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Ortega y su centenario

Antonio Rodríguez Huéscar





En medio del barullo de los múltiples actos conmemorativos del centenario de Ortega -en algunos de los cuales, desde luego, estoy participando-, me paro a veces a reflexionar si en ésta, como en todas las celebraciones análogas, no sería conveniente preguntarse cómo le hubiera gustado al personaje recordado que se le conmemorase, qué actos de homenaje le hubieran sido gratos y cuáles no. Cierto que el homenajeado no puede contestar, pero sí podrían hacerlo por él su obra, el sentido de su pensamiento y de su vida, e incluso, en el caso de que aún alienten personas que le conocieron y trataron de cerca, como es el de Ortega, el testimonio directo de esas personas. Yo tengo el inestimable privilegio de ser una de ellas -desde la perspectiva del discipulado y la amistad. Y, usando de la relativa justificación que esta doble condición me otorga, me atrevería a señalar unos cuantos desiderata de este centenario.

Y, para empezar, habría que recordar que a Ortega no le gustaban los homenajes «oficiales»: que, como es bien sabido, nunca quiso ser académico, y que la única condecoración que aceptó fue la medalla de la Villa de Madrid, Ortega no quiso ser muchas cosas que pudo y que hubieran tentado a tantas y tantas personas, y aun a personajes ilustres: no quiso asumir cargos políticos, y le hubiera sido relativamente fácil alcanzar los más altos, ni, por supuesto, administrativos ni académicos. Todos estos «honores» no constituyeron para él ni siquiera «tentaciones», tampoco lo fue, en absoluto, el éxito económico. Por el contrario, toda su vida estuvo presidida por el signo de la «impecuniosidad» -como él decía. Marías, en su Ortega I, menciona cinco «tentaciones», que posiblemente sí lo fueron, pero a las que resistió con decisión: el regeneracionismo, diríamos, «integral -aunque insuficiente- y a ultranza, estilo Costa»; la literatura -obvia tentación para quien poseía tan extraordinarias dotes literarias («o se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno»)-; la erudición («disjecta membra», «cajón de sastre»; la ciencia, no sólo la así llamada sensu strictissimo, sino incluso la que, en general, caracterizaba el tipo intelectual del Gelehrte ademán. No cayó en ninguna de ellas, porque tenía muy claro cuál era su destino y que éste se identificaba con el de su pueblo. Su vocación intelectual no podía, pues, realizarse al margen de éste, sino inmerso en él «reabsorbiéndolo», para «salvarse» con él. Cualquier otra actitud le hubiera parecido una falsificación, pecado capital para Ortega: «La necesidad humana es el terrible imperativo de autenticidad». Ahora bien, en todas las conmemoraciones hay, junto a un impulso noble y positivo en su raíz, una enorme dosis de convencionalismo, de falsificación y aun de frivolidad -para no hablar de cosas más inconfesables. De acuerdo con ello, yo creo que lo que Ortega hubiese deseado para su centenario habría sido un mínimo de garrulería, solemnidad e «incienso» evanescente y un máximo de autenticidad, que podría traducirse en los siguientes hechos concretos:

En primer lugar, en su conocimiento más amplio y profundo de su obra y de su vida. La bibliografía sobre Ortega, aunque ya abundante, cuenta con muy pocos estudios que merezcan el calificativo de fundamentales para la exposición e interpretación de su pensamiento -y de su vida. Este sería, pues, el primer desideratum concreto: la presentación de alguno, o algunos, de estos trabajos -o por lo menos la seguridad de que alguno se está gestando; tengo noticia de uno que se encuentra en esta situación (aunque no sé si llegará a terminarse en lo que queda de año), pero da la casualidad de que su autor es el mismo de alguno de esos «muy pocos» ya existentes.

En segundo lugar, Ortega hubiera agradecido alguna crítica rigurosa y responsable, entre otras razones por la muy obvia de que ese género de crítica exige el cumplimiento, en alguna medida, del primer desideratum. Estas dos primeras metas no son utópicas: podrían -o podrán- alcanzarse mediante un esfuerzo intelectual y una labor seria y disciplinada.

El tercer desideratum, si no utópico, sí entra ya dentro de los límites de los muy improbable. Sería, más allá de las rigurosas exposición, interpretación y crítica, la aparición de un «adversario» digno de Ortega que completase la «absorción» con la superación, que es la forma suprema de la continuidad histórico-dialéctica del pensamiento. Pero, supuestas las primeras carencias, esto, repito, roza las lindes de la utopía.

En otro orden de cosas, Ortega hubiera deseado que a los cien años de su nacimiento, a los veintiocho de su muerte y a los setenta del comienzo de su acción intelectual plena sobre España -1914: Meditaciones del Quijote, Vieja y nueva política-, esta labor educadora, reformadora, remoralizadora, «nacionalizadora» y europeizadora hubiera tenido -por encima y a pesar de los terribles eventos de la discordia civil-, unos efectos más visibles sobre el cuerpo social español, y sobre sus minorías más o menos directoras, que los que hoy pueden columbrarse. Y como las ideas que él difundió en esa tarea de intención sotérica y rango «misional» aún siguen teniendo plena vigencia -con sólo ligeros reajustes, en algunos casos, para su aplicación a la situación actual-, sería también un buen desideratum aprovechar la ocasión del centenario para una reflexión más honda y, correlativamente, para una «puesta en obra» de dichas ideas.

Pero el alcance de las ideas de Ortega trascendía de España; su condición filosófica las consignaba a un significado universal. España era, nada más, pero nada menos, que su «salida natural hacia el universo». El «logos del Manzanares» tenía, pues, un destino universal, pero lo tenía justamente por su voluntad de «identificación» con lo inmediato, de llegar a lo lejano a través de lo próximo, según la ley de la «perspectiva cordial» o el método del «amor intelectual». Sólo por ser auténtica visión española del mundo pudo alcanzar su alto nivel de verdad. Pues bien, Ortega hubiera deseado, a estas alturas, no sólo el «reconocimiento» de esta verdad -cada día más amplio, y en algunos aspectos casi unánime, como en el de sus lúcidas diagnosis y prognosis sociales e históricas-, sino un aprovechamiento de las ideas que hicieron posibles tales certeras visiones, para su posible aplicación a la preocupante y gravemente problemática situación del mundo actual.

La mejor lección que podríamos recibir de Ortega en este centenario, sobre todo los españoles, sería asumir su gran enseñanza -de que para llegar a la verdad, lo primero que hay que hacer es mirar bien a lo próximo, a nuestra inmediata «circunstancia». Especialmente cuando en nuestra inmediatez intelectual nos encontramos con esa ingente «circunstancia» española que es Ortega mismo. Su vida y su obra son susceptibles de emitir muchas más «reverberaciones» de las que hasta ahora hemos logrado arrancarle -quizá porque la coyuntura histórico-cultural de los últimos cuarenta o cuarenta y cinco años, y no sólo en España- no ha permitido mucho más. Sea éste el momento propicio para empezar a intentarlo en serio.





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