universal, que si un español aspira a defender el crédito literario de su patria contra los atrevimientos de la maledicencia, no tanto busca el mérito de una gloria vana, cuanto la enseñanza de aquellos mismos que la ofenden. Porque es indubitable, que si algunos de nuestros buenos escritores fueran leídos por los que hoy hacen profesión de oraculizar, su moderación sería más visible, sus desengaños más provechosos, menos confiada su erudición, y más juiciosa su razón en el tratamiento de la sabiduría.



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