Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Ortografías y didáctica

Sebastián Mariner Bigorra





El 5 de octubre de 1979, con ocasión del V Coloquio Internacional de Lengua y Literatura Catalana, tuve el gusto de departir ampliamente con la profesora Ana Moll, en presencia del profesor Helmut Lüdtke. Habíamos escuchado aquella misma mañana su ponencia Problemàtica del català estàndard1. Con absoluta sinceridad, y previa petición de indulgencia por el «mal uso» que había hecho de su enseñanza, le confesé que, sin ella pretenderlo, me había hundido en la sima de una herejía.

Un caso más a sumar a tantos en que una iluminación inesperada produce una convicción profunda, de prosélito. El neófito así apeado, si no del caballo de perseguidor, sí, al menos, del burro de su ignorancia, se proponía llevar las argumentaciones a sus últimas consecuencias, saltando por encima de las barreras de prudencia en que se había detenido la argumentadora. Concretamente, la cosa estaba para mí -y está todavía- muy clara: para la enseñanza de nuestra lengua levantina en escuelas de totalidad o mayoría de alumnos castellanohablantes, resultaría muy preferible hacerlo en sus modalidades occidentales: leridano, tortosino, valenciano. No hube de demostrar, porque ninguno de mis doctos interlocutores pareció dudarlo ni un momento, cuánto más fácil resulta para un castellano no practicante de la lengua levantina reconocer y aprovechar los múltiples parecidos que tiene con la suya si la oye con un vocalismo del tipo de las modalidades indicadas: frente a la neutralización que en las restantes (central y oriental) presentan a y e átonas (lo que le pondrá en peligro de confundir, p. ej., pagar con pegar, etc.), así como o y u en similar situación (con análogo peligro de no distinguir, p. ej., moral de mural, etc.), la relevancia de ambas parejas también en esta posición en boca de un maestro occidental le facilitará grandemente la comprensión (en el caso de los cuatro ejemplos propuestos podrá ser inmediata, pues todos ellos resultan oponerse respectivamente en castellano)2.

Si no me equivoco, fue la primera vez que, conscientemente, me mostré inclinado a atender de forma decisiva a un criterio utilitario, a propósito de un problema de didáctica lingüística. Por ello le evoco aquí, al disponerme a reflexionar sobre otra cuestión a la que cabe aportar también considerandos de carácter pragmático: el posible conflicto en torno a la ortografía del gallego.


- I -

Inclinado, que no resuelto3. Pues las decisiones utilitarias necesitan ser muy sopesadas para que puedan realmente aconsejarse -o, incluso, proponerse-. Pueden, en efecto, surgirles contraindicaciones, que las hagan contraproducentes. Así parece que podría ocurrir en el presente caso.

Mutatis mutandis, la aplicación de lo sentido en el Coloquio andorrano parece, en un principio, posible; hasta se diría que a fortiori. En efecto, para ello basta colocarse en el supuesto de una didáctica no sólo para los no gallegohablantes, sino también para aquellos que, hablándolo y leyéndolo, no tuvieron el gallego como primera lengua en la escuela, sino el castellano. Tampoco creo que haga falta ningún esfuerzo en probar que, para todos ellos, resulta ser la ortografía castellana la que, de modo automático, se les presenta como natural en el momento de reflejar por escrito lo que tendrían en su boca, aun en el caso de que lo expresaran y pensaran en gallego. De ser así, como parece, resultará también poco menos que automático suponer que seguir con esta correspondencia de signos gráficos y fónicos que tienen como «natural» ha de ser didácticamente ventajoso, en el momento de enfrentarse con el aprendizaje del nivel culto de una lengua que, por definición, o desconocen del todo, o sólo conocen y practican en los niveles vulgar o coloquial. Una dificultad menos, en resumen.

Por otro lado, si se considera que muchos de ellos, por esta su misma circunstancia personal, o bien por otras de alcance colectivo, se hallan en la coyuntura de seguir siendo usuarios del castellano, en especial por escrito, la ventaja utilitaria puede aparecer duplicada. No se trata ya de una mayor ventaja en la adquisición, por descontarse una parte de lo que el aprendizaje del gallego culto les requerirá, sino que a ella se le añade la de no tener que contar, pasada ya la fase de tal aprendizaje, con un doble sistema de señales para reflejar por escrito lo que piensan, cualquiera que sea la lengua en que en origen lo piensen, y aun cualquiera que sea, de ambas, aquella en que definitivamente lo plasmen para expresarlo. De nuevo me considero dispensado de demostración: baste con apelar al testimonio de quienes, de forma habitual, manejamos ortografías distintas para que se reconozca que en ello puede -y suele- haber una de las causas más frecuentes de error, y que el temor a tales errores ocasiona una notoria sensación de incomodidad.

Comodidad y facilidad, pues, son, en resumidas cuentas, las características de esta ventaja que parece tener, desde el punto de vista de la didáctica a que me estoy refiriendo, el mantenimiento de una ortografía lo menos distante posible de la aprendida y manejada para el castellano.




- II -

De todos modos, es también evidente que lo útil no se agota en lo fácil y en lo cómodo. De aquí que el criterio anteriormente presentado pueda, por otros lados, recomendar también lo contrario: así, desde la postura lusista cabe sostener, para la didáctica del gallego, una ortografía lo más coincidente posible con la modalidad portuguesa de la lengua, por resultar más útil.

Los aspectos en que, sin duda, sería más útil4 saltan a la vista con sólo considerar y comparar numéricamente las comunidades hablantes de una y otra modalidades de la lengua: grosso modo -y aun ciñéndose a su uso en Europa; si se toma en cuenta, además, el coloso brasileño, la desproporción es ya poco menos que prácticamente inabarcable-, aprender el gallego con ortografía insista ha de permitir al alumno entrar en contacto mucho más fácil y cómodo también con los restantes miembros de su comunidad idiomática, que, sólo en Europa, sextuplican a los que practican su misma modalidad lingüística. Y, recíprocamente, ha de facilitar que puedan entrar en contacto con él estos muchos millones de miembros no gallegos del dominio lingüístico gallego-portugués.

En tal consideración, pues, se sigue estribando en ventajas de carácter utilitario. Se diferencian de las anteriores en que se refieren más al producto lingüístico que al sujeto que lo produce; y, por otro lado, en que, si bien des de ambos puntos de vista se puede hablar de facilidad (subjetiva, una: el empleo de la ortografía; objetiva, otra: el alcance que un empleo u otro proporciona), en cambio, la segunda característica concomitante en el apartado I, la comodidad, viene aquí más bien trocada por una mayor capacitación.




- III -

Lejos de mí querer terciar en una cuestión para la que me faltan conocimientos sociolingüísticos del presente, y capacidad de visión para el futuro. Predecir ahora cuál de las dos utilidades expuestas puede ser más rentable para la suerte del gallego en el porvenir, dentro del enfoque en que están formuladas, permitiría inclinarse por una o por otra. Pero una tal predicción se halla en absoluto al margen de mi alcance. No me queda más remedio, pues, si quiero proseguir, que superar dicho enfoque.

Es cierto que este saltar fuera, yendo a buscar recursos fuera del utilitarismo, supone también otra superación. Las posturas analizadas en I y en II, aparte de coincidir en ser de fundamento pragmático, convergen también en que una y otra favorecen unas ortografías ya poco menos que receptas. A su vez, éstas coinciden -como no podía menos, dado su respectivo origen y evolución histórica- en ser fundamentalmente de base etimologizante.

(Hace ya tiempo, escribí ampliamente en otro lugar5 acerca del auténtico pudor con que las distintas direcciones de la Lingüística moderna, incluso las más alejadas de la visión tradicional, se habían comportado frente a toda tentación de incidir en reformas ortográficas. Sin embargo, bien creo que, si alguna ocasión puede ocurrir que invite a replantear cuestiones ortográficas, pocas habrá con tanta razón como, precisamente, el planteamiento de una didáctica.)

Con intención cabal de mitigar una serie de incoherencias, producto del criterio también etimologizante que preside la ortografía de mi lengua -sólo prudentemente «mitigar», que no eliminar de golpe-, nada menos que la autoridad de todo un Coseriu6 ha roto el hielo en una dirección reformadora a la vez grafemática (escasa: tres propuestas -algunas de ellas, parcial- en página 462) y sistemática (abundante: más de una docena de sugerencias, entre las que tratan de aumentar la coherencia -p. ej., del tipo de la que en gallego haría preferible nh a ñ, porque también la otra continua palatal se escribe con dígrafo de la no palatal correspondiente + h; esto es, lh, frente a ll de la ortografía castellana7- y las que aspiran a reflejar relaciones morfonemáticas).

Amparado en el prestigio del gran lingüista, creo que no ha de parecer ridículo sugerir que medie en el conflicto de la ortografía usual del gallego alguno de los criterios científicos -aparte de los normativos y etimologizantes- para decidir en cada caso de discrepancia entre las intenciones utilitarias. De momento, sólo esto. O sea, no pretender una cientifización completa de las grafías, sino solamente aplicar a las discrepancias un criterio de base científica -que no utilitaria- para decidir las correspondientes preferencias.

Con ello, desde el punto de vista didáctico, podría ganarse aún más en facilidad y comodidad, en tanto en cuanto se procurara la biunivocidad de grafemas y fonemas. Es decir, que una criba en este sentido acabaría, a su vez, siendo también aconsejable por su rentabilidad8.




- IV -

Ahora bien, en el caso de problemas como el de la ortografía gallega, y precisamente desde el punto de vista didáctico, tal vez no sería imprudente, en tanto de momento se arreglan los extremos más divergentes y necesarios, otear hacia una solución de conjunto. Pues, en el estado actual de la Lingüística, parece que ya no hay razón para considerar a la Ortografía como la cenicienta de una Gramática, enfocable únicamente como una parcela informe y de tratamiento normativo como único posible. Pueden darse por superados los tiempos en que la propuesta de reforma de la desastrosa ortografía inglesa, gracias a la fundación instituida al efecto por el legado testamentario de Bernard Shaw, perdía por escasos votos en el Parlamento, ante el obstáculo que representaban los múltiples caracteres y signos diacríticos de los alfabetos fonéticos, entonces poco menos que flamantes. Si en el mosaico de escuelas lingüísticas actuales hay algo aceptado en general, son las conquistas de la Fonología. Por tanto, es también generalmente reconocido que, en buena parte, las variantes fonéticas, para las que se requieren en tan gran número signos especiales y diacríticos, no son percibidas de forma fácil por los hablantes comunes; por ello, tampoco les es necesario encontrárselas escritas. Una ortografía grafemática no tiene, pues, por qué preverlas ni normativizarlas. De hecho, en lenguas como el gallego-portugués, el número de fonemas por los que habría que disponer de grafemas en la apetecible relación de biunivocidad ya repetidamente aludida antes, apenas sobrepasa el de las letras que ya se estudian en el abecedario y que figuran en los teclados de las máquinas de escribir9.

Esta relativa cercanía entre ortografías vigentes y una escritura grafemática biunívoca total ocasiona, de rechazo, la consecuencia de que en lenguas como ésa no se suele dar la impresión de que la modalidad hablada se halle -en cuanto a los elementos distintivos: fonemas y grafemas- estructurada de maneras muy independientes, como es el caso del inglés. (Relativa independencia que explica que, después de estar admitido que no se necesitarían para racionalizar su ortografía las docenas de signos y de diacríticos del alfabeto fonético, tampoco se haya modificado de acuerdo con un criterio grafemático. Es más: aparte de que toda modificación pueda encontrar resistencia por parte de quienes ya han aprendido de una manera y les sería incómodo tener que pasarse a otra, hay motivos, al margen de la pereza y del menor esfuerzo, para que hoy volviera a fracasar, con toda probabilidad, una propuesta de modificación ya no de base fonética, sino fonológica10.)

Precisamente desde el punto de vista didáctico se hace fácil reconocer que, donde no se da esta distancia tan grande, lo procedente es evitarla, en lugar de favorecerla. Acercar, pues, al máximo, dentro de lo razonable, el sistema de signos gráficos al de los fonémicos. De lo contrario, el niño, aun para aprender la escritura e incluso lectura de una lengua que ya posee, se vería -como se ve el niño inglés y norteamericano- en el trance de tener que aguardar, como poco, un par de años a iniciar dichos aprendizajes. Lo que ahora le es factible a partir de los cuatro años, debería retrasarlo hasta los seis, con la consiguiente pérdida de no sólo estos dos años, sino de todo lo que durante ellos, mediante la posesión de la lectura, habría aprendido de más, y mejor.




- V -

Un último atrevimiento, fundado también en que lo pretendido aquí son objetivos didácticos. Ha quedado sugerido en la nota 8 que, de entre las pretensiones de modificación de que era modelo el trabajo de E. Coseriu aludido, las referentes a una mayor adecuación morfonemática parecían de mucho menor rendimiento que las tendentes sólo a alcanzar la biunivocidad ideal entre fonemas y grafemas. Cabría añadir ahora que incluso, en algún caso, podrían ser contraproducentes; aparte de que, en el mejor de ellos, lo obtenido no es la supresión de una regla ortográfica más bien incoherente, sino su sustitución por otra de índole fónica, que también haría falta aprender. De ser así, bien parece que, de momento, más valdría desaconsejarlas.

Presentando el problema con un ejemplo gallego-portugués, ¿qué hacer para conseguir una grafía aceptable con la mayor extensión posible en casos como boa? ¿Procurar la coherencia morfonémica, escribiendo en el femenino la nasal explícita en el masculino y enseñando obligatoriamente que en el femenino no se pronuncia? ¿No escribirla en el masculino aprendiendo, también obligatoriamente, que el bo resultante debe leerse acabando en nasal? ¿Recurrir a diacríticos para marcar en las grafías modificadas estas peculiaridades, de modo que no hubiesen de saberse de memoria? La dificultad, en los dos primeros supuestos, y la complicación, en el tercero, parecen ir en contra de que se las pueda recomendar.







Indice