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ArribaAbajo- IX -

Para barrabasadas...


¡Cuánta serenata y qué golpear de puertas! Pago Chico está «desatado» y mientras en el club los patricios hacen destapar mucho vino espumante y un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis, de las trastiendas de los almacenes y de los despachos de bebidas salen cantos broncos y desafinados en que se distingue algún «te l'o detto tante volte»... o acompasadas y estrepitosas vociferaciones de «morra», como martillazos secos, o la algarabía de alguna disputa nacida entre oleadas de carlón.

Por las calles vagan grupos de obreros con acordeón y guitarra, y de jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que repican los Hamadores, se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga alrededor de algún infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen tal alboroto que parecen legión cuando son apenas un puñado.

Éstos se divierten apedreando las ventanas del Juez de Paz -sabiéndolo, en el Club- guarecidos tras de la tapia de un terreno baldío; aquéllos han atado un tarro de petróleo a la cola del perro de Silvestre, y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del pueblo, despertando a las supersticiosas comadres de los ranchos que se santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de Bermúdez, mozo «diablo» cuya viveza es legendaria, han puesto en práctica la genial idea de descolgar el letrero de Madama Chomblant, la partera -cuadro que representa   —90→   una mujer de palo, vestida de hojalata, sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma de rosa-, y colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber a quién debe tal bromazo.

Al Club del Progreso, con motivo de tan magna fiesta, han acudido tirios y troyanos a pesar de las terribles disenciones. Hay armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado hacer acto de presencia -muy campechano- y codearse breves momentos con la oposición.

El Club está momentáneamente en poder de los opositores. El caso es que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño, y la división estuvo a punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la cuota mensual -sobre todo entre los oficialistas, vulgo «carneros»-, y la falta de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años anteriores...

Esto no puede impedir, sin embargo, que la gente se divierta.

En efecto, apenas dan las doce campanadas, saludadas con sendas copas de vino (muchos no pueden realizar la proeza, por falta de estómago o por falta de cobres), y apenas el licor empieza su marcha ascendente, hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y la emprende con un vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y bailarines. No hay mujeres, naturalmente.

-¡Pan con pan comida de bobos! -exclama con sarcasmo Viera, el director de «La Pampa».

Pero después de un par de brindis suplementarios, él también se enlaza con Silvestre, y es de ver a los dos, dando vueltas vertiginosas y llevándose por delante los muebles enfundados del salón, las sillas, el piano, los consocios mismos.

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El piano chilla, ladra, maúlla, se queja; saltan como pistoletazos los tapones del vino espumante; un espectador lleva atronadoramente el compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro tararea el vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el taco en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en las ventanas de la calle aparece «vichando» con curiosidad y estupor, algún transeúnte retardado a quien sorprende aquella inusitada barahúnda y que mañana desprestigiará a «todo lo mejor de Pago Chico», entregado así a la más escandalosa y abyecta orgía.

El de los brindis llega por fin a hacerse escuchar, y apenas concluye sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con un «año nuevo vida nueva», lleno de modernismo, estalla la más formidable cencerrada que orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohíno, se desliza hacia el «buffet» para reponerse del mal rato, mientras los demás continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o echando los pulmones en alguna otra forma original.

En esto, como si la empujara el pampero en persona, ábrese de par en par la puerta del Club y entra desalado el oficial de policía Benito Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los más entusiasmados, la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave, alguna desgracia, algún cataclismo...

Como por encanto reina en el Club entero un silencio pavoroso.

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-¡Señor comisario! -dice el oficial en voz baja, acercándose a Barraba-: El río Chico está desbordándose y amenaza inundar el pueblo. ¿Qué se hace?

Barraba ahoga una interjección de las suyas, parece meditar un segundo, y luego grita, perentoriamente y con voz de trueno, como un general que toma disposiciones en el momento decisivo de la batalla:

-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote! ¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy en seguida!

El silencio se hizo tan solemne y trágico, que todos se volvieron indignados hacia Silvestre que había oído y se sonaba ruidosamente las narices para no estallar en una carcajada.

-¡Revolución!

-¡Ataque a la comisaría!

-¡Invasión!

No se escuchaba otra cosa cuando los concurrentes comenzaron a animarse, una vez fuera el misterioso Barraba.

El boticario les dio la clave del enigma, pero no consiguió desarrugar los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...

Sólo al día siguiente, cuando se vio que el Chico no salía de madre ni pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que lo mantenía sometido a la familia, con agua apenas para regar las quintas de los prohombres oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.

El comisario había inaugurado bien el año nuevo, y por eso sigue diciéndose en nuestra tierra:

-¡Para barrabasadas, Barraba!...



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ArribaAbajo- X -

Los patos


Era la tarde del 31 de diciembre. Ruiz, el tenedor de libros de una importante casa de comercio -aquel españolito capaz y relativamente instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una escala en Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su compatriota el doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle la susodicha ubicación- se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada trastienda de la botica de Silvestre, sorbiendo el mate que echaba Rufo, el nunca bien ponderado peón criollo del criollo farmacéutico.

Merced a su irresistible don de gentes, el boticario era ya íntimo amigo del tenedor de libros, a quien había enseñado en pocas semanas a tomar mate -como se ha visto-, a jugar al truco y a opinar sobre política, tarea esta última siempre fácil y agradable para un español. El aprendizaje de las otras dos, y sobre todo de la primera, había costado mayor esfuerzo...

Ruiz, a pesar de su renegrido bigote, de sus ojos negros y brillantes y de su continente resuelto, no sabía andar a caballo ni conducir un carruaje -observación que no parece venir a cuento, pero que es imprescindible, sin embargo-, de modo que, los domingos, cuando obtenía prestado el tílbury de su patrón, veíase en la obligación de buscar compañero ayudante que lo sacara de posibles apuros. Su primer invitación iba siempre enderezada a Silvestre, cuya obligada respuesta era:

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-No puedo abandonar la botica, ¡como te suponés!...

Porque ya se trataban tú por tú -o tú por vos, para ser más exacto- a pesar de lo reciente de la relación.

Y lo curioso es que no pudiendo abandonar la botica, Silvestre andaba siempre merodeando por el barrio, a caza o en difusión de noticias, aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues... Ante la voluntad negativa, Ruiz, que se pasaba allí las largas horas en que el Mayor, el Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma, permanecía un rato en silencio, o hablando de cosas indiferentes, para terminar insinuando:

-¿Rufo, no podría acompañarme?

-¡Cómo no! ¡Que vaya no más!

Y casi todos los domingos ambos montaban al tílbury, empuñaba las riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos por esas calles, dando vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las puertas, para salir entonces a dar largos paseos por las quintas sin árboles y las chacras sin sembrados.

Ahora bien, aquella tarde del 31 de diciembre, y como le consta al lector, terminado el inacabable machaqueo de la pomada mercurial, y el sempiterno lavado de frascos y botellas a gran fuerza de munición, Rufo acarreaba mate a la trastienda, en que Silvestre y Ruiz departían mano a mano.

-Mañana es primero de año... ¿qué piensas hacer? -preguntó de pronto el tenedor de libros.

-¿Yo?... ¡Ya sabés que no puedo abandonar la botica!...

-Pues yo pienso salir de caza, en el tílbury, así como te lo digo.

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-¿A cazar qué?

-¡Patos, hombre, patos! ¿No sería excelente un guisado de patos para festejar el año nuevo?

-Sí, pero tenés que ir muy lejos...

-¡Quiá!

-No hay patos por aquí. Están muy perseguidos, se han puesto matrerazos y no se encuentran mas que en los lagunones del Sauce y muy arriba del río Chico...

-¿Que no?... ¡Pues pululan!... Deja que Rufo me acompañe, y en dos o tres horas me comprometo a traerte un par de docenas... ¡Los comeremos mañana mismo!...

-¡Qué vas a traer! Si no hay un pato ni p'a un remedio por aquí...

Ruiz medio sulfurado, se encaró entonces con Rufo, que entraba llevando el mate:

-¿No hemos visto centenares de patos el domingo, cuando salimos en el tílbury?

Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y contestó muy afirmativo:

-Negriaban, sí, señor... Hasta en los charquitos...

-¡No puede ser! -exclamó Silvestre, incrédulo; y en seguida apeló a su sistema predilecto-: Te apuesto a que no tráis ni cinco en todo el día.

-¡Apostado! ¿Qué jugaremos?

-Que si cazás cinco patos, yo pago el vino bueno, los postres y el champán para nosotros y tres amigos más; si no cazás nada o menos de cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te conviene?

-¡Va apostado!

Era aún temprano, el pueblo dormía, cantaban los pájaros, y el sol bajo el horizonte iluminaba ya blandamente   —96→   la tierra, cuando Rufo fue a buscar a Ruiz con el tílbury tirado por el moro.

El criollito socarrón iba tan alegre que el látigo chasqueaba en su mano como petardos, a pesar de que el moro llevara un trote bastante ágil en el aire vivo de la mañana.

El tenedor de libros estaba vestido y aguardaba ya, armado hasta los dientes, con escopeta de dos cañones, cuchillo de caza, morral, cinturón y cartuchera con más de cien cartuchos cuidadosamente cargados.

Salieron y ya a pocas cuadras del pueblo comenzó el tiroteo: -¡Pim, pam; pim, pam!- y el caer de patos era una maravilla. Mansos, mansitos los animales se dejaban acercar bien a tiro, casi sin moverse junto a la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre el agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos que espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca se les hubiese hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta hostilidad, tendían el vuelo bajito levantando el agua con las patas, como si navegaran a hélice, e iban a detenerse poco más lejos, de tal manera que el tílbury, hábilmente dirigido por Rufo, no tardaba en dejarlos a tiro otra vez...

Y ¡pim, pam; pim, pam! la escopeta de Ruiz continuaba el estrago, amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno, dos, diez, veinte, cuarenta. ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo delante del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del tílbury!

Los ojos le brillaban de júbilo y entusiasmo.

Aquel éxito colosal lo había puesto tan nervioso   —97→   que hasta marró algunos tiros, seguros sin embargo, con el apresuramiento y la avidez...

Cuando llegó a los cuarenta patos era aún temprano y Rufo cada vez más satisfecho, rebosándole la alegría por todos los poros, quería que continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá apiadado de los inocentes palmípedos.

-Llevo ocho veces más de lo necesario para ganar la apuesta. ¡Ocho veces!... Silvestre va a trinar.

Se detuvieron a la puerta misma de la botica, y Etifo comenzó a bajar del tílbury y a introducir en el despacho el producto de la milagrosa cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que le das al pildorero, preparando una de las fructíferas recetas de «agua fontis y mica panis» que extendía el Dr. Carbonero, enemigo de la farmacopea, más no de la voluntad de los clientes que no querían curarse sin remedios. Pero ante la algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba castañeteando los dedos, en una ruidosa pírrica alrededor de los patos, no pudo menos que abandonarlo todo y precipitarse a la tienda para ver aquello...

En el patio se oía un desordenado repiqueteo de almirez. Con desusado celo, como si una terrible urgencia lo impulsara, Rufo machacaba febrilmente la pomada mercurial, hecha ya sin embargo. Y acompañando el redoble del mortero, sonaba algo entre regaño y risa reprimida.

Una carcajada homérica sacudió de pies a cabeza a Silvestre, en cuanto se vio delante del informe montón de los cuarenta patos; y sin dar tiempo a que Ruiz volviera de su asombro, habíase lanzado como una flecha, atravesado la calle y entrando como un ventarrón en la imprenta de La Pampa, en cuyo   —98→   interior siguieron estallando sus inextinguibles risotadas.

Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil y aturdido, en medio de la farmacia, con la boca entreabierta y los brazos colgando frente a su botín cinegético.

Siguiendo a Silvestre, apareció Viera, director de La Pampa, y el administrador, y los cajistas, y luego otros más, atraídos por el ruido y el movimiento, hasta formar cola a la puerta.

Y el boticario «indino» continuaba en sus carcajadas, interrumpiéndose sólo para exclamar:

-¡Miren los patos que ha cazado Ruiz! ¡Miren los patos p'año nuevo que ha cazado Ruiz!...

Y el público le hacía corro, y allí en el patio el repique del almirez adquiría sonoridades de campana echada a vuelo.

Ruiz quería hablar, desconcertado, llorando casi con aquella burla inacabable; pero las risas, las exclamaciones y los chascarrillos no lo dejaron meter baza, ni averiguar la causa de semejante tremolina. Por fin oyó la clave del enigma:

-¡Son gallaretas!

Y aunque no supiese lo que es una gallareta, comprendiendo que había cazado gato por liebre, tomó el sombrero, abriose paso, trepó al tílbury y manejando por primera vez en su vida, puso al moro al trote largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo perseguía hasta volver una esquina...

Pasada la primera impresión y disuelto el corro, Silvestre creyó prudente reprender a Rufo, por honor de la jerarquía. Al fin Ruiz era su amigo...

-¿Por qué lo has dejado matar tanta gallareta?

-¡P'a que aprienda, pues!

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-También hubiese aprendido si le hubieras dicho antes...

-¡Qu'esperanza, patrón! ¿No está viendo que se podía haber olvidau?... ¡Y lo qu'es aura, no se olvida ni a tiros!...




ArribaAbajo- XI -

Metamorfosis


Terminada la tarea de los recibos para fin de mes, don Lucas Ortega se dispuso a salir en busca de las noticias municipales y policiales, a pesar de la opinión del regente.

-¡No hay que descuidarse! -le había dicho éste-. Manolito nos la ha jurado y es capaz de cualquier barbaridad.

Don Lucas púsose el sombrero, tomó como de costumbre su bastón de estoque, y salió a las calles silenciosas de Pago Chico en plena siesta, diciéndose que él no se metía con nadie, y que mal podía nadie meterse con él. Olvidaba el pobre y manso administrador y reporter de El Justiciero una malhadada y peligrosa modalidad de su carácter: la inclinación a darse lustre.

Llegado muy joven de La Coruña, don Lucas no había sido siempre «periodista», como se declaraba enfáticamente. La instrucción recibida en una escuela de lugar no le dio para tanto en los primeros años. Se estrenó con toda modestia en una trastienda de almacén, despachando copas; luego ascendió a vendedor, y más tarde a habilitado; a los diez o doce años de estar en la casa, ya era socio, a los quince pudo   —100→   establecerse por su cuenta, en pequeña escala... Pero de pronto, cuando ya esperaba reunir una fortunita y todo el mundo le llamaba «don Lucas» (el don le quedó para siempre) sobrevino una crisis, los deudores no pagaban, los acreedores se le echaban encima, y desde lo alto del que creyera inconmovible pedestal, rodó nuestro héroe, se encontró en la calle, y rodando, rodando, llegó por fin a Pago Chico, y encalló en la administración de El Justiciero.

En tan deslumbrante posición comenzó para él otra era de grandeza, no ya material y pecuniaria, sino social e intelectual, cosa que estimaba muchísimo más, aunque a veces lamentara a sus solas el sueldo escaso y tardo, y la brillante miseria.

Pero, eso sí, había crecido, se había agigantado en su propio concepto, y creía que también en el de los demás. Pago Chico debía considerarlo un personaje, puesto que, como periodista, tenía la facultad de opinar, de juzgar, de condenar ante el tribunal del pueblo.

Afable, atento, servicial, hasta servir mientras fue dependiente, y aun siendo patrón, cuando el parroquiano era considerable, no había perdido estas condiciones, como no perdió tampoco la bondad, que constituía el fondo de su carácter. Pero había cambiado de forma. Ebrio de grandeza era familiar con aquellos magnates del pago que se lo permitían; risueño y atrevido con las señoras ante las que pavoneaba su pequeña estatura; grave y taciturno con la gente de poca importancia; autoritario y altanero con la plebe; condescendientemente accesible para sus subalternos de la imprenta. Hablaba siempre «en discurso» como decía Silvestre, pero estaba tan lejos   —101→   de ser malo que, a juicio de todo el mundo, era incapaz de matar una mosca.

No era valiente tampoco; pero la convicción de su insignificancia, persistiendo tan oculta allá en lo íntimo, que él mismo apenas la vislumbraba, a veces tenía, si no otra, la virtud de hacerlo tranquilo y confiado. De modo que aquella tarde salió tan sin preocupaciones como siempre (el estoque era un regalo del director, que le había dicho al ofrecérselo: ¡Un periodista en campaña no debe andar nunca desarmado!), a pesar de que El Justiciero acábase de publicar la siguiente «feroz caída».

«Escándalo.- El Morenita M. P., que con sus calaveradas y fechorías ya tiene indignado a todo el mundo de Pago Chico, promovió ayer un descomunal escándalo en «cierta casa» de los suburbios, rompiendo vasos y espejos y apaleando mujeres, hasta que por fin intervino la policía, que haría bien una vez por todas en apretarle las clavijas al mocito que se prevale de su familia para hacer cuantas atrocidades le da la gana. Sin embargo, no fue ni llevado a la comisaría siquiera, y nos extraña mucho que el comisario Barraba, después del atropello de ayer, todavía no lo haya metido a secar en un calabozo para que otra vez aprenda, no siga dando mal ejemplo y fomentando la compadrada de los demás muchachos del pueblo».

No extrañará esta filípica del oficialista Justiciero, si se tiene en cuenta que el director andaba otra vez en coqueterías con las autoridades para ver de sacarles mayor tajada, pues iban a necesitarlo para las elecciones. Y el suelto era justo, porque para los desmanes del joven Manuel Pérez pasaba de raya, y era una amenaza general, pues el rico e   —102→   ignorante pillete se engreía y ensoberbecía con la impunidad.

En cuanto a don Lucas, confiaba demasiado. Él no había escrito el suelto, es verdad. Se le permitía lucubrar muy pocas veces; desde que se inclinó «ante la tumba del deplorable vecino» don Fulano, y dijo cuando la muerte de la madre de Bermúdez, china nonagenaria, que la distinguida matrona había fallecido «en la flor de su edad». Pero él, en cambio, para desquitarse, atribuíase con desparpajo singular, siempre que le era posible, cuanto artículo, suelto o noticia publicaba El Justiciero, de modo que todo el mundo acabó por creer siquiera en su colaboración.

Marchaba, pues, con paso deliberado, echándose para atrás, salido el vientre, la cabeza erguida, agigantada en su concepto la corta estatura, mientras bajo la espalda evolucionaban burlonamente los largos faldones de su jaquet; y no había andado dos cuadras, cuando se quedó frío, corriole un cosquilleo de la nuca a los pies, y sólo merced a un heroico esfuerzo pudo llevarse la mano trémula al bigote y erguirse casi hasta caer de espaldas... Manuelito Pérez se adelantaba rápido y colérico hacia él, con un ejemplar de El Justiciero en la mano.

-¿Quién ha escrito esta noticia? -preguntó el jovenzuelo con voz reconcentrada y amenazadora en cuanto estuvo a su lado.

Un velo pasó por los ojos de don Lucas; sintió que se le aflojaban las piernas, pero haciendo de tripas corazón:

-¡No sé! -contestó secamente.

-¡Qué no ha de saber!

-¡No sé!

-¡Usté no más será, gallego!

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-Y si fuera... acertó, lívido, a balbucir don Lucas.

-¡Ahora verá!

Y Manuelito, echando atrás la pierna derecha, llevó la mano a la cintura. Trémulo, don Lucas retrocedió y desenvainó el virgen estoque, buscando con la vista una persona que lo auxiliase en la calle solitaria abrasada por el sol, un objeto: el hueco de una puerta en que parapetarse... Pero no tuvo tiempo para nada. Oyó una detonación seca, sintió un golpecito en el pecho y al rodar por la acera, vio como en un escenario al bajar rápidamente el telón, que Pérez corría con un revólver, en cuyo extremo flotaba una vedijita de algodón, y que algunos vecinos se asomaban alarmados. Y se desmayó.

La grita de los periódicos -«la prensa local»- y especialmente de El Justiciero, fue tan grande, que la policía se vio obligada a proceder, descubriendo, una semana más tarde, el escondite de Manuelito, conocido por todo el mundo desde el primer día. Y el jovenzuelo fue a dar a La Plata, con un sumario que parecía hecho por su mismo abogado defensor...

Ortega era, entretanto, objeto de las más entusiastas manifestaciones. El Justiciero narraba extensamente los detalles del combate, en que su administrador, heroico, había perdonado ya la vida del asesino que tenía en la punta del estoque, cuando éste, retirándose vencido, le había alevosa y traidoramente disparado un tiro de revólver. Y en seguida hablaba del sacerdocio de la prensa, de los sacrificios hechos en aras del pueblo, de la ingratitud que generalmente es la única corona de los mártires que ofrecen en holocausto por el bien público toda la generosa sangre de sus venas, y patatín y patatán... Enorme éxito, indescriptible   —104→   entusiasmo. La gente se agolpaba a la imprenta.

Al día siguiente, y en cuanto los doctores Fillipini y Carbonero declararon que la herida no era de gravedad y que el paciente podía recibir visitas -no muchas a la vez, ni demasiado charlatanas- el pobre cuartujo de Ortega, revuelto y sórdido, quedó convertido en sitio de obligada y fervorosa peregrinación. D. Lucas había leído los diarios, se había extasiado con las ditirámbicas apologías de El Justiciero, pero nada le produjo tan intensos goces, tan férvido orgullo, como aquella continuada procesión admirativa, en que figuraban los hombres más importantes de Pago Chico, y en que ni siquiera faltaban damas..., como que un día se le apareció misia Gertrudis, la vieja esposa del tesorero municipal, presidenta de las Damas de Beneficencia...

¡Cuánto incienso recibió don Lucas, visitado, asistido, festejado y adulado por aquella muchedumbre, ascendido de repente a la categoría de grande hombre, de prócer, de redentor crucificado!... Nadie le demostraba compasión, sin embargo; todos se derretían de admiración respetuosa, prontos a venerarlo, a idolatrarlo. ¡Tanto valor, tanta abnegación, tanta grandeza de alma! ¡Atreverse a oponer un simple estoque a un arma de fuego, vencer al terrible enemigo, perdonarle la vida!... ¡Y todo por el pueblo!

-Ahora comprendo -pensaba D. Lucas- como se repiten las hazañas peligrosas. ¡Se puede ser héroe!

Él lo era en su concepto. Lo fue algunos días en el de loe pagochiquenses. Porque ¡ay! nada es eterno, y la herida, tardando demasiado en cicatrizarse a causa de tantas emociones, dio tiempo para que el entusiasmo se enfriara poco a poco antes de que don   —105→   Lucas pudiera tenerse en pie. Cuando salió a la calle, su aventura era ya un hecho místico, desleído en las nieblas del pasado; nadie le daba importancia, nadie hacía alusión a él.

Pero Ortega no lo advirtió: La embriaguez de la apoteosis había sido tan intensa, que se convirtió en megalomanía. Pálido, demacrado, se paseaba por el pueblo, pavoneándose, convertido en arco de tanto echarse atrás, haciendo pininos para erguirse y crecerse. Y miraba a todos con soberanas sonrisas protectoras o con gesto avinagrado y despectivo, según qué fuera aquel en quien se dignaba detener la vista.

Periodista, sacerdote, mártir, magnánimo, defensor del pueblo, víctima del deber... Sí, todo eso era muy hermoso; pero lo que más lo enorgullecía era su fama de valiente. Ser valiente en la tierra del valor ¡él!... Y se frotaba las manos y se sonreía de regocijo, convencido de su gloria.

Desde entonces usó revólver a la cintura, no dejándolo sino bajo la almohada, de noche, al acostarse. Hablaba alto en el taller, en la administración, en la redacción, en la calle, en el café, en el circo, haciéndose notar, demostrando que no abrigaba temor a nada ni a nadie. Cada frase suya era una sentencia, aun ante el mismo director de El Justiciero. Tenía ademanes rotundos de caballero andante pronto a lanzarse contra una cuadrilla de malandrines. El manso se había convertido en impulsivo, con el deschavetamiento del amor propio exacerbado.

-Es siempre malo que a un sonso se le aparezca un dijunto -solían decir algunos más avisados, al ver pasear a Ortega con el sombrero en la nuca y haciendo molinetes con el bastón.

Silvestre vaticinaba algún futuro desmán, refunfuñando   —106→   entre dientes al vislumbrar la silueta del nobilísimo Quijote:

-Decile a un sonso que es guapo y lo verás matarse a golpes -uno de sus refranes favoritos, sólo que «matarse» resultaba en sus labios otra cosa.

Y el boticario criollo no dejaba de tener razón.

Ortega acostumbraba a tomar el vermouth vespertino en la confitería de Cármine, con el estanciero Gómez, el anglo-americano White, famoso por su fuerza hercúlea, el doctor Fillipini, algunas veces y otros amigos.

Un día que don Lucas se había retardado en la imprenta, el acopiador Fernández se acercó a la mesa, trabando conversación de negocios con Gómez. No estaban conformes en un punto... discutieron, se acaloraron, pasaron a las injurias... De pronto Fernández, ciego de ira, poniéndose de pie, alzó la mano como para dar una bofetada a su contrincante. White, más rápido, pudo evitar la realización del hecho asiendo a Fernández por los brazos, de atrás. Gómez, blandiendo una silla, se había puesto en guardia, mientras su adversario forcejeaba por desprenderse de las manos férreas de White. La actitud del grupo era realmente amenazadora; y la desgracia quiso que en ese momento entrara Ortega...

Ver aquello, y sin detenerse a reflexionar ni qué era, ni de parte de quién estaba la ventaja y la razón, sacar el revólver de la cintura, fue todo uno para el héroe novel que sólo soñaba batallas y victorias. Y en menos de lo que se tarda en contarlo, hubo un estampido, un poco de humo, un hombre muerto y el estupor pasó batiendo las alas, petrificando a los actores y espectadores de aquel drama que sólo había   —107→   tenido desenlace, y que sería comedia a no mediar un cadáver.

Y cuando se vio solo en la oficina de la comisaría, preso, con un homicidio encima, la prolongada embriaguez del heroísmo se desvaneció en aquel pobre cerebro y don Lucas se echó a llorar como una criatura...




ArribaAbajo- XII -

Con la horma del zapato


«Tengo el honor y la satisfacción de comunicar a usted, por orden del señor Intendente, que desde la fecha queda suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda consideración, etc., etc.»

Llegó esta nota a manos del doctor Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo, municipal a Bermúdez.

-¡Mascalzone! -exclamó, pensando en su protegido de un minuto.

Pero sin que el despecho le ofuscara el raciocinio, salió de casa en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el secretario de la Intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos puntos, útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la «consumación» y pidió «otra vuelta».

  —108→  

-Dígame, Bustos -preguntó por fin-; ¿por qué me destituye don Domingo?

-¡Hombre, no sé! -contestó el otro, paladeando su anis, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad cerebral.

Viera, caracterizándolo, había publicado efectivamente, hacía poco, una parodia de la fabulilla de Samaniego:


Dijo Ferreiro a Bustos
después de olerlo:
-Tu cabeza es hermosa
pero sin seso.
¡Cómo éste hay muchos
que, aunque parecen hombres,
sólo son... Bustos!

-No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fue -insistió Fillipini, en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo sacaría el ovillo-. ¿No le habló nadie?

-Nadie.

-¿Le hizo escribir la nota así, sin más ni más?

-Sí, mientras estaban votando.

-¿Y nadie había ido a verlo?

-Nadie más que Gino, el pión de Cármine.

-¿Y a qué iba Gino?

-A nada. Le llevaba un papelito.

Fillipini calló, apuró su taza, pagó, salió y volvió a entrar por otra puerta, metiéndose hasta el patio y las cocinas. Allí vio a Gino, hecho una pringue, como que era el lavaplatos -el platero, ¡según los chistosos pagochiquenses- de la confitería de Cármine.

-¿Quién te dio el papelito que le llevaste al intendente el domingo? -preguntole en italiano.

  —109→  

-Il signor notario -contestó Gino, mirando a su egregio compatriota con los ojos azorados y los carrillos más mofletudos y rojos que de costumbre.

Fillipini, sin agregar palabra ni saludarlo siquiera, siguió andando y salió por el portón de los carruajes, encaminándose al Club del Progreso.

Allí se sentó, poniéndose a sacar un solitario, indiferente y tranquilo en apariencia, pero sin que nada escapara a sus ojos avizores. Ni aun cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la cara, blanca, impasible, rebosante de salud y de satisfacción. Pero a poco abandonó el solitario, y evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores y desocupados, acabó por hallarse, como deseaba, mano a mano con Ferreiro.

Los dos zorros viejos se saludaron casi cariñosamente, en apariencia sin aludir al suceso de que eran primeros actores: pero Fillipini no tardó en lanzarse a la carga:

-¿No sabe? Don Domingo me ha destituido...

-¡No diga! ¿De veras?

-Sí, señor. Me ha destituido... Pero no me importa mucho, porque eso no puede quedar así...

-¿Pero por qué? ¿Cómo es eso?

-¡Pavadas! El pobre no sabe lo que hace.

-Diga, pues, doctor; que sí yo puedo...

Fillipini, sonriéndose, miró la hora en su reloj de bolsillo, muy calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando a Ferreiro bien en los ojos, dijo con buen humor:

-¡Claro que puede! Usted y el doctor Carbonero se apresurarán a defenderme. Se necesita ser muy cretino para portarse así con un hombre como yo.

  —110→  

Ferreiro pulsaba al «gringo», sorprendido de tanta soltura, de tanta desfachatez, y pensando:

-¡Si se habrá encontrado topate con te toparías!

Pero quiso darse cuenta exacta de los puntos que calzaba su contrincante, y después de un segundo de silencio, le preguntó:

-¿Y por qué cree que Carbonero y yo lo hemos de defender?

El médico se echó a reír con aparente franqueza y:

-Porque ustedes son demasiado inteligentes para no hacerlo -contestó-. Y demasiado amigos míos -agregó inmediatamente, dorando la píldora, no sin ciertos asomos de sarcasmo.

-Amigos, sí... está bueno. Pero si usted pretende amenazarnos...

-¡Señor Ferreiro! -dijo entre carcajadas Fillipini-. Si yo no lo conociese tanto lo que me dice sería como para hacerme creer que usted ha «mojado» en esta barbaridad...

-¡Yooo!

-¡No, no lo creo, claro está que no lo creo! Al contrario: usted lo hubiera impedido, a saberlo... ¡Bah! entre bueyes no hay cornada, como se suele decir... Para mí el caso es sencillo... Ese «lavativo» de Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada después que le di el modo de hacerse municipal...

-¡Y por qué se lo dio! -interrumpió violentamente Ferreiro.

-¡Eh!... ¡Questo é un altro paio di maniche! -murmuró Fillipini con mucha socarronería.

Hizo una pausa, sonriente e insinuante, para continuar después:

-Yo soy muy necesario en el hospital, porque   —111→   Carbonero no va casi nunca, y hago todo el servicio... Si se nombrara a otro... con la administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay que nombrar a otro, desde que Carbonero no iría aunque lo mataran.

-¿Y de ahí?...

-¿A quién nombrarían? El único médico que queda es el doctor Pérez y Cueto...

-¿Y eso?

-Que nombrarlo a Pérez y Cucto, sería como meter las narices de toda la oposición en el hospital... Publicar lo que comen los enfermos, cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de las ropas de cama... contar lo que pasa con los cadáveres que se quedan allí días y días, y lo que hace la enfermera que se va a dormir todas las noches en su casa, y el ecónomo que poco a poco se va llevando cuanto hay... Un enemigo como Pérez vería todas estas cosas con malos ojos, las exageraría, metería un bochinche de dos mil demonios... No pensaría como yo, que el hospital está relativamente bien, porque no todo puede marchar a la perfección en un pueblo tan pobre como éste y tan atrasado... Además, que la gente que va a curarse allí es de poca importancia y no le interesa a nadie: extranjeros, personas de otros pagos... Si no fuera así, también, ya hubiera habido más de un escándalo... Pero, ya se ve, con las preocupaciones actuales que convierten la palabra «hospital» en sinónimo de «muerte», sin que nada pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las hojas, ni meterse a redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene que considerarlo así; pero no se me negará que todo esto constituye un arma tremenda para los opositores, que si no la utilizan   —112→   es porque están ciegos como topos. Las chicas se les van y las grandes se les escapan...

Durante este largo discurso, pronunciado con bonhomía y serenidad, como si se tratara de ajenos, el escribano observaba con desconfianza a Fillipini, diciéndole para su capote:

-El gringo éste es muy ladino. Si nos metemos con él, de repente nos va a salir la vaca toro. Me precipité demasiado, y las calenturas son malas consejeras.

-Pero, por sonsos que sean -continuó muy lentamente Fillipini-, por sonsos que sean sabrán «rumbear» en cuanto alguien les enseñe el camino; y entonces no habrá quien los ataje... ¡Chica farra se armaría si lo nombraran a Pérez y Cueto!...

-También es posible no nombrar a nadie. El hospital no necesita...

-¡Usted no dice eso seriamente, señor Ferreiro! ¡Ma! por poco que sirva el hospital tiene que tener médico, y ya sabe que Carbonero no va y no irá nunca... Yo preferiría que nombrarán a otro si no quisieran reponerme a mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme separado...

No daba el doctor Fillipini asidero para que se le replicara alzando la prima; al contrario, cuanto decía estaba muy puesto en razón, y sus verdades no le brotaban ni agrias ni amargas de la boca, aunque tras ellas hirviesen amenazas tan terribles cuantos evidentes.

-Lo que se había pensado -dijo sin embargo Ferreiro- era no nombrar a nadie.

-¡Ma! ¿y cómo dijo que no sabía nada? -preguntó con fingida candidez Fillipini.

  —113→  

-Digo... se había pensado... así en el aire para el caso de que se produjera una vacante...

-Capisco...

Y ni una objeción más. Fillipini se quedó mirando de hito en hito a Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y exclamó:

-¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en lo de Bermúdez, para qué nos forzó la mano sin necesidad?...

-¡Questo é un altro paio di maniche! -repitió el doctor-. Se lo vuelvo a decir, porque ustedes no se habían dado cuenta de dos casos: de que Bermúdez es un magnífico instrumento en la municipalidad, primero; y de que yo puedo serle muy útil o muy perjudicial, después. Era preciso que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no me tuvieran arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es cierto? ¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan amigos como antes o más amigos que nunca, mejor dicho!

-Bueno... veré... pensaré.

-¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no quiero que se haga ninguna arbitrariedad en mi favor.

-¡Qué gringo éste! -murmuró Ferreiro, levantándose entre divertido y malhumorado-. Es como la garúa finita, que lo cala a uno hasta los huesos. Y se va a salir con la suya, no más -agregó, palmeándole el hombro.

-Piénselo, piénselo y no se apure -dijo el otro-. Para todo hay tiempo y a la corta o a larga usté se convencerá de que yo soy un buen amigo.

-Y yo también, doctor.

  —114→  

Se separaron. Fillipini, seguro de haber movido bien las piezas, murmuraba sin embargo.

-¡Eh! si pudieses ¡qué patada me darías! Pero no podrás...

Sin perder tiempo volvió a la confitería de Cármine, donde había un grupo de opositores tomando aperitivos, los unos sentados alrededor de las mesas, los otros de pie, junto al mostrador. Silvestre, que peroraba entre ellos, se acercó a Fillipini, como era, en parte, el deseo de éste, pues quería hallar modo de que le vieran hablar largo y tendido con algún enemigo de la situación. -Viera, si fuese posible, y lo sería, pues se hallaba presente también.

-¡Hola, doctor! -dijo Silvestre aproximándose con la confianza que se tomaba con cualquiera y que en este caso justificaban hasta cierto punto las relaciones de médico a farmacéutico-. Me alegro de verlo por acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?

-¿Qué le han dicho? Siéntese y tome algo.

-Gracias -y se sentó-. Mozo, otro vermú. Pues dicen que le han quitau el empleo del hospital, ¿es cierto?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Oh, esas son cosas, cosas...

-¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que se me puede tener confianza. ¡Largue el rollo!

-¡Ma! Usted ya sabe como anda el hospital...

E hizo un cuadro, muy pálido, en verdad, de aquel desquicio harto conocido por Silvestre, quien, sin embargo, se hacía de nuevas al oír tales cosas de tales labios. Y terminó:

-Y como yo no quiero aguantar más ese desbarajuste...

  —115→  

-¿Lo han destituido?

-Eso es.

-¿Será cosa de Ferreiro y el dotor Carbonero, no?

-De ninguno de los dos. Es cosa de Bermúdez.

-¡Pero si Bermúdez ni siquiera es municipal!

-Pues ahí verá usted. Como ha salido electo, le ha calentado la cabeza al intendente, y éste, para tenerlo contento, me ha sacrificado cuando ya me había prometido arreglar el hospital.

-¡Bermúdez! tan bruto y tan...

-Así van los tantos... más vale un enemigo vivo que un amigo bruto... Pero todo esto tiene que saberse...

-¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga a Viera? Él ya tiene la noticia, pero de un modo muy distinto. ¿Quiere?

-Llámelo, es mejor.

-¡Viera! ¡eh, Pampa!, una palabrita.

Viera se acercó, sentose a la mesa, oyó lo que el doctor quiso contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego largo rato en amistosa charla. A la hora de comer cada cual tomó para su lado, y la vasta sala de la confitería quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine bajó las luces para ahorrar petróleo.

Fillipini, muy tranquilo, no salió de su casa, aquella noche, aguardando el desarrollo de los sucesos que con tanto cuidado acababa de preparar. Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que hizo fue pedir los diarios que el sirviente le llevó a la cama.

Comenzó por la gaceta oficial, El Justiciero. De su exoneración ni una palabra, del hospital menos. Pero, ¡oh detalle significativo!, en la noticia de un banquete festejando la elección de Bermúdez y   —116→   en la lista de los invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y Ferreiro, ¡nada menos!

-¡E fatto! -murmuró con una sonrisa, arrojando despreciativamente el periódico para tomar La Pampa.

Una columna dedicaba ésta al asunto del hospital, condenando a... Bermúdez, por la destitución de Fillipini; de Fillipini que -según el artículo- era lo mejor o lo menos malo del oficialismo, un hombre así, un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos de reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera política, como lo había previsto La Pampa, y si lo dejaban iba a ser como un caballo metido en un almacén de loza... «El gran consejero de la situación, el señor Protocolos, podría meter en vereda a este gaznápiro» -terminaba diciendo el artículo-. La alusión a Ferreiro era visible pero no como para disgustarlo; ni el mismo Fillipini la hubiera hecho con más tino...

En toda esta andanza el único que rabió fue Bermúdez, quien se atrevió a encararse con Fillipini para darle un sofión. El italiano se le rió en la cara:

-¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao! Réchipe: sinapismos. Vaya «amigo Bermúdese» y vuelva por otra.

Ferreiro no aludió nunca a la escaramuza aquella, pero desde entonces tuvo siempre muy en cuenta a Fillipini, que, como es lógico, siguió de segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago Chico.



  —117→  

ArribaAbajo- XIII -

El caudillo


Don Ignacio era el hombre de la oposición en Pago Chico. Las autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo, siempre descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus empresas políticas, le daba a defender sus intereses.

Sin don Ignacio, Pago Chico hubiera sido un cementerio de vivos; con él, siquiera se ejercía el derecho del pataleo.

No era don Ignacio muy largo, pero alguno de sus correligionarios hallaba modo de lograrle préstamos y donativos, ya para sus necesidades personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de propaganda. Él se sometía refunfuñando, pues, ¿cómo ser jefe de partido si se comienza por descontentar a los partidarios? Pero apuntaba... Su viejo cuaderno de notas, tenía páginas como ésta:

PESOS
Prestado al gordo, que está sin trabajo5'00
A Juan para la copa0'20
Un letrero y una bandera para el comité15'50
A la china Dominga para que haga venir a sus hijas a la inscripción25'00
Una docena de bombas6'00

Sumaba cuidadosamente don Ignacio estas partidas, que en tres años de oposición a todo trance habían alcanzado a formar una gruesa suma -cuatro o   —118→   cinco mil pesos-, y no examinaba su cuaderno sin lanzar un suspiro y sumirse en profunda meditación.

-¿Quién pagará estas misas? -se decía.

O, conversando con sus tenientes, hablaba de la patria, de los deberes del ciudadano, de los sacrificios que hay que hacer en pro de la libertad, de la abnegación que exigen los partidos de principios, para terminar diciendo:

-Yo soy el pavo de la boda.

Silvestre, el Boticario, se encogía de hombros instruido de las alusiones de don Ignacio y considerando que de todos modos su popularidad le salía barata en estos tiempos en que no se puede ser popular sin dinero. Alguna vez le insinuó, con frase no muy atildada:

-El que quiera pescado, que se moje... el que le dije.

Acercábanse las elecciones; el gobierno de la provincia, preocupado por la importancia que iba tomando la oposición, había resuelto darle una válvula de escape, dejándola introducir algunos de los suyos en las municipalidades de campaña.

Pero esta resolución no era conocida y la efervescencia popular continuaba a más y mejor. En Pago Chico preparábase un miti, un metín, o cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de gallos, único local fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne circunstancia, puesto que el teatro -un galpón de cine- pertenecía a don Pedro González, gubernista, que no quería ni prestarlo ni alquilarlo a sus enemigos de causa.

Llegado el día, don Ignacio -que había contratado la banda a su costa, hecho embanderar el reñidero, y comprado unas docenas de bombas de estruendo-,   —119→   esperó impaciente la hora de su discurso, un discurso ya mil veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos, durante sus tres años de caudillaje.

Cuando subió a la improvisada tribuna, rodeábalo un pueblo vibrante y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio, a la lucha, al atrio, a las urnas, don Ignacio, estaba radioso. Sus palabras hicieron el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase:

«Los mandatarios impuros que engordan a costillas del abdomen del pueblo, no pueden continuar un día más en el poder. El gobierno local tiene que entregarse a personas honradas que no roben, a hombres sanos que no se apoderen de las rentas, a ciudadanos que sean capaces de relamberse junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un dedo.»

Los bravos, los vivas, los palmoteos estallaron como siempre, o por mejor decir, más que nunca, cubriendo la voz del orador que al fin logró dominar el bullicio, gritando:

-¡Conciudadanos! ¡Viva la honradez administrativa!

-¡¡Vivaaa!!

-¡Abajo los espoliadores del pueblo!

-¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Inacio! ¡Viva la honradez! ¡Viva el patriota!

¡Shuitz... pum! y música, grandes golpes de bombo, alaridos de pistón... y otra bomba y otra. ¡Qué entusiasmo, qué delirio! ¡Pra-ta-ra-trac-pum! ¡un cohete! y vivas y más vivas, una algazara, un jubileo como nunca se vio en Pago Chico, tanta que el batarás encerrado en un cajón, encrespó la pluma, golpeó los musculosos flancos con las alas y lanzó un ronco   —120→   y estentóreo co-co-ro-co, como diana triunfal del vencimiento.

-¿Qué le ha parecido el métin, don Ignacio? -preguntábale por la noche Silvestre.

-¡Oh, magnífico! Me ha costado más de quinientos pesos!

Mentira. Gastó sólo ciento cincuenta, pero con tal habilidad...

Silvestre lo miró de arriba abajo, sardónico, se encogió de hombros, clavole la vista entre ceja y ceja, y metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón exclamó:

-Nuestra Señora del Triunfo nunca ha sido popular.

Don Ignacio se encrespó como el gallo del reñidero, y se puso rojo de ira.

-¡Vos te crés que lo digo de agarrau! ¿Y a mí qué m'importa la plata?... ¡Pero lo que es otro no sería tan pavo!... Ya llevo gastada una porretada de pesos, sin que nadies miagradezca.

Mientras esto decía el caudillo, Silvestre había tomado la guitarra -estaban en la botica- y cantaba acompañándose con grandes golpes de uña en las seis cuerdas:


Y ásime... gustáun... tirano
c'abra labocay... ¡no grite!

El jueves llegaron dos delegados gubernistas de la capital para preparar las elecciones comunales del domingo. Apenas instalados, trataron de provocar una entrevista con don Ignacio, para hacerle proposiciones. Pero Silvestre -la oposición dentro de la oposición- estaba allí oído alerta, ojo avizor, humeando   —121→   como politiquero de raza la componenda en ciernes, advinándola antes de que se hubiera iniciado.

Viera, a todo esto, había visto oscurecerse su estrella, eclipsada por la triunfante de don Ignacio. Tampoco él quería «componendas», y así lo escribió en La Pampa. Inútilmente, porque el meeting, había dado el mando a su rival, sostenido por los envidiosos de la popularidad del periodista, y por los que sólo hacían política opositora buscando una ubicación, amén de los que don Ignacio compraba como se ha visto. No faltaron, pues, las previsiones, los vaticinios, las amenazas de perder lo hecho sin esperanza de rehacerlo más tarde...

Sin embargo, la entrevista tuvo lugar, don Inacio no pudo resistir a una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido a la Municipalidad, que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó electo concejal, a pesar de los aspavientos del Silvestre, de los artículos-brulote de Viera y la agria censura de gran parte de sus partidarios del día anterior.

Llegado al Concejo, sus colegas gubernistas, dirigidos por los delegados de la capital -no era la primer zorra que desollaban éstos- lo designaron para intendente.

-En una semana se habrá desmonetizado -decían aquellos profundos políticos.

Pero la mayoría de los oficialistas protestaba irritada contra lo que consideraba una cruel e inmerecida derrota; en cambio, el ex intendente, un cuyano ladino, caudillejo él también, declaraba divertidísimo que aquella evolución era «de mi flor».

-¿No le parece una barbaridá, Paisano -así le llamaban-, que hayan hecho intendente a don Inacio?

  —122→  

El Paisano sonreía, encendiendo el negro, y luego, sacándoselo de la boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de burla.

-¡Dejenló pastiar qu'engorde!

Y, en efecto don Ignacio comenzó a engordar en la Intendencia, haciendo en ella lo que sus antecesores, y rebañando cuanto pesito encontraba a su alcance.

Un día tuvo una grave explicación con Silvestre, que le echaba en cara sus procederes administrativos, muy alejados de la honradez acrisolada que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en tanta profesión de fe a los pueblos en general y al de Pago Chico en particular.

-Mire don Inacio, ¡lo qu'est'haciendo es una vergüenza!

Don Ignacio lo miró de hito en hito.

-¿Y qu'estoy haciendo, vamos a ver?

-¿Quiere que le diga? ¿Quiere que le diga? ¡No me busque la lengua, canejo!

-Decí, decí no más.

-¡Está robando como los otros!

El caudillo estuvo a punto de pegarle, pero se dominó, tragó saliva, y cuando se creyó bastante dueño de sí mismo, dijo con tono convincente:

-¿Y a mí quién me paga lo qu'hecho? ¿Y la platita que mián comido?...

Y después de una pausa, más insinuante aún, confidencial y tierno, exclamó como quien esboza un sublime programa:

-¡Dejá que me desquite y verás qué honradez!...



  —123→  

ArribaAbajo- XIV -

El desquite de don Inacio


La historia del gobierno de don Inacio, llegado por maquiavélica combinación política a Intendente Municipal de Pago Chico, sería tan larga y tan confusa como la de cualquier semana del nebuloso y anárquico año 20. ¡Como que duró más de una semana: duró mes y medio!

Mes y medio lo tuvieron de pantalla los oficialistas, desprestigiando en su persona a la oposición. Todo era agasajo y tentaciones para él: a cada instante se le ofrecía un negocito, una coima o se le hacía «mojar» en algún abuso más o menos disimulado. En los primeros días don Inacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho de mandar él había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el pueblo tenía cuanto deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en el mejor de los mundos...

Indecible es la explosión de su rabia, primero cuando Silvestre le dijo las verdaderas en su propia cara, y después cuando Viera le aplicó en La Pampa, varios cáusticos de esos que levantan ampolla. Don Ignacio quería morder, y trataba de echarse en brazos de sus noveles amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos de hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las cuartas.

Lo del desquite se había hecho público y notorio, gracias a la buena voluntad del farmacéutico.

  —124→  

-¿Cuándo podrá ser honrado don Inacio? -se preguntaba generalmente, como chiste de moda.

-¡Cuando la rana cric pelos! -replicaba alguno-. ¡Ya le ha tomado el gustito!

Los principistas, entretanto, trataban de demostrar que el extravío de un hombre no podía en modo alguno empañar la limpidez y el brillo de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro y los suyos, aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el escándalo y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las cejas apenas se había metido en harina.

-Así son todos, -predicaban-. ¡Quién los oye! ¡Los mosquitas muertas, en cuantito pueden se alzan con el santo y la limosna!

Ferreiro, al aconsejar a los delegados oficialistas de la capital, primero que hicieran municipal a don Ignacio y después que le dieran la intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba dar un golpe maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente, porque, como él solía decir a sus íntimos:

-¡Más vale pelear de arriba que de abajo! Cuando uno tiene la sartén por el mango no hay quien se le resista.

Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco del «desquite» que aquejaba a don Ignacio, trató de hacerle pisar el palito, pero de tal modo que, al caer, no arrastrara consigo a uno siquiera de los instrumentos que le habían servido siempre en el gobierno local y sus adyacencias. El problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica. Ferreiro lo resolvió con un golpe de vista y una decisión napoleónicas.

La oportuna renuncia del comisario de tablada   —125→   -provocada por Ferreiro bajo promesa solemne de reposición e indemnización satisfactoria-, permitió a don Ignacio reemplazarlo con un hombre de su confianza, hechura suya, «capaz de echarse al fuego por él», y más, cuando el fuego estaba agradablemente substituido por el bolsillo del contribuyente.

Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie lo criticó, salvo los copartidarios del intendente, a quienes todo aquello olía a chamusquina. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había sido trigo limpio, comenzó en paz a ejercer sus funciones de comisario de tablada, coimeando y robando a gusto, y con prisa, como parte de «esa oposición que tiene el estómago vacío desde hace veinte años, y quiere saciar en una semana el hambre de un cuarto de siglo», -como decía El Justiciero.

No costó mucho a Ferreiro amontonar pruebas escritas y testimoniales de aquellas exacciones y de la participación que en ellas tenía don Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos mil demonios. Interpelación al intendente en el seno del concejo. Réplica anodina del interpelado. Iniciación por el concejo, ante la Suprema Corte de La Plata, de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña, acusado de abuso de autoridad, malversación de fondos, extorsión, la mar...

A todo esto, don Ignacio no había rescatado ni la mitad de los pesitos invertidos en la campaña, opositora, y a cualquier lado que mirara no veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había dado vuelta. Abocado al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de la tablada intervenida por el tesorero municipal, aquel de la larga fama, dirigió los ojos angustiados hacia los cívicos, esperando hallar entre   —126→   sus brazos un refugio, por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el hijo pródigo.

Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa que podía contaminar y desprestigiar la majada entera. En La Pampa, Viera le dijo sin piedad:

-El escribano Ferreiro le aconsejará lo mejor que pueda hacer. Nosotros lo hemos declarado fuera del partido.

El diario publicó, en efecto, esta resolución al día siguiente.

Silvestre, menos cruel, lo fue mucho más en realidad, desahuciándolo en esta forma:

-¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre de una vez p'a'lau del miedo! ¡Metasé en un zapato y tapesé con otro!...

Don Ignacio trató de defenderse, «quiso corcovear», empezó una larga disertación, puntualizando sus principios, desarrollando sus planes de reforma, enarbolando su bandera cívica... Silvestre que lo miraba con la cabeza inclinada ora a la derecha ora a la izquierda, de tal modo que el intendente podía apenas contener su ira furiosa, le interrumpió de pronto, exclamando con su tono más burlón y agresivo:

-¡Ande vas conmigo a cuestas!...

Estuvo a punto de recibir un tremendo puñetazo que sólo evitó gracias a su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no podía ya engañar a nadie ni engañarse a sí propio. Aguardábalo el ostracismo que la patria ingrata reserva a sus grandes hombres... Al día siguiente renunció.

La Pampa de Viera dijo que aquello era un colmo de cobardía, la negación de todo valor cívico la confesión de una falta absoluta de conciencia del valor, de las propias acciones, una mancha indeleble que   —127→   caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio como hubiera caído sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y excomulgado a tiempo a la pobre oveja descarriada, que sólo merecía desprecio en la acción pública, lástima y olvido en la vida privada, que nunca debió abandonar.

El artículo de El Justiciero inspirado por Ferreiro, era mucho menos contundente, y no apaleaba en el suelo al infeliz don Ignacio.

«Se ahorra muchos disgustos -decía-, y permite a Pago Chico volver a la marcha normal de sus instituciones, dirigida por hombres que, cuando menos, tienen la experiencia del gobierno, el conocimiento de las necesidades públicas y el tacto que se requiere para no provocar a cada momento graves incidentes y dolorosas complicaciones».

Como en aquel tiempo la Suprema Corte, instrumento político de primer orden para el gobierno, recibía cada mes, cuatro o cinco expedientes de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para años enteros si el ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no le mandaba otra cosa, el «juicio político» de don Ignacio no había prosperado aún, y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo los municipales y él, pudieron retirarse los escritos y echar sobre el asunto una montaña de tierra.

Don Ignacio, después de esta tragedia, casi no salía de su casa. Cuando se le hallaba por la calle parecía un pollo mojado. El apabullamiento había sido completo. Sin embargo Silvestre no le perdonaba, y una tarde que lo encontró, tuvo todavía alma de decirle:

-Lo de la honradez ya lo sabemos, don Inacio.

  —128→  

Pero, tengo curiosidá... ¿alcanzó a desquitarse del todo?

El otro estuvo a punto de morderlo, y lo hubiera hecho a no ponerse Silvestre a buen recaudo, gritándole:

-¡Lástima que no le dejaran empezar la honradez!... ¡No queda peso con vida!...




ArribaAbajo- XV -

Las memorias de Silvestre


Nuestro amigo el boticario Silvestre Espíndola hubiera llegado a ser un grande hombre en cualquier otro medio, con solo algunas variantes en el carácter y en la especialidad de su talento. Desgraciadamente se malgastaba en fuegos artificiales. Carecía de espíritu científico; no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando substancias químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad limitábase forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la generalización, no conduce a las grandes acciones, ni aún a la acción, lo que quiere decir que no modela grandes hombres.

Pero, en otro ambiente, soliviantado por otros elementos, combatido o favorecido por otras circunstancias, hubiera llegado lejos, pues en los centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan para una entidad cualquiera, las entidades complementarias, que la convierten en personalidad, o cuando menos en individualidad. De otra manera en cada país no habría sido un número irrisorio por lo exiguo, de   —129→   personajes dirigentes: lo serían, sólo, aquellos que de veras tienen dedos para serlo.

Silvestre no era grande hombre ni en Pago Chico, donde sin embargo, aparecían como tales, Ferreiro, Luna, Machado, Fillipini, Bermúdez, Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más, sin contar al diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador Magariño, deidad invisible e intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con estrambotes o añadiduras.

Silvestre no era, pues, grande hombre... Entendámonos. No lo era para Pago Chico, probablemente porque «nemo propheta in patria», pero lo era, lo es y lo será siempre para nosotros. Si no nos bastaran sus altos hechos conocidos y desconocidos para juzgarlo así, nos bastaría y sobraría el conocimiento que, posteriormente y gracias a la indiscreción de un amigo común, hemos tenido de su obra magna: sus memorias políticas.

Hablemos claro.

No hay tales memorias. Silvestre era incapaz de consignar día por día en un cuaderno, con los ojos puestos en el futuro y para uso y experiencia de las generaciones por venir, los acontecimientos a que asistía o en que actuaba, el retrato físico y psicológico de sus contemporáneos, la filosofía que se desprende de los sucesos, las pasiones, las cosas y los seres. A ser capaz de tal perseverancia, sería grande hombre para alguien más que nosotros.

Pero, repitamos, lo era, para nosotros, ¡y tanto de no contentarse con el relato verbal y circunstanciado que de cada novedad hacía en su farmacia, llenando las lagunas con lo que le inspiraban su lógica o su   —130→   imaginación, aguda y atrevida la una, viva y acalorada la otra! Así es que acogió con júbilo el pedido de informes que le hiciera un amigo suyo, periodista bonaerense, deseoso de estudiar por lo menudo la psicología de la política y la administración en la campaña provinciana.

En un principio las cartas menudearon, erizadas de datos y observaciones; luego, de pronto, sobrevenido el cansancio, Silvestre amainó, hasta enmudeció; pero, gracias a la insistencia con que lo espoleaba su amigo el periodista, nuestro hombre reanudó a ratos la chismografía postal con visos sociológicos, interesante para él, es cierto, pero, -como le costaba trabajo y dedicación-, menos grata que la verbal de todos los días, frondosa, repetida, recalentada muchas veces, que le ofrecía, además, la enorme ventaja de no dejar huella posiblemente perjudicial en lo futuro.

El periodista en cuestión ha tenido la deferencia de facilitarnos el legajo de las cartas silvestrinas, al saber que nos ocupábamos de legar a la posteridad el relato de algunos episodios pagochiquenses, para que sacáramos de ellas cuanto quisiéramos, bajo la única condición de cerrar esos extractos con el áureo coronamiento de una síntesis por él escrita, basándose en tales estudios, y que podría titularse «Psicología de las autoridades de campaña».

Vamos a integrar este capítulo con párrafos de las que llamamos «memorias silvestrinas» tomados aquí y allí en sus sabrosas epístolas, y con párrafos, también, de la obra periodística aludida, que, a publicarse entera, abrumaría de tedio a los lectores, no porque carezca de mérito, sino, porque la gente no está hoy para teologías.

  —131→  

Este sería el gran momento de entrar en materia si no acabáramos de hacer una observación: Hemos incurrido en una deficiencia que más tarde podría echársenos en cara, y que podemos salvar aquí sin mucho sacrificio. ¡El retrato de Silvestre no adorna todavía las páginas de Pago Chico, ni nos hemos detenido a echar una ojeada a su laboratorio!... Cierto es que, considerando todo retrato literario, prosa destinada a que la salte el lector, nos atuvimos hasta aquí a los hechos escuetos, sin describir cosas ni personas; pero es cierto también que aún a riesgo de tan dolorosa e inevitable indiferencia, debemos rendir ese homenaje al ilustre boticario, ubicuo en estas páginas como Dios en el universo.

SEMBLANZA DE SILVESTRE

Era Silvestre de mediana estatura, delgado, nervioso, menudo, de extremidades pequeñas y finas. Tenía mucho aire a Laucha, pero con más trazas de gente, según los apreciadores y apreciadoras de Pago Chico. Llevaba el cabello negro erizado sobre la frente angosta, cruzada ya por una arruga de preocupación que las malas lenguas atribuían a muchos ratos angustiosos pasados en el Mirador, la timba del Rengo. Las cejas delgadas y renegridas, sombreaban apenas los ojos pequeños, negros también y muy brillantes, separados como con tapia de bardas por una nariz enorme, encorvada y fuera de proporción con la cara angosta y chica. Si Laucha se parecía a un ratoncillo, Silvestre semejaba un galgo, pero un galgo de expresión inteligente. Hablaba con voz un tanto aguda y chillona, e inflexiones no exentas de gracia. Era verboso, persuasivo, y tanto para decir   —132→   la verdad como para mentir (¡ay! ¡solía mentir!) se expresaba con el calor contagioso de la convicción. Por lo general vestía modestamente de saco, pero los domingos y fiestas de guardar se empingorotaba con un jaquet color pizarra de largos y tremolantes faldones, y para las grandes solemnidades tenía una levita negra, pariente cercana del jaquet, que él llamaba indistintamente «mi leva» o «mi funeraria», aludiendo con esto último al hecho de sacarla más frecuentemente para entierros y funerales que para otra clase de diversiones.

Como era de uso corriente en aquella época, apenas lo veían enlevitado y de sombrero de copa, los pilluelos de la vecindad, y los que no lo eran, iban gritándole por detrás y en coro:

-Don Silvestre ¿p'ande va la galera?

O le cantaban con el estribillo de un vals a la moda:


Tin tin, el de la galera,
tin tin, el de la galera:
tin tin, el de la galera,
la galerita y el galerín.

-¡L'evita la caminata! -exclamaban luego, aludiendo a la lujosa prenda con un retruécano fácil y poco espiritual pero popularísimo en aquellos años de ingenuidad, alegría y «mirá que te corre el chancho».

Para el jaquet era otra cosa: una coplilla también cantada en coro y cuya letra se basaba en dos «calembours» orilleros:

  —133→  
-¡Ya que has venido
p'a qué te vas!
¡Pagá la copa,
después t'irás!

«Yaqué, paquete» -no deja de ser ingenioso ¿verdad? y sobre todo en Pago Chico...

Silvestre no volvía la cabeza, ni contestaba a la irrespetuosa y bullanguera pandilla que, cansada al fin, lo dejaba en paz e iba a repetir la broma con don Domingo Luna, o con Machado, o con Bermúdez, aferrándose sucesivamente a ellos, hasta encontrar alguno que se enfadara y darse el gusto de hacerlo rabiar hasta el rojo blanco.

Agregaremos en secreto y bajo palabra de honor de que no será divulgado por quienes lo oigan:

Silvestre no era farmacéutico ni nada. Odiaba los títulos académicos, y maldecía las facultades que dan patente a la inepcia y la ignorancia. No quiere decir esto que supiera más que cualquier infeliz sometido a los estudios regulares, la frecuentación de las aulas, los exámenes, etc. Casi estaríamos por decir que sabía mucho menos o que no sabía nada. Pero su espíritu de independencia nos gusta en lo que tiene de probatorio a favor de nuestro aserto de que podría haber sido un grande hombre: con ese desparpajo y en terreno propicio, se hace camino para llevar adonde se quiera, siempre que se sepa donde se quiere llevar. Y aunque Silvestre fuese tan abiertamente enemigo de la Facultad, fuerza es confesar que nunca se atrevió a hacerle guerra declarada: así, evitando una posible clausura de la botica por su falta de título, pagaba a un farmacéutico residente en   —134→   Buenos Aires, para que se la regentase in nomine, sin asomar nunca las narices en Pago Chico.

También, si el regente hubiese llegado a conocer el establecimiento a que prestaba su nombre y por el que se responsabilizaba, (pues en caso de inspección debía aparecer Silvestre como su dependiente y él en viaje ocasional), es posible que hubiera retirado su garantía o por lo menos pedido un fuerte aumento de gajes.

La farmacia, efectivamente, fuera del escaparate con sus grandes redomas de agua coloreada de verde y de rojo con anilina, y del pequeño despacho para el público, con sus estantes llenos de cajas de específicos, sus dos sillones de roble con esterilla y su mostrador con la balancita de precisión guardada entre cristales-, más tenía de desván o almacén de trastos viejos que de otra cosa. Detrás del mostrador, hacia el fondo, corría el laboratorio, generalmente cubierto de una espesa capa de polvo, con las probetas sucias, los tubos de ensayo medio llenos, las cápsulas con poso, los pildoreros hechos una pringue, los almireces con residuos de lo molido en ellos la última vez. Cuando había que usar alguno de ellos, un golpe de trapo bastaba a la urgente limpieza... En un patiecito se amontonaban las botellas, los frascos, los potes de todo calibre, y Rufo, el único peón, se ocupaba en lavarlos con municiones, cuando se lo permitían sus otras múltiples faenas de escudero de Silvestre, o cuando no urgía la manipulación de ungüento de hidrargirio.

Dos pasos atrás del mostrador, es decir, antes de penetrar en el antro del laboratorio, abríase sobre la derecha una puerta que daba a la habitación convertida en sala-comedor-dormitorio, donde Silvestre   —135→   recibía sus visitas y organizaba el «mentidero» de la rebotica, club peculiar que no falta en pueblo alguno americano o europeo, a juzgar por todas las crónicas antiguas y modernas, novelas, comedias, pasillos y entremeses. Allí estaba la cama que desaparecía tras de un biombo en cuanto se levantaba Silvestre, para transformar la alcoba en comedor, como éste se trocaba en salón de tertulia una vez quitados los manteles. Una caja de dominó, un juego de ajedrez y una guitarra, parecían atestiguar que no todo era chismografía en aquella habitación cuyo aspecto, aunque muy modesto, nada tenía de desagradable. Pero ¡ay si un curioso atisbaba detrás del biombo tapa-miserias! el rincón de la cama ofrecía el más completo y desaseado desorden, con sus palanganas y vasos de noche sin enjuagar, medias usadas, ropa blanca por el suelo, botines cubiertos de barro o de moho, corbatas, ropas exteriores tiradas -un Cafarnaum de criollo soltero en tiempos en que todavía no reinaban las higiénicas costumbres que van imperando poco a poco... hasta en el Pago.

Podríamos seguir describiendo aquello. Más aun: podríamos retratar uno por uno los personajes de este libro, es decir, todos los habitantes de Pago Chico, dibujar sus respectivas viviendas y almacenes, sus costumbres y sus trajes. Aquí, bajo la mano, tenemos toda la necesaria documentación, y lo que faltare podría suplirlo fácilmente la fantasía, cuando no el recuerdo de investigaciones y estudios hechos con paciencia y tesón en el teatro de los sucesos.

Pero preferimos pasar por alto miles de notas que harían de este volumen un infolio, sólo con adoptar el sistema imperante aun de no dejar nada al ingenio ajeno, imitando al actor aquel que declamaba   —136→   los versos y las acotaciones, sin perdonar una. Vamos, pues, sin más tardanza, a los extractos anunciados del epistolario silvestrino. Son los siguientes, y como se comprenderá a primera vista se refieren a muy diversas fechas, pues su correspondencia abarcó un período de años:

LA PLAZA DEL AGUJERO

«Te darás cuenta de lo que es este pueblo al saber que no tiene más que una plaza, cuando debería tener cuatro, como consta en el plano primitivo, escondido por mí arriba de uno de los armarios de la Municipalidad, en tiempos de la intendencia de don Ignacio.

Las otras tres se vendieron en un remate de ñangapichanga, con el pretexto de que eran necesarias y había urgencia de arbitrar recursos para la Municipalidad. ¡Mentira! Era para atrapárselas.

Se las adjudicaron sin vergüenza Ferreiro, Luna y Machado, a cinco mil pesos cada una y sin aflojar mosca, porque la pagaron con cuentas atrasadas, compradas por un pedazo de pan a varios infelices cansados de tramitar el cobro al cuete.

Los quince mil pesos quedaron reducidos para ellos a unos cuatro mil, y se embolsicaron una fortuna a vista y paciencia de todo el mundo.

¡Decime si esto no es el callejón de Ibáñez!

Pues, para remachar el clavo, los mismos personajes y otros cortados por la misma tijera, han hecho gastar a la Municipalidad más de cien mil nacionales en la plaza que queda, «para ponerle tierra buena». Comenzaron un pozo, le habrán echado tres   —137→   o cuatro carradas cuando mucho, y andan tan campantes.

-¡Figurate que los únicos árboles que tiene la plaza son los tres aguaribays que plantaron los milicos en tiempo del Fuerte! El agujero está sin tapar desde hace una punta de meses, y más valiera que se hubiesen llevado los morlacos sin hacer la parada de trabajar.

Lo único que me llama la atención es que no se roben las casas con gente y todo».

COMICIOS BARATOS

«Las elecciones de ayer han pasado tan tranquilas que ni mesas se instalaron en el atrio, ¡dáte cuenta!

Los escrutadores no se acordaron de la votación hasta que Bustos, el secretario de la Municipalidad, les llevó las actas fraguadas en casa de Ferreiro, para que las firmaran y mandarlas después a la capital. Dicen que uno le dijo:

-¡No se apure tanto amigo! ¡Si las elecciones son el domingo que viene!...

Y lo mejor es que Bustos se quedó en la duda y corrió a consultarlo a Ferreiro que, a la noche, lo contaba en el club, riéndose a carcajadas.

Total: sin que nadie se moviese de su casa, sin gastar un centavo, hubo mil doscientos votantes por la lista del gobierno, lo que da a Pago Chico una enorme importancia política.

Así se hace patria».

  —138→  

EL VOTO DEL RENGO

«El Rengo, dueño de la casa de juego que llaman El Mirador, me cuenta que en las últimas elecciones, el comisario Barraba le dio orden de ir a votar con los carneros, diciéndole:

-Si los cívicos ganan, se acabó la jugarreta y vos te fregás, porque se han comprometido a cerrar las casas de juego. Aura, si pierden, y vos y los muchachos han votau con ellos, encomendate a la virgen y los santos, porque los arriamos a todos una noche, sin asco, y los metemos en la cafúa.

Yo le dije al Rengo que eso no le convenía a Barraba, porque perdería la coima, que le paga; pero él me contestó:

-¡Qué perder ni qué perder! ¡Como si faltaran otros que pondrían bailando no digo una sino muchas timbas! No, señor; ¡hay que votar como manda el comisario, y no andarse con vueltas, porque a lo mejor lo dejan a uno en camisa, y que vaya a quejarse al Papa!

El que manda, manda, y cartuchera en el cañón, qué caray!

Decíme, hermano, si esto es páis o qué».

BARRABA Y LA ISLA MISTERIOSA

«Ya que querés saber algo más del comisario, te contaré algunas cosas, pocas, porque no tengo tiempo: hay epidemia de tifoidea, y a cada rato viene gente a la botica.

¡Ya sabés que Barraba le cobra coima al Rengo, dueño de la casa de juego del Mirador; pues también   —139→   le cobra a Laucha, el de la pulpería de La Polvareda, al del reñidero de gallos, a otro que tiene un billar de choclón a media cuadra de la plaza, y como si esto no bastara, es socio de la dueña de una casa pública, en la que ha hecho trabajar de albañiles y peones a vigilantes y presos!

¡Es tan angurriento y tan raspa este animal, que no te podés imaginar todo lo que hace para juntar plata! Así, Pago Chico es, gracias a Barraba, el asilo de todos los cuatreros de la provincia que quieran trabajar con él en completa impunidad. Su compadre, Romualdo Cejas es el que capitanea la cuadrilla, esconde y negocia la hacienda robada.

Es un chino santiagueño, bastante alto y grueso, de ojos atravesados, que cuando cae al pueblo viene de botas de charol, en un caballo macanudamente aperado, con su rico poncho de vicuña hasta la rodilla, tapándole el tirador en el que trae facón y trabuco, lo mismo que Juan Morcira.

Tiene el rancho a dos leguas del pueblo, en una isla que rodea un cañadón siempre lleno de agua y pantanoso. El rancho, o más bien los ranchos, porque son varios, están en un albardón y atrás tienen un corral de palo a pique. Allí vive él y toda su familia, además de los cuatreros que lo ayudan.

Después se pasa otro bañado hondo y de agua muy cenagosa que no se seca nunca, y hay otro albardón, muchísimo más grande, donde meten la hacienda robada. Nadie sabe por dónde la meten, ni nadie puede llegar allí, porque el diablo de Cejas hace pisotear bien toda la orilla, para que no se acierte con el paso.

De allí salen las haciendas y los cueros que se roban, allí se hacen perdiz los padrillos de raza, los   —140→   toros finos, -miles de pesos que van a parar al matadero, como cualquier vaquillona o cualquier novillo criollo. Allí se «planchan» las marcas que, como sabés, es la operación de quemar medio cuarto trasero al pobre animal, o se «agrandan» las mismas marcas, desfigurándolas con otros fierros. En fin, las picardías conocidas.

La mitad de lo que saca Cejas es para Barraba, que sino no lo dejaría trabajar. Naturalmente, el otro le birla gran parte de la ganancia, porque para eso es un bribón desorejau, y el que roba a otro ladrón tiene cien días de perdón. Pero donde no lo puede estafar, porque el comisario lo fiscaliza, es en una carnicería que han puesto en las afueras del pueblo para vender la carne robada. ¡Qué pensás de esto, ché!

Pero, como ya te digo, no se harta, y aunque en la policía se come qué sé yo cuántos vigilantes, nunca hay un nacional ni para el rancho de los agentes y los presos, ni nadie le quiere fiar nada para cosas del servicio.

Ayer mandó buscar una carrada de leña, dándole un vale al sargento que se anduvo todas las carbonerías una por una, sin que le quisieran vender sino con la platita en la mano. Cuando lo supo Barraba, por no soltar sus realitos, hizo que hicieran fuego en la comisaría con las patas de unos catres.

¡Se come hasta la alfalfa de los pobres patrias! Esto no te lo explicarás, pero es así: la Intendencia le pasa una mensualidad para el forraje de los caballos, que sin embargo tienen que contentarse con el verdín del patio hasta que se mueren de alegría.

¡Y cómo es de bruto! Figurate que a don Juan Dozo, municipal, le robaron el otro día unos cuatrocientos   —141→   pesos. Dozo, hizo su denuncia a Barraba, y los milicos y los oficiales se echaron a nadar, sin encontrar, naturalmente, ni la plata ni el ladrón.

Pues ¿qué te parece que hace Dozo? Se va a consultar a una adivina que tenemos que llaman misia Dorotea, y ésta probablemente por alguna venganza le hace sospechar de uno de sus peones, llamado Sayús.

Dozo le cuenta la cosa a Barraba y éste, sin más ni más hace prender al peón, y allí en un cuarto que hay en el fondo de la comisaría, comienza a ahorcarlo y descolgarlo, para que confiese... ¿Crees que es mentira? Pues la denuncia ha ido al ministro de gobierno, que no ha hecho nada, porque Barraba es hombre de la situación «un perro fiel», como él mismo dice.

Hacé públicas estas cosas. ¡Es preciso! ¡Hacelas públicas, para que no vuelvan a suceder!

Por las que te cuento al correr de la pluma puedes imaginar las que sucederán, pues estas fechorías son como la tifoidea que tenemos actualmente: nunca son casos aislados en pueblos de este corte. Las que yo sé son tremendas, pero ¿cómo serán las que no sé?

Dejame que te lo repita: Publicá esto para que no se haga más. Yo no encuentro otro remedio...»

UN MOREIRA DE ALQUILER

«Con motivo de la toma de posesión de los nuevos municipales, y por si a la oposición se le antojase meter bochinche en la barra, Ferreiro ha hecho venir del Sauce, -como si no bastara la policía- un pucho matón y compadre llamado Camacho, a quien   —142→   le dicen «Moraira», y que recorre las calles armado con un tremendo facón y un descomunal trabuco naranjero, que al propósito anda dejando ver debajo del poncho deshilachado. Este Moraira debe muchas a la justicia, porque es madrugador, asesino y de alma atravesada. Es un flojo y un cobarde cuando no está bebido; pero borracho es una fiera, de modo que ahora lo hacen chupar como un saguaipé para que, por lo menos meta un julepe a alguno.

Ha muerto a traición a tres o cuatro, en estos últimos años, pero como nunca se ha atrevido con ningún oficialista, y siempre lo protegen los que lo utilizan como instrumento, el castigo mayor que se le ha dado hasta hoy, es el de hacerlo escaparse del partido en que «se desgració», recomendándolo como «hombre de acción» a las autoridades de cualquier otro.

Ferreiro lo ha traído por la fama terrible que tiene, pero probablemente sin intención de utilizarlo de veras, porque es hombre de intriga pero no de sangre. Sin duda nos ha querido correr con la vaina, y te debo confesar que lo ha conseguido, porque este pueblo es muy mulita y no quiere estar a las duras sino a las maduras.

Seguro que ya Ferreiro se ha arrepentido de haber llegado tan lejos, porque el tal Camacho o Moraira es una verdadera calamidad, y todo el mundo lo acusa a él de haberlo traído, hasta los mismos carneros que no se fían de semejante salvaje y andan con el Jesús en la boca en cuanto lo tienen cerca, no sea cosa que ellos mismos caigan en la volteada.

Anoche anduvo borracho a caerse, baladroneando y amenazando con matar y degollar; salió a la calle con el trabuco cargado hasta la boca y el gatillo alzado,   —143→   preguntando a gritos dónde estaban esos «chivitos» de m., hijos de una tal por cual, y diciendo que salieran si eran c... para enseñarles quién es Moraira y quienes son los del partido provincial. De seguro que mata a alguien, quizás a alguna mujer o criatura, si el mismo Ferreiro no sale a buscarlo para llevárselo a dormir la mona.

Camacho no se quería ir aunque Ferreiro se lo mandara, diciéndole que todo estaba tranquilo, que habían triunfado y que al día siguiente -por hoy- habría asado con cuero y era preciso madrugar.

-Mire, patroncito -le dijo por fin Camacho, tartamudeando con la tranca-, lu haré' porq'usté l'ordena. Pero sepasé que les h'e dar en medio'e las guampas, p'a que otra vez no se metan a sonsos... ¡Ah, hijos de una, no estar aquí! ¡Mire lo que les haría, patrón!...

Y descargó al aire su trabuco que hizo el estruendo de un cañonazo. La gente se asomó con miedo a las puertas y ventanas, corriendo algunos vigilantes, muy asustados y sin animarse a llegar hasta Camacho que se había caído con la borrachera, y hasta creo que se había quedado dormido inmediatamente. Ferreiro hizo que lo levantaran y lo llevaran a la posada, cuando debió hacer que lo metieran al calabozo. Quizá tuviera ganas pero no se atrevió, porque, como dicen, el miedo no es sonso ni junta rabia.

En fin, si este malevo sigue por acá, estoy seguro de que se va armar alguna de Dios es Cristo. Esta mañana temprano ya andaba otra vez perdonando vidas por el pueblo, y metiéndose a chupar en todas las trastiendas.

Un oficialista me ha dicho que Ferreiro va a hacer   —144→   que se mame como una cabra para que no pueda ir a la sesión municipal. Mirá si va y con la tranca descarga el trabuco sobre los padres de la patria chica!»

HONRADEZ ADMINISTRATIVA

«Sí, nos dicen «chivitos», para vengarse de que le digamos «carneros», como son. Lo de chivitos viene del doctor Fillipini, que como italiano no puede pronunciar «cívico», sino «chívico». De ahí tomaron pie para la gracia los más diablos del Club del Progreso, y después todos los provinciales u oficialistas.

Ahora verás: Viera acaba de devolverles la pelota porque El Justiciero tituló «Pax multa» su artículo sobre las elecciones, que como te imaginarás han sido lo más pacíficas, porque ni los escrutadores fueron al atrio... Pues Viera dijo en La Pampa que ese latinajo de «Pax multa», quería decir «Palos y multas», que es lo único que dan nuestros municipales. Como lo escribiera muy en serio, a Fernández, el director de El Justiciero, se le atravesó la cosa, y anduvo averiguando lo que significan las palabritas que él interpretaba como «mucha paz». Nadie se lo supo decir a derechas, así es que se fue a preguntárselo al cura Papagna, que es como preguntármelo a mí.

-La pache de la multitúdine -dicen que le contestó el cura al tun tun, pero dejándolo completamente tranquilo.

Viera y yo nos hemos reído a carcajadas de la cosa, aunque Viera sea siempre más serio que bragueta de provisor. Y, a propósito de Viera, el otro día lo embromé lindo, conversando sobre un suelto de La Pampa en que se quejaba de que desde hace seis años no se publican los balances municipales.

  —145→  

-No los publican por honradez -le dije.

-¡Cómo por honradez! -gritó furioso.

-¡Claro! -le retruqué- ¡Les sería tan fácil falsificarlos, que si no lo hacen es por honradez!

¿No te parece que tuve razón? Él, por lo menos, se quedó con la boca abierta y después se rió. ¡Bah! Hasta los más desvergonzados tienen su pucho de vergüenza, y eso les pasa a los municipales. ¿No te parece?»

LITERATURA PAGOCHIQUENSE

«No todo han de ser políticas. Para que te divirtás un rato, te copio enseguida un documento que me ha facilitado su autor, seguro de haber hecho una obra maestra, como que la manda a La Nación, de Buenos Aires, nada menos, contando con que se la publicará en sitio preferente (¡agarrá ese trompo en l'uña!). Es la crónica completa de una fiesta que resultó un verdadero velorio. Pero ya te darás cuenta por lo que dice el artículo, que es el siguiente con título y todo:

«Correspondencia de Pago Chico

«Pago Chico, 16 de junio de 18...

«Señor Administrador de La Nación: -Se celebraron aquí el día de Corpus-Cristi con gran brillo y concurrencia las legendarias fiestas del Santo Patrono de este pueblo, San Antonio; y aniversario de su fundación.

»Han sido tres fiestas en una; la fundación, del día 11, lo mismo que nuestra gran Metrópoli, el Santo el 13 y Corpus Cristi el 14.

  —146→  

»Ha sido todo un acontecimiento.

»Desde la víspera, voluminosas bombas atronaban el éter, demostrando con la variedad de colores, florones y antorchas, rarísimas visualidades.

»Nuestro Pirotécnico, don Ludovico Pituelli, demostró como siempre gran ciencia y mucha perfección en el ramo, lo que le valieron sendos aplausos.

»La función religiosa o sea la misa, estuvo solemne, lo mismo que la procesión de tarde, por la inmensa plaza-alameda que cubría con sus frondosos árboles todo el ritual, y ofreciendo el panorama más hermoso que en esta clase de funciones he visto, mereciendo los mayores elogios las hermanas de la Inmaculada Concepción.

»El Reverendo Padre Papagna, como buen orador sagrado, tomó a su cargo el panegírico y el sermón resultó notable. Amenizaba el acto la armoniosa banda de música dirigida por el maestro Castellone y que lo más que impresiona al público es: que está tocada por siete legítimos hermanos; quizá será la única en el mundo; dicha banda amenizó la fiesta con perfección; se debe su presencia a la buena voluntad del diputado señor Cisneros, quien la pagó de su bolsillo. La policía muy correcta, lo mismo que el comisario Barraba y el pueblo entusiasmado con los recreos populares, que terminaron con el manto nocturno y el tronar de las bombas.

»Por la noche grandes bailes en la casa de los señores Gancedo, Tortorano y Bermúdez, en donde bellas niñas lucieron las gracias de Tercícore, concluyendo armoniosamente con el crepúsculo matutino.

»Saluda al señor Administrador Círilo Gómez

  —147→  

CURACIÓN MILAGROSA

«¡A este doctor Carbonero no hay con qué darle! El otro día, en la cancha, el matón Camacho, traído por Ferreiro, y del que hasta ahora no nos hemos podido librar, le dio tal garrotazo a Lobera que por poco lo desnuca. Ahí no más quedó tieso más de media hora, tendido en el suelo de la cancha.

Lobera está malamente herido, y quien sabe si no espicha, pero para que Barraba y el juez Machado puedan poner en libertad al otro, el doctor Carbonero ha extendido un certificado diciendo que no tiene nada.

Y lo más lindo es que mientras Moraira, o sea Camacho, anda suelto y compadreando como de costumbre, a Lobera me lo tienen preso en un cuarto del hospital, en cama y con centinela de vista, sólo porque tuvo la infelicidad de pelar el revólver cuando el otro lo volteó del garrotazo.

Se le está haciendo sumario por desorden, uso de armas y no sé qué otros crímenes. Y el pueblo entre tanto, calladito como en misa. El único que protesta es el pobre Viera. Pero ¿a qué santo si nadie le lleva el apunte?

Fuera de que los carneros le están haciendo una guerra tremenda, y a este paso, pronto no tendrá ni con qué comer. Yo le dije que meta el violín en bolsa, pero él no quiere si no morir en su ley...»

INTERESES PATRIÓTICOS

«¡Decime si no es cosa de morirse de risa por no reventar de rabia! Hacía una punta de meses que   —148→   mandábamos nota sobre nota al comité central de la capital, sin que esos señores se dignaran contestarnos una sola palabra. Parecía que se hubiesen muerto de repente. Viera, por encontrar alguna disculpa, decía que era probable que el gobierno hiciera interceptar la correspondencia en el mismo correo, de aquí o de allí.

-¡Andá ver! -le contestaba yo-. Es que no saben qué decirnos, ni tienen plan, ni menos plata. Aquí hay que sostener el comité, dar algo a la gente, comprar armas, por un si acaso, ayudar a tu diario que pierde demasiado, y como nadie da nada, claro está que se hacen los suecos para no tener que mandar fondos desde allí.

Él no me quería creer, pero anoche vino furioso a la botica. ¡Por fin había llegado algo de Buenos Aires! ¡Pero ni vos mismo adivinás qué! Una lista de candidatos para diputados, todos ilustres desconocidos que ni siquiera se han asomado al Pago, pidiéndonos que la votemos ¡sin la más ligera modificación!, «porque de eso dependen los altos intereses patrióticos que con tanta altivez y civismo hemos sabido defender hasta hoy».

-¿Qué vamos a contestar? -le dije a Viera.

-No sé -me contestó- lo que sé es que me dan mucha rabia.

-Pues contestales que aquí no podemos votar, porque no nos dejan, y que aunque nos dejaran, no votaríamos sino por una lista hecha después de consultar nuestra opinión. Que para cambiar de nombre y no de costumbres, más vale ser oficialista, que así siquiera se está cerca del candelero.

-Nos dirán que tenemos delegados en el comité   —149→   central, y que ellos se han encargado ya de interpretar nuestra opinión -me observó Viera.

-Bueno, hijo, mientras nos contentemos con esas lavaditas de cara -le dije- vamos a estar siempre en las mismas. ¿Querés que te dé un buen consejo? ¿Sí? Pues hacé como ellos, no les contestés una palabra y el día de las elecciones les mandás un telegrama diciendo que el comisario Barraba y sus fuerzas han impedido el acceso del pueblo a los atrios, como será verdad por otra parte. Mirá, Viera: si el país se compone ha de ser por algo muy raro y que nadie se espera. Lo que es nosotros y los otros, nunca daremos pie con bola.

No sé qué te parecerán estas afirmaciones, pero así como las pienso y se las dije a Viera, te las digo a vos por lo que puedan valer.»

Podríamos seguir espigando largo tiempo y con fruto en el feracísimo campo del epistolario silvestrino, pero todo tiene su término y preciso es dárselo a estos interesantes extractos, para ceder parte del espacio que resta a los prometidos párrafos de la especie de «Psicología de las autoridades de campaña» desarrollada por el periodista amigo de Silvestre. El lector verá que las mal llamadas «Memorias» no se cierran tan mal con este trabajillo.

PSICOLOGÍA GUBERNATIVA

«La provincia de Buenos Aires ha venido experimentando lentamente un cambio que la aleja en modo notable de su punto de partida. Ni es ya lo que era ni es aún lo que será. En su vasto escenario, el gaucho por una parte y el hombre ilustrado por otra   —150→   -la absoluta mayoría y la absoluta minoría-, han cedido sus puestos a nuevos elementos que no teniendo caracteres definidos, no siendo bien aptos para sostenerse, combatir, triunfar en la lucha por la vida, están destinados inevitablemente a desaparecer. Son individualidades de transición, que no pueden subsistir, aun cuando circunstancias más o menos artíficiales les hayan dado el predominio que hoy ejercen. Su injusta y transitoria preponderancia es lo que nos mantiene aún lejos de la relativa perfección a que hubiéramos llegado. Pero tenían que surgir si es cierto lo de que «natura non facit saltum», lo mismo que debemos aguardar con fe un cambio favorable y próximo, pues un tipo intermedio no puede perpetuarse, y menos en primera línea.»

Esto es algo tedioso, como lo comprenderá su mismo autor. Por eso saltamos, sin más, a párrafos de corte no tan científico, pero en cambio más interesantes en nuestra humilde opinión:

«Estos «dirigentes» de pueblo de campo, de partido, hasta de provincia, semejantes a las nubes macizas como montañas al parecer, cuyos perfiles se destacan rudamente en el cielo, pero que ni siquiera aparecían en los antiguos negativos fotográficos, cual si no existieran -esos dirigentes, digo, pueden tomarse por individualidades con rasgos típicos propios, pero apenas se estudian sus líneas, su masa se desvanece, como la nube, sin dejar impresionado el cerebro. De ahí la dificultad de retratarlos y analizarlos. Son como las aguas vivas, que se liquidan fuera del mar. Tienen algo de moluscos, y sin duda por eso cierto amigo, observador y cáustico (la alusión a Silvestre es evidente) ha dicho hablando de un pueblo de la provincia:

  —151→  

«Pago Chico es un banco de ostras con concha y sin concha». En las indefensas encarnaba sin duda al pueblo en general; en las defendidas a las autoridades satélites...»

Nuestro autor entra en materia algo más abajo:

«El intendente municipal, el presidente del Concejo Deliberante, el juez de paz, el comandante militar y el comisario de policía de un partido, podrían ser trasplantados a cuarenta o cien leguas de su campo de acción, dentro de la provincia, y actuar en un medio desconocido sin que ni en el primer momento se notara el cambio. Estas cinco personas forman en cada pueblo la oligarquía comunal. Son ramas de un mismo tronco. Ligadas estrechamente, hacen vida pública común. Se apoyan la una en las cuatro y las cuatro en la una. Con los mismos defectos y las mismas faltas, dentro de la misma carencia de opinión propia, se sirven mutuamente de paño de lágrimas o de harnero para tapar el cielo. Son cooperadores, encubridores o cómplices de sí mismos, según el caso.

«La justicia, el orden público, la administración, hasta la guardia nacional, están en sus manos. Para ello tienen auxiliares de la misma extracción, con iguales tendencias: los secretarios, los inspectores, el contratista, el procurador, el médico de policía, el empresario de la casa de juego, diez, veinte más. Este es el «partido oficial» entero, o la sociedad comercial e industrial completa. Ahí está la oligarquía que a veces tiene un jefe visible -el senador o uno de los diputados de la sección electoral, última forma del caudillo-, que nunca está, seguro de sus subalternos, como éstos no lo están de él, lógica desconfianza en esa asociación egoísta, instable mientras no exista   —152→   entre sus miembros algún férreo e inconfesable lazo de unión.

»Se busca en el pasado de esos hombres y se encuentra siempre el mismo oscuro punto de partida. Tal andaba de «chiripá» y con la pata en el suelo hace cinco años; tal otro era carrero; el de más allá fue agente de policía; aquél, incapaz de trabajar, vivió del juego como fullero o como empresario de timbas amparadas por la autoridad, o tuvo casa de prostitución; éste lleva sobre su conciencia despojos y asesinatos...

»-¿Por qué no entregan ustedes las instituciones de campaña a hombres menos desprestigiados? -preguntábase a un gobernante.

»-Porque los hechos no se venden ni sirven para instrumentos -contestó.

»Casi no hay uno de estos hombres que pertenezca a una raza determinada. Tienen sí, aspecto criollo, pero en su ascendencia se halla siempre la mezcla, a la que sin duda impidió dar benéficos resultados el ambiente en que se desarrollaron los productos. Con los defectos del gaucho amalgaman los que les vienen del antepasado extranjero, llegado en busca de aventuras después de dejar la conciencia donde no pueda estorbar, y no se encuentran en ellos ni la nobleza, ni la generosidad, ni el amor al trabajo, ni siquiera el valor, que es la última virtud que se eclipsa en nuestro paisano.

»Cuando se apalea o se maltrata a algún enemigo de la autoridad, inútil es buscar la persona que lo hizo: siempre es alguna mano traidora y desconocida, o un grupo de emponchados irresponsables.

»No han ascendido por esfuerzo propio ni por méritos adquiridos. Se ha buscado lo que sirva de ciega   —153→   herramienta y lo que no tenga elementos propios para independizarse. Hombres incoloros, incapaces de atraer opinión, bastan para los fines opresivos, pero son inhábiles, en el caso, para sacudir el yugo, hasta en beneficio propio. Con otros afiliados, ciertos gobiernos no hubieran podido subsistir. Se comprende, pues, que muchos hombres hayan sido sacrificados y que muchos surgidos con aptitudes para el gobierno, desaparezcan de pronto bajo el peso del partido oficial que llegó a temerlos. Por eso, cuando se observa una excepción, un hombre de cierta importancia dedicado a la actuación política oficial, no hay más que revisar los libros de los bancos, o la lista de concesionarios de centros agrícolas, de ensanches de ejido, o los legajos polvorientos de los juzgados de crimen... Ahí está el secreto...

»En cuanto a la sociedad oficial cuyos componentes hemos enumerado ya, se ocupaba puramente de su comercio, feliz porque le dejaban «mañas libres». La renta municipal, las multas policiales, las coimas de las casas de juego y otras, la enajenación de los terrenos de la comuna ¡qué negocio!... ¿Política? Ni la querían ni la estudiaban: les iba hecha de La Plata, la ponían inmediatamente en acción y ni medían su alcance ni les importaban sus consecuencias. Era, por otra parte, tan limitada y tan monótona, que se la sabían de memoria y le dedicaban el menor tiempo posible, deseosos de acabar pronto para seguir robando. En un principio se preocupaban de llevar gente a las elecciones para darles cierta apariencia de legalidad; pero como esto exige dedicación y gastos, lo fueron reduciendo a su menor expresión: el piquete de policía armado a rémington frente al atrio,   —154→   y en el portal de la iglesia los escrutadores copiando los registros.

»Llegose una vez hasta cerrar las puertas, para que algún votante intruso no fuera a interrumpir a los que copiaban nombres... mil cuatrocientos nombres de ciudadanos votando unánimes y entusiastas por los candidatos oficiales.

»Como no podían abundar los hombres de la especie requerida para gobernar la comuna, se jugaba a las cuatro esquinas con los puestos públicos: un año, Luna, era juez de paz, Carbonero intendente y Machado presidente del Concejo; al año siguiente, Carbonero era el juez de paz, Machado el intendente y Luna presidente de la Municipalidad. Y la permuta se repetía desde tiempo casi inmemorial, sin que se interpolara ningún elemento nuevo. Tanta era la escasez de hombres que en otros partidos algunos tenían que representar dos papeles: éstos eran, por regla general, diputados-intendentes.»




ArribaAbajo- XVI -

Fiestas patrias


-¡Tatachin, chin, chin!, ¡Tatachin, chin, chin!

-Shuitzsjsss... ¡pum!

Y vuelta a empezar.

Uno que otro pilluelo desarrapado seguía a la charauga y a don Másimo, el viejo portero de la Municipalidad, cargado con un mortero y dos docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de veintiún cañonazos.

  —155→  

Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago Chico no los tenía sino en la pasiva condición de postres, a la puerta del antiguo fuerte que, adobe por adobe, iba derrumbándose en plena plaza principal.

Era el amanecer de un día patrio.

Olvidados los vecinos de la gloriosa fecha, despertaban sobresaltados al oír los estampidos y la música marcial, a puro bombo y platillos, creyendo que por lo menos, la grave cuestión política había sublevado al pueblo en masa, y que los Krupps estaban haciendo estragos y sembrando de cadáveres el pueblo.

Es de advertir que, ya en aquel entonces, Pago Chico sentía del uno al otro extremo y sobre todo en su corazón -el pueblo propiamente dicho- los estremecimientos precursores de la honda y trascendental agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando socorrido tema a los historiadores futuros.

«La grave cuestión política» no está puesta, pues, a humo de pajas, ni era ilógico el sobresalto de los pacíficos vecinos, despertados por las descargas sin malicia de don Máximo.

-¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es nueve.

Y dándose vuelta en el lecho abrigado, los pagochiquenses volvían al interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa música y esas bombas pluscuam-matinales, pero contentos en el fondo de ver disipados sus temores de guerra y exterminio.

Alguna que otra madre afanosa se levantaba de un salto, a pesar del intenso frío, para preparar los trajecitos de los «escueleros», que debían ir en corporación a la iglesia y luego a la Municipalidad a pronunciar discursos, a decir versos patrióticos, y sobre todo   —156→   o comer masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la riñonada, tan útiles para Pérez y Cucto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre Silvestre.

Después de dar diana a las autoridades y al cuerpo diplomático -los vicecónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y Petitjean-, quienes por excepción no hallaron propicia la oportunidad para un discurso, la charanga y las bombas volvieron a su punto de partida, al pie del cono truncado, obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por la luz del alba, el humillo de dos bombas lanzadas una tras otra y que estallaron allá arriba, formando una aureola como de copos de nieve; el astro rey saltó al oriente, al imperioso mandato dorando la cima de la pirámide y el techo de las casas, y en el aire tenue y frío vibraron las notas solemnes de la introducción del Himno que ni los mismos asesinos de la banda de Castellone, que por chuscada se apellidaban a sí mismos «bandidos», haciendo un juego de palabras no desprovisto de base sólida, lograban echar a perder para nuestra eterna sugestividad. Los pilluelos corrían y gritaban, entretanto, alrededor del mortero que se aprestaba a disparar otra bomba (le faltaban cinco para la salva de veintiún cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba de vez en cuando, al trote de su caballo, y con el repique de los panes sacudidos dentro, el carrito negro de algún panadero, a caza de puertas abiertas...

Terminó el Himno, los músicos se fueron a su casa, el pueblo entró lentamente en el movimiento habitual, esperando el mediodía con su procesión infantil a la municipalidad, sus «versadas» en el salón alfombrado ex profeso, sus cohetes, sus dulces, el vino   —157→   de San Juan hecho por Cármine como las masas, con algún sucedáneo de sebo -y el rompe cabezas, y la corrida de sortijas, y el palo jabonado, y quizá, si quisieran trabajar gratis en la plaza- los volatines, que en aquella época hacían las delicias de la población en una gran carpa de lona.

Un poco más entrada la mañana, los guitarreros, payadores de menor cuantía, salieron cada cual por su lado a dar alboradas a las personas de viso, a las puertas de su casa, con la esperanza generalmente fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita o la chiquita, las copas de la tarde, y la farra de la noche.

El viento parecía que cortaba; las gentes pasaban por la calle con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre los hombros. ¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el negro Urquiza, payador o mandadero, según las circunstancias, cantara a la puerta del municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de guitarra.


¡Qué bello día de primavera!
¡Qué panorama consolador!...

Se quedó sin centavos, a pesar de la ardiente fantasía que primaveraba el invierno y convertía en panorama consolador al yermo aquél. Porque Pago Chico, pelado como la palma de la mano, más que pueblo parecía paradero de caravanas en un arenal.

Se almorzó temprano y fuerte en aquel día, frío seco y radioso como una gema. Pero en las casas reinaba gran bullicio; los niños no podían estarse quietos y a los padres les hormigueaban las piernas. Las niñas mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en   —158→   la tarea homérica de disfrazar el vestido del 25 de mayo, obra que les había absorbido toda la semana.

Sólo cuatro o cinco (las de Tortorano, Bermúdez, Luna, Gancedo), estaban libres de ese trabajo, pero no de las zozobras que en todo corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la costurera.

La prensa de la localidad había salido de gala, en buen papel y con grabados. La Pampa, el diario popular, cuyo programa era la redención de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad, hecho por un tipógrafo de último orden, e impresa en Buenos Aires sobre papel de oficio. Una gorda matrona con bonete puntiagudo y amplias ropas de hojalata, alzaba en el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque, sostenía en la diestra la histórica balanza de Bermúdez, que en tiempo de los indios tuvo hilos para manejarla a capricho y estafarlos a gusto y bajo el pie colosal y descalzo para mayor vergüenza, oprimía una bestia apocalíptica, erizada de púas en el cogote, y de ojos casi más grandes que la cabeza. En segundo término, artísticamente esfumados y en el aire, bailaban cuadrillas unos doce a catorce muñecos, que según por el texto del diario se supo, querían representar a los próceres de la patria.

La alegoría (alegría pronunciaba Tortorano), llevaba estas leyenda:

Y A SUS PLANTAS RENDIDO UN LEÓN

El doctor Pérez y Cueto, que se hallaba en la redacción con Viera, Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz, tachó con rabia la palabra «león» y puso debajo «ratón».

-¡Qué león, ni qué león! -exclamó- Cuando mucho habrán vencido a un ratón.

  —159→  

-No hable mal d'España -le dijo con sorna Silvestre-. ¡No es tan ratón, doctor!

-¡Vaya usted al caramba! -gritó Pérez y Cucto, saliendo de allí como una bomba para evitar un desagrado.

Viera se limitó a lamentar que su alegoría pudiera prestarse para interpretaciones belicosas o hirientes. Ni se había pasado por la imaginación que aquello pudiera suceder.

Entretanto El Justiciero, el organito de Luna, como le solían llamar, era todavía más patriota que La Pampa, pues publicaba también litografiado e impreso en papel de oficio un gran retrato del gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y conmovedora manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el patrón al mismo tiempo.

En estos prolegómenos y otros muchos que sería prolijo relatar, pasose la mañana entera y verdadera.

A las doce volvió a oírse por esas calles el aullido de la banda de Castellone, tocando una marcha que el «maguestro» (así se llamaba él mismo) había rapsodiado para aquella circunstancia solemne; rimbombaron en la desnuda plaza -tenía eco- los cohetes de don Máximo, muy estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la gente fue introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más inmediata y exclusivamente, del cura Papagna.

El cortejo oficial no tardó en presentarse. Iban a la cabeza don Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo ancha levita negra de talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico sombrero de copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada y oliendo a alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor Carbonero, presidente de la   —160→   Municipalidad, mejor puesto, con más aire de gente, sin haber perdido del todo el ligero barniz de los años de Colegio Nacional y los pocos de Facultad de Medicina (era médico de «guardia nacional», como practicante en la guerra del Paraguay); a su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco y botas altas bajo el pantalón, mirando a todas partes con ojos de mando y desafío; el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados provinciales, de jerarquía por consiguiente, iban detrás y de a dos los municipales acaudillados por Ferreiro y muy compinches con Bermúdez; el comandante militar Revol, Fernández, director de La Pampa, su escudero Ortega, el doctor Fillipini, Amancio Gómez, tesorero municipal, todo el oficialismo, en fin, sin que faltara Benito Mendoza, dragoneante de oficial de policía y revistando como agente... El cuerpo diplomático o sea los vicecónsules Grandinetti, Petitjean y Sánchez Gómez, seguía muy enlevitado, muy grave, muy posesionado de su papel, infundiendo respeto a los mismos pilletes que, cuando estaba cada uno de ellos tras el respectivo mostrador lo trataban tan a la pata la llana «como si se hubieran criáu en el mismo potrero», decía Silvestre. Formaban la cola del cortejo los empleados municipales, inspectores, comisario de tablada, inspector del riego -gran potencia- recaudador del impuesto de naipes y tabaco, pero nadie, nadie que no ocupara un puesto público, rentado o no, salvo uno que otro concesionario o contratista enredado con fruto en los negociones municipales.

Tanto gritaba Viera en La Pampa que ya en el pueblo comenzaba a divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy ostensiblemente, para no dar pie a   —161→   las represalias. La oposición era placer no saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabían aún a derechas, cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe seguir, ni a dónde conduce. Ya lo aprenderían a su costa y quizá en su beneficio...

Pues, como íbamos diciendo, al rato llegaron procesionalmente los alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y las manos azules de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol radioso, marchaban también de dos en dos, a las órdenes de sus maestros que, soberbios y fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades, pero se pavoneaban orgullosos de aquel mando a vista y paciencia del pueblo entero. Los chiquilines avanzaban con resolución, si no con marcialidad, luciendo en sus ojos a esperanza de los dulces municipales -infinitamente más ricos que los caseros-, después de los discursos y los versos aburridores e interminables.

El cura Papagna cantó el Te Deum como hubiera podido roncar un De Profundis. Imposibles es decir cómo cupo tanta gente en la iglesita, simple galpón le dos aguas con una torre ancha y baja, como hecha le cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron a la puerta, éstos sencillamente porque no cabían aquéllos porque no cabían y también porque se hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala de despreocupación religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera representar a nadie, ni siquiera al gobierno de Andorra, por muy ministro que se dijera de la corte celestial?...

Y entre tanto el bueno de don Másimo, dale que le las a las bombas cuya larga mecha encendía con un apestoso y húmedo cigarrillo negro, para agazaparse   —162→   enseguida y echar a correr casi en cuatro pies huyendo del mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba ascendía recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre la seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol convertía en lentejuelas de oro...

En tropel salió la gente de la iglesia y apresurada atravesó la plaza para invadir los salones de la Municipalidad, en que ya esperaban los menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta... Los niños de las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las órdenes de sus maestros y medio entumidos por la larga espera de plantón. Llevaban su bandera de seda -orgullosos y fatigados los porta estandartes- y si las niñas vestían de blanco y banda celeste, los niños ostentaban todos la patria divisa atada al brazo, como en primera comunión.

Los salones se llenaron y la fiesta comenzó, junto a la larga mesa del refresco, que grandes y chicos miraban con ojos ávidos.

Pocas, muy pocas señoras, temerosas con razón, de los estrujones inevitables; pero no faltaban ¡qué habían de faltar! las madres de los niños preparados para declamar o pronunciar discursos alusivos, ni las dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno comunal, con la intendenta a la cabeza.

El inacabable cotorreo que llenaba el salón fue apagándose poco a poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo viendo mejor lo que iba a ocurrir, y una voz infantil surgió sobre el mar de cabezas como un grito subterráneo y prolongado. Decía versos.

Nunca se ha sabido cómo podía el chiquillo manejar las manos entre los apretones de aquella multitud. El hecho es que -enseñado por el maestro de   —163→   primeras letras-, se debatía virilmente y lograba hacer con gesto rítmico y acompasado, ademanes de acróbata que envía besos al público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando sin equiparse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de alfileres, clavaban palabras en los oídos cercanos:


Al cielo arrebataron nuestros gigantes padres
el blanco y el celeste de nuestro pabellón...

oyó ni entendió una palabra -salvo los muy próximos- pero ¡qué aplaudir aquél! Hubiera sido de cosa nunca acabar si una niñita vestida de raso celeste con un gorro bermellón, no se abre paso para contar al pueblo soberano:

-Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y como advirtiese que su movimiento instintivo no era el enseñado por la maestra, interrumpiose roja de vergüenza y de temor, y con la voz húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de corregir el ademán:

-Hoy es el grande, el inmenso aniversario...

Y a medida que iba diciendo las frases triviales del dómine de aldea, como si comprendiera lo que había debajo de aquel palabreo insulso, la intención que ennoblecía y agigantaba tanta vaciedad, la chiquilina iba acentuando sus palabras, su voz se robustecía, siempre monótona y sin inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por el carmín del entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final dijo:

-¡Y juremos defender esta bandera!

Muchos miraron instintivamente la que sostenía un   —164→   bebé rubio y rosado como un Bebé Jumeau, y por los circunstantes rodó una ola de emoción rompiendo al fin en un aplauso cerrado, sin que nadie parara mientes en que a los diez años una futura patricia no puede jurar a sabiendas si será o no defensora de enseña alguna.

Pero los pagochiquenses eran patriotas a su modo y por sugestión, mientras «no queman las papas» según Silvestre.

Terminados los aplausos, la niñita con la cara colorada, como si fuese una flor de ceibo, gritó: «-¡Viva la Rep...!»

No se oyó más, porque don Másimo había creído oportuno el momento para regalar al pueblo con media docena de cohetes voladores, vanguardia de tres bombas de estruendo.

Terminada esta parte de la fiesta, comenzó el desfile de los niños por delante de la codiciada mesa. Con gracia encantadora, la intendenta, una mujerona gorda y flácida, daba a cada uno su ración de dos pastelitos elásticos, que a pesar de su heroica resistencia al diente, pasaban en un abrir y cerrar de ojos a los infantiles estómagos. En otra jira dieron a cada cual un vasito de horchata, y siempre en fila, militarmente, comandados por maestros y maestras, los niños se retiraron de la Municipalidad, dirigiéndose a las escuelas, punto de reunión y de licenciamiento.

Entre tanto, la oposición, sin tomar parte activa en los festejos oficiales, no los había obstaculizado ni criticado siquiera. Por el contrario, los cívicos padres de niños o de niñas, permitieron gustosos que concurrieran a las escuelas, al Te Deum y hasta la Municipalidad. Un grupo se había cotizado días antes para dar un asado con cuero en una de las chacras de   —165→   los alrededores, y allí hubo tras de mucho apetito, mucha alegría y muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la política fue generalizando, lejos de toda alusión personal. Pero no se tome esto como raro signo de cultura, como inesperada manifestación de una tolerancia que nadie sentía, no. La fiesta patria era un hermoso pretexto para divertirse, y allí había ido todo el mundo a pasar un buen rato, a reír, a cantar, a bromear, pero no a calentarse los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los continuos sofocones. -Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de la vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo, el cielo claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz regocijada de la naturaleza despertábanles el apetito y el buen humor.

El negro Urquiza había hecho el asado de acuerdo con todas las reglas del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos; y los trozos de carne, bien a punto, más sabrosos para los catadores que el faisán trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de cáscara carbonizada, ganga protectora de aquel riquísimo tesoro culinario criollo. El moreno había estado «a la altura de sus antecedentes» se dijo para felicitarlo, desde los primeros bocados. Luego, las congratulaciones y los plácemes fueron subiendo de punto, hasta acabar todos gritando:

-¡Te has lucido, Urquiza!

El negro que, como tantos otros, llevaba el apellido de la familia a quien sirvieran sus padres o sus abuelos, no tuvo otra cosa que contestar que un clamoroso:

-¡Viva la patria!

El almuerzo criollo había terminado cuando comenzó   —166→   a bajar el sol, y los comensales, unos a caballo, otros en americana, algunos en tílbury, comenzaron a volverse a las casas -como decían indicando el pueblo- después de haber solemnizado con el estómago -como en la más refinada civilización- el magno aniversario de la declaración de nuestra independencia.

Pero volvamos a los concurrentes de los salones municipales en el punto en que los dejamos, es decir a la salida de los niños.

Llegó, pues, el turno de las personas mayores, que asaltaron las bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de cerveza, de licores, con un ímpetu arrollador.

En un momento quedó el tendal de cadáveres, la mesa limpia de vituallas pero no de manchas, y los brindis comenzaron, iniciándolos el vice-cónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció las siguientes sentidísimas palabras:

«Señogas y señogues:

»Como rapresentant' de la Fráns, yo levant' mi vás, pog brindag en esta fiest, paga las diñas otoridades y diño pueblo de Pago Shic!

»Señogues:

»Viv' la Fráns!

»Viv' la Republic' Aryantín!»

Brindaron en términos análogos Grandinetti, agente consular italiano, y Sánchez Gómez, vice-cónsul español, el uno con pronunciado acento zeneize, el otro muy pulido, sin más pero que alguna confusión de g con j y o con u, sabroso condimento regional de sus entusiastas palabras.

Susurrábase que allá en los comienzos de su carrera oratoria, nombrado maestro de primeras letras, pronunció   —167→   al hacerse cargo de la escuela, un memorable discurso:

«Venju -dicen que dijo- a tratar del retrocesu de Paju Chicu, este pueblo que antes fue jobernadu por los indius y que hoy sije en manus de la misma familia».

Pero esto debía ser calumnia levantada por los envidiosos de sus altas prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así la insistencia con que Silvestre propalaba la especie, alterando según las circunstancias el texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo apócrifo.

Las autoridades no hablaron, porque entre ellas no había lenguaraz alguno, así es que se dio por terminada esa parte de la función, la concurrencia salió de la Municipalidad, y cada cual tomó el rumbo que más le convino: éstos a sus casas, aquéllos a los volatines, los de más allá a la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y el palo jabonado con premios.

Aquel día fue como un compás de espera en la turbulencia pagochiquense, un día de fraternidad no muy efusiva, pero siquiera respetuosa y confundible con una comunión en un solo sentimiento...

Ridículas las fiestas de Pago Chico... Pero ¡caramba! ganas nos dan de poner aquí como cierre del capítulo, la frase que Viera, contagiado con la elocuencia de Pérez y Cucto, muy romántico, muy año 10, murmuró aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul profundo daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las estrellas:

-Parece que las grandes alas de la patria se cernieran sobre nosotros y nos acariciaran desde allá arriba.

Pero no. No la pondremos. Está harto pasada de moda para que alguien la lea sin reírse.



  —168→  

ArribaAbajo- XVII -

Poesía


«Poesía eres tú».- BÉCQUER

La noche de verano había caído espléndida sobre la pampa poblada de infinitos rumores, como mecida por un inacabable y dulce arrullo de amor que hiciese parpadear de voluptuosidad las estrellas y palpitar casi jadeante la tierra tendida bajo su húmeda caricia. La brisa, cálida como una respiración, se deslizaba entre las altas hierbas agostadas, fingiendo leves roces de seda, vagos susurros de besos. Las luciérnagas bailaban una nupcial danza de luces. El horizonte producía extraña impresión de claridad, aunque en derredor no pudiera discernirse un solo detalle, ni en los planos más próximos. Era una noche de ensueño, de esas que tienen la virtud de infiltrarse hasta el alma, sobreexcitar los sentidos, encender la imaginación.

Y los peones de la estancia de don Juan Manuel García, tendidos en el pasto, al amor de las estrellas, iluminados a veces por una ráfaga roja que relampagueaba de la cocina, fumaban y charlaban a media voz, con palabra perezosa, inconscientemente subyugados por la majestad suprema de la noche.

Una exhalación que cruzó la atmósfera, rayándola como un diamante que cortara un espejo negro, para desvanecerse luego en la tiniebla, fue el punto de arranque de la conversación.

-¡De qué dijunto será es'ánima! -exclamó el viejo   —169→   don Marto, santiguándose una vez pasado el primer sobrecogimiento.

-¡Por la luz que tenía, de juro que de algún ráy -contestó medrosamente Jerónimo.

Don Marto rezongó una risita:

-¡De ande sacás!... -dijo-. Si aquí no hay ráys dende el año dies, cuando echamos al último, qu'estaba en Uropa... después de los ingleses... ¡Ray! Aura todos somos ráys... y no tenemos corona, si no somos hijos del patrón... Será más bien de algún inocente.

Pancho, el aprendiz de payador -que andaba siempre a vueltas con la guitarra y se esforzaba por descubrir el mágico secreto de Santos Vega, con el instinto del pájaro cantor que reclama a la compañera, querida en secreto-, Pancho, que vio aparecer en la puerta de la cocina la delgada silueta de Petrona, destacándose en negro sobre el fondo rojizo y cambiante del fogón, agregó melancólico y penetrado:

-¡Debe de ser! Las ánimas de los angelitos son las más lindas. Parecen de luz más... más caliente. Por eso se baila en los velorios p'a festejarlas... Ésas no andan en pena ni se aparecen nunca... ¡Cuando se muere una criatura se v'al cielo derechita, y áhi se queda!...

Petrona se había acercado y, en la sombra más espesa del alero, escuchaba, invadida también por el avasallador hechizo de la noche y por el encanto de la palabra del payador. Como la compañera todavía indecisa del pájaro cantor, estaba suspensa de sus trinos, hipnotizada ya, pero sin tender las alas todavía. Y Pancho continuó:

-Las de los malos son esas luces verdosas que andan rastriando por el suelo y que juyen en cuantito   —170→   si acerca un cristiano. Pero esas son las de los dijuntos que todavía tienen vergüenza de lo qu'hicieron en vida: los que se disgraciaron por casualidá, los que engañaron a un amigo p'a salvarse... ¡y tantos otros! Las que son malas de veras, las de los ladrones, los traidores y los cobardes... ¡esas no tienen luz!

Don Marto asintió:

-Sí, esas son las que le tiran a uno el poncho, de atrás, en las noches escuras, o le mancan el mancarrón, o le apedrean el rancho, o le asustan l'hacienda y l'esparraman y l'hacen brava redepente.

Juan, el resero nuevo, interpeló a su antecesor y maestro, aquel fumador que se fumaba hasta la yema de los dedos, achacoso ya y siempre dolorido:

-¿Y usté qué dice, don Braulio?

-¿Yo? ¿Y qu'h'e decir? Que aquí estoy como peludo'e regalo, patas p'arriba, esperando l'hora de ser ánima tamién!

-¡Qué don Braulio éste! ¡No hay con qué darle! ¡Siempre con sus dolamas y pita que te pita!

-Y qu'h'e hacer ni en qué m' h'e divertir, a mi edá y con mis achaques... Justamente andaba pensando si lo dejarán pitar a uno después que cante p'al carnero...

Una risita de Pancho, y su contestación:

-¡Ya lo creo, don Braulio! ¿Que no está viendo esa porretada e jueguitos que sencienden y se apagan en el campo?... Esos son los cigarros de las ánimas, que vuelan y revuelan como las gaviotas o los teros, dando güeltas y fumando...

-¡No digás! -exclamó entre incrédulo y admirado su vecino.

-¡Si son «linternas»! -explicó don Marto, magistral.

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-Luciérnegas querrá decir, don... -siguió Pancho, impertérrito-. Parecen bichitos, es verdá; pero son los cigarros de las ánimas pitadoras.

-¡Calláte! ¡Y entonces, en invierno, ¿por qué no pitan?

-Sí, pitan... Pero tienen frío y s'encierran en las casas a pitar al lau del jogón!...

-¡Vaya un cigarro! ¡Si no quema el juego!...

-¡Los dijuntos son fríos! ¡Estaría güeno que tuvieran juego caliente! ¿Quema el otro, acaso, el de las ánimas en pena?

Hubo una pausa.

Entre amedrentado y risueño, don Braulio agrego en seguida:

-¡Lindo no más! ¿Entonces, los dijuntos se entretienen?

-¡Y qué han di hacer!... ¡Tienen tanto tiempo desocupado! Ellos quisieran hacer lo mesmo que cuand'eran vivos, y correr, y boliar, y enlazar... a veces no pueden porque tienen los güesos en la tierra... Pero saben venirse, p'a un si acaso... ¡Vamos a ver! ¿A que ninguno dice por qué sabe hacer tanto frío p'al veinticinco e mayo y p'al nueve de Julio?

-No mi hago cargo -murmuró don Marto.

-Yo no sé -confesó otro.

-No caigo en la cuenta -declaró don Braulio.

Pancho, triunfante, explicó:

-Porque p'a las fiestas se vienen tuitos los que peliaron por la patria, sin que falten ni los mesmos y muertos en los Andes, que son unas montañas altas así de purito yelo!... Y como son tantos... Por eso, en cuantito tocan l'Hino Nacional, es un frío que da calor y que le corre a uno por el lomo.

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-¡Ah, balaquiador lindo! -gritó don Marto, no sin admiración reprimida.

Y luego; con cierto matiz respetuoso, alentador como un premio en labios de tal paisano, agregó:

-Y, diga, don... ¿qué se hace l'ánima de las mozas, cuando se mueren todavía tiernecitas?

La réplica inmediata de Pancho:

-¡Qué viejo, este don Marto!... ¿Y no ha visto, un si acaso, los macachines, como di oro, florecer qu'es un gusto por el campo, y todos con una frutita enterrada, igualita a un corazón, y como azúcar?...

-¡Agarrate!... ¿Y las viejas?

-Güevos de gallo, que se pierden en los cercos o se agarran a las barrancas. Y cuanti más güenas jueron en vida el güevo es más grande y más sabroso, y cuando han tenido hijos y los han querido... más todavía!...

Por su irritabilidad de enfermo, a don Braulio se le ocurrió lanzarle un sarcasmo disimulado, sólo manifiesto por el tonito arrastrado y cantor:

-Y los payadores, decime...

Pancho contrajo con esfuerzo los músculos de la cara, sintió en la garganta una especie de nudo, pero logró contestar, como si alguien le dictara las palabras:


Los payadores de láy,
los payadores de veras,
no mueren nunca, paisano,
ni son ánimas en pena...
¡siguen cantando nomas,
lo mesmo que Santos Vega!...

Eran versos, inconscientemente medidos, y los lanzo con ritmo marcado y sentimental. A los otros les llegaron   —173→   al alma. Hubo un silencio prolongado y lleno de sensaciones... Luego, uno a uno, fueron desgranándose los paisanos, saturados por la poesía total de la noche. El último que se levantó para ir al galpón en que tenía la cama, enervado por su mismo desgaste cerebral, fue Pancho.

Y al pasar junto a la puerta, ya tenebrosa, de la cecina, en medio de la envolvente y acariciadora sombra, sintió de pronto un hálito más intenso, más libio, más húmedo que el de la noche, y una vocecita que murmuraba junto a su oído:

-¡Pancho! ¿Quién te enseña esas cosas tan lindas?

Y él, azorado un instante, trémulo y atrevido luego, como un héroe que es todavía un recluta, abrazó con ímpetu a Petrona y

-¡Vos! -le besó en la boca.