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Os filhos de D. Joaõ I, por J. P. Oliveira Martins

Lisboa, Impresa Nacional, 1891

Antonio Sánchez Moguel





  —[305]→  
I

La presente obra, publicada de 1889 á 1890, en la Revista de Portugal, ampliada, corregida y documentada en la primorosa edición que encabeza estos renglones, representa una faz nueva y distinta de las facultades científicas y literarias de nuestro ilustre compañero.

En la copiosa y variarla serie de sus publicaciones históricas anteriores, Oliveira Martins, es, ante todo y sobre todo, pensador de grandes aptitudes generalizadoras, y escritor de enérgica y sentenciosa elocuencia, más bien que investigador, crítico y narrador de hechos, esto es, historiador en el concepto científico y en la acepción artística de la palabra.

En el libro que examinamos, sin que deje de manifestarse á menudo el pensador y escritor de siempre, la naturaleza del asunto le ha llevado á penetrar en el campo de la investigación y de la crítica histórica, y á poner á prueba las disposiciones descriptivas y narrativas de su fértil inteligencia. Mucho más afortunado   —306→   en esta que en aquella labor, Oliveira Martins, ha compuesto un libro, verdadera obra de arte, en el cual los retratos de los personajes, la pintura de los lugares, el relato de los hechos, aunque á veces minuciosos en demasía, tienen siempre tal color y tal relieve, tanta poesía, que se leen con el mismo encanto que las mejores novelas.

No es esta obra una galería biográfica ni tampoco un solo cuadro que presente agrupadas las figuras en armonioso concierto, sino alternativamente, lo uno y lo otro, esto es, Memorias al modo de las de Soarez de Silva, referentes al reinado de Juan I, colección de monografías, unas de carácter general, relativas á todos los personajes, y otras concernientes en especial á alguno de ellos: en el primer caso están las dos primeras, que tratan de la corte de D. Juan I y de la conquista de Ceuta, y en el segando las diez restantes, de las cuales, la III y IX se refieren en exclusivo al Infante D. Enrique, la VIII á D. Enrique y D. Fernando, la VI y VII al rey D. Duarte y las demás al infante D. Pedro.

Ya en publicaciones precedentes había dado nuestro autor repetidas muestras de su admiración y cariño á los famosos infantes portugueses. En su Historia de Portugal, escribe: «D. Pedro, acaso o typo mais digno de toda a historia nacional; D. Fernando, cujos meritos desapparecem perante o do martyrio que o santificou; D. Duarte, o rei sabio e infeliz; D. Henrique, finalmente, en cujo cerebro ferviam os destinos futuros de Portugal. E’uma pleiade de homens celebres, presidindo a uma naçaõ constituida e robusta

En las palabras que acabo de transcribir, están por entero no solo la síntesis, sino la índole panegírica del nuevo libro. La severidad con que juzga su autor en otros escritos á los personajes de la dinastía alfonsina ó de la casa de Braganza, no alcanza en igual grado á la casa de Avis: la dureza implacable con que maltrata en esta misma obra al conde Barcellos, hijo natural de don Juan I, se trueca, por lo común, en blandura y cariño con sus hermanos los legítimos hijos del conquistador de Ceuta.

Y es que para Oliveira Martins, como para todos sus compatriotas, los célebres infantes no son ya meras figuras históricas, sino entidades legendarias, personificaciones poéticas de un Portugal   —307→   glorioso, tanto más bello y más querido, cuanto más distante del Portugal de nuestros días. De aquí la constante alternativa de entusiasmo y de tristeza de que se siente poseído nuestro autor al escribir las páginas más hermosas de su libro, que son las consagradas á D. Enrique y D. Pedro, los dos principales hijos de D. Juan I.

Iguales en elocuencia, difieren, sin embargo, considerablemente, en cuanto al valor científico, aventajando en mucho, en este concepto, las concernientes al fundador de la escuela de Sagres, promovedor insigne de los descubrimientos portugueses en África, á las que se refieren al famoso Regente de Portugal, sobre todo, en el novelesco relato de su trágico fin, y en lo tocante á sus viajes, en los que nuestro autor admite, á menudo, por guía, el «Auto do Iffante D. Pedro o qual andou as sette partidas do mundo,» con razón incluído por nuestro Gayangos entre los libros de caballerías.

En cambio, atinadamente, se abstiene de atribuir al infante D. Pedro el poema Menosprecio del Mundo, obra de su hijo el condestable D. Pedro, si bien pudo excusarse el trabajo que emplea en rectificar el error en que mucho tiempo se ha estado, con saber que hace años hizo cumplidamente esta rectificación nuestro compatriota Octavio de Toledo y que es bien conocida en Portugal, hasta el punto de que se lee aun en libros destinados á la enseñanza como el Curso de historia da litteratura portugueza, de Teófilo Braga (1881), mencionando como era debido al escritor español autor del descubrimiento.




II

Lo que más sorprende en la lectura de nuestro libro, es que el historiador de la civilización ibérica, llegado el caso de aplicar sus teorías, ó prescinda de ellas ó las contradiga en la práctica, y que, en vez de explicarse hechos y personas por causas y leyes de genuino carácter peninsular, intente muchas veces explicárselas por un pretendido influjo inglés que ignoraron los portugueses de aquella época y de las siguientes, y que inventaron los modernos bien para prestar al pueblo portugués, en los comienzos   —308→   de la casa de Avis, caracteres distintos de los que había tenido en tiempos anteriores ó que en aquellos días tuvieran los restantes pueblos de la Península, bien dejándose llevar simplemente de la anglo-manía tan en boga hasta hace poco en el vecino reino.

Según estos autores, el casamiento de D. Juan I con doña Felipa, de Lancaster ejerció señalado influjo en la vida entera de Portugal. En la Introducción al libro de la guerra de Ceuta, de mestre Matheos de Piçam, publicado há un siglo, en 1790, por la Academia de Ciencias de Lisboa, se dice ya lo siguiente: «Ninguem ignora o respeito e a veneraçao em que foraõ entaõ havidas neste Reino, as sciencias, artes, usos e costumes ingleses.»

En el libro que examinamos se reduce ya este influjo al influjo personal de doña Felipa en su esposo y en sus hijos, y en el carácter y costumbres de la corte. Nosotros aspiramos á limitarlo aun más, y, cosa extraña, ayudados, en gran parte, por las continuas contradicciones en que nuestro autor incurre en la aplicación de sus doctrinas.

Que doña Felipa fué cristiana reina, casta esposa y buena madre, es cosa que no admite duda. Que lo fué por bondad propia, no por herencia inmediata de sus padres, y á pesar de los deplorables ejemplos con que se había criado, el mismo Oliveira lo reconoce cuando escribe que el duque su padre «vivia escandalosamente debaixo das mismas telhas con a mulher e con a amante Catharina Bonet, que tirara ao marido, dando-a por mestra ás filhas.» Las mismas virtudes tuvo su hermana doña Catalina, mujer de nuestro D. Enrique III, de la cual escribía el autor de las Generaciones y Semblanzas: «Fué esta Reyna alta de cuerpo, mucho gruesa, blanca ó colorada é rubia, y en el talle y meneo del cuerpo tanto parecía hombre como mujer: fue muy honesta é guardada en su persona é fama».

¿Es que Portugal y los reinos de Castilla y León, no habían tenido antes de doña Catalina y doña Felipa, reinas nacidas en tierra peninsular, tanto ó más virtuosas que las hijas del duque de Lancaster, como doña Berenguela y doña María de Molina, doña Beatriz, hija de ésta, doña Constanza Manuel, y, sobre todo, la aragonesa Santa Isabel, reina de Portugal, y la portuguesa Santa Teresa, reina de León? ¿Qué son doña Felipa y doña Catalina   —309→   sino meras continuadoras de gloriosas tradiciones peninsulares? Asegura nuestro autor que doña, Felipa «naõ seduzisse logo o temperamento expansivo e meridional de D. Joaõ I, mas por isso mesmo o dominou con o tempo», en la vida privada con el ejemplo de sus virtudes, y en el orden social y religioso con su cant inglés. «O cant é descaroavel, escribe, e ao serviço da preoccupacaõ da rainha punha o rei ó seu temperamento violento de homen de guerra», si bien en un solo caso, único que nuestro autor menciona, el de Fernando Alfonso, quemado vivo por sus amores con una dama de la corte. Supo D. Juan estos amores, y arrojó de su palacio á Fernando Alfonso. «O rapaz acceitou a demissaõ, para o quart o da dona onde se foi aninhar, e onde el rei o mandou prender.» En el camino de la prisión asilóse en la iglesia de San Eloy, «subindo ao altar e abraçando-se a imagen da Virgem. Pois ahi mesmo o mandou el rei prender, sem attencaõ ao direito sagrado de asylo. Para ó prenderem, os homens do rei tiveram de despedaçar á Virgem que veiu do altar abaixo com elle... No dia seguinte, logo, sem processo, el rei mandou queimar vivo o desagraçado no Rocio.»

Esta espantosa tragedia, en la que inspiró Herculano su novela O monge de Cister, tiene su origen y explicación cumplida, cuando no en el temperamento violento de homem de guerra de D. Juan I, en ferocidades semejantes de monarcas anteriores, sobre todo, en las de su padre D. Pedro, que la Crónica de este rey refiere á título de justicias, comparables con las de nuestro Pedro, su sobrino, entre las cuales nos bastara recordar aquí el caso de Alfonso Madeira, escudero del Rey, á quien éste, por amores con una dama «mandou-ho tomar en una camara e mandoulhe cortar aquelles membros, que os homeens en moor preço tem; de guisa nom ficou carne ataa os ossos que todo nom fosse corto» «e morreo depois de sua natural door.» Igual fiereza revelan otros hechos de D. Pedro como el castigo que impuso por sus manos al obispo de Oporto «que dormia com huuma molher dhuum çidadaõ dos boons que avia na dita çidade» y la clase de justicias que mandaba hacer en clérigos «tambem dordeens pequenas como de maiores: e se lhe pedíam que o mandasse entregar a seu vigairo, dizia que o posessem na forca, e que assi o entregassem a   —310→   Jesus Christo que era seu vigairo, que fezesse delle direito no outro mundo».

«La tragedia de Fernando Alfonso es hermana de otro hecho de igual índole, aunque no de tan fatales resultados, ocurrido, años después en Castilla, elocuentemente recordado por nuestro ilustre director, llevando la voz de la Academia, en su contestación al discurso de ingreso de nuestro querido compañero Sr. Barrantes, esto es, el caso de D. Luis Ladrón, principal caballero valenciano, condenado á muerte por la reina Católica por el atrevimiento que tuvo de escribir cartas de amor en Valladolid á una de las damas de la reina Isabel, la cual tenía prohibidos los amores en su casa», aunque, afortunadamente, y por intervención del cardenal Mendoza, no llegase á ejecución la sentencia. ¿Qué cant inglés movió á dictarla en este caso? ¿Ni á qué recurrir á tales medios para encontrar las causas de hechos naturalmente explicables, en Portugal como en Castilla sin ingleses influjos?

Mayores son los que Oliveira atribuye á doña Felipa «transmittindo aos filhos a sua gravidade e a sua virtudes saxonias, é produzindo a mais bella especie de cruzamento». Comenzemos por el infante D. Pedro. Este, según Oliveira, «tinha nas veias o sangue da maě no rostro assignalada a ascendencia», esto es, que era blanco y rubio. Pero, luego, al juzgarlo como político y estadista, que fué como se distinguió principalmente, nos encontramos con que D. Pedro, á pesar de la blancura de su rostro y la rubicundez de sus cabellos, y de la sangre de su madre, resultó un portugués completo y antiguo, «representante da dynastia affonsina, doutrina do bon senso», sin necesidad de sajonas influencias.

Pasando de D. Pedro á D. Enrique, nos encontramos con que, á pesar de a mais bella especie de cruzamento, y de las cualidades sajonas trasmitidas por doña Felipa á todos sus hijos, anteriormente proclamada, D. Enrique «descendia directamente do pae» y que carecía enteramente de «aquella veia de sentimiento germanico, legada por D.ª Felippa ao caracter dos outros infantes; aquelle indefinido mysticismo humano, que só en allemaõ tem palavra capaz de inteiramente o definir; o gemuth, mixto de sentamentalidad affectiva, de emocaõ melancolica, de serenidade de animo contemplativa, de humorismo trascendente, en combinaçoes   —311→   infinitamente variaveis, e que, desabrochando, produziu os typos mais sublimes e tambem os mais extravagantes da imaginaçao poética, n’um Shakespeare, n’um Goethe, n’um Heine.» Despojado así D. Enrique de todo influjo germánico, sajón ó inglés, sin el gemuth de sus hermanos, fué, escribe Oliveira, «un peninsular hespanhol, affirmativo, duro, terminante, practico em tudo: na accaõ enérgica, no mysticismo ardente, na habilidade astuta,» olvidando nuestro autor, que pocas líneas antes había dicho que descendia directamente do pae, y que este, según el mismo Oliveira, fué «tipo do puro temperamento portugués ou beiraõ, con traços de energia taurina

El autor de As rainhas de Portugal, nuestro correspondiente Sr. Fonseca de Benevides, ve, por el contrario, en D. Enrique, el principal heredero de las cualidades de su madre, «a constancia e pertinacia inglesa, que nada faz quebrar, e que produziu em D. Henrique esse constante, vigoroso e prolongado impulso dado as viagens e descobertas» que no habían tenido ocasión los ingleses de probar hasta entonces, que sepamos.

Libres de la moderna anglomanía, ignorantes del cant inglés y del gemuth germánico, los historiadores portugueses de otros tiempos, notaron siempre el extraordinario parecido de D. Enrique con su padre, el cual, escribía Soarez de Silva, en el primer tercio del siglo pasado, «o amava con especialidade reconhecendo nelle tantas qualidades concernentes ao seu genio, que não só pela filiaçaõ, mas pela semelhança lhe sabia conciliar os affectos

Después de lo dicho tocante á D. Enrique y D. Pedro, los principales hijos de D. Juan I, los verdaderamente grandes, poco resta que decir de D. Fernando y D. Duarte. D. Fernando figura en un solo hecho, la jornada á Tánger, de que trataré muy luego, en compañía de D. Enrique, animado de los mismos propósitos,conquistadores de su padre el conquistador de Ceuta. ¿Qué influjo inglés cabe suponer, en D. Fernando, negado como queda en D. Enrique?

Hermano gemelo de nuestro D. Juan II, su primo hermano, de D. Duarte puede decirse en justicia, lo que del monarca de Castilla, después de celebrar sus gracias personales, parecidas   —312→   también á las de su primo, escribía, con entereza, el autor de las Generaciones y Semblanzas: «pero como quier que de todas estas gracias oviese razonable parte, de aquellas que verdaderamente son virtudes, e que á todo hombre, principalmente á los Reyes son necesarias, fué muy defectuoso.» Si las condiciones personales de D. Juan II, de D. Duarte, hubieran de ser explicadas por la sangre inglesa de sus madres ¡medrado quedaría el influjo de doña Felipa en Portugal y de doña Catalina en Castilla! Y si á esta sangre han sido atribuídas las excelencias que hemos visto, ¿por qué no atribuirle igualmente la pusilanimidad de D. Juan y de D. Duarte? ¿Por qué, con parecidos ó mejores fundamentos, no encontrar también en ella, los gérmenes de la locura del infante D. Pedro, de su sobrina carnal doña Isabel, madre de la reina Católica y la de la infeliz hija de esta doña Juana, locuras sin precedentes, que sepamos, ni en Portugal ni en Castilla, á los matrimonios de las hijas del duque de Lancaster?

La herencia directa, con la sangre y la educación, de las cualidades paternales, manifiesta en muchos casos, no lo es igualmente, á pesar del superficial y novelesco fatalismo que algunos establecen. Hijo de Santa Isabel de Portugal, fué D. Alfonso IV, quien, lejos de heredar las virtudes de su santa madre, fué, precisamente, todo lo contrario, mal hijo, mal padre y mal hermano. Hija de padre pusilánime y de madre loca, fué la enérgica, inteligente y magnánima doña Isabel la Católica.

Para terminar este punto, diré que Oliveira, del mismo modo que le hemos visto aventurarse á precisar la parte de sangre inglesa que tuvieran nuestros infantes, y las virtudes transmitidas con ella, se atreve también á determinar en ellos nada menos que la herencia de las viejas razas peninsulares. Así D. Enrique, es para Oliveira, semita, fenicio, púnico, como D. Fernando, y más tarde el rey D. Sebastián, ariano, celta, retoño vivo de «o outro ramo da arvore ethnica dos portugueses, verde como o mar, vago como o vento que murmura entre os carvalhos sagrados da floresta celtica.»



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III

La parte de nuestro libro consagrada á la infeliz jornada de Tánger, sobre todo en lo tocante al infante D. Fernando, víctima principal de aquella catástrofe, requiere especial examen, aunque no sea más que en los puntos de mayor importancia para nosotros.

Es el primero el referente á la entrega de Ceuta, prometida por los portugueses á los moros después de la derrota, y para salvación de todos, quedando en rehenes el desventurado infante. Ceuta no fué entregada y D. Fernando murió en el cautiverio. La cuestión está ahora en saber si el mártir portugués prefirió la muerte á la entrega de Ceuta, ó si, por el contrario, la solicitó con insistencia, sin conseguirlo.

Oliveira Martins escribe que el desgraciado infante «como Jesus na vespera do supplicio, pedindo ao Padre Eterno que lhe afastasse dos labios, se era possivel, o calix da amargura«escrevia aos irmaõs que o remissem» sin añadir si entregando Ceuta ó si por otro medio; pero en otro lugar, hablando de las Cortes de Leiria, convocadas para deliberar sobre la entrega de Ceuta, se expresa más claramente escribiendo que «grande numero de nobres, tendo a frente o conde de Arrayolos, allegavam que de modo algum Ceuta devia entregarse até porque o infante D. Fernando naõ consentía n’esse escambo, preferindo morrer

D. Fernando prefiriendo la muerte á la entrega de Ceuta, es en todo el

Príncipe en la fe constante

del hermoso drama de Calderón. Pero ¿es igualmente el D. Fernando de la historia? Hasta aquí los historiadores y críticos de nuestro gran poeta, tratando de este drama, afirman, como Ticknor, que el autor de El príncipe constante «con un talento sumo, separándose de la verdad histórica (que se dice conocía por la crónica del rey D. Duarte y la del mismo D. Fernando) supo hacer voluntarios los tormentos y dolores del príncipe, prestando así á su carácter la heróica resignación de Régulo,y convirtiéndole   —314→   en un héroe cabal y protagonista de un drama fundado en el honor de un patriota cristiano.»

Ahora bien; ni Calderón conoció las crónicas portuguesas, que se dice haber manejado, ni es invención suya el carácter de voluntarios en los tormentos y dolores del príncipe portugués.

Calderón compuso El príncipe constante en 1629. Consta del modo más indudable en el expediente promovido por las reclamaciones del célebre F. Hortensio Paravicino, satirizado en aquel drama, expediente dado á conocer por Hartzenbusch , y del que han tratado después otros, entre ellos, el que esto escribe en su Estudio sobre la vida y las obras de Calderón. Años antes, no solo de la composición de este drama, sino del nacimiento de su autor, en 1595, salió á luz, en Medina del Campo, un curioso libro, intitulado: «HISTORIA | DE LOS DOS | RELIGIOSOS | INFANTES DE | PORTVGAL | Por Fray Hieronymo Roman, Frayle y Chronista de la Orden de S. Augustin, natural de la ciudad de Logroño.» Los dos religiosos infantes portugueses historiadores en este libro son la infanta doña Juana, hija de D. Alfonso V, y nuestro infante D. Fernando; en quien, según el autor se hallaron reunidas «la castidad de Ioseph, y la Humildad de sant Francisco, la paciencia de Iob, la oracion de los antiguos Padres, y el zelo de sant Pablo en ganar almas para Dios.» El cap. VIII se intitula así: «De como començo á ser tratado el sancto Infante de los Moros, y que el de su propia voluntad, quiso antes quedar captivo que no que se diesse Ceuta.» ¿Se necesita otra prueba para reconocer con evidencia que Calderón, contra lo dicho y creído hasta aquí, no inventó el carácter voluntario en los tormentos y dolores del príncipe? ¿Ni qué necesidad tenía, tampoco, de acudir á crónicas portuguesas, que dicen lo contrario, como veremos, para apartarse de ellas en lo más esencial y más dramático, cuando tenía en castellano fuentes que podía consultar y que seguir en materia tan capital para su drama?

Quien conoció seguramente la crónica portuguesa de D. Fernando, fué fr. Hieronymo Román, apartándose de ella en este como en otros puntos, sin indicar en cada caso las fuentes y los motivos en que se fundaba al escribirlos. En el prólogo de la vida de D. Fernando, escribe lo siguiente: «Esta vida halle yo impresa   —315→   en lengua Portuguesa por diligencia del religioso padre fray Hieronymo de Ramos, de la orden de santo Domingo, pero la que yo huue primero fue escripta por vn cauallero de la orden de Auis, que siruio al sancto Infante antes de la passada en Affrica, y le tuuo compañia todo el tiempo que estuuo captivo. Pero todos quedaron cortos, porque no vieron los papeles de la torre de Tombo ó Archiuo de Lisboa ni los del conuento de Avis, ni otros memoriales que vinieron á mis manos. Y si es verdad esto cotejen los lectores esta historia y las demas, y ellas seran los fieles jueces.»

Cotejemos, efectivamente, la obra del P. Román y las otras que menciona en el punto concreto que examinamos. Afortunadamente nos es posible este cotejo. Entre los manuscritos de nuestra Biblioteca Nacional, con la signatura V 96, hay uno, registrado en los índices en estos términos: «Fernando, infante, hijo de D. Juan I Portugal. Su vida, por un anónimo (en portugués), l. del s. XV.» Basta la sola lectura de los primeros párrafos de este manuscrito para que desaparezca el supuesto anónimo, y conozcamos al autor, fr. Juan Alvarez (el cauallero de Avis á quien fr. Hierónimo Román se refiere): «Por ē de eu frey Johã aluarez caualeiro da ordem dauiz e da casa do sor yfante dom anrique q fuy crado e secretario do muyto virtuoso sr yfante dom fernãdo,» dice el párrafo segundo del códice de la Biblioteca Nacional. Quede aquí, al menos, la noticia de su existencia y de su verdadero autor. Es tanto más preciosa, cuanto que ni Barbosa Machado en su Bibliotheca lusitana, ni Innocencio Francisco da Silva, en su Diccionario bibliográfico portugués, ni Oliveira Martins, ni otro alguno que sepamos, dan noticia de antiguos códices de esta crónica, mencionando solo la impresa y corregida por Jeronymo Lopez, Lisboa, 1527.

La segunda obra á que se refiere fr. Hieronymo Roman, existe también, por fortuna, en Bibliotecas españolas. El ejemplar que he manejado, se intitula: CRONICA | DOS FEITOS, VIDA, E | MORTE DO IFFAMTE SANCTO DOM FER | NANDO, QUE MORREO EN FEEZ | Revista & reformada agora de nouo pelo padre | Frey Hieronymo de Ramos da Ordem dos | Preegadores, Lisboa, 1577.

Cotejando ahora ambos libros con el de fr. Hieronimo Román, vemos que en ninguno de aquellos se lee que D. Fernando «de   —316→   su propia voluntad quiso antes quedar captivo que no se diesse Ceuta.» Tampoco se consigna tal especie en textos no menos importantes, tales como la crónica latina del Santo Infante, versión de la de fr. Juan Aluarez, donde, muy por el contrario, y como en las anteriormente citadas, se dice que D. Fernando escribió á su hermano D. Duarte: «ut compleret promissam sibi redditionem Septae, ipsumque sine mora liberaret

Se dirá que fr. Hieronimo Román, manejó, como asegura, y aunque no los especifique, los papeles que indica, pero contra lo que pudieran decir esos papeles, caso de ser efectiva su existencia, á más del testimonio de los libros citados, están otros papeles y documentos, de incontestable valor, que podemos mencionar no vagamente y en montón, sino uno por uno, tales como la Bula de Paulo II, del año 1470, esto es, pocos años después de la muerte del santo Infante, en la cual Bula se trata de su culto con expresión de sus méritos, entre los que no viene el que de ser cierto no habría sido omitido como el principal de todos; y las Actas de las Cortes de Leiria, que en parte traslada y en parte compendia la Crónica del rey D. Duarte, en las cuales consta del modo más preciso y concluyente que D. Fernando, lejos de oponerse á la entrega de Ceuta, la pidió encarecidamente al rey su hermano y á los de su Consejo, como vamos á ver. Reunidas las Cortes, después de la proposición real ó discurso de la corona: «el Rey mandou leer loguo em pubrico huū scripto d’apontamentos, que ho Ifante Don Fernando estando ainda em Arzila enviou a elle e a seu conselho, em que desejoso sair de cativo, apontava alguuãs causas e razooes por que nom era serviço del Rei, nem bem de seus Regnos manterse Cepta pelos Christaaõs, asynando os danos e perdas e grandes despezas, que Portugal pela sosteer recebia, e asy alegando outras muytas fundadas em huua natural piedade, por as quaes Cepta se devia dar por elle, como ficara concordado, escusando os mouros que nom quebrantarom o contrauto como lhes queriam poer, antes carregando mais a culpa sobre os Christaaõs. Os quaes apontamentos ouve el Rey por bem que todos vissem, para melhor e mais livremente poderem dar seus votos e conselhos

Veamos los del conde de Arrayolos, quien, según Oliveira,   —317→   dijo en dichas Cortes que «o infante D. Fernando não consentia n’esse escambo preferindo morrer.» Lejos de atribuir al infante pensamiento tan contrario á sus deseos, clara y categóricamente expresados, fué precisamente el que impugnó de la manera más resuelta y terminante sus «apontamentos, impidindo muy onestamente ho efecto delles», en tales términos, que pareció «que enfraquentava os requerimentos do Ifante con reçoes muy evidentes», y atrayendo á todos á sus votos y consejos que podemos resumir en estas dos proposiciones: 1.ª «Que el Rey nom devia, nen podia de sy tirar a Cidade de Cepta pello Ifante seu irmaaõ, nem ainda por seu filho herdeiro, ainda que cativo jouvesse.» 2.ª Que era «muyta razam e devida obrigaçom, averem-no per qualquer outra manera tirar de cativo, non soomente os Portuguezes, mas todollos Christaaõs, e os d’Espanha principalmente

Asi se entendió también en España, y es sobremanera extraño que Oliveira Martins omita por completo el acto cristiano y generoso del rey de Castilla enviando sus embajadores «á çala bençala que concordasse en darem o Iffante por dinheiro & tanto q naõ elle lhe prohibiria o trato das mercadorias que auiam de seu Reino, donde lhe vinha á môr renda que tinha.» Refiere este hecho la vieja crónica de D. Fernando, cuéntanlo también obras modernas importantes anteriores á la de nuestro autor, entre ellas las Memorias de Soarez da Silva, que son las de que más se ha valido Oliveira para las suyas, en las cuales se cuenta este hecho en los términos siguientes: «Neste mesmo tempo, depois de outros varios meyos, que se tinhão buscado, interpunha a sua intercessaõ el Rey de Castella para este resgate, mandando Embaixadores á Zala Benzalá, mas tendo este noticia da sua vinda, antes que elles chegassem, avisou á Lazaraque, mandasse buscar ó Infante para Fez

Desgraciadamente no es esta la sola omisión de hechos honrosos para Castilla que se encuentra en el libro de nuestro autor, á pesar de venir ya consignados en las viejas crónicas. Tratando de los restos de la desgraciada expedición á Tánger, escribe que «fizeram-se de vila para Lisboa» y mas adelante añade que «emtraram no Tejo.» Por el contrario, la Crónica del rey D. Duarte refiere, en términos nobles y conmovedores, que «muyta gente dos   —318→   nossos pobres, feridos e doentes e saindo do cerco, nom esperando poder ja sofrer a passagem do mar, foram per seu requerimento lançados em terra, e per seer inverno, e noctes grandes e frias, e elles mal roupados, offecerendo-se lhes tamanho perigo per terras estranhas, certo deveram teer de suas vidas pequenas esperanças; mas os andaluzes principalmente os da costa do mar, sabendo o muyto padecimiento e grandes trabalhos que polla Fee naquelle cerco padecerom, como Catholicos e agardecidos Christaaõs, pelos lugares perque os Portugueses híam, sayam de suas casas aos receber e com huuma louvada humanidade competiam antre sy, quem mais levaria e melhor agasalharia, dando-lhes de graça mantymentos em abastança, pera saaõs e doentes, como á cada hum pertencia, curandoos das feridas e doenças, e fazendoles as camas das mais limpas roupas que tynham, e cobrindo com vestidos e calçados as carnes de muytos que parecian nuas, é fazendolhes outras obras e ajudas pera ho caminho, de perfecta Misericordia e Caridade. Mas El Rey Dom Duarte que desto foy sabedor, ouve grande prazer e como Principe agardecido e muy virtuoso, a Sevilha e a outros lugares que o mereciam, ho enviou per suas Cartas agardecer como convinha

Ahora bien ¿no es verdaderamente doloroso que autor tan pródigo en alabanzas para supuestas influencias inglesas, sea no ya avaro, sino injusto para con actos verdaderamente loables de los castellanos, hasta el punto de faltar abiertamente, olvidándolos, á la verdad de la historia? Y cuenta que estos hechos, ocurrieron en dias no lejanos de Aljubarrota, y que el odio de los portugueses á los castellanos había llegado en algun tiempo hasta el punto de que en viejos fueros se calificara de igual injuria y se castigase con igual pena el llamar castellano á un portugués que el decirle traidor ó alevoso. «Quem dixer aleyvoso ou trahedor, ou o nome castelaho, peyte dos maravedis a oo rancuroso» dicen, infantilmente, «Os Foros da Guarda».




IV

A pesar de todo, la proposición del conde de Arrayolos en las Cortes de Leiria, oida sin protesta, antes bien con general asentimiento, de que D. Fernando debía ser rescatado «nom soomente   —319→   pelos portugueses, sino por todollos christaaõs, e os d’Espanha principalmente,» la intervención del rey de Castilla y la conducta de los andaluces con los restos de la desgraciada expedición, prueban por sí solas cumplidamente la indestructible existencia de una solidaridad común, fundada en intereses más altos y poderosos que las reyertas vecinales, solidaridad aún mas estrecha si cabe entre Castilla y Portugal.

Desprendidos igualmente uno y otro reino, y casi al mismo tiempo, de la monarquía leonesa, ensanchados de la propia manera por la espada victoriosa de sus reyes, cuando terminan su obra en la Península, la prosiguen de igual modo allende el mismo mar en la común empresa de sus descubrimientos y conquistas.

Dice Oliveira que D. Juan I vaciló entre la conquista de Ceuta y la de Granada. Semejante vacilación, en el no muy creible caso de haber existido, confirmaría desde luego la homogeneidad esencial de uno y otro empeño, de la guerra contra los moros en África y en España y consiguientemente de la obra portuguesa y la obra castellana.. ¿Qué prueba más elocuente que esa misma Ceuta, conquistada por los portugueses y conservada por nosotros?

Ni la batalla de Aljubarrota, evitando fine Portugal fuese de Castilla, ni la batalla de Toro impidiendo que Castilla lo fuese de Portugal, quebrantaron en manera alguna la identidad esencial de la civilización portuguesa y castellana, así en la vida interior como en la exterior de uno y otro reino.

En lo interior, la situación de Portugal, al subir al trono el bastardo de Avis, fué la misma que la de Castilla al ceñir á sus sienes la corona de San Fernando el bastardo de Trastamara. Don Juan I y D. Enrique II se valieron igualmente de auxilio extranjero, D. Enrique de los franceses, D. Juan de los ingleses cuya tactica «victoriosa em Azincourt dera a victoria ao mestre de Avis» al decir de Oliveira. Las mercedes famosas de D. Enrique compiten con las de D. Juan, cuyo reino fué «explotado desapiedadamente pela cobiça dos fidalgos con quem D. Joaõ I tivera de o repartir em paga do serviço de o levantaren no trono

En orden á la legislación, la única obra portuguesa, que nuestro autor examina, y á la que consagra un capítulo entero de su   —320→   libro, es la referente á los judíos, reconociendo que «todas essas leis se inspiraram no mesmo pensamento de repressaõ» que había dictado en los reinos peninsulares disposiciones semejantes.

Por lo que toca á las ciencias y las letras, es de sentir que Oliveira no haya intentado establecer relaciones entre su cultivo entonces, el que tuvieron en la época alfonsina y el que alcanzaban en Castilla en los dias de los famosos infantes. De este modo habría podido explicarse las aficiones científicas y literarias de estos como prosecución gloriosa de iniciativas y precedentes establecidos por insignes reyes y príncipes peninsulares como el Rey Sabio de Castilla y su nieto D. Diniz de Portugal.

Las relaciones literarias de ambos reinos son mayores si cabe en tiempos de la casa de Avis que en los de la dinastía alfonsina. Oliveira que nos cuenta cómo el infante D. Pedro se carteaba con nuestro Juan de Mena, que reconoce como del condestable D. Pedro el poema castellano de que tratamos en otro lugar, ha debido consignar igualmente la influencia directa y considerable de la poesía castellana en Portugal á partir de esta época, reconocida y proclamada ya, sin ambajes ni rodeos , en el vecino reino, basta en manuales destinados á la enseñanza, como el Curso de historia da litteratura portuguesa, de Teófilo Braga.

Es de esperar que, andando el tiempo, y á medida que los estudios históricos progresen en el vecino reino, libres de apasionamientos y de preocupaciones infundadas, se reconozca al fin y al cabo que la historia de Portugal y la historia de España son inseparables, que una y otra se explican y completan recíprocamente, y que en esa historia común, estarán siempre con las venerandas memorias de nuestros padres los sagrados títulos de fraternidad y de concordia de sus hijos en ambos continentes.





Madrid, 26 de Marzo de 1892.



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