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Al Rey Nuestro Señor

Señor,

Sirvióse Vuestra Majestad de mandarme los días pasados orar en las honras de su gloriosa tía la Serenísima Infanta Sóror Margarita de la Cruz, con tales circunstancias de honra mía, que ni reverente, ni ambicioso, se atreve a referirlas mi rendimiento, porque no se las oigan, o la modestia propria, o la envidia ajena. Sirvióse después Vuestra Majestad de oírme, asistiendo en el Real Convento de las Descalzas a los oficios justos por aquella grande y santa Señora; y las muestras particulares de ternura a la memoria admirable del sujeto y de agrado a los piadosos espíritus de mi oración, con veneración de todos llegaron a conocerse. Sírvese ahora Vuestra Majestad de ordenarme, y con instancia, dé a la estampa aquel sudor. Nueva honra y que me excusa de dar satisfacción a nadie de tanta acción, pues parece fiar Vuestra Majestad de mi pluma, como de mi voz, el empeño de la autoridad de su mandamiento y los loores y honras de persona que, por sangre, por virtud, por amor, estimó, y estima tanto.

Permítales Vuestra Majestad una intención segunda a mi gratitud y respeto: que yo dije las honras de su Tía de Vuestra Majestad. Vuestra Majestad, empero, hace las mías. ¡Oh, imitación de Dios digna de tal Príncipe, dar con los ojos la mano a lo más distante, como a lo menos dichoso, y poder grande! Porque si el sobrar a las quejas, falta es de los favorecidos algo de la naturaleza, bastar a las emulaciones desaforadas de la fortuna en las repúblicas humanas, no es poder poco. El de Vuestra Majestad es mucho, y tanto, que se huye mal de afecto de avaricia a sus mercedes la fineza mayor de sus servicios. No se descubre otro medio de ilustrar esta mal libre sombra de interés, sino no mirar a otra luz. Advertencia que a otros puede ser doctrina, en mí es, si afectuosa elección, dichosa necesidad. De Vuestra Majestad, monarca el mayor del orbe y de los orbes (pues a hacer una adulación fuerza, por lo menos se abrazan dos), yo, el menor criado, en quien climas diferentes también repitieron, humilde sí, pero limpio, fiel, y no obscuro vasallaje, soy ahijado únicamente. De Dios lo es un cuervo: ¿por qué no de rey tal un cisne? Ya sea la creencia particular de las armas y la atribución común de las letras, la que dé ese nombre. Con esto entregaré, Señor, en tranquila paz y ufana quietud, al sueño de toda pasión, el ánimo. Pues Vuestra Majestad me ha constituido en tan singular esperanza de sí, que me ha librado de la atención de todos. ¡Oh, no me falten las fuerzas (que ya flaquean tanto), para ennoblecer el ocio de estos años últimos de mi vida (a que me van reduciendo las fatigas del púlpito) con algún trabajo que en no caduca posteridad ayude a la noticia de las glorias que de Vuestra Majestad está esperando el mundo!

Guarde Dios la Católica, Real y Cesárea persona de Vuestra Majestad, como necesitan la Iglesia molestada y, emulada, esta Monarquía.

Fray Hortensio Félix Paravicino.


Oración Fúnebre

Buen campo, Señor, en que esparcir la elocuencia, me señaló Vuestra Majestad, Sacra, Católica, Real y Cesárea también, pues tiene a sus pies, aun de otros mundos, doblados imperios. Buen desierto, empero, también, en que perderme, me señaló. Que buen campo era el paraíso, y se perdió en él Adán, y le había puesto Dios en él.

Buena y grande materia me dio, preciosa al fin: una margarita tan buena. ¡Oh, Mercader Soberano! (Con Vos hablo, Jesucristo mío, que ilustráis ese retablo tan majestuosa como tiernamente, si bien hoy os recata el luto que parece os habéis puesto por vuestra esposa: y yo me declararé más con vuestra gracia después.) ¡Oh, Mercader Soberano, cómo la estimasteis, cómo nos la encarecisteis! Buena materia, grande y preciosa, una margarita al fin, tan buena, tan excelente, que no sólo tiene las perlas de los mayores guardajoyas vencidas, sino las estrellas del más firme Cielo envidiosas, me dio Vuestra Majestad. A larga y peligrosa navegación, empero, a océanos inmensos que penetrar, me obligó también. Si el ánimo y el amor (augustos ambos) no me aseguraran, tanta honra mirara injuria. Cargar celestiales pesos a humanos hombros, aunque creamos los cansancios de Atlante por astrólogos, merced castigada es, si bien intentando la obediencia, gloriosa ruina fuera. Mas, ¿por qué sería vana presunción y no confianza respetuosa y agradecida, pensar que podré lo que tanto imperio quiso que pudiese? Dios tiene en su mano el corazón de los reyes: el mayor rey de la tierra (todos celos, si no toda envidia, callen) me manda hoy acertar. Dios me tendrá de su mano para que acierte. Su Madre y Virgen lo alcanzará de él. Haz bien para ti misma, Margarita, y ayúdeme, a lo menos interiormente, al ruego de la intercesión, esta audiencia grande.

Al fin (y estoy en el principio), Margarita, hube yo de predicar las honras de quien tanto solicitó las mías. Insensible agradecimiento fuera, si tan eminente alma no le animara, poder hablar y discurrir donde aun el sentir no alcanza. ¡Oh, cuál es el corazón humano para cumplir con afectos diferentes! Mas no sé si es capacidad o traición. Soberano rocío es el padre de las perlas, cuando madre de ellas el nácar. ¿Cómo hoy terrestre lluvia de mis ojos (¿qué importa que los cargue de nubes, si en tal ocasión aciertan a servirme?) o, en términos más proprios, ¿cómo inundación de lágrimas humanas te llama hoy a la orilla, cuando te tiene Dios en el puerto y en su mano? Zozobre, Margarita, el amor (si a tan infinita distancia -no sea caos- como hay entre ambos puede alcanzar esta voz) en el mar muerto de mi llanto, orador insuficiente si no embarazado piloto, pues en el océano de tus virtudes, para descubrir profundamente tu alteza, he de ser buzo atrevidamente desalentado. Éntrome valiendo, fieles, del nombre como bisoño (porque examinar docto las cosas que debo, será imposible), en el mayor ejemplar (y arrastra hoy todo hipérbole por el suelo) que tenía la Iglesia de Jesucristo: que el orbe de la tierra es esfera poca a quien la tuvo a sus pies. Demás, que en todo él no había (si ya ha habido, no sé) persona alguna con más títulos de grandeza. Que también son palabras reales y verdaderas; pero ¿qué palabra real no lo había de ser?

Ahora bien: acerquémonos siquiera a la orilla que ofrecíamos. Muchas cosas parecen acaso, que son misterio, como de muchas se hace misterio, que son acaso. Bien que en algunos genios nada es acaso, en otros todo lo es. Llamóse Margarita este ángel humano (cuyas honras decimos hoy, que hacerlas sólo Dios pudo), pudo ser acaso, salió misterio. Atención de predecesores también sería. Fórmase la margarita del rocío del cielo, más o menos cándida y pura, según la miró con menos o más ceño el aspecto suyo. Esto, oído lo habréis muchas veces: no así lo que diré ahora. Que en sintiéndose la concha fecunda ya, temerosa del sol, que como mayor luminar asistió más a su concepción, por que no la manchen los rayos de su luz, huye de él al fondo del agua. Manchen, digo, aunque diga rayos de luz: porque si la preciosidad y excelencia está en el candor o blancura, lo tostado del ardor más limpio, lo encendido de la claridad más hermosa, mancha viene a ser, como en el marfil lo es la púrpura, aunque la tinta de ella le ilustre más. Grande atención de esta criatura preciosa a su pureza, que la hace casi parecer ingrata. Si bien la pudiéramos llamar cuerda, juzgando que huía, no el silencio luminoso de los rayos del sol, sino el estruendo ardiente de los que despedazan las nubes, que se tiene por el accidente más eficaz, si menos antojadizo, de sus abortos. De esta copia borrada, si no al brochón, a un pincel poco menos tosco,volved a mirar la Margarita original nuestra: que cuando pinta la gracia, apenas es muerta copia la más valiente naturaleza. Volvedla, pues, a mirar: que formada espiritualmente del rocío celestial de las inspiraciones divinas que, si me lo dejáis decir así, salpicó sagradamente el agua del bautismo, y reconociéndose en tan primeros santos bostezos (ya conoceréis la palabra) como cinco años, virginalmente fecunda en el ánimo del que había de ser su Divino Esposo, por que no la manchase, ni con rayos de luz, ni con arreboles de púrpura, el sol material que le había dado el ser humano, con un casamiento u otro, cesáreo o real, como se lo propusieron, se consagró al mar de la religión. Y retirándose al fondo de todas, en la humildad de Francisco (humano Serafín mío, Cristo hermoso de sayal), conservó la pureza, no material sólo, en eminente blancura, sino la espiritual, en nunca imaginable candor. Dirélo tan presto, aunque ofenda lo restante de mi oración; pues con tanto como diré ahora será nada todo lo que diga después. Sí: decirlo quiero, atreverme quiero a decirlo.

No perdió la gracia bautismal Margarita, fieles. ¿No os pasmáis todos? No lo he sabido decir. Más claro. La gracia de Dios, por Jesucristo, en el sacramento del bautismo la engendró e hizo amiga suya, acabada de nacer, no la interrumpió (entibió no digo) pecado u ofensa alguna hasta morir. No hay que decir más. Todo el campo de la elocuencia se escorzó a esta perspectiva. Leed esas historias innumerables de santos. Haced memoria de los mayores que la Iglesia celebra. No hablo de los que luz divina santificó en aquel siglo oscuro de nuestra oficina primera (y ¿qué es menester leer? Creer basta), y veréis si es esto mucho, si es esto todo. Díganlo brevemente (porque ajenas hazañas no estorben las nuestras) las lágrimas de Pedro y las disciplinas de Pablo, y Pablo más individualmente, pues nació el día de su conversión a la naturaleza, y se vistió el nácar pardo de Francisco para la gracia, una margarita racional, no abortiva, como el apóstol, a truenos y rayos celestiales, con manchas de blasfemias y afrentas, que así lo dijo él de sí, sino cuajada al rocío blando de la aurora, a los rayos dulces del sol, y conservada por sesenta y seis años (o por mejor decir, apurada siempre más) en el fondo del mar pacífico bien que difícil estrecho del piloto seráfico, en el convento o fuerte de las Descalzas. ¡Oh, casa de consolación de María (que ésta es tu dedicación) cuán grande consuelo debes tener de haber gozado aqueste prodigio!

Reverendísimo Padre confesor de este ángel (¡ay, empero, mortal!) decid públicamente, si esto que digo es así, pues examinastes alma tan ingenua, tan verdadera y tan grande, en generales confesiones y en cuidado particular. Lo que he dicho (como dijo Jesucristo nuestro Señor y Maestro) sobre los techos, esto es en público y a cielo descubierto, vos me lo dijisteis en escondido; y fuera del de Dios, primer verdad revelante, no hay en la tierra otro ni mayor testimonio para verdades de alma que el de la confesión. Sacadme de este empeño en un día que no llegando los encarecimientos a las verdades, no habrá verdad que no parezca encarecimiento. Bien que la verdad encarecida no es más que ponderada, pero es fuerza tal vez hablar con todos. ¡Oh, en tal perla rocío bien logrado! ¡Qué soles, truenos, rayos (púrpuras, cuidados, pesares) no te turbaron jamás! ¿Paréceos que habrá sido el nombre de Margarita acaso? O que de cuantos puso Dios con misterios en las historias sagradas (venero el suyo y el de su madre, y acerco el de Juan a ellos), ¿ha tenido algún otro tan prodigioso efecto? Acuérdase Dios del nombre de Adán, aun corriendo el pecado injurias, por mostrar que no había bastado a obrar olvidos la ofensa. Quien jamás la cometió mortal, y por no cometerla, ni venial tampoco (santa presunción de la Iglesia en Juan cuando buscó el desierto de cinco años) se trató de retirar al Mediterráneo, (y ¿por qué no océano?) de la religión de Francisco en esta casa más santa que real, y más real que todas, ¿paréceos que se llamaría Margarita y le pondrían este nombre acaso? Misterio fue, fieles, misterio es y será cuanto de esta gran mujer hemos de decir, y hemos de decir, si Dios es servido, mucho: que si será.

¿Qué sol, empero, es éste de quien, en orden a tan gran fin, encarecemos que se retiró Margarita? ¿Qué rayos de su luz los que huía tanto? Que los de las nubes no es difícil juzgar qué serían: de las tormentas de la vida, de las tempestades del siglo. Y sí diré, si tanto resplandor no me deslumbra.

¿No fue nuestra Serenísima Infanta hija del Emperador Maximiliano Segundo y de la Emperatriz María, hija del gran Carlos Quinto, ella nieta, biznieta y tataranieta de majestades sacras del imperio? Menos cultos son, pero forzosos, los términos, que también hay que despabilar en las mayores luces. ¿No fue hermana de los Emperadores Ferdinando, Rodulfo, Matas? ¿De la Reina de Francia Doña Isabel? ¿Y de la de España Doña Ana? ¿No fue tía del Rey nuestro Señor, Dios le guarde, con lazo de tres nudos naturales, por prima de su padre y hermana de su madre, que fueron, y del Emperador Ferdinando, que hoy es? ¿Hay más sol en la tierra? ¿Más claridad? Toda la Austria servida en coronas, toda la Baviera en púrpuras, toda la Alemania en águilas, toda la España en castillos y leones, en barras, en cadenas, en quinas; y por no cargarnos de los blasones todos, el orbe todo en imperios. Guárdate de tanto sol, Margarita, que anhelan a tu nácar sus rayos, y alguno más mesurado turba a deseos el semblante, a afectos la luz, y te quiere arrastrar a púrpuras: ásete bien a los sayales. Huye, huye a las manos del gran mercader de Asís (retrato ardiente del de Judea y del cielo), a la agua, a la agua, pura y hermosa cervatilla. Válgate, Margarita, el centro pardo del mar contra las líneas lucientes de la tierra.

Ni haya parecido sólo imperialmente fúnebre adorno, haber hecho alarde de las armas o blasones iluminados de los predecesores cesáreos de la Infanta: glorias son de Dios, y por tal las tiene. Que no podía haber honras de tanta criatura que no lo fuesen de su hacedor. San Sinesio Cirinense nos asegura diciendo que se goza Dios particularmente en el culto y reverencia que le hace una persona real y religiosa, y que le avecina a sí con un linaje de parentesco escondido. Proprios términos, proprios todos nuestros: persona real, religiosa, ofrecida en culto a Dios y contrayendo con él secreto parentesco entre los públicos de tantos príncipes y tan grandes. En emparentando con Dios una criatura, aunque sea entre las azuelas de una carpintería, ya veis lo que se eleva a lo mortal: mortal todo, pues desde un palacio de Maximiliano viene a un convento de San Francisco a emparentar con Dios Margarita.

Vino, pues, huyendo del sol al mar de la religión esta animada perla, bien que pendiente del nácar de la oreja de su madre la Emperatriz María. Sintieron mucho sus hermanos emperadores y reyes verla (digámoslo así) arrancar de aquellos mares, olvidando aquellas tierras, e instaban a detenerla. No lo quiso errar Margarita, y así los dejó a todos. Parece que estaba mirando al otro envidiado mozo, perdido por el campo de Dotán en busca de sus hermanos y oyendo ponderar a San Nilo, que cómo podía dejar de errar y perderse quien no pasaba más allá de hermanos los términos; que mira tan lejos la perfección. Quien mayor instancia le hizo fue la Reina de Francia, mujer tan santa (no oscurezca el silencio esta maravilla, que poco espacio defraudará a la oración nuestra su relación), que habiendo ordenado en su testamento que fuese su sepulcro a todas luces vulgar, así en el lugar más humilde de la iglesia como en el mármol más común o losa, el día de su entierro, que se ejecutó puntual a su mandato, el crucifijo, que suele partir y coronar las rejas de los templos que dividen la capilla mayor del cuerpo, que llaman, y mira siempre al altar, a vista de toda la nobleza y pueblo de Francia, volvió al altar las espaldas y el rostro a la sepultura. Modestia envidiosa a los monumentos soberbios, que, o amenazan en puntas el cielo, o inquietan en fundamentos la tierra; y caso tan raro a nuestros ojos, como natural a la condición de Dios, dar mayores honras a quien las desprecia por él. Pero, servíos, Señor, Vos, que debajo de aquese velo honráis en consuelo nuestro, tanta escultura sagrada, de aguardarme un poco: que no milagro menor para Margarita traigo en Vos notado. Persuadía (no cortemos hilo tan precioso) la Reina a la Infanta que se quedase por monja en un monasterio que ella fundaba, porque le había dado cuenta de su intento. Pero del que tenía señaladamente a esta santa casa de su tía, de quien tantas cosas había oído decir, no hubo torcerla. Al fondo de la jerarquía del serafín humano, Margarita. A lo profundo de su humildad, Señora. A las Descalzas de Madrid, Infanta, que os han de amar mucho ellas, que las habéis de honrar mucho vos, que os aguarda gran batalla para gran victoria con vuestro cuñado, gran doctrina para vuestro primo, grande educación para el gran sobrino vuestro, gran ejemplo a esta corte, gran consuelo a los afligidos o cuidadosos de ella, gran lucimiento a la Iglesia toda en este candelero de estrellas, cielo de virtudes, bien que no de color azul, que es mentira o cansancio de nuestra vista, de color sí ceniciento y pardo, y ése es más verdad en el mismo cielo, pues le vio un día San Juan, el cielo digo, vestido un saco como cilicio: que de las mortificaciones humanas sabe hacer tanta gala el cielo. Tal es esta santa casa, pedazo ilustre de cielo (aunque se encamine, ya a roturas, ya a remiendos, la voz), y en él la estrella de mayor magnitud, tú fuiste, Margarita. Y ha habido tantas, que no te dejo de servir (estoy por decir mucho) en confesarte tanto.

Ya, pues, en España, y de ella en este clima celestial la Infanta, con su madre la Emperatriz, que a ejemplo de su gran padre se encerró en este monasterio, santamente ambicioso epiciclo, que pudo encerrar el sol, de quien todo el orbe no era capaz deferente (aunque padezcamos la crédula sonrisa de los astrólogos). El sol también de Felipe segundo (que los soles vivientes engendran soles) el que, con tan revelados rayos y vehementes, ilustró su monarquía y se hizo respeto en los otros reinos, los inclinó a sus afectos amantes, si prudentes, e intentó arrojarse al agua por esta margarita, y por escrito, de palabra, por su hermana, por sus validos, por sus familiares, afectó su casamiento. Mas no os la quería, Señor, dar Dios por abuela, sino por maestro, que es generación, como espiritual, más perfecta y de que se preciaba tanto el apóstol. Defendíase Margarita de ser señora de esta monarquía, como lo pudiera solicitar, y aficionada al paño tosco de Francisco, hollaba los tabíes de Filipo. Príncipes muchos han dejado sus estados, es verdad; no fuera poco peso de historias el referirlos; pero habían experimentado (raro será el que no) cuánto pesaban las coronas y afligían los imperios, las obligaciones, los cuidados, los riesgos de tan representada felicidad, de tan verdadera miseria. Mas dejar tanta monarquía antes de tomarla a peso, ofrecida cariñosamente entre los halagos de un matrimonio a diez y seis años de edad de una doncella, que por sólo este nombre de casamiento, no sólo imperios, esclavitudes suelen ellas solicitar, no sé que lo haya hecho alguna jamás, sino Margarita; y se me ofrecían ejemplos sagrados y profanos al caso. Uno solo, por escondido, enseñaré en David, que cuando salió al duelo del gigante, prevenido de las piedras en el zurrón, de la honda en la mano, llevaba también el cayado en ella. Pues ése, ¿no le había de ser embarazo? ¿Por qué cuidaba de su mismo estorbo y se arreaba del impedimento? Puede ser que mirase a deslumbrar a Goliat, y cuando atendiese al cayado por arma vil y frágil, jugar la honda eficaz y segura; pero yo notaría que era el cayado prevención del reino, como instrumento y adorno del cetro comenzado a labrar; y rey que después de experimentada daba gritos por dejar la majestad antes de llegar a ella, aun de la más adelantada y ruda prevención del imperio, en ocasión de riesgo tal, a desembarazarse no acertaba. Mirad si arrojar de sí, no toscas prevenciones de reina en una doncella, sino vistas, joyas, reales arreos, aliños majestuosos, marido grande y rey, y rey tan grande, fue mucha, fue acción no vista jamás.

Pero de ella salió más reina, como San Bernardo y San Alredo notaron de los que, despreciando el mundo, quedaban mayores que él. Y Agustino, en los términos de hoy, dijo que era sumo valor batallar con la felicidad, y mayor felicidad el vencerla. ¡Oh! Aprended, mortales, de esta gran Señora a hollar el mundo, siquiera por la ambición de ser sus señores, cuando no os corráis de haber oído a Séneca, que la naturaleza misma os hizo señas a aquesta acción con poner debajo de la tierra, y a nuestros pies, el oro de que se hacen las coronas de los reyes y las prisiones de los particulares, para que pisásemos y oprimiésemos la materia que nos trae oprimidos y mal pisados a todos. No a ti, Margarita, que no buscaste el centro de la tierra por el oro de la corona, sino el fondo del agua para la fuga de ella.

La porfía y empeño del rey en solicitar el matrimonio era de manera (¡ea, estilo mío, tal cual eres, ahora te he menester mayor!) que congojados extraordinariamente los diez y seis años salieron a respirar a aquella tribuna, y enterneciéndose con aquel Cristo Santo (no nos han de estorbar estos velos, ya que el veros, el hablaros, Señor; pero si se rompieran, como el del Templo, parecieran mucho una acción a otra), con piadoso despecho, si cabe tal voz en un espíritu resignado, le dijo así Margarita a Dios: «¿Es posible, Señor, que no me queréis, que habéis de alargarme a otro esposo, solicitándoos yo tanto, y siendo Vos el que me solicitáis? Yo quiero ser sola esposa vuestra, ¿queréislo ser mío, Señor? Decid sí, Soberano Esposo». ¡Aliento, aquí, flaca voz mía! ¡Ánimo, corazón corto! ¡Naturaleza, conmuévete! ¡Gracia, admírate! Horror alegre, fieles. Majestuoso y amable dueño mío, no desdeñéis que os hable hoy tantas veces con cuanto respeto os amo, y vuestro mismo imperio me ha quitado la libertad. Y éste sea mi justo temor, no el de que estos afectuosos apóstrofes desmayen la oración, ni hagan al estilo menos el decoro, pues más levanta Vuestra Majestad la humildad mía que la de César a Tulio, a Plinio la de Trajano, y a los oradores todos de Roma, los Padres Conscritos de ella. ¡Ea, Señor, conmoción generosa, turbación real no se flaquea con Dios! Cristo dijo el sí, y aquel venerable crucifijo inclinó a Margarita la cabeza, ya respondiendo, ya estimando, ya contrayendo con ella su desposorio. Españoles, oyentes grandes míos, ¿no véis mover estas paredes alegremente y que, por no deshacer teatro de acción tan grande, no vencen los saltos en que los collados y montes del Mar Bermejo imitaron las travesuras gozosas de los corderos de su campaña? ¿No las veis? ¿No las sentís? Yo las veo, yo las siento, pero desatiéndolas cuidadosamente, llamado de otro estruendo en el Calvario, donde hizo Jesucristo el mismo ademán que hoy. Por reverencia de su mismo nombre, dicen algunos que inclinó en la Cruz Cristo la cabeza por hacer señas que llegase a la muerte, que más cuerda que inexorable dudaba contra el autor de la vida, de su poder, dicen otros. Por quedar mirándose el corazón, y en él a los hombres, o por sacudir de la forma que pudo la corona, he dicho y dijera yo. Hoy, por dar el consentimiento de esposo a Margarita la veo inclinar, y embebe en un ademán los amagos todos, pues enseña a reverenciar su nombre en el de su retrato Francisco, cuya profesión trataba su esposa. Hace señas a la muerte misteriosa a que entraba. Mírase el corazón, y en él a Margarita, que se le hiere una y otra vez. Acompaña y premia finalmente las ansias de librarse de la corona. Muy cortés, no sólo blando, es siempre el trato de Dios, yo lo confieso. Con reverencia dice de él su Sabiduría que gobierna los hombres, cuando los hombres aun con cortesía unos a otros no se saben gobernar.

Y a la verdad, la descortesía no es poder, y la reverencia es buen natural. Pero como aunque todos los justos tengan en el ánimo las señales de sus llagas en muestra de generosa y libre esclavonía (que frasis es del Crisólogo), sólo a Francisco las estampó en el cuerpo, con única y celebrada impresión. Y aunque todas las almas en gracia se desposan por fe y caridad con él, con sólo Catalina celebró las exterioridades nupciales. Así, aunque precie todas las criaturas, Dios, ademán visible de reverencia, sólo le ha hecho con Margarita. Allá, a una alma que guiaba al mismo fin, le dice por el Rey Profeta (¡Qué gran dicha para Rey!) que incline la oreja y olvide su tierra y la casa de sus padres. Pero hoy, aunque Margarita es la que olvida parientes, padres, tierra, quien le inclina, no la oreja sólo, sino la cabeza toda, es Cristo. Y dice Pablo que la cabeza de Cristo es Dios, y obediencia de su autor llamó la Escritura al sol parado de Josué. Cuando quiso venir Dios a celebrar su más prevenido desposorio a las entrañas de María Virgen Madre suya, para de allí redimir el mundo, no dice más David que inclinó los cielos. Pero hoy, para el desposorio de Margarita, inclina Dios la cabeza. ¡Oh, válgame él, no me haga decir más que conviene tanto hacer suyo! Pues ningún bien hizo a los hombres, como notó Bernardo, que no pase por las manos de aquella divina y singular mujer. A la verdad, Señora, las alabanzas más entronizadas de otra cualquier criatura, siempre deben besar la peana de las vuestras. De este sol, pues, Margarita, aunque eclipsado en el duro occidente de aquel leño, donde sus enemigos le pusieron, no podréis huir, porque el rayo que os vibra desde aquel altar llama alzará que os vista toda entera de luz. Ni la corona de Reina ha de faltaros, bien que será de estrellas de vuestras virtudes, como la mujer que vio allá San Juan. ¿Qué mucho?, pues todo lo temporal más supremo tenéis con la luna a vuestros reales pies. Hallóse sobre manera alentada y dio por efectuada su vocación, y por logrado su espíritu. Ladeemos, fieles, si os parece, con devoción modesta a este aire la voz del evangelista, que inclinando la cabeza Cristo dio el espíritu. Y ponderemos el espíritu que dio a Margarita en aquella tribuna, inclinando la cabeza en aquel altar. No dijo este caso sino en confesión la santa Señora, y a una gran confidente suya; mas siempre que hablaban en figuras excelentes de Cristo, solía decir que con el del retablo tenía ella gran devoción. ¡Y cómo, Señora, que teníades razón! Tenedla, fieles, mucha de aquí en adelante, que es imagen la de aquel Cristo que sabe decir sí, aun con la cabeza, a nuestra oración. Parece que sonó el eco de esta voz en el pecho de la Emperatriz, y desengañó últimamente a su hermano. Hacía bien, como decía el apóstol, en quererle entregar la hija; pero en no entregársela hizo mejor. Conque en la pobreza voluntaria le vino a doblar la herencia. Herencia rica, exclamó aquí Ambrosio, que da más hacienda al sucesor que ella tiene. Viuda verdaderamente de Cristo la que le da su hija por esposa, que viudas que son como Ana, tendrán hijas como María. Aumentemos nuestros nombres, digamos también que viudas como María, hijas como Margarita tendrán.

Llegóse con esto el hecho de tomar el hábito Margarita el día que he dicho: fue digno padrino el proco real, su tío, digo el señor Don Felipe Segundo, y madrina su prima, la señora Infanta Doña Isabel. Y entre las galas con que salió al desposorio espiritual celebran hasta las relaciones impresas, la corona de flores y rosas que llevaba sobre los cabellos sueltos. ¡Inmenso diadema el que tantos soles pudo ceñir! Y cuando tristemente me acuerdo de la corona o guirnalda con que la vimos enterrar tantos de los que asistimos aquí, no sé excusarme a ponderar que (dejado el abuso delicioso de las coronas de que en unos y otros autores se hallará tanto) se coronaban antiguamente los desposados, las víctimas, los muertos y los vencedores. Y por todas estas causas fue bien coronar en aquel día a la Infanta, pues se desposaba con Cristo, se consagraba hostia a él, moría al mundo, y triunfaba ya de lo que había de ir venciendo. Sépase, empero también, que desde aquel día hasta el de su muerte, en que le volvieron a poner, como en aniversario del de su hábito, la corona de rosas, toda la vida de religiosa la llevó de espinas. No sólo escogiendo aquesta, como la gran Virgen de Sena en oposición a la otra sino cogiendo a las rosas una ojeriza santa y tan natural, que su olor le ocasionaba falta de salud y su nacimiento conocidas enfermedades. Así es, que siempre todos los años al tiempo de la rosa enfermaba, y no podía sufrir nunca su olor sin daño particular. ¡Extraño parentesco de espinas, padecer tanto a las rosas! San Luis Rey de Francia hizo una penitente ley en su tiempo, que en los días de viernes nadie trajese corona de rosas o flores. Debía de ser grande la afectación de este caduco regalo pues obligó a tal ley, y por ella no vulgares plumas firmaron que se le debía, mejor que por su herencia, la corona de su reino. Entre nosotros apenas hallará la ley materia, aun en las primaveras escandalosas del mayo, si no mirara algunos tocados. Pero las licencias introducidas, cuando no pasan de aliño airoso, no deben reprehenderse fácilmente, bien que debajo de cabeza espinosa (clamores son de Bernardo) ninguna parte del cuerpo místico la había de tener en las rosas. Vuelvo al caso de Margarita: refieren estas señoras religiosas que en día de viernes, vigilia, o cuaresma, jamás quería comer cosa que le supiese bien, diciendo que en aquellos días comer ceniza bastaba. Con derribar en tales días el deleite aparatoso de las cabezas se contentó Luis. Margarita hasta hacerle cenizas y comerlas con pan de dolor, si no beberlas en aguas de desengaño, como las del becerro (que no cabe el castigo en la perfección), no se contentaba. Corónese, pues, la infanta, o sólo para ofrecer la insignia real de la cabeza a su esposo Jesucristo, sino el mismo corazón, que es la ofrenda que él le pedía y que Clemente Alejandrino, como si fuera de los testigos de aquella acción, expresó diciendo que la corona, el sacrificio, las flores, los mejores aromas, para Dios, son el corazón del que se le entrega, y éste es su particular gusto. Notad si concurre esto todo en nuestra ocasión, pero notaréis poco, si no pasáis a saber que le ofreció Margarita a Cristo el corazón aun materialmente, haciéndose sobre él, no levemente, sangre, sacrificándose esclava y esposa suya: y esto una y otra vez. ¡Oh, tierno amor! ¡Oh, más admirable que imitable afecto de Margarita para testificar el que tenía a Dios! Que si en las escrituras antiguas, como hoy en las Bulas se ve, basto atravesar el papel con los hilos que tiñó el Brasil y sellarle con la cera que encendió el lacre, Margarita de la misma sangre que pulsa el corazón desata hilos de vida y sella con el corazón desleído las escrituras que hizo con su esposo. Dos veces emprendió esta fineza la esposa santa de este Señor. Una con alguna interior causa que no sabemos; otra con ocasión de haberle mostrado una cédula que había hecho a Satanás, firmada con sangre propria, un miserable hombre que castigó la Inquisición, de entregarle el alma. ¡Ay, cuánta es la ignorancia humana que hasta ser malicia diabólica no sabe parar! ¡Execrable ingratitud, loco empeño del mayor enemigo de Dios y nuestro, fiar nada! Pues, ¿qué? ¿Entregárselo todo? Celosa Margarita del amor y de la honra de Jesucristo, con la demasía de aquel tornadizo o tránsfuga infame, se rompió con un cuchillo el pecho sobre el corazón, y de la sangre que sacó de él formó de su mano una cédula a Jesucristo, por el mismo tenor que estaba hecha la otra a Satanás.

No son para imitar, para admirar sí, muchas obras heroicas de los santos, y en ellas entre ésta de Margarita. Su confesor supo el espíritu soberano que la arrebató fervorosamente: rastros solos de admiración nos quedaron a nosotros, y sospechas si fue ésta la instancia que le hacía su esposo por Salomón que le pusiese como señal roja o cinta de nácar sobre el brazo, como rosa de rubíes sobre el corazón, porque es fuerte, le dice, como la muerte el amor, y como el infierno los celos. Y sí sería, que vemos dos veces la señal roja en nuestra Margarita: la primera de sólo amor, que es fuerte, como la muerte lo es; y la segunda, de celos, que lo son como el infierno, pues fue ocasión el testimonio infernal. Apretándose las yemas de los dos pulgares (aun no el del corazón), y sacándose sangre de ellas (y no haría más aquel desdichado), firmaban sus pactos los Reyes persas. Nuestra alemana Infanta, no sólo del dedo del corazón (índice distante de él), sino de la sangre misma, que más vecinamente si no le asiste, le abriga, firmó con Jesucristo las escrituras y pactos. Para dar testimonio más que humano de la pureza perpetua de María, notó aquella pluma purpúrea (a quien deben tantas noticias las historias de todo el orbe, si algunos escrúpulos las nuestras) que juntó en Roma contra el hereje Pirro un sínodo grande Teodoro Papa, y echando de la sangre del cáliz en el tintero, pronunció contra él horribles anatemas. Que aun para protestar una verdad de fe, le pide a Jesucristo su misma sangre con que escribir un Sumo Pontífice, y para firmar un testimonio de supererogación, se saca de las venas vecinas de su corazón Margarita sangre.

Mas ¡cómo los afectos nos sacan de camino! Veamos los pasos con que llega la noticia a los pies del Cristo con que entró en las manos y veremos que de los cabellos que le cortó la abadesa y que ya cortados son inútil desatención, si privación sensibilísima en las mujeres, del destrozo de la tijera, recogiéndolos la Infanta y atándolos devota y airosamente, formó un cordón y ofreciéndole a su esposo, dijo «Cabellos y pensamientos, todo os lo entrego, Señor. Toda entro resignada en Vos, dulce Esposo mío». Movió ternura alegre, no sin interior conmoción, en los circunstantes todos la devoción galante de Margarita, no vista otra vez. Hasta la constancia del Sócrates Agustino olvidó la igualdad del ánimo y del semblante y se le atrevieron a llorar los ojos. Pregunto empero, yo ignorante si bien tierno, ¿para qué tanta demostración, Margarita? Que Magdalena de tal modo arrojó los cabellos a los pies de este Señor que se quedó con ellos; y cabellos, lágrimas, olores, todo se lo hiló en la madeja. Vos, olores, lágrimas, cabellos, a los pies de Jesucristo lo dejáis todo. Para que no se os pierda uno, no es menester: que a cualquier justo se lo tiene Dios prometido. Por temor del naufragio, como solían las supersticiones medrosas consagrarlos a Neptuno (rito de que nos dejaron señas más de un estilo docto si no puro y que mostró no ignorar San Pablo cuando en el temporal riguroso junto a Malta aseguró a los de su navío que ni un cabello aventurarían) menos; porque entráis en un mar tan pacífico que antes bien le juzgáis prudente muelle, y os prometéis de las ondas lo que del puerto. Porque era costumbre en los aparatos y sentimientos funerales, no sólo cortarse el cabello los doloridos, sino cortárselos al difunto también, para que se parezcan justamente el puerto y la muerte, en odio del mar borrascoso de nuestra vida, pudo ser, aunque sea condenar las lágrimas de Filipo. Que Cristo no las derramó en la muerte, sino en la resurrección de Lázaro, como advirtió el gran Isidoro de Grecia, culto montañés del Peluiso, por ver que le obligaba su gloria a revocar el amigo del puerto a las tempestades. ¿Quién, por su menor fin, no meterá hoy al más amigo en los mayores riesgos? Lo que yo llego, Serenísima Infanta mía, a sospechar con no vana curiosidad (no sé si cierta es), que quisisteis arrastrar a vos, suave y santamente, y asegurarle, si no conducirle, con la gumena hermosa de esos cabellos. Cristianemos, si os parece, para declararnos más, un gran caso de la antigüedad que nos podría servir de no vulgar ponderación al nuestro. Iba en un navío por el mar Jonio la imagen de Hércules. De dónde o cómo viniese así sola, no se averigua. Llegó a Media (era entonces entre Quío y Eritris), y habiendo tocado en aquel promontorio, varó pertinazmente. Unos y otros, quíos y eritreos, a porfía, todos querían tirar de la nao a su tierra, pero unos y otros no eran bastantes. Un pobre pescador ciego (que hay hombre que descubrirán a ojos cerrados lo que a los más linces hace dar de ojos abiertos) dijo a ambos pueblos que había soñado que si las mujeres se cortasen los cabellos y tejiesen de ellos los hombres una soga o gumena, echándola por cabo al navío, fácilmente le conducirían a su puerto. Hízoseles a las mujeres costosa la devoción: que hablarles contra el cabello, ni por sueños ha de ser. Y no me espanto que confianzas hermosas que aun suelen buscar para su adorno no proprios cabellos (como se usaba en tiempo de Absalón, que no sé nada de usos de ahora, entonces sé que vendía, y muy bien, el pelo a las damas de Jerusalén aquel príncipe, aunque todavía le quedaron guedejas para otro cordel), no se quisiesen cortar sus cabellos mismos. Había en Eritris algunas mujeres de Tracia que se ofrecieron a la fineza. Hízose la soga, echaron el cabo, lleváronse su Dios los eritreos. Erigiéronle un templo insigne en que servía el mismo vaso de altar. Hicieron ley inviolable que sólo las mujeres de aquella tierra (de Tracia digo) pudiesen entrar a venerar sus aras. Sirva el testimonio profano a nuestro sagrado ejemplar (como de las letras humanas sienten los autores divinos), y considerad, fieles, en el cuidado de nuestro cabello, ya sea demasía en las mujeres, ya afeminación en los hombres, y más siendo pensamientos en la Escritura, cuánto se nos muestra Cristo alejar, y veréis, si no del mismo clima de Tracia, del hielo parecido de ella, de aquel signo frío y casto del norte, una valiente mujer que, haciendo gumena tan fuerte como vistosa de sus cabellos, trae, no la imagen de un Dios mentido, sino del verdadero Dios, al puerto de esta casa, debiéndosele mejor que a la Sibila y a las perlas o rubíes, el título de Eritrea, digna ella sola, al parecer, de entrar en aqueste templo. Y aunque el testimonio de tirar de Dios hacia sí haya sido profano, el de atarle, divino es: que así parece que acomoda el espíritu suyo en un libro de Salomón sus cabellos a la púrpura del Rey atado en los canales, quizá no del agua, como piensan los más, sino de las ondas de las mismas hebras, como yo quisiera pensar. Y aliéntanme a ello no menos que setenta y dos grandes hombres que leyeron: «El Rey está atado en las ondas de esos cabellos», y yo, con buena venia, parece que miro más, porque veo dos Reyes: uno del cielo, que los es de todos; y otro de la tierra, atados hoy, Margarita, a tus cabellos; y el del cielo, no sólo atado, sino herido, y que muestra decirlo a voces: «En un cabello de tu cabeza (que sin afectación alguna, un cabello sólo parece la trenza) me estás atravesando el corazón, esposa».

¡Ea, Infanta Serenísima, Religiosísima Monja, entraos a vuestra clausura, y comenzad, seguid, acabad la profesión de esta regla que señalaste a vuestras acciones; y pues vuestro Patriarca es imagen de Jesucristo en la Cruz, tomad esta Cruz por nombre: crucificad en vos el mundo, no sólo como dijo el apóstol por la mortificación a que entráis, sino como todos vemos, las coronas de él por la renunciación que de ellas hiciste. Ya es monja de las Descalzas la hija, nieta, biznieta y tataranieta de los Emperadores de Alemania, hermana, prima, tía de los mayores dueños del mundo. Ya guarda la regla de San Francisco, tan a ella, que es necesario el apremio de sus superiores para templar su fervor. Ya lo sabe Gregorio Decimotercio; ya le escribe con increíble gozo, y con largas bendiciones le remite el velo, virginal lazo de desposorio puro.

El día de la Encarnación del Verbo en María espera tanta solemnidad. Ejecútase con universales aplausos, con triunfales y devotas aclamaciones. Déjenme estos festivos estruendos, por lo que pueden tener de ecos de grandeza; entremos a ver en el silencio no mudo de esta casa, cómo va cumpliendo la Infanta Doña Margarita de Austria las obligaciones de Sóror Margarita de la Cruz. Como acude tan a las cosas todas de la comunidad, que no sólo parte con ella los loores de Dios el coro, sino que la sirve el refitorio sus penitentes viandas, y lo que es más, y con lo que no puede la lengua, sino es a la del agua de los ojos, no la extraña, limpiándole sus platos, la cocina. ¿Fregar será voz baja e indigna de este lugar? ¿Por qué? ¿Cómo se puede examinar la profundidad del piélago adonde se caló la margarita, si no sacamos por señas en el plomo más escrupuloso de la sonda la lama de él? Gran receta de buenas manos, fregar platos una Infanta, y no era acción forzosa para salvarse. Soberbia de hombres, afectación de mujeres, cuidado de señoras, galantería de damas, cargad de bacías de plata, de materiales y aguas medicadas entre todo aparato de ostentación. Entraos por la cocina de las Descalzas y no haréis gran cosa: que cuando no estuviera en ella Margarita, más que a viandas huele a santidad y grandeza; veréis a la infanta de Alemania, a la reina que no quiso ser vuestra, con un (¿he de disculparlo también?, tómale en las manos Margarita y ¿no pondré yo en él la boca?) con un estropajo, digo, fregando platos. Agua caliente, dicen que hace menos grave aqueste ejercicio (que no es mucho ni menos digno saber un religioso humilde lo que tan gran Señora ejecuta). Agua caliente, bien que de sangre disimulada son las lágrimas, Margarita. Ya que es tan inhábil mi sentimiento que no acierta a precipitar arroyos bermejos, aguas turbulentas y ensangrentadas de las fuentes de mis ojos, recibid a lo menos estas vulgares lágrimas mías, inundación honrada del corazón que llega a mojar los términos del rostro. Quien no sabe llorar, sabrá reír; y aunque esto sea propria pasión de los racionales, aquello lo es de los cuerdos. En cuanto con este esparto descabellado, o sea fatigada estopa, dais en la cara a los principados de la tierra como a los del Cielo, dice San Gregorio el grande que dio Jesucristo con los cabos de la toalla con que no sólo lavó los pies de los discípulos sino limpiaría también la plata de la bacía. Y ¿qué sé yo que tan delgado era el lienzo? Y por esta acción y las demás de humildad que tuvo en grado heroico Margarita (como de todas las virtudes quiere el maestro de Alejandro sea obligación en los Reyes), ¿sería nuestra Infanta menos estimada? No, sino mucho más; y más la veneraban estas santas señoras (díganlo, y sí lo dicen ellas), cuando la veían en la cocina con los platos en la mano que cuando en el aposento de la Emperatriz su madre se la besaban. Andaba Magdalena la mañana de la Resurrección buscando a Jesucristo. Estaba preguntando por él a los ángeles que, sentados sobre la piedra del sepulcro, parece que la desahuciaban de la esperanza, como si no estuviera muerta ya del amor, esperanza, digo, de no hallarle allí, como muerta de no hallarle. Gran torcedor de quien ama, privarle del objeto aun para ejercer el dolor. Volvió importuna, no porfiada, la cabeza atrás Magdalena y vio al Señor vestido de hortelano. Duda la curiosidad en qué conoció María que venía Cristo, que así apresuradamente volvió a él los ojos, que casi dejó, como dice nuestra lengua, con la palabra a los ángeles en la boca. Responde el ángel Doctor, a quien ninguna duda dejó perplejo, que al ver levantar los ángeles de la piedra, en su respeto conoció al Señor, pues esos ángeles, cuando estaban sentados, ¿no miraban la cara a Dios, y en ella al Verbo en su misma esencia y luz inaccesible? ¿Cómo, ahora, de ver ese mismo Verbo, esa misma luz, no sólo en la lanterna de la carne, que dijo Tertuliano, sino cubierta con un capacete de un jardinero, que notó el evangelista, se levantan en pie y están al respeto, si no más atentos, más ceremoniosos? Porque, si algún camino hay de ser lo grande más, es hacerse menor: y Dios, que aunque porfiara a empinarse (hablando groseramente), no podía descollar sobre sí más gloria, porque lo es todo. Con derramarse, como ponderó San Pablo a ser como nada, aquistó crecidos aplausos. Y los ángeles, que entre toda su inmensa luz, le miran la cara sentados, cuando se les acerca envuelto de madrugada en el capote o sayal tosco de un hortelano, se ponen en pie, como a protestar su mayor obediencia reverentes. Bien así los ángeles de aquel Coro (aléjese la envidia de mis palabras) que en el aposento de la Emperatriz la hablaban sentadas, viéndola con el vestido entero de majestad magnífica, cuando la miran en la cocina, más que vestida, revuelta con el sayal del hábito de Francisco (que el capote de un hortelano de Asís fue el primer vestido o hábito de este más resignado Adán, a quien el amor de su Dios desnudó, hasta renunciar en el avariento padre la interior túnica), cuando la miran, pues, junto a la fuente de la cocina, si no a la del jardín, a Margarita las religiosas, en pie la respetan, en corazón la admiran.

He de entrar, que ya es tiempo, al campo de las virtudes de Margarita. ¿Fiaré de la ponderación de aún no media hora, siglos de tantas obligaciones? Baste por rasgo breve al lienzo (que mejor pincel previene eternidades) la consideración con que en todo obraba, aunque la materia fuese levísima. Perdone la sutileza de Escoto en querer señalar acciones individuales e indiferentes, y sea prueba de la opinión seria de Tomás el fin perfecto que a las acciones capaces de atención apenas ponía Margarita, con que sus manos, como de las de Jacob da a entender en su muerte la lengua santa, fueron entendidas la vida toda; que verdaderamente es lástima ver en todos siglos y en muchas personas de obligación, con cabezas tan entendidas, manos tan necias. La ciencia de los efectos no hay para qué entre en batalla y que las felicidades no sean acaso, y las desdichas no se merezcan, no sólo es consuelo del ánimo, sino gloria de la reputación, como lo contrario también es lo contrario.

Entre estas atenciones, su mortificación (que es lo más opuesto a la majestad) nos enseñará como vínculo desatado algunos cabos sueltos en que poder discurrir, si bien abreviadamente. Fue, pues, admirable su mortificación en huir lo gustoso, en buscar lo desabrido, en olvidar su grandeza, en afectar su desprecio. ¿Dijo alguna vez (no digo a sus hermanas, que ya lo eran las religiosas, sino a sus criados) «haced esto»? Jamás, sino «¿queréis hacer esto por caridad?» Mandad, Señora, que vuestros criados son: vuestros superiores por justos respetos lo dispensan, vuestros parientes por deuda soberana os la dan. Vos sois, aunque para con Cristo y Vos, una monja, para ellos una Infanta. Verdaderamente es ingenuidad parecida a la suavidad de Dios, no sólo no forzar la libertad, pero ni congojarla. «No quieras ser incrédulo» le dice Cristo a Tomás cuando aun a sus ojos se resistía. No le dijo «No lo seas». Toda voz imperiosa parece que huyó con los suyos, y siendo su Señor, los trató amigo. Y lo que parece más, cuando entre la gloriosa humareda del templo le vio Isaías, que trataba de templar su grandeza con la humildad de ser nuestro a que se inclinaba, no le podían sufrir los serafines la majestad. La condición de los hombres suele ser opuesta a este ejemplo, porque hallarse en autoridad, basta a servirles de tratar a los demás en la sujeción como proprios y en la desestimación como ajenos, como dijo de un romano el otro político. Pero no querrá Dios que pase la doctrina de un gentil a pechos cristianos. La reverencia de Dios en gobernar el mundo, ya nos lo enseñó su Sabiduría; pero con extraño pensar, a mi parecer, la explicó Eusebio Emiseno, sintiendo que el no consumir el fuego infernal los cuerpos de los condenados, aunque los atormenta, y no obrar en un caduco y miserable cadáver su violencia eterna y ardiente el fin que en toda materia, es por el respeto que los tiene: porque si como instrumento de Dios los castiga, como a criaturas e imágenes suyas los reverencia. Los demonios reverencian cuando castigan, y los hombres aun suelen ofender cuando premian. ¡Oh, enséñalos a mandar, como a servir, Margarita, a todos!

De esta mortificación y templanza nacía también el agradecimiento que tenía, no sólo a servicios vulgares, sino reprehensores. Reprehensión y servicio junto. Porque si al que reprehende le arrastra el amor y el celo, y el respeto y la prudencia no se le olvidan, tanto sirve el reprehensor como ofende el lisonjero y como desmerece el disimulado. Tiene, pues, divina herencia la liberalidad de los príncipes, aun en los servicios pequeños, porque Dios no sólo agradece a Jacob cuatro piedras con que casi tumultuariamente le alza un altar, sino a Abraham la doctrina que ha de dar después a sus hijos. Quien hace mercedes a servicios por hacer, bien disuade disfavores a los hechos. Agradecía Margarita en esta imitación ánimos y servicios, y lo que es más grandeza, las correcciones: que estimar verdades, aunque desabran, verdaderamente es gusto real. Otros no lo pueden tener, que como de las venganzas dijo no sé quién, que eran argumento de poco ánimo, de lo sabroso dijera yo que mostraba gusto común: en especial, que las orejas deben tener más generosos gustos que la boca. Si le decía (pongo el caso) nuestra Madre: «Mire Vuestra Alteza, que esto no es así, y que así ha de ser» el «Dios os lo pague, que agradecida estoy a haberme enseñado» duraba un mes. No rehusara Moisés ir a decir verdades a esta alteza: no tenía que esperar Dios a hablárselas en sueños, ni había menester Micheas llevarse prevenida la cuchillada por el disgusto, bien que de celosa e importante verdad que iba a decir a su príncipe.

De la misma mortificación se armaba la penitencia en que, cuanto le permitió la salud y superiores y médicos no la obligaban (cosa que sintió mucho siempre), fue excelente religiosa, en especial en la circunstancia de los cilicios que poniéndoselos otra religiosa confidente, hasta que volvía a quitárselos y guardarlos con secreto, nunca se los llegó a discernir. ¿Vos cilicio, ángel y lienzo yo? ¿Disculpas de salud pueden, ni en el más achacoso sujeto, más fácil complexión, excusar rigores, cuando tanta majestad, delicadeza y enferma disposición bastó a sufrirlos? Ponderemos más las dos circunstancias de no quitarse el cilicio hasta que le desahogase quien se le puso, por la obediencia y hasta que le guardase recatadamente por el secreto. La primera arguye una agonía grande: porque si cualquier privación hace deseo y cualquier deseo es contrario tan valiente, la falta de libertad por arbitrario empeño, el poder voluntariamente entregado a otro, ¿qué ansias no encenderá? Una de las mayores muestras de amor de Jesucristo Redentor nuestro en el sacramento del Altar Santísimo, no sólo es estar presencialmente todo el sol en tan blanda y breve nube, ni darnos a comer su carne y sangre en sustancia, debajo del sabor ajeno en aquellos accidentes, sino no poder dejar de estar allí, por el poder que dio al sacerdote. Vestirse cándidos velos, fáciles cendales, si no celajes sutiles, a voluntad ajena, es obra grande de Dios. Vestíase cilicios duros, inquietudes ásperas, desasosegados aliños a ajeno arbitrio Margarita. ¿Qué os parece que será? Y esto, no sólo por el amor, sino por el secreto; pues bien se ha conseguido: que allí lo podía saber una religiosa u otra, y ahora lo digo yo a todo el mundo. Pues ¿no habéis reparado que es, entre otras, ésta la paga que Dios hace a la penitencia oculta, publicarla para más gloria? Acordaos del Rey de Samaria que afligido por los trabajos de su reino (que no es menos corazón afligirse el príncipe por trabajos de los suyos, antes más y evidente señal de que los tiene en él, cuando de sus cuidados le duele), afligido, pues, el Rey en el ánimo, pero guardando en la apariencia el real decoro con aparatos de majestad, se paseaba sobre los lienzos del muro un día ocasión en que llegaron aquellas dos mujeres con el pleito de comerse otro hijo (que uno ya les había servido de trocado e irracional alimento). ¡Oh, lo que traga una pasión, y más en siglos en que no sólo unos amigos a otros, sino los padres a los hijos se comen a bocados! Tocó en lo vivo del alma tal miseria de vasallos al príncipe. Cuales las suele haber, si no las ocultasen los mismos que debieran o remediarlas o decirlas. Despechóse el Rey lastimado, haciéndose pedazos los vestidos sin libertad, que descomposturas hay que acreditan, con que vio todo el pueblo el cilicio que traía ceñido a la carne; que penitencias ocultas, y más de personas reales, para común ejemplo, cuando no fuera para gloria particular, sabe Dios manifestarlas. Recata, Margarita, las tuyas, que Dios las publicará, y sabrá este auditorio, resumida noticia, lustroso mapa de todo el orbe, que la Infanta de las Descalzas traía más voluntario el cilicio que todas ellas. Primor de penitencia que me hacía olvidar otro grande: como en memoria de los azotes de Jesucristo, no se contentaba con tomar ella por su mano las disciplinas; sino que tal vez obligaba a algunas religiosas más familiares hiciesen con ella este oficio, y se ofendía santamente de la blandura con que le hacían, buscando en sí propria la venganza de las como desobediencias ajenas. No paséis levemente por esto: que David bien se aparejó, como dice él (y es término religioso), para que Dios le diese la disciplina; mas para que se la diese otro hombre, de ninguna persona real, sino de nuestra Infanta, se halla devoción o penitencia que tal nos cuente.

De la misma mortificación, digo, procedía la paciencia en sus enfermedades, que eran muchas y doloridas, sin que aun la licencia de quejarse que mostró dar Dios a Job dejándole les labios alrededor de los dientes, quisiese tomar. Gran valor sobre paciencia: negarle al dolor el efecto forzoso de las quejas una mujer, cuando aun el maldiciente de la antigüedad (si merecen nombre tan desfavorecido murmuraciones tan doctrinales) se compuso, con que el valor más constante no excediese a la causa el dolor, ni a la herida las quejas. Pues ¿qué, si trasladásemos del cuerpo al ánimo la materia? Pero no dejemos la que dio a la paciencia de Margarita la ceguera, o falta de vista, que ella solemnizaba, agradecida del bien que le resultaba, en que le librase de enemigo tal. ¿Qué enemigo, Margarita? Que a ti no servían los ojos de ventanas para mirar, que es lo que Jeremías dijo, y la ruina o portillo del lienzo humano, por donde da al alma insensibles escaladas la muerte. De lanternas te servían, como dijo Cristo, con que escondidamente señaló una sutil e importante diferencia: porque en las ventanas entra de fuera la luz, y mezcladas (si desatadas no) en ella las imágenes del siglo, perturban confusamente. En las lanternas, la lumbre está dentro, y sin recibir ni el aire más templado, alumbra y lo enseña todo, como a ti el espíritu; y llena de la luz y aun rodeada de ella, como Pablo, viéndolo todo, ninguna cosa veías: que luz tan soberana a ningún objeto vulgar sirve medios. A tu madre viste, cuando ahora, magnánima y piadosamente la trasladaste del nicho que la recibió sepulcro a la urna que la conserva depósito. Al Príncipe nuestro Señor, otra esperanza grande, otras delicias del orbe viste otra vez. Que los justos, o al nacimiento o a la muerte miran; en la vida no hallan que ver. Cuánto, empero, que ver hallaremos nosotros, si ponderamos, que queriendo batirle las cataratas segunda vez un artífice raro de este remedio y que en otra señora religiosa acababa de acreditarse, no quiso curarse la Infanta, diciendo que Dios no quería ya que viese nada hasta subir a verle a él. Componerse con la voluntad de Dios, ordinariamente lo veo en lances forzosos: escoger por presumir la voluntad de Dios el trabajo, no le he visto muchas veces. Toleraba con paciencia su ceguedad Tobías pero no rehusó la medicina del pez. Margarita tolera paciente la ceguedad y renuncia fina el remedio. No le abras, Señor, los ojos: prosiga en su inocencia con ceguera saludable. Así la supiera gozar nuestros padres primeros, primeros inventores de ver y de mirar mal: abre, empero, como el otro mozo de Eliseo, los ojos de cuantos me oyen ahora o me leyeren después, para que vean en esta prodigiosa mujer tus maravillas, si quien se cegó al entrar de su mano, hace mucho al salir en no querer ver de la ajena.

Mas, ¿para qué había menester ojos corporales este lince espiritual (obedezcamos la credulidad común), si con los del alma en la oración, que es el antojo maravilloso de descubrir extrañezas, veía en Dios todas las cosas? ¿Para qué había de ver vulgaridades dudosas de tierra quien veía milagros patentes en los cielos abiertos de su Esposo? Que el verlos así Esteban en el suelo (cuando aun llegando a aquellas puertas de margaritas que sellan eternos diamantes), los hallaron cerrados las mal prudentes doncellas del Evangelio, quiere sutil y estático Agustino que los dejase así (los cielos digo) la oración de Dimas: que nunca los ladrones se paran a cerrar las casas que roban; los dueños sí que las guardan. Con la llave de la oración (acción fuerte), Elías cerró los cielos, pero el ladrón los descerrajó con la violencia fiel, si en silencio creyente no los ganzuó, y dejólos sin cerrar. Así los vio Esteban, así parece que los hallaba siempre Margarita. En estos raptos dulces de cielos, no sólo abiertos, sino como despedazados por su acción, debió de ver la muerte de un criado, que con poco gusto de ella salió de este lugar. Y antes que pudiese llegar a noticia humana se lo dijo a otro criado (que debe de oírme), encargándole en lengua alemana el secreto de esta verdad. En esta comunicación también sabría la seguridad de la vida de un señor, que ahora me estará oyendo y entonces estaba desahuciado, y así se lo envió a decir a su mujer con el criado que he dicho. Divino don, como ponderó el Crisólogo, extraño modo de luz, como los teólogos notan, ver en la confusión la evidencia, en las tinieblas la claridad. Pero quien se acerca tanto al que no sólo de las tinieblas hace descoger la luz, sino que luz y tinieblas penden a iguales efectos de su semblante, ¿a qué lejos no alcanzará? En ella (de su oración hablo) se informó de la mejor fortuna de esta tal persona, y dándole un Niño Jesús con quien me aseguró que la había oído hablar y que reconoció voz que le respondía, diciéndole que no le daba sólo imagen, sino protector, y que lo vería muy presto. Aquella misma noche le vinieron a solicitar con gran parte de remedio a su casa. Así, Señora, que metéis en celos a Antonio y habláis con Jesucristo en forma de un niño hermoso, que teniendo todas las cosas él en la mano, le tenéis en la vuestra vos, siendo criador inmenso, os quiere hacer tan grande que parezca con vos una criatura. Antonio mío, gran portugués taumaturgo, ¿qué decís de esto? Diréis, Santo mío, que quien se os parece tan puntual en la profesión, no es mucho que se os parezca tan prodigiosa en las maravillas. En esta luz, finalmente, reconoció las sombras que amenazaron eterna noche al mundo, en la muerte del señor Rey Don Felipe Tercero, asegurándole entre otras advertencias de celo y amor, que moriría dentro del año fatal. ¡Ay, verdad cara! ¡Costosa profecía! Filipo, esto fue cierto, tú lo oíste entonces, lo reconociste después, se lo enviaste a reconvenir en las agonías últimas, entre otras materias que con ella habías tratado. Si eran de celo último del servicio de Dios, del tuyo, del de tu reino, del ejemplo mejor de tus sucesores, en la muerte temporal lo temiste y lo agradecerás en la vida eterna. Otros efectos y éstos (que no es posible correr en tan corto tiempo tan dilatada arena) procedían de su oración sobre su vida mortificada, y ésta la tenía totalmente partida en puntuales devociones, sintiendo casi con desconsuelo verse estorbar por negocios seglares del afectuoso ocio de su espíritu. Siempre que podía asistía al coro, y cuando le estorbó flaca su salud los maitines de media noche, los rezaba a hora temprana y descómoda. Bien así como David sabía hacer coro su aposento. Si bien siempre juzgó por mejor componerse con la vida de su casa: sea verdad que ella tenía otra que llamaba así, y era la llaga del costado de Jesucristo. Y ya era como proverbio en todas: «Vámonos a casa», como «Entrémonos a las entrañas de la misericordia en que nos visitó el sol que comenzó de lo más alto de Dios su oriente». ¡Ay, Paloma mía, cuál otra había de ser tu casa! ¡Cuáles otros tus aposentos, sino los agujeros y caverna de la piedra Cristo, las llagas, digo, de sus manos y su pecho! Y así el incendio amoroso de esta casa propria te hacía despreciar el violento de la común. Decláreme aquel ansioso afecto tuyo, cuando encendiéndose fuego en el convento, tratando el Rey Don Felipe de sacarte de él y enviando el embajador de Alemania a este efecto, le respondiste que aunque Su Majestad viniese en persona, no habías de salir, sino acompañar tus hermanas. ¡Oh, cobarde desdichado, que en opuesto rigor, rendido al hielo de aquel estanque (prevenido cristal al empíreo) desamparaste, flaco soldado, la compañía valiente y perdiste el laurel que había de coronar con el número tu persona. ¡Ah, dichoso carcelero!, que viendo desiguales laureles y soldados te arrojaste a la pena mártir, al trofeo vencedor. ¡Ay, Margarita, alcaide santo de esta fortaleza!, cómo te arrojabas al estanque del fuego, porque entero el número de las Descalzas, no sólo fuese a pisar su esfera, sino las llamas celestiales, que a la ciudad de Dios son perpetuas luminarias. No te llamaba el fuego exterior de esta casa: el interior de tu retiro dulcemente te impelía. Aquél de las lámparas del amor, a quien sirve el agua, en vez de enemistad, de alimento. ¡Ay, Paloma mía, otra vez! que cuando los cuervos vagos y vilmente deliciosos en toda mortalidad se ceban inquietos, tú no sabes sino volver a la ventana del arca, llaga del costado de Cristo, casa de la devoción tuya, y desde allí dolerte de los que fuera naufragábamos, acompañando dentro las almas de quien tanta espiritualidad se propaga. Ni fue lejos de este afecto el que mostraste otra vez, cuando diciéndote que se caía el dormitorio, te levantaste apresuradamente: «Pues vamos a morir con mis monjas». ¡Oh, alma santa, qué ansias eran éstas de padecer con tus hermanas y ser como anatema por ellas, provocándote a tan dificultosa emulación, como lo es la muerte! Huyó Juan allá el baño, temiendo por la ruin compañía la ruina de él. Tú, por compañía tan buena solicitabas ruinas dichosas en este convento santo y, madre fervorosa, a ti misma te arrojabas sagrado número al montón de las hermanas que juzgabas ya cadáveres. Todo caridad ardiente y virtud en que no me he atrevido a hablar, porque sin asomarse a tu corazón que era la casa de Cristo y al de Cristo que era tu casa, ¿quien se atreverá ni a sospechar su excelencia y la Alteza tuya? Algo se podría discurrir por las obras de ella, que con los vivos hacías, mucho cierto, muchas. No sé, empero, si con los muertos más, a cuyas almas de Purgatorio tuviste tal devoción que se vino a hacer amistad y trato, que no hay amigos como los muertos, y así suelen ser los más olvidados, como David dijo. «Dios de vivos y muertos» llamó a Dios el apóstol porque es amigo y señor que ni a vivo ni a muerto olvidó jamás. No es Lázaro sólo el amigo atendido, aunque sea el resucitado. Valgámonos, fieles, de aqueste arbitrio: tengamos amistad con los muertos, que yo apenas hallo en los vivos con quien se pueda tener. Vivía en esta buena fe Margarita de amar a todos, pero más a los muertos, como más necesitados e imposibilitados de hacer por sí. Y así acudían a ella los muertos en sus trabajos, como los vivos en sus necesidades. Esta vez alegar testigos muertos no es testimonio dudoso. Sea uno entre muchos, la condesa de Fuentidueña, a quien muchos años ha, vio una noche en semblante triste a su cabecera. «Pues, Juana (queríala mucho) ¿qué es esto?» «Señora, acábome de morir de parto en este punto en mi tierra, y vengo a deciros que me digáis las misas que soléis, aun a los conocidos no más (era así que siempre tenía bulas y misas prevenidas para los tales) y me encomendéis a Dios en vuestras oraciones». Ofrecióselo así, así lo cumplió, y de allí a algunos días vino nueva que aquel día y aquella hora y de aquel accidente había muerto la condesa. Gran crédito debía de tener en la otra vida Margarita, pues así acudían luego a valerse de ella los muertos de ésta. Mas sea otro testigo sobre toda excepción su mismo padre. No es ofensa de los Reyes contarlos en el purgatorio: pintarlos en el infierno fue solemne en la antigüedad. Desacatado pincel, a quien quieren dar por excusa los doctos otro desconsuelo mayor, que es lo irremediable de las culpas de los Príncipes, y yo, ni por el respeto, los nombrara en tal lugar ni viniera en ello por la razón. Porque ¿quién puede remediar mejor que el que puede más? Es verdad que no basta desear remediar como ni restituir: remediar es menester. Aparecióse, pues, el gran Maximiliano a Margarita y encargóla que advirtiese a la Emperatriz cierta diligencia de misas. Ejecutólo, y por no andar inquietando reales cenizas tanto tiempo, pareció en la respuesta de su madre, evidente la aparición. Volvió el Emperador a agradecerla el cuidado, pero quejósele de cómo había dejado aquellos días una oración que solía rezar por él. «Señor, por haber frecuentado las misas tanto». «Ése no es trabajo tuyo, de Jesucristo fue, y del tuyo tengo también necesidad yo.» El encarecimiento consiste en la relación: Príncipes, grandes, señores, caballeros, pueblo seglar, Arzobispos, Obispos, Prelados, teólogos, componedlo allá: en frecuencia del Sacrificio infinito de la sangre misma de Dios, las oraciones de Margarita hacen falta. ¡Bendito seáis, Señor, que a una criatura mortal queréis ver celebrada así! Que ya sé que la infinidad del precio vuestro sobra a las deudas, aunque las demos algún respeto infinito también. No digamos más de esta amistad de los muertos. Bastantemente hemos visto los vuelos que daba a una vida y otra esta águila imperial con las alas de la oración o con las manos esta Infanta suya, que así lo dijo Pablo, como con las de los serafines, entre las alas del corazón. Que doctrina es, digo, del apóstol, levantar las manos puras a Dios en este trato con él. Puras, dice San Pablo, y puro en rigor no se opone a manchado, a mezclado se opone, y a manchado se opone limpio. El licor que va sin mezcla de otro, aunque no esté limpio, se llama puro, bien que puro y limpio sería mejor. ¿Por qué pensáis que muchas oraciones no se logran? Porque no levantan en ellas las manos puras; limpias quiere Dios se levanten. Que no acaso mandó Cristo que si el pie ya en la peana del altar se le acordase a uno la ofensa del hermano, no se atreviese a mover el paso a las aras sin reconciliarse con él. Que la mejor reconciliación no es la del confesor, sino la del ofendido; porque aquélla sin ésta de penitencia desliza en sacrilegio. Los que quisieren cumplir obligaciones en su estado y que les ayude Dios a dar satisfacción a los otros, no se contenten con manos limpias, sólo, sino limpias y puras, en particular, digo, con sencilla intención, con deseo fervoroso de la verdad, no de la apariencia. Y esas manos limpias y puras no extenderlas, como dijo Isaías sino levantarlas, como advirtió San Pablo. Y si las han de extender, no como los vástagos de la zarza imperiosa del apólogo que andaban a quitar capas, sino como los brazos de la mujer valiente en los Proverbios que descansaba con darlas. Y como nuestra no menos valiente mujer que nunca descansaba en remediar las necesidades de todos. ¿Qué pobreza no la reconoció en su vestido y comida? ¿Qué enfermedad no en su regalo? ¿Qué cárcel en su libertad? ¿Qué apreturas mayores y menores en limosnas y remedios? Príncipes, ¿quién os aconsejó lo mejor? Margarita. Grandes, ¿quién os consoló en inquietudes de honra? Margarita. Señores, ¿quién os alentó en el desmayo del disfavor o el desaire? Margarita. Espirituales, ¿quién os descubrió más sospechas soberanas de Dios? Margarita. Pueblo entero, ¿quién dilató el corazón a vuestro remedio y le encogió en vuestros dolores? Margarita. Si particular castigo de Dios no nos hubiera quitado nuestra infanta, cuánto mejor y más eficazmente parece que bastaran sus obras que no los vestidos de Tabira a resucitarla y a consolarnos.

En tu muerte me hallo, Margarita, y dejo la mayor parte de tu vida por declamar. Mas ¿qué soberbia es la mía de porfiar a querer orar dignamente de tus virtudes? ¿No será más digno suceso el yerro de mi oración? ¿No cederá en más gloria tuya el no acertar yo esta acción? Y que vea y diga el mundo que no basté ni a mis obligaciones ni a mi opinión, ni aun a la que tuvo de mí el dueño soberano que me empeñó con determinado y favorecido imperio a tan ilustre sudor. Porque a tanto campo, ¿no hubo aliento? ¿Voz para materia tanta? ¿No es más debido esto al sujeto de Margarita, que no cumplir yo con las deudas de este lugar, y dejarla pagada de las infinitas en que nos tiene? No acaso mis labios padecen hoy no acostumbrado embarazo: y si la sequedad de ellos procediera de haber divertido el corazón todo el humor a los ojos, más consoladamente acabara yo de decir. Murió al fin la Infanta, la religiosa no. Recibió para compañía de tan breve y largo viaje los Sacramentos que la Iglesia acostumbra dar, pidiendo ella misma el último de la Unción Extrema: que aun al Padre Confesor se le olvidó con el dolor la advertencia. Amoroso olvido, y la primera vez que hemos visto que sea el olvido fineza. Este Sacramento, pues, como último, una vez le recibió; pero el Santísimo del Altar también le recibió muchas veces como último. A la verdad, así había de ser en todos: que la memoria de la muerte para morir ha de recibirse, y siendo nuestra vida tan trabajosa, sin resucitar no puede mejorarse, y sin morir, no hay resucitar. No sobradamente se llamó nuestro Redentor Resurrección y Vida ¡Qué cortamente lo entienden los que, sin morir uno, comulgan cada día! Margarita lo entendió largamente, y siempre comulgaba como para morir; y para vivir por este Sacramento, moría siempre en él. Murió, al fin, Margarita. Al fin hemos llegado. Arrancóse la perla pura del alma del hermoso nácar del cuerpo. Y no importa que suene alguna violencia la voz: que la misma puso San Mateo al apartarse Cristo de sus discípulos en las agonías de su muerte, que ésas fueron las del huerto dichoso que gozó por riego a sus plantas la avenida roja de las fuentes del Salvador. Bien que en Margarita aun las apariencias de lo violento faltaron, porque murió, no como quien duerme sólo, sino como quien ríe. Como quien duerme también: que así lo dijo Job y trajo por ejemplo de su muerte, el sueño de los reyes del mundo, sabia y experimentalmente. Porque las muertes de los reyes no suelen ser ocultas: las enfermedades lo son. Porque en lo uno se arman esperanzas, y en el otro desengaños. Yo no he visto sino una muerte de rey. ¡Oh, quiera Dios, que aunque como al fénix se me renueven como a millares los siglos, no vea otra! ¡Oh, hubiera placido a Dios que nunca te lloráramos, oh Rey santo! Aunque tanto sucesor nos bastó a enjugar los ojos, ni yo hubiera visto el fin de un príncipe tan grande, a quien tanto amor debió la humildad mía. Pero ¿en qué deudas de éstas no estoy ahora? Vi ¡ay! aquella muerte; y en ella el Palacio como robado, las puertas abiertas, guarda ninguna, gente, sí, mucha, y aun casi del pueblo, cercando el lecho real. El sueño de los príncipes se atiende más, las ventanas se entornan, las puertas se cierran, impídense las entradas, las guardas no sólo detienen, arredran casi a los que quieren llegar. No parece que fue muerte, habiéndolo sido, y tan eficaz, que nos restituyó a mejor vida, la de Jesucristo, sino sueño sólo; y como sueño, y real, el mismo odio de sus enemigos se le guarda y pone compañía la tal al mármol que selló aquella tarde, o su cuidado, o su temor, o su envidia, y lo más cierto, estos afectos todos. A los muertos no se les guarda la corrupción; a los que duermen, sí, el sueño. Durmió, no murió Margarita. Y en silencio misterioso apenas con noticia alguna de toda esta corte pasó a despertar por eternidades a las del cielo. Y no durmió sólo, sino rióse, que tal semblante mostró aquellos días postreros. Rióse, digo, de la muerte, no la desatendió sólo: que el desatender arguye valor, el reírse desprecio. Puede aquello ser batalla; esto no es sino victoria. Reírse también dice alegría; y en la mayor ocasión del miedo gran victoria es alegrarse. Suspendiéronsele algo las acciones vitales: solemne señal en los que fallecen, pero lo que en los demás llamamos penar, fue en Margarita reír. Risueña se entró a la muerte primera de la religión; risueña sale a la muerte última de la vida. Rióse Sara en la primer promesa, alegre del hijo; y en el parto de él llamó risa al infante. ¿En las buenas nuevas risas y risa en los dolores descabellados? Señal es, dice Ambrosio, que Dios se la dio. Dios le dio la risa a Margarita, pues desde el nacer al morir le dura. Risa se llama la de la aurora al amanecer. Llámese también risa de aquí adelante la del ocaso al ponerse el sol. «¡Qué linda música!», se le oyó decir entre la sonrisa dulce. «Pues nadie canta, Señora».»«Es verdad: mejor me suena que las de acá». «Señora, le dicen, ¿tanta alegría al morir?». «Sí, responde, y soy yo la mujer más pecadora que Dios ha sufrido. Mas, ámole tanto, que no parece que acierto con su temor». ¡Oh, perfecta caridad! ¡Cómo había de haber temor en tus entrañas, si tienes por blasón el arrojarle de ellas? Trabaje la hipocondría mis culpas, despierte las impaciencias del pecador el humor que en él peca: alegre risa haga manso ruido a tus agonías, ponga a tus cuidados estorbo dulce.

Con ser, empero, tanta esta dulzura exterior, no puedo, de muy informado, fieles, dejaros de decir que fue grande la como interior violencia, mortales sobre toda manera las congojas, si bien no nacidas de culpas proprias, sino ajenas. Las de nuestra república y los castigos que le temía de Dios, la afligían de modo que ésta fue siempre la causa principal de sus enfermedades, como de su muerte ahora. Duras tristezas, decía Bernardo, desconsoladas aflicciones me acaban por mi Cristo, cuando le veo perder por lo que le debiéramos más honrar: cuando por querer más, por sufrir más, más le afrentan. Quién dio la sangre del corazón por ver una firma particular contra Jesucristo, y si bien atrevida y blasfemamente escrita, dada al fin en secreto supersticioso, ¿cómo de ver carteles públicos, fijados contra este Señor en las esquinas y puertas de Madrid, no había de dar la vida? Celoso afecto me arrastra a exorbitar de mi oración la parte panegírica. Que cuando en las fúnebres (de que nos ha dejado tan pocos ejemplares la antigüedad en Grecia y en Italia, puede ser que no haya sino uno en cada idioma, y es así) no se ordenara el loor de los muertos solicitar honrados corajes en los vivos. Las nuestras entran con mayores obligaciones en religión. Y el accidente de esta sazón es tan grande, que me disculpará la razón que pondero del arte que quebrantare. Un cartel de un caballero contra otro, en las cortes de los Reyes, se tiene a gran resolución, y suele haber, si no en los respetos cristianos, es verdad, en los de estado a lo menos, causas que lo disculpan, no flojamente. Un pasquín, que llaman, o libelo, de los que el vulgo mal contentadizo pone contra los que gobiernan en un siglo o otro, aunque no suene a motín, sino a quejas solas (y permitir éstas a los lastimados suele ser tan moderado favor, como desatención magnánima) todavía por el genio popular y peligro del ruin ejemplo, pide justicia, sangre y última demostración. Pues ¿carteles contra la ley? ¿Pasquines contra Dios? ¿Libelos contra Cristo? ¿En la Corte católica, a los ojos de Príncipe de tanta fe y de tan religioso celo? Y digo esta verdad seguro de que no siendo lisonja, enciende más a la obligación. ¿Cómo no había de quitar la vida a la inocencia, viendo resplandecer las culpas en la publicidad, y abrigarse los reos en el secreto? La escritura contra nosotros, que desde Adán, que la pactó con Dios, tenía en su poder Satanás. Despedazado cartel la clavó en la CRUZ Jesucristo, y en todos los idiomas clásicos, hebreo, griego y romano, se puso el título de su reino. Y ahora, en nuestra lengua, desdichada en esta parte, cuando al amparo de nuestras armas y a la obediencia, lisonja o necesidad de tanta monarquía, vuela gloriosamente por el orbe (¡Oh, nunca acierte yo a hablarte!) se le quita el reino a Cristo, se le fijan contra su Cruz, y nuestra fianza, nuevas y falsas escrituras, sacrílegos y amotinados carteles. Muere Margarita a este dolor. Morirás de amor y de celos, de caridad y de fe. No es culpa, con la gracia de Dios, de cuantos podemos conocer ésta. Grandes diligencias se hacen por descubrirlo. Grandes demostraciones se harán para castigarlo. Ya es hecho. ¿Qué hemos de hacer? He de deciros mi sentimiento. Más que la demasía execrable, me ha lastimado la repetición, pues en tanto número como Madrid tiene, no hubo gente para repartir en cada calle cuatro hombres, que a haberse repartido así apartados, se huyeran de la demostración obstinada los delincuentes. ¿Y tan despacio que haya habido coplas y versos viles en ello? ¿Tan difíciles serán de conocer los que en esta manchada naturaleza tengan aquesta trabajosa gracia? Sí, serán. Yo hablo como celoso, no como prudente. Lo uno, porque hay quien llegue a pensar que arguye tan infame y humilde dueño esta acción, que será bien, como descubriéndole, castigarle, ignorándolo, no encarecerlo, imitando a Dios, que hasta poner a descrédito su deidad, suele tolerar blasfemos. Pero él es Señor infinito, no peligra en nuestros errores; y si su piedad lo sufre, su providencia (digámoslo así) entretiene su justicia, hasta el tiempo que conviene; y dejarle a Dios que él vengue sus injurias, pudo ser ilusión de Tiberio; fineza nuestra, ni aun fidelidad, no lo es. Ni poder el autor ser tan vil, como dice la hazaña, es razón de despreciarlo, que no hay tanta distancia del más bajo delincuente al juez más superior, como la hay de un hombre a Dios, y castiga con eternidad de dolor una vuelta de ojos lasciva o un alear sangriento de corazón. Lo segundo, sí, me pudiera excusar a mí, que es ver esta materia en manos de tan sagrados y celosos ministros, y que la tratan con tantas veras, con cuidado tal, que debemos fiar de la luz que Dios suele darles y la diligencia que ellos saben poner, la noticia, el castigo y el ejemplo. Ellos me perdonen el paso que pudiere haber dado más mi celo. Pero supuesto tanto dicho, ya es hecho. ¿Qué hemos de hacer? Sentir mucho que no sólo las culpas, sino las desdichas se sienten, y ésta ha sido inconsolable desdicha si se puede llamar desdicha la que, si no en esta materia, en otras, puede mirar no pocas culpas por causa. Aunque os pese, hay quien diga, Crucificado mío, en padrones impíos e infieles letras; y en lugar de herirse los pechos el pueblo hebreo (no quieras templar el odio, nación proterva, con prohijarte al generoso clima, que tantas armas, letras, nobleza y virtudes ha influido en la tierra, que ninguno mejor que él te conoce y te señala), en lugar, pues, de herirse los pechos el pueblo hebreo, se despacha, Señor, por infamaros. Muere Margarita, muere justamente a este dolor, y a otro nacido de él, que es la amenaza que hace a España Dios de un gravísimo castigo. Es verdad, nada encarezco. Fielmente copio la pena de un gran trabajo con que sintió amenazarnos Dios: quitó a Margarita la vida. ¿Cuál será éste? Amáguelo brevemente el discurso, que yo no me atrevo a desentrañar más aquestos horrores. Si la amenaza es dejarse Dios ofender, acusar su ley, blasfemar su nombre, fijar contra su honra carteles, el castigo, ¿cuál será? ¡Oh, no lo vean mis ojos! ¡Oh, no lo oigan mis oídos! Y de tantos como nos hallamos a esta amenaza, ninguno sienta ni reconozca el castigo. Perdímoste, Margarita, y siendo pérdida tal, muestras que te vas a tu Cielo, por no ver otra mayor en nuestra tierra. ¿Otra mayor? No tengamos ánimo, ni para hablar en ella, para remediarla sí, que cuando Dios más justiciero desnuda la espada, filos de rayo, dice Moisés que la da, y suele tener bien espaciosos siglos los rayos para formarse ellos; para deshacer otras cosas, no. No me preguntéis nada, que yo no sé, ni puedo deciros más de lo que os digo; pero más de una persona conoció estos cuidados en nuestra Infanta. Ni os escandalizaréis de verdad que os diga, pues en ninguna me habéis visto, ni salir mentiroso, ni estar encarecedor. Acordaos cuánto se extrañó oírme acusar el ateísmo, y mirad si habéis visto sobrados indicios, si no culpas de él. No olvidéis lo que os dije en Santo Domingo el Real el día de los Desagravios de Jesucristo, y reparad si habéis tocado con las manos formidables efectos de mi temor. ¡Ay, Señor! No tengan honra, no tengan vida, no tengan hacienda cuantos sospecharemos tocados de esta derogada ley, de esta temerosa y pérfida secta. Que habiendo cancelado Dios su testamento, se le porfían hacer codicilo. Vuelvo a mis cuidados ahora, y en ellos sólo os sabré decir una proposición breve, toda ella consuelo, pero toda ella temor. Dios no perdona a quien peca, sino a quien ha pecado. Los que hemos pecado, nos dolemos y enmendémonos, tendremos cierto el perdón, que no parece que puede haber sentencia más apretada que la de Nínive y la penitencia admitida del Cielo la relajó, y fulminando el decreto de la justicia, le desató en lluvias la misericordia. ¡Ah, Cortesanos!, años ha que os predico con libertad, si Dios es servido, evangélica: poco he visto remediado, y de muchos me he visto odioso. Bendito seáis Vos, Señor, si me habéis dado tanta gracia, que vuestra doctrina me haya hecho malquisto, sea con quien fuere, que con lo más soberano, cierto estoy que no. Por la sangre de este Señor, que cada uno en su estado ayudemos a desarmarle de sus enojos a Dios, cumpliendo con nuestras obligaciones particulares y públicas, excusando toda injusticia, injuria y engaño, que son los petardos más violentos para arruinar las mayores monarquías. Ni piensen los otros reinos que esta amenaza nos tiene ya acabados; que la misma doctrina, y en más apretado punto fue la de Aquior a Holofernes. Y Dios, que estrechó su pueblo aun con el sitio gentil, se sirvió que una mujer sola causase en la casa de Nabuco confusión última. Pueblo de Dios es el nuestro, escogido como el otro para maestro de los demás. Gloriosa sangre, y como en empeño del cielo por su devoción a su felicidad la que nos impera. Fieles, tengamos a Dios, podremos esperar victorias, no temer ruinas. No prosigamos en ofenderle, no continuemos nuestros errores, porque el brazo levantado arguye en la ocasión muy vecino el golpe. ¡Oh, tú, seas quien fueres, fiel o no, que puedes ser causa, ocasión de tanto castigo, mira! ¡Mira! Pero yo no acierto ya a ver. Quede imperfecta la navegación. Zozobremos en el puerto, que de sí mismo estallan los árboles, rompe el lino. Ya desmaya la voz, las fuerzas se rinden, el aliento faltó todo.










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