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Abajo

Pancha

Maybell Lebron



Portada



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A las mujeres de la Residenta, heroínas del
dolor y de la esperanza, sus manos y sus
vientres lograron la resurrección del
Paraguay.



A mis dos ausentes.
A Rafael y Norma, mis hijos,
a Manuel, ese tenaz estímulo.



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Mi agradecimiento
A la doctora Margarita Prieto Yegros, por su invalorable
colaboración para la correcta grafía del guaraní.
Al doctor Carlos Castillo, por haberme alcanzado los
originales del poema a Pancha Garmendia, en guaraní,
del gran poeta paraguayo Narciso R. Colmán -Rosicran-.





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ArribaAbajoIntroducción

Francisca Garmendia nació un día que pudo haber sido del año 1827. Su padre: Don Juan Francisco Garmendia, español, respetado por su honradez y buen trato. Su madre: Doña Dolores Duarte, paraguaya. Sus hermanos: Diego y Francisco, mayores que ella.

En esa época Francia exigió a los españoles reiteradas multas, la última, de 12.000 patacones -suma que ya Garmendia no pudo reunir a pesar de haber vendido todos sus bienes- y con el plazo perentorio de 24 horas para saldar el pago. Desesperada, Doña Dolores golpea la puerta de vecinos y amigos; con Pancha en los brazos se llega hasta el Mercado mendigando unas monedas, pero pese al llanto y los esfuerzos por salvar a su esposo, no puede reunir la suma requerida y Don Juan Francisco Garmendia es fusilado, por orden del Dictador Francia, un día de Corpus Christi, 5 de setiembre de 1830.

Abandonada a su suerte, en la más espantosa miseria, enloquecida por el dolor y desesperada angustia por el hambre de sus hijos, la pobre mujer enferma y muere dejando desamparados a Pancha y sus hermanos.

El matrimonio del español Don José de Barrios y la paraguaya Doña Manuela Díaz de Bedoya, caritativo y pudiente, protege a los huérfanos. Desde entonces Pancha es criada como hija, recibiendo de sus padres adoptivos cariño, educación y consejos.

Como en las grandes tragedias, los Hados colmaron a la niña de dones físicos y espirituales. Su hermosura se vuelve deslumbrante y, a los quince años, es ya la mujer más bella del Paraguay.   —8→   Su bondad, su inteligencia y prestancia, no le van en zaga; es, sencillamente, un deleite sólo el contemplarla.

Es entonces que el demonio intenta atraparla. Arrebatado de amor y deseo, el coronel Francisco Solano López -hijo del Presidente de la República del Paraguay, Don Carlos Antonio López- decide hacerla suya y pone en juego todo su poder y seducción. Este tenaz acoso iniciará en su vida el infortunio que la atormentará hasta el final. Su dulzura y equilibrio la destacaban tanto como su belleza, belleza que no logró envanecerla pero sí afirmó su orgullo. Puesta a prueba en circunstancias extremas, no se dejó vencer, y es y será ejemplo de dignidad de mujer.

Sojuzgado el país por una sola voluntad que nadie osaba cuestionar, ella se erige en defensa de su honra. Ella sola, estoica e irreductible, sufre bajo la saña de su verdugo.

Pancha no es una heroína olvidada. El pueblo da testimonio de amor y admiración por ella en cantos y relatos recogidos de labios humildes y en documentos históricos incuestionables. Pero el estigma de su calvario era demasiado vergonzoso, y los defensores del Mariscal decidieron borrarla de la historia.

Loor a ella: la trágica muchacha. A ella, cuya dignidad humilla al infame acoso y ennoblece la figura de la mujer paraguaya.

Ella: Pancha Garmendia.

Maybell Lebron

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Retrato





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ArribaAbajo- I -

El bando recorre las calles, trepa ventanas, se enrosca en las puertas y aúlla su mensaje en toda la ciudad: Asunción debe ser evacuada. Luque es la nueva capital del Paraguay. Pena de muerte a los díscolos.

Protestas y lamentos llegan de la cocina.

-Jesús, María y José. Se llevaron a nuestros hombres y ahora esta guerra maldita nos echa de nuestra casa ¡mi Dios! Qué piko va a ser de nosotras.

Las mejillas charoladas de la anciana servidora brillan como nunca, empapadas de llanto. Va y viene ayudada por Engracia, arrastrando hasta el amplio zaguán un baúl de cuero y dos canastos. Doña Manuela y Pancha, tomadas de la mano, miran en silencio los retratos de grueso marco dorado, la elegante tapicería de la sala, el ornado trinchante lleno de cristales y porcelana. Como autómatas, prenden las lámparas ante esa súbita negrura hecha de sombra y de lágrimas.

Pancha abre los postigos de la ventana enrejada. Afuera todo es agitación, voces, crujir de carruajes sobre la calle despareja y escasamente iluminada donde los faroles mbopi, sostenidos por sus dueños o colgando de los carros, bailan una alucinante danza de fantásticas luciérnagas.

Obedecer. Un pueblo a sus pies ¿por qué, Dios mío? Una sola voz rige al Paraguay. Ha cerrado las bocas, nadie opina, apenas se dialoga. Disentir con el Karaí es arriesgar la vida. Ella lo sabe. Su pecho tiembla de rabia impotente.

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Siente la sangre espesa golpetear en las arterias como buscando salida. El rencor se cuela en los poros y se substancia con la carne transformado en un dolor que le atenaza el cuerpo y le quita el aliento. Apoya la frente en los barrotes y el hierro la reconforta.

Haciendo un esfuerzo se despega de la reja -que ha perdido su frescura en las mejillas ardientes- para responder al llamado de Doña Manuela.

El mueble de pequeños cajones en hilera, delicadamente tallado, cede a la presión de la llave y libera la traba. Con dedos convulsos, la rolliza matrona extrae de bolsitas gamuzadas y estuches forrados de terciopelo, aretes, pulseras y gargantillas, que acomoda en una caja vacía de bombones (obsequio de algún invitado gentil) agregando monedas de oro hasta colmarla. Hace un envoltorio con grueso papel marrón y cordeles bien anudados; sobre la llama de una vela el lacre se pone dócil para sellar el paquete. La fina caligrafía de Pancha estampa en el papel el nombre de Manuela de Barrios.

Mamá Manuela acaba escondiendo su pena bajo las sábanas. Pancha sale al corredor: necesita aire.

En la penumbra del patio interior el silencio repta escondiéndose en los rincones, como un animal asustado. La luz raquítica de una vela se escapa enmarcando la puerta del cuarto de las criadas. Un crujido inquieta a Pancha.

-¿Quién anda ahí?

Engracia surge de la oscuridad. Trae en sus manos un pequeño cofre de madera. La mira con sus ojos morenos ensombrecidos de angustia:

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-Quiero esconder nuestras joyitas. El rosario de oro, algunos zarcillos y ese carretón con crisolita que me regaló la señora cuando cumplí veinte años-. Lo dice todo muy rápido, antes de quebrársele la voz en un sollozo.

-¿Y dónde, Engracia?

-Ayúdame, Panchí, voy a subir para ponerlo detrás del horcón del techo, en la cocina. No se ve el hueco desde afuera pero yo sé que está comido y hay un agujero grande. Mamá, anga, está en la cama, lamentándose desesperada; pero hay que esconder las cosas para encontrarlas cuando volvamos. ¿Verdad, Panchí?

Prende una vela y entra en la cocina, seguida de Pancha. Las paredes oscurecidas por el humo crean sombras oscilantes, ahondando la tristeza de las mujeres. La mulata trepa a una mesa que habían arrimado; al ver que no alcanza el horcón, pone un banco sobre ella y así consigue meter en el hueco el pequeño cofre que es tragado por la cavidad, lejos de ojos ignorantes del secreto.

Baja de la improvisada tarima con la mirada opaca y un temblor en la barbilla, se abrazan sin palabras mientras las lágrimas corren destellando en la penumbra.

Temprano en la mañana, hombres y mujeres manotean las rejas de la Legación de los Estados Unidos de América, tratando de acercarse al portón de entrada y ser recibidos. Entre ellos está Pancha, quien entrega el minúsculo tesoro en depósito y custodia, a pesar de la negativa de las autoridades de otorgar recibo alguno. Al retirarse, arreglándose el pelo y la ropa desordenada por los apretujones, ve entrar a soldados llevando dos ponchos tomados de las puntas, repletos de bultos. Más tarde se entera de que eran pertenencias de la Lynch.

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Las casas, relegadas al silencio, vuelcan sus habitantes sobre las calles, inundadas de gente. Ancianos, ciegos, enfermos, suben el rojo camino a Luque, presurosos por llegar.

Los impedidos son arrastrados por parientes y servidores -mujeres en su mayoría- en carros, carretillas, o simplemente en hamacas, convertidas en angarillas al sujetarlas de un palo apoyado sobre los hombros de las más fuertes. Niños descalzos, gritones y ventrudos, con hatillos a cuestas, escoltan felices ese patético corso a destiempo, flanqueado de perros excitados, bajo el confuso borboteo de gritos, llanto y oraciones.

Otra caravana sigue la trocha del tren, tropezando con los durmientes y dispersándose alborotada al oír el silbido de la locomotora. Entre risas y sustos el gentío se apresura a cruzar los puentes que sostienen las vías tendidas sobre cauces de agua cristalina, rodeados de árboles, helechos y guembés. Los niños escapan hasta el vado para chapotear en la corriente, sin hacer caso al llamado de las madres angustiadas ante el riesgo de perderlos.

En la nueva capital, las mejores casas ya han sido requisadas para la comitiva oficial y las familias agraciadas, con transporte gratuito desde Asunción.

En la elegante estación del ferrocarril, el rezongo del tren ahoga murmullos.

Ayudado por las muletas y la solicitud de una muchacha, el anciano espera la hora de partida recostado en un rincón del andén. En voz baja, comenta:

-¡Quién lo hubiera pensado! Tener que abandonar Asunción. Esto es el comienzo del derrumbe. López erró el cálculo al declarar la guerra al Brasil y luego a la Argentina. Su torpeza costó   —15→   la vida a treinta mil paraguayos en estos dos años de lucha. Es tremendo.

-Mira, abuelo, algunos como Estigarribia rindieron sus hombres sin luchar, y eran seis mil. Es por gente como esa el que estemos hoy así.

-No lo creas, m'hija, el resto de su ejército estaba agotado por el hambre y por las enfermedades; diezmado por las balas enemigas. No pudo hacer otra cosa, se rindió para salvarlos de la masacre. Ya ves lo que pasó con Robles: volvió sin ejército y sin gloria para ser relevado de su puesto y fusilado como traidor. Todo por no poder cumplir una misión imposible.

-Tal vez no supo defenderse y explicar la situación al Mariscal.

-No, mi niña, no es eso. Con maligna intención López adopta el criterio de la responsabilidad compartida; no sólo sanciona al «traidor» sino que la culpa cae sobre la familia y sobre los amigos, sin respetar a las mujeres o los niños. Imposible protestar, el temor a ser ajusticiado por orden del Mariscal acalla toda rebeldía. Posiblemente yo no veré el fin de esta guerra, pero tú podrás juzgar más tarde esta desgraciada y tenebrosa etapa de la historia del Paraguay.

-Por favor, abuelo, no sea pesimista, aún podemos ganar la guerra. Cambiemos de tema, allí viene una chipera y es mejor que no se entere de nuestra conversación, puede ser una soplona pyrague.

La sonrisa triste del canoso caballero clausura el diálogo, mientras las familias privilegiadas se saludan sin comentarios, temerosas de cometer algún desliz de imprevisibles consecuencias.



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ArribaAbajo- II -

La gruesa hoja de madera tallada cierra con lúgubre retumbo. Cuatro mujeres unidas en un desconsolado abrazo, resignadamente, comienzan a tirar del carrito al que han agregado unas agarraderas de cuero. Pronto se confunden con la multitud.

Ancianos desatinados gritan nombres o se acurrucan indefensos. Un carro volcado con las ruedas girando alegremente ante su desesperada dueña no conmueve a nadie. El sol troca el viaje en un infierno: botellas y cantimploras arden, secas; los niños, con los ojos enrojecidos, gimotean mordiendo pedazos de mandioca cocida cubiertos de polvo, moco y lágrimas.

Tristeza, dolor y resentimiento disputan espacio en el pecho de Pancha. ¿Por qué abandonar las casas? Si los combatientes deben seguir a su Conductor y luchar en los campos de batalla, nosotras tenemos el derecho de guardar nuestros hogares. Es más difícil para el enemigo la ocupación de una ciudad hostil, con habitantes dispuestos a resistir a los invasores, que entrar a un sitio desguarnecido abierto al pillaje.

La correa le lastima el brazo, ella sigue estirando el carro sin una queja, sus dientes se hincan en los labios, enrojeciéndolos.

Otra vez Francisco ordenando vidas, ahora en todo el país. Desgraciado. Qué sórdida idea la de obligarnos a seguir sus pasos bajo pena de muerte. Sacrificio inútil de tanta gente arrastrada a este peregrinaje agotador, sin esperanza. Te conozco, tienes miedo, Mariscal. Los pechos de quienes no te aprueban deben estar al alcance de tu mano, por eso nos llevas a tu lado, para eliminar a quien se rebele contra tu despotismo. Eres cruel, eres peor que las fieras: ¡qué desgracia haberte conocido!

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Las sombras roen los últimos restos de claridad: el éxodo frena. Muchos se agotaron en la Recoleta, otros llegaron hasta Campo Grande, algunos alcanzan el arroyo Ytay. Las varas del carrito quedan clavadas en su orilla. El agua fresca lame las manos llagadas de Pancha y Engracia, sus rostros congestionados. Con dedos adoloridos cargan un botellón y llevan agua a las dos ancianas que esperan jadeantes entre sus ropas desaliñadas, con las cabezas apoyadas contra el carro, incapaces tan siquiera de llorar.

El grupo se acomoda sobre la gramilla húmeda. Un perro con algo en la boca pasa disparado seguido de un chico alborotador. Saciada la sed, mastican pasteles y se tienden sobre mantas.

Doña Manuela comienza un rosario que muere en sus labios, vencido por el cansancio. La gente trae ramas y pronto llamea la hoguera; al crepitar inquieto se une el rumor creciente de animado parloteo, mechado con quejidos y maldiciones. El resplandor descubre rostros baldíos de sonrisa, labios apretados en impotente rebeldía. Ya no importan los trajes manchados y llenos de polvo, es sólo un comienzo sin final.

-Siéntese, mi niña, que allá están prendiendo fuego y voy a calentar agua para unos mates.

Engracia sacó una pavita del carro y se dirigió al arroyo que canturreaba, interminable y feliz, entre tanta miseria.

Pancha miró cómo se alejaba. La pulposa morena aún conservaba sus redondeces. Sus pies descalzos mostraban una robusta costra, escudo eficaz contra las espinas y asperezas del sendero, candente bajo el sol. Lo único que ablandaba esa barrera callosa, volviéndola vulnerable, era la lluvia. Bajo la pañoleta azul atada a la cabeza, brillaba en los ojos renegridos la decisión inquebrantable de seguir a su ama, fuese a donde fuese.

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Las llamas se encaramaban en el vacío devorando negrura. Pancha ató una hamaca a los árboles que bordeaban el claro y dejó caer en ella su cuerpo cansado.

-Panchí, te traigo un mate calentito.

Los dientes brillaron en la primera sonrisa de la noche, mientras la mano áspera ofrecía el brebaje.

Al incorporarse, su abundante cabellera obscura enmarcó un rostro altivo, de cutis finísimo y enormes ojos rasgados de azul profundo, bajo el grueso arco de las cejas. El ajado traje no conseguía ocultar su figura espléndida, ni el cansancio borrar la altivez del gesto lleno de una indefinible fuerza interior. Las miradas curiosas se volvían hacia ella atraídas por su belleza y su porte.

Arrebujadas en mantas a pesar del calor, las dos ancianas dormían y niños despatarrados poblaban el césped en despreocupado sueño. Algunas mujeres, con sus criaturas prendidas a los pezones, cabeceaban.

Pronto el agotamiento acalló las voces. En la noche sin luna, una espesa negritud sitiaba la luz de las brasas.

El ulular de un búho inquietó a Pancha. Entre el ramaje alcanzó a descubrir una estrella, como cuando miraba por la ventana de su cuarto, con el jazminero salpicando de aroma la estancia y un ladrido de perros en las calles vacías. Rememoró la casona, sus ventanales enrejados chorreantes de malvones rojos y blancos que daban a la calle 14 de Mayo una pincelada de color, justo frente a los serios corredores de la Academia Literaria.

Allí, junto al aljibe rodeado de helechos, en el patio interior aún fresco a esa hora de la mañana, el matrimonio Barrios, apoltronado   —19→   en sillones de mimbre con almohadones de cretona floreada, sorbía despaciosamente el mate cebado por la púber criada morena.

-Ya es grandecita, es mejor que sepa la verdad y no historias inventadas por chismosas.

Doña Manuela, nublados de pena los ojos, aprobó con la cabeza y ordenó a la muchacha:

-Engracia, dile a la niña Panchita que venga.

Al rato apareció con andar firme y elástico. Tenía ya el dejo agresivo de la adolescencia en el suave contoneo más gracioso que provocativo. Era alta para sus trece años, y en la finura de su cintura se descubría la herencia paraguaya. El cabello color de tormenta le rozaba las mejillas de un blanco transparente, prueba de su ascendencia española. Saludó con un beso y quedó expectante, las manos unidas sobre el vestido de percal a motas.

El recuerdo la hizo sonreír.

Una nube tapó la solitaria estrella. Como ante un mal augurio, Pancha llevó la mano crispada hasta el crucifijo que pendía de su cuello. Alguien se movió. Al claror de la lumbre un anciano acomodó ramas secas sobre los tizones murientes y volvió a tirarse al suelo. Perdida en el pasado, ella se encogió en la hamaca que oscilaba suavemente con el viento.

Ese día, cuando volví a mi cuarto, miré los retratos colgados uno a cada lado de la virgen sobre la cabecera de mi cama. Los miré como siempre: como a dos desconocidos. Un cierto pudor me inhibió de correr a los brazos de mamá Manuela. Por primera vez tuve un estremecimiento de congoja al pensar en ellos. No me   —20→   habían mostrado entonces, el cuerpo desangrado y lleno de agujeros de mi padre. Pobre mamá, no lo pudo soportar.

Más tarde, sin ruido, apareció Engracia en la puerta de mi alcoba, descalza y con el eterno trapo en la cabeza.

-¿Qué pasa, Panchí? Levántate que na, ya te traje el cocido y la leche caliente para tu desayuno.

Tuve la certeza de que había estado escuchando la conversación: era una forma piadosa de brindarme su afecto de muchacha humilde.

Igual que ahora -pensó, antes de quedarse dormida.



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ArribaAbajo- III -

La claridad recoge crespones; el azul sin nubes da ánimo a la gente y el mate hace su ronda despabiladora. Al poco rato, la caravana reinicia su marcha con tartajeante andar.

Doña Manuela y su vieja servidora, Ramona, caminan asidas al carrito para no caer. Pancha y Engracia van haciéndolo rodar sobre la huella sinuosa, metido el brazo en los tientos sujetos a las pértigas, como animales de tiro.

Un sol blanco pule los pastos y levanta volutas de vaho calcinante. Las gotas de sudor engordan y caen pesadamente a la tierra reseca dejando obscuros redondeles. Los rostros congestionados por el esfuerzo parecen a punto de estallar y los ancianos desfallecen agotados.

El tumulto y los empujones ceden por un momento: alguien se ha desmayado. Es una mujer fofa y sanguínea a quien sus pocos parientes apenas pueden sostener. Nadie se detiene.

De pronto las voces cambian de tono y el llanterío de los niños se atraganta. Por fin: Luque.

Iglesia, plaza y calles mecen una marea de ancianos, mujeres y niños aferrados a sus bultos, indecisos, con ese infinito cansancio del sin mañana. Prudentemente el carretón desvía el gentío y se interna costeando el pueblo. Al sobrepasar una curva divisan el rancho: culata jovái, recién blanqueado, protegido por copudos árboles. Una mujer barre el piso de tierra.

-Ave María Purísima. Buen día, señora.

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-Sin pecado concebida. ¿Qué se les ofrece?

-Estamos agotadas. ¿Nos permite descansar un rato en su propiedad?

-¿Vienen de Asunción? Es triste abandonar la casa en estas condiciones. Si no tienen donde instalarse pueden buscar acomodo en mi terreno. Después veremos.

Aceptaron. Con un agónico esfuerzo alcanzan la caricia verdeamarilla del naranjal, derrumbadas y jadeantes.

Pronto la amable dueña de casa apareció con un cántaro de agua empenachado de hojitas de pohã ro'ysã; un coro de placer la recibió mientras el jarro chorreante pasaba de mano en mano. Los ademanes corteses y la calidad del vestido indicaban educación y solvencia económica, confirmadas por el respetuoso saludo de dos muchachitos, posiblemente de diez y catorce años.

Esa tarde, después de un reparador descanso, cenando la sopa paraguaya y los pasteles que aún restaban, se enteraron de que el solar era la quinta de Doña Isabel de Lemos; de que su hogar (frente a la Iglesia) había sido requisado para dar lugar a los agraciados; de que, en consideración a su marido, teniente de caballería hacía meses en el frente, le permitieron retirar algunos muebles y enseres para instalarse allí, con sus hijos.

-Doña Isabel, no se arrepentirá usted de habernos socorrido, gracias por permitirnos acampar en su propiedad.

-Es tiempo de privaciones, Doña Manuela, no queda mucho que compartir. Tal vez consiga levantar una pieza con la ayuda de Gaspar. Hay troncos y ramas en el potrero de atrás, ya nadie hace ladrillos.

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El follaje clausuró el cielo. En el umbrío patio, las hamacas cubiertas por mosquiteros surcaban la noche como veleros fantasmales.

Un rumor se elevó entre el canto de los grillos: Gracias te damos, Señor, por recibir tu protección en este momento de desamparo. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...

Luego, el silencio.

La pandorga del recuerdo remontó el tiempo. Con los ojos muy abiertos, aplastados de noche, el latir de las sienes se volvía insolente.

-Panchita, son casi las siete; no puedes llegar tarde a la misa de tu cumpleaños.

-Ya voy, mamá.

Terminó el peinado doblegando con una cinta la avalancha de su pelo. El espejo le devolvió su agresiva juventud envuelta en muselina y puntillas. Más tarde, arrodillada sobre el reclinatorio púrpura de la catedral, lucía espléndida.

Esa noche en la casa todo era flores y platería; entre saludos, besos y congratulaciones llenaba de obsequios una mesa a sus espaldas.

No lo esperaba. Apenas el trivial «Mucho gusto» en algún encuentro casual era todo lo que recordaba de Francisco. A quien sí había tratado era a su hermano Venancio, pero cortó la relación ante el intento de galanteo: no le gustaba, lo encontró insulso. Hubo una pequeña conmoción en la sala al adelantarse Francisco y estrechar   —24→   la mano de Pancha con insinuante suavidad. El uniforme de Coronel de Guardias Nacionales, de impecable confección, mejoraba su porte algo grueso, de escasa estatura, rematado en una hermosa cabeza siempre erguida. Los labios finos y el fulgor de bronce en su mirada directa, imperiosa, la hicieron ruborizar ligeramente al devolver el saludo con garbo, sin bajar la vista.

-Felicidades. Es para mí un placer estrechar la mano de la mujer más bella del Paraguay.

Rieron. El protocolo quedó de lado. Eran sólo dos jóvenes hablando trivialidades, acosados por la diligencia de servidores y amigos en obsequiar a la pareja: la niña de la casa y el hijo del Presidente de la República.

-Señor Barrios, tiene usted una hija encantadora. Si me lo permite, volveré a su casa para continuar este diálogo en alguna tarde menos concurrida.

Se lo permitió, y, además, muy complacido.

Ya bajo el dintel de la puerta, con una mano de Pancha entre las suyas:

-Volveré. Espero encontrarla-. Y se alejó.

Quedó algo confusa. Era culto, agradable, y de una arrolladora personalidad. Además se llamaba Francisco, como ella. Decidió aceptar el galanteo.

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Un cerco de tacuaras dividía el patio trasero del terreno con el ranchito amparado por un parral. Allí, el peón de la finca ordeñaba la única vaca sobreviviente del hato. Era un viejo alto, muy derecho, casi tirado hacia atrás, flaco, con arrugas como tajos y una apacible sonrisa desdentada. Iba y venía, balanceándose, desde el ycua a la capuera rozagante de maíz, poroto y mandioca. Retorcidos zapallos serpeaban entre los yuyos. Orgulloso, mostraba esa riqueza arrancada a la tierra con sus manos. Su nombre era Gaspar.

El hacha de Gaspar volteó dos cocoteros altísimos. Descabezados y partidos por la mitad, los clavó en la tierra formando un recuadro. Con machete y cuchillo, Pancha y Engracia cortaron ramas y maleza, que atadas con hojas del cocotero formaron, de a poco, un muro vegetal. Las manos laceradas no descansaban. El sudor marcaba surcos en las caras polvorientas y decididas de las mujeres. Pronto el trabajo estuvo terminado. Una manta hacía de puerta y les daba algo de intimidad. La generosa ofrenda del naranjal calmaba la sed y el agotamiento. Días después, techaron el rústico albergue con varas de un cañaveral vecino y, a pesar del cansancio, se las oyó reír. Con tanto calor y bichos, decidieron seguir trepándose a las hamacas para dormir.

Un cobertizo adosado a la casa hacía de cocina. Ramona no necesitaba más que el humilde brasero y la olla de hierro para sus guisos. Salía en busca de galleta, carne y pohã ro'ysã, y los enarbolaba como banderas, de puro contenta, cuando los conseguía.

Gaspar aparecía temprano con la leche.

-Un matecito, Don Gaspar. Después me trae alguna verdurita.

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-Agradecido, ña Ramona. No le voy a despreciar, ceba tan bien como mi pobre finada.

El buen castellano aprendido en largos años de servidumbre, pronto se hacía trizas ante un guaraní chispeante, alegre. En el galponcito fluía la risa cascada del viejo; la de Ramona parecía brotar a ramalazos de su convulso vientre.



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ArribaAbajo- IV -

Las campanadas llaman a misa, saltan los tejados y arrancan a Doña Manuela del viejo sillón de mimbre, cómodo refugio de esa vida sin alicientes.

La plaza se va llenando de caras ocultas por el rebozo, de manos engarfiadas al rosario que juega chiquichuelas con las rodillas. Pancha se abre paso, a empellones, entre la abigarrada concurrencia, con mamá Manuela colgada de su brazo. El cura pide a gritos acallar el parloteo:

-Por favor, respeten al Señor. Pekirirî na.

La vieja promesera del primer escaño, toda de azul, reza sus oraciones mezcladas a un constante regüello que no deja la mandíbula en paz. Allá, de negro riguroso (quizá por uno o por varios), gime un bulto miserable. Señoras en traje de seda pasan cuentas y avemarías desaprobando, con una disimulada mueca de fastidio, el trajín de los niños juguetones. El oscilante resplandor de las velas reverbera sobre la casulla del oficiante que recita en latín, de espaldas a los fieles. Pancha mira el Cristo. Aprieta los párpados con fuerza: un rocío rebelde lustra sus pestañas. El rostro altivo se empaña de desesperanza. Llegan noticias sombrías de la guerra: nadie se atreve a decirlo abiertamente, pero hay rumores de que todo está perdido. El Mariscal ordena fiestas y sortija para levantar el ánimo del pueblo que festeja victorias o aniversarios bailando en las calles, al par que organiza pelotones para fusilar a los descontentos. ¿Acaso debo dar gracias? Me convertí en huérfana por la saña asesina de Francia. Era demasiado niña para mensurar el dolor que mató a mi madre. Afortunadamente, me dieron refugio y cariño en la casa de Don José de Barrios.

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El azul de los ojos se ha vuelto violeta al galopar en su frente la pena y la rabia.

El tazón de chocolate y las manos de mamá Manuela haciéndome las trenzas. ¿Dos por dos? ¿Seis por tres? ¿Cinco por ocho? ¿Cuáles son las terminaciones de los verbos? ¿Y los ríos del Paraguay? Un olor dulce a guayaba llevándome hasta la cocina impregnada de humo, donde el platillo pegajoso y caliente me espera con la sonrisa cómplice de Ramona.

-Pater Noster qui est in Celis. Nos ponemos de pie.

Mamá Manuela era bastante condescendiente con mis amigos, pero muy severa en sus largos discursos sobre conducta. Yo tenía pretendientes: puro serenatas y miradas románticas. Hasta el curita de la Academia me aprobaba de reojo cuando nos encontrábamos en la vereda, frente a mi casa. Era tímido y jamás pasó del saludo: se llamaba Fidel. En la mesa de estudios alternábamos mate dulce con esquelas de galanes para encuentros en la plaza. Nosotras hacíamos la ronda por la derecha; ellos por la izquierda. En algún momento llegaba el cruce esperado, lleno de susurros, rubores, saludos. Los más osados, con un apretón de manos nos alborotaban por varias vueltas. Yo los miraba acercarse a mí, tropezando; los miraba con fastidio. ¿No había ninguno capaz de erguirse a mi lado y mirarme a los ojos para medirnos y reconocernos?

Entonces llegó él. A los dieciséis años la sangre golpea y las miradas de Francisco eran lava ardiente.

Después de aquel cumpleaños la banda del ejército tocaba todas las tardes por más de una hora, formada en la calle frente a mi ventana. Halagada, espiaba detrás de los visillos disfrutando de la música y del asombro de los vecinos. La chiquillería del   —29→   barrio salía a ver el insólito espectáculo, correteando entre los músicos que hacían esfuerzos para no perder la compostura y el ritmo.

Pasó una semana. Me anunciaron la presencia del Coronel López. Cruzó el salón al verme, su mano morosa y cálida estrechó la mía una fracción más intensamente de lo habitual.

-Verla es descubrir el sol tras la oscuridad.

Me pareció advertir una nota falsa bajo el halago ampuloso. Su amena charla me distrajo. Nadie interrumpió nuestro diálogo.

El chismorreo subió de tono: el hijo de Don Carlos visita a la Pancha Garmendia, está enamoradísimo, si hasta le escribe versos. La muy engreída dice a quien la quiere oír que los poemas son empalagosos; que el Coronel no tiene pasta de poeta. Cuidado, con Francisco no se juega. Esta vez lo encandiló una muchacha decente, no le valdrán sus mañas. Parece que la Pancha claudicó ante Francisco, se la ve interesada. ¿Será una más o la definitiva? A él, mujeres le sobran. Por lo pronto, nadie se acerca a la chica: los jóvenes temen los desplantes de López.

Vehemente en sus declaraciones, Francisco me hacía sentir importante, deseada. Aunque rendido a mis caprichos, era dominante: ahí chocaban nuestros aceros. La sumisión no me calzaba. Él me amaba, me amaba con esfuerzo; no estaba acostumbrado al tipo de amor que yo exigía. A veces, sus ojos se oscurecían: era como cerrar un libro antes del desenlace, dejándome desorientada y curiosa. Intuía en él una faceta a la que nadie tenía acceso, un reducto íntimo en el que luchaba, solo, con sus ángeles y demonios. En cada encuentro el solapado enfrentamiento renacía, avivado por sus ansias de posesión. Entonces yo añoraba las reuniones de antes, alegres, informales.

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Pasado el deslumbramiento de los primeros encuentros, comencé a conocerlo más a fondo. Estaba inquieta, había algo que no me conformaba: no me sentía feliz a su lado.

Sin el velo de zalamerías, fui descubriendo al verdadero Francisco. Detrás de sus modales educados y su manifiesto deseo de halagarme, palpitaba un torbellino de violencia apenas embozado. Era ambicioso, implacable con sus opositores, lejos del hombre tierno y sincero que yo anhelaba para compañero de mi vida. Me sentía molesta, agredida ¿acaso era él más que yo? Tengo mucho para dar, pero sólo lo daré a quien yo quiera; a quien me lo sepa pedir. Francisco, no pretendas dominarme; no aceptaré desplantes, por más López que seas.

Al percibir mi frialdad, Solano redobló sus promesas de amor y devoción, pero algo en mí lo rechazaba. Empezaron a molestarme sus defectos: era más bajo que yo y, además, patizambo. Frecuentemente el aliento le olía a cognac. Me horroricé pensando en que fuera alcohólico; sus amigos me sacaron del error: no era abstemio, pero el frecuente olor a bebida se debía a su forma de combatir el mal aliento -consecuencia de su horrenda dentadura- con buches de cognac. Sea cual fuere el motivo, era un hábito repelente. Ya no sabía si Francisco me gustaba o no.

Por fin, una tarde me enfrenté con la verdad. Lo recibí en el zaguán y nos sentamos en el sofá de la sala. Sin mucha espera, decidido, me espetó:

-Mi amor, te quiero. Yo sé que tú también sientes lo mismo, pero entre tanta gente no me lo puedes expresar como debieras. Necesitamos vernos donde no nos interrumpan, donde podamos dar rienda suelta a nuestro cariño, a nuestra pasión.

Lo noté tenso; había en sus palabras de afecto una nota exigente, imposible de disimular. Busqué su mirada sin encontrarla.

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-¿Qué estás diciendo? Tengo prohibido salir sola, y menos contigo. Sería mal visto, además, me ofendes.

Mientras asumía el verdadero significado de la propuesta, se desperezaba mi orgullo herido hasta estallar en una indignación lacerante. Incrédula, escuché su respuesta:

-Puedes hallar un pretexto cualquiera. Di que vas a visitar a alguna amiga. Le haré un regalo valioso a Engracia para que oculte nuestra cita y nos deje solos. Yo tengo dónde ir, nadie se enterará.

No, no estaba equivocada. Esa boca consentida, susurrando lisonjera en mis oídos, ahora la veía contorsionada en su degradante propuesta. Sentí la marejada subir a mis pupilas; con un esfuerzo doloroso acallé el desaforado tumulto de mi pecho. ¿Ultraje por amor? Jamás. Todo su poder no me alcanza: yo entregaré mi cuerpo al hombre elegido.

La cachetada sonó como un disparo; temí alertar a los de casa. Me quedó la palma de la mano tan roja como la cara de Francisco.

-¿Quién crees que soy? Eso no va conmigo -dije despacito, temblando de indignación.

Francisco se contrajo como un animal de presa. El tormentoso mar de sus ojos borboteó de rabia: nunca los había visto tan oscuros. Retrocedí. Estiró los brazos, sus dedos eran garfios atenaceando mis hombros. Su voz sonó ronca:

-Mi amor ¿qué te pasa? Tú me quieres, no puedes negarme esto.

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-Vete. No vuelvas a esta casa.

El sonido que luchaba por abrirse paso en mi garganta era apenas un susurro. Había estado fascinada por una quimera, hechizada por su talante imperioso, su refinada educación, sus halagos y los de su entorno. Dentro de mí estallaron ligaduras invisibles; me sabía huérfana pero no sierva (eso tenía que agradecérselo a mamá Manuela). No pude dejar de sonreír mientras esquivaba su abrazo y abría la puerta con firmeza. Temí por un instante frente a la furia en su rostro y el ademán del brazo que volvió a caer a lo largo del cuerpo, con un espasmo. Estaba lívido, la frente humedecida. Nadie antes se le había resistido; titubeó un instante, un relámpago de ternura aflojó su cuerpo pero la vanidad venció. Muy erguido, sin decir adiós, traspasó el umbral y vi cómo su figura se disolvía hasta quedar sólo la negrura de la noche sin luna. Cerré la puerta lentamente. Estaba temblando.

Esa noche lloré. Lloré por aquel sueño hecho añicos, por la vuelta al camino conocido con un regusto amargo. A su lado exploré meandros luminosos, inquietantes, siempre con el vago temor a descifrar aquellas últimas páginas y descubrir en ellas algo inesperado, inaceptable. Estaba preparada sin saberlo. Asombrándome a mí misma, actué casi con alivio, como si dejara atrás una angustia ignorada hasta entonces.

Y de pronto, me sentí feliz.

-Ite misa est.

De la nebulosa emergieron, primero, las luces de las velas y luego, el contorno del altar. Pancha se incorporó para ayudar a mamá Manuela; sintió la oquedad de su entorno impregnada de un aire espeso, agobiante. Pesarosa, salió rezando un acto de contrición por el poco caso dispensado al Señor. El frescor del atrio la reanimó.

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La plaza frente a la iglesia hacía de salón de recibo comunitario. Los corrillos se formaban al salir de misa y era (excepto el mercado) el lugar más bullicioso de la ciudad. Nada podía ocultarse en aquel conglomerado de lenguas inquietas y oídos sutiles, donde las palabras se pescaban al vuelo. La iglesia siempre rebosaba de gente, no tanto por piedad como por el anhelo innato de relacionarse, exacerbado ante esa situación indefinida de exiliados en su propia tierra. Las familias vivían una interminable espera roída por la angustia presente y el futuro incierto. El arribo de algún emisario con noticias del frente, convulsionaba a la temerosa población incapaz de emitir juicio, aún entre los más allegados. El Semanario llenaba sus páginas con loas a López, triunfos guerreros y despiadadas burlas a los aliados; sin embargo, la tensión crecía ante los rumores de la inminente caída de Humaitá y la posible bajada de los barcos aliados hasta Asunción.

Entretanto, el rústico albergue se había convertido en una espaciosa habitación revocada de barro, gracias al trabajo conjunto de los miembros del grupo, incluidos los niños y el viejo Gaspar. Una puerta de tablones suplía la antigua manta. Con caballo prestado y el salvoconducto conseguido por Pancha para sacar de la casa de los Barrios algunos enseres, hicieron el milagro del catre de trama, faroles, y aquel olvidado roce de las sábanas.



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ArribaAbajo- V -

La ciudad de Asunción ha quedado desierta. Sólo hay luces en los cuarteles, una que otra casa autorizada, y en la misión diplomática de los Estados Unidos de América. Además del Embajador, un grupo de sus conciudadanos, algunos ingleses y los uruguayos Rodríguez Larreta y Carreras, han sido recibidos en asilo por Washburn, quien previendo días difíciles compra a los forzosos emigrantes -incapaces de llevar en su peregrinaje todas sus pertenencias- tres vacas, algunos chanchos y decenas de gallinas.

El viento del atardecer husmea las calles polvorientas y parece detenerse ante tanta desolación. Fieles, los perros fueron tras sus amos. Indiferentes, los gatos prefirieron quedar en casa. Error de cálculo. Ya nadie llena sus platos. Innumerables ojos amarillos brillan en la noche, con la furia y la osadía que da el hambre. Sus rabiosos maullidos se elevan en discordante concierto que eriza la piel, y atacan en manada a todo bicho viviente. La caza de animales abandonados por el éxodo obligatorio es práctica diaria también para los soldados, felices custodios de la ciudad, quienes engordan con suculentos almuerzos. Entre corridas, cacareos y berridos, los jóvenes se dedican a la caza a mano limpia (disparar sus armas podría acarrearles una dura sanción), de ahí la rápida movilización para combatir tan feroz competencia. Hondas, palos y lanzas despanzurran más de seiscientos gatos en una sola jornada. Cobrizos frascos de tintura de yodo se agotan restañando arañazos y mordeduras, con los que quedan marcados los exterminadores. Las pirañas hacen honor al inesperado festín arrojado al río para evitar su descomposición.

En Luque, cada mañana, Pancha y Engracia repasan las veredas entibiadas de sol en busca de arroz, harina, algún pollo o carne de vaca. Allí se comercia con todo. Las casas requisadas por   —35→   el Estado o alquiladas al mejor postor, están totalmente ocupadas; no queda un cuarto libre. El entorno de la ciudad remeda un campamento gitano. Aquí y allá se ven carretas bajo los árboles. Algunas llevan altos techos cóncavos de cuero rústico, a otras las cubren con frágiles reparos de paja y tacuaras, con la pértiga apoyada sobre un tronco para mantener el equilibrio, y los bueyes atados bien cerca, no sea que los roben. De noche se ven fogatas tragándose los ojos de las figuras sentadas a su alrededor. El diálogo se hace difícil. Cuántos ausentes. Los viejos se pierden memorando anchos corredores llenos de niños y el olor a cocina invitando a cerrar el negocio, mientras se atiende con prisa a los últimos clientes de la mañana. El comedor importado, las sábanas de hilo de Au Bon Marché (bordadas con rotundas iniciales de los dueños de casa) acabadas de llegar de Francia. En la tienda remozada, los muchachos cortan telas de colores entre halagos a las matronas y piropos a las jovencitas, llenos de cortesía española y desenfado paraguayo... Dos charquitos se deslizan por las arrugas; las manos siguen inmóviles mientras gotas cansadas van moteando la camisa sucia. Se alistaron juntos, Jesús, tráelos de vuelta, vivos.

En la carreta duermen los niños. Ya no está Helena; el suegro es un hijo más, abrumado por la desgracia. Con desesperación, ellas aún sueñan con el triunfo, con un país en paz, con camas revueltas acunando el reciente agotamiento, y en el hueco ya lacio del abrazo, oír al soldado contar la odisea. Un leño estalla rasgando de chispas la noche. Sin hablar, las muchachas se toman de la mano: el centelleo de las llamas ensangrienta los rostros con perversa anticipación.

Los faroles mbopi oscilan en el aire con luces de feria. En la penumbra resbala la queja de un enfermo, entre accesos de tos. Alguien hace cocido de yerba: el vaho envuelve la carreta con su alegre aroma mientras chocan los jarros y crujen las galletas al quebrarse. Un día más.

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Quienes aún tienen fuerzas, mujeres y ancianos, escarban la tierra. Se planta mandioca y poroto. Al final, casi todo se lo lleva el ejército. Nada se regala; se vende o se permuta (especialmente la comida) por zarcillos, cadenas o anillos de matrimonio. Un egoísmo chiquito va tomando cuerpo en los corazones.

La señora de Barrios ronca suavemente bajo el mosquitero. En el viejo sillón de mimbre chorreado de estrellas, Pancha se aleja a su mundo secreto, con los párpados cerrados como compuertas infranqueables.

Francisco, tu amor egoísta y desaforado me ha traído desgracia. Mi juventud se acaba; por tu culpa no pude ser feliz. Me has señalado con el estigma de tu odio, como odias y destruyes a mi hermano y a Egusquiza. Déjanos vivir. Te trajiste una amante extranjera: ella no te basta para calmar tu resentimiento. No respetas a tu patria ni a tu gente. Quieres ser emperador; crear una nación de mentira, con champagne en vez de mate. No valoras a este pueblo sufrido y estoico, ignorante de que por abonar tu locura no vacilas en sacrificarlo. Dios mío, enséñale piedad a este malvado.

La voz de Engracia la vuelve a la realidad.

-Panchí, mañana es el cumpleaños de mamá Manuela. Ella nunca dejaba sin festejo su día y todavía tenemos algo de dinero para hacerle un chocolate. Le gusta, niko, tanto.

-En el almacén de Don Pedro tal vez encontremos alguna lata de cocoa. Será nuestra última locura, Engracia; ya no nos queda nada.

Consiguieron la cocoa.

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La mesa estaba de fiesta con mantel de aho po'i y tazas de porcelana rescatadas del arcón por la dueña de casa. Pancha invitó a Gaspar y sirvieron el chocolate acompañado de chipa recién horneada por Ramona, quien agasajaba al viejo en una mesa preparada bajo los naranjos. Por respeto, no compartían la de los patrones.

Los dos jovencitos se quemaban los dedos con la chipa caliente. Todo era alegría. Doña Manuela, con un vestido de voladones en el escote, iba por la tercera taza, entre chistes y bocados. Isabel le hacía coro, divertida.

De pronto, todos quedaron mudos: desde el portón de entrada, los enormes ojos de un mita'i miraban con toda el ansia de su cuerpo enteco y sucio.

-Tráelo -ordenó doña Manuela, limpiándose la boca y llevando disimuladamente la servilleta hasta las mejillas. Engracia abrió el portón y atajó la estampida del chico con un:

-Ven, estamos festejando, te invito a tomar chocolate ¿quieres? Ejú yakarú oñondive.

El niño se fue acercando de la mano de Engracia. Hubo un Hola múltiple que tuvo por toda respuesta la sonrisa tímida del recién llegado. Frente a la taza humeante, bebió y masticó con parsimonia, como tratando de alargar el placer. Las risas continuaron en la mesa ante el chiquillo silencioso. Al terminar la merienda, balbució un opaco Gracias y salió corriendo con una chipa en la mano; quizá para compartirla.

Temprano, aún chispeante de alegría, Doña Manuela se enfundó en su camisa de noche. No lo había pasado mejor desde el abandono de su hogar. Rezando el rosario buscó la cama y quedó dormida, sonriendo.

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Ya todo en orden, las dos mujeres volvieron a instalarse alrededor de la mesa, iluminada por el farol colgado de un largo alambre sujeto al techo. Isabel remendaba la ropa de sus hijos; Pancha leía el último número de Cabichui. El Editorial se titulaba El Mariscal López y decía: «Si en todo el curso de la presente guerra, la noble y majestuosa figura de gran soldado americano, ese héroe de nuestro siglo, el esclarecido Mariscal López, se levanta siempre serena y brillante, sobreponiéndose constantemente a los decadentes esfuerzos del infame y vil invasor, y dominando provisoriamente todos los acontecimientos que día por día brotan del choque mismo de las armas, jamás ella se ostenta tan gloriosa y radiante como en los últimos movimientos que con la purísima luz de una celestial inspiración, y con sublime inspiración de un verdadero Genio de la Guerra, ha desarrollado hábil y prolijamente el Mariscal López. Este hombre extraordinario con su mirada de siglos ha atravesado los tiempos para no dejarse nunca sorprender de cualquier accidente sobrevenido, y con su espíritu de fuego ha devorado los espacios para no hallar jamás obstáculos en ninguna parte.

Se ha admirado que Franklin haya aprisionado el rayo con la más estupenda de sus invenciones, pero el Mariscal López para aprisionar el rayo de la destrucción y el exterminio, que la negra tormenta de la infernal alianza ha fulminado a sangre y fuego contra la Patria, no se recoge en las silenciosas elucubraciones del entendimiento, ni lucha contra el fluido de un solo elemento. No, el Mariscal López incomparable superior a todo ingenio del saber humano, y muy singular en su eminente posición de Héroe, se lanza en persona con la intrepidez del mártir y con la serenidad del justo a dominar todos los elementos en su más ruda y espinosa expresión. Páramos incultos, caudalosos ríos, erizados de las más escabrosas dificultades y de peligros mil por parte de los impíos enemigos y de sus indignos aliados los bárbaros infieles, he aquí el terreno sobre el que el invicto y para siempre admirable Genio del Mariscal López ha operado la más atrevida y sorprendente estrategia   —39→   que jamás se ha registrado en los fastos militares de nación alguna.

Confianza, pues, en el invicto Mariscal López. Mientras a él podamos divisar al frente de nuestras fuerzas, no hay que temer nada. Dios ha querido ligar nuestra suerte a este hombre providencial. No nos separemos de él ni de pensamiento, y cooperemos en todos sus heroicos esfuerzos, y nuestra salvación está consumada. ¡Dios, Patria y Mariscal López! Sean el fondo de nuestro proceder y el triunfo final es nuestro necesariamente. ¡Pueblo Paraguayo!... Los días de una eterna y bonancible paz nos sonríen ya en los umbrales de mañana con todos los encantos de más cumplida prosperidad. ¡Camaradas! Los días de nuestras fatigas en el campo del honor se acaban al amanecer de mañana, y nos espera ya la dulce fruición de la más pura felicidad en el seno de nuestras madres, esposas, hijas y hermanas. Un momento, pues, de más constancia, con la lealtad de siempre, y repitamos sin cesar: «GLORIA AL MARISCAL LÓPEZ, LA PATRIA ESTA SALVADA».

Con un gesto de desagrado suspendió la lectura. Sólo restaba de aquella jovencita, orgullosa y algo atolondrada, su serena belleza. Con más de treinta años, seguía sola. El diario cayó olvidado.

Cuánto tiempo del asedio de Francisco.

Tras los visillos de la ventana lo veo pasar una y otra vez. Erguido sobre el alazán, gira apenas la cabeza, buscándome. Su mudo reclamo me angustia; oigo el estruendo de mi pulso. ¿Temor? ¿Orgullo? Déjame en paz. Te detesto.

El golpe de los cascos se va perdiendo en la polvareda. Los visillos siguen inmóviles.



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