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Parte segunda


Contemplemos al hombre saliendo de las manos de la Naturaleza, y entrando por grados sucesivos en las necesidades a que le expone la fragilidad de su mismo ser. Vese dueño por una parte de una potencia inteligente, que le hace mirar Pon desdén la sujeción a su porción grosera y material; y halla por otra, que esta misma porción le obliga a acomodarse a las urgencias de la vida, proporcionando su espíritu a lo que piden de necesidad las leyes de su conservación y existencia. En esta correspondencia y servicio recíproco de la materia hacia la racionalidad, de ésta hacia la materia, estriba el ser del hombre; y en la recta práctica de estas leyes se funda principalmente el cumplimiento del orden que constituye la peculiar naturaleza del animal dotado de razón. Creer que el hombre es un ente vago, lúbrico, acomodable a cualquier constitución, falto de orden y reglas fijas que encaminen el ejercicio de sus acciones, es querer que la sofistería se burle desvergonzadamente de los mismos bienes que nos ha concedido próvido el Criador para utilidad y perfección nuestra. Sin orden no hay perfección: sin leyes no hay orden; y el hombre sin leyes sería la criatura más despreciable del universo.

Las varias relaciones que le rodean y llaman a sí desde el mismo punto que empieza a despertar en él la racionalidad, le hacen ir ajustando su entendimiento, no sólo a las consideraciones de lo que se debe a sí, pero también a la reflexión de lo que debe a otros: y es esto de tal suerte necesario en su ser, que del conato en la observancia de estas obligaciones han procedido el culto y la política, inclinaciones, no invenciones del entendimiento. Nació el hombre entregado al peligro de decaer en su naturaleza racional; y la precisión de mantenerla en su legítima constitución le inspiró los instrumentos de que debía valerse. Nació criatura sociable; mas rotos los vínculos de la sociedad por las discordias que encendió la destructora llama del interés, hubo de buscar auxilios eficaces, que mitigando el fuego, restableciesen la seguridad en la comunicación. Nació atado a un cuerpo frágil, corruptible: y siendo innumerables las ocasiones que le rinden a las dolorosas miserias de la humanidad, penetró sagaz los tesoros de la Naturaleza, e investigó en ellos socorros saludables, que, o bien las ahuyentasen, o redujesen a menor y más suave período. Tales son las primitivas y más precisas operaciones del hombre: sus potencias todas, tanto las que residen en el principio intelectual, como las brutales que sirven para la conservación de la parte corpórea, emplean aquí sus conatos como en su propio oficio. Existe el hombre como tal, cuando ejercita sus facultades para mantener el orden de su ser. Bien pueden hacerle glorioso descubrimientos arduos que no se dirijan a este fin. Mas si por ellos descuida o altera el cultivo de los objetos a que nació, será sin duda racionalísimo, pero su racionalidad será sólo un precioso y exquisito instrumento neciamente desperdiciado en producir obras de ningún precio.

Si el hombre fuera sólo lo que es su ánimo, como pretendieron persuadir algunas sectas de la Filosofía antigua, en vano nos fatigaran las solicitudes a que nos inclina el peso del cuerpo. Hemos sido destinados a un mundo material, y la posesión de él imposiblemente se verificaría si careciésemos de materia. Los Filósofos mismos que arrancaban al hombre de su porción corpórea, siendo eficacísimos oradores de las virtudes, no reflexionaban que es el cuerpo la ocasión de que se ejerciten. La frugalidad, liberalidad, magnificencia, caridad, fortaleza, el pudor, la justicia misma, serían voces de ninguna significación, o por mejor decir, nada serían sobre la haz de la tierra, si los hombres hubieran de vivir con el puro ánimo, y colocar en sólo él las obras y ocupaciones de su existir. La Providencia, aunque liberalísima, no es pródiga de sus dádivas. Cada ente logra de su mano los dones que necesita para componer el orden de su naturaleza. Sin cuerpo el racional no sería este ente que se llama hombre; y pues el Criador dispuso que fuese tal ente, y le creó para que como tal llenase todas las leyes de su orden, su racionalidad no debe desamparar al cuerpo mientras asista en él; debe dirigirle, debe encaminar sus inclinaciones para que hagan la jornada de la vida, según las intenciones del que la concedió.

La contemplación de las cosas divinas, decían los platónicos de la última Academia, constituye la esencia del ser humano. Inconsideradamente. El ser humano es todo lo que constituye al hombre. No sólo ha nacido éste para contemplar lo que debe a su Criador (aunque es su ley primera); ha nacido también para ejercitar los oficios de su orden respecto de sí, respecto de sus semejantes. La Divinidad no se satisface sólo con ocupar la inteligencia humana, sirviéndola de sujeto a sus abstracciones, si los que se abstraen así no cumplen por otra parte con las leyes del orden a que fueron creadas. Tal contemplador de las cosas divinas puede haber, que sea al mismo tiempo mal juez, mal padre, mal marido, mal ciudadano, en cuyo caso con dificultad se atreverían los platónicos a sostener que está la esencia del ser humano llenamente cumplida en los procedimientos de semejante contemplador. Para aficionar a los hombres al estudio de la sabiduría no hay necesidad de enajenarlos de su naturaleza. Platón quería hacer sabios, y dando demasiado al entendimiento, no formaba hombres: disculpable con todo eso, porque creía arrancar así la raíz de donde crecen y se alimentan las inclinaciones viciosas. En el extremo contrario ha caído hoy la Filosofía. Da demasiadas riendas a las facultades brutales, y aparta al mortal igualmente de su ser por la senda opuesta. Quieren hoy formar hombres los filósofos, y nos arriman con demasía a los brutos.

Mantener el justo medio que entre estos dos extremos señala el juicio, es con propiedad enseñar sus oficios a la naturaleza humana: es distinguir la preferencia que han de lograr en su estimación unas aplicaciones respecto de otras. Considerada toda en si del modo que existe en la tierra, sus conocimientos y estudios deben ser apreciados por la mayor o menor utilidad de sus fines; como si dijésemos, por la mayor o menor conexión con los destinos de la criatura racional. Cuanto ésta medita, hace, inventa, ordena, todo lo dirige o a perfeccionarse o a socorrerse, o a recrearse: no salen de estos límites las duras y laboriosas investigaciones del entendimiento, los maravillosos efectos de la industria humana, sus innumerables invenciones, su jamás cansada actividad. Reconoce el hombre un supremo Dador y árbitro de su existencia; nota en sí la irresistible propensión a la gratitud; considera la grandeza del beneficio; conoce el poder de quien le recibe; y hela aquí empleada al instante su meditación en descubrir la voluntad de su Criador, para no extraviarse en el cumplimiento de las demostraciones que le son debidas. Observa también un orden inviolable en todas las criaturas del universo, periodos fijos, leyes seguras e inalterables; vese incluido en aquel orden universal, que resulta de las estables operaciones de cada ente: reflexiona que deben también las suyas dirigirse por norma cierta y determinada; hállase en parte semejante a los brutos, en parte superior a ellos: y hele aquí, que separando del encadenamiento universal del orbe el vigor y objeto de sus potencias intelectuales, deduce los principios de la Moral, o lo que es lo mismo, las obligaciones que le ligan como ente racional atado a un cuerpo. El instrumento del habla, y la misma inclinación de su ánimo, le indican que es criatura sociable; la recíproca comunicación forma su estado en la vida: advierte en sí este nuevo orden, subordinado al primitivo de la racionalidad; halla que la constitución de este orden secundario consiste todo en la seguridad mutua; y su entendimiento mismo sin grandes vigilias, le suministra los medios de mantener indemne la comunidad, y le inspira reglas por donde pueda asegurarse de las injurias y usurpaciones.

Si el hombre supiera obedecer los naturales impulsos de su ser, y mantenerse en la integridad que compete al orden que obtiene entre las criaturas, bastaba la brevedad y pureza de estas naciones, para conservarse en la perfección de su naturaleza. La religión, la moral ya aplicada al solo individuo, ya a los oficios recíprocos, son en el hombre lo que en los demás entes aquellas leyes peculiarísimas que determinan las acciones de cada uno. Siguiéndolas existiría sin duda en la tierra con toda aquella excelencia y dignidad que conviene a un ente que se precia de origen divino. Pero a pesar de las sofísticas argumentaciones de algunos ciegos defensores de la necesidad ciega, el ánimo del hombre es libre; voluntariamente se opone a lo que conoce que debe obrar. Y sigue lo peor porque le deleita, no porque le necesita. ¡Ay! Lamentables alteraciones produjo en la unión sociable este don divino en sí, y hecho ya por el abuso instrumento de cuantas perversidades y ridiculeces ocupan hoy al soberano de las criaturas. Degradado éste de su dignidad, adulteró los sentimientos naturalmente impresos en su mente. En vez de reconocer a un Dios cual debía, dobló las rodillas y quemó inciensos indistintamente a hombres y bestias, erigiendo aras a sus caprichos, y esforzándose en los milagros del arte para honrar a la Diosa Fiebre, o al asqueroso y abominable Priapo. La ambición y el interés, que dividieron en porciones la tierra, y engendraron las sangrientas ideas de posesión y dominio, encendieron la discordia en la sociedad, y entonces la horrenda guerra, naciendo entre la universal sedición del género humano contra sí mismo, redujo la crueldad a preceptos, y logró que los mayores y más augustos distintivos de la gloria se adjudicasen, no a la virtud benéfica, sino al pecho impío, que con mayor talento acertase a esclavizar o destruir a sus semejantes. Hízose gloriosa la usurpación; y el temor de ella inspiró el freno de las convenciones, reconcentrada la voluntad de todos en el punto de la soberanía, para que con la sujeción a la ley positiva gozase cada uno de su posesión sin peligro. Levantáronse las Monarquías y los Imperios, que reprimiendo los atrevimientos de la libertad, obligaron al hombre a ser bueno por fuerza, el cual por no querer obedecer pocas y naturales leyes, hubo de sujetarse al arbitrio de una utilidad facticia, que multiplicando las prohibiciones por los distintos objetos a que de grado en grado fue dilatándose la antes no conocida idea del bien civil, estrechó entre nuevos y artificiales vínculos las acciones humanas. Modificóse la sociedad primitiva; desapareció la igualdad; distribuyéronse los ministerios, jugando risiblemente el capricho en la diferente estimación de las clases. El sustento y las comodidades se hicieron precio de la negociación, y los dones de la Naturaleza vendibles o hereditarios. Con todo eso la malicia humana mudó de semblante, no de costumbres. La ambición y el interés turbaron el dulce y blando sosiego que prometía la comunidad natural; y la ambición y el interés turban hoy los mismos establecimientos civiles, a que dio lugar la necesidad de contener el desenfreno de aquellos vicios. Es menor el desorden, pero poco o nada ha perdido de su vigor la detestable inclinación que conjura al hombre contra el hombre.

La depravación, empero, del linaje humano sustituyó necesariamente convenciones y leyes arbitrarias a las naturales; y las tinieblas del entendimiento, que desconocía ya a la misma Deidad, requerían también ilustración alta y segura, que le restituyese al recto ejercicio de la religión, y le recordase los deberes que imprimió en él la ciudadosa mano de la Naturaleza. Lo diré sin recelo. La Legislación civil y la Religión revelada fueron los antídotos con que ocurrieron la prudencia y la Providencia a estas necesidades de la mortal angustia: y la Legislación civil y Religión revelada son ya las principales ocupaciones a que debe atender el hombre, siendo, como son, un suplemento de aquel tranquilo y puro estado de que le desposeyó su impaciente y temeraria malicia. No me amedrentan los dicterios de la impía incredulidad. Resueltamente reconozco en el Cristianismo los caracteres de una benéfica Omnipotencia, y sólo en sus documentos veo los medios de reducir al hombre a la virtud para que ha nacido. Perdida en la tierra la adoración natural, pervertidas las ideas del Criador, oscurecido el conocimiento de las virtudes, ¿en qué otra religión sino en la Cristiana, se halla la restauración de estas obligaciones, sin las cuales el hombre no tendría necesidad de ser racional? Fue singularísima atención de la Providencia comunicarse descubiertamente a los hombres, ya que inutilizaron las inspiraciones de su razón; así como fue auxilio eficacísimo a la perversidad de las costumbres el freno de la prudencia civil, dividido en las varias leyes que forman la esencia de la República. Sociedad pervertida, religión pervertida, pedían sociedad y religión, que destruyesen el vicio introducido en una y otra: y verificándose esto efectivamente en la Legislación positiva y Religión revelada, quien solicite desprenderse de tan santos vínculos, quéjese de que es criatura inteligente y capaz de ejercitar la virtud, pues sólo quien esté mal con tan inestimables dones podrá despreciar establecimientos que patrocinan la virtud, y mejoran y ennoblecen el entendimiento.

¿Y cuánta no ha sido la sagacidad de éste en fecundar y perfeccionar estos grandes socorros de sus necesidades? De la unión civil, por la diversidad de las relaciones y objetos, de una vez y casi en tropel nacieron para los intereses externos la Política, el Derecho convencional de las naciones, que hoy se llama de gentes, la Náutica, la Milicia, el Comercio: para el orden y armonía interior, el precepto, la prohibición, la pena, que aplicados a innumerables objetos y acciones, de cuyo mutuo concierto resulta la salud y utilidad común, forman el fin de la legislación, y dan materia al Derecho privado. Entonces deduciendo el entendimiento unos descubrimientos de otros, y acudiendo ansiosamente a facilitar y multiplicar los auxilios, aumentó la fertilidad a la tierra; midió los tiempos para la distribución de la vida: redujo a medida y cálculo la cantidad: aprovechó las conveniencias de brutos, plantas, metales y piedras con el cuerpo humano, para la fuga de las dolencias y conservación de la vida. La utilidad imperaba en los descubrimientos y raciocinios. Pensábase para mejorar o socorrer al hombre. Halláronse las artes de imitación, y se estimaron por la gloriosa industria de la mente, que encontró medios de emular las inimitables obras de la Naturaleza. Un diestro escultor, un pintor admirable, un eminente arquitecto, un orador magnífico, un poeta ensalzador de la Divinidad y de la virtud, dieron justificado y digno motivo para que el hombre se estimase en lo que es, considerando atónito la divina fuerza de sus potencias. Nadie se llamó filósofo en muchos siglos; y el mundo estaba ya lleno de ellos, de aquellas invenciones, que o bien ennoblecen, o socorren esta indefinible humanidad, tan digna de admiración como de lástima, y tan fecunda en prodigios como menesterosa.

Después de hallazgos tan provechosos, ¿qué falta hacían en la tierra para la humana felicidad los sistemas de Metafísica, los elementos y mundos forjados por el capricho, las artes de disputar interminablemente, las imposibles adivinaciones de la Naturaleza, la vana curiosidad de entender misterios impenetrables, la enorme multitud de opiniones que han producido el antojo y las tinieblas de la razón en lo que no necesita saber? Porque provisto el hombre de los instrumentos que le perfeccionan, y necesitando de toda su atención para aplicarlos debidamente, malgastó en vano su inteligencia, divirtiéndola a especulaciones, que ni la ilustran ni la hacen recomendable. La desgracia fue que los cuerpos científicos se formaron cuando el entendimiento se pagaba ya de las opiniones; y la propensión a fingir o señalar por causas imaginaciones voluntarias, afeó en su mismo origen la ordenación de las ciencias, mal distribuidas en parte, y en general acomodadas más al genio, índole, o natural de aquellos que las ordenaban, que a los fines a que determinadamente debían dirigirse. Introdujéronse por este abuso en las ciencias útiles los sistemas vanos, y quedaron proporcionadas más al ejercicio de las disputas, que al uso activo en su aplicación. Igual suerte tocó a las artes, cuando reduciendo a reglas sus mismas facultades el entendimiento, empleó mal los órganos de la racionalidad, haciéndolos servir para fines, o inútiles o perjudiciales. La Lógica en su primer origen fue arma, no auxilio de la razón: dividida en sectas la Filosofía, convirtió el admirable artificio de los raciocinios al patrocinio de sus vanidades, y el instrumento de hallar la verdad se aprovechó neciamente para oscurecerla. Mientras no fue arte la Poesía consagró la majestad de sus números a los elogios de la Divinidad, a las recomendaciones de la virtud, a los aplausos del heroísmo, a igualar con la inmortalidad los nombres de los que señalaban su gloria en beneficios memorables hechos al género humano: estrechada la cadencia en preceptos admitió en sí la muelle ocupación de ánimos doctamente obscenos, y estableció reglas para avivar el fuego de la incontinencia, y debelar las resistencias del pudor. Encarcelada en cortos límites la elocuencia, sus elementos se destinaron sólo al uso de las Repúblicas. La Gramática, principal instrumento de la mente, se ciñó a conjeturar y maldecir, destinados fastidiosamente sus profesores a notar sílabas y adivinar conceptos. Rara fue entre las ciencias, entre las artes, la que no compareció adulterada, y raro el siglo que no las ha distinguido con alguna superfluidad pomposa. La inclinación al lujo es connatural a la degradación que padece el hombre; y aunque para conducir sus juicios tiene en sí la norma de la razón, pocas veces se le ve posponer la redundante magnificencia a la frugalidad saludable. Infinitos han sido entre los sabios los que se han fatigado con ímprobo desvelo en aumentar o mantener la corrupción de la sabiduría: apenas llegan a seis los que conociendo y lamentando los extravíos, han tenido resolución para mostrar la vanidad, y el mal uso de la mayor parte de lo que se sabe. Es república la de las letras más indómita que la más libre de las civiles; y por lo mismo ha frustrado siempre, y frustrará los esfuerzos del celo sobrio y racional. Se esclaviza innumerables veces por su voluntad a los caprichos de un filósofo soñador; y con ridícula altanería repugna los documentos que se encaminan a mejorarla. Es oficiosísima esclava de sus tiranos; y aborrece el prudente gobierno de los que, sin denominarla, se afanan por reducirla al buen orden.

A pesar, no obstante, de tan antigua y tan obstinada ingratitud, un restaurador de las ciencias, un justo estimador de las más importantes, son ciertamente muy superiores en saber y precio a toda la turba de los caprichosos sistemáticos: y la nación que haya dado de sí más hombres de aquella calidad, es sin duda tan acreedora a ser reconocida por sabia, como las que han producido gran cantidad de superfluidades en la sabiduría. ¿Y quién, sino la ignorancia instigada por el torpe furor de la malignidad, osará negar que han nacido, que han sido educados en España la mayor parte de aquellos genios incomparables, que en todos los siglos han declamado contra las extravagancias de la razón; que han procurado restituirla al recto conocimiento de la verdad; que la han señalado sus límites, manifestando los objetos que principalmente deben interesarla, y demostrando los perversos fines a que convierte la inmortal fuerza de sus potencias? La religión es la principal ciencia del hombre; ella es la que le distingue, sin equivocación, de los irracionales: en España se han reducido a método, y han sido hechas verdaderas ciencias la natural y la revelada. La moral, unida a la religión, mantiene al hombre en la perfecta constitución de su naturaleza: ni Roma, ni Grecia misma poseen un Séneca, el padre, el grande orador de la virtud. La unión política adoptada para moderar el desorden de la natural, aplicó el mayor precio entre las ciencias, después del culto, a la legislación, por ser ya el más firme fundamento de la felicidad humana: el Derecho de Roma, hecho común en toda Europa, aun después de la destrucción de su Imperio, fue obra de un español, y con todo eso España sola, sin mendigar leyes que se establecieron para distintos tiempos, hombres y costumbres, Posee en su seno los mejores códigos legislativos que conoce hoy la tierra, renovados sucesiva y prudentemente en las alteraciones de su Monarquía. El arte militar es el escudo de la legislación, el defensivo de las sociedades civiles, ya protegiendo los intereses de cada una, ya vengando las infracciones de la fe pública: España cuando unió en sí el imperio de casi dos partes del mundo, sojuzgándolas enseñó a ambas el arte de vencer. La Náutica enlaza la comunicación de todo el género humano, interrumpida con inmensos y soberbios mares que la dificultan: por ella se hacen comunes los dones de la Naturaleza, con sabia economía distribuidos según las calidades de las regiones; el europeo goza de las estimadas producciones de Oriente; el Oriental de lo que produce la industriosa pericia del europeo. Si no sumistró España el casual hallazgo de la brújula, sus pilotos fueron por lo menos los primeros, que empleándola premeditadamente en más que atrevidas empresas, tentaron entregarse a la vasta capacidad de mares nunca hollados, y dieron a la asombrada tierra el inaudito ejemplo de girar por toda la circunferencia del globo: y ¿de qué nación ha copiado Europa su legislación marítima, sino de la que por la inmensidad de sus posesiones ultramarinas, hubo de formar un código especial para el mar, cuando ni aun para la tierra poseía uno peculiar ninguna de las demás naciones? El deseo de la propia conservación es la primitiva ley de la Naturaleza: sugirió al hombre todos los medios de asegurar la tranquilidad de la vida, y entre ellos el preciosísimo de mantener los órganos de ella en su natural orden: España ha sido después de Grecia la que ha defendido a la humanidad de las invasiones de nuevas dolencias; la que ha mantenido ileso el dominio de la observación; la que ha comunicado a Europa el arte de investigar por las operaciones del fuego las virtudes medicinales; la que en sus conquistas de Oriente y Occidente abrió un nuevo mundo, no menos rico para los progresos de la Medicina, que para la negociación del comercio...

Sin un profundo conocimiento, sin una recta aplicación de las artes subalternas, que facilitan el uso de las primitivas, ¿cómo hubieran recibido tanta luz en España la Religión y la Moral, la Legislación y la Política; la Milicia y la Náutica; la Farmacia y la Medicina? No se trata aquí de aparatos, en que embebecido el juicio se deje plácidamente arrastrar de objetos, que tal vez le estragan. Sin grandes auxilios pueden inventarse opiniones célebres, que después de haber dado pasto por medio siglo a la ociosa curiosidad de la Filosofía, conserven sólo la memoria de que de nada sirvieron al mendigo mortal. Más es menester la Lógica para disolver los sofismas, que para forjarlos: la formación de un sistema es obra de las veloces combinaciones de un ingenio apto para ordenar novelas; pero el convencimiento de la verdad es efecto de muchas artes, que hacen servir a distintos objetos la observación, la experiencia, el raciocinio y la combinación misma. Propóngannos en hora buena Francia, Italia e Inglaterra sus profundos geómetras, sus eminentes astrónomos, sus consumados físicos: sin envidiárselos, unimos con gusto nuestras alabanzas a las que se merecen tan grandes hombres. Pero afirmaré siempre sin temor, que a Newton y Descartes les hubiera sido infinitamente más fácil hallar sus mundos sin el auxilio de las Matemáticas, que sin ellas a Magallanes el famoso estrecho, en que consagró su nombre a la inmortalidad. ¿Cómo se aventurara a engolfarse en inmensos mares jamás visitados de la temeridad humana, quien no fiase de su ciencia astronómica, física, cosmográfica, por lo menos aquella probable seguridad, que ha establecido el atrevimiento docto en lo instable del más bravo de los elementos? Ni las reformas o aumentos de las ciencias se ejecutan tampoco con la conveniente solidez sin la posesión de aquel círculo amplísimo, en que eslabonadas todas, enseñan en la conexión las sendas que ha seguido el entendimiento para hallarlas, y por sus fines los modos con que han de tratarlas, o la necesidad o la conveniencia. No reforma la legislación quien no penetra íntimamente la política interna y externa; quien no percibe las escondidas relaciones de los intereses públicos con los privados, de los nacionales con los extranjeros. No restaura la ciencia de la religión, quien no examina al hombre, y deduce el fin de su obras; quien para convencer la verdad de oráculos incomprensibles a la embotada y flaca inteligencia humana, no vuelve la vista al mismo origen del universo, y aclarando tiempos, desentrañando lenguas, verificando hechos, calificando tradiciones, y en suma, valiéndose de cuanto comprende en sí el círculo de la sabiduría para declarar los designios de Dios, no los hace demostrables con la necesidad, con la autoridad y con el raciocinio. ¿Carecería del conocimiento de toda a Enciclopedia o ciencia universal, el grande, el inmortal Vives; aquel expugnador inflexible de los abusos; sagacísimo escudriñador de cuanto, superfluo, vano, desordenado, pernicioso han metido en las ciencias el descuido o la sofistería; promovedor infatigable de la utilidad; verdadero y primer padre de la restauración; a cuyos desengaños, no aprendidos en la entonces bárbara París o tenebrosa Bolonia, sino sacados del inestimable fondo de su prudencia, es deudor el entendimiento de cuantos progresos sólidos ha hecho después de sus días en el estudio de la verdad? La expresión de buen gusto nació en España, y de ella se propagó a los países mismos, que teniéndola siempre en la boca e ignorando de dónde se les comunicó, tratan de bárbara a la nación que promulgó con su enérgico laconismo aquella ley fundamental del método de tratar las ciencias. Pues calúmnienos cuanto quiera la precipitada ligereza de sus escritores:, algo más que ellos sabe, sin duda, la región en que aquéllas se aumentan y reforman: algo discierne en las ciencias la nación que para expresar la propiedad, orden y exactitud, hace general una frase desconocida hasta de la fecunda Grecia. La culpable ignorancia de España ha estado sólo en no haber sabido jamás hacer hinchada y jactanciosa ostentación de los muchos e innegables beneficios con que ha obligado a todo el linaje de los hombres. Desgraciada virtud es para el español la moderación. Despierta en fin, hostigado de infames acusaciones, y obligado a rechazarlas con las armas de la verdad, le hacen también delito de la defensa. Es sabio, y le culpan de bárbaro: se defiende, y le insultan: presenta pruebas irrefragables, Y sin escucharlas se obstina el odio en sus tentar su error; y todo esto en el siglo de la Filosofía.

¡Oh siglo ostentador, edad indefinible para las venideras, en que los estudios del hombre y de la verdad yacen despreciados por la fanática inclinación a investigaciones y objetos que nos distraen si no nos corrompen! ¿Cuándo veré yo en ti los deseados días en que la razón juzgue sin temeridad; la superficial turba de tus escritorcillos deje el lugar a la profundidad de los moderados sabios que ríen en silencio; el disoluto desahogo huya a la vista de la virtud cándida; se estimen los libros por lo que instruyan, no por lo que deleiten; se llame grande hombre a un benéfico legislador, a un ilustrador de nuestras tinieblas, a un auxiliador de nuestras necesidades, y no a un poeta impío y falsario, a un delirante con máscara de filósofo, a un soberbio escarnecedor de la virtud y de la justicia? Aprende a pensar, y desnudándote de la ridícula altanería con que, sin considerar la grande distancia que hay de formar las ciencias a recargarlas con aumentos las más veces inútiles, te jactas de haber excedido a la inventora Grecia, cuando ni aun tienes ojos para penetrar la excelencia de una de sus estatuas, resuélvete a dar a las cosas su verdadero precio: y si estimas esta enseñanza como sola digna del hombre, de sus fines, y de su naturaleza, abandona el fútil magisterio de la vanilocuencia, y acógete a España a aprender solidez, decoro, y desengaños que te harán juzgar de tu ciencia menos presuntuosamente. En esto coloca ella el mérito de su saber; no en Dramas trazados para combatir la religión pública; no en Cursos de educación, dispuestos para destruir la sociedad; no en Diccionarios hacinados malignamente para ofuscar la verdad, y autorizar la sofistería; no en discursillos frenéticos, que ponen su precio en la maledicencia. Saber lo que se debe y cómo se debe es el mérito científico de mi patria. ¿No lo creéis, naciones sibaríticas, cuya sed y ansia por las delicias os induce a pensar del mundo literario como del civil; que así como preferís el molesto boato y voltaria superfluidad del lujo a la conveniente compostura y decencia sabia, anteponéis también los excesos y extravagancias del entendimiento a su juiciosa moderación y docta continencia? Registrad, si os lo permite la lectura de vuestras rapsodias, el brevísimo cuadro que os pone a la vista un español que en la misma defensa de su patria pelea por el triunfo de la verdad, y sigue la inalterable costumbre de sus patricios de trabajar en el destierro de los errores. Abreviaré el discurso para no horrorizar con largas páginas la impaciente y turbulenta aplicación que reina en nuestros sabios días.

Tomó Roma su legislación y cultura de los griegos, cuando ilustrada ya mucha parte de España por los fenicios, cartagineses y griegos mismos, sus ciudades marítimas ostentaban indubitablemente mayor magnificencia que la capital de aquel rústico imperio que después había de subyugar al orbe. Grecia, discípula del Egipto, acrecentando y haciendo mejores las doctrinas que recibió, consiguió ser maestra del universo, esparciendo su saber ya por medio de sus colonias, ya por la extensión de la dominación romana. La gloria latina, que se dejó embelesar con la felicidad y pompa de sus triunfos, quiso persuadirse, cuando apenas empezaba a gustar las ciencias y las artes, que trasladas éstas a Roma mejoraron entre las manos de unos hombres que acababan de echar de su república a los maestros de Retórica y a los Filósofos, declarando perniciosas sus enseñanzas. Aún no poseía Roma un Virgilio, un Horacio, un Livio, un Séneca, y ya se creía superior en la literatura a la patria de los Homeros, Píndaros, Platones, Aristóteles, Demóstenes, Eurípides, Xenofontes, Tucídides. Jamás supo Italia sino lo que copió de Atenas, si se exceptúan las cavilosas respuestas de sus jurisconsultos; y nunca pudo resolverse a confesar su inferioridad. ¡Tan antiguo es en los literatos de aquel país sacrificar los generosos sentimientos de la gratitud a la infeliz ansia de querer pasar por maestros hasta de los mismos de quienes han aprendido!

El memorable siglo de Augusto, tan célebre para Italia por sus tiranías como por sus doctos, se empeñó en arrebatar a Grecia la gloria de sus escritores, e imitándoles logró competirla dignamente en algunos ramos de la Poesía y de la Historia. Cicerón, deseoso de introducir en su patria el gusto a la Filosofía, había hermoseado poco antes con las galas de su admirable estilo muchos trozos filosóficos que copió de las sectas de Grecia; pero la declarada propensión de los tiranos de Roma hacia los estudios amenos, violentó, como la libertad civil con la fuerza, la aplicación literaria con el favor; quedando por esta causa inutilizados los conatos del digno sectario de Platón, y poco favorecida en la capital del mundo la ciencia de perfeccionar al hombre. La ruina de la república llevó también tras sí la de la elocuencia. No eran ya necesarios los Hortensios, Crasos y Cicerones en un gobierno donde la tiranía había tomado las veces de la persuasión. Precipitadamente se la vio caer, del alto grado de majestad y nervio a que la había levantado la constitución libre de la república, a las delicias casi afeminadas con que enervada la gravedad latina, representaba hasta en la literatura las torpezas de la ya viciosísima ciudad. Efecto fue de los abusos del poder, cedido, con poca gloria de la política romana, a abominables monstruos. El depravado gusto del sanguinario y difidente Tiberio, sostenido con la despótica autoridad de tirano tan inepto como cruel por el largo espacio de venticuatro años, fomentando las artes en sola la parte que las pervertía, extravió los estudios de Roma de la recta senda que después de Varrón, Atico y Cicerón, había abierto el fino discernimiento de Augusto. El lujo también, que ocasionó la mal usada posesión de todas las riquezas del orbe, y las riendas de la Monarquía universal puestas en manos de hombres perdidísimos, autorizaron soberbiamente el gusto de los espectáculos; no de aquellos nobles y decentes con que instruía a su vulgo la sabia Grecia, sino de los que con insensata profusión, y bárbara u obscena industria viciaban al Pueblo en vez de corregirle. Apoderábanse así Mimos, Histriones y Gladiadores de la voluntad de Príncipes torpes y sangrientos; y habituado el pueblo a la estimación de lo que era grato al impío árbitro de su felicidad, con evidente abandono de los estudios graves y profundos, le eran sólo aceptos los que más vivamente le deleitaban. Nadie tampoco podía ser sabio, sino el Emperador. La espada tiránica estaba siempre amagando sobre la cerviz del triste literato, que cometía el temerario crimen de ser más hábil que un déspota indigno de ser hombre. La Filosofía, ¿qué precio habla de lograr en un palacio, donde sólo se trazaban adulterios, estupros, parricidios, tormentos, rapiñas; y en una ciudad donde, hecha aduladora la servidumbre, aplaudía la maldad por no experimentar los crueles efectos de ella? En soledad oscura dictaban sus dogmas algunos varones íntegros, que debiendo Roma mirar con rubor, trataba con desprecio. Ni obtenía mejor fortuna la enseñanza de aquella arte vencedora, que en mejor edad daba generales y leyes a la Metrópoli de la tierra. Las escuelas retóricas, convertidas con propiedad en juegos literarios, eran ceremonioso asilo donde una frívola juventud acudía tumultuariamente a seguir la costumbre de aprender algo para aspirar a las dignidades. Yacía el divino estro ahogado en el espíritu de los sucesores del Mantuano, forzados a escuchar en silencio las tanto ridículas como vengativas Musas del pérfido Tiberio, del atroz Nerón. Poseyendo Roma en su seno emperadores (elegidos por ella misma), que tiranizaban con tanta ferocidad la república literaria como la civil, y emperadores, que así como eran perversos en las costumbres, lo eran también en la literatura; ¿a qué el equitativo Tiraboschi sale de su prudente Italia a buscar en la región última de Occidente los corruptores del gusto latino, cuando por conservar el verdadero gusto perecieron Lucano y Séneca, y mucho tiempo vivió pobre Quintiliano, los tres mayores hombres que consiguió la lengua del Lacio, después de los florecientes días de Augusto? La gloria de la literatura romana consistía en aquel siglo en sus oradores, en sus historiadores y en sus poetas; y consta con bien horrible seguridad que Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, cuatro monstruos que produjo Italia para eterna injuria del género humano, no consentían impunemente aplausos a otras historias, poemas ni oraciones que no fuesen las suyas. Se quemaban con decretos públicos las que salían de mano entera y sobresaliente: y sus autores, si escapaban de la envidiosa inhumanidad del execrable César, se dejaban morir antes que la calumnia los arrastrase a la infamia de los suplicios.

¡Miserable momento para la casa Annaea aquel en que, abandonando su fértil Córdoba, trasladó su establecimiento a la capital del orbe y de la tiranía! Salvaban a España de las violencia que sufría Roma su distancia y separación del centro del Imperio. Las escuelas, que en grande número habían ido erigiéndose en sus ciudades desde las primeras invasiones de los romanos. florecían tranquilamente, ni perturbadas por el despotismo, ni corrompidas por la italiana depravación. ¿Dónde tiene Italia tres escritores de los tiempos de Tiberio y Cayo hasta Vespasiano, que puedan competir en elegancia, pureza y propiedad con Fabio, Mela, y el culto Moderato? Preferíanse también en la severa provincia las materias de evidente utilidad a las fútiles en que por necesidad se empleaba la aplicación romana: naciendo de aquí que hasta el gramático Higino, desviándose de la común senda de sus semejantes, se dedicase a ilustrar el Arte militar, la Agricultura, la Geografía y la Historia, tal vez al mismo tiempo que los gramáticos italianos, por complacer al digno Tiberio, trabajaban infatigablemente en averiguar cuál habla sido el canto de las Sirenas, y qué nombre tuvo Aquiles cuando oculto en Sciro vivió en traje de mujer.

Llevó estos sentimientos a Roma la casa Annaea, y le fueron fatales. Gran Séneca, egregio honor del Pórtico, filósofo único que puede oponer sin rubor el imitador Lacio a la gloriosa Grecia, ¿con qué premios, con qué retribuciones ha obsequiado a tus venerables Manes la ingrata Italia, por el inexplicable mérito de haber contenido cinco años en los limites de la virtud al más desenfrenado y bárbaro de sus tiranos? ¿Cuándo debió Roma a ningún filósofo de los pocos suyos servicio igual al que le produjo el magisterio del estoico cordobés? Perdió el miedo Nerón a la integridad de Séneca: pagóle la enseñanza con el suplicio; y decretando su muerte, decretó la entera subversión del pueblo y de la república. Murió Séneca víctima de las atrocidades de un parricida: murió después de haber dado al Imperio los cinco años más justos que gozó en la fatal sucesión de siete emperadores; ¡y pasará todavía en aquella misma región, que disfrutó más llenamente este beneficio, por un ánimo perverso, que con astuta hipocresía ocultó vicios detestables! ¿Qué más pudiera decirse, si debajo de su magisterio ejecutara Nerón las abominaciones con que oprimió y horrorizó al orbe, después de la muerte del infeliz maestro? Pero nació Séneca en España, y éste es su delito. Mantuvo en una edad de maldades toda la pureza y vigor de la Filosofía, que en mejor tiempo admiró Atenas en sus Sócrates y Zenones; y se tendrá por corruptor de la literatura. No copió de Grecia, cual Cicerón; sacó del fondo de su rectitud los puros documentos con que enseñó a los hombres los oficios de su naturaleza; y habrá quien se avergüence de celebrar sus obras. Enseñó la virtud en el estilo de su edad; y sin hacer caso de la virtud que enseñó, se hallarán críticos que se pararán a escudriñar los defectos de su elocuencia. Su sombra no obstante, compadeciendo los impertinentes atrevimientos de la crítica, vaga gozosa en los espacios de la eternidad por haber dado a la lengua del Lacio las obras más santas que conoció la verbosa filosofía del paganismo. Admire en hora buena Italia los redondos y sonoros períodos de sus escritores de la edad de Augusto: España está contenta con las virtudes que aprende en la arena sin cal de su estoico.

Ni es otra la estimación que hace de su Lucano. Oigo los gritos de los gramáticos: qué trastorno es este de la literatura, ¿poner al lado del divino Virgilio a un hinchado versificador, que confundiendo entre sí las artes, trata la Historia con el instrumento de la fábula? Pero ¿qué ley ha promulgado hasta ahora la Naturaleza para desterrar de la Poesía las narraciones de hechos verdaderos? El poeta es un pintor: y un pintor ¿no hace también profesión de retratista, de copiar las cosas como ellas existen, con tanta gloria a veces como los que trasladan al lienzo las arbitrarias combinaciones de su imaginación? En angostos límites encarcelaron el entendimiento los que, al formar las artes, establecieron sus reglas sobre los usos de su país u opiniones propias. Canta Virgilio hechos verdaderos de los romanos en el sexto y octavo de la Eneida: canta ficciones en los restantes libros. ¿Dejará de ser Poeta en aquéllos, o por ventura será preciso que las verdades se mezclen con las fábulas, para que puedan celebrarse y engrandecerse con el divino acento de la Poesía? ¡Desgraciada verdad, que tan sin culpa tuya, te ves desterrada de la más encantadora de las artes! Mas, ¿qué diferencia hallan los fastidiosos y menudos gramáticos entre Lucrecio y Lucano, historiador aquel de la Naturaleza, y éste de la guerra civil, para que hayan de exagerar al uno como eminente poeta, y desposeer al otro de tal titulo? Canta sueños Lucrecio, es verdad: canta fábulas y ficciones, que tomó de una escuela tan delirante como impía: pero las canta como verdades infalibles que quiere persuadir a los hombres; y con todo es poeta, y admirable poeta. Canta Lucano la verdadera suerte de la guerra civil: expone los horrores de la discordia, los estragos de la división entre los ciudadanos: retrata con estilo valiente, y espíritu arrebatado los males que produjo la inicua ambición de la república más poderosa, para que con el lamentable ejemplo escarmiente la posteridad: y materia tan superior a los Átomos de Epicuro, y propósito tan aventajado a los elogios de la irreligión y del fatalismo, no bastarán para igualarle siquiera en el título con el ponderado Tito Lucrecio. No hace favor ciertamente a las artes quien por las prevenciones de la opinión, sin pasar de la superficie, juzga de las obras con tan imprudente diversidad. Sé el mérito de la fábula verosímil; la fácil instrucción que inspira el poeta inventando hechos que acomoda al intento de lo que desea persuadir. Pero sé también, que si con la exposición de acaecimientos ciertos puede conseguir el poeta el fin que se propone en alguna obra; neciamente también se privará a la Poesía de exornar con sus números la enseñanza, siempre amable, de la verdad.

No es mi designio trastornar tas artes por defender las obras de los españoles. Venero el sagrado fuego del gran Marón, y aplaudo la destreza con que copiando a Homero hasta en sus defectos, aumentó la divinidad, por decirlo así, el inexacto numen de aquel gran padre de la Poesía. Mas si los hombres deben apreciar los ejemplos por la utilidad, tengo para mí que el que disuade una guerra civil a un pueblo inclinadísimo a ella, no es muy inferior al que majestuosamente ensalza por hazañas heroicas la usurpación y la perfidia. No sea, en buen hora, poeta épico el joven Lucano; pero sea el poeta de la verdad: sean sus libros la lección de los Reyes, el escarmiento de la ambición, el código de la política, y España se satisface con este mérito de su patricio. El destino de esta nación es el de enseñar en todo, y el de no jactarse de lo que enseña. ¿Por cuán grande hombre no pasaría hoy Lucano, si habiendo sido privado, con nueva e inaudita pena, de la facultad de escribir versos por la cruenta envidia de Nerón; habiendo despreciado al tirano con osadía propiamente española; habiendo en fin intentado salvar a Roma de tan nefario monstruo, perdiendo la vida por la felicidad del Imperio y de la Poesía; hubiera juntado a estas glorias la de no haber nacido del lado de acá de las columnas de Hércules? Se dijera entonces que su Farsalia es un portento, atendida la edad que contaba cuando la escribió: que su espíritu es inimitable en la viveza de las sentencias, su pincel en lo expresivo de las imágenes: dijérase que sin duda era genio muy superior al lento de Virgilio, el que en el siglo de la corrupción de la Poesía conservó la grandeza de ésta hasta disputar el trono al admirable copiante de Homero, y tuvo suficiente fecundidad para desempeñar originalmente su argumento sin valerse de lo que la decencia llama imitación, y es en la verdad evidente plagio: dijérase que acabando el pueblo romano de experimentar los horrorosos males que produce la discordia civil, ninguna obra le era más conveniente ni necesaria, que una viva descripción, en que animado el terror con la vehemencia enérgica de la Poesía, hiciese aborrecible a los ciudadanos la bárbara ceguedad de convertir las armas contra sí mismos... ¡Infeliz joven! No te bastó que Nerón te sacrificase por excelente poeta: te esperaba todavía la persecución de los modernos Nerones de la literatura.

Más feliz ha sido con ellos la de Quintiliano; pero ¿cómo había de nacer en España el restaurador de la elocuencia en Roma; el maestro más excelente de ella; el hombre de mejor gusto, de juicio más recto entre los latinos? Acalora estas fábulas el miserable anhelo de atribuir a sola Italia el mérito de la invención que rara vez tuvo en la antigüedad; y no las desmienten los que con fallos dignos, no sé si de desprecio o de lástima, porque no ven salir de España enormes novelas de Física, afirman que no ha dado de sí jamás cosa que merezca el agradecimiento de Europa. En efecto; nada merecerá el mayor maestro de Roma en la dominación de la gente Flabia; el que excedió a Aristóteles, se aventajó a Cicerón, perturbó la gloria de Grecia en la enseñanza de la Oratoria; el que dictó a su posteridad, no sólo preceptos para hablar elocuentemente, sino prudentísimos documentos para la educación pueril, los cuales ¡ojalá fuesen más admirados y recibidos, que los extravagantes sueños del maníaco Rousseau, entre algunas gentes que dan título de filosofía a los delirios, y no ven un grande genio, en el que sencillamente enseña los medios de criar buenos ciudadanos! El español Fabio fue el mayor y el último apoyo del saber latino, sustentado por sus discípulos, no sin esplendor, en los felices imperios de los españoles Trajano y Adriano. Acabada la raza de su gimnasio, ¡qué tinieblas en Roma! ¡Qué barbarie en sus tribunales! ¡Qué ignorancia, qué descuido en la educación de su juventud! Confiéselo Italia, y no se avergüence de honrar a aquel mismo, a quien el mejor de los emperadores italianos honró con excesiva preferencia a todos los profesores de su edad. Al juicioso Fabio, y a dos emperadores españoles es deudor el Lacio de cuanto bueno supo en los tiempos que corrieron desde Vespasiano hasta Antonino el Filósofo; así como a la casa Annaea y al cordobés M. P. Ladrón de todo el buen gusto, que después de Cicerón conservó Roma en la Oratoria y Filosofía, desde el imperio de Claudio hasta el magisterio de Quintiliano. Sólo imperando un Trajano pudiera publicar Tácito sus Anales. No su libertad y malignidad política; su misma habilidad y saber le hubiera llevado al patíbulo en los sangrientos días de Calígula o Nerón; y sus Historias, honor hoy del reinado de aquel español augustísimo entre los Césares, hubiera sido mísero alimento del fuego con autoridad pública, como lo fueron las tal vez menos libres del deplorable T. Labiano. Algo influye en los progresos de la literatura la sabia libertad, que sin permitir los precipicios del entendimiento, le deja espaciarse arbitrariamente; y Roma jamás la tuvo mayor que cuando por rara felicidad de los tiempos, vistiendo la púrpura imperial el ciudadano de Itálica, se pudo decir libremente lo que se sentía, y a nadie se le obligó a arrepentirse de sus expresiones. Algo influye también la excelencia de los genios sobresalientes, que excitando la emulación de sus contemporáneos, incitan y despiertan el amor al estudio: y si Roma no conserva algún resto de gratitud al infatigable Porcio Ladrón, el mayor y mejor Declamador de su siglo, puede por lo menos hacer memoria de aquellos profesores suyos, que por ser quebrado de color el célebre cordobés, bebían el agua de cominos para copiarle en el semblante, ya que no lo conseguían en la elocuencia.

Fue, sin duda, gloria muy singular de España haber producido debajo del imperio de los Césares los hombres que con mayor crédito y utilidad profesaron la literatura: entre los cuales no son de olvidar, ni el elegante Mela, que describió a los romanos él orbe que habían devastado y aún no conocían: ni el ameno Junio Moderato Columela, eminente ilustrador de la más precisa de las artes: ni el anciano M. Séneca, hombre de prodigiosa memoria, y el mejor crítico de los declamadores de su tiempo: ni el digno competidor de Eurípides en las Tragedias de Edipo y Fedra; y añádase si se quiere el festivo y popular Marcial, cuyos libros fueron las delicias y entretenimiento de la ociosidad urbana, no sin fruto en lo agudo de sus reprensiones. Fue ésta, vuelvo a decirlo, singular gloria; especialmente si se considera el miserable estado a que la tiranía, el lujo, y la natural declinación de las cosas humanas a su ruina, habían hecho decaer el saber latino. Pero he aquí que no contenta España con este insigne mérito, pretende el singularísimo de haber dado a Roma el mejor de sus legisladores. En Séneca le habla dado ya el intérprete de las leyes de la Naturaleza; el maestro de las obligaciones humanas, sin cuya aplicación y conocimiento la legislación civil es más bien yugo que freno de la humanidad. En el universal Adriano le suministró después el segundo Numa, tanto más recomendable que éste, cuanto lo indeciso, inconstante, y vario del Derecho de Roma en un tiempo en que dominaba al orbe, inducía mayor necesidad de afirmar en leyes fijas el centro de tan vasto imperio.

Si algún pueblo ha habido en el mundo que con legislación menos segura haya llegado a mayor grandeza, el romano es el único entre todos indubitablemente. Cansado de la soberanía por los atentados del soberbio Tarquino, la destruye en éste, y elige Cónsules que le dirijan. Teme nueva dominación, y combate sesenta años con el magistrado mismo que con aclamación gozosa acaba de autorizar, celoso del despotismo de los patricios. Habíanse extinguido las leyes Regias, y el conflicto de las potestades consular y plebeya impide el establecimiento de otras que las sustituyesen. Las secesiones del pueblo, y la necesidad, hacen nombrar Legados que informándose de los institutos de Grecia, trasladasen los de Solón, Dracón, Seleuco y Carondas a la discorde Roma. Forma el desterrado Hermodoro Efesio las doce tablas; autorízanlas los Decenviros; aniquílase la ambición de estos; aprueban los cónsules su legislación; propónese al pueblo aquel Derecho, que según la frase de Cicerón, era preferible a todas las Bibliotecas de los filósofos; y su brevedad, y su oscuridad, y su rigidez dan entrada a la interpretación, que haciendo olvidar toda la filosofía de las doce tablas, se levanta con el imperio de las sentencias, y toma las veces de la autoridad legislativa. Advierte a este tiempo el pueblo la prepotencia de los patricios tanto en la interpretación, como en la rogación de las leyes; retírase al Janículo; defiende sus derechos con la sedición, y arranca de los padres la ley Hortensia, que da valor entero a los plebiscitos, y a la plebe un triunfo efímero en la administración pública. El logro de un cónsul plebeyo le cuesta poco después la concesión de un Pretor patricio, con que arma de nuevo a los padres para debilitar su misma autoridad popular. Desordenadísima confusión resultó de esta multiplicidad varia de potestades, que aumentadas en la mudanza de la república con las consultas del Senado, con las constituciones de los príncipes, con las respuestas de los jurisconsultos, y en estos mismos con las diversas sentencias de sabinianos y proculeyanos, dio de sí un Derecho vago, incierto, pasajero, repugnante y contradictorio entre sí, que en el estado libre causó continuos y furiosos debates entre la plebe y patricios, y en la constitución monárquica contribuyó a su estabilidad, apoderándose diestramente los Príncipes de las potestades Consular y Tribunicia, polos que sustentaban la permanencia de la república. Pero tal encuentro de jurisdicciones, maraña ciega de potestades, incertidumbre y ninguna seguridad de los estatutos que habían de influir en la felicidad pública en vez de turbarla, eran opuestas a la misma majestad imperial, que había de disolver con vagas y repentinas leyes, tanto las causas públicas, como las privadas. No se le escondió a Augusto este defecto, que tocaba en los fundamentos de la Monarquía que iba a perpetuar; echó de ver que la amplia autoridad en el arbitrio de los pretores de suplir, corregir o enmendar el Derecho, y la inconstancia de sus edictos inútilmente refrenada por la ley Cornelia, aumentaba tinieblas a la Jurisprudencia, y a las expeditas resoluciones del foro embarazos insuperables. Quiso enmendar el vicio, y no pudo. Sucediéle una serie de monstruos, que lejos de corregir el Derecho, no pensaron sino en ostentar con las obras que no conocían ninguno. El político Vespasiano, el dulce, el blando, el amable, el inculpable Trajano, hicieron harto en restituir el estado público de las cosas al orden que había desconcertado tan larga sucesión de abominables déspotas.

Estaba reservado al español Adriano fijar de una vez la perturbada Jurisprudencia imperial, y trasladar tan señalado ejemplo a los jurisconsultos Gregorio y Hermógenes, a los emperadores Teodosio y Justiniano, y cuantos después de él se dedicaron a pone en orden la enmarañada selva del Derecho. Y realmente, si la prudencia legislativa es compañera indisoluble de la sabiduría, y sólo el que une la ilustración del entendimiento a la pureza del corazón, acierta a producir la felicidad en un Estado con el sacrosanto instrumento de las leyes, en ninguno de sus emperadores vio Italia calidades más a propósito para este fin, que las que logró, y quizá no agradeció, en el docto César que le suministró España. Peritísimo en los intereses públicos, gran general, gran político, insigne protector de las artes y ciencias útiles, instruido en todas, hasta saber apreciar en ellas lo conveniente, y burlarse de lo vano y frívolo; reformador del arte militar: observador continuo de las provincias, en las que con propio y experimental conocimiento, corregía, ordenaba, alteraba lo necesario: si un tal Príncipe no desempeñaba la principal obligación de legislador, y dejaba en su laberinto la confusión y perplejidad de las leyes, poca esperanza le quedaba a Roma en los que le fue señalando por sucesores. Adriano, en efecto, declarado émulo e imitador de Numa, formando lbs Edictos Perpetuo y Provincial, y estableciendo en ellos la permanente norma de la judicatura, corta como de un golpe, y por la raíz, las corrupciones de los pretores, la alteración inevitable de los estatutos, la versátil interpretación, la autoridad arbitraria, vendida a veces a la ambición, a veces al rapaz y sórdido interés. No hubo emperador, no hubo jurisconsulto, que percibiendo la utilidad de la oportuna colección, no la recomendase, no trabajase en ilustrarla y perfeccionarla, acaso más de lo que convenía, Justiniano en su Compilación siguió el orden del Edicto, que adoptó por modelo. Antes se hablan ya dispuesto a su imitación colecciones célebres, que aunque hijas del privado estudio de algunos doctos, validó la necesidad. La senda de la opinión y concepto para los jurisconsultos eran las declaraciones y comentarios al Edicto perpetuo. Fijó Adriano de una vez la suerte de la Jurisprudencia, de aquella Jurisprudencia que aún hoy se tiene por derecho común en las naciones que se dan a sí mismas el título de más sabias; y habrá en ellas quien porque el prudentísimo Príncipe despreciase con merecida burla a algún insípido versificador, o reprimiese la hinchada elación que suele dominar demasiadamente, no sin cansada ridiculez, en los literatos, solicite infamar su augusta memoria, observando la medalla de sus hechos por el reverso de la fragilidad humana. Tuvo algunas debilidades Adriano: ¿qué hombre ha existido sin ellas? Pero dio a Roma Derecho estable; pero puso orden en la ventilación de los intereses civiles; pero fue el más sabio entre los emperadores; pero mejoró la legislación, el foro y la Jurisprudencia, sin cuyo concierto los estados y súbditos no agradecen la soberanía. Su saber, su Edicto, sus constituciones prudentes, justas, infinitas en número, resultaron en beneficio de todo el orbe, pues en todo el orbe mandaba Adriano; ¿y se publicará todavía en Italia, en la misma Italia que hizo feliz con sus providencias y su doctrina, que el gobierno de un tal príncipe perjudicó más que aprovechó a sus ciencias? ¿Por ventura no es ciencia la legislación, y la sola digna de un buen príncipe? ¿Hubiera Adriano soñado algún mundo de torbellinos, de átomos o de atracciones; hubiera inventado alguna máquina, que sirviese en gran manera a la ostentación, y nada al uso: si juntara a esta profunda sabiduría la suerte de haber nacido a la margen del Sena o del Tíber? ¡Oh qué admirable filósofo entonces, qué príncipe tan justo, qué unión tan excelente de la púrpura con la doctrina!

Lo preveo ya: si no se le agradece a España el nacimiento y educación de un Soberano tan benemérito de los hombres, peligro corre el grande Hosio; peligro también el Horacio cristiano, el lleno y numeroso Prudencio. Para los que se apellidan filósofos en nuestros días, lejos de ser mérito haber dirigido el primer Concilio general de la Iglesia de Jesucristo, será un efecto de fanatismo: y haber escrito excelentes versos en elogio de los mártires y en defensa de la religión, será igualmente lamentable fruto de una preocupada y supersticiosa credulidad. Pero moderen un poco los filósofos (yo se lo ruego) la precipitación con que todo lo notan, todo lo condenan; y reflexionen conmigo, si dado el convencimiento de los hombres en favor de una religión que manifiesta en sí los más distintos caracteres de divina y de verdadera, es menos mérito trabajar en su seguridad que en su ruina: y digo esto porque según la recta y consecuente lógica de nuestros tiempos, habrá gentes que consagrarán el nombre de Voltaire, pertinacísimo escarnecedor del cristianismo, en bien ridículas apoteosis; y despreciarán a Hosio, el catequista de Constantino, el oráculo de la fe de Nicea, y el mayor prelado de su siglo en letras, en gravedad, en integridad, y en elocuencia.

¡Oh divina, oh amable religión, asilo cierto de la mortal angustia, suave freno de la maldad, consuelo, esperanza de la virtud, infalible instrumento de la felicidad del hombre, apoyo, columna de la justicia, adorable tributo con que la criatura racional paga a Dios en costumbres puras, en demostraciones inocentes, el inestimable don de su creación y existencia! Cuando participándote a los mortales desde el mismo trono de la Divinidad, y ofreciéndoles los medios de hacer al hombre amigo del hombre, te ves pospuesta en la consideración de los que se llaman filósofos a ocupaciones abatidas, torpes, despreciables, o cuando menos superfluas y de ningún momento: compadécelos: los sentimientos de todo el orbe no residen en ánimos de ceguedad tan desesperada. El engañado idólatra, el fanático musulmán, míseramente ofuscados en el objeto de la adoración, doblan la rodilla y perfuman las aras, invocando el numen que no conocen. La inclinación al culto le es tan natural al hombre como el pensar; sin él sería un bruto de alguna mayor sagacidad que los fieros habitadores de las selvas. El pío, el inmortal Hosio, fue el instrumento que empleó la mano de Dios para perpetuar la regla de su unidad y el eterno fundamento de tu duración, dejando a los hombres el símbolo de los derechos del cielo, para que restituyan la paz a la tierra siempre que quieran resolverse a obedecer los documentos del hijo de María. Sí, injuriada España: no te detengan los dicterios de una turba que maldice de lo que la acusa: haz honrada ostentación de tu prelado de Córdoba: oponle a los mayores varones de cualquiera otra gente: repite, ensalza su crédito, su opinión, su saber, sus fatigas en beneficio de la religión. También esta es filosofía, y harto más sublime, harto más santa, harto más necesaria, que los repugnantes sistemas de los sofistas: y pues Hosio se desveló tanto en sus adelantamientos, no es menos acreedor que cualquiera artífice de mundos a la estimación y reconocimiento de su patria.

Ella le educó. Ella educó a Prudencio, el mejor poeta de aquel siglo; y no sin razón. Acaso era entonces España entre las provincias latinas la que más se señalaba en las letras. Dio un doctísimo y santísimo pontífice a la silla de Roma: un insigne orador a las escuelas de elocuencia: un poeta no despreciable a la Geografía: un historiador a todos los imperios; al romano un príncipe clemestísimo y suficientemente literato. Ni decayó mucho con la irresistible irrupción de los septentrionales. La multitud de sus Concilios, y la legislación del Fuero juzgo, dictada por los sabios prelados que componían aquellas santas asambleas, y que Carlomagno juzgó digna de que se copiase en gran parte en sus Capitulares, indican bien que si la ferocidad de una inundación de naciones bárbaras subyugó a la siempre apetecida España, supo ésta inspirar en sus tiranos sentimientos de verdaderos príncipes, y convertir en monarcas a los usurpadores... Caras sombras de los varones eminentes en virtud y sabiduría, que en aquellos tiempos de furor, de estragos, de inquietud horrenda y universal conservasteis por largo tiempo en España los vestigios de su antiguo esplendor; si no ilustro mi narración con los inmortales partos de vuestras vigilias y provechosa laboriosidad, no es porque no os crea preferibles a cuantos produjo entonces la oprimida tierra. Vuestra memoria durará cuanto el amor a la piedad, a la prudencia y a la virtud. El objeto de mi instituto me renueva la dulce imagen de vuestros ánimos tan doctos como irreprensibles, y me ofrece ejemplos ilustres para mi imitación y enseñanza; pero estrechado en los limites de acordar sólo los aumentos más notables que han debido las ciencias a nuestra patria, habré de contentarme con este pasajero testimonio de mi veneración a vuestros altos méritos.

En ellos consistía la universal cultura, según el estilo de aquella edad, que hallaron los árabes en España cuando la entraron. Su dominación trasladó a ésta las ciencias de Oriente, como ya dije; y lo que fue una fatalidad para el estado público de la nación, fue un triunfo para sus progresos literarios sobre toda Europa. Los árabes de España la enseñaron a establecer Colegios, a edificar observatorios astronómicos, laboratorios químicos, repuestos públicos de medicamentos reducida a arte la Botánica. ¿Qué aumentos no les debió la Medicina, en tanto grado que el mismo Hipócrates no se avergonzaría de aprender de ellos en muchas cosas? Suya es la invención de las destilaciones químicas, desconocidas de toda la antigüedad: suyas las operaciones del fuego, que destruyendo los mixtos, descubriendo sus elementos, y mezclándolos entre sí, engendran efectos maravillosos, y manifiestan virtudes intrínsecas de los cuerpos, de grande uso en muchas artes. Suyo el descubrimiento y sustitución de los purgantes benignos a los pocos y peligrosos que empleaba la antigüedad; el maná, sen, casia, ruibarbo, mirabolanos. Suyo el uso del azúcar para formar jarabes, y conservar largo tiempo otras medicinas. ¿Y qué diré yo del famosísimo específico del agua fría, que en este nuestro siglo ha dado tanto que escribir y hablar a los profesores de Italia, y materia para unas conclusiones al célebre Geofroi, sin acordarse aquellos, y no se si éste de que en el siglo X pasó este medicamento a España con las obras del juicioso Rasis, prevaleció en Medicina árabe, y excitó en el XVI el celo de nuestro Monardes, que escribió un libro para restaurarle y demostrar la necesidad de su uso? La Historia natural, singularmente aplicada a la Medicina, le es también deudora de notables adelantamientos: el anacardio, sándalo, nuez moscada, el almizcle, ámbar, alcanfor... Los tres Reinos de la Naturaleza abrieron mucha parte de sus tesoros a la constante observación de unos hombres que igualaron en ella, si no excedieron a los griegos, y fueran hoy sus competidores, si a la aplicación y ansia de saber supieran juntar el gusto y la elegancia. Ni pararon aquí sus progresos. Menuda cosa parecerá; pero en un tiempo en que se exigen tanto escrupulosamente las deudas literarias, se quejaría de mí la memoria del celebradísimo entre los suyos Abdrabboh, poeta lírito de Córdoba, si pasara en silencio que fue su lira la que hizo sonar en Oriente el sublime acento de las odas, y aumentó la poesía árabe con este magnífico aditamento.

Ni se descuidaba entretanto la subyugada parte de la nación. Tres Raimundos, casi a un mismo tiempo, aceleraban los progresos de la sana literatura, y agregándola nuevas provincias insensiblemente iban preparando la feliz revolución que completó después el inmortal Vives. Raimundo de Peñafort, elegido por un pontífice para dar la última perfección al Código de la legislación eclesiástica en que ya habían trabajado otros sabios españoles, desempeña dignamente su encargo, da leyes a Roma cristiana, y por no hacer inútil su ocio convierte sus conatos a animar el estudio de las lenguas de Oriente. Auxíliale, incitando a todos los Papas, a todos los príncipes que conoció, su paisano el nunca fatigado Lulio. Abren las primeras escuelas, aquél en Barcelona, éste en Mallorca: rómpese el velo que oscurecía y ocultaba los retiramientos de la antigüedad:,percibe Clemente V la luz que desde España iluminaba a la religión, a la historia, y a la noticia de los antiguos conocimientos: inclínanle oportunamente las instancias del filósofo mallorquín, y decreta por fin en el Concilio deViena la célebre constitución en que ordena a Roma, París, Oxford, Bolonia, y Salamanca mantener Cátedras públicas de lenguas orientales con dos maestros en cada una. Raimundo Sebunde por otra parte se abismaba en la profunda filosofía del hombre, y con atenta meditación se internaba en el orden de su naturaleza. Su reflexión sobre el fin de las potencias intelectuales le guía al descubrimiento del Ente supremo, y deduciendo las relaciones que debe haber entre la criatura racional y su Criador, expone los principios de la religión natural, y enseña al hombre sus obligaciones. Advierte empero en su examen las tinieblas que ofuscan el entendimiento: demuestra sus extravíos en mantener el orden del ser humano; y con exactísima profundidad, no muy familiar fuera de España a los escritores de su siglo, convence la necesidad de la revelación, no confirmándola con ella misma, sino valiéndose de lo que necesita el hombre para dar cumplimiento a las leyes que estampó en su frente la mano próvida de su Hacedor.

Los esfuerzos de estos varones (que nombro con singularidad porque contribuyeron a la ilustración de toda Europa); la intención del sabio Alfonso a propagar en sus dominios las artes útiles; las multiplicadas bibliotecas y escuelas de los árabes; la multitud de doctores extranjeros que acudian a España a llevar de ella a sus patrias las ciencias Matemáticas y Naturales de que carecían, dan un evidente testimonio de que cuando los griegos, que arrojó a Italia la toma de Constantinopla por los mahometanos, esparcieron con la lengua griega los estudios de Humanidad y el sabor de la filosofía de su país, no era el del Ebro el que más necesidad tenía de sus lecciones. Le aprovecharon, ¿por qué se ha de negar? y no fue pequeña gloria para España señalar la ilustración que recibía con nuevos beneficios a la literatura. En efecto, no bien se restituye a España el doctísimo Antonio de Nebrija cargado con los despojos de las letras griegas y latinas, cuando abriendo la guerra contra los acursianos manifiesta la barbarie de sus comentos, y se declara primer restaurador del Derecho que fundó el español Adriano, coprovincial suyo. Alciato puede tener la gloria de haber escrito mayores volúmenes; pero el breve Diccionario jurídico de Nebrija, en corto papel fue la brújula que dirigió el rumbo allanado después por el grande Arzobispo de Tarragona. ¿Y qué diré yo aquí del gran Ministro de Fernando el Católico y la prudente Isabel; de aquel eterno honor de la púrpura cardenalicia; del que con raro ejemplo de integridad supo hermanar la política con la religión, la justicia con el poder, las riquezas con la sabiduría; a quien ni la autoridad, ni la adulación, ni el crédito, ni la peligrosa sagacidad del talento áulico desviaron jamás del austero ejercicio de la virtud, con la cual, como otros falsos políticos con el vicio y engaño, sembró en su nación las semillas de aquella grandeza que debajo del victorioso Carlos encogió y dejó atónita a toda Europa? Su escuela de Alcalá no fue hija en todo de la universal reforma que se atribuye a los griegos expatriados. Con larga sucesión se derivaron a ella, sin salir de los límites de la península, el conocimiento de los idiomas de Oriente, que no vino de Constantinopla; los estudios sagrados y juridicos que florecían ya en España con suficiente cultura; las ciencias Matemáticas en París, y las Naturales que en toda su extensión fueron provincia más propia del árabe que del griego. No negaré que la Políglota Complutense recibió alguna luz de la que resurtió en España por la fuga de los Crisoloras, Lascaris, Gazas, Trapezuncios; el griego Demetrio asistió a la erección de este durable monumento que consagró a la religión el prudentísimo prelado: pero ninguna nación de Europa presentará a aquella sazón mayor número de varones, doctísimos en los que no enseñaron los griegos y se sabía en España, que fuesen capaces de desempeñar la ardua empresa que acabaron dichosamente Alfonso de Zamora, el Pinciano, Nebrija, los dos Vergaras, Zúñiga, Coronel y Alfonso de Alcalá. El legítimo uso de la erudición oriental nació en esta época para Europa, cuando ya en España era, no sólo común, pero empleada debidamente en asuntos dignos, como lo acreditó el franciscano Raimundo Martini, aprovechadísimo alumno de la escuela de Barcelona. (Son vanas las pretensiones de algunos países sobre el principal influjo en la restauraciuniversal de la literatura, que se observó generalmente al tiempo del Imperio de Carlos V.) Los estudios sagrados jamás decayeron en España, como es fácil probar por una continuada serie de prelados y teólogos españoles consumadísimos que disfrutó Roma sin interrupción. La enseñanza de las lenguas orientales fue también fruto de los conatos de dos doctos españoles. El uno de ellos, Raimundo Lulio, comenzó el primero a apartarse del común modo de filosofar, y el otro perfeccionó por suprema autoridad la legislación de la Iglesia. Nebrija hecho jurisconsulto en España, unió al Derecho las Humanidades que tomó de los griegos de Italia, y dio principio a extinguir la barbarie con que los jurisconsultos italianos habían afeado y hecho ridículo el Derecho de Roma. La Medicina, lejos de decaer, logró manifiestos aumentos entre las manos de los árabes en España; y tiene mi patria la gloria de no haber dado de sí los hediondos comentadores que sobrecargaron la Medicina árabe con explicaciones vanísimas; y antes bien tiene la de contar entre las mayores de su saber, haber dada a la Tiara un médico, no bárbaro en siglo bárbaro, el desgraciado Juan XXI. En suma Italia, España, Francia, Alemania, aprendieron la erudición grecánica, no unas de otras, sino de los griegos que la persecución mahometana arrojó al centro del cristianismo. Este es el sistema de la verdad, no de la presunción, que tuerce en muchas historias la recta línea de los sucesos, acomodándolos a una vanidad pocó provechosa. Historiador digno de este título es sólo el que escribe sin los intereses del odio, del amor, del partido: los demás pueden llamarse esclavos de sus preocupaciones, y plumas más propias para el escarmiento que para la enseñanza.

¿Cuánta no comunicó a Europa, al universo, el penetrante, el descubridor, el sagacísimo Juan Luis Vives? ¡Oh fatal suerte de los talentos; tinieblas vergonzosas con que el descuido y la ingratitud oscurecen la memoria de los que más sirven al género humano! ¿Por qué mi España, mi sabia España, no ostenta en la Capital de su Monarquía estatuas, obeliscos eternos que recuerden sin intermisión el nombre de este ilustre reformador de la sabiduría? No fue el nombradísimo Bacón más digno del magisterio universal, que le ha adjudicado el olvido del grande hombre que le llevó por la mano, y le indicó el camino. Hay grande diferencia del uno al otro, ora se atienda a la extensión de los conocimientos, ora a la perspicacia en descubrir y proponer. No se ofendan los Manes del inmortal Bacón: si él hizo admirables pruebas de su profundidad en los medios de desentrañar la naturaleza física, Vives perfeccionó al hombre: demostró los errores del saber en su mismo origen: redujo la razón a sus límites: manifestó a los sabios lo que ño eran, y lo que debían ser. Los griegos que llevaron a Italia la literatura de Constantinopla, nada hicieron en las mejoras del saber: renovaron los rancios sistemas de Grecia, y sustituyeron disputas vanas, tratadas con mejor gusto, a las bárbaras de la Escuela. Vives penetró en lo íntimo de la razón, y siguiendo su norte, fue el primero que filosofó sin sistema, y tentó reducir las ciencias a mejor uso. Los siete libros De la Corrupción de las Artes, única y segura carta de marear, en que deben aprender los profesores de la sabiduría a evitar los escollos del error, del engaño, de la opinión, del sistema: los tres Del Alma y de la Vida, en que ofuscó todo el esplendor de la ambiciosa filosofía de Grecia, enseñando al hombre con propia observación lo que es, y a lo que debe aspirar: los tres Del Arte de decir, en que ampliando las angostas márgenes en que los estilos de la antigüedad hablan estrechado el uso de la elocuencia, la dilató a cuantos razonamientos puede emplear el ejercicio de la racionalidad: los cinco De la verdad de la Fe Cristiana: obra que debe leerse con veneración, y admirarse con encogimiento, donde triunfa perfeccionada la filosofía del hombre, llevándole irresistiblemente a la verdad del culto: sus Tratados de educación: sus sátiras contra la barbarie, apoyada entonces en la Dialéctica: su universal saber en suma, consagrado, si no a la escrutación de la Naturaleza, que eternamente se resistirá a las tentativas del entendimiento; por lo menos a las mejoras de éste, y a la utilidad con que le convida la inmensa variedad de objetos que le oprimen por el abuso; son en verdad méritos, que no sin fundamento obligan a reputarle en su patria por el talento mayor que han visto las edades. Cuando sean más leídas sus obras: cuando más cultivadas las innumerables semillas que esparció en el universal círculo de las ciencias: cuando másobservadas las nuevas verdades que en grande número aparecen en su, discursos: los innumerables desengaños con que reprimió los vagos vuelos e intrépida lozanía de la mente, y la facilidad de adoptar por verdad lo que no lo es; entonces confesará Europa que no el amor de la patria, sino el de la razón, me hace ver en Vives una gloriosa superi¿ridad sobre todos los sabios de todos los siglos.

El fue el astro brillante que alumbró y vivificó cuanto para beneficio del hombre han restituido después a mejores términos la meditación y el trabajo. España se anticipó a recoger frutos que eran tan suyos. Convirtió hacia sí la enseñanza del más docto de sus hijos, y aprovechó rápidamente en los documentos que adoptaba ya toda Europa. No hubo progreso suyo, siguiendo los pasos de tan gran varón, que no diese en su patria un nuevo aumento a la sabiduría. Aprende de Vives el Brocense a emplear en todo la filosofía: aplícala a la investigación con que se comunican los sabios,; y manifestando al Lacio lo que no investigó en el mismo siglo de Augusto, se apodera de las escuelas latinas, y adquiere en su Minerva el nombre que hasta entonces no había merecido ningún gramático. Hieren a Melchor Cano las amargas quejas de su patricio sobre el lloroso estado de la Teología: dase por entendido: medita, reflexiona sobre la Tópica que debiera establecerse peculiarmente en cada ciencia, antes que Bacón contase esta Tópica entre las que faltan; reduce a sus fuentes los argumentos teológicos; los pesa, los confirma; y copiando en parte a Vives, y usando en parte de su penetración, forma la ciencia Teológico-Escolástica, ordenándola en sistema científico, y dando su complemento a la primera ciencia del racional. La Medicina, entre todas, se aventajó en progresos que debe agradecer perpetuamente la humanidad, promovidos por el estudio de la experiencia en ningún otro país con mejor éxito que en España. Heredia observa la mortífera Angina: descríbela exactísimamente: despierta Europa a las advertencias del médico español sobre una dolencia, que por confiado descuido había hecho perecer a cuantos la sufrieron hasta las observaciones del Archiatro de Felipe IV; y mejor Esculapio que el fabuloso, salva la vida a innumerables hombres. Mercado ejecuta igual milagro del arte en las pernieiosas calenturas intermitentes, solapada enfermedad que infaliblemente llevaba al sepulcro a cuantos acometía. En tanto un monje español participa al orbe el extraño y portentoso arte de dar habla a los mudos, para que después de un siglo se lo apropiase desembarazadamente un extranjero. La exacta experiencia, las puntuales historias de las enfermedades, el conveniente auxilio a los progresos de la humanidad doliente, el examen de las virtudes que en los seres colocó el Criador para el recobro de la salud, eran la medicina de nuestros profesores. Ábrense las riquezas del Nuevo mundo, y observándole Monardes con distinta vista que los negociantes de Europa, examina atento sus plintas, piedras, bálsamos, frutos, y escribe la primera Historia medicinal de Indias, tesoro más exquisito que el del inagotable Potosí.

¿A qué ciencia, a qué arte no llegó la ilustración filosófica del fecundo Vives? En los Teólogos y Juristas que este formó halló Grocio los materiales con que ordenó el Código de las naciones, y la Jurisprudencia de los Monarcas.

Habíanos venido de Francia el inepto gusto a los libros de caballería, que tenían como en embeleso a la ociosa curiosidad del vulgo ínfimo y supremo. Clama Vives contra el abuso; escúchale Cervantes: intenta la destrucción del tal peste: publica el Quijote, y ahuyenta como a las tinieblas la luz al despuntar el sol, aquella insípida e insensata caterva de caballeros, despedazadores de gigantes y conquistadores de reinos nunca oídos.

¿Y no osaré yo afirmar que el verdadero espíritu filosófico, más racional y menos insolente que el ponderado de nuestros días, comunicado a todas las profesiones y artes en aquel meditador siglo, perfeccionó también las que sirven a la ostentación del poder humano; que copian los vivos seres de la Naturaleza; que levantan soberbios testimonios de la inventora necesidad del hombre? ¿Pudo ser Herrera el arquitecto del Escorial sin filosofía? Sinella Rivera, Murillo, Velázquez con breve pincel, los émulos del poder divino?...

Mi mente embebecida con la contemplación de su grandeza misma, manifestada en las obras de tan insignes genios, mueve perezosamente la pluma, que detenida con el letargo de la consideración, admira más que produce y refiere. No olvida, pasa en silencio de propósito otros muchos y señaladísimos beneficios, que en las ciencias, artes y profesiones de pura conveniencia ha producido el ingenio español. Mi intento fue demostrar que en los asuntos útiles no hay nación que pueda disputarnos los adelantamientos. Si en otros que vende como necesarios el modo con que se trata hoy el saber, nota menos progresos el celo o la malignidad; la esperanza y la razón de los estudios está en el César: quiero decir, el benéfico Carlos III, el ilustre Conde que le ayuda a llevar el grave peso de la Administración, han aumentado ya mucho de lo que se echaba menos: aumentarán lo que falta hasta el extremo que espera la nación de sus vastos designios.








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