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ArribaAbajoEl 98, otra manera de ver las cosas

José Carlos Mainer



Catedrático de Historia de la Literatura
de la Universidad de Zaragoza

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Presentación

Como saben ustedes, en este ciclo de conferencias organizado en torno a la exposición «Paisaje y figura del 98», el propósito es ofrecerles diferentes perspectivas intelectuales que hagan referencia a esa exposición. Hemos tenido la intervención de dos historiadores, Carlos Seco y yo mismo, la intervención del sociólogo Amando de Miguel, y en esta segunda parte de nuestro pequeño ciclo vamos a tener la intervención de un profesor de historia de la literatura y de dos profesores de historia del arte. Hoy, como saben ustedes perfectamente, nos honra con su presencia José Carlos Mainer.

José Carlos Mainer nació en Zaragoza, en 1944; ha sido profesor de las universidades de Barcelona y de La Laguna, y actualmente es catedrático de Historia de la Literatura en la Universidad de Zaragoza. La obra de José Carlos Mainer se ha centrado principalmente en la literatura del siglo XX; hace un momento hablábamos con él de la edición de las obras completas de Pío Baroja que está emprendiendo el Círculo de Lectores bajo su dirección; pero él como autor de prólogos y de ediciones tiene una larga trayectoria; ha publicado, por ejemplo, sobre la obra principal de Martín Santos, ha publicado un libro excelente sobre Wenceslao Fernández Flores, y en general ha centrado su obra sobre la historia de la literatura española en el siglo XX, principalmente sobre la literatura finisecular y también sobre la literatura de la posguerra. Sus numerosísimos artículos y libros son abundantemente conocidos por los especialistas y tienen para el historiador un aspecto que nos resulta enormemente interesante. Muchas veces la historia de la literatura puede perderse en erudición o en concreción en una obra precisa en una novela precisa, sin tener en cuenta el contexto histórico. Yo creo que José Carlos Mainer desde hace mucho tiempo nos ha enseñado a los que somos historiadores de la política hasta qué punto el contexto explica la creación cultural, la creación literaria, y hasta qué punto esa creación literaria influye sobre el contexto económico, el contexto político, el contexto social.

Su obra versa sobre la totalidad de la literatura española del siglo XX, pero de manera muy especial acerca de esto que se viene llamando desde que utilizara esta denominación José María Jover «la edad de plata de la literatura española», es decir, la literatura finisecular, la literatura de lo que en otros tiempos se denominaba   —72→   como la «generación del 98». Yo recuerdo todavía el pequeño librito publicado por Cuadernos para el Diálogo, Literatura y pequeña burguesía, que se refería a la literatura finisecular; el libro mucho más amplio, de 1975, publicado por Cátedra que tenía precisamente ese título, La edad de plata. Ha escrito también Burguesía, regionalismo y cultura, que se refiere a un aspecto que de alguna manera está implícito en esta exposición, es decir, cómo a partir de un determinado momento la creación cultural, sea en artes plásticas o sea en el mundo literario, está relacionada con la aparición de un sentimiento regional. Y ha escrito también la contribución a la parte correspondiente a ensayo y literatura en los dos tomos sobre la edad de plata que ha publicado la Historia de Menéndez Pidal y de Jover, tomos que está dirigidos por don Pedro Laín.

Pero como digo, sus libros son muy numerosos y no se refieren únicamente a la literatura finisecular. Un libro muy interesante, por ejemplo, es el que publicó, creo recordar, que en torno al año 76, 77, titulado Falange y literatura, que pone muy en relación la creación de los jóvenes procedentes de la generación del 27 que se integran en este movimiento político. Y recientemente ha publicado también un conjunto de ensayos bajo el título La corona hecha trizas, que se refiere a la literatura precisamente de esos mismos años, los años cuarenta y los años cincuenta. En la Historia y crítica de la literatura española que dirigió Francisco Rico, pues a él le ha correspondido seleccionar los textos de literatura crítica correspondientes al 98 y el modernismo, las generaciones de principios de siglo.

De tal manera que probablemente tenemos a una de las mejores personas que nos pueden ilustrar desde esa perspectiva que utiliza varios ángulos a la vez, desde esa perspectiva que es capaz de hacer una síntesis de diferentes apreciaciones culturales, de diferentes terrenos culturales, ese movimiento literario que nació en el fin de siglo que durante tanto tiempo ha sido identificado con la fecha emblemática de 1898.

Javier Tusell
Catedrático de Historia Contemporánea de la UNED



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Conferencia

Confieso que estoy profundamente impresionado por el lugar que nos reúne. No se me ocurre uno que pueda amparar mejor una conferencia sobre la crisis de fin de siglo, pero tampoco se me ocurre otro que pueda anular tan completamente al mejor de los conferenciantes: ustedes tienen siempre la posibilidad de mirar las paredes, y mirarlas en este caso con mucho fruto, si por casualidad yo les aburro demasiado.

Yo he visto la exposición hace un momento, privilegio que no todos tienen el lunes; ustedes a cambio tienen el de vivir en Madrid y poder venir el martes, el miércoles, o el jueves; y es que, de verdad, queda poco por decir tras verla: es una cuestión simplemente de abrir los ojos y mirar, lo que en cierto modo justifica el título que yo puse. «El 98, otra manera de ver las cosas» es una propuesta que está aquí debidamente respondida, porque lo que se pintó en torno a 1900 fue, efectivamente, otra manera de ver las cosas. Si ustedes cotejan esta pintura con lo que fue la pintura inmediatamente anterior y la cotejan con la pintura que vino inmediatamente después, advertirán que esto es un despertarse, un abrir los ojos de otra manera, un descubrir algo que evidentemente ya estaba pero que se empezaba a ver de otro modo.

Las cosas pueden estar en el mundo, como nos parece que lo está, por ejemplo, el paisaje, pero convertir la naturaleza en paisaje requirió una visión especial, exigió elaborar de otro modo las percepciones ópticas que tenemos ante lo que es verde o lo que es pajizo o lo que es ocre o siena. Una de las cosas que descubrió precisamente esta otra manera de ver las cosas fue que no todo paisaje es verde, sino de muchos colores y que incluso el verde tiene matices y a veces es azulado o amarillento. Descubrir todo esto es obra de cultura y de tal cosa nos hablan estas paredes mudas.

Pero yo voy a hablar de otra cosa que acompañó estrechamente a la pintura en estos momentos, que fue también otra manera de ver las cosas, y sobre todo otra manera de decirlas: la literatura. Una de las pocas cosas que yo reprocharía a esta exposición, aunque sea absolutamente inevitable, es que su título siga tan aferrado a esa superstición de 1898 que ha dado nombre a la famosa generación del 98, cuando las cosas suelen ser mucho más complejas y difícilmente   —74→   reducibles a una fecha. Digamos 1898 porque en algún momento hay que colocar la referencia del centenario que se nos avecina, pero digámoslo simplemente a título de abreviatura de muchas cosas que han ocurrido antes y que van a ocurrir inmediatamente después: en el 98 parecen conjuntarse como vectores de fuerza pero, evidentemente, van más allá y más acá de aquel momento.

Y sobre todo, si atendemos esa prevención ante 1898, permítanme que les diga que tampoco intentemos contraponer una mentalidad noventaiochesca -en el sentido de una mentalidad dura, crítica, exigente, con respecto a la realidad española- y una mentalidad modernista en la que parece refugiarse todo lo que es ensoñación, todo lo que es delicado, frágil, neurótico, espiritual. Porque la realidad nos demuestra, y me imagino que esta misma exposición de una manera bastante fehaciente, que la diferenciación entre 98 y modernismo es absolutamente imposible. Miren ustedes, por ejemplo, cualquier cuadro de Zuloaga, esos cuadros ásperos, duros; ante mi vista tengo un cuadro de los dos que dedicó Zuloaga a Gregorio el botero, ese curioso enano segoviano al que una vez pintó apoyado en dos enormes odres de vino y otra vez, como es este el caso, «Gregorio ante Sepúlveda», ocupando el primer plano de una visión casi espectral de la ciudad segoviana. Esa es efectivamente la España negra. Y ahí está, detrás de mí, si mal no recuerdo, Darío de Regoyos que tanto tuvo que ver con su invención. Pero por qué no recordar también la melancolía que transparece tras un cuadro como el de Julio Romero de Torres o un cuadro como el de Pichot, que tienen un poco más cerca, que evidentemente nos habla de otro tipo de sensibilidad, que en el fondo es la misma: uno y otro reflejan esa misma sensación crepuscular, esa misma sensación de final. Que se sintió efectivamente en el 98 en España, pero que, cómo no decirlo, se sintió en toda Europa. Fue un fin de siglo. Y posiblemente «fin de siglo» es la acuñación que mejor define, porque ya lo hizo en su momento, lo que fue la mentalidad, el espíritu, la sensibilidad de los escritores, y de los pintores, y de los escultores, a lo que nos vamos a referir ahora. Y seguramente la otra palabra que los define muy bien es precisamente «modernismo». Cuando Juan Ramón Jiménez, tan certero como siempre, quiso romper de una vez por todas esa dualidad del 98 frente a modernismo, definió este último como «un vasto movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza». La definición es imprecisa   —75→   pero indudablemente ni una sola de las palabras tiene desperdicio: «vasto» porque lo era, efectivamente, porque era una especie de movimiento del espíritu colectivo; «entusiasmo», que lo había, hacia «la libertad», un término político y moral, y hacia «la belleza», una palabra que excluía lo académico y lo ordenancista. Eso era en definitiva lo que unos y otros pretendieron conseguir. Los colores de la paleta de Pío Baroja, porque también los escritores tienen su peculiar paleta, son los mismos que los que tiene la paleta de Rubén Darío, por ejemplo, o los de cualquier otro escritor de los que afiliamos directamente al modernismo, como de Antonio Machado o de Valle-Inclán, por decirlo de una manera más explícita. La obsesión de Valle-Inclán con respecto a la realidad española, su repudio de la realidad presente, la que le lleva por ejemplo a militar activamente en el carlismo, es sensiblemente la misma que puede tener Unamuno cuando, de otra manera, rechaza también el espíritu de la Restauración y busca otra salida posible, otra utopía posible, a la realidad española. No son, en definitiva, cosas diferentes modernismo y 98 y pienso que, aunque no lo vaya a demostrar, por lo menos he de sugerirlo en las breves notas que yo les voy a dar a continuación.

Hablaba de «espíritu crepuscular». El crepúsculo es, por ejemplo, la visión que se nos impone cuando leemos Vidas sombrías de Pío Baroja, libro de 1900, del último año del siglo XIX: es la que acaba casi todos los cuentecillos que componen este libro. Es una obsesión en la época; en estos mismos cuadros verán ustedes que repetidas veces esos cielos aborrascados, esas nubes rojas que parecen mezclarse con lo azul, evocan permanentemente esa suerte de exaltación del final, esa especie de masoquismo de la naturaleza que es lo crepuscular. Se habló muchísimo de pintura, de poesía, de novela crepuscular, y hasta en Italia a principios de siglo surge un movimiento poético que adoptan el bellísimo nombre de «Creposcolari», los crepusculares. Lo cierto es que los fines de siglo son crepusculares. Crepuscular era la música de Wagner, por ejemplo. Debussy había dicho alguna vez que la música de Wagner era para él un crepúsculo, un falso crepúsculo que quería confundirse con un amanecer, y es que la palabra amanecer también en la época tuvo su cultivo. «Aurora» es quizá la versión más conocida; Aurora se llaman, por ejemplo, los periódicos socialistas, como La aurora Social de Oviedo; Aurora roja se llama la novela en la que Pío Baroja pintó el mundo ávido y   —76→   vivaz de los anarquistas madrileños del momento; Aurora es el título y nombre femenino que Joaquín Dicenta emplea para la heroína de uno de sus mejores y más conocidos dramas.

Auroras y crepúsculos que, sin embargo, a veces se confunden, pues ambos significan un mundo que nacía y un mundo que no acababa sin embargo de desaparecer. Porque si algo tuvo el fin de siglo en la historia, como en el arte, fue esa capacidad de paradoja, de confusión: si la aurora y el crepúsculo se confundían en la mentalidad y en la imaginación de los autores es porque también muchas cosas, muy paradójicamente, se confundían en la vida real. Saben ustedes que esta fue una época donde coexistían por un lado la vida política más diplomática y versallesca y el imperialismo (así lo llamaría Lenin) más brutal y descarnado, la famosa «política de las cañoneras». España fue la víctima en 1898 de la pugna entre un imperialismo decadente y un imperialismo que surgía en aquel momento. Para Estados Unidos, 1898 fue una fecha memorable que inicia no solamente su expansión en el Caribe sino también la del Pacífico pues fue el año de incorporación de las islas Hawai a la Unión. Pues coincidió ese imperialismo brutal con la época dorada de una diplomacia que hablaba francés, que desconocía los pasaportes y que todo lograba frenarlo en el último momento, hasta que en 1914 ya fue imposible parar la conflagración mundial que comenzaba este mismo año. Paradójicamente también convivían las monarquías solemnes y hieráticas con las bombas anarquistas, que eran como el subrayado sangriento de aquel período de esplendor, de esplendor y de ocaso, de decadencia de las últimas dinastías. Convivía la prestancia académica más convencional (nunca la universidad había sido tan ceremoniosa) con la presencia del llamado «socialismo de cátedra»: en Alemania pero también en Inglaterra e incluso modestamente también en España, en la Universidad de Oviedo, por ejemplo, donde los socialistas de cátedra crearon la extensión universitaria el mismo año de 1898. Paradoja fue también que en la misma difusión del arte combatieran, por un lado, las formas de arte más mezquinas, más posrománticas, eso para lo que los alemanes y sobre todo los austríacos tienen un nombre precioso la época «Biedermaier», con las primeras manifestaciones de un arte de ruptura de un arte que irrumpió violentamente en las salas de exposiciones.

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¿Cómo empieza Camino de perfección de Baroja? Comienza con la visita a una exposición, a unos salones nacionales de pintura, donde Fernando Osorio y el narrador no se van a detener en los consabidos cuadros de historia, en los grandes y minuciosos paisajes de grandes formatos que llenaban las paredes, sino van a ir a la «sala de los malditos» donde hay un cuadro precioso ante el que se paran; es un cuadro de Ossorio que parece la expresión plástica de La casa de Aizgorri, otra novela de Baroja. Aparecen en aquel cuadro -que Pío Baroja describe- una muchacha y un jovencito, melancólicos, tristes, abrumados por la muerte de un ser querido, el padre o la madre, y al fondo se ve por una ventana un paisaje nebuloso, pero un paisaje industrial, que es realmente una revisión de algún modo de la novela que Pío Baroja había publicado un año antes.

Eso era lo que les gustaba en aquel momento, eso era el arte nuevo. Un arte nuevo que, naturalmente, había que defender contra un público sistemáticamente tildado de filisteo, que es, por cierto, una palabra de la época; la adoptan primero los franceses (philistin), luego parece que pasa al alemán siempre con el mismo sentido y en español la documentamos ya en los años noventa. ¿Quién es el filisteo? El filisteo es el burgués que «ne comprend pas», el burgués que no entiende el arte nuevo, ese burgués al que hay que «épater». La expresión es muy difícil traducirla del francés, porque vendría a ser «despatarrar al burgués»; Unamuno intentó traducirla diciendo «dejar turulato al hortera», pero hoy para nosotros hortera tiene un significado bastante distinto del que originariamente tenía: el pequeño empleado que actuaba o estaba como meritorio en una tienda en un comercio.

La bohemia fue la respuesta a aquella situación del arte incomprendido. Bohemia que significaba fundamentalmente, por un lado, un noviciado artístico: el bohemio era el artista que en un mercado progresivamente poblado, tupido de nuevas ofertas, intentaba afirmar la suya. En la medida en que no podía hacerlo, el bohemio manifestaba su adhesión a un arte peculiar no solamente cultivándolo en solitario y en el más absoluto desprecio de la crítica, sino también adoptando frente a la vida social una actitud de repudio moral. El bohemio ya no era solamente ese personaje simpático, menor, esa especie de burgués embrionario, que será al cabo un burgués como lo fueron sus padres o lo fueron sus abuelos, como lo había sido a mediados de   —78→   siglo, cuando Henri Mürger escribe su famosa obra Escenas de la vida bohemia. El bohemio de fin de siglo tiene un aspecto radicalmente distinto porque es un revolucionario en potencia y muy consciente de que la vida que ha adoptado es como el envés de la vida del burgués: cuando el burgués duerme, el bohemio trasnocha; cuando el burgués vive en la hipocresía social, cultivando por un lado sus amantes pero por otro lado manteniendo los fieles lazos del matrimonio, el bohemio desdeña esa hipocresía y vive el amor libre con la prostituta, con la mujer degenerada, con la mujer al margen de la vida social; donde el burgués atesora, el bohemio dilapida; cuando el bohemio vende un cuadro o cuando el bohemio logra estrenar una obra no invierte ese dinero en valores sólidos, sino que lo derrocha con sus amigos. La vida del bohemio es, por consiguiente, algo más que un puro noviciado artístico, que el arte contemporáneo tiene siempre que atravesar, y algo más que una escena costumbrista en el fin de siglo; es toda una dimensión moral que, en tal sentido, no resulta sustancialmente diferente de otra dimensión que el fin de siglo conoce y pone de manifiesto, que es la dimensión del escritor como «intelectual».

Intelectual es una palabra que, por supuesto, no se descubre en el fin de siglo. Pero intelectual como sustantivo, es decir, hablar del «intelectual» o de «los intelectuales», porque más bien es una palabra en plural que en singular, vino a ser una nueva forma de insertarse el escritor en la vida social. El intelectual es el hombre que opina sobre la vida pública, fundamentalmente sobre la vida política, y opina no en función de que sea un político profesional, sino precisamente en función de su independencia. Muchas veces la condición de intelectual es prácticamente incompatible con la militancia de partido. El intelectual opina por una especie de libre ejercicio de su pensamiento, y lo hace, por otro lado, a través de un medio que la técnica moderna ha puesto a su disposición: el intelectual es consustancial con el periódico y, de otro lado, la difusión enorme de los periódicos de fin de siglo es consustancial con la invención y expansión de la rotativa. Si los periódicos se hubieran seguido editando con máquinas planas, evidentemente la demanda hubiera sido mucho mayor que la oferta, pero en el momento en que se inventa la rotativa, la posibilidad que los periódicos alcancen en una sola tarde o en unas pocas horas tiradas de cientos de miles de ejemplares, multiplicó   —79→   su eficacia y confirió un nuevo papel social a sus redactores y colaboradores.

¿Cómo empieza el Juan José, la mítica obra teatral de Joaquín Dicenta que fue la que inauguró el drama social entre nosotros? Pues Dicenta sorprendió a sus espectadores del Teatro de la Comedia en 1895, porque empezó el primer acto en una taberna, lugar insólito, pero evidentemente frecuentado por los albañiles, y lo abrió con la lectura pública de un periódico: lectura pública, porque seguramente de los albañiles que están en la taberna sólo uno sabía leer, y lo que está leyendo -«deletreando», señala Joaquín Dicenta en la acotación correspondiente para que el actor lo haga oportunamente- es una noticia sobre una huelga de la construcción en Madrid. No se vuelve a hablar de huelgas, por cierto, en toda la obra, ya que Juan José es más bien un personaje de estirpe calderoniana y la pieza trata de la honra del albañil que acaba asesinando al capataz porque le ha quitado a la muchacha que vive con él. Pero esto es lo de menos: lo importante es que el público reconocía en ese arranque del drama algo enteramente distinto y saludaba inevitablemente una práctica social nueva: la lectura y la información obtenida a través del editorial, del periódico, de la crónica, etc.

¿Quiénes estaban detrás de editoriales, de crónicas, de noticias?: los redactores de periódicos. ¿Y quiénes eran tales redactores? La redacción de El Globo de 1903 tenía en su nómina a Pío Baroja o a José Martínez Ruiz. Unamuno, cuando murió el 31 de diciembre de 1936, había escrito posiblemente más de tres o cuatro mil artículos a lo largo de toda su vida. Claro está que había escrito también novelas y había escrito otro montón de cosas, como obras de teatro y poemas espléndidos, pero Ramiro de Maeztu, que seguramente había escrito tantos artículos como Unamuno o quizá alguno más, no había hecho en su vida prácticamente más que eso, y le habían granjeado un lugar y un reconocimiento enorme en la vida española de su tiempo. Había sido el primer corresponsal fijo español de un periódico, La Correspondencia de España, en Londres desde 1905. Excepciones hubo muy pocas: Valle-Inclán, por ejemplo, decidió que se entregaba únicamente a su obra de creación y no descendía a esa rebatiña diaria del periódico.

Pero lo que ocurría en España no era sustancialmente distinto de lo que ocurría en los otros países europeos. Esa misma palabra, «intelectual»,   —80→   que definía en gran medida la presencia asidua del escritor en el periódico como conformador de la opinión pública, había ocurrido en todos los lugares del mundo y había recibido seguramente ese nombre de «intelectual» en Francia bastante antes que entre nosotros. Pero no crean tampoco que mucho: hacia 1894 son los primeros testimonios del uso de la palabra «intelectual», en el sentido que hoy le damos, en Francia y de 1897-1898 es cuando registra el diccionario de Corominas el uso del término en España y precisamente en algún texto de Unamuno. Teníamos intelectuales, teníamos bohemios, igual que en todos los países, y teníamos seguramente unos horizontes literarios muy parecidos. Solamente la aventura exótica o la evocación de lo remoto falta casi por completo entre nosotros, cosa que no extrañará en país tan escasamente interesado por la política exterior: Valle-Inclán y Baroja pueden valer como excepción a la regla.

Pero en aquel momento la aventura no era solamente la búsqueda del mundo exterior, porque el mundo interior tenía también muchas cosas que mirar y muchísimas cosas que descubrir: el descubrimiento del mundo interior no requería un equipaje complicado ni calzarse en la cabeza un salacot. Recuerden ustedes que el aduanero Henry Rousseau, que jamás salió de París y de su fielato, soñaba y luego pintaba esos leones y esos parajes tan pintorescos, tan divertidos, tan naïf que hoy todos admiramos, y de los cuales no vendió uno en su vida. Vincent van Gogh no tuvo la oportunidad como su amigo Paul Gauguin de irse a Polinesia, pero descubrió una Polinesia distinta mucho más cerca, en esa Provenza que pintó de modo desgarrado y terrible.

En el fondo muchos escritores españoles hicieron también ese viaje a lo externo, ese itinerario hacia afuera, a través de su propio corazón y de lo que tenían cerca: cumplieron el mandato de ver las cosas de otra manera. El viaje a Castilla, el descubrimiento de Castilla y de lo castellano, fue una de ellas y aquí mismo tienen ustedes las muestras más dispares: desde un pintor institucionista vinculado a lo castellano desde principio, como fue Aureliano de Beruete, hasta un vasco como Ignacio de Zuloaga, o como Juan Echevarría, o como Regoyos. Descubrimientos de Castilla desde lugares muy distintos, porque Castilla fue esa Polinesia espiritual que de algún modo se descubría a través del viaje al interior de uno mismo: Baroja, Unamuno y Azorín también conocieron el camino.

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¿Por qué estoy hablando de un viaje al interior? Porque precisamente si algo caracteriza a la literatura de fin de siglo es ese lento difuminarse de las fronteras entre el «yo» y «lo otro», entre la interioridad y la exterioridad. A principios del XIX, Arthur Schopenhauer había sentado que el mundo es Voluntad y Representación: esfuerzo de autoafirmarse y, en la línea fijada por Kant, resultado de nuestra percepción mucho más que realidad «real». Nietzsche había formulado las consecuencias de esa actitud en un pensamiento que prácticamente es imprescindible, cuando hablaba de las muchas cosas que decíamos y de lo poco que sabíamos en el fondo cuando decíamos «yo». No olviden ustedes que precisamente en 1900, Sigmund Freud publicó un libro que pasó inadvertido para quienes no fueran lectores en alemán y lectores asiduos de la nueva bibliografía médica: La interpretación de los sueños. Freud estaba formulando en aquellos años algo que iba a ser una de las grandes revoluciones del siglo XX: la idea de que nuestro interior es mucho más desconocido que nuestro exterior, que está lleno de extrañas pulsiones, que está repleto de extraños reflejos e intuiciones del inconsciente, que afloran alguna vez a través del chiste -vía de salida que estudió Freud en Psicopatología de la vida cotidiana-, o que afloran a través del sueño como estudió en La interpretación de los sueños, o que afloran en la obra de arte.

Pero esto lo sabían ya quienes inventaron el simbolismo, algo muy difícil de definir y sin embargo, impregna como una especie de lenguaje universal el arte de todo aquel momento. ¿Qué se decía al decir «simbolismo»? Al decir simbolismo se indicaba que detrás de cada palabra hay un montón de evocaciones que no son exactamente propiedades intrínsecas de la palabra; hay toda un aura de asociaciones alrededor de cada palabra, alrededor de cada color, que los llevan por otros caminos: son esas manchas de pintura amarilla o de pintura rosada que aparecen en un arte que progresivamente va emancipando el color y que progresivamente se va emancipando de la realidad. Simbolismo hay en esos rostros -por ejemplo, en este espléndido cuadro de Julio Romero de Torres- que nos miran pero que no sabemos exactamente qué nos quieren decir, como menesterosas de significado, de un significado que nosotros sin embargo ponemos por nuestra cuenta y riesgo: así decimos tristeza, decimos dolor, decimos melancolía, crepúsculo... lo que sea. Pues todo eso es el simbolismo:   —82→   pensar que el arte es algo más de lo que simplemente se enuncia, que es esa suerte de nimbo que rodea las cosas y que las hace significar más allá de lo puramente aparente.

Ante tales intuiciones el lenguaje fue algo cada vez más insuficiente. En uno de los textos fundamentales de la literatura centroeuropea de principios de siglo, en la Carta de Lord Chandos (1901), de Von Hofmannstahl, el gran escritor vienés que fue traductor de Calderón, su autor cuenta una historia que ha hecho discurrir desde entonces a psicólogos, a psiquiatras, a historiadores del arte, a historiadores de la literatura. Lord Chandos es un personaje imaginario que fue en el siglo XVI discípulo de Lord Bacon, el famoso creador de la filosofía inductiva, y que escribe a su maestro desde el retiro que ha adoptado en una finca de su propiedad, lejos de Londres, y le explica que le ha ocurrido un curioso fenómeno que explica de una manera extraordinariamente intensa y cautivadora. Cada vez que va observando la realidad, va comprobando la riqueza inagotable de esa misma observación, lo que es capaz de ver en cada objeto ordinario, y esa multiplicación de sugerencias va siendo paralela de una progresiva incapacidad de expresarla lingüísticamente. El desbordamiento de las sensaciones va paralelo con la conciencia de insuficiencia del lenguaje.

Como todos los textos importantes del mundo, y sobre todo, como todos los textos importantes de principio de siglo, la Chandos Brief tiene muy escasas páginas, y sin embargo lo que pone sobre la mesa por primera vez es la sensación que vertebra buena parte del arte moderno. ¿Qué hacer cuando no se puede expresar la realidad? Unos pensarán que huir de ella, abstraerse de ella, dejar que la materialidad, la pura creatividad, supla lo que es la imitación de la realidad. ¿Qué hacer cuando la realidad aparece como algo superior a nuestra capacidad de comprensión? Alguien dirá que la vida o que el alma de las cosas es lo auténticamente importante: nunca se utilizó tanto y con tantas mayúsculas como en los días finiseculares las palabras «vida» y «alma». Por supuesto, cuando los simbolistas decían «alma» no querían enunciar un principio de antropología religiosa sino que enunciaban una realidad inmaterial muy difícil de describir. ¿Cuál era el «alma» que da título al primer poemario de Manuel Machado? ¿Qué decía Antonio Machado cuando titula su primer libro Soledades? ¿De qué son esas soledades? ¿Qué son «las galerías   —83→   del alma que aparecen allí»? Ni siquiera estamos muy seguros de lo que quiere decir «galerías». He comprobado que la mayoría de los machadistas, de los investigadores de Machado, piensan en las galerías como algo subterráneo, quizá en el fondo porque conciben el alma machadiana a imagen y semejanza del «castillo interior» de Teresa de Jesús. Yo pienso, sin embargo, quizá porque yo he sido siempre bastante más partidario de lo real, que las galerías en las que piensa Machado son galerías abiertas, son los corredores que rodean un patio, y que en el fondo la imagen está directamente traída de las impresiones infantiles del patio del palacio de las Dueñas de Sevilla, el lugar donde nació Machado, y de «aquel huerto claro donde madura el limonero» como sabemos todos los que hemos leído y somos devotos del poeta. Pienso que las galerías son, pues, pasillos que se recorren, iluminados con una luz que tamizan, seguramente unos cristales no demasiado limpios, y que en definitiva conforman de algún modo esa especie de teatro interior en el que las cosas se reflejan. Porque a finales de siglo, como recordaba más arriba, resulta ya muy difícil el decir qué es la realidad en la conciencia o qué es la realidad auténtica. Antonio Azorín, el protagonista de La voluntad de Azorín, lo dice varias veces con ingenuidad casi patética: «Ya no sé qué es lo que veo, si lo que veo dentro de mí, esas imágenes que me llegan, o una realidad de la que nunca tendré comprobación posible». No habían leído a Kant casi ninguno de ellos, aunque Pío Baroja se confesara a sí mismo que era una especie de alma kantiana, «fauno reumático que ha leído un poco a Kant».

Esto fue en gran medida la literatura española del momento, literatura modernista, porque modernismo fue el nombre que se dieron a sí mismos. Lo que ocurre es que tampoco creamos que dieron demasiada importancia a lo que eran. Joan Maragall, sin embargo, lo supo decir muy bien en un artículo del 28 de febrero de 1901que publicó en el Diario de Barcelona con el título de «La joven escuela castellana» y donde prácticamente se inventó la generación del 98. Él acababa de leer Diario de un enfermo de Azorín y Vidas sombrías y La casa de Aizgorri de Baroja, y nos dice que ha descubierto un arte literalmente nuevo, que aquellos escritores son «sinceros», una palabra que se ha de repetir mucho, y que, por otra parte, han inventado «el espíritu inmanente del arte castellano». Por otra parte, en una curiosa carta que Maragall ha escrito a Azorín seis días antes, y que da la   —84→   impresión de ser el borrador que le ha servido para componer el artículo, hace de La casa de Aizgorri un elogio precioso: dice que es una obra que le ha resultado «corprenedora» (para quienes no sepan catalán diré que «corprenedora» es una palabra que viene a decir que «coge el corazón», que «toma el corazón» de alguien). No utiliza Maragall la palabra modernismo, pero sí se da cuenta perfectamente que esa capacidad de captar las cosas es lo que define una nueva escuela literaria.

Apenas un año después, la revista Gente vieja organiza una encuesta-concurso sobre el modernismo que ofrece un premio de cien pesetas, que no era un grano de anís en la época, a la respuesta más oportuna. Cuando estas respuestas empiezan a salir en los diferentes números de Gente vieja, las hay para todos los gustos: la mayoría son claramente hostiles al modernismo pero unos pocos entienden de qué va el asunto. La mejor respuesta (y que además fue milagrosamente la que obtuvo el premio, cosa que no es lo más común en los concursos literarios) la dio un catalán, un barcelonés que era profesor en la Escuela de Bellas Artes, Eduardo L. Chávarri, quien entre otras cosas decía: «Es característica del arte moderno la expresión, hacer que la obra de arte sea algo más que un producto de receta, hacer un trozo de vida, dar a la música un calor sentimental en vez de considerarla como arquitectura sonora, pintar el alma de las cosas para no reducirse al papel de un fotógrafo, hacer que la palabra sea la emoción íntima que pasa de una conciencia a otra. Se trata, pues, de la simplicidad, de llegar a la máxima emoción posible sólo con los medios indispensables para no desvirtuarla.» Y realmente para quien crea o haya oído alguna vez que el modernismo es un arte complejo, casi una resurrección del barroco, ha entendido poco de la situación. El arte se simplificó enormemente porque se intentó hacer emotivo. De hecho, la mayoría de los géneros literarios convencionales manifestaron su impermeabilidad a las nuevas maneras. Aquellas novelas de la Restauración que contaban grandísimas cosas en varios tomos, que narraban toda una trayectoria, que comenzaban describiendo un comercio en la calle de Toledo y tenían conflictos sentimentales y amorosos de varios personajes, aquellas novelas espléndidas que se llamaban Fortunata y Jacinta, les van a decir poco a estos nuevos escritores; ellos preferirán cultivar la novela corta, que es un relato que normalmente suele desarrollar una sola emoción. Cuando en La voluntad   —85→   Azorín entra a saco en el mundo de la novela, a través de su personaje Yuste, argumentará que una novela no se puede hacer persiguiendo un personaje desde que se levanta hasta que se acuesta, y dirá literalmente: «A una novela le bastan con diez, veinte, cuarenta sensaciones; no puede pretender ni debe pretender una novela reflejar una vida entera», porque la vida es «multiforme, ondulante, contradictoria».

Lo mismo pasó en el teatro. Cuando los espectadores madrileños asistieron por primera vez, en el Teatro de la Comedia, al estreno de Gente conocida (1898) de Jacinto Benavente, una de las cosas que echaron de menos, y que se percibe en las críticas que aparecieron al día siguiente, es que la obra no «trataba» de nada: se abría el telón, aparecía el salón de una casa noble, donde parte de los muebles estaban cubiertos y donde se estaba celebrando una pública almoneda de las pertenencias; en el segundo y en el tercer acto la escena era la misma, y los numerosos personajes hablaban unos con otros pero sin que hubiera exposición, nudo y desenlace. Imagino que la misma sensación que antes tuvo en Madrid el público de 1898, la experimentó el público de Moscú cuando vio los espléndidos dramas de Chejov, que son exactamente contemporáneos, o la había tenido antes el público de Oslo cuando vio los dramas de Ibsen, o los públicos de Berlín y Estocolmo cuando descubrieron a Strindberg. Eran dramas en los que no ocurría nada porque todo había ocurrido ya.

Lo que sucedía en escena era realmente como una especie de continuación de esa tensión intolerable que sin embargo no se resolvía, ni en duelos a espada, ni en crímenes, ni en grandes frases retóricas, de esas que en vez de comunicarse a los otros personajes, se dicen, casi se gritan, en el proscenio hacia los espectadores. Aquellos dramas se desarrollaban en una suerte de tenso ambiente de monotonía, enriquecido por los símbolos. Y realmente los primeros dramas de Benavente, los más hermosos que escribió, son un fiel testimonio de ese nuevo horizonte de la expresividad dramática.

Lo mismo sucedía en la poesía lírica. Como había ocurrido en la época romántica, la literatura volvía a estar llena de fragmentos y los poemas se hacían cada vez más cortos, cada vez más indefinidos. Muchas veces incluso, los poemas o las novelas cortas jugaban con definiciones de género muy chocantes. Valle-Inclán llamaba a unas novelas cortas «sonatas», de forma evidentemente musical. Rubén   —86→   Darío titulaba uno de sus poemas «Sinfonía en gris mayor», jugando en este caso con apelaciones a sentidos y a formas artísticas muy diferentes. «Nocturnos» poéticos se volvían a componer en cantidades verdaderamente industriales. Incluso cuando Valle-Inclán, que era único para poner rotulaciones, desarrolló un género curioso, que estaba entre el teatro y la novela, tituló a sus obras «comedias bárbaras». ¿Qué quería decir ese apelativo? Los textos no eran comedias sino más bien tragedias, como lo es casi todo en el teatro de Valle-Inclán. Pero seguramente el escritor pensaba en el sentido clásico de la palabra «comedia» como mezcla de personajes bajunos y de personajes de alto fuste. Y al tildarlas de «bárbaras» no quería decir que sólo los personajes fueran muy violentos (que, por cierto, lo son) sino que eran «bárbaras» porque, apelando como lo hacían a la idea clasicista de poética, no estaban escritas en latín, sino en una lengua bárbara, en una lengua románica (el poeta italiano Giosué Carducci había llamado también «barbare» a sus odas italianas y el boliviano Ricardo Jaymes Freire había bautizado Castalia bárbara a sus poemas inspirados en los antiguos pueblos germanos).

No hubo género que quedara con cabeza. Unamuno decide llamar «nivolas» a sus novelas y la idea de definir a sus relatos con un nombre tan exótico la sacó de un sucedido que le había contado Manuel Machado; al parecer, alguien se acercó al poeta y le afeó que hubiera escrito un soneto en alejandrinos y con estrambote, porque así no eran los sonetos cabales, y entonces Machado, ya amostazado, le dijo: «Mire, es que no es soneto es un “sonite”.» Pero si de algo sirve la anécdota es para revelar precisamente ese deseo de ruptura del molde establecido, y no por un prurito de novedad por la novedad, sino por convertir la literatura en una emoción nueva: «corprenedora», en el sentido en el que Maragall había definido tan acertadamente La casa de Aizgorri de Baroja, que por cierto, no es una novela, ni es un drama, sino una novela dramática, un género ambiguo, intermedio, que ya había explorado Galdós, por cierto.

Porque si hay un género que realmente refleje lo que fue, en fin, esa indefinición de las fronteras en la literatura de la época, éste sería precisamente aquello que más frecuentemente en las planas de los periódicos y que, a falta de nombre mejor, llamamos «ensayo». En realidad, deberíamos o reproducir los nombres de la época, y hablar de «crónica», «impresión», etc., o simplemente enunciar lo que originariamente   —87→   fueron aquellos escritos: artículos de periódico, comunicación diaria de los escritores con su público. Ese «ensayo» va a ser una de las definiciones más claras de la nueva sensibilidad. Unamuno tiene uno precioso, de 1904, que se llama «A lo que salga», y a fe que pocas veces definió tan certeramente toda una poética. Porque en él no se refiere tanto a la improvisación cuanto a esa especie de tensión comunicativa en la que se borran las diferencias entre el motivo externo y la sensibilidad interior y en la que, por otra parte, se quieren borrar también las diferencias entre el lector y el autor. El «ensayo» resultó ser un nuevo pacto entre autores y lectores, cosa que en Unamuno resulta más evidente que en casi ninguno, quizá por esa actitud un poco de predicador que adoptaba a veces en perjuicio de sus propios libros. Pero en otros autores la complicidad se establece de otro modo. Leamos, por ejemplo, Los pueblos, «ensayos de la vida provinciana», como subtitula Azorín su libro de 1905, donde la comunicación de lector y autor es mucho más persuasiva, mucho más delicada, y mucho más hábil, indudablemente. O leamos El tablado de Arlequín (1904) de Pío Baroja, otro delicioso libro de ensayos, pero de ensayos que, en este caso, se entreveran de cuentos, de observaciones... Libros, en definitiva, de fragmentos personales, que son como pequeñas monedas de cambio que la sensibilidad de los lectores y la sensibilidad de los autores se intercambian. De esa manera, la literatura empezaba, también en este sentido, otro modo de entender la realidad: otra manera, decíamos antes, de ver las cosas.

Y una de las cosas que se ve también de otra manera es la realidad española. Lo último que voy a decir es que la generación del 98 «descubre» España; lo diré únicamente en el sentido en que mi amigo Inman Fox lo ha dicho recientemente en un libro imprescindible y al que le ha dado un título muy sabio, La invención de España; adviertan ustedes que «invención» quiere decir dos cosas: «inventar» en el sentido de sacar algo de donde no lo había, e «inventar» con el significado de su étimo latino, de invenire, que significa simplemente «hallar». No se descubre nada que no exista ya previamente, ni se inventa nada que no exista de antemano. Antes lo decíamos con respecto al paisaje, al recordar que el paisaje es un modo de acotar culturalmente la naturaleza; España es, asimismo, una realidad que preexistía e incluso existía un nacionalismo español. Lo que se «inventa» en torno a 1900 es algo distinto: se inventa el nacionalismo estético,   —88→   que es harina de otro costal, porque ya no necesita de Viriato, de Sagunto y de Las Navas y de los cuadros de pintura de historia, y de los monumentos de las calles o de la peculiar toponimia urbana que a lo largo de toda la Restauración había impuesto eso que los franceses que llaman con una expresión, que nosotros traducimos muy mal, el «imaginario colectivo».

Lo que ahora se inventa es un «imaginario», permitan que reitere el galicismo, de carácter distinto: un «imaginario emocional». Que unas veces tiene esa dimensión que ustedes tienen tan presente en esta exposición y que seguiremos llamando la «España negra». Pero las fronteras no son nunca fáciles de trazar en el territorio de la sensibilidad. No creamos que todo se acaba diciendo que la España negra es la de Gutiérrez Solana, la de Nonell o la del más negro de los Zuloaga. Esto se discutió con pasión -y el catálogo de esta exposición trae unas precisas páginas de Tusell sobre el asunto- cuando se aireó el famoso «caso Zuloaga» entre 1907 y 1911: ¿hasta qué punto los escritores, los pintores, los que habían inventado la España negra, no eran los prisioneros de algo que ellos habían imaginado y, sobre todo, hasta qué punto era legítimo reflejar de esa manera la vida del país? «Pintura literaria» se ha dicho desde entonces a propósito de Zuloaga, pero los textos de Unamuno, Azorín, Maeztu y Ortega acerca del «caso Zuloaga» están entre las páginas mejores y más logradas que se han escrito sobre la estética en la vida española. Y es que todo sentimiento estético es moralmente ambiguo. Toledo es unas veces la ville morte española, es decir, esa ciudad espléndida, maravillosa, que ya ha descubierto, por cierto, Galdós en Ángel Guerra, que redescubre en Camino de perfección Baroja y Azorín en La voluntad. Pero también Toledo es lo siniestro, lo negro, esa historia que cuenta Azorín del personaje que va por sus callejas con un ataúd blanco diciendo: «¿Dónde ha muerto una niña?» ¿Qué podemos esperar de una ciudad donde aparece eso y donde, sin embargo, ante un cuadro de El Greco o ante una monja que reza en un convento, Fernando Osorio, el personaje barojiano, se emociona tan profundamente? Claro está que Fernando Osorio se ha definido a sí mismo como «histérico y degenerado», pero tengamos en cuenta que no debemos entenderlo como una descalificación: la histeria y la degeneración son también dos perspectivas del mundo, y dos perspectivas particularmente agudas. «Decadentismo» es una palabra que   —89→   utilizamos muy poco entre nosotros y que, sin embargo, también define muy bien este fin de siglo.

A vueltas de esta nueva manera de ver las cosas, nació algo sencillamente impresionante que es la literatura española del siglo XX, algo, sinceramente, de lo que podemos y debemos sentirnos orgullosos. La literatura española, el arte español, y también la ciencia española en muchos sentidos, no surgieron en 1898 como una respuesta a una España decaída, a una España triste, a una España famélica; surgieron del descontento contra la hipocresía que pretendía ocultarlo bajo el caciquismo, el clericalismo y el pretorianismo. La España famélica venía de bastante antes (la Restauración había hecho muy poco por ella) y, si me apuran, ese auge de las letras, las artes y el pensamiento también venía de la insatisfacción que habían conocido en sí mismos Galdós o Clarín. En su huella, los nuevos escritores «inventaron» España. Y eso es algo de lo que nosotros somos herederos. Ese es nuestro patrimonio y el hecho de que estén ustedes aquí, yo sé que obedece precisamente a eso, a que ustedes están rodeados de algunos hermosísimos cuadros y que nos conjura a todos en una idéntica emoción la evocación del gran arte español de principios de siglo.