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Oraciones evangélicas y panegíricos funerales


Hortensio Félix Paravicino y Arteaga


[Nota preliminar: edición digital a partir de la edición de Madrid, por María Quiñones, 1641 y cotejada con la edición crítica de Francis Cerdan, Sermones cortesanos, Madrid, Castalia, 1994, cuya consulta recomendamos.]




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A Nuestro Reverendísimo Padre el Maestro Fray Luis de Aliaga

Confesor del Rey nuestro Señor y de sus Supremos Consejos, Estado e Inquisición


Contra opinión mía antigua, Reverendísimo Padre, doy a la estampa, esta vez, el sermón que prediqué en Toledo el tercer día de esta grande octava que hizo el Ilustrísimo Cardenal a la Dedicación del Sagrario. Porque, sin ofensa de los que le han mirado a otra luz, juzgué para mí siempre que pretender aplausos grandes con estudios breves era ambición demasiado contentadiza. Pero, habiendo mostrado Vuestra Reverendísima, luego que llegó a aquel lugar, deseo o gusto de ver en público estos borrones, libres van de cualquier censura, a lo menos no atentos a ella, pues, cuando granjeen menos estimación, acreditan más su obediencia. Fuera de que no son tan pocas las deudas en que a Vuestra Paternidad Reverendísima estoy, ni para dejado el lustre de contarme por suyo, que no pudiera, de agradecido, y aun de ambicioso, desear esta ocasión y otra más grande en que protestar mis obligaciones y empeñar la protección de Vuestra Paternidad Reverendísima a esforzar el desmayo de mis méritos con tan pública invocación. Bastantes causas son éstas, Reverendísimo Padre, a ofrecimiento tan corto. Mucho sentiría que prohijase nadie esta demonstración a no sé qué calumnias, lega y escuramente dilatadas, que he llegado a oír contra mí. Porque ni soy tan soberbio que presuma agradar a todos, ni tan humilde que ceda al descontento de algunos. Este sermón se ha de imprimir muy presto: antes ya casi se imprime en un libro de aquellas fiestas y, al lado de oraciones tan grandes, no será mucho que sienta el verse excedido. Así me pareció imprimirle antes y a solas, no para manifestar la seguridad con la osadía (si bien no era vano aqueste argumento), sino para excusarle el riesgo a que la ruindad de las comparaciones le expone de tener envidia, que es harto más desdichada cosa que padecerla. Veráse cuán fielmente se copió este traslado del original que tiene en su poder aquel Príncipe, Padre y Juez de la fe en España si el llegar a dar razón de esto (como a él mismo le ha parecido) no es ya desconfianza de mis estudios y ofensa de quien los honra. Quitaremos de camino a los de balde mal intencionados (que no pienso que en esta ocasión los hay) un vano consuelo con que lisonjean su envidia, que es oír hablar en duda y meter a fábula (pero en efecto fábula) a los hombres conocidos. Pues, leído este sermón que por tan numeroso concurso dejaron muchos de oír, no puede haber hombre, no digo yo docto, pero ni de juicio, que cuando no le estime por de poca erudición, pueda culparle por de aspereza. Aspereza digo por la doctrina, no por el estilo: que éste, aunque no fue elección mía, sino favor o enojo del Cielo, natural a la pluma como a la lengua, ya sé cuán pesadas censuras lleva, pues me obliga a trabajar por esconderme con los demás lo que quizás, por diferenciarse, trabajarán otros. De personas graves, y entre ellos algún profesor público de Escuelas insignes, lucido y premiado justamente en ellas, he oído que han escrito y escriben discursos en mi defensa. Desde aquí les agradezco la demonstración, pero les persuado a excusarla, pues ni yo prediqué materias que pidan satisfacción, ni quien las llegare a calumniar merece atenciones doctas. Antes bien, entre los cultos y que saben las deudas de una oración, han de parecer viciosas, de repetidas, las excusas que leerán en la mía. Todo esto espero que lo juzgará así Vuestra Paternidad Reverendísima, a quien entre las demás prendas venerables que le han puesto en ese lugar soberano, con tanto aplauso como razón, ha dado el Cielo un corazón tan grande. Que no es justo concederle al calumniador lo que él pudo desear, que es meter en cuidados a la inocencia, sino castigarle con el desprecio (como advirtió Tertuliano) pues no es posible sino que sienta mucho ver defraudar en la constancia ajena el dolor que había pretendido de ella la emulación propria, no de otra suerte que la importunidad de las ondas rompidas en el peñasco (como consideraba Tulio) descubre, entre las espumas con que desbrava, tanto de su afrenta como de su enojo. No es nuevo para mí nada de esto, Reverendísimo Padre, que desde menores años vivo expuesto, y aun provocado, de estos estruendos, sobrada e injustamente a mi parecer; porque ni mis pocas partes podían ser objeto de envidias, ni mi modestia lo merecía ser de odios. Pero si tenemos un Maestro, Jesucristo, que haciendo bien a todos padeció calumnias de muchos, ¿qué extrañamos tentaciones humanas los que veneramos ejemplos tan divinos? Guarde nuestro Señor a Vuestra Paternidad Reverendísima largos años. De esta celda de Vuestra Reverendísima, a primero de noviembre de 1616.

De Vuestra Paternidad Reverendísima menor hijo y capellán,
Fray Hortensio Félix Paravicino.

Beatus venter qui te portavit, et ubera
quae suxisti, quinimo beati qui
audiunt verbum Dei et custodiunt
illud.


Luc, 11, 27.                


(«Bienaventurado el vientre que te
trajo, y los senos que mamaste»)


Ésta es ya, fieles, la tercera fiesta, que en continuación de los misterios y solemnidades consagradas a la Madre de Dios, María, pide la disposición de esta octava, y el ánimo de todos, entre piedad sencilla y curiosidad atenta, lo está esperando. Advertida novedad y elección cuerda, discurrir por las grandezas todas de la Virgen los Oradores Cristianos (que este oficio les toca hoy más que nunca) para que por la excelencia del sujeto a quien se dirige aquesta solemnidad crezca la dedicación del edificio en mayor decoro, y la translación de la imagen en veneración más ardiente y de la suntuosidad majestuosa de la fábrica se arguya que sólo para tan gran Señora se pudiera haber levantado, siendo su primera alabanza el edificio mismo; pues con haber dado Dios al hombre, desde el entendimiento a la lengua, tan acomodados instrumentos para hablar y alabarle, al parecer por sí solos, dijo San Gregorio Niseno que le había dado las manos para que hablase mejor. Bien se celebra a esta Virgen singular, entre las demás aclamaciones festivas, con sermones tales; pero mejor que las lenguas de los súbditos, hablan en esta ocasión las manos del Prelado, digno Príncipe de espacioso panegírico y menos apresurados loores, si el temor de cargar su modestia y de defraudar en nada, con divertimiento humano, celo tan espiritual no hiciera zozobrar en el silencio las primeras velas de tanta navegación; Prelado al fin de esta santa iglesia, emulación sagrada de la de Roma, cuanto la obediencia que se le debe permite, resplandeciente templo y superior a todos, con tantos lustres de sangre pura, de devoción perpetua, de espléndido servicio; Iglesia de esta gran ciudad, insigne con imperial título y merecimientos de él, desde lo sagrado a lo lego, constituida como con una oculta providencia sobre estas montañas, o por cabeza o por corona de la parte mejor del mundo. La tercera fiesta, pues, a la continuación de misterios y disposición de octava, es la Presentación de María al Templo, a tres años de su edad, sagradamente ocupada toda y que a mí me ha cabido a predicar: con razón, porque con misterios que tocasen más al Hijo, o con más años de perfección en la Madre ¿cómo pudiera mi insuficiencia, que aun para la ofrenda sola se halla incapaz? Al último, al fin de todos, la fiesta última. Y llámola así, aunque tercera, porque si bien de su mucha antigüedad se hallan algunos rastros en dos sermones de San Germán Arzobispo de Constantinopla y de Jorge Nicomediense, que de los Santos todos de la Iglesia no se halla otro, aunque en Francia se celebraba por el año de 1375, cuando el Cancelario del Reino de Chipre erigió en honra suya un Monasterio a los Padres Celestinos, y Paulo II la renovó, confirmando las indulgencias que su predecesor Pío, también II, había concedido. Otro Pío, empero, que fue el V, en la contracción del oficio eclesiástico la dejó en silencio, y Gregorio XIII dio licencia a las Iglesias de España solas, hasta que el año de 1585, acordándose aquel gran Pontífice, Sixto V, de la antigua solemnidad de su veneración, la mandó restituir universalmente, dando nuevo amparo y doctrina a nuestro enseñamiento y necesidades. Mas, con ser la última en la introducción de la fiestas de la Virgen, en los pasos de sus méritos (cuanto a expresa testificación de la Iglesia a lo menos) es la primera: porque de su Concepción y Nacimiento no solemniza la Iglesia tanto los servicios de María cuanto las mercedes de Dios. Estas quince gradas, que en tradición de los Padres, sube por su pie esta niña para acercarse al Sagrario, y el voto con que se ofrece a sí misma por Sagrario de su espíritu sólo (si ya esta pureza suma no le amaneció más temprano entre las primeras luces, digo, de su Concepción purísima) son los primeros pasos a que hace fiesta y de quien quedaron las huellas, últimamente, tan firmes en la estimación, como en las piedras de esta iglesia santa. El día de su Presentación y Dedicación a Dios, fieles, fue el primero que comenzó María a pisar, o antes, a santificar templos; desde entonces afectaron las losas del de Salomón a usurparle al pie las estampas y, ahora, así en el beneficio como en la memoria, salieron con ello las de Toledo, no más, siendo de la copia de esta dedicación del Sagrario que todos estos ocho días solemnizamos, el original primitivo la Presentación que hoy predico; con que viene a ser, no sólo festividad, sino explicación del Evangelio que hoy se ha cantado (que esta obligación principal ningún otro concurso debe alejarla), pues alabando una mujer a la Virgen por Madre de este Señor, viéndole convencer a los fariseos sobre el milagro del endemoniado mudo, él la dijo que más bienaventurada era por haber oído y guardado su palabra, si bien las suyas fueron universales a todos, que es el Evangelio todo, y la muestra de que las solemnidades que han precedido de su Concepción y Nacimiento fueron prevenciones para Madre de Dios en la naturaleza, pero la de su Presentación, hoy, para Madre suya en la gracia. Alcanzadnos la que habemos menester, gran Señora, pues se atrevió a decir el Príncipe de la Escuela que en cierta manera la derivábades vos a todos. Hacedlo así, Madre Santa, en mí, para que proponga dignamente la palabra de vuestro Hijo, entre vuestras alabanzas, en los oyentes, para que la oigan y guarden, con que no sólo concebiréis vos a Dios en vuestras entrañas: Beatus venter, etc., sino nosotros en nuestros corazones: Beati qui audiunt verbum Dei. Fiémoslo así, fieles, pero invoquémosla como acostumbramos. Ave Maria.


- I -

Beatus venter qui te portavit,
et ubera quae suxisti.


Luc.                


En tan gran concurso de Predicadores y oyentes (Ilustrísimo Señor), en tan sobrenatural y eminente materia de alabanzas, no será bisoñería entrar reconociendo temores y confesando embarazos para acertar. Pero como tampoco se pueden negar deseos, fuerza es que tomemos algún nuevo camino a que la materia y brevedad del Evangelio me guía, y no tanto de curiosos cuanto de necesitados. Porque veo en la carrera de los misterios todos de la Virgen (que a ser Madre de Dios se reducen todos) tales jayanes al palio, que seguir sus huellas con pasos tan cortos como los de mi poco decir pasa de humildad a vergüenza. Tomemos nuevo camino, que aunque parece nuevo, vendrá a parar en lo recibido y común: que al fin, andándole solos (sin compañeros digo, no sin Santos, que son las luces, por poco que caminemos) no quedará tan corrida nuestra diligencia, a lo menos no tan juzgada. No hablemos, pues, de María como Madre de Dios hoy, aunque esta dignidad superior es imposible excluirla de sus loores; como Madre de hombres hablemos de ella, que es tierna y útil consideración el mirarla como Madre; pero no sólo Madre, porque ayuda, porque ampara, porque intercede (porque esto es serlo de misericordia no más, como con la Iglesia la llamamos siempre), ni sólo porque deseó nuestra salud sumamente y, compadeciéndose en último grado en su Hijo, nos engendró en la Cruz con vehementes dolores, que es lo que adelantaron, como pensamiento más encarecido, Orígenes, Agustino, Anselmo y San Bernardino de Sena. Más añado, con la modestia debida a tales Padres (confesando siempre lo que yo dijere por menos); más añado, y es: porque como Madre verdadera y real, por serlo del Hijo de Dios en carne, nos engendró en él. Extraña propuesta a la primera luz: ya pasa de admirable y de paradoja. ¿Esto es confesar pureza perpetua en esta Virgen Santa? y ¿en iglesia de Ildefonso, el batallador glorioso de esta verdad? ¿Cómo con la fe de no tener la Virgen más Hijo que a Jesucristo, que ésta es la fe que confesamos todos, se puede compadecer el darla a tantos hijos como nosotros? Buscar, pues, debemos el modo: que amar hasta no creer, nunca fue fineza; y querer tanto a la Virgen que riñamos con la fe, no será cordura. Pero hállolo en unas palabras de San Pablo a los Efesios, tan apretadas, que hacen más que llano el camino en que entro. Hablaba el Apóstol del amor que deben los maridos a sus mujeres, e infirió que nadie aborrecía su carne, sino que la fomentaba, como Jesucristo su Iglesia. Porque somos, dice, miembros de su cuerpo, de su carne y huesos. Aunque a mí me notáis de dificultoso, esta proposición no lo está. Tan lejos se halla de escura, que a ser de pluma menos irrefragable, pudiera ser afectada: cuerpo, carne, huesos, Quia membra sumus corporis ejus, de carne ejus, et de ossibus ejus. Pensaba yo que como del primer Adán venimos según la carne, de tal manera que según el espíritu no venimos (que ése fue el error de los otros que querían traducir la alma del primer Padre a todos los descendientes y que fuésemos engendrados según ambas sustancias, error en que tropezaron no vulgares Padres), así también nos derivamos en la santificación de este celestial Adán, tan de su espíritu que en ninguna manera de su carne. El Apóstol, empero, aludiendo al caso del Paraíso y a la formación de Eva, a quien, como fabricada de su costilla llamó Adán carne y hueso suyo, porque verdaderamente lo era, dice que somos formados de este Señor, de su mismo cuerpo, de su carne y de sus huesos mismos. Ni basta a satisfacer tanta escuridad como la exageración repetida del Apóstol ofrece el ser de una misma naturaleza, porque también lo somos de la de Moisés, y aun de Faraón, y no por eso venimos de ellos y de sus cuerpos, como Eva viene del de Adán su esposo. Resuélvome con Cayetano, que por falta de Escolástico no errará, en lo mismo que el Apóstol dilata en aquel capítulo, que como de la carne y huesos de Adán durmiendo se formó Eva, de la carne y huesos del Adán Cristo, Cordero sacrificado, y muriendo, se formó la Iglesia. Es bien verdad que la ejecución no fue corporal y grosera, sino simbólica, espiritual y meritoria, como los Santos Crisóstomo y Cirilo lo entendieron, pero esto no quita que sea de su carne, de su cuerpo, de sus huesos. Si es así, como es dogma católico, que en esa naturaleza nos redimió, y así en ésa nos reengendra, confieso que es grande el misterio, y que os pondrá a todos en cuidado que de carne, sangre, y huesos procedan hijos de espíritu. No me espanto, que así lo sintió el Apóstol, y viendo arrancar pedazos de carne del primer hombre para darle sucesión, en símbolo de esta verdad dijo: Sacramentum hoc magnum est ego autem dico in Christo et in Ecclesia. Grande es este Sacramento, pero donde yo le veo más misterioso, es en Cristo y en su Iglesia. Mirólo aquel Príncipe de ella sobre cuantos yo he leído hondamente, y admirado de ver renovado en la Cruz el arrobo del Paraíso, y que del cuerpo de Cristo nacía su Esposa, haciendo fuerza con el espíritu en el hueso de su fábrica, repara con sutileza: ¿por qué, para formar un sexo frágil de otro más fuerte, no escogió Dios la carne del lado, más que la costilla? Pues era deducción más conveniente sacar una mujer blanca y de tierra natural de una parte de carne fácil, a cuyo principio se pareciera siempre, que de lo recio del hueso, de quien se había de desviar su naturaleza. Y porque pasme, añade aquí este grande hijo de Benito: «el que se pusiere a considerar la profundidad de este Sacramento advertirá que no le volvió otro hueso por el que le había quitado, sino que le llenó de carne el vacío». Tulit unam de costis ejus. Podía Dios, para hacer una mujer flaca, quitar la carne al varón y, para remediar la falta del hueso, sustituirle otro; y no lo hizo así, sino que, quitando hueso, dio carne sola con que formó el sexo más fácil de la materia más dura; y fue Adán hecho hombre débil para que fuese Eva mujer fuerte. Enflaquecióse Cristo (dice Pedro Damiano) para esforzar la Iglesia que nacía de él, y para eso tomó en sí la flaqueza nuestra, para asegurar en nosotros la fortaleza suya: Quod infirmum est Dei, fortius est hominibus. Suele el que va a la batalla (palabras son también suyas), el que sale acá al desafío, sobreponer al cuerpo flaco y blando de padecer, el ante, la malla o el metal más duro de resistir, para que la fuerza exterior ampare la flaqueza escondida. Pero ¿qué despropósito fuera retirar la fuerza adentro y exponer la flaqueza al golpe? Un hombre de carne puédese vestir de acero, pero si fuera acero ¿fuera bueno armarle de carne? ¡Qué extraño modo, pues, de desafío es aqueste de la Cruz, que esconde Dios el acero de la Divinidad impenetrable, y le sobrepone carne tan sin defensa! El peto fuerte de su deidad ocultó: Ibi abscondita est fortitudo ejus. Y armado de carne flaca, y ésa tomada de una mujer, pues como dijo San Metodio a la Virgen, ella le armó de todas armas a Dios: Tu potentem illum corpore tanquam decenti panoplia induisti. Gana fue, fieles, de apostar con la primer batalla y perder por carne al demonio, que por ella había ganado, siéndole a su enemigo causa de su ruina la misma carne que había sido materia de su victoria. Pues, como dijo San León con valientes términos, no parecía que con justicia perdía el demonio la servidumbre original del linaje, que espontáneamente se le había entregado, si no fuera vencido de aquello mismo que él sujetó: Non juste diabolus amitteret originalem dediti generis servitutem nisi de eo, quod subegerat vinceretur. Y para esto nació de una virgen, sin compañía de hombre, por obra de Espíritu Santo sola: Quod ut fieret, sine virili semine Christus editur ex Virgine. Ofreciéndonos para la reconciliación a todos en una hostia, que siendo íntima a nuestro linaje, a nuestra contaminación fuese ajena: Offerenda erat pro reconciliandis hostia, quaesset nostri generis socia, nostra contaminationis aliena. De esta carne, pues, esto es de este Señor eterno, en esta carne mortal, nos engendramos los fieles, como verdaderos hijos, a nueva vida, siendo tantos, que se asombró de mirarlos, aún desde su tiempo, Isaías, y dijo: Generationem ejus quis narrabit? ¿Quién podrá contar su generación y larga descendencia cuando muriere, pues de poner la vida por ella, ha de engendrar sucesión perpetua? Que si bien los Santos lo suelen entender de la generación suya, o eterna del Padre, o temporal de María, y la fuerza hebrea convenga más al orden y proceso de su causa, como la verán los doctos, todavía a este mi sentimiento hace gran lugar el contexto de la Vulgata: así le llamó otra vez Padre del siglo futuro, que somos nosotros, Pater futuri saeculi. Como David le dio sucesión propria Et semen meum seviet ipsi, lugar por que no irán de paso los que saben algo de hebreo. Y aun en nombre de los cristianos todos parece que le habla Isaías con énfasis milagroso: Tu enim Pater noster, et Abraham nescivit nos, et Israel ignoravit nos. Tu, Domine Pater noster, Redemptor noster. Tú eres nuestro Padre, Señor, más que Abrahán, que ya no nos conoce, y que Israel, que ya nos ignora. Tú eres nuestro Padre, y tú eres nuestro Redentor; y cuando nos redimiste, nos engendraste. Bien apretado está aquí este modo de filiación: así lo dijo San Pablo a los de Galacia, si bien la llama adopción, para significar que no era la ejecución carnal, ni forzosa, sino espiritual y de gracia; pero no porque excluya la carne de Jesucristo ella, que quien dice Cristo, forzosamente dice Dios en carne; y quien nombra Redención, incluye naturaleza capaz de muerte; y así se ven en sus cartas tantas repeticiones de carne y sangre de Jesucristo que será excusado trabajo el referirlas. Por eso nos llamó San Mateo hijos del Esposo, y San Juan, de la luz, creyendo en ella. Si somos, pues, hijos de Jesucristo, como Padre, como Esposo, como luz; si somos engendrados, en cuanto Iglesia suya, de su carne, de su cuerpo, de sus huesos, como sacramento de Adán, luego hijos somos de María también. Que aunque Eva, símbolo primero de la Iglesia, esposa de este señor y madre nuestra fue formada inmediatamente del cuerpo, carne y huesos de Adán, de la misma tierra virgen se origina de que Adán su principio y su esposo fue formado, si ya no es que queráis decir (que no diréis) que no es la tierra madre de nosotros todos. Así pues, María, siendo la primera tierra virgen de quien fue formado aqueste Adán Jesucristo, lo es de esta Eva e Iglesia, producida de la carne de este Señor, por inefable modo, y así de nosotros los fieles todos que la componemos. Es así, empero, que los Santos comúnmente no sutilizan en el símbolo de Eva tanto esta verdad, contentándose con llamar a la Virgen Eva segunda, por quien se reparó el daño de la primera; y en esta razón también la llaman Madre nuestra, pues llegó a decir Epifanio que no había sido Eva figura sola de María, en llamarse Madre de vivos, sino su enigma, pues no lo fue sino de muertos solos. María sí que fue Madre de vivos innumerables, siéndolo de Cristo, vida, en su muerte, de todos. Cuidado le daba a Ambrosio (para acercarnos ya, en consecuencia de esto, al intento escondido del Evangelio) el oír llamar a las entrañas de la Virgen montón lleno de trigo, aunque cercado todo de azucenas: Venter tuus acervus tritici vallatus liliis, porque no reconocía él, con la fe, más que un grano, que es Cristo sólo. Pero parece que reparó con cuidado en que María no tenía en sí a Cristo para vivir solo; pues dijo alguna vez el Abad Guerrico una bien dulce exageración, que con desear tanto Dios ser hijo de esta Señora, el mayor dolor que tuvo fue en no padecer en nueve meses que se encerró en sus entrañas, que la ociosidad en quien ama mucho, mucho tiene de torcedor (si tan baja voz pudo nunca competir a amador), que se ocupó siempre en el bien ajeno tanto. Para morir, que era a lo que venía, pues, tenía la Virgen en sí este grano Cristo, y el grano de trigo, sin morir, quédase solo, como dijo él, tratando de su Pasión; pero muerto naturalmente lleva gran fruto: Multum fructum affert. Luego, si María tiene en sus entrañas un grano de trigo que ha de ser muerto, un montón entero tiene en virtud. San Epifanio aun se explicó más, porque cuando se siembra el trigo, dice, cada grano cae en parte diferente de tierra, cada uno arroja su macolla; de cuatro o seis cañas da otras tantas espigas e innumerables granos; y si fuera de infinita virtud el primer grano, infinitos fueran los que llevara y ¿cúyos hijos, pregunto yo, fueran?, ¿cúyo fruto? Claro está que de aquel pedazo de tierra donde cayó el un grano, y no donde cayó su vecino: porque cualquier grano de trigo naturalmente tiene tomar para sí la tierra cercana y convertir en su ser la sustancia de ella, y todo aquel manojo de espigas no es más que tierra y virtud suya, usurpada o recibida de aquel grano que se sembró. Viene, pues, Dios a la tierra, como grano de trigo y de infinita virtud a morir en esta mística sementera, pero verdadera y real; a morir en fin, para unir a sí a los hombres y llevar el fruto de ellos; cae en las entrañas de María, tierra virgen, no ofendida de arado ni acción villana jamás; lleva por macolla una Iglesia entera, por granos los fieles de ella. ¿Cúyos son aquestos hijos? ¿Cúyos han de ser, sino de este pedazo de tierra adonde cayó este grano? Ipsa est ager minime cultus (dijo Epifanio) quae verbum velut granum frumenti in se suscipiens, etiam manipulum germinavit. Con que veréis ya a luz bien extraña, pero piadosa y puntual, nuestro Evangelio confirmar esta verdad misma, pues alabando esta mujer humilde las entrañas de la Virgen por haber traído en sí a Cristo sólo, Beatus venter, le respondió «Bienaventurados los que oyen y guardan mi palabra, que son los fieles, y verdaderos hijos observantes de mi Iglesia». Que sobre el dar a su Madre por más bienaventurada, por esta puntualidad que es lo que dicen Santos e intérpretes, parece, en añadir omnes, como antítesis del te portavit que le dice: «no soy sólo yo, mujer devota, el fruto de aquellas entrañas, ni sólo a mí me trajeron, que hijos dichosos son suyos todos los de esta Iglesia, engendrados en mi palabra». Y felicidad es grande de unas entrañas en un punto mismo, con tantas circunstancias de pureza y misterio, ser Madre de tantos hijos: Quinimo (que son formales palabras de San Bernadino de Sena) Ita ut ex tunc omnes (y hablaba de la Encarnación y del consentimiento que dio la Virgen a ella) in suis visceribus bajulaverit, tanquam verissima mater filios suos. De manera, dice, que desde la Concepción de Jesús nos trajo a todos en sus entrañas.




- II -

Pareceráos que deshago la propuesta y que enfermo los encarecimientos o los enflaquezco con la explicación; pues todo esto es obra de espíritu y vendrá a ser María Madre nuestra, figurativa y misteriosa no más. No digo tal, sino Madre verdadera y real (que fueron mis primeras palabras) que nos engendró. Pero claro está que no había de ser inmediatamente y en singulares acciones, pues fuera atribuirla diferentes entrañas y partos diferentes. Y no sólo será esto contravenir a la verdad católica, sino a nuestro mismo provecho, no siendo ya hijos de Jesucristo en la Cruz, que es en lo que nos fundamos. Demás que otra cosa no cabía en medianísimo seso, antes en ninguno. Crisólogo nos desembaraza con su agudeza: ¿qué tememos tanto? Nonne haec exeuntem populum de Aegypto (dijo) uno utero concepit ut emergeret coelestis in novam creaturam renata progenies? ¿Cuándo no fue María Madre nuestra?, había dicho: Quando no mater? Siéndolo de Cristo, pues concibió de un vientre tantos hijos, como el pueblo entero que salía del Egipto del pecado para que, renaciendo en las aguas la generación terrena, ya viniese celestial cuando llegase a la orilla; que si bien en diferente metáfora del Mar Bermejo es lo mismo del Senense: Tanquam verissima mater filios suos. Que todos juntos nos trajo en sí como Madre verdadera, porque trajo a Cristo y le dio su misma carne; y de ésa procedemos en la santificación, como verdaderos hijos nosotros, como de Adán celestial, a la manera que del terreno descendemos pecadores, cuanto esa oposición de términos sufre: Sicut in Adam omnes moriuntur (dijo San Pablo) ita, et in Christo omnes vivificabuntur. Como en Adán todos mueren, en Cristo han de tener vida; y en Adán mueren por la carne de que se derivan, luego en Cristo han de vivir por la carne de que se forman. Por su carne, digo otra vez, que eso es Dios en carne; pues por ella, y en ella, fue nuestra comunicación con él, como hombres nosotros, como hombre él; que así lo dijo con energía grande Pablo: Qui sanctificat, et qui sanctificantur ex uno omnes. Para santificar, y ser santificados. Conforme a las leyes de las bendiciones, todos han de ser de una sangre y de un linaje. Y así no se corre Cristo de llamarlos hermanos por David: Non confunditur eos vocare fratres, ni por Isaías hijos: iterum ego, et pueri mei. Reparemos un poco en estas palabras, a ver si acaso (cuanto las analogías del púlpito dan lugar) hallamos aquí esta verdad escondida. Porque ya le miremos como Padre, ya como Hermano, no habla de tenernos por hermanos e hijos, en la gracia de la adopción sola, en cuanto es uno con su Padre, que ese parentesco arguye superioridad de que preciarse, y no achaque de que correrse. Luego como hombre habla, y de nuestra naturaleza, que era de lo que podía correrse. Tiene acá un hombre principal, un señor, algunos hijos, uno en igual persona a su calidad, otros en otra mujer demasiadamente humilde; no a todos suele traerles con igual lustre, porque no tiene por madre digna de sus hijos aquélla, aunque lo fue de su amor. Y el mayorazgüelo de la compañera ilustre se suele correr de que le llamen hermano. Es Padre y hermano Cristo de los hombres, como Hijo natural de Dios, pero de eso, como hemos visto, siendo de un mismo ser y adoptándolos no más, no podía correrse. Pero eslo también como Hijo natural de María, y de esto pudiera correrse por la desigualdad de la naturaleza, y dice San Pablo que no, tan pagado está de ser hombre. Tan dulce tirano suele ser el amor, que inferiores y civiles empleos suele obligar a descanso a las más soberanas prendas. Pero si nos llama hermanos, a alguna madre por término ha de mirar esta relación. ¿A quién sino a María?, de quien dijo San Buenaventura: Maria non solum est Mater Christi singularis, sed etiam mater omnium fidelium universalis. Y así dice Ambrosio. Prosigue el mismo San Buenaventura: Si Cristo es hermano de los que en él creen, ¿por qué no ha de ser Madre de todos ellos María? Si Christus est credentium frater, cur non ipsa, quae genuit Christum, credentium sit Mater? Luego parece que en no correrse Cristo de tenernos por hermanos, da a entender San Pablo que somos hijos de esta Señora, pues esa Madre sola reconoce él y confesamos nosotros. Porque comunicó, pues, íntimamente con estos hijos de su Iglesia (prosigue el Apóstol) y ellos participaron de su carne y sangre, y él la participó también (que son palabras de gran comunicación): Quia sicut pueri communicaverunt carni, et sanguini, similiter ipse participavit eisdem. Formando un cuerpo místico de todos (pero real y verdadero, no imaginario), llegó en su muerte a vencer por ella al que tenía su imperio contra la vida, que es el demonio, para librarlos de su esclavonía. ¿No veis todo el Sacramento de Cristo y de su Iglesia, como simbolizado en Adán, formarse en la comunicación de esta carne que tomó de María? Luego allá está mirando esta filiación, porque no tomó (dice el Apóstol) naturaleza angélica, sino la de Abrahán, y así debía parecer en todo lo no indecente ni culpable a nosotros: Per omnia debuit assimilari fratribus. Este semen Abrahae que dice Pablo que apprehendit, es la sangre sola purísima de María. Pues si somos hijos de este Señor, como de Dios, en carne, y él no tiene otra que la de esta gran Madre suya, ¿por qué no lo ha de ser nuestra, si en esta carne de Jesucristo vencemos y en ella hemos de triunfar? Oídselo a San Pablo por si yo no sé declararme. Tengamos, hermanos, gran confianza, dice, en la sangre de Jesucristo, que nos abrió el Sagrario (que eso es en rigor Sancta Sanctorum), haciéndonos un camino vivo y nuevo por el velo. Esto es, por su carne misma: Per velamen, id est carnem suam. Que este velo sea el del Sagrario, o Sancta Sanctorum, las palabras lo dicen claro. Cómo se pueda entrar por él, debe ser lo dificultoso, porque el velo del Sagrario y de cualquier imagen está tan lejos de dar paso que no sólo estorbaba los pies, sino los ojos, porque no registrasen nada. Y si era figura de la carne de Cristo (como dice el Apóstol), tiene aun más fuerza la duda. Porque un velo de carne, no es cendal que permite a la vista examinar lo que encierra, cuanto más dar lugar a que lo penetren los pies. Pues ¿cómo dice que por su carne, como por velo, nos abrió camino? Leed la palabra antes, pero leedla con ternura: In sanguine Christi, que fue derramando sangre, y veréis que el paso era inaccesible, y así fue menester romper, hacer pedazos, hasta correr sangre y hasta desangrarse del todo la carne que servía de velo y que cubría la deidad, romper el cendal carmesí. Que un velo tirado cubre la imagen, pero roto, bien la enseña que no en vano se rasgó al tiempo de la muerte de este Señor el velo de aquel templo, en sangrienta significación de que por la carne desgarrada de este Pontífice y Padre del nuevo siglo se abría camino a sus hijos en su sangre. Rompió a vinagre los Alpes el valor infatigable del César, e hizo paso en las montañas al campo y nombre en la posteridad a sí mismo. Mas nuestro capitán, Cristo, no abre camino por piedras muertas, sino por vivas, Viam novam, et viventem. Y la misma bebida del vinagre aceda acabó de abrirnos por su carne el paso: Consummatum est. Ábrale a todos hoy, pues, este velo para el Sagrario de su Madre Santa, pues se cortó de sus entrañas, dadas hoy por tan felices: Beatus venter.




- III -

A este Sagrario, empero, que esta octava dedicamos, bien nos abre paso la carne de este Señor, pues se consagra a su Madre, de quien él la recibió; mas al del Cielo ¿cómo? si dice San Pablo que la carne y la sangre no pueden poseer el Reino del Cielo: Caro et sanguis Regnum Dei possidere non possunt. Pero bien cerca está en el texto la respuesta: Nec corruptio incorruptelam possidebit. Ni la corrupción poseerá lo incorruptible. No estorba, pues, no embaraza la entrada del Cielo, fieles, la carne y sangre, sino la carne y sangre corrompida del viejo Adán. No la del segundo, santificada: que antes se entra por ella sola. Y allí es cuando se ha de consumar últimamente este Sacramento de la Comunión de la Iglesia y sus fieles que juntó Jesucristo aquella noche sagrada, para llevarlos en sí a satisfacer al Padre, como los llevó en un cuerpo misterioso que formó de ellos. Allí, digo, en el Cielo, se consumará del todo este Sacramento, no sólo comunicando su espíritu y vida a las almas, sino su cuerpo, calidades espirituales y dotes gloriosas a los cuerpos de todos. Que esas esperanzas alentaban tanto al Apóstol en otra parte: Unde etiam expectamus Salvatorem Dominum nostrum Jesum Christum, qui reformavit corpus humilitatis nostrae configuratum corpori claritatis suae. Allí será la segunda resurrección para llamarla así, el tornar, digo, a tomar en unión no explicable todo este cuerpo y reino suyo que unió en la Redención, siendo cabeza de él todo, y entregársele a su Padre Cum tradiderit regnum Deo Patri. Que es donde mira aquel lugar de San Mateo tan dificultoso: Non bibam amodo de hoc genimine vitis y que ahora no sufre el tiempo poder detenerme en él. Allí, pues, se acabará de ver cuánto somos de su carne: pues de ella misma se comunicarán a la nuestra calidades tan de espíritu, y así se verá cuán grande parte es María, aun en la gloria de nuestra carne. Pero a esta consumación triunfal nos hemos de ir disponiendo y haciéndonos espirituales, desde el camino, que claro está que en un cristiano no ha de haber carne sin espíritu, que sin él, aun la misma carne de Jesucristo aplicado en el Sacramento, no os dará vida, si la coméis, como si la mordiérades: Caro non prodest quidquam dijo el Señor hablando con los fariseos, Spiritus est, qui vivificat. Notad la voz vivificat, que no quiere decir vivir en sí solo, como cada alma en su cuerpo, sino vivificar a los otros, que eso es lo que hace Cristo en los fieles. Si bien hasta la resurrección universal, como se vio en la suya, no acabará su carne de comunicar a la nuestra estos favores de espíritu. Y no hay que extrañar la junta de espíritu dentro de la jurisdicción de la carne; que hablando de la resurrección, así lo llamó el Apóstol, cuerpo animal y cuerpo espiritual. Ni por ser espiritual deja de ser cuerpo, y de esto está todo aquel capítulo lleno: Est corpus animale, et est corpus spirituale. Y parece que da como por razón de esto el Apóstol San Pablo el estar escrito que el primer hombre fue hecho en alma viva, pero en espíritu vivificante el segundo Adán: Factus est primus in animam viventem, secundus in spiritum vivificantem. Notad la diferencia de viviente a vivificante, que no está ociosa, porque el primer Adán, hízose en alma viviente, en sí sola, porque vivió en aquel cuerpo para servirse de él sus acciones; pero el postrer Adán, Cristo, no sólo vive como alma en sí, sino vivifica como espíritu a los otros con su comunicación. Rasguños breves y escondidos de esta verdad nos da la lengua santa, donde aun es más hermoso el antítesis. Porque al formar Dios la estatua del primer hombre, de un poco de polvo sutil que con la humedad del agua pudo atarse (como notó Tertuliano en lo de bautismo: Non sine sociantibus aquis) y trazar con eso el modelo, al alentar en él y encender en vida con la llama de su amorosa respiración la tierra mal mojada de Adán, dice la Escritura que expiró en él espíritu de vida, en plural, o vivificante: Ni ix mad Jaim, pero que él fue hecho en alma viva no más: Nephes xaja. Pues si le dio espíritu de muchas vidas, y vivificante, ¿cómo trocó los términos, y Adán no salió más que en alma viva, por vida sola, sino porque se guardaba para Cristo esta eficacia santa? En especial que el ni ix mad alude al Jaim, que es Cielo. Y parece que se mira con las palabras de San Pablo Primus homo de terra terrenus, secundus de coelo coelestis. El primero, como nació de la tierra, quedó terreno; el segundo, como venido del Cielo, vino a quedar celestial aun el cuerpo suyo, con ser así verdad que en ser verdadera carne es cuerpo, como el de Adán. Y como acá trajimos al hombro la semejanza trabajosa y servil del primer hombre terreno, allá gozaremos las prendas incorruptibles del celestial, por su comunicación; que éste es el misterio grande en que acabará ya de ahogarse la muerte en el corriente eterno de la gloria. Pero no porque en el Cielo sea esta comunicación consumada se ha de dejar de comenzar en la tierra; antes bien allá no se acaba lo que acá no se comienza. Por eso llama hoy Cristo bienaventurados a los que se reengendran en su palabra, siendo voz de los que viven el Cielo; porque ya en el cuerpo mortal tratan del espíritu de su santificación, que quizá quiso decir eso San Juan, al señalar estos hijos: Qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis. No dijo que no eran de carne, sino que no tenían voluntad de tal. Y es deuda ésta en que entran madre e hijos, pues en esa circunstancia espiritual pone el Señor la mayor bienaventuranza: Quinimo beati.




- IV -

A esta deuda, pues, entra hoy la primera, nuestra gran Madre al Templo, de tres años. A ésta la traen sus padres, que para templo y consagración a Dios era prenda tan de espíritu. Siempre lo más se tuvo por digno de lo mejor. Y así coligió con grandeza Tertuliano la honra que Dios hizo de padecer por nosotros, pues se le envió Pilatos presentado a Herodes; porque una inocencia padeciendo por amor es pieza de Rey (dice el africano docto, como pudiera un español vulgar). Tal es María para Dios, pieza, digo, para él, en ofrenda santa. Llévenla al Templo sus padres; que el lugar proprio de su espíritu es el Templo; y el mayor adorno de él es su santidad: Domum tuam decet sanctitudo, dice David en nuestra Vulgata. Y otros leen: Pulchrior sanctitas. No hay cosa que le esté mejor a la hermosura de su capilla que la santidad de aquesta Señora, pues con ella parece que aun Dios está más lucido. No es desalumbrado el encarecimiento, porque si es lenguaje de Escritura que se viste Dios de los Santos como de traje proprio: His omnibus velut ornamento vestieris, no es nuevo que con un vestido, más que con otro, esté un Príncipe más galán. Y parécese a sí mismo Dios, que lo está tanto, que han querido Padres grandes que el aparecerse en forma humana en la Ley Antigua eran ganas de probarse el vestido de su Madre Santa, en la nueva. Restituyan, pues, a Dios esta gala, o no le priven de ella los padres de esta niña, y más que por ser su hija, la amen por eso. Que si de Ana, la madre de Samuel, dice Crisóstomo que era doblada la razón de amarle, una de la naturaleza y otra de la gracia, y que si le amaba como a hijo de su carne, como a espíritu consagrado a Dios la reverenciaba; si de Abraham dijo San Zenón, obispo de Verona, que quiso más ser sacerdote que padre, ofreciendo en su hijo humana víctima a Dios y ensangrentando a manos de su fe tantas esperanzas, no es mucho que los padres de María la amen y la veneren, y llevándola hoy al Templo, como padres en la carne la ofrezcan, y como sacerdotes en el espíritu, se la sacrifiquen a un tiempo. Y que ella, reconociendo el intento suyo, suba por su pie, sin admitir mano ajena, las quince gradas del Templo que desalentaran mayores años, cumpliéndoles a los Padres el voto que en su Concepción habían hecho, desde la cual (como notó Damasceno) comenzó a hacer cortesías la naturaleza a la gracia. Aclamara con Salomón los pasos de esta Señora: Quam pulchri sunt gressus tui, si por más novedad que pretendamos no quedase el lugar por común en ocasión tan particular. Sólo veamos dar un paso a Ambrosio, que del calzado notó: In calceamentis quia superior, et eminentior. Que iba así María calzada, porque se descollaba y excedía a todas. Privilegio que deben en lo natural las mujeres a su calzado, y que María goza en el espíritu desde luego, pisando, no quince gradas solas, sino cuantas se consideran de criaturas, hasta llegar a ser Madre de Dios en el Sagrario de sus entrañas, siendo del Templo de este mundo el Sagrario y el Cielo ellas. Que el llamar celestial a Cristo San Pablo, siendo de fe que fue de carne verdadera y natural, aunque dejamos dicha la principal causa, comúnmente lo suele aplicar la piedad santa de los Padres al ser Hijo de esta Señora, Cielo en la pureza y prendas del espíritu. Pues como al Cielo no llegan vapores de tierra ni impresiones peregrinas, así, ni a María, aun según la carne, se asomó humana perturbación. Elemento, pues, que no padece perturbaciones, mejor se llama Cielo. Carne que no tiene resabio alguno de tal, mejor se llama espíritu. Así parece que lo dijo ella en esos versos sagrados, que hizo: Magnificat anima mea Dominum, et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo. Mi alma engrandece al Señor, y en su Salvador se gozó mi espíritu. Dejo por más cierto ahora lo que los santos y mayores intérpretes han dicho en esta parte, así al dividir las del alma en la consideración, como en ponderar los gozos de esta Señora. Cuanto mi cortedad hacia mi intento puede atreverse, considero que quería María toda entera dar gracias a Dios por el hecho, como David un tiempo por la promesa. Y habiendo provocado su alma las alabanzas, parece que deba citar su cuerpo también a ellas, y no llama sino su espíritu. David más se declaró, y dijo: Cor meum, et caro mea, exultaverunt in Deum vivum. Mi cuerpo y carne, mi corazón y espíritu se gozaron en su Dios todo, yo me alegraré en él. ¿Cómo pues, María en el mismo empeño, y mayor, no da las mismas palabras? ¿Cómo, habiendo llamado al alma, no nombra al cuerpo, sino al espíritu? ¿Cómo, sino porque es como espíritu el cuerpo de esta Señora, aunque es cuerpo? Ni es del todo adivinar, si ponderamos los términos diferentes, pues del alma dijo que engrandecía, y del espíritu, en que significa el cuerpo, no más de que se gozó. Porque si la alma engrandece a Dios alabándole, el cuerpo le empequeñeció concibiéndole, si así puede decirse. Y podríamos esforzar este linaje de alabanza, cuanto respetuoso, tierno, con una filosofía en que han dudado muy pocos en las Escuelas: que accidentes espirituales no se pueden sujetar, como en proprios sujetos, en corporales sustancias. Y vemos en las entrañas de María, no accidente espiritual, sino espiritual sustancia, e infinita, como es Dios encerrado, y tan reducido a su pequeñez, que las pudo llamar San Metodio comprehensión del que es incomprehensible: Tu cuncta comprehendentis, et continentis comprehensio, y para eso no basta llamar Cielo a María, ni en la dilatación, ni en la pureza, pues él no es bastante a abrazar su inmensidad, como lo fue ella: Quia quem coeli capere non poterant tuo gremio contulisti, le dice siempre la Iglesia; menester es mirarla como espíritu y mente soberana. Porque de los bienaventurados en el Cielo nos dice la doctrina escolástica universal que ven a Dios con el entendimiento. Que los ojos del cuerpo, vulgar cosa es entre doctos que no hay omnipotencia que los eleve a ver un ángel, como es en sí, por exceder totalmente ese objeto, no sólo la virtud, sino la esfera toda de la coaptación esencial de aquesa potencia (no puede ir esto más claro, que está muy dentro de la filosofía). Con ver, pues, a Dios los bienaventurados, no le pueden comprehender: y más que le ven todo, porque para ver entendiendo un objeto, aunque sea infinito, un entendimiento basta, a quien la gloria dé lumbre, o porque vaya más en romance, a quien dé Dios lumbre de gloria; pero para comprehenderle, otra eficacia infinita era menester. Así Dios se comprehende a sí solo; luego si María comprehende en sus entrañas a Dios, no le basta ser Cielo; entendimiento y espíritu ha menester ser, y no como quiera, sino infinito. Bien es verdad que (como verán los que saben de esto) no es esta comprehensión de Dios, penetrado y entendido, sino concebido y abrazado. Pero es tan ajena voz de la infinidad de Dios ésta de comprehendido, que es prodigiosa cosa que se atribuya el comprehenderle a una criatura y en fuero tan ajeno de Dios, como cuerpo y carne. Mirad si llama con razón nuestro Evangelio bienaventuradas sus entrañas, pues que son comprehensoras, cosa que todos los bienaventurados juntos no lo son. No siendo esto opinable, sino tan cierto que es de fe que en los entendimientos de los bienaventurados no puede caber Dios totalmente, y es de fe que en las entrañas de esta mujer cabe, véase si sabe a espíritu carne, de quien tanto se dice, que sola la fe se puede arrojar tras sus alabanzas segura. Poco habemos dicho, en que se den voces a María, que a los bienaventurados todos no les competan si le atribuyen los santos algunas imposibles de caber en el Padre Eterno: más, imposibles de caber en la Trinidad toda entera, pues llegó a llamarla Pedro Damiano Fons fontis, origo principii. Fuente de la fuente y origen del principio. Sabida cosa es entre escolásticos, y debe serlo entre fieles, que al Padre Eterno se le atribuye el nombre de Principio porque aunque el Hijo sea tan eterno como él (que sí es), se origina y engendra de su Padre, y el Padre es fuente y principio, pero sin principio del Hijo. Y así, siéndolo él, no puede haber otra persona en las tres a quien le convenga esta voz, con que se llama innacible, porque del principio, aun los mismos términos muestran que no puede haber principio. Y está tan lejos de la Trinidad el multiplicar palabras de principio, que para producir el Hijo al Espíritu Santo, ha menester, si dijésemos (hablando con nuestra cortedad) acompañarse del Padre, y juntos por modo de un principio expirativo sólo (no dos) expiran al Espíritu Santo, como fuera de tantos escolásticos, aun lo selló San Anselmo: Neque tamen duo confitemur principia, unum Patrem ad Filium, alterum Patrem et Filium, ad Spiritum Sanctum. Tanto rehúsa la doctrina católica multiplicar nombres de principio, cuanto y más principios de principios en Dios. Luego estas palabras, fuente de fuente, principio de principios no caben en el Padre Eterno, ni en toda la Trinidad, con ser inmensa, y las vemos atribuir a María, en cuanto se comienza de ella por la carne, el que es principio de todo por la Deidad. Carne, pues, en quien se ven privilegios, que en todo el ser Dios se niegan aun sus voces, ¿cómo no merecerá nombre de espíritu, aunque sea, como es, verdadera carne? Confieso yo que lo que al ser de Dios se le niega fuera imperfección el tenerlo, por los respetos que la teología discurre; pero suma alabanza es de estas entrañas, que palabras que suenan honra, no se hagan lugar a propósito en Dios, y en ellas le tengan tanto. San Anselmo, a lo menos, si no miró estas imposibilidades, grande comparación se atrevió a hacer de esta Señora a Dios (con la templanza que semejantes materias piden), pues llegó a decir lo que no sé yo si llegue a citar, que como Dios, haciendo todas las cosas con su Omnipotencia, es Padre y Dios de todos, así María con sus méritos, reparándolas, es Madre y Señora de ellas: Sicut Deus (dice el Santo), sua potentia parando cuncta, est Pater, et Deus omnium: ita beata Dei Genitrix Maria, suis meritis cuncta reparando, Mater est, et Domina rerum. No puede con Dios competir María que, cuando más excelente, se queda en regiones de criatura, y él vive esferas de Criador. Pero extraña cosa que Anselmo conciba tan grandes ideas de esta criatura que en el modo de su comparación con la Omnipotencia de Dios apuesten los méritos de María; que diga que cuanto él hace, tanto ella reforma, y de cuantas cosas y hombres él es Dios y Padre, de tantos es Madre y Señora ella. Pues, ¿que tendremos miedo de haberla llamado tantas veces verdadera Madre nuestra, siéndolo de este Señor mismo? De Sara, ¿no dice la Escritura, que parió los judíos? A Abraham, ¿no le llaman padre de muchas gentes, y no lo fue más que de Isaac? Luego ser María Madre del Isaac Sagrado, de cuyo sacrificio nació nuestra sucesión, es ser Madre nuestra también. Tenía Rebeca en sus entrañas no más que dos muchachos, y dice la Escritura que estaban dos pueblos en sus entrañas. Duae gentes sunt in utero tuo. Luego la madre de los progenitores, lo es también de los descendientes. Que si las informaciones de limpieza en esta Iglesia Santa ordenaran el examinar cualquier predecesor, por distante que en tiempo fuese, a la primer Madre habían de llegar de muchos, pues nos llamamos hijos de Adán todos, habiendo tales siglos en la distancia. Y si a nosotros nos hicieran información de Cristiano que es la honra de que se debe preciar este nuevo siglo, a Cristo habían de llegar, por quien nos llamamos y somos tales; y de Cristo a María, que es la que le engendró, no sólo verdadera, sino naturalmente.




- V -

No es el daño, sino que estos hijos cristianos, reengendrados en espíritu, no lo parecen, y todos sabemos a la tierra del primer Adán, y no al Cielo del segundo. De otra manera sutil y tierna lo entendía Orígenes, pues al encomendarnos Cristo en la Cruz como hijos a su Madre, en nombre de Juan su amado, no le dijo: «Ves ahí un hijo» o «hijos te quedan ahí», que era el lenguaje corriente, sino «Ves ahí tu hijo». Y, no teniendo María (dice Orígenes) más hijo que a Jesús, es lo mismo que si dijera: «Ves ahí el hijo mismo que engendraste, mujer», Perinde est ac si diceret «ecce filius tuus, quem, genuisti». Y con razón, porque cualquier cristiano, engendrado como tal en la carne y espíritu vivificante de Jesucristo, un Cristo debía ser en la vida; no él, Cristo en él había de vivir, como dice Pablo. Y no ha de entender María (como es verdad) que tiene en nosotros todos más hijos que a Jesucristo, pues sólo en virtud suya se llaman tales. Yo, empero, por no ensangrentar con la reprehensión fiesta tan grande, y de tantos modos alegre, no quiero examinar más hijos en esta iglesia que su gran Padre Ildefonso a quien toca tanta parte de esta dedicación como asistente a la causa de ella y a las acciones gloriosas de recibir él la casulla y esta imagen él abrazó. Y en él hallo un hijo de esta Señora, parece que reengendrado otra vez, si no en las sombras de la Cruz, como a Cristo (donde dicen los Padres que a dolores le volvió a engendrar en su sentimiento) en las luces del Sagrario, a lo menos, con el favor que le hizo de aquella milagrosa vestidura que entre visos de Cielo y resplandores de luz, cuanto despierta los ojos les suspende más el juicio. Pero parece no estar muy de lejos de aquella vestidura, que se daba a los recién bautizados antiguamente, como entre muchos lo dicen Arato y Dionisio y hoy día le ponen aquel capillo de velo o cendal de plata ordinariamente. Y esto en señal de nuevo nacimiento, como San Agustín lo entendió, con que vemos que no se contenta María con ser Madre de Ildefonso, como de los demás, sino con acciones de adopción nueva, y adopción sobre filiación, no lo han sabido las leyes, pero descubriólo el amor, en el cual parece que apuesta misericordiosamente María con Dios. Pues si él bajó al mundo, fue por el bien y amor de todos los hombres; pero María baja a él, por el bien y amor de Ildefonso solo, como de hijo querido. Pareciéndolo tanto en todo, que como Cristo, por ser hijo de María, no deshizo, sino que consagró y aseguró su pureza, así por serlo Ildefonso, se la defiende; y como a tal y Cristo suyo en la santificación de su Hijo Dios, le vistió ella de su mano misma. Pues no sabemos que haya vestido María, sino a Cristo e Ildefonso, y con una singularidad prodigiosa pues para vestir a Cristo, parece que se contentó con lo que hallaba en él y para vestir a Ildefonso, trajo del Cielo el vestido. Echa Dios del paraíso a nuestros primeros padres, y por no enviarlos desnudos (que nunca al liberal se le olvidó el bien entre los enojos), háceles de dos pieles de animales, dos vestidos de villanos. Y como se los ve dar a Dios, en lugar de túnicas pelliceas, vuelve el parafraste caldeo vestimenta honoris, vestidos de honra. ¿Vestidos de honra son los que se dan a dos penitenciados? Pues, ¿qué honra será la de aquesta vestidura que se da, no para acusar ingratos, sino para confesar obligaciones a hijo, viniéndole esta purísima Madre a buscar al templo? Que aun en esto parece también su hijo, y ella como Madre, acaba toda la carrera de su cuerpo, no ya en dotes parecidas a las de gloria, como en su cuerpo aun mortal confesó Gersón, sino en las proprias espiritualidades lustrosas de que a su carne sagrada vistió la gloria misma. Bien es advertir, para declarar esto, que las carreras de la antigüedad no eran como las nuestras, comenzando en una parte y acabando en otra sino que salía de este lado, y al llegar a la raya de aquel, daban la vuelta sin tocarla ligeramente y tornaban a la cárcel primera de donde habían salido. Que así llaman los latinos la raya del arrancar: Metaque fervidis, evitata rotis dijo allá no sé quién. Y una carta entera ocupa San Isidoro Pelusiota en la noticia de esto. Guardó en su economía (como dicen los griegos) este linaje de curso Jesucristo y, saliendo del Cielo, no cumplió su carrera el Jayán con llegar al palio del leño, ni aun con levantarse del mármol (con morir, digo, y con resucitar), menester fue tornar a subir a lo sumo del Cielo, de donde había descendido. A summo coelo egressio ejus. David: et occursus ejus, usque ad summum ejus. Y San Pablo: Quod ascendit, quid est, nisi quia et descendit? A lo que quizá llamó él otra vez llenar el curso: ut impleret cursum suum. Así su Madre Santa, no parece que acabó la carrera con llegar al Cielo, siendo Madre y abogada de hombres, como el Redentor y Padre. Volver tenía al suelo, de donde había comenzado, y donde tenía los hijos: siendo la novedad de la descensión en honra suma de esta gran Ciudad; pues no bajó a Nazaret, sino a Toledo, que como halló en él mejores hijos, la escogió por mejor patria del Evangelio; con que podía perder el nombre de tierra, pues tiene así el Cielo de María, como el sol de su imagen. Así la llamo, ocasionado de lo que dijo Platón, que el sol, la luna y las estrellas eran ídolos y estatuas que se habían dedicado de su mano misma los dioses, a diferencia de los demás, que le habían consagrado acá en la tierra los hombres. Dejemos al gentil, aunque tan sabio, en su credulidad, y consideremos que habiéndose dedicado María esta imagen, con el abrazo que sobre el altar la dio, las demás imágenes se las ha consagrado nuestra piedad; pero ésta es el sol de las imágenes que se dedica ella con su presencia. Entre, pues, el sol en el cielo de aquel Sagrario, que en la pureza del celo que le consagra y en el ministerio a que se destina, lo es; que no le faltará perpetuidad, por falta de espíritu y templo, como del de Salomón dijo el Santo Obispo de Verona que por eso se destruyó: Quia in eo Templum, verum non erat Templum. Pues hoy, como dijo San Germano, el Templo animado de María, en su Presentación misteriosa, va al Templo inanimado de Salomón. Y los demás Santos a más pasan, que es a llamarla Sagrario. Basta, por tantos como lo dicen, basta hoy Ildefonso, que así la llama, y lo cree: Quae Spiritus Sancti Sacrarium, et appellatur, et creditur. Con que vemos con evidencia, que en la solemnidad que hoy predico, fue la primera vez que se le dedicó a Dios Sagrario, si en todas estas ocho, se le consagra a su Madre. Y si en el día de la Presentación hay duda en el llegar la Virgen al Sagrario de aquel Templo, o Sancta Sanctorum, como lo conocen los estudiosos, hoy no puede haberla, pues llegará el domingo al Sagrario que la ha labrado nuestro Pastor, y se llama su capilla con ese nombre. Que aunque en rigor es proprio de la custodia de Sacramento, y el depositarle allí los días de su octava, o el estar sobre ella en el altar mayor, cuando la abrazó la Virgen, la de este título, no es mucho que tenga un nombre en la dedicación el altar suyo y de su Hijo, pues a ella y a él los llamó Pedro Damiano una cosa misma, que es materia de amorosísimo pasmo: Uni creaturarum inest per identitatem, como alguna vez hemos predicado más largo. Y Fulgencio Carnotense anadió también que en la gloria Itaque gloriam, Filii cum Matre, non tam, dico communem, quam eamdem. Quede, pues, hoy gozoso este templo con tal Sagrario, honrado con tal imagen, tal imagen favorecida con tal abrazo, como la Virgen le dio llegándola a sus pechos: porque si hemos solemnizado el Beatus venter en sus entrañas todo el sermón, no se nos olviden en el ubera quae suxisti, sus pechos sacrosantos, en quien miraba Dios (a nuestro pensar) dos cabritillos como pendientes: Duo ubera tua sicut duo hinnuli. Y yo, cuanto el celo me da lugar, descubro en ellos dos santos regalados de esta Señora, Ildefonso y Bernardo. Nombre el de Bernardo que con propriedad acompaña al de lldefonso en nuestra dedicación, que donde había favores de pechos, no podía faltar nombre de Bernardo. Y parece nuestra dedicación de otra extrañeza diferente que la de la Presentación misma, porque en la Presentación dedícasele a Dios Sagrario donde asista y en esta dedicación se le da Sagrario donde su Sagrario descanse. Y si labrar desde los fundamentos una casa para hospedar un Príncipe que camina descubriera un ánimo grande, a esa casa labrarla otra como sobrecubierta, notable espíritu fuera. La casa de María a Dios, bien se ve cuál es, pues él solo la conoce. Que así entiendo yo ahora, y no es impropriedad, el Sapientia aedificabit sibi domum. Sibi, a su conocimiento, que frasis es de Escritura en el Génesis, en el Deuteronomio, en los Cantares, y así ponderaba yo aquel tibi soli peccavi del otro rey penitente. «No sólo contra Vos pequé», que al fin pecó contra Urías, y de eso se ofendió aun más Dios, «sino a Vos sólo, Vos sólo sabéis lo que os he ofendido, porque Vos sólo sabéis a cuánto estoy obligado». Y así, quién es María, Dios sólo lo sabe. Tanta est Maria, dijo Bernardo, ut soli Deo cognoscenda reservetur. O ya quiera decir el sibi, por su honra, por celebrarse su nombre. Como los otros, que labraron allá la torre: Ut celebremus nomen nostrum. Que así entendió Cayetano aquello del salmo: Salvavit sibi dextera ejus. Hizo Dios honra de salvarnos. Para que se vea si es buen camino para eternidad levantar Sagrario a María, pues le labra en ella, como para honra y perpetuidad, siendo infinitamente santo y eterno en sí. Y la fábrica es tal, que llegó a decir Crisólogo que era menester tomar casi la medida a Dios, para apear la montea de tan gran planta: Quis sit Deus satis ignorat, qui hujus Virginis mentem non stupet, animum non miratur. Y parece a alguna luz el encarecimiento debido, pues ha de caber dentro de ella Dios. Que esa falta puso el otro profano a la estatua de Júpiter que si estaba en pie no cabía en el templo, y no hay caja tan ajustada que no deba ser algo mayor que la pieza que tiene dentro. Dificultosas son todas las mercedes de esta Señora: por eso se asombró Jacob en su escala, no del número de gradas, de ángeles, de Cielos abiertos, de Dios en ellos, sino de que en un palmo de tierra cupiese todo, y dijo: Terribilis est locus iste. Para que no admire esta mujer hoy (aunque puede) a Dios Hombre, lanzador de demonios, confutador de Judíos, Cielos comunicables, Gabrieles descendidos, sino entrañas donde está todo: Beatus venter. Y si es tan grande este Sagrario y pide brazo omnipotente de Dios el Sagrario de este Sagrario, diga otro más dichoso que tan grande es, que yo contentarme quiero, ya que no me atrevo a medir el brazo que le hizo, ni a compararle, a solemnizarle a lo menos. Que si de unos blandones de oro que envió la Reina de Inglaterra a la Iglesia de Turs, hizo el grande Hildeberto, Arzobispo de ella, tanto caso que se confesó asombrado igualmente de la grandeza del don y del ánimo que lo daba: Stupefactus pariter et magnitudine muneris et affectu tribuentis, ¿por qué no dirá mi obligación, en nombre de esta Iglesia a un Príncipe eclesiástico, lo que un Príncipe eclesiástico a una Majestad tan lega? Ipsum bene rutilat auro suo, sed melius animo tuo. Grande es esta fábrica, grande, resplandeciente por sí; pero más lo es por vuestro corazón generoso. A todas otras obras han excedido esas manos: sólo a su ánimo no han llegado. Ánimo, en fin, en quien no se introdujo, sino que nació la liberalidad de un parto mismo: Cui innata est, et non suggesta voluntas largiendi, de quien esta grande iglesia recibió el favor, casi desapercibida, no le conquistó por fiada: A quo improvidus accepi, non importunus extorsi. ¡Oh, cómo quisiera romper en mayores voces, viendo tan del todo honrado este Templo, que antes parecía no estarlo tanto sin duda! Ocasióname Salomón a pensarlo así, pues habiendo hecho aquel suyo, tan de todos lados insigne, le pareció que faltaba una mujer fuerte que los llenase. Entendiólo Bernardo de la Virgen expresamente. Y la letra Aleph, que corresponde por inicial a aquel verso, entre las demás significaciones, tiénela del número mil y parece que se ata con la respuesta del verso: Procul, et de ultimis finibus pretium ejus. Lejos, de aquí a mil años, vendrá esta satisfacción a este Templo; porque desde la edificación del Templo al Nacimiento de la Virgen hubo mil años; 440 hasta su destrucción, y 560 después; que siendo parecer de San Jerónimo, me excusa a mí de más pruebas. Luego, si al Templo de Salomón le faltaba el venir a él María para perficionarle, viniendo hoy a este templo por la Presentación que predico, por la descensión que le honró, y por la memoria que estos nueve días solemnizamos, hoy le acaba de honrar del todo, en especial desde los resplandores de su capilla, pues se puede allí leer de los Setenta: Pretiosior est lapidibus magni pretii. Conque del Templo todos nos volvemos otra vez al Sagrario; pues de sus preciosas piedras se colige algo del valor de esta Señora, y de su belleza se hermosean todas ellas más; como es más bello el espejo cuando se mira en él un rostro hermoso que cuando más resplandores envía el cristal. Entristecióse Jacob sumamente cuando se le murió en el camino Raquel, un día de primavera, porque en la juventud del año floreciendo, veía en mayor dolor la de su mujer malograda, descubriendo más la hermosura del campo, con la cercanía, la fealdad del cadáver y acusando las flores, como vencedoras, el horror repentino de aquella edad zozobrada a quien la violencia de un parto había robado desde la belleza al aliento; que todo esto suena el Mortua est Rachel in ipso itinere, eratque vernum tempus.

No se entristezca hoy nuestro Jacob, mayoral de tan superior rebaño, pues entre lo soberbio de su fábrica, lo florido de lazos y de luces y lo valiente de sus pinturas, campea más la hermosura de esta Soberana Raquel, madre de tribus enteros. Tan lejos de morir de parto, que del suyo ella y nosotros tenemos vida por Cristo sólo, de quien es natural Madre, divina luz, que mirados a ella, todos los lienzos son más hermosos, cuando por sí no sean más que ricos. Quiso allá el otro discípulo de Apeles (y cuéntalo con extremado gusto Clemente Alejandrino) hacer una gran tabla de Elena. Temió que no la había servido en el rostro, y quiso lisonjearla con el vestido, y los golpes del pincel que no logró en la hermosura, afectólos en el adorno, y díjole su maestro: Cum non posses pingere pulchram, pinxisti divitem. Como no la pudiste sacar hermosa, te has desvelado en pintarla rica. El retrato de esta Princesa del Cielo, por quien sagrado fuego, no profano ni traidor, vino a abrasar un mundo, Ignem veni mittere, parece que afectó aquí la piedad, como acullá la ambición. Y podríamosla decir que como no la pudo pintar hermosa, porque es obra reservada a Dios solo, se ha desvelado en pintarla rica, levantando a su adorno grandeza tal que, como el otro gran sacerdote Simón en sus días, fortaleció la iglesia de Toledo y sustentó con prodigiosos estribos la parte de su fábrica: Simon Sacerdos magnus, qui in vita sua suffulsit domum, et in diebus suis corroboravit Templum. Así ha sido el adorno de la imagen, ya que no se pudo mejorar su hermosura. En especial, si dijésemos, que la misma Virgen copió al abrazar esta imagen. Que si el abrazar nuestra naturaleza para su reparo, dijo Tertuliano que había sido el retocar Dios, como emulación con su imagen, borrada por Satanás, de este Señor podríamos conjeturar otro linaje de emulación misericordiosa en su Madre, en hacer con su tacto retrato en el leño o madera sagrada, para favor de Ildefonso, como Jesucristo en el lienzo refieren algunos que le hizo para consuelo del Rey de Edesa. Y si dio vecindad milagrosa a su retrato, ternura obediente a la piedra en que puso el pie, no será mucho que dé lustres a la capilla. Finge la antigüedad, crédulamente supersticiosa, que el punzarse los pies la otra deidad de liviandad y mentira volvió rosas encendidas las matas más groseras que salpicó la sangre o el pie teñido de ella acertó a tocar. ¿Qué mucho es, que al poner los suyos sagrados esta Señora, si no deidad (que no lo es), a lo menos lo más vecino que conoce la deidad, aunque siempre con distancia infinita de ella, qué mucho, digo, ceda al peso inmenso la piedra, y lo confiese con perpetuas señales, y que entre sus aparatos resplandezca más que lo más ardiente y vistoso de las flores este Sagrario de maravillas? Y ¿qué mucho será, que de María reciban exterior lustre las piedras, si dice San Buenaventura, que hasta vida gozan de ella las criaturas? ¡Oh, mujer (dice) llena y sobrellena de gracia, de cuyas sobras vertidas, tanta resurrección como rocío alcanza todo el mundo! O mulier plena, et super plena gratiae ex cujus plenitudinis exundantia respersa reviviscit omnis creatura. Dificultad tiene el sobrellena, porque en lo lleno no cabe más. ¿Qué cosa es sobrellenar? Sobreverter, sí, porque es vaciarse lo lleno. Y la misma extrañeza parece que descubren las palabras del ángel: el Espíritu Santo sobrevendrá en ti, habiendo dicho «llena eres de gracia», pues había de traer gracia el Espíritu Santo, y ella ya estaba llena de ella. Yo notaba para esto la diferencia que hay entre la gracia y las cantidades naturales en venir de fuera o no, y véolo en una experiencia casera. En este lugar hay aljibes y pienso que pozos (pero en Madrid hay hartos). El aljibe, en llenándose, no cabe más, porque ocupa su lugar la agua que viene de fuera y en poseyendo toda la capacidad del vacío, se vierte. Pero un pozo, mientras más agua tiene, más cabe en él, porque como nace dentro, ella misma va haciéndose lugar siempre, y socavando la tierra, y aun trocándola en materia líquida de húmeda, obrando capacidad la misma ocupación. La gracia, pues, no es cantidad natural, ni agua advenediza, que la traiga Dios de fuera y la eche en la alma, como en aljibe. Que doctrina es universal de los escolásticos que no la crea Dios fuera, sino que dentro del alma la produce, sacándola de su capacidad a quien llaman potencia obedencial ellos. De donde se infiere que cuanta más gracia diere Dios a un alma, más cabe en ella, porque es pozo manantial, donde con la influencia celestial se ayuda a crecer la agua. Con que notaremos cuántos poderosos en algunos siglos, han reventado con favores excesivos de sus príncipes; porque las mercedes temporales son agua que viene de fuera, y aun vino las llama el Espíritu Santo en interpretación de muchos: Meliora sunt ubera tua vino. Y éste, cuando está por hacer, y es mucho, suele reventar las vasijas en que le encierran. Y cuántos humildes han crecido, con los favores de Dios, porque es agua la gracia que se produce dentro y ella misma se va diligenciando el lugar. Luego aunque esté María llena de gracia, sobrellena puede estar, pues este linaje de ocupación, no es embarazo a mayor aumento: Plena et super plena. Pero ¿cómo se revierte a las criaturas, que es contradecirnos? Ahí, sí que el embarazo viene a ser la mejor respuesta, pues es tanta la gracia de esta Madre de ella, que con ser infinita para ir siempre recibiendo la capacidad de su alma (que es lo que los escolásticos llaman Syncathegorematice, con ser en Dios el deseo tan grande y tan omnipotente su brazo, tanta agua viene a descubrir en el pozo que llegó a verter sobre el brocal al mundo: Ex cujus plenitudinis exundantia repersa reviviscit omnis creatura. Que quizá por eso la llama la Iglesia (y tómolo de la Escritura) pozo de aguas vivas: Puteus aquarum viventium. Aguas vivas no las hay sino en la mar, y eso no cada día, aunque cada día hay mareas. A lo menos en nuestros mares no se llaman así, sino las de los meses, cuando revierte por las playas, siendo tanta la abundancia, que se halla la mar congojada, porque la vecindad de la orilla la intima el precepto de detenerse, y el exceso del agua, la prisa de derramarse, y al fin sin libertad suya, toma pedazos a la arena, y procura más descansar en el elemento vecino, que dilatar su jurisdicción a su costa. ¡Oh, pozo sagrado, con nombre y propriedad de mares, María! María, tan llena estás de aguas vivas, que reviertes en la playa de arenas tan sedientas como somos los humanos, desde esas piedras más frutosamente que el mar, y con mayor decoro que él deja horruras en la resaca y tú purezas en la creciente. No en vano a este retrato santo le escondió la piedad oprimida de Toledo dentro del pozo del altar mayor, donde salían las luces y voces celestiales, con cuyo aviso se volvió a descubrir después, a la misma hora que había bajado esta Reina hermosa, que era a la de querer ya amanecer, con asomos tan resplandecientes, que aun mirada en sombra, parece que se corrió el ángel de Jacob, por no dejarse ver el aurora. No de otra suerte que las estrellas huyen del sol (y así llama Job a los ángeles), o ignorantes o presumidas, por no confesar en su presencia el exceso de sus luces. Salid, pues, aguas vivas, amaneced, luces santas, que si bien la gracia no viene a los fieles sino de la influencia de su Padre Cristo (que esa limitación ha menester San Buenaventura), la Madre que le parió la derrama con él en nosotros, como es de la fuente el agua. Pero a la taza de donde se vierte reconoce también el campo su parte de beneficio. Y ¿qué estrañeza será decir que de su gracia vertida se alegren en vida nueva las criaturas? Si se atrevió a decir Ildefonso, ¿dirémoslo? ¡Digámoslo! Que hasta los infiernos llegó el rocío, y dice, aunque con miedo, que el día de su Asunción sienten algún alivio, y aun gozo, los condenados, porque no se atreven los demonios a atormentarlos tal día: Quoniam, gaudium, et laetitia hujus diei (son sus palabras) claustris infernalibus inclusis, aliquod gaudium, et refrigerium praebeat. Non audent (ut opinor) ministri Tartari hodie attingere suos captivos, quos recolunt redemptos illius sanquine qui pro mundi salute est dignatus nasci de Virgine. Y véese que hablaba el santo del infierno y que reconocía la extrañeza que iba a decir, pues llamó su sentimiento atrevido, y le juzgó por temeridad piadosa: Dicam aliquid plus, si audeo, dicam fideli praesumptione, dicam pia temeritate. No digo yo que es así, que si el santo lo tuvo miedo, yo debo pasar a horror. Ya sé, en doctrina católica, que son continuas, como eternas, aquellas penas, y que el odio de Dios y el amor del vicio en que se obstina la impenitencia soberbia de los condenados, no sufre pausa de tormentos intercalares o variados. Pero extraña cosa que se pusiese a pensarlo San Ildefonso. ¡Oh, María! ¿Quién no se deslumbrará, mirando vuestras luces, si en opinión de los santos, llegan a encandilar los abismos? No hago yo mucho en admirarme, como muchas veces obligado me admiro, de que haya infierno para ésta. Tantos son los favores, tanta la misericordia con que os doléis de estos hijos, que aunque con los que viven eternas enemistades, quiere sospechar lldefonso que el gozo de vuestra Asunción se derramó tanto y tan de golpe en la tierra, que se salpicaron de él los infiernos. Y si esto pudiera haber dicho aquel arzobispo grande, en el día que subíades al Cielo, con la modestia debida me quisiera yo atrever a decir que corría la razón más naturalmente cuando bajáis de dos maneras al templo, a poder ser verdad de alguna, aquesta exageración. Porque criados infieles y que sirven como forzados, al rostro del Señor tienen algún miedo, y en su ausencia todo es atrevimiento o descuido. Bastan por ejemplo las parábolas de la viña y de los talentos. Y San Pablo: Non ad oculum servientes. Los ministros del infierno son criados que si ven a Dios por fuerza Credunt et contremiscunt. Y a la Virgen, la miran al talón desde el paraíso, como enemigos cobardes. Luego, si la han de temer, es al verlos, y al acercarse, pues, si al subir al Cielo María y dejar la tierra, que es alejarse más del infierno, le parece a Ildefonso que no se atreven a atormentar las almas y a ellas les permite, si bien medrosamente, algún refrigerio, cuando bajó (y hoy que se acerca la Virgen por ocho días, o nueve continuos, en la memoria de esta merced), menos debían atreverse. Luego, a tener lugar el primer sentimiento, razonable parecía nuestra ilación este tiempo.

¡Buenos nueve días, Señora, buenos nueve días diérades al infierno esta Octava! Bien grandes fueran las fiestas de Toledo, pues se celebraran también en los abismos, si no estuviera la fe tan recia, aunque justa y debidamente, en que no se pueda interrumpir su desdicha. Pero dejemos aquel lugar miserable, incapaz de vuestro favor, que no es poca miseria suya. Quédese, Señora, esa lluvia misteriosa en la tierra. Que se vierta. Bañen esas aguas vivas de vuestro amparo la sed de nuestras necesidades ardiente. Madre sagrada y verdadera nuestra, que en la carne de vuestro Hijo en virtud nos engendraste, como eminencia de árbol sagrado, que desde el fruto primero se da por autor de los otoños siguientes, haced oficio de tal. A los que para el ser puro y limpio permitisteis en el Padre, Cristo e Hijo vuestro las entrañas, no neguéis para la crianza los pechos. Alentadnos, Virgen Santa, a ser cuerpos espirituales en la obedencia, a los que de este animal andamos siempre cargados. La atención a vuestras alabanzas, pura Madre mía, y a esta gran dedicación, me ha dejado seco para las costumbres. Confieso que me llamaba mi modo ya de conciencia a ellos, pero como corto, no he podido acudir a todo. Suplid vos, con la eficacia de vuestro Hijo, lo que podía pretender mi amonestación, con la suficiencia, a tenerla. Muevan vuestros pasos diligentes la pereza de los nuestros. Y los pies con que favorecisteis las gradas del primer Templo y la piedra de éste, ponedlos en aquestos corazones, que por de piedra que seamos, Señora, en ellas hallan tiernas obediencias vuestras divinas plantas. Vestidnos, si no como a Ildefonso (que esta vestidura exterior, no la ha merecido otro fuera de él, como ni las llagas sensibles sino el serafín humano Francisco, a lo menos interiormente). Lógrese esta espiritual filiación, pero real y verdadera, que fundada en carne y sangre de Jesucristo, hoy he predicado. Y esta natural afectación de mi estilo, o desaseadla vos de propósito, o disculpadla. No sea halago del oído lo que había de ser flecha en el corazón. Favoreced, Señora, nuevamente esta iglesia santa que así os venera, pues así la escogisteis por templo vuestro, a este lugar en que pusisteis Silla Primada Santa (si os puede llamar de esta suerte mi cortedad, siendo Señora del mundo), a nuestro Prelado Ilustrísimo, Señora, que sois vos muy agradecida, y ha sido el servicio grande. Goce muchos años el nuevo Jacob vuestra asistencia, Raquel hermosa. Gócese en su retrato rico el pintor, merezca este Zaqueo no pequeño sobre árbol, sino grande y árbol que ampara a tantos, pues os ha labrado Sagrario y hospedado tan ricamente que, después de muchos años de esta peregrinación humana, le hospedéis en quietud divina. Que si a los deseos solos de edificar templo promete Dios a David sucesión de gracia, a las obras de tal fábrica dará, como plegue a él, eternidades de gloria.

Quam mihi et vobis praestare, etc.







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