Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Orden, limpieza y "Palabras comunes": otra vez los juegos prohibidos

Kirsten F. Nigro





Entre sus coetáneos, José Triana ocupa un lugar muy especial, no sólo por la alta calidad de su obra y el impacto de ésta sobre el teatro latinoamericano en general, sino también por su éxito en escenarios mundiales. Triana no sólo es el primer dramaturgo de Latino América que haya sido montado por la Royal Shakespeare Company, sino el único que haya tenido esta suerte dos veces -con La noche de los asesinos en 1967, y más recientemente, con Palabras comunes (en inglés, Worlds Apart, 1986). Quien haya leído o visto esta última pieza, dividida en cinco partes, con numerosos cuadros que abarcan un plazo temporal de veinte años de historia turbulenta, con su familia en decadencia y telón de fondo de guerras civiles, intriga política y cambios sociales sísmicos, se preguntará si es posible enlazarla con aquella otra pieza, aparentemente tan diferente, la alucinatoria de Lalo, Cuca y Beba. ¿Es que tienen algunas palabras en común?

La respuesta es que sí, y que ellas son muchas. A pesar de las disimilitudes técnicas entre las dos obras -una esencialmente realista, la otra más bien expresionista- comparten una visión de mundo y un ideolecto teatral que las identifican como «trianescas», si se nos permite acuñar este nuevo epíteto. En Palabras comunes tanto como en La noche de los asesinos el conflicto básico es de hijos contra padres, del orden contra el caos, de la libertad contra la represión -sea ésta sexual, sicológica o política. El ritmo de ambas obras es el de un juego provocativo, que empieza despacio y llega a un crescendo casi orgásmico, para luego volver a la calma y otra vez al crescendo, y así de nuevo, hasta el final, que no es una resolución, sino más bien el comienzo de lo que parece seguirá repitiéndose. De ahí que, simbólicamente, la acción es más una masturbación, un alivio de tensión sólo temporáneo. Estas alusiones al sexo no son gratuitas, ya que en Palabras comunes, especialmente, éste es el jugo vital que destruye a casi todos los personajes, especialmente a los femeninos, y uno que es asociado con otra actividad o juego maligno -el de la política nacional.

La obra es circular, ya que termina con la misma escena con que empieza. Victoria, una mujer de 30 años cuyo rostro expresa cierta «exaltación y trastorno», entra en escena y se sienta en una poltrona. Al fondo se puede oír hablar a su madre, Carmen y a la amiga de ella, Juanita:

CARMEN.-  Una mujer honrada, lo que se llama una mujer honrada es incapaz de hacer lo que hace Teresa.

[...]

JUANITA.-  ¡Pero los tiempos cambian, Carmen!

CARMEN.-  ¡No! ¡Me niego, Juanita! ¡Me niego!

JUANITA.-  Tus intransigencias las llevas a un punto...

CARMEN.-  ¡Así es, quieras o no!


(5)                


Después entra Adriana, la hijita de Victoria; le pregunta a su mami si está mal, y ésta le dice que tiene un poco de jaqueca. Adriana le pide permiso para salir a jugar, y después de reunirse con otra niñas, se les escucha cantando fuera del escenario: «Me casó mi madre/ Me casó mi madre/ chiquita y bonita/ ayayay/ chiquita y bonita/ con un muchachito/ con un muchachito/ que yo no quería/ ayayay,/ que yo no quería» (6).

Entre estas dos escenas, que funcionan como marco a la obra, se cuenta, retrospectivamente, la historia de Victoria y la de su familia, cuya tragedia ya está insinuada en la apertura de la acción. La obsesión con el honor, con la decencia, la intransigencia y falta de tolerancia, la espontaneidad juvenil que luego se agota, a la que le sigue el cansancio y la enfermedad -todos son leitmotivos en la narración de la caída de esta familia. La acción empieza en 1894, para terminar en 1914, años durante los cuales la familia pierde sus tierras y el estado socioeconómico que éstas le brindaban; años en que Alicia, la hermana mayor, se casa con José Ignacio, un militar arrogante que la deja sifilítica; años en que el padre se ensimisma tanto que pierde todo contacto con la realidad, para morir prisionero de sus alucinaciones; años en que la bella pero frígida Victoria se casa sin poder consumar el acto sexual sino hasta tener una relación ilícita con otro hombre, momento en que se le suelta de manera desquiciada toda su reprimida energía sexual, sólo para desembocar en el abandono y el aborto; años en que el hijo Gastón es rechazado por sus padres y por fin tiene que dejar a su familia y su país natal para vivir a gusto con su esposa francesa, pero en una Europa en vísperas de la Primera Guerra Mundial; años de inestabilidad política en que Cuba pasa de un gobierno a otro, de la dependencia española a la estadounidense; años en que sólo Teresa, la hermana deshonrada de José Ignacio, adquiere una fuerza interior, y en que Gracielita y Pedro Arturo, merced a su trabajo y su agudeza financiera, van creando la nueva burguesía del «self-made man» que desplaza a los antes ricos de alcurnia. O sea, éste es el tiempo del caos que hace imposible mantener la fachada de orden y de limpieza tan cuidadosamente construida por la antigua oligarquía y por las «familias decentes», de las que Carmen tanto se vanagloria.

La historia misma de Palabras comunes es, sin duda, parte esencial de su fuerza dramática, pero también contribuye a ella su particular presentación teatral, en la que Triana logra imbuir de un fuerte simbolismo al mundo básicamente verosímil, o sea realista, de la obra. Esto lo hace principalmente con una serie de oposiciones, entre ellas la que también da forma a La noche de los asesinos: aquélla entre lo interior y lo exterior, entre lo que pasa adentro y afuera de la escena. La primera vez que esto ocurre es muy al principio de la pieza, después de que Carmen y su esposo Ricardo han hablado de la situación política en Cuba. Él reconoce que va a haber algún desorden e insurrección, mientras que ella trata de negarlo o, por lo menos, de decir que no hay que preocuparse, que así siempre han sido las cosas: «Querido mío, desde que el mundo es el mundo, la política es un asco» (14). Esta conversación ha sido precedida por otra, en que a Gastón y a las niñas se les ha impuesto el silencio y el «orden», diciéndoles que salgan a jugar juntos, pero no con los niños del barrio. Carmen insiste en que ellos no deben asociarse con esa gentucha, que ni siquiera debieran ir a la escuela, que ella misma los educará como Dios manda. Así que cuando Ricardo habla de los estudiantinos, de los negros, mulatos y resentidos que andan agitando como fieras, ni él ni Carmen ven o entienden la ironía que se le presenta al público, en el momento en que «A fondo del escenario, en el oscuro, se adivinan las siluetas de Gastón, Victoria y Alicia, cantando alrededor de la fogata, con los brazos alzados, llevando unas candelillas» (14). Los signos visuales de la pantomima contradicen lo articulado verbalmente, ya que los juegos de los niños «buenos» evocan imágenes de los niños «malos», de los mambises y otros insurgentes que bailan alrededor de sus fogatas, ese fuego que ha llegado a ser metáfora de la destrucción revolucionaria (por ejemplo, en la iconografía popularizada de la Revolución Francesa, a la Les miserables). O sea, desde el principio de la obra, Triana hace imposible esa división tajante entre «nosotros» y «ellos» que Carmen y su clase social quisieran imponer; lo que nosotros el público vemos, y ellos no, indica que la familia no sólo no podrá escaparse de ese contacto, sino que deja entender que esa diferencia ni siquiera existe -que esta gente no es tanto más civilizada que los «bárbaros» de afuera.

Aunque el dramaturgo se vale de una técnica parecida a través de toda la obra, hay un cuadro cuyo efecto es extraordinariamente fuerte: el que viene al final de la cuarta parte de la obra, cuando la seducción de Victoria por su amante Fernando. Al comienzo de esta parte, vemos a Victoria, después de un año de casada, todavía incapaz de hacer el amor con su marido Joaquín. Pero al final del cuadro número 10, Victoria ya es otra, una mujer totalmente entregada a la pasión. Al principio, ella rechaza a Fernando, insistiendo, como siempre, en que es una mujer honrada, y reiterando el refrán familiar de orden y limpieza (tan recordativo del de La noche de los asesinos). Pero poco a poco, con palabras dulces y caricias eróticas, el juego «amoroso» se pone serio. Mientras les va subiendo la pasión a los amantes, afuera se oyen los «vivas» de una manifestación política, que va cobrando más y más energía, con trompetas, tambores, gritos y cantos. Cuando por fin Victoria se entrega, es como un estallido interior que tiene su eco en el «clímax grandioso», como lo llama Triana, afuera, en las calles de la Habana. Fernando violentamente despoja a Victoria del vestido; ella, apasionada, sumisa, le implora: «¡Acaba, Dios, acaba! Sus gritos y lamentos de placer se confunden con los cantos exteriores» (124).

Además de darle un ritmo verdaderamente excitante a estas escenas, semejante yuxtaposición de lo exterior y lo interior es como una taquigrafía escénica que expresa lo que viene a ser una de las claves de la obra: la idea de que Cuba y los cubanos se mueven como en un vaivén entre lo rígidamente represivo y lo explosivamente caótico, que no conocen el término medio, sino sólo los extremos del comportamiento humano. Imponen o demandan la «limpieza» exterior, tanto en la conducta social como en la política; por ejemplo, Meléndez, el colega de negocios de Ricardo, dice que «irán poniendo el orden poco a poco; eliminará[n] lo que debe eliminarse. La limpieza será un hecho. Una limpieza radical de anarquistas, bolcheviques, librepensadores que sólo sirven para minar la estabilidad» (85). Sin embargo, este parlamento lo dice durante la fiesta de bodas de Victoria y Joaquín, cuando casi todos los convidados se emborrachan; cuando José Ignacio se pasa el tiempo pegándole a Alicia; cuando una amiga, Luisa, en su borrachera y pasión, «emite unos rugidos de bestia en celo» (98). Ésta, desde luego, es la representación irónica de una fiesta de la gente supuestamente «decente», la misma que quisiera imponer su orden no sólo en la propia casa sino también en la de todo el país.

Vemos así que el juego interior/exterior en Palabras comunes funciona para oponer lo que se ve en escena (la familia cubana) versus lo que se escucha o se insinúa fuera de escena (la sociedad cubana). A pesar de que el macrocosmos cubano es siempre un referente únicamente lingüístico, no por ello es insustancial, ya que se corporaliza en las divisiones y las jerarquías del microcosmos familiar. Es precisamente esta correlación entre el micro y el macrocosmos cubano lo que le permite a Triana explorar la naturaleza de otros juegos igualmente prohibidos y peligrosos; vr. gr., entre las razas blanca y negra; entre lo masculino y lo femenino; entre las clases sociales oligárquica y burguesa; entre las generaciones de los padres y sus hijos. Al igual que en La noche de los asesinos, la alienación generacional se expresa en los juegos particulares de cada una: los niños, con sus fantasías y vuelos imaginarios, que al ser ellos adultos se convierten en el ludismo del alcohol, del sexo, de la droga, de la política y del negocio sucio; o sea, con cada generación se repite el mismo patrón, y así, empieza y termina Palabras comunes con el idéntico juego de niños, primero con la generación de Victoria y años después, con la de su hijita, Adriana. O por lo menos así parece ser dentro de su mundo familiar, ya que habría que subrayar que con Gracielita y Pedro Arturo -los nuevos burgueses- el trabajo y el consumismo vienen a ser nuevos juegos, que traen el bienestar económico, pero también, como lo reconoce el lector o espectador de hoy, con la ventaja de la perspectiva temporal, una nueva clase social cuyo egoísmo ha resultado comparable al de la otra clase dominante a la que reemplazan.

El juego racial en Palabras comunes es obsesionante, apasionante y terriblemente peligroso, especialmente para el joven negro que una noche se desnuda ante la joven Victoria, despertando en ella una fuerte atracción y repulsión sexual. Su castigo es el de morir en la batalla del Balneario, y el de ella el recuerdo de una pasión que sólo logra satisfacerse años después, en el frenesí del sexo adúltero. Como bien ha notado George Woodyard, Palabras comunes «es la historia de una familia blanca de clase media alta que desdeña a los pobres y especialmente a los que consideran inferiores» (178); léase, los negros y los mulatos, a pesar de o quizás debido a su fascinación sexual con ellos. Woodyard también señala que «[l]o que más atrae la atención es el aspecto sexual en combinación con el racial» (178), que no es sino la reiteración de un «acoplamiento», a la vez que antagonismo todavía constantes para el cubano: sexo y raza, blanco versus negro.

Pero por fuertes y destructivos que sean semejantes atracciones y conflictos, la energía vital que atrae y rechaza a los géneros (genders, en inglés), es la que llega a ser la más poderosa para los personajes de Palabras comunes. Tal es la fuerza destructiva del juego hombre/mujer que no sorprende saber que el título original que Triana le puso a la pieza fue «Diálogo para mujeres». Pero hay una ironía brutal en dicho título, ya que las mujeres aquí tienen poca, si no ninguna oportunidad para entablar un verdadero diálogo entre ellas mismas y mucho menos con sus compañeros masculinos. Y cuando sí dialogan, sus palabras son comunes, en el sentido de que ayudan a pasar el tiempo, pero no a revelar el alma o a aliviar la pena interior1. Para estas mujeres las consecuencias de la opresión y violencia del mundo que habitan son inescapables, al colocarlas Triana en un espacio femenino débil, casi insignificante ante el espacio masculino, donde se juega a los billares, a la política y al sexo: «Un hombre, lo que se llama un hombre, primero en la cama..., y le mete a quien se ponga por delante» (52). Por su parte, el espacio femenino es donde se teje, se borda, se chismea, donde se habla de lo prohibido a la vez que se aprende a reprimir, a silenciar la urgencia sexual femenina; o sea, es un espacio donde se aprende, malgrélui, a ser una mujer ordenada, limpia y decente. Así, el dramaturgo pone bien de manifiesto cuán opresivo es el juego entre un espacio y un discurso «femeninos» y otros «masculinos», un binarismo que no sólo afecta los mapas mentales de los personajes así como los de sus referentes extra-teatrales (los cubanos en general), sino también el mapa espacial del escenario mismo; por ejemplo, durante la fiesta de bodas de Victoria, donde «[e]n el lateral derecho, hacia el fondo, se encuentra una tienducha improvisada que hace el papel de cantina. En ese mismo lateral en la parte intermedia del escenario sobre un lujoso y alto arcén está colocado un fonógrafo de la época. Cerca del fonógrafo están sentados Ricardo y Menéndez bebiendo. En lateral izquierdo, mucho más cercanas al primer plano, están sentadas y también bebiendo Carmen y Juanita» (71).

En el transcurso de Palabras comunes la zona entre estos dos espacios nunca logra cerrarse; de ahí la penosa ironía del nombre de Victoria. La única mujer en la obra que no parece sufrir ninguna derrota, tanto emocional como económica, es Gabrielita, la nueva mujer liberada de la naciente clase burguesa. Sin embargo, y otra vez con la perspectiva del tiempo, su victoria habría de ser más aparente que verdadera, o mejor dicho, más parcial que completa. Para completarse, Triana sugiere que será necesaria su participación política entera, la libertad y voluntad de entrar en ese mundo «sucio, desordenado, indecente». A primera vista pudiera parecer que el destino de estas mujeres es como ellas mismas lo perciben: como algo inherente a su biología femenina (o sea, inescapable). Pero Triana lo ve de otra manera, como el resultado mucho más de su exclusión de, o su aversión a la realidad política de su país. Es decir, no quieren o no pueden entrar en el juego que les daría algún poder sobre su destino personal y colectivo. Carmen es la primera en decirlo, pero casi todas ellas, en algún momento, lo reiteran: la idea de que la política es un asco; que es algo sucio que hacen los hombres, y que a ellas no les concierne. La única que no lo ve así -Gracielita- logra una vida mejor, tanto en el trabajo como en la cama matrimonial. Alicia, ya entrando en la demencia sifilítica, llega a reconocer que las honradas, las que no quieren ensuciarse, son tan contaminadas como los demás: «¡Sucias, feas! ¡Manipuladoras! Castradoras castradas. Las honradas, podridas hasta el tuétano. Y no somos diferentes de lo que nos rodea» (150). Pero este pudrimiento no es sólo sexual; la castración no ocurre únicamente en la privacidad de la cama, sino también en el mundo público de la política que les está prohibida a las mujeres de esta obra.

En este contexto habría que señalar también otra dimensión al juego dentro/afuera en Palabras comunes -la de los significados implícitos y los explícitos, con lo que Triana nos dice que el espacio femenino/personal de la casa (donde tiene lugar toda la obra) no puede liberarse hasta que se relacione con ese otro, el espacio exterior donde se efectúa la historia nacional. Éstas son las mujeres de un pasado que desgraciadamente sigue en el presente. En Cuba específicamente, se ha dado el fenómeno de «la mujer nueva», cuya identidad revolucionaria pública no coincide del todo con su realidad privada. Por lo menos, sin embargo, se ha dado allí un primer paso que en muchos otros lugares aún está por darse, donde sigue la mujer «limpia», o sea, bastante si no totalmente ausente del mundo masculino que determina su destino.

En un artículo de ya hace más de varios años, la que escribe el presente análisis argüía que en La noche de los asesinos el juego era más bien intratextual, que los referentes no estaban tanto en la realidad exterior como en la realidad ficticia, o sea que eran mayormente metateatrales2. En el caso de Palabras comunes sería mucho más difícil hacer semejante argumento -la conexión con Cuba es evidente, insistente. Es esta intertextualidad lo que da su «sabor» cubano a la obra; y no la sensualidad o los ritmos dizque «caribeños» que pudieran señalarse ahí. Ahora, mirando hacia atrás, a ese otro ensayo nuestro, creemos haber errado al tratar de borrar totalmente esa conexión, al hacer de La noche de los asesinos una obra casi exclusivamente sicológica. Reconocemos ahora que el palimpsesto cultural sí está ahí, sólo que mucho más borroso que en Palabras comunes. Sin embargo, las palabras de ambas definitivamente tienen en común el fondo histórico del vivir cubano; Victoria, Alicia y Gastón son otra generación de Lalo, Cuca y Beba. Al proclamar que la sala no es la sala, que el inodoro no es el inodoro, éstos expresan la misma necesidad que aquéllos de liberarse, de tener desorden en su vida; sólo que lo hacen al jugar otros, pero no menos peligrosos juegos. Mientras que Lalo, Cuca y Beba siguen ad nauseum o ad infinitum sin poder salir de su prisión, los personajes de Palabras comunes se encierran o se pierden en el refugio de la locura, de la enfermedad, de la parálisis, de la droga o del alcohol. Su prisión, tanto como la de sus primos en La noche de los asesinos, es una de paredes concéntricas, construidas por la sociedad cubana en general, por el núcleo familiar y por el individuo mismo. No se escaparán de esta prisión hasta que hayan tumbado estas tres barreras; el final circular de Palabras comunes sugiere que desde la perspectiva de 1986, cuando terminó de escribir la obra, Triana había visto que todavía quedaban paredes por tumbar. Pero felizmente, con sus palabras, que son mucho más que comunes, el dramaturgo ha empezado a derrocarlas.






Obras consultadas

  • Nigro, Kirsten F. «La noche de los asesinos: Playtext and Stage Enactment». Latín American Theatre Review 11.1 (Fall 1977): 45-47.
  • Taylor, Diana. «Theatre and Revolution: José Triana». Theatre of Crisis. Drama and Politics in Latin America. Lexington: Universtiy of Kentucky P, 1991. 64-95.
  • Triana, José. «Palabras comunes». Tramoya. Cuaderno de teatro. 11 (julio-septiembre 1987): 3-170.
  • Woodyard, George. «Palabras comunes de Triana: [c]iclos de cambio y de repetición». En busca de una imagen. Ensayos críticos sobre Griselda Gambaro y José Triana, ed. Diana Taylor. Ottawa: Girol Books, Inc., 1989. 175-81.


Indice