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Ortega: genio y palabra

Antonio Rodríguez Huéscar





Muchas veces me han preguntado personas que se interesaban por Ortega -alumnos, colegas, amigos- y que no le conocieron: «¿Cómo era Ortega?». La pregunta surgía casi siempre dentro de una conversación, o de una clase, o de un comentario, en los que yo exponía o me refería a alguna parte o aspecto de su pensamiento. El sentido más preciso y completo de esa pregunta era éste: «Sí, sí, pero... ¿cómo era Ortega?». Se notaba claramente que no les bastaba con la recepción o mención de la doctrina: querían saber cómo era el hombre -en definitiva, quién era el hombre-. Con lo cual acreditaban, sin darse cuenta ellos mismos, una sutil intuición de algo esencial a dicha doctrina o pensamiento: su estricta conexión, y hasta identificación, con la vida concreta y, por tanto, con la persona de su autor (cosa que, en algún modo y medida, sucede en todo pensador, ciertamente, pero en ninguno en la forma nueva y peculiar que en Ortega, como espero que se vea o, por lo menos, entrevea, a lo largo de estas páginas). Por eso, la pregunta siempre me resultaba, de primera intención, gratificante, pero siempre también, en un segundo momento -en el de tener que contestar a ella-, me sumía en una perplejidad embarazosa, ante la imposibilidad de hacerlo. ¿Qué contestar, en efecto, a una pregunta como esa? Evidentemente, los que la hacían querían un testimonio personal de alguien que le conoció, trató y recibió su enseñanza directamente. Pero, precisamente por eso, las frases que acudían a mis labios intentando resumir algunos rasgos sobresalientes de la personalidad de nuestro filósofo quedaban congeladas antes de ser pronunciadas o, si lo eran, iban dejando en mí una conciencia de insatisfacción, de fracaso, de impotencia para expresar lo, en realidad, inexpresable -y más aún en tan breve tiempo-. Y algo, mutatis mutandis, me ocurre ahora, al ponerme a escribir, con ocasión de su centenario, sobre la experiencia vital que para mí representó Ortega, como se me ha pedido. Por otra parte, sucede que he escrito ya, por lo menos tres veces, sobre este mismo tema1. (Y al decir «tema» digo mal, pues se trata de algo tan profundamente entrañado en mi vivir que se resiste a la «tematización», la cual es siempre un intento de objetivación y, por ende, de «distanciamiento».) Y siempre que me he puesto a ello, me ha pasado lo mismo. Luego, he reaccionado y he intentado traducir algo de lo para mí más significativo en la ordinariamente rica, compleja y en muchos sentidos creadora personalidad de nuestro máximo pensador. Es lo que voy a tratar de hacer hoy, procurando no repetirme más de lo estrictamente indispensable. Ensayaré una «semblanza» de Ortega a partir de la impresión dominante que me produjo desde mi primer encuentro personal con él, todavía en los linderos de mi adolescencia. Y esa impresión, traumática y deslumbrante, fue la del genio. Ya sé que la adolescencia y la primera juventud son especialmente propicias para dejarse impresionar, muchas veces desmesuradamente, por el magnetismo de personalidades poderosas, y que luego, más o menos entrada la madurez, o continuado el trato con el ídolo, es frecuente que éste se desplome. Pero en este caso sucedió lo contrario: la primera impresión, fuerte, sí, pero aún de perfiles imprecisos, a lo largo de mi trato con Ortega no hizo sino ir corroborándose y adquiriendo forma y sentido cada vez más nítidos, evidencia cada vez más fundamentada (valga la paradoja), a medida que fui conociendo mejor su pensamiento y, simultáneamente, su contextura espiritual y moral, su «temple», su carácter, su actuación pública y privada, y la portentosa -lo siento, pero no tengo más remedio que usar estos adjetivos de grueso calibre si no quiero traicionar la idea que intento transmitir (y valga esta advertencia para todo lo que sigue)- y la portentosa coherencia y unidad orgánica de todo ello. Creo que la clave de toda genialidad radica en estas concordancias profundas entre acción, carácter, temple, conducta y obra, y que, por tanto, la mejor manera de buscar la filiación de cada caso concreto -pues la genialidad nunca es genérica, siempre es singular e irreductible- es tratar de encontrar en él la ecuación precisa de estas coincidencias y su radical unidad. Lo cual, por supuesto, no es nada fácil, pues esas relaciones entre el hombre y su obra revisten una multiplicidad de proporciones, combinaciones y cualificaciones que las hace ariscas a la aplicación de toda norma o canon preestablecido, ya que lo característico del genio es precisamente ese poder de innovación, en cualquier campo de la actividad humana, capaz de erigirse él mismo en norma o en canon, cuando no «crea» el campo mismo de cultivo -de «cultura»-: en cualquier caso, siempre «inventa» -encuentra-, abre, alguna nueva dimensión histórica en esa realidad de realidades que es la vida humana.

Contaré, pues, cómo he visto, sentido y, en definitiva, vivido yo algunos de los aspectos que considero más importantes o más característicos de la genialidad orteguiana. Y lo haré, naturalmente, re-cordando -es decir, volviendo a pasar por el corazón- el efecto que en mí produjeron desde el primer momento los medios naturales de expresión, de comunicación y de trato, a través de los cuáles se realizaba, a la vez, la relación con su persona y con su peculiar acción creadora. Pero procuraré hacerlo de modo que de mi personalísimo testimonio puedan desprenderse, más o menos, los rasgos o perfiles más adecuados para el bosquejo de esa perseguida «semblanza esencial» -podríamos llamarla así, sólo para orientar la dirección de la búsqueda y sin pretensión alguna de nada más-. Ahora bien, el principal medio de expresión de un pensador y de un escritor, y a mayor abundamiento si a esta doble condición se añaden las de orador, conversador, profesor, educador, etc. -y en todas estas dedicaciones, facetas diversas de una sola y única vocación, rayó a la máxima altura la genialidad de Ortega-, es sin duda alguna la palabra. Voy, pues, a centrar en ella la atención, para el propósito que guía estas líneas.

Mi primera noticia de Ortega me llegó, antes de encontrarme con él en persona, a través de su palabra escrita. Yo había leído ya, en efecto, cuando le conocí el famoso tomito de la Colección Universal de Calpe Notas de andar y ver, y algunos artículos o folletones de El Sol -«su» periódico durante tantos años-. Desde luego, su esplendente estilo y la fuerza y claridad del pensamiento que lo animaba me cautivaron inmediatamente. Pero yo andaba por entonces muy «alterado» por ciertos conflictos de adolescencia, entre académicos, familiares y vocacionales, y no tuve sosiego para que el fuerte impacto producido por aquellas lecturas llegara a decantarse en algo más que en una premonición de lo que realmente había tras ellas. Mas, cuando ingresado ya en la Facultad de Filosofía y Letras en Madrid tuve mi primer encuentro personal con Ortega, en un aula del Pabellón Valdecilla del caserón de San Bernardo (1931) y en un curso de lectura y comentario de H. Heimsoeth, en el que fui lector y resumidor diario de su palabra hablada, la «magia» de ésta, y mi trato con él, iniciado ya desde ese primer día a la salida de clase, produjeron en mí todo su poderoso efecto «revelador». Los que no pudieron escuchar esta palabra, no ya sólo en sus intervenciones públicas -discursos, conferencias, cursos para grandes auditorios, etc.-, sino, sobre todo, en la libre fluencia espontánea de su pensamiento, en el reducido seminario universitario, en la tertulia, incluso en la simple conversación privada, no podrán captar nunca, ni aun en el caso óptimo de una dedicación entusiasta y rigurosa al estudio de su vida y de su obra, la medida exacta y la peculiar cualidad de su genio. Si se me permite la autocita -y pido desde ahora la venia del lector para volver a recurrir a ella cuando me parezca insustituible, prometiendo no abusar de su benevolencia-, transcribiré esa impresión tal como la formulé en 1953 -en mi mencionado escrito-, porque no creo que hoy pudiera expresarla mejor: «Desde que comencé a oír la palabra de Ortega me di cuenta de que me hallaba en presencia de algo definitivamente importante, a saber: de la filosofía misma, en vivo, y en una de sus versiones histórica plenarias. Esta percatación no hizo sino irse afirmando, haciéndose más profunda y consciente, a medida que avanzaba en mis estudios»... «La palabra de Ortega tenía un poder de nudificación de la realidad, una virtud penetrativa y manifestativa de sus zonas básicas, inmediatos y literalmente asombrosos. Pero esa función de desnudar la realidad, de llegar a sus estratos radicales y ocultos a través de la hojarasca de lo aparencial, es lo que propiamente se llama verdad -alétheia-, y el asombro ha sido siempre la emoción filosófica por excelencia. No he conocido hombre alguno cuyo pensamiento, o mejor, cuyo decir, realizase esta función desveladora con la naturalidad, eficiencia e inmediatez que el de Ortega. Ortega aparecía, pues, ante nuestros ojos como el órgano de verificación de la realidad -tomando la palabra "verificación" en su estricto sentido etimológico-». Esto escribí entonces, y puede parecer que con ello me refería sólo, o principalmente, a la elocución propiamente «filosófica» del maestro. Pero en realidad el sentido de esas frases es válido para todo el «decir» orteguiano -entre otras razones porque, como luego explicaré, todo él llevaba en sí una última intención filosófica-. En su trato privado, y en las ocasiones más «coloquiales», era frecuentemente la palabra de Ortega un constante chisporroteo de ingenio, de donaire, de gracia, de sutil ironía y de castizo garbo -término, por cierto, muy suyo-, pero nunca perdía -y esto era lo prodigioso, lo pasmoso- ese sentido de gravedad, de trascendencia, que era como el trasfondo de todos sus decires, aun de los más aparentemente lúdicos. Se tenía la inequívoca sensación de que nada en ellos era gratuito 0 arbitrario, de que nada era simple «habladuría», «hablar por hablar» -si se quiere, en el sentido heideggeriano del término: das Gerede, cháchara o garrulería cotidiana y trivial-, sino que todo llevaba una intención concreta y «circunstancial» -en la acepción precisamente orteguiana de esta expresión, es decir, la de una circunstancialidad deliberada, que, como saben muy bien los que conocen el pensamiento de Ortega, confiere al hablar, y al pensar de que brota, su cualificación ética, y, en función de ella, su valor veritativo, su vinculación a la realidad-, una intención, pues, que le daba, no sólo interés, sino importancia. Se le oía, por eso, con una especie de gozoso sobrecogimiento: gozoso, porque era una delicia asistir al espléndido proceso de creación verbal que, con el vivaz poder de seducción de un bello fenómeno natural, surgía y se desplegaba ante uno pero, a la par, sobrecogimiento por la golpeante evidencia de estar asistiendo también, a su través, a un poderoso ejercicio de pensamiento vivo. Las inflexiones y tonalidades de su voz, de suyo grave y pastosa, iban como subrayando los cambiantes niveles y hallazgos de ese pensamiento, siempre alerta a las ondulaciones de la realidad misma. Acontecía, por ejemplo, que esa voz comenzaba a adquirir en cierto momento registros más profundos y un ritmo más pausado: era que su pensamiento se adensaba y ahondaba al ir penetrando en zonas de la realidad de más difícil acceso y que, por tanto, exigían una más laboriosa y delicada operación de «desvelamiento» -él comparaba a veces el ejercicio intelectual con el de una cirugía de precisión-. Su elocución cobraba entonces un especial dramatismo que consumaba y potenciaba su virtud «deíctica» o «reveladora». El gesto, el ademán y la mirada se acompasaban con perfecto ajuste a estas inflexiones de la voz y a este sesgo discursivo del pensamiento. Otras veces, en cambio, los ritmos se «aligeraban» -es decir, se «alegraban»- y los registros joviales e irónicos subrayaban el nuevo tempo dramático. Surgían entonces, con un cierto centelleo «pirotécnico», el súbito golpe de ingenio, la pirueta verbal, la ocurrencia feliz, la cita oportunísima que revelaba de pronto una insospechada erudición en los cuadrantes más dispares del saber, la anécdota real, evocada con sorprendente vivacidad en su felicísima memoria y transfigurada inmediatamente en parábola por la virtud paradigmática de su verbo -sobre la que también habré de volver-, incluso el chiste, contado con elegante gracejo. Pero tampoco en este nuevo tempo -como señalaba más arriba- perdía su decir sus constantes «aletheicas», aunque ahora funcionasen en otra clave: la que requería el reflejo o tornasol de la realidad -en definitiva, de la vida- que quería hacer destellar -«reverberar», para usar su propio término- en el instante y en la ocasión precisos, ante nuestra atónita, y encantada, mirada mental.

Otras de las raíces de ese permanente dramatismo del decir de Ortega estaba en su condición eminentemente «dialógica». Nunca hablaba para la galería, ni urbi et orbi, sino que siempre se dirigía a alguien concreto, incluso cuando este «hablar» era un escribir y cuando ese «alguien» era un determinado público. El propio Ortega nos explica cómo «El decir, el logos es, en su estricta realidad, humanísima conversación, diálogos -diálogos-, argumentum hominis ad hominem», y cómo esa «ha sido la sencilla y evidente norma que ha regido mi escritura desde mi primera juventud»2. Y agrega: «Si el lector analiza lo que ha podido complacerle de mi obra, hallará que consiste simplemente en que yo estoy presente en cada uno de mis párrafos, con el timbre de mi voz, gesticulando, y que, si se pone el dedo sobre cualquiera de mis páginas, se siente el latido de mi corazón»... Y: «todo proviene de que en mis escritos pongo, en la medida posible, al lector, que cuento con él, que le hago sentir cómo me es presente, cómo me interesa en su concreta y angustiada y desorientada humanidad»... Y, en fin: «La involución del libro hacia el diálogo: este ha sido mi propósito». (Marías ha comentado, con su habitual perspicacia, estas palabras en un parágrafo de su Ortega I que lleva por título la subrayada frase orteguiana.) Y si este «altruismo intelectual» -la expresión se la atribuye Ortega a su condiscípulo y amigo N. Hartmann: «-Usted, querido Ortega, tiene altruismo intelectual»3- se cumple en sus escritos destinados a la imprenta, hasta el punto de constituir una preciosa clave hermenéutica de ellos, ¿qué no sucedería en sus cursos y conferencias (en los que Marías destaca, con gran acierto, su carácter «argumental» y «dramático» y la búsqueda de «una concatenación biográfica en los oyentes», es decir, su «carácter de empresa convivencial»), y, en fin, qué no sucedería en el coloquio o conversación sensu stricto? No es lo mismo leer esas expresiones orteguianas que haberlas vivido en su directa práctica en su absoluta verdad, es decir, haberlas verificado personalmente, día a día, durante largos años. Ortega dialogó mucho, en efecto, con esa parte de su circunstancia inmediata que fuimos nosotros, sus discípulos, «familiares» y amigos, y ejerció con ella -con nosotros- en medida extremadamente generosa, ese su «altruismo intelectual». Traeré a colación, a este respecto, mi segunda autocita: «Sí, el lema completo» -el de Ortega- (hoy ya tan divulgado) fue: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Ahora bien, si nosotros fuimos parte de la circunstancia de Ortega, y parte no desdeñable, puesto que nos dedicó muchas preciosas horas de su vida (al margen incluso de su obligación académica), es evidente que en su proyecto de salvación entró el de salvarnos a nosotros... «y yo diría que esta necesidad tenía más urgencia y radicalidad referida a nosotros, sus discípulos, que a cualquier otro sector de su inmediata circunstancia»4. Ahora bien, «salvar» las cosas -o personas-, para Ortega, significa ponerlas en su verdad, «hacer que sean en plenitud lo que son ya como conato o aspiración»... «Salvación, por consiguiente, para Ortega, vale tanto como hallazgo o logro de la autenticidad de cada cosa, potenciación y despliegue al máximum de sus más genuinas posibilidades». (Después veremos, en otra perspectiva, este rasgo «sotérico» tan esencial al pensamiento orteguiano.) «Y esto es lo que Ortega quiso para España, con un querer activo y tan radical que en esa obra quemó su vida -"como la zarza ardiente al borde del camino"-. Y esto es lo que quiso, en particular, también para nosotros, con la especial modulación que a ese querer imprimía el hecho de tratarse de próximos discípulos, es decir, gentes de quienes, por su condición de tales, podía él esperar reciprocidad en la faena de salvación filosófica. Pero no olvidemos que lo que primordialmente anda en juego en todo este asunto de las salvaciones, antes que nosotros, ni qué decir tiene, y aun, en cierto modo, antes que el propio Ortega, es España, pues lo que Ortega se propuso y entendió y sintió como misión personal desde muy joven, fue la salvación de España por y para la filosofía. Sólo de este modo, en efecto, creía él que pudiera ser verdadero filósofo un español de su tiempo, es decir, estar al nivel filosófico que el momento histórico reclamaba. Y por eso todo fue en él imperativo "circunstancial", y en esa obra quiso implicarnos sustancialmente a nosotros, su circunstancia discipular, buena o mala, la que España y su tiempo le habían deparado»5. En qué medida esta descendencia discipular haya respondido condignamente a la esperanza orteguiana es cuestión en la que no voy a entrar.

Se sentía, pues, siempre en el decir de Ortega, hablase de lo que hablase y fuese cual fuese el tono y el tempo de su hablar, que su palabra estaba haciendo presa en la realidad, que la mirada de ave de altanería que regía su pensamiento caía rauda y recta como el rayo sobre esa presa -también Ortega usó con profusión las imágenes venatorias para caracterizar el «oficio» intelectual, y hasta alguna vez se representó él mismo como ave predatoria («joven azor hambriento», «gavilán»), o, lo que viene a ser igual, que tenía un instinto infalible para pensar y decir lo que en cada momento y ocasión importaba, esto es, lo que «nos importaba» a todos, empezando, naturalmente, por él. Ahí residía uno de los secretos de la tremenda eficacia de su método «mayéutico»: en esa su certera capacidad para lograr tal coincidencia de «intereses», en ese «don» de la oportunidad, o lucidez para lo que he llamado la «función cairológica» del pensamiento. Y en él también radicaba una de las principales cualificaciones de su genio, y uno de los más abundosos manaderos de su «auctoritas», tan fuerte y espontáneamente hecha sentir desde su juventud sobre su contorno hispánico, y especialmente sobre los que le conocían y trataban. Lo cual se hacía tanto más inteligible cuanto más se comprendía su pensamiento. Porque, en efecto, lo que a uno más le importa es su propia vida, y eso es también lo más radicalmente real: ... «la realidad de toda cosa propiamente humana» -escribe Ortega- «no es otra que su 'importancia'». La más mínima manifestación de nuestra vida alude a la totalidad de ésta y sólo referida a ella revela su auténtico valor y significación. Lo que hacemos y lo que nos pasa no tiene más realidad que lo que ello «importe» en nuestra vida. Por eso, en vez de hablar de «cosas», que es una noción naturalista y buena sólo para uso provisorio en la física, en humanidades debíamos hablar de «importancias»6. Por eso, en lo que decía, uno se sentía siempre implicado, cuando no directamente aludido o interpelado: hablaba siempre -como metódicamente quería- «de hombre a hombre» (que es la mejor traducción castellana de la «argumentación hominis ad hominem»), aun cuando se ocupase de los temas o asuntos aparentemente más abstractos, pues tales «ideas», al entrar en el ámbito «dialogal» en que la palabra de Ortega las emitía, recibían, por así decirlo, el antídoto de su propia abstracción y se convertían en «asuntos personales»; o, dicho de otro modo: al referirlas, en íntima y esencial vinculación generativa, a lo que para él era la realidad radical, esto es, su vida misma -que en aquel momento, por ventura, y por obra del sentido «interpelante» de su decir, coincidía con la nuestra, comunicaba con ella y, en esa medida, era también la nuestra- adquirían ipso facto concreción, esto es, importancia vital.

Pero -quizá se pregunte alguien- ¿de qué hablaba Ortega? Porque no es fácil imaginar que cualquier tema o asunto -desde los más abstrusos hasta los más triviales- pudiese revestir para sus oyentes o interlocutores la misma importancia o suscitar el mismo interés. Quien así se interrogue ha entendido poco de cuanto aquí va escrito -y no es un reproche, conste (en todo caso, el reproche lo merecería yo, por no haber sabido exponerlo mejor), pues no es fácil entenderlo (aunque tampoco es fácil exponerlo) para quien no esté bastante familiarizado con el pensamiento de Ortega-. No se trata tanto de aquello de que hablase cuanto de la peculiar perspectiva en que, fuera ello lo que fuese, quedaba inserto y articulado por obra de su hablar. Ortega hablaba de todo -se le ha echado en cara más de una vez esa su enorme pluralidad «temática»-, de todas «las cosas de la vida», tal y como la vida misma se las iba «poniendo al paso» en su efectivo e incoercible transcurrir; sí, pero sometiéndolas enérgicamente a esa inserción en su perspectiva, que era -voy a decirlo sin ambages- una perspectiva metafísica. Esta afirmación puede parecer extraña o exagerada, y sin embargo, para mí, es la pura y humilde verdad. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de ella, y fui haciéndolo paulatinamente, a medida que iba repensando y tratando de asimilar, de hacer mío, su pensamiento: Ortega se pasó la vida hablando -o pensando, o haciendo otras cosas enderezadas a posibilitar ese pensar y hablar- sobre un mismo y único «tema»: precisamente la vida humana, que él descubre plenamente por vez primera en su condición de realidad radical. Por eso su palabra, su lenguaje, su logos -el logos de la vida- tiene un sentido nuevo que requiere larga y laboriosa «interpretación». Y todo lo que aquí va escrito, y lo que va a seguir, es sólo un mínimo intento de contribuir a esa interpretación mostrando -o más bien dejando entrever- algunos de los que yo considero, desde mi experiencia orteguiana, requisitos para la intelección de ese logos. (Bueno, en realidad, es lo que vengo intentando hacer desde que conocí a Ortega.) El descubrimiento de Ortega es de tal entidad, que a él mismo le sorprende a veces y parece que, abrumado por la responsabilidad de tener que dar cuenta de él, toma toda clase de precauciones para hacerlo en la forma conveniente, lo cual es extraordinariamente difícil, porque ese «dar cuenta» forma parte esencial de la tarea misma de «exploración» del territorio descubierto, y porque exige, dada su obligada «circunstancialidad», modos de acción y comunicación muy diversos, lo que él llamaba su «polypragmosyne» -«Yo tengo que ser, a la vez, profesor de la Universidad, periodista, literato, político, contertulio de café, torero, "hombre de mundo", algo así como párroco y no sé cuántas cosas más», escribe con humor-. Ahora bien, toda esa múltiple acción va encaminada a lo mismo y es requerida de modo esencial para el mejor conocimiento y aprehensión de ese vasto territorio metafísico, tan vario, complejo, multidimensional y multilateral como cambiante y dinámico. Tenía, pues, que simultanear, o, si se quiere, complementar, la larga, concentrada, intensa labor reflexiva solitaria con las varias tareas «convivenciales» destinadas a darle sentido pleno, impleción «empírica» y «ejecutividad» a la teoría. Desde muy temprano, supo que esa era su indeclinable misión -su «destino»-, personal e histórica, su gran «tema», que coincidía con el «de nuestro tiempo», y a ella se entregó sin reservas. Ahora bien, ello implicaba sumergirse en la vida, sí, pero no de cualquier modo, sino manteniendo un continuo y titánico esfuerzo por atender a todos sus latidos, aspectos y modulaciones, por inventar nuevos instrumentos de óptica intelectual -con sus correspondientes nuevos modos de expresión y comunicación-, porque todos los inventados hasta entonces resultaban inadecuados a la índole y estructura de esa nueva realidad, y, en fin, por integrar en la propia «perspectiva» la de los demás, porque todas eran necesarias, aun las más aparentemente deformantes, aunque sólo fuera para detectar el secreto de su error y tratar de corregirlo. De ahí su «apertura» a los demás y ese literalmente conmovedor hacer sentir al que con él hablaba cómo «le era presente», cómo «le interesaba en su concreta y angustiada y desorientada humanidad». Ortega, en efecto, sabía escuchar como pocas personas; es más: incitaba a hablar, o preguntaba directamente por las opiniones o incluso por los problemas, aunque fueran menudos y consuetudinarios, de la vida de cada uno, lo que agregaba al sentimiento de la importancia de lo que él decía, el de la propia importancia, puesto que se advertía que aquel interés suyo por las cosas de uno no era en absoluto convencional, sino auténtico y cordial (este era uno de los varios modos -luego veremos otros- en que el trato de Ortega resultaba «edificante»), Y en estas confidencias hacía pie para elevarse a consideraciones que entraban ya de lleno en esa vía «exploratoria» de la «terra incognita». Tenía, en efecto, la facultad natural de insertar el minúsculo hecho humano que acababa de surgir en la conversación dentro de una visión más amplia, en la que quedaba absorbido y articulado, y de ahí podía elevarse de nuevo -y con frecuencia lo hacía- a través de sucesivas y cada vez más amplias y «comprensivas» complexiones de sentido, hasta palpar, y hacer palpar a sus oyentes, alguna recóndita condición o configuración «visceral» de la vida humana; y esa «palpación» cobraba inusitada fuerza porque había sido practicada en vivo, es decir, sin perder de vista el hecho, pequeño y aparentemente insignificante, pero concretísimamente real, en el que Ortega se había apoyado para realizar su aletheica operación.

Otro rasgo de la palabra orteguiana era su precisión. Se advertía de inmediato que era ésta otra de las exigencias consustanciales simultáneamente a su pensar y a su decir: la precisión verbal no era sino trasunto feliz -y necesario- de la precisión conceptual, y ambas implicaban con el mismo rigor los demás requisitos de concreción, «circunstancialidad» e «importancia» ya señalados. En Ortega se aprendía así viva voce y de continuo lo que era como una «tesis en acción» (casi todas las que integraban su doctrina, por lo demás, tenían este carácter), a saber: que cuando algo no se puede expresar con precisión y con claridad, es porque no se tiene claro ni preciso el concepto o idea correspondiente. Claro está que la «precisión» del «logos de la vida» es de otra naturaleza que la de los más o menos tradicionales lógoi filosóficos o «científicos» (por ejemplo, a la precisión orteguiana más estricta le pertenece esencialmente el uso «deliberado» de la metáfora; pero no podemos entrar aquí en este vasto tema; ni en éste, ni en ningún otro, por lo demás -no se olvide el carácter de mera «semblanza» que tiene este escrito y la denuncia a la «tematización» con que lo inicié). Ortega ilustró en diversas y felices fórmulas -que van, en una amplia gama, desde «la claridad es la cortesía del filósofo» y su adscripción al «linaje» goethiano de los «fanerófilos», hasta la «defensa del teólogo frente al místico»- esta constante de la claridad -en función de la cual se da siempre la precisión- en toda su vocación y acción intelectuales. En ella se afinca una de las más importantes raíces de su peculiar «cartesianismo» -luego aludiré a otras-, y ella constituye también un atributo primordial de su «singularidad estilística» -expresión titular de un magnífico artículo de Juan Marichal escrito a la muerte del maestro-. Y ese rasgo estilístico es común a su escritura y a su elocución; es más: es común a su conducta y a su acción total; lo es, incluso, a su fisonomía, a su mirada, a su íntegro carácter. Nunca más apropiada la expresión de Buffon «el estilo es del hombre», y nunca estaría mejor empleada, encabezando una «semblanza», a la manera de Hernando del Pulgar, este mote: «El más claro varón de Castilla».

En efecto, Ortega hablaba igual o mejor que escribía, y en lo uno y en lo otro -cosa que no ocurre en la mayor parte de los escritores- se revelaba siempre el mismo hombre esencial. Ortega era siempre el mismo -él mismo- en su escribir, en su hablar y en su obrar. Todo su «quehacer» gozaba de igual transparencia, o «claridad de mediodía». Él lo consideraba un básico deber -precisamente porque era su radical vocación-: cuestión de honor, «paso honroso». Y esta claridad engendraba en quien le oía una fuerte impresión de seguridad y, como consecuencia, de confianza. Pero claridad y seguridad son las dos funciones esenciales que Ortega asigna al concepto en las Meditaciones del Quijote, dos primordiales funciones vitales de las que el concepto es órgano. Y he ahí otra de las bases -quizá la más radical- de esa ya mencionada auctoritas orteguiana, que le invistió desde muy joven con la «jefatura espiritual», descrita por Francisco Romero. Ortega, en efecto, era siempre el auctor -de donde viene «auctoritas», autoridad-, en el sentido estrictamente etimológico: el que aumenta el caudal de nuestros bienes -en este caso espirituales-, el que nos enriquece. Y así era vivido de hecho el «poder» de su palabra, que, como en la conseja de Midas, tenía la virtud de ennoblecer todo lo que «tocaba», haciéndolo entrar en una especie de atmósfera «aureolar», en la que la «cosa» tratada, por pequeña, oscura o mísera que fuese, deponía sus aspectos opacos o sórdidos y adquiría transparencia o brillo («aureola» viene de aurum), se «dignificaba» y empezaba a irradiar «sentido» o, dicho orteguianamente, a «reverberar» -en Ortega sí era oro todo lo que brillaba, y hasta lo que no lo hacía, salvo «por su ausencia», como en sus a veces también «dramáticos» y «elocuentes» silencios; o, si se quiere, viceversa: en él no sólo «el silencio era oro», sino todo lo que «tocaba» esa «mano ectoplásmica» de su verbo-. Palabra, mirada y gesto, de consuno, creaban un ámbito como de inocencia «cósmica» o de pureza primigenia, en el que uno entraba como en un clima de altura, estimulante y vigorizador: era el clima del amor intelectualis, el «lindo nombre que usó Espinosa» y que Ortega recabó, juntamente con el de «salvaciones», como el más adecuado para sus meditaciones. Y no se olvide que, ya en su vieja ascendencia platónica -en el Fedro-, el estado de ánimo que corresponde a ese clima «amoroso» es el del «entusiasmo» -enthousiasmós-, y tanto en este diálogo como en el Banquete, la acción del amor es siempre «elevadora».

Varias veces han surgido ya en estas páginas términos y frases que vinculan significativamente a Ortega con otras ingentes figuras del pasado filosófico. Se ha aludido a Sócrates, a Platón, a Descartes. Puntualizar brevemente algunas de estas vinculaciones puede servir para completar esta «semblanza». Hagámoslo -sólo a estos fines, por supuesto, y sin tocar para nada la cuestión «técnica» de las influencias doctrinales en su filosofía.

En el pensar de Ortega se hacía patente -quizá como en todo gran filósofo posterior a Grecia, pero de manera sui generis-, por lo pronto, el triple entronque genealógico con los tres momentos esenciales -y complementarios- constitutivos de la filosofía en la más genuina expresión de su nacimiento -una vez más, el status nascens como primera seña de la autenticidad-: el momento pura y originariamente aletheico (Parménides-Heráclito), el mayéutico-dialéctico (Sócrates-Platón) y el lógico-teorético (Aristóteles), pero -repito- en una novísima y personal combinación, que hace de Ortega una de las versiones históricas más originales del filósofo y de la filosofía misma.

Del sentido aletheico o «desvelador» de la palabra orteguiana ya hemos dicho bastante -lo que no tiene nada que ver con su radical antieleatismo metafísico-. (De su dimensión «heraclitana» hablaremos luego). Digamos ahora algo de su «socratismo». Para los que fuimos discípulos directos de Ortega y frecuentamos su trato, la comparación con Sócrates, en diversos aspectos, se hace inevitable. Sin querer extremar o forzar el paralelo, pues evidentemente hay en Ortega muchas cosas que no había en Sócrates y faltaban otras muy características de éste, es por lo menos para nosotros claro el linaje socrático de algunas dimensiones muy esenciales de su acción intelectual y educativa. Me limitaré sólo a apuntar las más notorias, pues no hay espacio para más, aunque buena parte de lo que va escrito puede considerarse ya como una cierta glosa, más o menos directa, de ellas. Así, por ejemplo, el sentido ético de la verdad -importantísimo rasgo del pensamiento orteguiano, que tiene en la cepa socrática su más profunda radicación histórica. O bien, el carácter «dialogante» de su paideia y de su «mayéutica». Pero ahora quiero destacar especialmente el hecho de que Ortega -salvando todas las distancias histórico-sociales e incluso político-territoriales- hiciese de su vida, con respecto a España, algo muy semejante a lo que Sócrates hizo de la suya con respecto a Atenas, es decir, una consagración completa a su servicio, sobre todo, en forma de «seminario perpetuo» -en el sentido etimológico literal de la palabra- abierto a los cuatro vientos de la calle o del «ágora». Ortega dijo, en frase muy divulgada, que tuvo que ser «aristócrata -léase filósofo- en la plazuela», aludiendo especialmente a su actividad periodística y a que el periódico es, efectivamente, el «ágora» moderna por excelencia, esto es, el lugar principal en que se contrasta cotidianamente la «opinión pública». Y no es difícil imaginarse que si Sócrates -que no escribió nada- hubiera vivido en el tiempo de Ortega y en España, se hubiera visto obligado, para cumplir su misión, a recurrir al periódico y a otros medios análogos de «comunicación», además del fundamental de la palabra hablada. Así, Ortega, ante pareja misión reeducadora, remoralizadora y recuperadora del nivel histórico de su pueblo -meta visible de toda su acción pública, incluso de la política- usó con largueza de todos los medios a su alcance para esa generosa tarea de «inseminación» de la mente española, laboreando incansablemente, a lo largo y a lo ancho, el terruño espiritual de nuestro país. Todo el logos orteguiano -su palabra y su pensamiento- podríamos decir, por ello, que se decanta y despliega en lógoi spermaticoi o rationes seminales, dando a estos términos de raigambre estoica y agustiniana un nuevo sentido -en cierto modo opuesto al primitivo-, con el que resultan aquí perfectamente apropiados: el de ideas -rationes- «vivas» (la «razón viviente» lo es porque se compone de ellas), dotadas de una potente virtus germinativa. Yo utilicé ya, en el mencionado artículo escrito a la muerte de Ortega, esta imagen del sembrador: «el venerable tropo de frescor inmarcesible» -escribí- «se yergue una vez más de los predios oscuros de la muerte y, asumiendo una de sus más próceres personificaciones -el rostro, la figura, el ademán y el acento de Ortega-, ejecuta el rito eterno de lanzar a voleo generosas simientes de verdad y entusiasmo»... Y refiriéndome a su herencia decía, usando ya el término que ahora comento: «Ahí nos queda»... «un nutridísimo vivero de ideas seminales susceptibles de germinación y desarrollo en los más varios sectores de la cultura humana». Hoy comprobamos que esas semillas orteguianas, salvo en contadas y conocidas excepciones, están germinando muy lentamente, y una gran parte de ellas permanecen vivas, sí, pero en un estado que se diría de hibernación, en espera de que se produzcan las condiciones ambientes necesarias para liberar su potencial fertilidad. Pero con esto tocamos un tema grave y complejísimo, al que ni siquiera podemos asomarnos: el de las causas, operantes no sólo en la historia de nuestro país, sino en la universal -o, al menos, en la occidental- que han permitido que un pensamiento tan innovador, poderoso y pregnante como el de Ortega, no haya alcanzado todavía el amplio e intenso despliegue que corresponde a su alta jerarquía. Cuestión de gran calado, repito, y como tal de difícil abordaje, pero que está pidiendo urgente dilucidación, porque de ver claro en ella depende en gran medida nuestro futuro. Pero hay aquí un círculo, porque para esa indagación de la entraña histórica de nuestro tiempo, se requiere, precisamente, a través de rigurosos desarrollos del pensamiento orteguiano, la plena posesión de la «razón histórica».

Hay una frase de Zeller, el gran historiador del pensamiento griego, sobre Sócrates, que, de no saber a quién se refiere -y de no haber muerto Zeller en 1908-, podría parecer, con muy leves retoques, referida a Ortega: «De esta suerte» -dice- «pasó a ser Sócrates un reformador a la vez moral y científico: su gran idea era la transformación y restauración de la vida moral por medio de la ciencia, y estos dos elementos se hallaban tan indisolublemente unidos para él que no sabía dar al saber otro objeto que la vida humana y no veía para la vida otra salvación que el saber» 7. (Los subrayados son míos.) (Sustitúyase la palabra «ciencia» por «filosofía» y adáptese a la actualidad el «escenario» histórico, y júzguese del «efecto».) Podríamos hacer otra traslación semejante con otra frase de Jäger, igualmente referida a Sócrates: «Fue el hombre de la hora».

En cuanto al «platonismo» orteguiano, ya he mencionado la última oriundez de su doctrina -otra «tesis en acción»- acerca de la función del amor en la filosofía, que le llevará a su definición de ésta como «la ciencia general del amor», a su afirmación de que «las raíces de la cabeza están en el corazón» y a su idea de la organización de toda perspectiva real desde un centro «cordial». Pero me interesa más ahora subrayar otro aspecto del «platonismo» orteguiano: aquel que permite establecer una línea evolutiva que enlaza el juvenil «realismo platonizante» -denominación que yo propuse para esa fase de su pensamiento- presente en su primer ensayo, Renan (1909) (donde por cierto ya aparece la mención del amor intellectualis de Espinosa) con su doctrina de la salvación o «salvaciones» de las Meditaciones del Quijote. Este «platonismo» incipiente, y aún vacilante, se transformará pronto en una doctrina muy personal que podríamos denominar «platonismo intrínseco», o «platonismo inherente» o «inmanente» -inmanente o inherente, se entiende, a cada cosa, o persona, individual-. En el primer Espectador, en un artículo de 1916, «Estética en el tranvía», Ortega confiesa haber «vivido varios años bajo el influjo de Platón, maestro de la ciencia de mirar» (luego vendrá la «espléndida prisión kantiana») y, en ese mismo texto, viene a esbozar este «platonismo inmanente», que es una especie de platonismo al revés: no hay modelos únicos y generales a los que imiten las cosas reales. Por el contrario, «cada cosa al nacer trae su intransferible ideal», un ideal «propio, único, exclusivo». Y lo mismo cada persona -es decir, más aún, puesto que la persona es la cifra superlativa de la individualidad-. (Quizá pudiésemos rastrear un antecedente de esta idea -salvando, por supuesto, grandes distancias- en la haecceitas escotiana). Ortega aplica este principio en su ensayo a la belleza femenina: cada mujer lleva en sí su propio e irreductible «paradigma»: cada rostro individual «es a la vez proyecto de sí mismo y realización más o menos completa». Pero este principio estético «sirve de clave para todos los demás reinos de la valoración»... «No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad con lo que es como proyecto: "Llega a ser el que eres". He ahí el justo imperativo»... «Dondequiera es fecunda esta idea, que descubre en la realidad misma, en lo que tiene de más imprevisible, en su capacidad de innovación ilimitada, la sublime incubadora de ideales, de normas, de perfecciones»8. Pero ya dos o tres años antes, en las Meditaciones, había explanado Ortega su doctrina famosa de la salvación propia a través de la de la circunstancia, en la que nos dice que «hay dentro de cada cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla para que cobre esa su plenitud. Esto es amor -el amor a la perfección de lo amado»9. Es todo un programa de acción: el que llevará a cabo Ortega a lo largo de su vida entera, mediante lo que he llamado la «virtud paradigmática» de su palabra. Es, ni más ni menos -una vez más lo comprobamos- la puesta en práctica, o en obra, de su pensamiento: «tesis en acción»-. Los que le rodeábamos -lo repito por enésima vez- sentíamos, por así decirlo, «en nuestra propia carne», el efecto de este fascinante fenómeno humano, que, como todos, llevaba en sí su propio «paradigma» -el que yo voy persiguiendo a lo largo de este ensayo de «semblanza», a sabiendas de que no conseguiré más que una deficiente aproximación-. Pero lo que sí resulta patente es que a ese paradigma irreductible de humanidad que la vida y persona de Ortega nos proponen le pertenecía esencialísimamente la misión de «descubrir» y, consecuentemente, de impulsar o promover («salvar») lo que hay precisamente de «paradigmático», como posibilidad, en cada cosa o persona de su inmediato contorno, para transitar desde ellas a otras más y más lejanas, hasta integrar una rica perspectiva total del Universo, perpetuamente abierta a mutación continua, esto es, una constante tarea de «salvación», no ya sólo de las «apariencias» o «fenómenos» -según la fórmula griega-, sino de las realísimas «posibilidades» que en inagotable y abigarrada profusión van embarcadas, como irisados y movedizos peces, en la corriente del río heraclitano de la vida.

Y he aquí cómo, partiendo del «platonismo inmanente» de Ortega, desembocamos en pleno «heracliteísmo». Pero también aquí se trata de un «heracliteísmo» sui generis, no reducible ni al del propio Heráclito, que es totalmente «físico» y lejanamente «germinal» -ha llegado el momento, dice Ortega, de que «la simiente de Heráclito dé su magna cosecha»-, ni a otros mucho más modernos, como el de Bergson, que tiene signo «biologista» y, por tanto, todavía «naturalista». El de Ortega se refiere a la dinamicidad, no de un devenir, sino a la más depurada y cualificada de un hacer o hacerse, que es «como deviene la realidad humana»... «este nuevo heracliteísmo se funda en el abandono total de la noción estática de la realidad», para llegar a lo cual hay que «atreverse a eliminar de la concepción de la vida humana todo residuo de «naturaleza» y afirmar que el hombre no tiene naturaleza, sino historia»... «Esto nos obliga a "desnaturalizar" todos los conceptos referentes al fenómeno integral de la vida humana y someterlos a una radical "historización". Nada de lo que el hombre ha sido, es o será, lo ha sido, lo es ni lo será de una vez para siempre, sino que ha llegado a serlo un buen día y otro buen día dejará de serlo»10. Pero -nos preguntamos-, ¿qué pasa entonces con los «paradigmas», por muy «individuales» que sean? Y, aun antes que eso: paradigma e individualidad ¿no es una contradicción en los términos? La respuesta, desde la óptica orteguiana, es un rotundo: no. Por el contrario, todo el «contenido» de la vida humana, en su fluencia temporal e histórica, se nutre de ellos, al par que los suscita: por un lado, «todo pasa» (pània rei), todo transcurre, sí, pero, por otro lado, nada pasa definitivamente, todo pasado queda incorporado al presente, absorbido en él, y, por tanto, proyectado al futuro. Todo concreto llegar a ser del hombre lo es desde otro concretísimo dejar de ser, un «desde» que, o no significa nada, o, si significa algo, implica necesariamente un entrar a configurar, en su concreto modo de pasado, el presente que de él viene.

Y aquí podríamos insertar la cuestión del posible «aristotelismo» orteguiario. Porque ese «heracliteísmo historizante» de la vida, a diferencia del bergsoniano y de otros, es un proceso con estructura «racional», pero con esa racionalidad nueva -la vital o histórica- cuyo descubrimiento obligó a Ortega a enfrentarse, también «de hombre a hombre» -de acuerdo con su método-, con Aristóteles, como primer teorizador «científico» del ser y primer indagador de la estructura formal del lògos, de la «razón», en que ese ser nos es dado; y a partir de él -de sus principios- con todo el proceso histórico del theorein en Occidente -es lo que hizo, principalmente, en su Leibniz-. Y resulta, claro es, que el «aristotelismo» de Ortega es casi puramente reactivo, pero para poder llegar a serlo de veras, hubo de asimilarse primero a Aristóteles, en profunda «simbiosis» -y no es inadecuado el término, porque también Aristóteles se benefició del efecto «vivificador» del análisis orteguiano-, lo que le llevó a una personalísima interpretación de su filosofía, que condiciona la de toda la «evolución de la teoría deductiva» y presta consistencia e inteligibilidad a aspectos decisivos de la suya propia. Pero este es otro enorme tema que también hay que dejar intacto.

Unas palabras más sobre el «cartesianismo» de Ortega. En un curso-seminario suyo en la Facultad de Madrid -debió de ser en 1934-1935- en el que se trabajó sobre el Discurso del método, fuimos «capataces», o coordinadores del trabajo de los alumnos, Ramón Núñez -un malogrado condiscípulo- y yo, y a mí me correspondió, además, preparar la «Tercera parte» del Discurso, que se ocupa de la famosa morale par provision cartesiana. En ese curso -y en otros a los que también asistí- nos ofreció Ortega «un comentario del ilustre texto cartesiano, totalmente distinto de los que hay» (son palabras del propio Ortega, refiriéndose a dichos cursos, en Apuntes sobre el pensamiento). En efecto, el comentario orteguiano, aplicación de la nueva hermenéutica postulada por la razón histórica o «narrativa», es decir, el método de «reviviscencia» del hecho pasado insertándolo en el contexto de la vida en que nació, resultaba iluminador, no sólo para entender «el hecho humano absoluto que es el texto del Discurso» -cosa nunca intentada hasta entonces-, sino también para advertir la honda dimensión «cartesiana» de Ortega, fundada, igual que la parmenídeo-heraclitana, la socrático-platónica y la aristotélica, en una absorción asimiladora de lo «perenne» de aquellos modelos y, a la vez, en una «superación» de los mismos, incorporándolos a la constitución de un modelo nuevo: precisamente el orteguiano. Lo modélico de Descartes es, sobre todo, su hallazgo de la «duda metódica» como principio de la filosofía y la radicalidad, «claridad» y «distinción» con que, mediante su aplicación, inicia la «segunda gran navegación» de la metafísica: la del idealismo. Ortega «transporta» el paradigma cartesiano a un nuevo nivel de radicalidad, lo que le permite precisamente salir del idealismo e iniciar una «tercera navegación». Esta es la significación fundamental de su «cartesianismo», reducida a mínima cifra. Pero hay también en Ortega otros rasgos de la mejor solera cartesiana que importan para su «semblanza», como eran su «buen sentido» o «sentido de la realidad», en la acepción de la «sabiduría» popular, el temple de la moderación, de la medida y de la elegancia, la virtud -que él solía destacar en Descartes- del homme de bonne compagnie. Le repugnaban las actitudes desmesuradas, los «patetismos» y -expresión también muy suya- los «descoyuntamientos». De ahí su pulcro distanciamiento de los climas «existencialistas», la oposición de su filosófico «temple jovial» al de los que llamaba con gracia los «aficionados a la angustia» o supervaledores de la «existencia trágica». Y no es que no fuese sensible -por el contrario, lo era en grado sumo- a los aspectos «oscuros» o «misteriosos» de la vida -de la realidad, pues-: el efecto thaumázico de su palabra, su eficacia para suscitar esa emoción filosófica por excelencia que es el asombro ante la realidad «desnuda», radicaba precisamente en hacerlos bien patentes, precisamente como «fondo oscuro» sobre el que destacar la «cosa» desvelada. Pero lo que no toleraba, porque le parecía un poco -o un mucho- in-decente, era la complacencia, la especie de delectatio morosa en ellos, que hacía de ciertos filósofos de su tiempo, favorecidos incluso por un amplio predicamento social, grandes oficiantes en la «ceremonia de la confusión» propia de la época -el «pensamiento confundente», que filió y criticó-, cuando lo que hacía falta y lo «decente» (quod decet) era todo lo contrario: aspirar «de lo oscuro hacia lo claro». Creo que esta misión histórica nadie la ha desempeñado en el pensamiento de nuestro siglo tan esforzadamente como Ortega. Unos se han «complacido», o no han podido salir -por «pereza mental» o por desesperación- de estos o aquellos irracionalismos; otros han derivado, o se han «divertido», hacia la presunta precisión «científica» -que es efectivamente tal precisión, y admirable, dentro de la estricta ciencia, pero que es todo lo contrario cuando se pretende «trasplantarla» a otros terrenos, y especialmente al filosófico-. Una y otra tendencia, cada una a su manera, han sido infieles a la realidad, al eludir la responsabilidad de enfrentarse con ella en la actitud activamente «comprensiva» requerida por el momento histórico. Ortega fue enormemente sensible a esa responsabilidad y por eso tuvo el valor de asumirla, con todas sus consecuencias y sin retroceder ante el riesgo de fracaso, riesgo que probablemente intimidó a otros tan bien «dotados» intelectualmente como él, pero desorientados sobre el verdadero uso que debían hacer de sus brillantes «facultades». El rasgo, por decirlo así, «diferencial» del genio de Ortega -en este respecto concreto- consistió en haber tenido la clara visión de ese uso exigido por la situación histórica, de lo que verdaderamente importaba, o importaba con primordial urgencia, en tal situación «crítica».

Unos últimos toques caracterológicos, para terminar. He dicho antes que la palabra hablada de Ortega fluía en armónica concordancia con su mirada, su gesto y su ademán. Si su palabra era «interpelante», su mirada tenía una acuidad, un poder penetrativo, que calaba hondo en la intimidad de su interlocutor, y si éste se sentía personalmente implicado en su decir, no menos se sentía adivinado, o mejor, «visto» por dentro, en su mirar -creo que fue a María Zambrano a la que la oí decir más de una vez: «Tiene mirada de rayos X»-. Pero era una mirada tan clara y franca, y su fuerza develadora -en perfecto acorde con la de su palabra- se manifestaba con tal espontaneidad, que no se la sentía en absoluto como una violación de la intimidad, sino que, por el contrario, suscitaba la confortante sensación de un profundo respeto por ella -aunque en personas de conciencia poco tranquila y de dudosas intenciones con respecto a Ortega, esta sensación no debía de resultar precisamente confortante, sino tremendamente azorante, engendrando en ellas actitudes de inconfesable y resentida hostilidad-. Ese profundo respeto por el hombre, por la vida y la persona de cada cual, independientemente de la estimación que éste le mereciera, y que podía ser muy baja, era un rasgo que revelaba su exquisita calidad moral. Por eso, cuando se habla, tópicamente, de su «aristocratismo», no se suelen decir más que vaciedades, cuando no tonterías adobadas con el acíbar de la mala fe. Es verdad que sentía predilección por hoi áristoi, por «los mejores», pero en todos los órdenes, y no, como se insinúa o se declara abiertamente, sin más, por las aristocracias de sangre o «genealógicas», sobre cuyos defectos y virtudes sabía perfectamente a qué atenerse, como lo sabía también sobre las virtudes y defectos del «pueblo» -al que, por cierto, atribuía un esencial protagonismo en la historia y cultura españolas, y con el que se sentía hondamente vinculado, y hasta identificado, en muchos sentidos, incluido el de «pertenencia», como «la gota» a «la nube viajera»- y no digamos sobre los de las «masas», cuyo lúcido diagnóstico tuvo inmediata resonancia mundial. Pero nada de esto tiene que ver con esa actitud, repito, profundamente respetuosa y solidaria ante el hombre concreto que tenía delante, ante el individuo con quien trataba, perteneciese éste a la «clase social» que fuera (y, a propósito: él se consideraba un «trabajador», y lo fue ¡y en qué medida!, y el «trabajo» figuró siempre entre sus primordiales lemas políticos): veía en él -en el individuo concreto, digo- un compañero de fatigas en «el pobre afán de vivir». Y quiero destacar, como finale, este entrañable ingrediente de su personalidad -de evidente ascendencia cristiana- porque quizá algún lector, o más de uno, haya pensado que en esta «semblanza» de Ortega me he entregado a una tarea de «deificación» del maestro -no sería la primera vez que se nos acusa a sus discípulos y amigos de hacer con él «hagiografía»-. (Tenía sus defectos, qué duda cabe, como todo el mundo, pero no los suficientes, o lo suficientemente graves, como para hacerlos figurar en una «semblanza» que intenta dar lo «esencial» de su persona.) Por el contrario, he tratado de dibujar su figura -y lo he hecho con la mayor veracidad de que soy capaz y ateniéndome siempre a mi experiencia concreta, al Ortega vivido por mí; si otros han «vivido» otro Ortega o han «visto» en él otras cosas, o las mismas, pero desde otro «punto de vista», nada más acorde con el «perspectivismo» orteguiano, ni nada más deseable ni, por lo demás, más inevitable: este número de la Revista de Occidente lo mostrará ex abundantia-, he tratado digo, de dibujar su figura sobre un fondo, expreso o sobreentendido, de acendrado humanismo, presente y actuante en todo su pensamiento, pero alimentado y vivificado, como en su más energética fuente, por este sentimiento evidencial y solidario de la condición de «pobre hombre» que a todos nos hermana en este «valle de lágrimas», que todos arrastramos como sino radical de nuestra indigente existencia. Era Ortega, en efecto, «humano, demasiado humano», y cuando me he referido a los «dones» de su palabra no he pensado jamás en «dones gratuitos»: los que tan generosamente nos proporcionó eran, por el contrario, dones de exigencia, y estaban cimentados en un enorme y sostenido esfuerzo de voluntad, de inteligencia y de duro trabajo. Entre las muchas inexactitudes -para nombrarlas benévolamente- que sobre Ortega se han prodigado, figura también la de su inaccesibilidad y hasta soberbia. Sabía quién era, eso sí, pero jamás hacía sentir a nadie, al menos conscientemente, su superioridad; antes bien, parecía querer «disculparse» y como pedir perdón por ella. Procuraba ocultar, por ejemplo, la poderosa musculatura de vasta erudición y las largas horas de estudio y de rigurosa meditación personal, sobre las que iba montado el airoso edificio intelectual y literario que, a lo largo de toda su vida, fueron construyendo su palabra y su pluma. No, nada de «dones gratuitos»: en el cordial convivium a que constantemente nos invitaba, no nos ofrecía manjares «ambrosiáceos» o «nectáricas» libaciones, sino alimentos laboriosa y duramente cosechados, nourritures bien terrestres. La elegancia del gesto y de la palabra celaban pudorosamente el pónos y hasta la áskesis que la habían hecho posible, como el buen deportista oculta el penoso entrenamiento que ha posibilitado sus brillantes performances.

Evoco ahora su figura física. En su faz terrosa y labrada por profundos surcos, «como una gleba castellana»; en su diáfana mirada, por momentos buidamente penetrante, como ya he dicho, por momentos ensimismada y profundizada por el esfuerzo meditativo, por momentos destellante de afable ironía, y siempre anegada en una cálida luz como de inocencia antigua; en su voz grave, develadora y suasoria; en los movimientos «leoninos» -expresión de García Gómez- de su gran cabeza, que a veces sugería la del «hombre del terruño», a veces la del emperador romano, a veces la del sofós griego; en los elegantes y «elocuentes» movimientos de su mano, que iba como recogiendo o dibujando en el aire las ideas que su palabra expresaba; en toda su persona, en fin, parecía haberse condensado y como alquitarado o quintaesenciado una milenaria experiencia y sabiduría mediterráneas. Era como el compendio viviente, el precipitado histórico encarnado, de su «raza» solar: un viejo árbol en el que circulaba, a través de mil raíces afincadas en el pasado multisecular, la savia siempre rejuvenecida -el heraclitano, ígneo, lógos «siemprevivo»- que produce acendrados frutos de conocimiento.

Enorme es nuestra deuda con Ortega. La mía, concretamente, me parece abrumadora, y toda mi vida me ha desazonado la conciencia de no haber hecho todo lo que podía para pagarla.

Propongamos, como el mejor homenaje que se le puede rendir en su centenario, un riguroso «examen de conciencia» nacional con respecto a él.





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