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ArribaTradición y renovación del arte de fin de siglo

Víctor Nieto Alcaide



Catedrático de Historia del Arte Moderno
y Contemporáneo de la UNED

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Presentación

Concluimos este ciclo de conferencias con las que la Fundación Central Hispano ha querido aprovechar la ocasión de esta exposición para que el auditorio y los visitantes pudieran tener una idea más completa de lo que significó el fin de siglo en materia artística. Recordarán ustedes que las dos primeras intervenciones eran de historiadores, luego tuvimos un sociólogo, un especialista en historia de la literatura y finalmente las dos últimas intervenciones, la de Francisco Calvo Serraller y la de hoy, de Víctor Nieto, son intervenciones de historiadores del arte.

Víctor Nieto nació en Madrid en 1940 y es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Pertenece al Comité Internacional de Historia del Arte, es presidente del Comité Español del Corpus Vitrearum Medievi, es decir, del organismo dedicado al estudio de las vidrieras medievales; es correspondiente de la Hispanic Society, y pertenece como vocal al Patronato del Patrimonio Nacional. Ha sido director de la revista Fragmentos, y ha publicado numerosos artículos de crítica de arte y de historia del arte en diversas revistas científicas especializadas. Yo creo que Víctor Nieto, en su trayectoria actual y como profesor de Historia del Arte, tiene la virtud de la pluralidad de intereses. Él es uno de nuestros mejores especialistas en arte renacentista medieval, ha ido uno de los grandes estudiosos de las vidrieras de las catedrales españolas, no sólo de las catedrales, también de los edificios civiles. Ha estudiado, por ejemplo, las vidrieras de la catedral de Sevilla, de la catedral de León, de la catedral de Granada; recientemente ha aparecido un libro suyo sobre un aspecto muy poco conocido del arte contemporáneo en Madrid, es decir, las vidrieras modernistas, ha podido levantar como un censo de un enorme interés de esas vidrieras. Ha publicado también un libro sobre el arte prerrománico asturiano, y ha hecho interpretaciones desde una vertiente no sólo de historiador sino también desde una vertiente teórica sobre el Renacimiento; hay un libro suyo que se titula Espacio y luz en el modelo clásico y que se refiere precisamente al Renacimiento. También ha escrito sobre la crisis del Renacimiento y tiene una obra muy amplia y sobre todo extraordinariamente densa sobre el arte español actual. Por ejemplo, ha publicado un libro excelente sobre el pintor Lucio Muñoz. Ven ustedes con este ejemplo hasta qué punto la   —114→   calidad de un intelectual se mide precisamente por esa pluralidad de intereses: un especialista en vidrieras medievales y al mismo tiempo un especialista en Lucio Muñoz. Acaba de publicar un libro, que todavía no he leído, sobre Rafael Canogar, y algunos de los mejores textos que hay sobre, por ejemplo, arte español de los años cincuenta han salido de su pluma, en aquellas exposiciones que organizó la Comunidad de Madrid en la Plaza de España.

Tiene la palabra Víctor Nieto.

Javier Aguado
Director Gerente de la Fundación Central Hispano



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Conferencia

El 98 es hoy un problema histórico, pero hace algunos años cuando yo iniciaba mi formación, era un modelo cultural y un modelo intelectual. El 98 era todavía un modelo vigente al producirse una identificación con los escritos de Machado, de Azorín, de Unamuno o de Valle-Inclán. Un modelo y un mito con profundas repercusiones en los gestos y actitudes de muchos pronunciamientos de la vanguardia posterior.

Yo voy hablar del arte que se produce en relación con este fenómeno a finales del siglo XIX y primeros años del XX y de la repercusión que, desde el punto de vista formal e ideológico, tuvo el pensamiento y la generación del 98 en diversas manifestaciones artísticas de nuestro siglo. Es evidente que el fenómeno del 98 tuvo consecuencias evidentes en el campo de la historia, de la política y de la literatura. Por extensión, se ha pretendido ver igualmente como el estimulante y la causa de unos desarrollos artísticos surgidos en diversos ámbitos de la renovación y de la Modernidad. Sin embargo, el hecho de que en la literatura y el pensamiento tuviese una repercusión directa -aunque, a veces, establecida a posteriori y de una manera forzada- no supone que en la renovación artística tuviera que desarrollarse forzosamente esta relación.

El 98 fue un detonante y un estimulante importante -pero no el más importante ni el único- para que se produjera la renovación artística de finales de siglo frente a los baluartes de la tradición y del academicismo. El problema del 98 constituyó un tema importante de reflexión de varias generaciones, creando un clima crítico y un ambiente de exigencias de regeneración y renovación. Pero otras causas intervinieron igualmente en la configuración de este clima y de este ambiente, de esta atmósfera que sesgadamente se ha querido ver girando exclusivamente en torno al 98.

En este sentido, podemos comenzar esta conferencia haciendo una afirmación precisa: la modernidad de las manifestaciones artísticas españolas de finales del siglo XIX y principios del XX se produjeron al margen y con independencia del impacto producido por el desastre de 1898. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que el fenómeno del 98 no tuviese una repercusión posterior en aspectos de la pintura como el paisaje, después de que los escritores hubieran elaborado   —116→   una visión y una imagen nueva en torno a Castilla, o tras el tremendismo y el sentimiento trágico y patético de la existencia y de una visión atormentada y negra de España.

Es indudable que el conflicto del 98, las consecuencias de la guerra con Estados Unidos y el fin del imperio español, tuvieron repercusiones importantes en el campo del pensamiento y de la cultura. Hasta el punto de que ha dado lugar a una delimitación conceptual y terminológica, la llamada por primera vez de forma imprecisa por Gabriel Maura, Generación del 98. En 1913 Azorín volvería sobre esta idea en varios artículos publicados en ABC y que recogería en Clásicos y Modernos. Pero desde su aparición la agrupación de estos escritores bajo la etiqueta de «Generación del 98» surgió con tintes de polémica. Hasta el punto de que algunos de los escritores que habían sido incluidos en la «generación», llegaron a negar su existencia. Desde su nacimiento el nombre mismo de Generación del 98 fue un tema polémico.

Pero dejando a un lado la cuestión espinosa y, en algún caso, irritante de las clasificaciones generacionales, la Generación del 98 sirve como marco ideológico de un amplio movimiento con un relativo carácter unitario formado por opciones dispares que, aunque tienen esencialmente un carácter literario, desarrolló un amplio panorama de actividades y planteamientos orientados a la recuperación del pulso histórico de la actualidad o, lo que es igual, a la integración en la idea de la modernidad. Quizá sea en el campo de la pintura, frente al baluarte de un arte esencialmente académico, donde se pone de manifiesto, desde unos planteamientos ideológicos afines, el intento por acceder a una idea de modernidad. Diríamos que es la creación del presente y el intento de sus protagonistas de no vivir de las imágenes, de los modelos o de los revivals del pasado.

Pero lo que surgió a raíz del fenómeno del 98 no fue la irrupción de una vanguardia radical que, por otra parte, se produciría después, sino una integración y una incorporación a los principios, ideas y nociones de una modernidad moderada. El 98 fue el detonante y la referencia de una actitud cultural colectiva, que se acelera y acentúa por este fenómeno histórico, aunque no surge ni se crea sólo por él.

Esta suma de pronunciamientos y tendencias relacionados con el fenómeno del 98 no cabe hacerlos derivar, como se ha hecho de forma mecanicista y simple, de las consecuencias ideológicas, políticas   —117→   y materiales surgidas a raíz del desastre del 98. Pues, resulta evidente que con el desastre o sin él se habría producido igualmente una revisión crítica de la situación española, habría surgido un regeneracionismo como el que apareció entonces y se habrían producido los mismos intentos u otros parecidos de integración cultural en la modernidad del momento.

El 98 tuvo una repercusión puntual. Si proyectó un sentido pesimista, agónico y sombrío en el pensamiento, la literatura y el arte, lo hizo solamente desde un ángulo parcial, concreto y preciso. La renovación que se produce en el arte europeo del siglo XIX había llegado a España de forma desigual. Fue precisamente la necesidad de integrar la actividad artística del presente en las coordenadas vitales y existenciales de la Modernidad, lo que llevó a muchos artistas españoles en los últimos años del siglo XIX y principios del XX a emprender la experiencia de una renovación artística. Artistas como Aureliano de Beruete, nacido en 1845, con su pintura de sesgo impresionista y su pleinarismo renovador frente al paisajismo naturalista impuesto por el pintor Carlos de Haes, fallecido casualmente en 1898, introdujeron una nueva visión del paisaje, concretamente del paisaje central del entomo de Madrid. O Darío de Regoyos, nacido en 1857, con su peculiar y moderna concepción de la pintura; o el luminismo de Joaquín Sorolla, nacido en 1863, plantearon una renovación de la pintura al margen de los cauces académicos y convencionales. Y lo mismo podríamos ver también en el caso de Ignacio Zuloaga con el equilibrio de un Modernismo teñido de academicismo pero de una gran novedad y que podríamos contraponer a otro modernista sui generis como es Romero de Torres.

Aunque la obra de estos artistas no se integra de forma ortodoxa en las experiencias internacionales más radicales de la Modernidad constituye un intento de renovación singular que participa en la disparidad de opciones configuradoras del arte contemporáneo. Es difícil asignar una participación ortodoxa en las distintas tendencias a los numerosos pintores. Así nos planteamos si podemos o no calificar a Beruete o Regoyos de impresionistas. Pero si en el Impresionismo francés buscamos impresionistas puros, solamente encontraremos tres o cuatro y, alguno de ellos, solamente durante algún período de su vida. En este sentido, ha sido un problema metodológico el hecho de que la pintura contemporánea haya venido codificada y clasificada,   —118→   articulada en torno a unos ismos concretos en relación con los cuales parece que no se tenía cabida si no se hacía algo similar. Pero, en realidad, la modernidad es algo mucho más complejo y dispar, en la que participan una serie de opciones, muchas veces contradictorias, pero con el nexo común de la renovación. De ahí, la necesidad de ver el proceso artístico de la modernidad española al margen de la perspectiva estereotipada de un modelo y unos paradigmas.

Es evidente que esta pintura no surgió como ideario de toda una generación, ni, mucho menos, como una derivación directa de los imperativos y condicionantes ideológicos surgidos a raíz del 98. Las relaciones de esta renovación artística con la ideología de la Generación del 98 se produjo tan sólo a través de la coincidencia de algunas actitudes como el deseo de lograr una incorporación a la modernidad en sintonía con Europa. Y aunque en esto hay una unidad de intenciones, las formas de realizarlos fueron muy distintas. Pues, en la pintura esa integración tenía que producirse a través de la relación específicamente plástica, con los impresionistas, el simbolismo, con el puntillismo o el expresionismo.

Unamuno afirmaba que «España está por descubrir y sólo la descubrirán españoles europeizados». Ahora bien, una misma actitud orientada a lograr una integración en la Modernidad se produjo igualmente en otros países cuyo arte había desarrollado a lo largo del siglo XIX unos planteamientos de acusado corte conservador al margen de los intentos de renovación surgidos en Francia o Inglaterra. El caso de Austria, con su Sezession resulta muy representativo a este respecto. En Viena se produjo un movimiento creativo que rompía los cauces académicos del pasado e introducía el acceso a una concepción moderna del arte, de la literatura, la música y de la ciencia, sin que existieran como telón de fondo unas circunstancias históricas parecidas a las de nuestro 98. Otro caso similar, aunque surgido desde unas perspectivas y con unos resultados completamente diferentes, es el del peculiar Modernismo belga. En Bélgica, el Art Nouveau asumió la categoría de un «estilo» integral, aglutinador de un lenguaje artístico nuevo, que se proyectó en los más diversos campos de la vida: desde la arquitectura al mueble, desde las artes gráficas a las encuadernaciones, las joyas y las telas. Y, en este país tampoco se había producido un acontecimiento histórico similar al fenómeno del 98. Paradójicamente fue el arte y la cultura belga las que tuvieron una   —119→   importancia decisiva en la transformación artística española de los últimos años del siglo XIX (Emile Verharen y la formulación de la imagen de la España negra), constituyendo lo que Tussel ha llamado «la conexión bruselense», o la presencia en Bélgica de artistas como Regoyos e Iturrino.

A este respecto es importante señalar cómo en España los intentos de renovación modernista más importantes de la arquitectura se produjeron en Barcelona, ciudad en la que precisamente el fenómeno del 98 y la ideología política que surgió entonces resultaba algo completamente extraño. La arquitectura modernista catalana de Gaudí, Domenech i Montaner, Puig i Cadafalch, Bassegoda o Granell y otros muchos alcanza una de sus definiciones más coherentes, audaces y precisas. Igualmente otros artistas, desde perspectivas distintas, iniciaron los cauces de una modernización como los pintores Casas, Rusiñol, Junyent o escultores como Llimona, Blay o Clarasó. En Barcelona, por ejemplo, la modernización de la pintura había comenzado mucho antes del 98, mediante el incremento de una pintura burguesa difundida y distribuida por galerías, como la Sala Pagés, y que fue generando un ambiente artístico que determinó que los artistas no necesitasen depender de Madrid y de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes.

Barcelona además fue el centro en el que en torno a 1900 se encontraron artistas renovadores de diversas procedencias como Picasso, establecido en la ciudad en 1895, frecuentando la tertulia de Els Quatre Gats, una cervecería intelectual, inaugurada en 1897, construida en estilo neogótico por Puig y Cadafalch y que no tardó en convertirse en un centro importante de reunión de escritores y artistas, dando lugar a la publicación de la revista literaria del mismo nombre.

Todo esto no debe hacer pensar que solamente existió una modernidad en Barcelona mientras Madrid languidecía en un recalcitrante conservadurismo artístico, como cierta historiografía ha querido hacernos creer. El desarrollo arquitectónico del modernismo en Barcelona es único. Pero la modernidad desarrollada en diversas manifestaciones como la pintura, las artes gráficas, las artes del libro, la decoración arquitectónica, la escultura monumental y la vidriera, así como la crítica, e incluso una arquitectura al margen del Nouveau, tuvieron en Madrid uno de sus centros fundamentales. Al margen del   —120→   Nouveau Madrid fue otro de los grandes centros en los que se inició el largo camino de la Modernidad. Un ambiente de renovación sin el que no se explica cómo Picasso en una estancia breve en Madrid, pudiera crear, en 1901, la revista Arte Joven.

Pero para comprender los cauces que hicieron posible esta renovación es preciso tener en cuenta los viajes de los artistas al extranjero, especialmente a París, con el consiguiente proceso de asimilación de las nuevas corrientes. A ello se debe que en muchos casos esta modernidad estuviera menos impregnada de connotaciones hispánicas que en el caso de la literatura en la que esta recepción de influencias era menos directa. En París muchos pintores vivieron directamente la renovación de en torno a 1900, como Anglada Camarasa, Aurelio Arteta, Aureliano de Beruete, Juan de Echevarría, Francisco Iturrino, Gustavo de Maeztu, Santiago Rusiñol, Joaquín Sorolla, Ramón y Valentín Zubiaurre o Ignacio Zuloaga. Algunos, como Picasso, se quedarían permanentemente en la capital francesa. Pero junto a los viajes no debe olvidarse el profundo impacto que la llegada de determinados artistas o escritores causó en los artistas de fin de siglo. Si el desastre del 98 pudo producir un impacto en los intelectuales y artistas, no fue menor el que provocó la llegada ese año a Madrid de Rubén Darío cuya influencia fue decisiva en la generación sugestionada por la novedad de su lenguaje modernista.

Estos hechos obligan a considerar con cautela y un sentido relativo la influencia en el campo del arte de las consecuencias del 98. Pues, más bien se trata de un fenómeno paralelo o de un estimulante que introduce en ciertos casos un componente particular a las formas españolas de la Modernidad. Pero nunca como una de las causas que, en última instancia, determinaron su pulso, su ritmo y su aparición. Pues no es posible hallar una causa, un motivo, un fenómeno del que arranque toda la cultura de una época. Más bien fue un estado de conciencia, una actitud mental que favoreció el desarrollo de unos planteamientos en contacto con las nuevas tendencias que se desarrollan en el extranjero.

Con el desastre del 98, se acentúa y acelera el desarrollo de un espíritu crítico que ya se había producido con anterioridad. Pensemos en Larra, en el espíritu crítico de Clarín, en los regeneracionistas como Joaquín Costa y los krausistas. Algunos autores como Ganivet (fallecido en 1898) realizaron toda su producción con anterioridad a   —121→   la fecha fatídica del 98. Otros como Unamuno, Azorín o Valle-Inclán habían comenzado su labor como escritores con anterioridad. De ahí, que, en relación con este fenómeno, sea más lógico hablar de una renovación que tiene lugar en torno a 1900, en conflicto con los baluartes sólidamente establecidos de la tradición. Pues, con el 98 o sin el 98 el arte del fin de siglo habría seguido su mismo camino.

Los intentos de modernización y renovación de las artes no fueron un fenómeno surgido a raíz de ese impacto. Es un problema similar al que dos décadas más tarde se produciría con el fenómeno del Dadaísmo. Se ha dicho que el Dadaísmo, tendencia creada por Tristan Tzara en 1916 en el Cabaret Voltaire de Zurich, fue consecuencia de la crisis ética e ideológica planteada por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sin el estallido de guerra se habría producido igualmente la aparición del Dadá, con su actitud nihilista y su negación de los valores tradicionales de la ética, la ciencia, la cultura y el arte. Y se habría producido porque no fue una mera consecuencia de la Guerra, sino de una crisis de valores de la que fue consecuencia el mismo conflicto bélico.

En este mismo orden de cosas la renovación artística española de finales de siglo XIX y principios del XX fue consecuencia de un estado de conciencia que condujo a la incorporación a los movimientos renovadores. Fue una exigencia de modernidad que se habría producido igualmente sin el 98. Entre otras razones, porque a los protagonistas de la renovación artística les interesaba de forma muy tangencial el imperio colonial. Este problema se planteó de un modo ideológico, en relación con un debate concreto y particular. Hay un pesimismo evidente, pero hay también el dinamismo de una sociedad sin el cual, aunque los componentes que la anquilosaban fueran muy fuertes, no se habría producido esa generación literaria ni la renovación de las artes plásticas y de la arquitectura. Ahora bien, como la Generación del 98 suponía una revisión crítica de los comportamientos españoles del pasado, de la política y de la sociedad, de las costumbres y los modos y usos del ser hispánico, la actitud crítica con respecto a la tradición de la pintura moderna tuvo una clara correspondencia en esta actitud. Era lógico que el Impresionismo, el Postimpresionismo o los desarrollos del Art Nouveau surgieran como una modernización dinámica y vital frente a los anquilosamientos de los academicismos y el uso y abuso tiránico de los clasicismos. Tanto   —122→   en un caso como en otro, se trataba de plantear una revisión crítica con respecto a la Historia, especialmente con la más inmediata, y plantear una renovación que pasaba por romper todo aislamiento y abrirse camino hacia Europa. Igual que la idea de Modernidad del arte.

La renovación de la pintura, la escultura y de la arquitectura, de las artes del diseño, de la ilustración, incluso de la moda en general, no surgía de una evolución interna, sino de una incorporación y una asimilación de los fenómenos que conformaban una Modernidad en Europa: Impresionismo y Postimpresionismo, el Modernismo, la fascinación por la cultura francesa, eran el punto de arranque y la base en los que se sustentaba esta transformación. Esto tuvo una repercusión mucho más directa e inmediata en el campo del arte, en el que la renovación -como el fenómeno modernista- se planteaba como una ruptura radical con los órdenes y usos de la tradición que, en la literatura, debido a las sujeciones e imperativos del lenguaje, no podía hacer de una manera tan radical.

El hecho de que la situación política de fin de siglo fuera una consecuencia de la introversión histórica mantenida durante todo el siglo XIX determinó que se plantease una reflexión sobre España, sobre su ensimismamiento y su relación con Europa. Y lo mismo sucede con los pintores, escultores y arquitectos cuando se plantearon una renovación del arte como una actitud que partía forzosamente de la ruptura con las tradiciones más inmediatas y la incorporación de la savia fresca de una modernidad sin fronteras.

Ahora bien, la Generación del 98 se planteó una regeneración política pero no lo hizo desde la acción, sino desde la literatura, el arte y el pensamiento. Los cambios que deseaban los proponían pero no los intentaron llevar a la práctica mediante una acción directa en la política. La acción, donde tuvo lugar fue en el marco de la vida cultural, en los debates literarios, en la renovación de los géneros, en la lucha de la modernización de la pintura frente a los anquilosamientos académicos. España y la política como reflexión. El arte y la literatura como acción. Azorín, en 1913 decía: «No es principalmente una orientación literaria lo que, a mi parecer, nos congrega aquí. La estética no es más que una parte del gran problema social. Para los que vivimos en España, para los que sentimos sus dolores, para los que nos sumamos -¡con cuánta fe!- a sus esperanzas, existe un interés   —123→   supremo, angustioso, trágico, por encima de la estética.» Ahora bien, los escritores del 98 hicieron de este sentimiento un fenómeno de sublimación estética. Del pesimismo, una recreación de lo tremendo como en pasajes sórdidos de Baroja, en las pinturas de Nonell o, incluso, con un mismo sentimiento, en las obras de Picasso de su época azul de los primeros años del siglo XX.

Es interesante notar, sin embargo, cómo la pregunta sobre la esencialidad de España determinó, en cambio, actitudes artísticas de carácter conservador. En 1895, Miguel de Unamuno en En torno al casticismo, decía «Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan sistemas, escuelas y teorías, va formándose el sedimento de las verdades eternas, de la eterna esencia; que los ríos que van a perderse en el mar arrastran detritus de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a veces una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero que, sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y acrecienta». Es decir, renovar y conservar. Hacer lo tradicional moderno y convertir lo moderno en una expresión nueva de la tradición. Lógicamente esta idea en torno al problema de la esencialidad de España planteaba acepciones muy particulares en el campo del arte. A este respecto, tenemos un ejemplo importante que nos plantea al respecto el conflicto y la tensión y los valores de la relación entre tradición eterna, lenguaje y modernidad.

En 1894, un año antes de que Unamuno escribiese su ensayo citado, se inauguraba el nuevo edificio de la Academia de la Lengua en Madrid, realizado según el proyecto de Miguel Aguado. El edificio constituye, como hemos notado en otra ocasión, una clara afirmación de las formas Clasicismo como expresión de los conceptos universalmente aceptados de orden, tradición, ciencia, universalidad y permanencia. El edificio fue pensado, además, para transmitir la imagen alegórica de la Academia como templo de la cultura, y cuya concepción clasicista evocaba plásticamente la misión de la Academia de «...fijar la pureza y la elegancia de la lengua», para las que era insustituible el lenguaje clasicista. En este sentido, el lenguaje clásico había sido seleccionado en función de transmitir una idea de orden y permanencia, de tradición y prestigio. Ahora bien, se trataba, como señalábamos a propósito de la cita de Unamuno de un   —124→   lenguaje clasicista, integrado en una orientación de la modernidad, que actuaba, a la vez, como expresión de una idea de orden y prestigio, de rigor y ciencia garante de la tradición. El edificio presenta un acentuado carácter clasicista representativo de la «idea» elevada y sublimada de la Academia de la época. El clasicismo de su arquitectura como idea de rigor, orden y permanencia y su apariencia de templo de la cultura no fue una elección casual.

Sin embargo, si este clasicismo era garante de orden y tradición el problema se planteaba a la hora de expresar estos mismos valores en función de la expresión de una esencialidad nacional. En este sentido es preciso señalar como en relación con este fenómeno, el clasicismo tuvo otros usos y otros valores, especialmente después de 1898 en que se hace una nueva reflexión no sólo sobre nuestra historia sino también sobre los usos y abusos de los estilos neomedievales. Algunos ejemplos de esta reacción frente a la pasión medievalista lo tenemos en las vidrieras de algunos edificios madrileños como las vidrieras realizadas en 1899 para el de la Real Compañía Asturiana de Minas (hoy perteneciente a la Comunidad de Madrid) proyectado por Manuel Martínez Ángel o el edificio ABC-BLANCO Y NEGRO del arquitecto José López Salaberry. La razón que movió a Salaberry a proyectar un edificio con formas de un estilo «neoplateresco», mejor dicho, «neorrenacimiento español», no fueron solamente de índole estética sino que tienen su justificación en el debate poético del momento a que venimos haciendo referencia.

Por esos años las formas neoárabes y neomudéjares que habían disfrutado de una aceptación generalizada eran consideradas como la expresión de los gustos de una sociedad folklórica cuya irresponsabilidad había dado lugar al desastre nacional del 98. La recuperación de las formas de un estilo nacional, serio, culto y responsable obedecía a esta actitud que también se manifiesta en algunos intentos por transmitir esta imagen al exterior. El lenguaje neorrenacentista del Pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1900 proyectado por José Urioste constituye una ruptura, por estas razones, con los tradicionales pabellones de formas neomedievales. Lo cual planteaba el problema de que el clasicismo no se plantease como el baluarte de la tradición al que se dirigían los dardos de los renovadores. Las formas clásicas podían ser expresión de una modernidad. Pero en este caso, por las razones enumeradas, no se trataba de acceder   —125→   a un clasicismo sin fronteras ni significados ideológicos precisos, sino de expresar con las formas clásicas un arte castizo y nacional que de alguna manera, respondiera a la pregunta de alcance general sobre «¿Qué es España?».

El Neoplateresco aparecía como una respuesta válida en el campo de la arquitectura a la necesidad urgente de recuperar, después del desastre del 98, la propia identidad nacional. A partir de entonces las formas de un Neorrenacimiento nacional aparecían como la recuperación de un espíritu perdido, del antes de las causas que condujeron al desastre de después. Lograr una imagen de España desentendida de todo folklorismo y pintoresquismo. A este respecto, son muy elocuentes las palabras de Repáraz, explicando el sentido del lenguaje neorrenacentista del pabellón construido por José Urioste para la Exposición de París de 1900: «El colmo de la inoportunidad hubiera sido presentarnos ahora ante el mundo a recordarle con un estilo más o menos mudéjar nuestros antecedentes orientales y berberiscos a los que hemos debido la aspetra misión de intermediarios ante dos opuestas civilizaciones (...) Servimos y hemos de servir para algo más que para presentar una de las notas pintorescas destinadas a combatir el aburrimiento universal. No está de más ante estas gentes (...) el recuerdo de nuestras universidades de Alcalá y Salamanca, florecientes cuando la mayor parte de las hoy famosas no existía y cuna de la Lingüística, de la Física y de la Historia Natural...».

Es interesante observar cómo a través de esta «recuperación» de un clasicismo hispano se planteaba el papel de España en la Ciencia, intentando presentar como español un aspecto cuya identidad nacional era difícil de demostrar. Unamuno, en En torno al casticismo había notado cómo mientras es posible rastrear un arte nacional resulta casi imposible hacerlo con respecto a la ciencia: «Por natural instinto y por común sentido comprende todo el mundo que al decir arte castizo, arte nacional, se dice más que al decir ciencia castiza, ciencia nacional, que si cabe preguntar qué se entiende por química inglesa o por geometría alemana, es mucho más inteligible y claro hablar de música italiana, de pintura española, de literatura francesa. El arte parece ir más asido al ser y éste más ligado que la mente a la nacionalidad, y dogo parece porque es apariencia.» Si se trataba de hallar el ser, la esencia nacional, el Neoplateresco se entendía entonces como un antecedente culto distinto de nuestros antepasados   —126→   orientales. Suponía romper con la frivolidad y folklorismo precedentes propios de una mentalidad y una sensibilidad que nos llevaron al 98. El Neoplateresco reafirmaba la existencia de un estilo español que era clásico y que ponía de manifiesto nuestras raíces históricas clásicas y europeas.

El gótico, cuyo desarrollo en la época de los Reyes Católicos ofrecía unas connotaciones nacionales gloriosas, podía haber sido igualmente el modelo de un estilo nacional. Pero evocaba el pasado medieval y, sobre todo, la época de los Descubrimientos en un momento en que la pérdida del imperio colonial exigía olvidar estos dos supuestos. De ahí, la imposibilidad de que sirviera para asumir la imagen redentora de un estilo nacional. Ésta fue la razón por la que en el Pabellón de la Exposición de París de 1900 se rechazaron los modelos góticos. Como dijo entonces Puig y Valls, en una «Crónica de la Exposición de París. El Pabellón de España» y ha recordado hace poco Bueno Fidel, «El Sr. Urioste pudo imitar lo que ha proyectado el arquitecto del pabellón belga, existiendo en España tantos ejemplares del gótico; pero evocando el gótico en nuestra tierra la época de las conquistas y descubrimientos, quizá no halló pertinente ni patriótico mantener vivos estos recuerdos». El nuevo sentimiento nacional desplazó por completo las formas medievales encarnándose a través del Neoplateresco en la imagen castiza de lo clásico. El Plateresco asume el significado de estilo nacional y culto representativo de una continuación de las tradiciones más gloriosas de nuestro pasado al tiempo que aparecía como una formulación moderna, que establecía un corte radical con todo el folklorismo precedente. En este sentido, como ha escrito Javier Hernando «...cuando resurge el neoplateresco con el cambio de siglo, además de contener una fuerte carga nacionalista, presenta un abandono definitivo de la veta folklórica. La generación del 98 quería enterrar después de tanto tiempo la España de la pandereta».

Sin embargo, como hemos notado antes, todo esto se habría producido igualmente con seguridad sin el desastre del 98. Lo que hizo este acontecimiento fue acelerar un proceso que estaba en marcha y desencadenar diversas justificaciones en relación con él. Con anterioridad, sus fundamentos ya habían sido establecidos. Miguel de Unamuno, en 1895, en una reflexión ante la cuestión nacional de la ciencia y el arte afirmaba: «El arte por fuerza ha de ser más castizo   —127→   que la ciencia, pero hay un arte eterno y universal, un arte clásico, un arte sobrio en color local y temporal, un arte que sobrevivirá al olvido de los costumbristas todos. Es un arte que toma el ahora y el aquí, como puntos de apoyo, cual Anteo la tierra para recobrar a su contacto fuerzas; es un arte que intensifica lo general con la sobriedad y viuda de lo individual, que hace que el verbo se haga carne y habite entre nosotros. Cuando se haga polvo el museo de retratos que acumulan nuestros fotógrafos, retratos que sólo a los parientes interesan, que en cuanto muere el padre arranca de la pared el hijo el del abuelo para echarlo al Rastro, cuando se hagan polvo vivirán los tipos eternos. A ese arte eterno pertenece nuestro Cervantes, que en el sublime final de su Don Quijote señala a nuestra España, a la de hoy, el camino de su regeneración en Alonso Quijano el Bueno; a ese pertenece porque de puro español llegó como a una renuncia de su españolismo, llegó al espíritu universal al hombre que duerme dentro de todos nosotros. Y es que el fruto de toda sumersión hecha con pureza de espíritu en la tradición, de todo examen de conciencia, es, cuando la gracia humana nos toca, arrancarnos a nosotros mismos, despojarnos de la carne individualmente, lanzarnos a la patria chica de la humanidad».

De todos los estilos arquitectónicos que se habían desarrollado en España, el Plateresco era el que mejor servía de modelo para expresar estas dos ideas de castizo y clásico. Se trataba de un lenguaje que evocaba una época triunfal y cuyo carácter esencialmente ornamental podía sistematizarse en un corpus regular válido para ser aplicado a estructuras modernas del mismo modo que en el siglo XVI lo había sido a otras góticas. Sistematización de los repertorios decorativos y aplicación a estructuras modernas conforman los rasgos esenciales del Neoplateresco. Las estructuras cambian, la decoración permanece, una decoración en la que se subliman las raíces eternas de lo hispánico. Esta decoración que antes fue plateresca y, ahora, neoplateresca, constituye el fundamento de un sustrato artístico nacional eterno o unamuniano. A este respecto, resulta oportuno transcribir una cita de Menéndez Pelayo en su Historia de las Ideas Estéticas en España (1883), en la que hacía una alabanza apasionada de esta decoración en la arquitectura española del Renacimiento: «Los Egas, los Fernán Ruiz, los Diego de Riaño, los Covarrubias, los Bustamante, los Juan de Badajoz son ya arquitectos de pleno Renacimiento, en las   —128→   obras de los cuales, si las medidas y proporciones antiguas no andan muy exactamente observadas, la tendencia a sujetarse a ellas no puede ser más acentuada, siquiera la regularidad que buscan yazga oprimida por la pomposa, alegre y lozanísima vegetación que campea en sus portadas, y que hace el efecto de una selva encantada del Ariosto o de los libros de caballerías. Los accesorios ahogan el conjunto; pero son tales los detalles de menudísima escultura, tal la hermosura de los medallones, frontones y frisos, que el crítico más severo no puede menos de darse por vencido ante este arte que de tal modo busca el placer de los ojos, y lamentar de todo corazón la triste, seca y maciza regularidad que poco después vino a agostar todas estas flores, a ahuyentar de sus nidos a estos pájaros, a enmudecer estas sirenas y a interrumpir aquella perpetua fiesta que tal impresión de regocijo y bienestar produce en el ánimo no preocupado.» Menéndez Pelayo tras esta exaltación, redactada a la manera de un «manifiesto» orientado a la recuperación del Plateresco dice cómo después vino «...la durísima y antipática disciplina de Herrera» y luego «...la invasión del detestable culteranismo artístico a que dieron nombre los Borrominos y Churrigueras». Menéndez Pelayo establece una periodización en la que un arte modélico era suprimido por la depuración herreriana, primero, y las degeneraciones churriguerescas, después. Su tesis no puede ser más clara y su actitud más decidida para que se estableciera un nexo con un pasado glorioso, solamente representado por el Plateresco, y se procediera a la formulación de una arquitectura que fuera soporte de esta decoración plateresca.

Estos repertorios decorativos del Neoplateresco eran válidos con tal que presentasen una alusión aparente de las formas del siglo XVI. Puede decirse que lo que era una expresión decorativa en la arquitectura española del siglo XVI se convierte ahora en un estilo y en un estilo nacional. Se trata de un deseo de conectar, a través de una forma nacional y propia del clasicismo, con la idea universal y europea de la cultura y de la historia. Entre 1883, en que Menéndez Pelayo escribe su Historia de las Ideas Estéticas en España, y 1895, en que Unamuno publica En torno al Casticismo, en algunas obras ya se habían producido desarrollos del motivo decorativo fundamental del Plateresco, el grutesco, como en las vidrieras del edificio del Banco de España en las se desarrolla una de las primeras definiciones   —129→   modélicas de este motivo llamado a tener una amplia proyección posterior. Y lo mismo se observa en las rejas del banco realizadas por Gabriel Asins siguiendo diseños de Adaro con motivos ordenados a la manera de una decoración a candelieri. A este respecto debe señalarse que es muy posible que la abundante presencia del grutesco en este edificio no fuera producto de un capricho decorativo, siendo muy posible que su presencia obedeciera a su doble condición de clásico y español. Pero junto a este fenómeno, surgido de la preocupación por hallar un estilo que reflejase la esencia de España se produjeron otros planteamientos que tuvieron un profundo eco posterior en la pintura española.

La pregunta de España, el análisis y valoración de la esencialidad de Castilla a través de su paisaje, fue para los hombres del 98 el estímulo de una creación literaria que tuvo repercusiones profundas y trascendentes en la pintura española del siglo XX. Si no pasaron a la acción política, acometieron la literatura y la cultura como acción. Pero, a la vez, esta acción se tradujo en una estética, lírica y sublimada. Como las figuras enjutas y famélicas de los personajes de los cuadros azules de Picasso, desarrollaron una estética ensimismada de un sentimiento trágico de la existencia al margen del testimonio como el tremendismo profundamente introvertido de Nonell. Es una concepción que con visos naturalistas pasados por una factura sucia y expresiva continuará en otros de los pintores de la España Negra y sórdida como José Gutiérrez Solana. Una imagen de la España Negra que tuvo relevancia en la obra de Regoyos y Zuloaga.

Ahora bien, esta concepción, muy en sintonía con el pesimismo del 98, no fue asumida de un modo general, sino en situaciones ocasionales y puntuales. A este respecto, según apuntaba Ortega en 1912, Sorolla se quejaba «...de esa predilección que parecen tener otros pintores por buscar lo trágico y lo triste de nuestra patria, lo que pasa comúnmente por manifestaciones de su decadencia, aunque sobre esto de lo que la decadencia sea habría mucho que discutir». Y la reflexión sobre España se tradujo en una reflexión sobre el paisaje y el descubrimiento del paisaje de Castilla, de la meseta, de sus llanuras de formas «cubistas» y esenciales, de colores contrastados, de un componente abstracto contrario con el verde frondoso del naturalismo de las imágenes paisajísticas de la periferia. El Cubismo tuvo mucho que ver en este descubrimiento del paisaje de Castilla y lo   —130→   tuvo que ver también a través de un artista que no fue un cubista radical pero que tuvo una gran repercusión: Vázquez Díaz.

El tema de reflexión, España y Castilla, se convirtieron en el tema del sistema plástico. En este sentido, desde la esencialidad emotiva de la descripción literaria a la esencialidad plástica de la representación, desde Palencia a Alberto, Caneja, Martínez Novillo, Redondela, Arias a Beulas, y un larguísimo etcétera. Y aquí, la esencialidad del paisaje, como veremos más adelante, desbordó el entorno del 98 para convertirse en la estética pictórica de una modernidad recuperada, interna, hispánica y autocomplaciente para unos y otros. Cuando durante los años cuarenta y cincuenta esta modernidad se convirtió en un lenguaje común, la reacción contestataria de la vanguardia se planteó la asimilación de unas raíces hispánicas goyescas de alcance mucho más radical.

Por ello, desde un punto de vista artístico, si el 98 tiene significados y repercusiones concretas en el campo de la literatura y del pensamiento, en el de la pintura, salvo en el caso del paisaje o en la iconografía formada por los retratos de la generación -la que Vázquez Díaz llamó, Hombres de mi tiempo, su eco y su repercusión fueron, como hemos visto, complejos y ambiguos. Porque la renovación del arte, las nuevas tendencias de la pintura o de la arquitectura, la asimilación del Nouveau y de las nuevas tendencias de vanguardia impuestas desde 1900, fueron un fenómeno específicamente artístico en conexión con una dinámica y unos modelos radicalmente distintos. Era lógico que en el campo de la literatura y del pensamiento se plantease una revisión crítica de la situación, pero no en el de la arquitectura o de la pintura. A lo sumo lo que hallamos en la pintura es la presencia de una nueva generación de artistas que por extensión y afinidad se han vinculado a la generación del 98 pero cuyo arte surge por unos cauces distintos. La pintura de paisaje, por ejemplo, no se sintió afectada por la ideología de los escritores del 98 hasta mucho después. Pues en pintores de paisaje coetáneos del 98, como Beruete, el desplazamiento de la temática norteña del paisaje naturalista por la más esencial del paisaje central se producía unido al intento de integrar la pintura en nuevas tendencias como el Impresionismo.

La proyección profunda de la ideología del 98 se produjo en la pintura con posterioridad, cuando la «ideología del 98» dejó de ser un   —131→   movimiento crítico vigente y se convirtió en el modelo teórico de una reflexión y cuando el valor del paisaje central -La Escuela de Vallecas, La Escuela de Madrid- se convirtió en la temática de una sublimación metafísica de lo mesetario y en la expresión de un misticismo trascendente de lo hispánico. Según hemos visto, la renovación del arte en torno a 1900 no se identificó con los planteamientos ideológicos de la generación del 98. Fue un intento de acceder a la modernidad, como lo es la generación en la literatura, pero planteado desde el interior y las arterias mismas de la pintura. Una tendencia que por su carácter pictórico carecía de los condicionantes del idioma y del pensamiento de la literatura y que pudo discurrir en sintonía con unos cauces más internacionales.

Por otra parte, la verdadera repercusión de la generación del 98 se produjo fundamentalmente a partir de los años treinta y, sobre todo, con posterioridad a la guerra civil. Fue entonces cuando el paisaje adquiere una dimensión nueva dentro de los cauces de una modernidad moderada, de lo que Moreno Galván denominó la «línea doméstica de la modernidad». Este último fenómeno se produjo cuando la protesta del 98 era una contestación asimilada y cuando las imágenes de una rebeldía eran planteadas por un arte de vanguardia en sintonía con las tendencias internacionales de lo Informal, pero que, en España, asumió no pocos topoi del sentimiento trágico de la vida y el espíritu agónico y crítico del 98, como formas particularmente hispánicas de expresar una rebeldía frente a una situación.

En los años cincuenta, por las particulares condiciones políticas, la literatura y el pensamiento del 98 se convirtieron en un modelo y en el sustrato ideológico de la contestación frente a una situación que se entendía como uno de los males endémicos de España. Fue el canto de cisne y también uno de los momentos de máximo auge de una vigencia del 98 asimilada y utilizada por igual por el régimen y la oposición. Posteriormente, el fenómeno del 98 dejó de ser un fenómeno vigente y crítico para convertirse en un fenómeno de la Historia.