Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —108→  

ArribaAbajo- XIII -

Entramos a Yhû después de un penoso peregrinar de casi ciento cincuenta kilómetros. El grupo de guardia se volvía más cruel con las traidoras, a quienes daban peor trato que a las destinadas y a los enfermos y niños que las acompañaban. Al llegar ordenaron a las destinadas buscar refugio en el pueblo. Algunas lo consiguieron en ranchos y galpones abandonados, o en alquiler. Las propietarias de carretas las usaron como vivienda.

A las traidoras nos agruparon junto a un fuego para pasar la noche. El día era seco y caluroso; nos acomodamos como pudimos y, después de la magra cena, el sueño venció al agotado grupo.

Estábamos despiertas y tomando mate cuando se nos acercó el viejo sargento con cara de pocos amigos.

-En marcha, guaiguî inútil, vamos junto al juez de paz.

Y allí fuimos.

El juzgado eran dos piezas de adobe y techo de paja con un alero en el frente. En él, sentado ante una mesa, con una pantalla de palma en la mano, un hombre seco, arrugado y oscuro como cecina anotaba cuidadosamente con su mala letra, nuestros nombres y datos. Terminado el trabajo, miró fijamente al grupo con ojos redondos, arratonados, y comenzó a recitar sus exigencias: 1º -Nadie puede alejarse más de una legua del pueblo, so pena de ser considerada desertora y lanceada. 2º - Deben construirse una pieza para habitarla lo antes posible. 3º -Una vez terminada la casa, deberán sembrar poroto, maíz, zapallo, etc. El juzgado proveerá las semillas en cuanto el terreno esté preparado.

A los pocos días el pueblo estaba circundado de chozas construidas con troncos terminados en horqueta, con paredes y techo   —109→   de hojas de pindó y yataí guazú que por suerte allí abundaban. Nos ayudábamos entre todas, pero hicimos nuestro rancho para dos. Acomodamos nuestras cosas sobre troncos o colgadas de ramas secas clavadas en las paredes.

Pancha llega con un mazo chorreante de hojas y raíces tiernas robadas al arroyo.

Otras compañeras han hecho lo mismo previendo el requecho.

La huesuda cincuentona comenta:

-¿Vieron la cantidad que son?, y además con niños y viejos. Parece un arreo general, son dos mil por lo menos.

-Más desgracia y menos comida -sentencia Pancha.

-Cierto. Este es un pueblo chico. ¿Dónde, niko, nos van a meter?

-A nosotras, en el último agujero -retruca una jovencita desmelenada-, para las traidoras nunca hay nada, solamente golpes. Ojalá se les pudran las manos a esos sinvergüenzos.

Tímidamente se alza una voz:

-Ayer un soldadito me vio llorando y me preguntó qué tenía. Hambre, le dije. Al rato vino con un pedazo de cecina y me lo dio; se puso todo colorado pero no me dijo nada. Algunos no son tan malos. Ellos también tienen miedo, anga.

Sentadas en el césped, las dos mujeres comentan:

-Che mamita, parece que ahora vamos a estar mejor. Tenemos, niko, un techo nuestro y se puede conseguir algo que comer. Nambrena, qué importa si dormimos en el suelo: está seco y limpio. Hasta hicimos el umbral contra los bichos y las víboras. Y ese naranjal, Pancha, no se ve dónde termina. Podremos comer chocoa   —110→   todos los días. Si conseguimos lechiguana, le agregamos miel a la naranja caliente. ¡Qué rico! Panchí, mañana voy a buscar por el otro lado; a las abejas del campo no les gustan los naranjos para anidar.

-Cierto, por primera vez tenemos un lugar nuestro desde que nos apresaron. A veces pienso: este calvario es de mentira, todo será como antes. Engracia, sin tu ayuda tal vez estaría muerta. Nunca he querido a nadie tanto como a ti. Si las tropas aliadas están cerca, como dicen, tal vez nos alcancen y podamos volver a Asunción. Cualquier cosa es mejor que esto. Ni el enemigo nos tratará con tanta crueldad como los nuestros. Además, debemos secar todo el maíz y el poroto que podamos juntar, para cuando no haya nada que comer. Gracias a Dios, conseguimos algo de alimento todos los días y no nos falta yerba para el mate.

-Sabes, Panchí, me dijiste cosas muy lindas. Yo también te quiero mucho y vamos a volver junto a mamá Manuela, mamá Ramona y la familia. No se pelea en Asunción; las casas siguen enteras y la nuestra nos estará esperando, muchos paraguayos ya han vuelto a sus hogares.

En aquella primavera de 1869, Yhû es un racimo de casas de barro cocido abrazando la plaza donde se yergue la iglesia. Una iglesia con techo de tejas, a dos aguas, y un pequeño campanario de madera. Formando un círculo más amplio, están sembrados los ranchos de adobe y las capueras de los campesinos. Siempre fue un pueblo tranquilo donde la vida corría sin altibajos, pero llegó la guerra y se lo eligió para asiento de las destinadas. La vida del pueblo cambió; ya no alcanza lo que produce para dar de comer a tanta gente. Todo se vende o se compra y se hacen tratos con los indios que tienen su rebusque en rutas de abastecimiento y en los bosques, donde recolectan frutas y miel.

En Yhû conocen a Celia. Es hija de un capitán acusado de desertor. Huérfana de madre hace años, estaba con la madrina cuando   —111→   la fueron a buscar. Hacía varios meses no tenía noticias de su padre. Ella lo suponía muerto, pero sus verdugos la llevaron a la cuestión para saber su paradero, y al no conseguir su propósito la unieron al grupo de traidoras.

A pesar del infortunio es de carácter alegre y disfruta de los mínimos placeres de esa vida de privaciones. Se hizo una piecita donde vive con Petrona, la joven esposa de un juez acusado de conspirar en San Fernando. Pancha y Engracia las encuentran abriendo porotos, debajo de un retorcido ibapobo.

-Hola, Pancha, vengan a acompañamos.

-Gracias, Celia. Está linda la tarde y salimos a caminar. ¿No quieren ir hasta el río?

-Me parece que sí. Estamos sin agua para el mate, a la vuelta las convidamos.

El áspero sendero corre entre el pasto verde salpicado de tréboles jugosos formando un delicado tapiz rosado digno de un lienzo de Matisse. La barranca del riacho baja en suave pendiente cubierta de maleza y, a pesar del fresco, hunden los pies en la corriente. Sus risas repican en el aire cristalino.

Petrona llena de agua una lata con asa de piola; Pancha recoge flores para la estampa de la virgen que cuelga en la pared de la choza. El sol muriente dora el agua y el borde de los cerros. Las cuatro mujeres quedan un rato en la orilla, sobre el barranco. Sus siluetas se van esfumando en el polvillo del atardecer.

Pancha aspira el olor lila de los camalotes que bailotean en la correntada; aferra con ansias el momento de felicidad. El oro se vuelve rojo en el horizonte y ese ocaso la devuelve a su tristeza. Piensa en los suyos, en su truncado amor con Egusquiza, en la dicha perdida. Por un instante sueña con un final feliz: la guerra no puede continuar eternamente, es joven aún, recobrará su libertad   —112→   cuando la pesadilla acabe. Muerto López o lejos del país, terminará su cautiverio; será libre, sin amenazas ni fantasmas. Destino singular el suyo, hasta doña Manuela la respetaba, su orfandad la volvió reflexiva, pulió su carácter firme y, además, se sabía hermosa. El bandido de Francisco se equivocó; jamás le dará el gusto de humillarse a sus pies, no nació para querida de nadie.

Mira sus manos estropeadas y cierra los puños, desafiante. Siente el calor subir a sus pupilas. No, no llorará.

Roto el encanto, invita:

-Bueno, vamos a tomar esos mates.

-Mañana fabricaré un anzuelo con algún alfiler de gancho. En este riacho debe haber mojarritas -comenta Engracia, pensativa.

-Tienes razón, qué gusto si podemos pescar algo-, contesta Celia mientras con manos canela desteje perezosamente la trenza de sus cabellos.

Regresan con el fresco del anochecer. Ante el fuego recién prendido toman mate mientras hierven mandioca para la cena.

Corren los días iguales; de tanto en tanto aparecen los guardias y ordenan traer leña o cortar hojas, siempre de malos modos, rezumando rencor y haciendo restallar el látigo sobre sus espaldas. Así pasó el otoño y llegó agosto. Largos meses lejos de casa.

El rancho luce reseco, Pancha y Engracia se calientan frente al brasero, cada vez más flacas.

-Esta horrible vida no se acaba nunca, apenas sobrevivimos, sin alegrías; al contrario, con las idas y venidas a Curuguaty, desde que es capital, terminó nuestra tranquilidad. Muchos soldados pasan ahora por aquí y se creen en la obligación de vejarnos. Estoy segura, Engracia, de que con gusto me clavarían una lanza   —113→   en el pecho, no tanto porque nos detesten sino porque tienen terror a sonreír ante alguna traidora, no sea que se entere el Karaí y los mande fusilar. Me duele esa cara de odio de los uniformados. No soporto que nos traten de vendidas, de sucias traidoras. No aguanto más, es injusto. ¿Acaso esto es vivir? Dios, ¿por qué eres tan duro con nosotras, por qué no tienes un poquito de piedad si no hemos hecho más que cumplir tu palabra?

-Jesús, Panchí. No lo retes a Nuestro Señor. Pobre, anga, mi reina, piensa en que continuamos vivas y hemos visto morir a muchos en el camino. Estamos, niko, mejor que antes. Con la ayuda de Dios saldremos de este infierno.

-No sé, Engracia, a veces pierdo toda esperanza. Esta lucha nos va terminando. El Paraguay pronto será un país de mujeres. A los hombres los llevan a la guerra y los pobres se van muriendo de a poco. Son las mujeres quienes sostienen nuestra tierra; las que plantan y cosechan; las que tejen, las que cuidan de los niños y de los animales; sin ellas hasta los soldados hubieran muerto de hambre hace rato.

-Ya ves, Panchí, cómo sabemos aguantar. Las mujeres son tan corajudas como los hombres, pero con un coraje más tranquilo. Enfrentamos la persecución y el hambre, y en vez de matar ayudamos a vivir. Labrar la tierra hasta que nos sangren las manos, sin afincarnos en ninguna parte, agota como guerrear. Y somos menos miedosas. ¿Te acuerdas cuando protestamos contra la guerra en Asunción? López no se animó a fusilar tantas mujeres; por una vez se le demostró descontento. Que yo sepa, nunca los hombres tuvieron la valentía de denunciar sus atrocidades. Después, su crueldad tapó las bocas.

-Tienes razón. Debe ser ésta la única guerra en la que la población civil es forzada a emigrar con el ejército.

-Y se llevan a los chicos para soldados. Las madres, anga, los siguen; algunas hasta se meten en la batalla detrás de ellos y se   —114→   mueren abrazados. Cómo, niko, puede ese López ser tan malo de hacer matar a criaturas inocentes porque él debe salvar al Paraguay y no se tiene que morir. Nambrena, es de puro cobarde nomás.

Se abrazaron fuerte y en sus ojos hubo un brillo ilusionado.

Pancha, alta, delgada, con un vestido suelto de bayeta ordinaria, seguía hermosa. Su serena firmeza se imponía a los gestos obscenos de los soldados. La curva de esa boca perfecta, la rotunda cascada de su pelo, esa arrogante mirada violeta dando y pidiendo compasión, terminaban por cerrar todas las bocas. Y los guardias se alejaban llenos de rabia impotente dejándolas con una infinita desesperanza que estremecía las siluetas frente al rancho.

En la Yhû invadida por más de tres mil almas todo es penosa monotonía. Las desventuradas agradecen el exiguo bienestar de un albergue fijo y algo de alimentos para subsistir.

A pesar del fresco, el gentío corre al río para quitarse la mugre y evitar costras o infecciones. Con hierbas medicinales curan heridas y piojos y, a fuerza de frotar, queda la ropa limpia -el jabón ha desaparecido hace tiempo.

Las que están con la regla custodian la orilla. Tienen el tácito acuerdo de defenderse mutuamente y los soldados no se atreven a acercarse por temor a las represalias. Son pocos y fácilmente identificables.

-Voy a buscar mi ropa, ya estará casi seca con este viento.

Sale del agua peinando con los dedos las mechas chorreantes; es morena, delgada y menuda. Decidida, corretea bajo el sol para entrar en calor y secarse.

-Cuidado, si te ven desnuda entre las matas, te van a agarrar.

  —115→  

-A lo mejor me gusta, hace rato no tengo macho -contesta con una risita intencionada.

No hay hombres para esas mujeres acostumbradas al sexo frecuente. Cuando el deseo las apura se masturban sin vergüenza. En el río, algunas hurgan con dedos febriles los cuerpos vecinos... y a veces, hay quien se deja tocar.

Nadando a brazadas largas, roza la mujer a una muchacha y con rápido giro le rodea la cintura. Sus miradas se encuentran, con la misma fiebre: los pezones se han endurecido, el vientre se contrae. Con la mano libre le acaricia un seno. La más agresiva resbala sus dedos sobre la piel mojada hasta enredarlos en la maraña del pubis. Boquean agitadas, la respiración se vuelve gemido al hundir los dedos en el sexo anhelante. El río y las compañeras se borran en ese abrazo ansioso; el paroxismo final las devuelve a la realidad. Apenas se conocen pero en el último apretujón del sexo caliente y húmedo queda la promesa de un reencuentro.

-¿Cómo te llamas?

-Rosa, ¿y tú?

-Lucía.

Y sonriendo:

-Mañana nos vemos.

Alguien comenta:

-Hoy conseguí poroto en la capuera. ¿Quién tiene un poco de mandioca? Vamos a hacer un guiso.

-¡Listo! Yo tengo mandioca y un ramito de kuratú.

-Son dos egoístas. ¿Por qué no convidan?

  —116→  

-Che ama, si traes verduras o grasa te invitamos a la olla; hay que contribuir para comer.

Vuelven en caravana a preparar el almuerzo frente a sus taperas.

Pancha y Engracia tienen batata. La hierven con sus hojas picadas en ajo y sal. Riquísimo.

La siesta es un rito. Sobre el piso de tierra, un colchón de hojas con la manta encima hace de cama. De trecho en trecho, el fuego común abriga las pavitas o latas con agua para el mate. Engracia se despierta y arrima la suya. Cuando vuelve encuentra a Pancha forcejeando con un peine desdentado. Al fin consigue hacer una robusta trenza que remata atándola con liña de karaguatá. Dos gruesos trozos de tronco les sirven de asiento. Engracia ceba el mate: las dos se miran sonrientes en un cálido entendimiento sin palabras.

-Vamos a requechar algo, Panchí.

-Sí. Vamos.

Al cinto, bolso de liña y cuchillo. En la cotidiana búsqueda han aprendido cuáles son las plantas y frutos comestibles, también han aprendido a moverse sin prisa para ahorrar energías. La lluvia reciente pinta de verde el follaje y el aire huele a limpio, la picada umbría les regala paz y una gratificante sensación de libertad. No se mueven, con los ojos entornados y las aletas de la nariz palpitantes. Un pájaro aletea a su lado y Pancha descubre el nido.

-Mira, Engracia, con razón se desesperó el gorrión, hay huevos en su nido.

-Qué bien, podríamos hacer una tortilla.

-¡Bruja! No estamos tan hambrientas.

-Y bueno, anga. Decía nomás.

  —117→  

Es día de suerte. La picada termina al borde de un arroyo; allí encuentran abundante verdolaga, de gruesas hojas carnosas, y raíces tiernas, un racimo de flores curva el gajo de jacarandá y tiñe de azul el agua.

-Qué hermosura, Panchí, voy a llevárselo a la Virgen.

El zumbido las alertó. Descubren el panal que Engracia derriba con certera puntería y piedras del arroyo. Luego de una espera prudencial se atreve a recogerlo de entre los yuyos, sin ser atacada. Ocultando el tesoro, vuelven preparadas para el festín. Naranjas partidas por la mitad, rociadas con miel y asadas fueron el banquete de esa noche.

La luz se va. Los ranchitos semejan bestezuelas oscuras sitiando el pueblo donde algunas casas aún tienen el lujo de unas velas. La conversación languidece en las tinieblas mientras la luna se pavonea en un cielo de cristalería.

Cuchicheos, oraciones, y el sueño que tarda en llegar.

Engracia vino con la noticia:

-Panchí, al fin se murió el viejo Palacios. Van a enterrarlo esta mañana, él, anga, no tiene la culpa de lo que hizo su hijo, ¿quieres ir a acompañarlos?

Fueron.

María Ana Dolores, con sus hijas y algunas compañeras, llevaban, casi sin esfuerzo por el poco peso de la carga, el cadáver de Gregorio Palacios, padre del obispo Palacios, envuelto y cosido en una manta.

Camino al cementerio se toparon con el alférez Sixto Benítez, esbirro de López, quien alteando al grupo, preguntó:

-¿Adónde van con ese muerto?

  —118→  

-Al cementerio, a enterrar a mi padre que murió ayer.

-Y ¿quién era su padre?

-Se llamaba Gregorio Palacios.

-Maa co te cacá -gritó con furia el hombre-. El padre de ese traidor, vendido, enemigo de la patria y de nuestro gran Mariscal no merece que se le entierre como gente: a los traidores se los tira, son basura.

- Por favor -rogó la hija-, ya cavamos la fosa, sólo tenemos que enterrarlo, tenga compasión de nosotras y de este anciano.

El alférez blandió el sable atropellando a las mujeres. Con la cara congestionada, vociferó:

-Pe heja ko aña memby yruvû tembi'urâ. Lo dejaremos para comida de los cuervos.

Doña María, entre lamentos y estertores, se aferraba al bulto tirado entre los yuyos; las hijas gritaban de dolor por los sablazos, mientras arrastraban a su madre y seguían a las otras mujeres huyendo de la feroz golpiza, algunas sangrando por los tajos.

En el rostro contraído del alférez sólo había animalidad. Escupió sobre el cuerpo y siguió su camino advirtiendo a gritos:

-Pe'heja u pépe. Si viene alguien a llevarlo, sin más pena la hago lancear, qué mierda.

Llegó la oscuridad pringada de dolor y espanto. Pensar en el cuerpo carcomido por cuervos o fieras hizo que la gente se agrupara para rezar y consolar a los deudos.

En ese día aciago no habían terminado los infortunios: serían las ocho de la noche cuando aparece de nuevo el salvaje alférez con treinta hombres y ordena partir al instante camino a Curuguaty, arreando la turba a rebencazos, según órdenes de López.

  —119→  

No estaban preparados para tan violenta partida. Lamentos y protestas surgían de la oscuridad. Madres buscando a sus hijos recorrían el campamento a ciegas, tropezando contra los cuerpos tirados en el suelo y a la vez gritando desesperadamente los nombres de los niños perdidos. Era ya medianoche cuando la caravana se puso en marcha: dos mil quinientas personas; un mar oscilante que se desbordaba sin mantener el rumbo. A pesar de las amenazas, la gente volvía a buscar algo o a alguien. Los enfermos y ancianos no atinaban a levantarse y eran pisoteados en el tumulto. Muchos se desplomaban, desmayados o muertos, ante el acoso de los soldados que no dejaban de insultar y repartir golpes.

Al cabo, después del amanecer, se consiguió mover a la multitud. Algunos caían pidiendo a voces protección contra los feroces soldados dispuestos a sacrificarlos. A pesar de los rebencazos, era tal el desconcierto que ese día solo hicieron media legua antes de pernoctar.

Pancha y Engracia se aferraban aterrorizadas. Iban sorteando piadosamente esos cuerpos desperdigados entre los yuyos, de pupilas fijas en los ojos asombrados, algunos muertos de agotamiento, otros, con obscuros agujeros de lanza aún húmedos.

Entre golpizas y palabrotas, el alférez, espada en mano, amenazaba con chucear a quien no marchase.

El grito desgarrador de la esquelética mujer, rotosa y desmelenada, hizo voltear a Pancha.

-¿Qué tienes? Camina, ánimo.

-No puedo más. No puedo -Repitió con un hilo de voz.

-Engracia, ven, yo sola no tengo fuerzas.

Juntas trataron de ponerla en pie, cada una la estiraba de un brazo pero no consiguieron sino arrastrarla. Una lanza la clavó en el piso de tierra entre estertores de agonía. Quedó sin un grito, con   —120→   la boca abierta llena de esa tierra suya escapándosele en grumos sanguinolentos.

El tirón la arrancó de las manos piadosas. Pancha, con los ojos ardidos de llanto y coraje miró de frente al soldado, inmóvil por un instante.

-Bárbaro -el desprecio fluía de sus labios.

-Equîriri, carajo. Camine. ¿Quieren, piko, que las clave a ustedes también?

Tizones todavía humeantes y algunos cadáveres eran los restos del campamento. Regueros de hormigas ondulaban en busca del banquete.

No hubo respiro para las infelices. Al llegar fueron arreadas como animales para el recuento. A Pancha, con otras que sabían escribir, les ordenaron hacer la lista de las traidoras. La pobre apenas podía sostener el lápiz entre sus dedos. Le era doloroso tragar la saliva por la sed; a pesar de todo, la gente se daba vuelta para admirarla. Engracia sonreía orgullosa.

El esfuerzo del día había agotado las pocas reservas de la muchedumbre. En cuanto acamparon en Curuguaty, el suelo pedregoso se llenó de cuerpos desmadejados y, a pesar del hambre, muchos quedaron dormidos sin comer la mísera ración de la cena.

Un humillante petitorio, lleno de bajas promesas de devoción y pedidos de gracia plagados de frases adulonas, había sido escrito, firmado y presentado al llegar, por algunas mujeres desesperadas ante la tremenda situación en que se hallaban.

Cinco lacayunas delegadas llevaron el petitorio al comandante. Estaba escrito en una hoja de papel que éste leyó, aprobó con una ancha sonrisa y pidió fuese suscrito por todas las peticionantes. Allí comenzó la consternación de las mujeres: no tenían papel para estampar las firmas. Golpearon, entonces, las   —121→   casas de los residentes del pueblo, y quienes poseían libros veían con angustia como les arrancaban las hojas en blanco a esos antiguos volúmenes tan amados. En pocas horas completaron las firmas.

El comandante puso en su haber el acto de sumisión y el pedido de gracia de las desdichadas. Ese día las dejó descansar y ordenó repartir la carne dejada por una expedición del día anterior.

-¿Te das cuenta, Engracia? Alabar a ese monstruo. Será porque nos está matando. Todavía me queda dignidad, no firmé-, el hermoso rostro se crispa y los ojos entrecerrados fulguran con desprecio.

Esa misma noche, un alférez con veinticinco hombres obliga a la caravana a trasladarse hacia Igatîmi, por orden superior. Las pobres viajeras con el cuerpo y los pies lastimados y doloridos, apenas pueden moverse, pero exigidas a continuar, se ponen en camino en la más completa oscuridad. El comandante ordena acariciar a las remolonas y, bajo látigo, inician la marcha cayendo y siendo arrolladas en la negrura, aferradas a sus hijos para no perderlos. La noche es un concierto de lamentaciones y latigazos; de pronto les ordenan internarse en un monte; allí les dan descanso con orden de no asomar fuera de él, pues de hacerlo serían lanceadas. Quedan derrengadas contra los troncos sin una naranja agria para calmar la sed y el hambre. Más tarde se enteran de que el ocultamiento fue porque el Karaí y la Madama habían pasado esa noche por Igatimí y no querían encontrarlas en el camino.

Al amanecer siguieron el rumbo del Mariscal guiadas por las chiñuelas, con mejor trato -también la escolta estaba agotada y siempre repitiendo la feroz advertencia: las remisas serán lanceadas sin contemplaciones.

Era tal el cansancio de la multitud -sumaban como tres mil personas- que caían arracimadas en el suelo, llorando a gritos.   —122→   Los soldados ya ni látigos tenían, gastados por tanto uso; pero cortaron Ysypo y con las varas flexibles flagelaban sin piedad a los caídos que al final se movieron ante las afiladas picas.

Por primera vez Pancha vio el temor en los ojos de Engracia.

-Por Dios, dime qué pasa.

-Parece que al llegar al río va a ser lanceada mucha gente -lo fue diciendo de a poco, como con esfuerzo.

Pancha cruzó los brazos, ciñéndolos con las manos hasta que se le blanquearon los nudillos.

-No les creas, Engracia, sólo quieren asustarnos -y acarició los hombros de la morocha sin un temblor, con el cuello tenso y la mirada perdida a lo lejos.

La falta de alimentos, los rebencazos y el cansancio convertían a esas desgraciadas en sombras espectrales luchando por mantenerse en pie.

No moriré. No te daré el gusto, Francisco. Esta guerra tiene que acabar. Viviré para verte vencido y lucharé por la resurrección de mi pueblo. Sin ti seremos libres, rescataremos nuestro suelo de manos extrañas, echaremos a los invasores: ellos no nos odian, te aborrecen a ti. No puedes matarnos a todos: no tienes derecho. Nosotras volveremos a poblar el Paraguay y yo podré amar y ser amada. Aún soy capaz de tener hijos y formar hogar. Pedro querido, tal vez volvamos a encontrarnos. Jesús, ten piedad, no me abandones.

En un carrito, el hombre sin brazos y ciego clama por ayuda. Pancha lo mira con pena, un estremecimiento le recorre el cuerpo.

-Es Pindú, dicen que quedó así cuando una granada le explotó en las manos. Siempre hay alguien quien lo arrastre y le dé   —123→   de comer, las mujeres lo cuidan -y con una sonrisa triste-, es entero como hombre.

-Sí, las calentonas se le acercan por la noche y se hacen servir; a pesar de sus carencias, las satisface: es insaciable, para contento de muchas.

-Pobre infeliz, ya a nadie le quedan fuerzas para tirar de su carro y nada hay para comer. Es horrible, abandonado en el camino morirá de hambre y sed.

Engracia hace la señal de la cruz:

-Que Dios se apiade de él, ay-chey ra anga.

-Y de todos nosotros -completa Pancha-. Cada vez van quedando más en el camino. Apenas dos días de marcha y ya cuentan quince muertes. Caen sin poder levantarse y a las traidoras todavía vivas las rematan a lanza. Es increíble la ferocidad de los guardias.

Se enroscan en el suelo sobre un manchón de gramilla; muy cerca se distingue una franja de lujurioso verde. Poca gente duerme esa noche, obsesionadas con el anuncio de que las ajusticiarían al llegar al río.

Temprano a la mañana vuelve a zigzaguear el alucinante desfile. Pronto un acompasado fluir llega a sus oídos: el Jejuí. Aterrorizadas, las mujeres se abrazan dejándose caer en la huella, incapaces de proseguir. Los soldados golpean sin piedad; las infelices miran con ojos desorbitados a las balsas cabeceando suavemente en la corriente, negándose a subir. A patadas y rebencazos consiguen alzarlas por la fuerza, arreadas como ganado, alegando que los cambá están cerca.

A pesar de la brutalidad de los custodios se tardó tres días en cruzar el río y nadie supo a cuántos se llevó la correntada.

  —124→  

Llegaron a Igatimí luego de una marcha de varias jornadas. Era una tropa de escuálidos fantasmas, sucios, con las ropas desgarradas y ojos extraviados hundidos en caras esqueléticas. Sólo el ansia de sobrevivir les conservaba el aliento.

A medida que iban arribando cada minúsculo grupo era contado. Las reunieron en una limpiada y allí, subidos sobre una mesa, el Comandante y el cura las arengaron.

-Han llegado hasta aquí y es nuestro deber organizarlas. Hay entre ustedes gente desplazada y también traidoras que no merecen nuestra consideración, pero todas deben trabajar la tierra para tener qué comer. Quien se niegue es porque quiere morir, y antes de morir de hambre la lancearemos para darle el gusto y no tener problemas. Estas son órdenes del Karai y se deben cumplir. Aquí no queremos traidoras ni gente inútil. ¡Viva nuestro glorioso Mariscal!

Terminada su alocución, el teniente Brítez, comandante de la guardia, pretendió llevarlas hasta un rozado listo para la siembra, al borde del arroyo Itanará, advirtiéndoles que debían trabajar o ser lanceadas.

Con los músculos entumecidos de cansancio y ensangrentadas por los latigazos recibidos, la patética caravana intentó moverse bajo los golpes de los guardias, ensañados en sus propias compatriotas.

Todo fue en vano: no tenían fuerzas para seguir. Estupefactos, los uniformados se encontraron ante la alternativa de chucear tres mil personas o darles unas horas de descanso.

Ya calmadas, organizaron grupos con las más fuertes al frente, y así, lentamente fueron llegando a destino dos mil ochocientos catorce despojos, sin incluir niños. Quedaron atrás como trescientos cadáveres en tumbas precarias y muchos de ellos insepultos.

  —125→  

Al llegar, el comandante pasó lista, ordenó levantar viviendas y les mostró las tierras a ser cultivadas, según el pa'i Cantero.

Nadie tenía ánimos de hablar en ese campo ondulante de cuerpos agachados, gimientes, apenas reconocibles como seres humanos.

Engracia mostraba el color de un tizón apagado; los grandes huesos sobresalían levantando el pellejo en pequeñas carpas. Caminaba encorvada, con el pelo crespo cayéndole en sucias guedejas. Había perdido casi todos los dientes y de su fresca sonrisa sólo quedaba una mueca grotesca; a pesar de todo, jamás se quejaba por sufrir el destino de su dueña. Las dos mujeres dormían abrazadas dándose calor y fuerzas para sobrellevar el monstruoso esfuerzo de seguir viviendo sin alicientes.

Con las destinadas se tenía más consideración. Se les permitió buscar refugio en el pueblo y conseguir alimento. Las traidoras quedaron al descampado y hubiesen muerto sin el endeble techo que debieron construir.



  —126→  

ArribaAbajo- XIV -

Pancha y Engracia se refrescan en el arroyo con un trapo atado de baticola; la ropa rotosa y descolorida flamea en las ramas de los árboles, recién lavada y seca al instante por el sol de la siesta.

Se limpian las heridas con esmero: huellas de latigazos, chorreantes de pus, en las espaldas desolladas.

En eso se arrima una morocha alta y huesuda, seguida de tres adolescentes.

-Buenas tardes. Si no es molestia, yo también quiero lavar ropa y asearnos. Che Dio, mis niñas están roñosas.

-Buenas tardes. El descanso y un baño devuelven el ánimo. ¿Verdad? Por fin pudimos dormir cinco noches en el mismo sitio. No sé si hubiera resistido dos días más de marcha; aún estoy agotada después de construir el ranchito, pero la vida aquí parece soportable. ¿Cómo te llamas?

La mujer mira a Pancha con ojos brillantes, a punto de llorar:

-Me llamo Dolores, Jesús, Che Dio, todo lo que pasamos, nde. Salimos seis. A ña Carmelita, la mamá de estas nenas, la llevaron a la cuestión y no la volvimos a ver; sabe Dio qué pasó con ella. Una mi hija, pobre ángel, se quedó anga en el camino -y agregó en un sollozo-, es mejor, así no sufre más. Cuánta desgracia hay por ahora. Me quedan tres hijas ajenas.

Las niñas chapotean en el agua, con grititos de alegría. Sus redondeces infantiles borradas por la extrema delgadez de sus cuerpos.

  —127→  

Pancha se viste la ropa semiseca sobre las marcas ardientes. Su piel obscurecida por el sol y el descampado se estira sobre el cuerpo flaco, apenas oculto en una gastada túnica de lienzo. Sostiene la abundante cabellera con una cuerda vegetal, atada a la altura de la nuca. Todavía camina erguida en sus sandalias de karaguatá, hechas por ella misma. Una débil esperanza la recorre entibiando su sangre al oír la cháchara de las morenas y la risa de las muchachitas. Para alargar esa alegría invita a Dolores a matear en su rancho.

Un rubor sobre los cerros anuncia el nuevo día. En la semioscuridad aparecen las odiadas siluetas de los guardias.

-Ejupí que na, partida de inútiles, a trabajar, desgraciadas.

Todo el campamento es un solo clamor: el largo quejido de esos bultos impedidos de moverse.

Obligado por la realidad de la situación, el encargado elige a las más enteras, y con ellas de sargentas, forma grupos de trabajo, en turnos. Como toda herramienta, les dan omóplatos de reses muertas y pedazos de palo. Las que no están de turno pueden salir a rebuscarse algún alimento, sobre todo naranja agria y raíces. El afincarse en un sitio y la vida ordenada es para las pobres mártires un bienestar que agradecen al cielo.

El eterno problema es la comida. Salen en los ratos libres, van al monte en busca de frutas o el manjar de algún teju andariego, difícil de atrapar. Ya ni sapos quedan, ni ranas en los charcos, todo va al fuego.

A eso iba Pancha cuando, inesperadamente, al cruzar el pueblo, se topa con una prima. No lo podía creer; la alegría de las dos mujeres estalla en abrazos. La señora Bernarda Barrios de Marco y sus hermanas, con privilegio de residentas, están instaladas en una vieja casona abandonada por sus dueños. Desde entonces, allí   —128→   va Pancha con frecuencia a pasar sus ratos libres, en un remedo de vida de familia. La tratan con cariño y hasta le hacen regalos: un trozo de carne o una torta de mbeyu que ella lleva a su rancho para compartirlos con Engracia.

Recostada contra el horcón que sostiene la enramada, techo de su mísera vivienda, Pancha cierra los ojos para no ver sus pies hinchados, su cuerpo herido, marcado por los latigazos y las picaduras de insectos.

Ya están cerca los aliados, si nos alcanzan volveremos a nuestras casas. El Paraguay se queda sin soldados, son cada día menos; combaten como héroes ante un ejército numeroso y bien equipado. No pueden más, ¿por qué seguir esta inútil matanza? Ya estamos en poder de los aliados, y a ellos se unen muchos de los nuestros, enemigos de la dictadura. Sólo el orgullo personal de López exige esta masacre despiadada de un pueblo dominado por el servilismo y el terror. Estoy segura de que no queda un solo paraguayo con ganas de continuar la guerra, ¿o es que el Dictador está dispuesto a acabar con todos nosotros? No, no quiero morir; es inicuo morir por el capricho de un hombre. Él debe irse para bien de la patria si no tiene el coraje de ponerse al frente de sus tropas y morir dignamente, o rendirse. Vamos quedando pocos, pero yo sobreviviré; estamos llegando al final de este calvario, y cuando él ya no esté, reconstruiremos el Paraguay, nosotras, las mujeres. Seremos capaces de defender y trabajar en paz esta tierra bermeja de tanta sangre. Virgen Santísima, ayúdanos.

El horizonte trepa la curva de los cerros todavía empenachados de luz mientras la oscuridad se esconde entre los árboles del bajo, con su silencio plagado de voces.

Desde la choza de Pancha se divisa la de Dolores. A menudo se juntan para conversar, y Pancha entretiene a las niñas con relatos y juegos.

  —129→  

Una mañana, Dolores llega agitadísima:

-Ay, no sé qué hacer. Elisa se me enfermó de pasmo; tiene fiebre y vomita, ¿qué piko le puedo dar? No tengo ni remedio yuyo.

-No te desesperes -la calma de Pancha contrasta con la angustia de las dos mujeres -tenemos cedrón capi'i que Engracia recogió cerca del río. Vamos allá, le haremos un té.

Apenas pudo tomarlo. Su cuerpecito lacio se fue hundiendo en un sopor tranquilo. A la tarde, murió.

-Dios Santo, qué le diré a tu pobre mamá cuando la encuentre y no vea a su mitá cuña'i. Reina querida, seguro vas junto a mi Alba, ella te está esperando en el cielo; allí no van a sufrir más.

Inclinada sobre el cuerpo sin vida, Dolores se lamentaba en voz alta, ronca de pena. Se volteó para abrazar a las muchachas de ojos muy abiertos, secos, llenos de miedo. Era la segunda hermana que Clementina y Sylvia perdían.

Muchas destinadas acompañaron el entierro de Elisa. Con omóplatos de vaca cavaron una fosa lo suficientemente honda como para poder cubrir luego el cuerpo. Las dos muchachas se aferraban a los brazos tostados: sabían, entre lágrimas, que el único sostén que les quedaba era la devoción de esa fiel servidora.

Para cruzar el río, unas señoras habían subido a las niñas en su carreta. Dijeron saber que Carmelita Gill de Corday vivía, pero sin conocer dónde se hallaba. Desde entonces, el sueño de las muchachas de ver nuevamente a su madre se hizo esperanza -por eso la angustia de la mujer ante la muerte de Elisa.

En el gentío, encuentros casuales juntan fugazmente viejas amistades o parientes. Pancha no lleva grillos ni ha sido torturada, pero al ser sospechosa de traición le están vedados los privilegios de las residentas y sufre los castigos de las traidoras.

  —130→  

La triste monotonía del pueblo se quiebra con la llegada de algunos indígenas causando un revuelo inesperado.

-Panchí, pronto que na, busca algo para cambiar, los caiguá traen carne fresca.

Pancha manotea las orejas arrancándose los aros: dos cuentas de oro cubiertas con un fino trabajo de filigrana. Los mira con tristeza: por primera vez siente los lóbulos sin pendientes y eso le produce una extraña sensación de desnudez. Sin titubear, se los entrega a Engracia.

-Tómalos, valen más que un trozo de carne.

La morena halla a los nativos vistiendo ropas de paisano; por los desgarrones se deja ver la piel oscura, lustrosa. Traen bolsas de fibra de coco colgando de los hombros, repletas de carne todavía sangrante: están cercados de mujeres disputándose cada pedazo. Decidida, Engracia se mete entre la turba. Al rato vuelve con su trofeo.

En cacharros de barro, latas o ensartada en palos, las felices mujeres cocinan y comen con alborozo, envueltas en el olvidado tufillo a carne asada o sabroso puchero.

Algunas quedan sin nada. Sabiendo que la toldería está cerca se aventuran a buscarla para conseguir el anhelado alimento. Van gastando sus últimas energías sobre la huella dejada por los indios en el monte. Al fin divisan los tapuy, al salir de una curva, tropiezan con el cadáver de una de sus compañeras, Patricia Giménez, horriblemente descarnado, con la cabeza y las entrañas todavía brillantes de sangre.

Con gritos desesperados interrumpen la feliz comilona:

-No coman, no coman. Estos indios malditos están vendiendo la carne de nuestra compañera. Nosotras encontramos su cuerpo destrozado tirado entre los yuyos, con los huesos y las tripas   —131→   afuera. Dios se apiade de ella. Salvajes, desgraciados, Jesús, qué bárbaros.

Corriendo despavoridas, van contando la noticia.

Muchas ya han comido. Se lamentan a gritos, entre llanto y arcadas, tratando de devolver el macabro festín, sin conseguirlo.

Sentadas en ronda, frente al rancho, almuerzan Pancha, Engracia, su amiga Dolores y las dos niñas. Debido a la extrema debilidad de sus compañeras, Pancha ha decidido compartir el escuálido asado: algunos trozos aún chirrían en el fuego.

-Qué espanto, estos indios son verdaderamente salvajes. Yo no sabía que eran antropófagos. Qué asco, vamos a tirar lo que sobra -masculla Engracia haciendo esfuerzos por devolver lo tragado.

-Virgen Santísima, cómo nos engañaron. Pobre anga esa mujer, diez y ocho años me parece que tenía; ayer nomás le rezamos un rosario porque no volvió de buscar naranjas. Ya estaba, niko, por morirse. Yo creo que se murió nomás.

-Es posible -Pancha tiene los labios apretados y se le enrojecen los ojos. Junta las manos para acallar el temblor y con voz apenas entendible, ordena-. Recemos por ella. Hoy nos ofrece su cuerpo para que no muramos de hambre, todas estamos al límite de nuestras fuerzas, estas niñas más que nadie. No debemos rechazar este alimento. Dios nos perdonará -y con voz opaca-. Comamos, debemos seguir adelante.

A pesar del gesto de repugnancia, su mano no vacila al llevarse a la boca otro trocito. Dolores, imitándola, corta pequeñas porciones para las niñas y mastica despaciosamente su pedazo, luchando con las náuseas. Las niñas comen con asco y avidez al mismo tiempo. Rápidamente terminan el mísero y tétrico almuerzo, calladas, dispuestas a sobrevivir.

  —132→  

Otras hacen lo mismo. Nadie se atreve a rescatar los despojos por temor a los indios en ese día de congoja y oraciones.

Exhausta, desnutrida y enferma, la turba miserable se entera de que el Karaí ha dispuesto mandarlas a Panadero, distante muchas leguas de Igatimí.

Temblando de angustia, seguras de no poder sobrevivir a este nuevo esfuerzo y después de un largo día de conciliábulos, deciden pedir a las hermanas Goiburú -por ser hermanas del Coronel Goiburú y considerarlas las más representativas- que escriban una súplica al Mariscal López rogando no ser removidas de Igatimi, donde ya están cultivando los campos para proveer de alimentos al glorioso ejército paraguayo y tienen construidos sus ranchos.

Días después, las hermanas Goiburú fueron llamadas por orden del Dictador, quien, sin juicio ni explicaciones, las hizo lancear sobre la margen izquierda del Itanaramí. El escribir la misiva se consideró riesgo de traición, por un posible contacto con el enemigo. Las pobres refugiadas, aterrorizadas, no volvieron a escribir una sola línea.

Los fuertes chaparrones de octubre dan al campo su vigoroso impulso. El verde obscuro de los cerros se matiza con el rubor de los lapachos, la azul explosión de los jacarandá y el ondulante amarillo de la flor de agosto, a lo largo y a lo ancho de la pradera circundante.

Se extiende en el pueblo un rumor desgraciado. López ordena una investigación. El pavor cierra las bocas recordando San Fernando. Esta vez inculpan a la propia madre del Mariscal, a su hermano Venancio y a sus hermanas, al coronel Marcó y miembros de la Mayoría. Cada día la lista se alarga. Dicen que su madre, ayudada de un médico, pondría veneno en los dulces que ella acostumbra a regalar a López por su cumpleaños. De esta manera, moriría no sólo él, sino también sus más allegados.

  —133→  

Sentada sobre un tronco, Engracia comenta:

-Panchí, ¿qué está pasando? ¿Crees, piko, que ña Juana de veras quiere envenenar a su hijo?

-No sé, no lo creo. Además, sabemos que Venancio va a decir cuanto Francisco ordene con tal de salvar el pellejo, como la otra vez. Y en la tortura no hay quien aguante; se declara lo que ellos pidan. Dudo del pusilánime de Venancio, y Marcó está preso por su culpa. Mi Dios. ¿Qué les harán?

-Y seguro los van a mandar fusilar, angá; sea pariente o extraño, sea cierto o mentira. Qué le hace una mancha más al tigre.

Interrumpió la conversación un grupo de soldados arreando varias mujeres llorosas. Frenaron frente al ranchito.

-¿Francisca Garmendia?

-Sí. Soy yo.

-Tenemos orden de llevarla a Espadín.

Pancha, con los ojos arrasados de lágrimas, tomó una pañoleta, miró su lecho de hojas secas, la lata colgando del tronquito: a pesar de todo, esa era su casa.

Engracia la agarró de un brazo:

-Yo me voy con ella.

La mirada torva del sargento recorrió a la mulata con desprecio:

-He dicho Francisca Garmendia. ¿Quién carajo es usted para discutir mis órdenes? No vamos a llevarnos a todo el campamento. Unas cuantas nomás. Quédese donde está.

-Che karaí, por favor, déjeme na ir con ella.

  —134→  

Un planazo del sable la hizo caer al suelo y se oyó el ruido seco del frágil hueso al quebrarse. La pierna quedó en un ángulo extraño.

Pancha se inclinó sobre su amiga que gemía de dolor.

-Nde, traidora, tapejó coagui pee aña membyre, apúrese si no quiere probar mi sable.

En la arena, las dos mujeres, desencajadas, se despedían con lamentos y protestas. Atraídas por el barullo llegaron algunas compañeras, y al ver el estado de Engracia se dispusieron a socorrerla, sin hablar con Pancha por temor a los uniformados.

-Cumpla la orden, cuña retobada. Tráiganle, que na.

El sargento empujó a Pancha con brusquedad. Ella se debatía y le propinaban tremendos latigazos. Sus gritos se oyeron por largo rato, cada vez más lejos.

Ese mismo día partió para Espadín un grupo de traidoras que aún podía caminar. Los guardias eran feroces con las desdichadas a punto de desfallecer. Restallaban los latigazos en la angosta picada espantando los pocos animalitos sobrevivientes; el polvo se espesaba con voces y lamentos tejiendo una niebla de desolación sobre la endeble comitiva. En una jornada de viaje quedaron dos infelices bajo las lanzas. El miedo hacía el milagro de sostener en pie a esas pobres criaturas.

Llegó la orden de alto. Todas cayeron al suelo sin siquiera tener ánimo de prender fuego; apenas bebieron unos sorbos de agua del arroyo que corría a pocos pasos, culebreando entre las piedras.

Al amanecer, el espléndido paisaje se cubre de un polvillo dorado que lo hace parecer irreal: el arroyo se despeña entre cimbreantes cañaverales, sajando monte, el aire trae la frescura del follaje tierno; Pancha se deja llevar por esa mágica sensación.   —135→   Fantasea. Arrobada olvida sus llagas, mira la cordillera nimbada de luz y siente en las venas un latir imperioso impulsándola a vivir.

Me llevan a Itanará, ¿será, acaso, mi destino final? Debo resistir, tal vez Engracia esté viva y la vuelva a ver, Jesús, ¿quién cuidará de ella? Virgen Santísima, Virgencita de Caacupé, ten compasión y cuídala. Estoy convencida de que pronto seremos liberadas. Dios, cuando vuelva a Asunción, ¿veré a mi madre y mis hermanos, o esta cruel guerra los habrá devorado? No quiero ni pensarlo. A qué ilusionarme; tal vez ni llegue al otro lado de la cordillera.

Sueña recostada contra unas tacuaras, a la orilla del arroyo. De pronto siente un débil chasquido en el agua y el inconfundible croar de una rana. Todos sus sentidos se ponen en alerta; sigue con la vista el vibrar de los yuyos y con un rápido manotazo atrapa al animalito que se debate entre sus dedos. Toma un grueso guijarro y lo aplasta sobre la cabeza verdosa. Es un buen comienzo del día. Sin perder tiempo, se levanta trabajosamente y se pone a preparar el fuego hurtando un tizón de la fogata común, lejos del grupo.

El sitio está extrañamente quieto, como si los guardias también quisieran disfrutar de esa apacible complicidad de la naturaleza.

Terminada de asar y engullir su presa, sonríe satisfecha y se limpia los dedos en el pasto húmedo de rocío. El crujir de la maleza le indica que alguien se aproxima.

Parado frente a Pancha el hombre no puede disimular su admiración: es raro ver belleza bajo harapos y flacura. Con un gesto de extrañeza ella se pone dificultosamente de pie, envolviéndolo en su mirada violeta.

-¿Es usted Pancha Garmendia?

-Sí, señor. ¿Qué desea?

  —136→  

-Está usted arrestada y debe acompañarme a Itanaramí.

Rígida, blanca, parece una estatua.

-¿Puedo saber de qué se me acusa?

-De conspirar contra la vida del Mariscal López.

-Jesús, pero eso es absurdo. ¿Cómo podría yo hacer una cosa así?

Es falso; si apenas tengo fuerzas para sobrevivir.

Había una sombra de piedad en el rostro del uniformado:

-Basta. Tengo orden de llevarla. No se resista.

No se resistió. Estaba descalza, su vestido de bayeta ondulaba, holgado, sobre el cuerpo flaco. El cabello abundante, estriado de blanco, le caía sobre la espalda pegoteándose en las heridas y dejando el altivo rostro libre gracias a una vincha de fibra de coco. A pesar de su debilidad, trató de mantener el paso de su captor: no pudo. Este se dio cuenta y aminoró la marcha.



  —137→  

ArribaAbajo- XV -

Fugaz fue su suerte. Itanará. Ella lo sabe. Allí están funcionando tribunales para juzgar a los encausados por el intento de asesinato, pero ¿por qué a mí? Un estremecimiento de terror la hace tropezar y se aferra de una rama para no caer. El movimiento brusco agudiza el dolor de los pies y abre las heridas de la espalda; jadea aferrada al gajo; las lágrimas resbalan sobre la piel reseca; el azul de sus ojos oculto por el rasgado trazo de las pestañas.

Llegan al claro. Allí se desperezan los soldados entre risotadas y palabrotas. El oficial entrega a Pancha a dos uniformados, con el encargo de llevarla ante las autoridades de Itanará, para ser interrogada.

Uno es petiso y retacón; el otro más alto y de rasgos aindiados.

El uniforme gastado les cubre decentemente el cuerpo, es evidente que no les falta comida, están delgados pero no flacos. La miran escupiendo de costado, con odio divertido.

-Entreguen este papel y a la presa a las autoridades del Tribunal. En marcha, y no maltraten a esta mujer porque debe llegar viva, ¿re entendé pa?

-¿Le metemos grillos, mi jefe?

-No hace falta, está muy débil, no intentará escapar. Además, con las heridas que tiene en los pies no va a poder caminar con esos hierros. Así nomás está bien -y se despide de Pancha con una ligerísima inclinación de cabeza.

-Venga que na, traidora de mierda; allá le van a arreglar la cuenta, aña memby -y lanza una mirada de entendimiento al compañero, quien la observa con sorna, aprobando en silencio.

  —138→  

-Vamos, kuña arruinada -completa el aborigen.

La picada se traga a Pancha flanqueada de sus custodios provistos de lanza, un bolso con mandioca, algo de tasajo y algunas naranjas.

Ella sólo lleva el rotoso vestido ceñido a la cintura con un cordón de fibra de coco para evitar engancharse con las espinas, y una angustia golpeando con furia las sienes.

El alocado tumulto de su pecho no cede. Soy inocente, él sabe que no tengo culpa; sólo buscaba cariño con los Marcó. Su crueldad no puede llegar a tanto, hay recuerdos inolvidables, tal vez consiga su perdón. Acaso lo vuelva a ver; él me amó y me odia a su manera, sería monstruoso que sabiéndome inocente me condenara; no lo puedo creer. Desde que lo conocí sólo me ha traído desgracia. ¿Será ahora mi verdugo? Jesús, no me desampares, Tú sabes que no tengo culpa. No puedo mentir para acusar a mis amigos; no he llegado tan bajo.

La tensión le nubló la vista y quedó quieta un instante. El restallar del ysypó le arrancó un grito de dolor; agachada, retomó el paso con esfuerzo, entre las risas groseras de sus custodios. El hambre le retorcía las tripas; al vadear un arroyo tomó agua con avidez. Le habían dicho que llegarían al anochecer; tenía las heridas reabiertas por la golpiza y el dolor se volvía insoportable. Ansiaba un descanso. Trastabilló otras dos veces y fue levantada a empellones y latigazos. No podían lancearla por el encargo: debían entregarla viva.

Llegaron al campamento casi de noche; la ataron con una cuerda a un árbol, sujeta como un perro, con la soga al cuello, turnándose los hombres en la guardia.

Se acostó boca abajo. Sus ropas manchadas de sangre, ya seca en algunas partes, apenas la cubrían. La sed y el hambre no le   —139→   permitían dormir. Repasó de una ojeada los alrededores, socorrida por la luz de las fogatas. Apenas reconocibles en sus andrajosos uniformes, los soldados dormían desperdigados sobre el césped. No lejos del caserío que se divisaba algo más allá, había otros prisioneros: cuerpos oscuros contra los árboles y el sórdido golpeteo de cadenas como espantosa canción de cuna. Embotada de calor y cansancio, Pancha ignoró los mosquitos y mbarigui y se quedó dormida.

No oye el trajín del campamento ni el correr del arroyo. No siente el fuego del mediodía empapándola de sudor. Despierta para ver las sombras serpeantes de los árboles entre guiños de una luz resbaladiza disolviéndose en la bruma del atardecen

Su cuerpo se niega a obedecerla. Del vestido sólo quedan jirones, dejando al descubierto los surcos purulentos y sangrantes que cruzan sus espaldas desde el cuello a las caderas. Le arriman un jarro de agua: lo toma dificultosamente, a pequeños sorbos lentos, espaciados, a pesar de la sed.

Perdida la vincha, el pelo cae desordenado hacia la cara; recibe la orden de marcha y mira al sargento con ojos extraviados.

-Ejupi que na. Levántese, kuña aña.

Un quejido responde a la patada del guardia petiso, quien la estira del brazo poniéndola en pie. Pancha es toda dolor, aún así, sigue a su custodio trastabillando sobre la huella de tierra reseca, hasta alcanzar las casas. Su esfuerzo está concentrado en no caer: ignora al grupo de hombres departiendo al costado del camino.

Una voz conocida le llega haciendo la pregunta:

-Guardia, ¿a quién lleva usted?

El custodio se cuadra y el capellán Maíz, reconociéndola, hace la aclaración:

  —140→  

-Es Pancha Garmendia, mi Mariscal, la traen al Tribunal para interrogarla.

El tono de Solano es tajante:

-Sargento, retírese.

Allí queda Pancha. Jadeando alza la cabeza y observa, atónita, al grupo formado por el Vicepresidente Sánchez, los señores Caminos y Falcón, los generales Resquín y Caballero, los coroneles Patricio Escobar, Silvestre Carmona, Aveiro y Juan Crisóstomo Centurión, el capitán de fragata Romualdo Núñez y los comandantes Mauricio Brítez y Manuel Palacios, los capellanes Maíz y Espinosa y varios ayudantes de servicio.

Se adelanta López y extiende la mano a Pancha, quien retribuye el gesto con evidente esfuerzo. Los otros, ante el calamitoso estado de la recién llegada, se acercan también para ofrecer sus saludos.

Es un momento singular. En todos los rostros se lee el asombro y la piedad, sólo el Mariscal la escruta sin dejar traslucir sentimiento alguno.

-Y bien, debe usted comparecer ante el tribunal por delitos muy graves en los que figura como participante. Diga la verdad en cuanto tiene de conocimiento y colaboración. Si se sincera y confiesa, será tratada con benevolencia. No mienta a nuestros jueces, no se lo perdonarán.

Pancha consigue erguirse y el violeta de sus ojos chispea de ira. Dándole la cara al Mariscal, interrumpe con viveza:

-Yo no miento. Desde ya puede usted preguntar lo que desee saber. Soy inocente.

-No soy yo quien va a interrogarla, es con sus jueces que dialogará. La perdono por haberme interrumpido, pero trate de   —141→   cuidar sus modales. Este es un asunto serio. Ante los señores y con la palabra del Jefe Supremo de la Nación, afirmo que si confiesa y se arrepiente firmaré su completa absolución y libertad. Le pido recuerde mi promesa ante el Tribunal, no espero actúe usted en otra forma pues se expondrá a la condena por sus jueces y no podré otorgarle la libertad prometida.

-No sé nada. Ni siquiera para salvar la vida mentiré, señor, y menos si con esas mentiras llevo desgracia a mis amigos. Además, señor -su rostro pálido trasunta una trágica grandeza- no he implorado perdón; fui antes y soy ahora inocente.

López se crispa y retrocede como un felino a punto de atacar; con los labios apretados y una vena pulsándole la frente. Las pupilas de Pancha se dilatan y se estremece de pavor ante el gesto repetido de aquella aciaga noche.

Mudos e inmóviles, los acompañantes del Mariscal no saben qué actitud tomar. Afortunadamente, en eso se acerca la Lynch, espléndida en un vestido de muselina estampada y el rubio cabello recogido con un peinetón paraguayo. Reconoce inmediatamente a Pancha y se aproxima con una mezcla de triunfo y conmiseración.

-Pancha, pobre amiga mía, ven a la casa, allí podrás asearte y luego cenar con nosotros. ¿No te apetece? ¿Lo permites, Solano? -y la arrastra, sosteniéndola con cuidado, hasta una pequeña habitación.

Sobre el soporte de hierro se apoya una palangana de porcelana decorada, haciendo juego con la jarra llena de agua fresca puesta en una mesita, al costado, donde también encuentra jabón, peine y toallas. Unas tablas hacen de piso y dejan escurrir el agua por las junturas.

Mientras se lava y a pesar del dolor, Pancha rememora sus anteriores encuentros con la Madama. Está en el puerto de Asunción,   —142→   esperando la llegada del buque que trae a mamá Manuela de Corrientes. Los amigos se aproximan, corteses; en el muelle todos se acercan a ver a la Reina de Asunción, la paraguaya más bella del país. Lleva un vestido de algodón, de falda amplia y escotada blusa adornada con encaje yu. Algunos se atreven a saludarla, otros la contemplan como a una visión, encandilados por esa figura arrogante, de piel blanquísima salpicada de lunares incitantes y esos ojos rasgados ensombrecidos por largas pestañas que acorralan el fuego de sus pupilas azul profundo. Su porte quita el aliento y amarga a la rubia irlandesa arrinconada en el otro extremo del muelle, quien ve por primera vez a su rival. Pancha también la ha visto: se vuelve de espaldas y la ignora. La querida de Francisco se yergue desafiante. Se sabe dueña del corazón de su amante, será la madre de su hijo y es tan hermosa como esa muchacha.

Pancha peina el cabello enmarañado tratando de mejorar su aspecto: igual será una andrajosa entre los lujos de Elisa, los uniformes de los oficiales y el impecable atuendo del Mariscal. Duda en rechazar o aceptar ese gesto de humanidad de la extranjera; el hambre la vence.

Un llamado desde fuera anuncia que la mesa está servida.

Pancha vacila bajo el dintel de la puerta, sin atreverse a entrar. En su demacrado semblante los ojos inquisidores refulgen bajo las gruesas cejas de arco perfecto. Los comensales están sentados ante una mesa puesta con mantel bordado, cubiertos de plata y fina porcelana. En una cabecera, el Mariscal; en la otra, la Lynch sirve los platos desde la mesa de arrimo. Al descubrirla, Elisa le indica un sitio vacío. Pancha se ha puesto como chal una toalla de hilo para cubrir su miseria; se sienta en silencio, soberbia en su invalidez. Nadie se atreve a dirigirle la palabra ante el ceño de López.

El aroma que sube del plato la marea de placer; imposible disimular su avidez; come con ansia, por imperiosa necesidad física.   —143→   Sólo después de algunos bocados descubre el sabor de las comidas bien preparadas, extrañas a su estómago acostumbrado a raíces y naranja agria. La Lynch hace un comentario despectivo sobre sus modales, antes de retirarse. Ella no la oye: saborea un dulce de guayaba, recordando la cálida cocina de Ramona. En la mesa quedan López, Caballero y Pancha. Extraño trío.

Pancha ha terminado de comer con las mejillas arreboladas por el esfuerzo y la satisfacción. Trata de mantenerse erguida a pesar del dolor. Manchas purulentas motean la toalla de hilo, en las cuencas huesudas los ojos violeta chispean con brillo insumiso. Ese poco de alimento le devuelve el coraje y su dignidad renace intacta.

Caballero, incómodo, mira con pena a la mujer envejecida y harapienta. La bella Pancha Garmendia, reina de los salones de Asunción, ahora cubierta apenas con un andrajoso vestido y una toalla ¡oh ironía! de la Lynch-. La ve estremecerse y él también siente el escalofrío reptar el estómago y llegarle a la garganta. Su grito airado muere ante los labios apretados y el pérfido fulgor de esas pupilas enrojecidas que tan bien conoce.

A pesar del uniforme limpio y las botas lustradas, la chaqueta cae floja sobre el pecho abombado del Mariscal; la piel amarilla y seca luce manchones encendidos por el exceso de alcohol y cubre sus mejillas deformadas por la hinchazón, dándole un aspecto payasesco. La permanente infección hace de esa boca un pozo nauseabundo y doloroso que él combate -como siempre- con dosis cada vez mayores de cognac. Nada queda de la hermosa cabeza de antaño.

Escudriña a la esquelética mujer quieta y triste, con una impavidez aterradora.

Sobre el mantel, las manos de Caballero estrujan la servilleta hasta blanqueársele los nudillos, la frente se le va humedeciendo lentamente.

  —144→  

El silencio se vuelve insoportable.

-He llamado a su guardia -indica López, mirándola fijamente- y la llevará a una habitación para dormir. Espero reflexione sobre lo que le tengo dicho: confiese mañana la trama de este sórdido atentado y denuncie a los implicados. Si así lo hace cuente con mi promesa, en memoria de tiempos pasados- completa bajando la voz.

-No puedo confesar lo que ignoro. Soy inocente, debe usted creerlo. A nadie debo incriminar en algo que no conozco. No mentiré, Mariscal, aunque me condenen por es -. Su tristeza tiene el gris del acero.

Caballero se levanta y la toma del brazo:

-Vamos, su custodio la está esperando.

El petiso indica el rumbo con un gesto, callando los acostumbrados improperios. Con el mismo mutismo la encierra en una pieza de adobe. Al cabo de un rato se va acostumbrando a la negrura; por unos agujeros en la pared, como respiraderos, entra algo de claridad. Descubre un catre de trama como único amoblamiento y en él se acuesta tratando de no lastimar sus heridas.

Pancha siente la antigua satisfacción de haber comido bien en esa mesa hostil, mientras casi todo el Paraguay pasa hambre. Con rabia recuerda la carne en salsa de especias, acompañada con mbaypy y el rico dulce de guayaba, todo regado con vino francés y cognac de sobremesa. A ellos no les falta nada, y sin embargo todo es desolación y muerte. Asunción está bajo el poder aliado y muchas residencias han sido saqueadas, víctimas de la rapiña de los invasores. Por otro lado, las autoridades van permitiendo la vuelta a sus casas y a su valle, de los desplazados, inclusive con ayuda, para evitar la muerte por hambre en los pueblos arrasados por orden de López, donde sólo hay miseria y desolación.

  —145→  

El cuartucho se llena de luces. Aquel baile del 20 de noviembre, en el Club Nacional, congrega a la sociedad paraguaya. Brillan condecoraciones y joyas sobre los trajes de gala. El General López recibe a los invitados y el lujoso salón vibra al son de una mazurca. Entra Pancha envuelta en muselina blanca con ajustado corpiño escarlata: los rostros se vuelven entre exclamaciones al contemplar tan soberbia belleza. Un grupo de damas -que odian a la extranjera, impedida de asistir a las fiestas oficiales- la arrastran a un forzoso saludo al anfitrión. López la toma de la mano como aquella vez, por más tiempo del debido; el quieto bronce de sus pupilas fijo en ella:

-¿Iniciamos el baile? -invita, y hace una seña a la orquesta mientras la toma en sus brazos, negándole la retirada.

Una ovación subraya el gesto. Han conseguido humillar a la Madama. Todos -todas- baten palmas, alborozados. A Pancha le centellean los ojos y con labios apretados sigue los pasos de su pareja. Su mano rígida no responde a la cálida presión.

-¿Acaso no te place bailar conmigo?

-Bien sabes que no.

-Tienes demasiado orgullo. Asunción entera nos quiere juntos, démosle el gusto.

-Nunca. Tú ya tienes una querida, déjame en paz.

Al callar la música quedan en la cabecera del salón. Díaz se acerca escoltado por el Coronel Wisner de Morgenstein y dos damas: su hermana Mercedes, y la Lynch.

Un murmullo recorre el recinto. Imponiendo su presencia en aquel sitio prohibido, allí está la irlandesa, resplandeciente en su vestido de seda celeste; el pelo, sostenido por una tiara de perlas, le cae en rubia cascada. La acompaña el bello y refinado húngaro, siempre presente en sus salones, único espacio de ambiente   —146→   europeo en esa Asunción colonial. Es fiel amigo de la Lynch, quien enterada del complot de sus detractoras, decide jugarse una última carta para acabar con esa situación de marginada ante la sociedad. Era el todo por el todo: Pancha y esa gente o ella.

Solano palidece. Por un momento su rostro se descompone en una serie de contracciones. Imperturbable, con un elegante ademán, Morgenstein se dirige al General:

-Con su permiso, ¿ordeno un vals?

Elisa sigue erguida, puro amor y temor hecho desafío.

-Señora -la voz del general se eleva, potente-, ¿bailamos?

Díaz inicia los aplausos. Sus amigos músicos tocan para ella el Vals de la Primavera; el coronel, con una reverencia, me invita a bailar. No me importa el triunfo de la Lynch, se lo agradezco. En brazos del húngaro mis músculos tensos se relajan; aquella fiesta de tan mal comienzo termina con mi libreta de baile completa y sumamente divertida. Yo bien sabía que a pesar del éxito de esa noche, Elisa seguiría siendo repudiada por la sociedad asunceña.

Prohibí a las chismosas de siempre inmiscuirse en mi vida: nada de encuentros indeseables con Francisco. Así terminó ese episodio que conmocionó a toda Asunción. Respeté la valentía de esa mujer, en defensa de sus hijos y su amor. Ella detesta a la sociedad paraguaya, de campesino abolengo, tanto como ésta la detesta a ella, la amante extranjera del hijo del Presidente, madre de sus hijos, de poderosa influencia en Solano, quien regala a su querida joyas, bienes y tierras, sin control. Por su parte la Lynch organiza colectas voluntarias para obsequiar al coronel y más tarde Mariscal, una espada y corona de oro y piedras preciosas, encargadas a un famoso orfebre brasileño. Todo esto mientras el pueblo se muere de hambre. A pesar de la guerra y el carácter de Francisco, la irlandesa sigue a su lado, pero le llama Señor, y si participé hoy en esa cena, fue porque ella me invitó.

  —147→  

Exhausta, se quedó dormida.

Una que otra vela prendida clareaba alguna ventana, fogatas espaciadas daban su resplandor quebrando las sombras. La negrura la sitiaba y el oído se ponía alerta. Gente agotada dormía bajo carretas o sobre la gramilla, cara a las estrellas. El jadeo de parejas haciendo el amor entre las matas inquietaba a los hombres solitarios o que esperaban turno. Ellas se dejaban tomar, era el único placer que les quedaba.

Desde hace mucho tiempo el desayuno ha desaparecido del ritual diario de Pancha, pero aquella mañana no se levanta con hambre, como habitualmente ocurre.

Con los dedos huesudos trata de acomodarse el pelo y anudarlo en un rodete. El sol está alto cuando la vienen a buscar. Al moverse se le abren los cárdenos surcos de los latigazos, el dolor empaña sus ojos y le arranca un quejido que ahoga ante el guardia, apretándose la boca con la mano surcada de venas azules. Apenas puede caminar, pero se yergue enfrentando a sus jueces.

Otra vez idéntico proceso: el mismo interrogatorio, las mismas acusaciones, la urgencia por arrancarle una confesión exigiendo los nombres de los implicados en el intento de asesinato, y ella, una y mil veces:

-No sé nada. Soy inocente. Los Marcó son amigos. Estaba muy sola y en ellos encontré cariño y protección. Jamás supe de ningún complot.

-¿No le contaron del proyecto de envenenamiento y acaso le invitaron a huir en un bote si fracasaba el intento?

¿Se dan cuenta de que eso era imposible? Yo vivía con las traidoras, custodiada por las autoridades; no tenía ninguna posibilidad   —148→   de tomar contacto con el entorno del Mariscal. Todo esto es una absurda intriga para condenarme y condenar a mis amigos.

Con tono monótono, a ratos preñado de amenazas, continuaba el interrogatorio interminable, hasta que Pancha, exhausta pero irreductible, era devuelta a su celda.

De nuevo el cuartucho, acurrucada en el catre de trama, tiembla de fiebre y de angustia, haciéndose la eterna pregunta: Francisco, ¿quién eres? Un carácter férreo, sin duda. Desde joven impusiste tu voluntad; con estudio y dedicación te ganaste la confianza de tu padre, quien te hizo partícipe de las gestiones de Estado. Te dieron, un rango que no te correspondía, disponiendo, a tu antojo, de los bienes familiares, y tu deseo era ley. Prepotente y mujeriego, sembraste amores e hijos para abandonarlos después sin darles importancia. No tuviste la cautela de Don Carlos: siempre te has considerado el Destinado. Con paciencia te fuiste apropiando del poder relegando a tus hermanos, hasta exigir el mando a tu padre moribundo. Rotas las barreras que contenían tu ego desbordado, te erigiste como único guía de tu pueblo. Nunca escuchaste razones: quien disintiere contigo se convertía en odiado rival, y decidiste salvar al Paraguay y ganar las guerras que tú mismo habías provocado. Tus arengas llenas de fuego y promesas de victoria encandilan al pueblo sencillo y valiente: los opositores son sistemáticamente eliminados. El miedo crea adeptos serviles y tribunales aterrorizados dictando, sin piedad, sentencias de muerte. El paredón de fusilamientos se empapa diariamente de sangre inocente y el Tratado de la Triple Alianza, con sus oscuros fines, te sirve de ariete para exacerbar el patriotismo de los paraguayos: seguirás siendo el único gobernante del país aunque con ello lleves a tu patria al exterminio. Pronto vimos, a pesar de los artículos de El Semanario, cuán pocas son las victorias; los soldados y civiles están siendo diezmados por las enfermedades, el hambre y las balas. La guerra es ya una constante retirada, no sólo de las tropas, sino de toda la población. La orden es abandonar las ciudades y los pueblos previa destrucción de todo lo aprovechable, y seguir   —149→   al éxodo bajo pena de muerte. Grupos de retaguardia se encargan de lancear a los renuentes -enseñas a tus soldados a ser delatores y asesinos sin dignidad-, así el enemigo se encuentra con casas y campos arrasados. Tus lustradas botas de charol esquivan cadáveres en su retirada. La desproporción es cada vez mayor. El enemigo dispone de tropas y armas de refuerzo: los combatientes paraguayos se van acabando así como sus pertrechos. La población civil sufre hambre y el terror de ser ajusticiada por cualquier intriga. Muchos, arriesgando la vida, escapan al territorio ocupado formando una legión para combatirte. El círculo de adictos se va reduciendo; algunos diezmados por la guerra y muchos más que haces fusilar aun sabiendo de su inocencia. Tu egoísmo y prepotencia son enfermizas: firmar sentencias de muerte es hoy para ti una monstruosa adicción. Tú eres el verdugo y llamas traidores a quienes quieren frenar este exterminio. Eres un monstruo enfermo y egoísta; todo lo puedo esperar de ti.

Ayer comí de tu mano como un perro apaleado. Me arrepiento y te detesto hoy más que nunca. Acaso quieres prolongar mi agonía como prolongas la agonía de tu gente. Me tienes en tus manos y sabe Dios lo que será de mí. Pero sigo viva y amo a mi patria, esa patria que tú tan minuciosamente vas destruyendo al poner pechos de niños entre el enemigo y tú. Porque has de ser el último y harás matar a esos inocentes para escudar tu cobardía. Por Dios, ya es suficiente, déjanos vivir.

Quieres culparme de lo que no hice. ¿Cómo podría yo conspirar custodiada por tus feroces esbirros? Aún deseándolo, era imposible. Los Marcó sabían de mi situación, de mi incapacidad de colaborar. Nunca me hablaron de eso y posiblemente ellos tampoco conspiraron ¿Cómo inculparlos, entonces? No acusaré sin pruebas, sería vil de mi parte llevar la muerte a quienes amo, por salvar el pellejo. Jesús, ayúdame, ya no doy más. No traicionaré a mis amigos. Y pensar que un día me dedicaste poemas... Un gesto amargo curvó sus labios resecos al repetir con asco:

  —150→  
Si alguna vez alcanzara
a coronarme de rey,
mandaría que por ley
por reina te proclamaran;
diamantes, perlas y oro;
tú eres mi único tesoro
en quien mi esperanza fundo,
pues, en lo que encierra el mundo
tú eres el ángel que adoro.

Qué mal poeta eres: imposible serlo sin verdaderos sentimientos. Por eso rompí ese mamarracho y te enfureciste por mi desdén. Te desprecio, Francisco, no me doblegarás jamás. Maldito seas.



  —151→  

ArribaAbajo- XVI -

Gritos de mando, entrechocar de arreos de caballería, voces, la claridad de un nuevo amanecer. El cuartucho apesta a excremento y orines, Pancha bebe unos tragos de agua de la cantarilla de barro cocido: tiene los labios agrietados y la ropa pegoteada sobre las heridas.

Gira la llave en la cerradura. La mano del petiso la arrastra al exterior. Cegada de luz se esfuerza por caminar erguida; el dolor le taladra el cuerpo.

-¿Adónde me lleva?

-Al tribunal.

-Pero si ya les dije todo lo que sé.

-Cállese, aña memby, ellos te van a arreglar la cuenta.

Llegan a la sombra del corredor y a la temida presencia de sus inquisidores.

-Y bien. ¿Está dispuesta a confesar de una vez por todas?, o seguirá haciéndonos perder tiempo con su terquedad.

-Señor, no es terquedad, no puedo confesar lo que ignoro. Nunca he sido traidora ni lo seré.

-Sabemos que es traidora y terminará por admitirlo o tendremos una visita a la cuestión. ¿Se declara culpable?

-No.

-Por hoy la dejo ir, pero mañana acabaremos con sus desplantes, ya estoy perdiendo la paciencia. Guardia, llévela de vuelta a su celda.

  —152→  

De regreso a la prisión se cruza con otras mujeres arreadas hacia el tribunal. Están llenas de moretones y las marcas de los grillos son costras negruzcas. Por los rasgones de sus ropas se ven las huellas de los rebencazos; sus miradas se encuentran por un instante destellando coraje: reconoce a las hermanas Barrios.

El latigazo la hace gritar de dolor, cae al suelo, gatea mientras la lonja de cuero cruza sus espaldas empapándose de sangre y pus.

Trastabillando llega a la celda y se deja caer sobre el camastro. Un llanto convulso la estremece. Siguen castigándola, no hay piedad para ella. Se ahoga en el estrecho cuarto: quiere salir, sentir el sol y el viento en la cara, ver gente, saber qué pasa. Maldito seas, Francisco.

Chirría la puerta. Mirándola desde el vano, Pancha reconoce a Caminos. En respuesta al mudo interrogatorio de sus ojos enrojecidos, éste aclara:

-Vengo a advertirle que no mantenga su negativa. Debe usted confesar; tiene la promesa del Mariscal y será liberada si revela los nombres de sus cómplices. Si desprecia su propuesta, se obrará con usted como se merece.

Pancha no contesta. Hay en su inmovilidad un firme desafío. Oye el correr del cerrojo.

¿Es esto vivir? No soporto más tanto dolor. Has destrozado mi cuerpo, pero sigue siendo el cuerpo de una virgen. Toda esta maldad no ha conseguido su objetivo. Tampoco aquella carta llena de frases de adoración en la que me ofrecías matrimonio pudo convencerme: ya te conocía. Ya entonces descubrí tu alma retorcida; cómo te detesto. ¿Qué será de mí? ¿Dónde estarán Bernardita y Marcó? No puedo creer que sean culpables: con estos bandidos en los tribunales de sangre la justicia es una mascarada. Quiero saber lo que me espera. Dios mío, es inútil, no mancharé mi conciencia con sangre ajena. No acusaré.

  —153→  

Arrima los labios agrietados a la cantarilla que trabajosamente sostiene en las manos. El agua corre por su garganta hasta el estómago vacío: hace dos días que no le traen alimento; ella ni se da cuenta. El dolor le impide moverse, queda en el suelo hecha un ovillo a los pies del catre. La fiebre-sueño lame sus heridas hundiéndola en el olvido.

Un ramalazo de sol le quema la cara. Trata de distinguir a sus visitantes entrecerrando los ojos. El repugnante petiso la pone de pie a los empujones:

-Vamos cuña aña, camine. Ejupi que na.

El vértigo la hace vacilar y el dolor le impide enderezarse. Trabajosamente sigue a su verdugo hasta el lugar de siempre.

Sentados tras la mesa, Aveiro y Centurión la esperan. Con ceño torvo y tono seco repiten la pregunta:

-Señorita Garmendia, es hora de que confiese. ¿Participó usted en el intento de asesinato de nuestro Conductor, el Mariscal López?

-No.

Mientras el escribiente asienta la negativa de Pancha, entran dos guardias trayendo a una mujer a rastras. Una sonrisa acompaña al saludo:

-Bernardita, qué felicidad verte.

Bernarda Barrios, rotosa y tambaleante, la mira inexpresiva, toda temor y vergüenza.

-Señora Barrios de Marcó. ¿Acusa usted a la encausada, Francisca Garmendia, de haber conspirado con usted y su marido para asesinar al Mariscal?

-Sí.

  —154→  

Tiene la mirada perdida en un rincón de la habitación; no puede percibir el estertor que hace temblar las mejillas de Pancha ni el desesperado llamado de sus ojos incrédulos.

-¿Por qué, Bernardita? ¿Por qué mientes?

-Señora Barrios. ¿Consultó usted con la señorita Garmendia sobre cuál sería el veneno más adecuado para eliminar al Mariscal?

-Sí, lo hice -grita con los ojos extraviados-. Sí, sí -repite en un gorgoteo histérico.

Aveiro sigue leyendo la lista de acusaciones. A todas contesta con un gesto desquiciado, sin desviar la vista del rincón. Reconoce la participación de ella, Marcó y Garmendia.

Pancha está a punto de caer: la cara desencajada y la boca abierta. El corazón golpea; su pulso le llena el cuerpo. Aprieta los párpados hinchados y secos. ¿A qué llorar? No es rabia lo que siente, una pena amarga busca comprensión; su amiga fue más débil. Vencida, acusa y miente. Ve marcas de tortura en sus carnes -tal vez sea insoportable, tal vez yo también claudicaría-. Gruesas gotas resbalan en el rostro lacio, comprende que todo está perdido. Es inútil, no quieren creerla. Pancha mira a la Barrios y encuentra en sus ojos rabia y desesperación. La observa con piedad, está calma y se siente sola, enferma, cansada, perseguida. ¿A qué seguir sufriendo? Recuerda la frase: «A veces hay que tener valor para rendirse.» Su palidez se ha vuelto cenicienta. Súbitamente saltan chispas del volcán de sus ojos, chispas que se trocan en lágrimas furiosas.

-Me han tendido una trampa mentirosa y no tengo escapatoria. Estoy indefensa ante ustedes, pero Dios sabe que soy inocente y ustedes también. ¿No tienen miedo a la justicia del Altísimo? ¿No temen ahogarse en tanta sangre inocente? ¿Quieren también la mía? Me prometieron perdón si decía la verdad. La he dicho,   —155→   pero sólo desean mi condena. Ustedes no son jueces, son chacales. Es inútil, no volveré a defenderme, hagan conmigo lo que quieran, la ignominia será para ustedes. Jesús y la Virgen Santísima me protegerán. Díganle al Mariscal que me libere: me prometió el perdón si decía la verdad y la he dicho. Pueden gritarme en la cara que soy culpable; Dios y ustedes saben del tormento que obliga a mentir. Yo soy inocente, si les queda un resto de piedad, libérenme.

-Cállese, traidora insolente. Sus cómplices ya han confesado y la acaban de acusar enfrente nuestro. Es todo lo que necesitamos para saberla culpable. Llévense a esta mentirosa.

Bajo un árbol, cerca del arroyo, arroja el sargento a Pancha, sin molestarse en ponerle grillos ni cuerdas.

-Traidora sinvergüenza, tepoti meme, mucho trabajo nos diste.

Con dos guascazos termina de derrumbarla; su risa sádica se va perdiendo al alejarse.

Todo lo que resta de su traje son harapos en el delantero. De la espalda quedan hilachas mostrando el horrible estado de sus carnes. Las nalgas laceradas y desnudas, obligan a Pancha a tratar de cubrirlas con algo de tela. La fiebre seca su garganta y da brillo a sus ojos.

A lo lejos, entre unas matas, cree reconocer a las hermanas Barrios. No les guarda rencor. Intenta gritar: un sonido opaco rebota en el viento. Exhausta, gime débilmente, tirada en los yuyos.

La maleza impide descubrir el quehacer de sus captores, aunque perfora los arbustos un trajín de gente.



  —156→  

ArribaAbajo- XVII -

Ruido de arreos y nerviosas voces de mando despiertan al campamento de Arroyo Guazú ese 11 de diciembre de 1869. El Mariscal ordena repliegue del Comando y sus tropas; manda retroceder hasta Zanja Jhu, cerca de Panadero, frente al río Aguaray Guazú. Dardos de sol sajan la polvareda y visten la miseria con su lujoso polvillo dorado. Algunos caballos de los oficiales y los bueyes uncidos a las carretas de la Mayoría son los únicos animales sobrevivientes. En ellas, hambrientos soldaditos y servidoras cargan bienes y provista para el dictador, su amante y sus hijos, además de la infaltable reserva de vinos franceses. El temor a ser lanceados impide a los criados comerse el alimento destinado a las bestias.

El Comandante Antonio Barrios se cuadra ante el Coronel Centurión.

-Mi coronel, hay orden de traslado del campamento. Tengo al grupo de encausadas cerca del arroyo, custodiadas por un piquete. No sé qué hacer con ellas, no me ha llegado ningún parte.

-Yo no puedo disponer su destino, no corresponde a mi Mayoría.

-Entonces, mi jefe, con su venia, ¿por qué no pide instrucciones? Así sabré dónde debo llevarlas.

-De acuerdo, iré junto a Aveiro. Él podrá informarme si debo retirar o no la guardia.

Encuentro al Coronel Aveiro atareado en arreglar sus pertenencias, alistándose para la partida. Una mochila de cuero amarrada a la montura es todo su equipaje. Me recibe con mal ceño y, disimulando apenas su fastidio, contesta:

  —157→  

-Mire, Coronel Centurión, consulte con el Mariscal; no estoy enterado de sus disposiciones para con ese grupo de traidoras.

Al acercarme a la Mayoría distingo su figura en el borde del corredor, cerca de uno de los últimos horcones de la galería. Contempla ensimismado la larga hilera de hombres desarrapados que comienza a perderse en la picada, hacia su nuevo destino.

Son escasos cinco mil seres extenuados -hay niños-soldados, ancianos y mujeres mezclados con la tropa-; el hambre es terrible, nada hay plantado y el enemigo se llevó a los pocos animales de la zona. Cogollo de palma y naranja agria son el único sustento de esos infelices. Con pavorosa regularidad van cayendo; penosamente se arrastran hasta la sombra de algún árbol, cobijo de su agonía, mientras esperan el fin en resignado silencio.

Y así los cadáveres jalonan con trágica impiedad la retirada del Mariscal López, por leguas y leguas.

Lo sabe enterado minuciosamente del proceso y juzgamiento de las reas, especialmente de la Garmendia. Hace el saludo de reglamento:

-Presente, mi Mariscal, vengo a pedir instrucciones sobre el destino de las presas recién juzgadas y vuestras órdenes respecto a su traslado.

Absorto, contesta apenas el saludo, endereza el cuerpo encorvado y llama a un ordenanza que nos mira desde la puerta del despacho, con un:

-Tráigame papel y lápiz.

De sus labios queda un apretado tajo. Con los ojos entrecerrados apoya el papel contra el pilar de madera y estampa en él, sin apuro, tratando de hacer buena letra, los nombres de Francisca Garmendia y de las hermanas Barrios.

  —158→  

-Aquí tiene la orden. Cúmplala.

El odio congela su mirada perdida en el verde ondular de las colinas. Vuelvo a mi despacho. Es tan sencillo matar, y yo lo proveo de víctimas: me estremezco con un resto de vergüenza. No tengo pasta de héroe, mi cobardía me permite vivir: yo veré el fin de esta guerra.

El comandante Barrios se apersona en espera de instrucciones: le entrego la lista, de puño y letra del Mariscal, con orden de inmediata ejecución.

Barrios, a pesar de que se comenta su condición de medio hermano de las condenadas, recibe el encargo sin un gesto.

El arroyo silabea su canción bajo la arboleda extrañamente silenciosa, ausente de pájaros. Pancha aspira el aire húmedo de los helechos apoyada sobre el codo; trata de asirse al naranjo pelado, sin conseguir incorporarse: los rebencazos y el hambre han cumplido su misión; surcos abiertos por los ysypó rezuman humores hediondos bajando en espesos hilos por la espalda.

El polvo y el calor giran abrazados borroneando los helechos del arroyo. Pancha extiende una mano; junto al aljibe, Doña Manuela borda en su sillón de mimbre, con dedos transparentes. ¿Ves, mamá, cuánto daño me ha hecho? No querías convencerte de su perversidad, ha engañado a tanta gente. ¿Estás viva, mamita? ¿Y Engracia? Quiero verlas. ¿Dónde estarán Francisquito y mi amado Pedro? Virgen Santísima, perdóname si odio, nunca creí poder odiar con tanta fuerza. Traté de vivir. ¿Para qué? Sé que me matarás. Eres cruel, tu orgullo no soporta que yo pueda ser de otro, ¿es que no sabes perdonar? Oh Dios, ten piedad de mí, no quiero morir por su capricho. Detén a ese monstruo a quien algún día llamarán por su nombre: ¡Asesino! Tienes el alma turbia. No hay arrepentimiento en tus pupilas opacadas por el alcohol ni piedad para este pueblo aniquilado por tu culpa. Mátame también a mí, date el gusto.

  —159→  

La polvareda se aclara: el ruido de arreos y carretas se hace cada vez más impreciso. Las voces de mando y el llanto de los niños se alejan con la muchedumbre silenciosa. El campamento va quedando vacío.

Pancha tiembla en el suelo. No tiene fuerzas para levantarse y el dolor de su cuerpo lacerado se hace insoportable. Algunos insectos escarban sus llagas en repugnante banquete. Sale de su semiinconsciencia al oír voces y choque de armas, siente vibrar la tierra con pasos que se acercan. Jesús, ¿serán los aliados que llegan a rescatarme? Dicen que están cerca. Gracias, Señor, por apiadarte de mí. Su cara se ilumina de ansiosa esperanza mientras trata de incorporarse.

Al cruzar el vallado de malezas, los ve: son paraguayos. Un oficial de rostro imperturbable seguido de tres soldados armados de picas, riendo nerviosos de odio y bestialidad.

El Comandante Barrios mira el bulto sanguinolento y detiene al uniformado que empuña el rebenque.

-Basta. ¿No ves, piko, que no se puede levantar? Ayúdala.

Pancha, con el rostro demudado, lanza un gemido cuando los dedos del hombre se incrustan bruscamente en sus brazos para sostenerla, arrastrándola.

Todo ella es puro heridas y esqueleto. Con la mano huesuda retira los mechones plateados que le cubren la cara, y al ver las lanzas en manos de los soldados un llanto silencioso lava sus mejillas sucias de tierra. Divertidos, los esbirros la azuzan con sus picas; no hay compasión en sus rostros endurecidos. Las burlas quiebran la placidez del entorno; el sol, indiferente, se entretiene dando volteretas en el agua y arde en las llagas de Pancha. Un claro entre arbustos y cañas, acoge con su serena belleza el rito de muerte.

  —160→  

Son escasos cincuenta metros del árbol al arroyo. Pancha llega jadeante, se yergue con los ojos muy abiertos en el semblante color ceniza y clama con voz ronca:

-Virgen Santísima, protégeme, no tengo culpa.

Sus lágrimas retuercen contornos y deforman figuras vociferantes en aquel aquelarre a pleno sol. Sin fuerzas, cae hacia atrás, con las manos apoyadas contra el suelo. Su gesto de resignado desprecio enfurece a los lacayos de López, la luz destella en sus lanzas al hundirlas con placer salvaje en el cuerpo enteco.

Y entre dientes:

-Kuñá arruinada.

Se oye el choque seco del hierro contra el hueso y un vago quejido agotando su aliento en un último estertor. Con inútil saña, recibe otro puntazo en el pecho; su cuerpo traspasado se estremece. De los huecos acusadores borbotea una sangre tibia que resbala enrojeciendo la arena.

-Vamos a buscar a las Barrios, orden del Karaí.

Allí queda Pancha. Un altivo despojo cara al cielo. Como único sudario: su dignidad de mujer. No hay una mano que cierre esos ojos violeta, húmedos, fijos. Ni labios murmurando una oración. La venganza ha sido consumada.

Cae la noche. El viento se pasea por el campamento abandonado batiendo suavemente las matas junto al arroyo. En el claro quedan los cuerpos bárbaramente lanceados de Pancha Garmendia y de las hermanas Barrios: Consolación, Prudencia, Bernarda, Josefa, Rosario y Oliva.

Un leve crujido rompe la paz respetuosa y anuncia el palpitante malón de las hormigas.





  —161→  

ArribaAbajoJuicios sobre Pancha Garmendia

  —162→     —163→  

ArribaAbajoPárrafos de una carta de Manuel Pedro de la Peña a su sobrino Francisco Solano López

«Voy a echarte en cara esa reprensible conducta observada con Panchita Garmendia».

«Debes saber que ésta es hija del honrado comerciante vizcaíno don Juan Francisco Garmendia y de la señora Dolores Duarte, cuyos consortes tuvieron tres hijos».

Aquí cuenta de la familia y de los acontecimientos que motivaron la orfandad de los niños y que fueron adoptados por Doña Manuela Díaz de Bedoya y Barrios, una de las principales matronas de Asunción, y continúa:

«En este invulnerable alcázar de la virtud y el decoro fue criada y educada Panchita, muchacha esbelta, coronada de belleza y atractivo, revestida de honestidad y honradez».

«Era el hechizo de cuantos la miraban, todos la adoraban y respetaban; pero tú que nada respetas tomaste el empeño de corromperla, la invadiste por todos lados, le estorbaste las uniones matrimoniales ventajosas que se le presentaban y has sido el obstáculo constante de su felicidad».

«Ella como una roca ha resistido siempre el embate de tus diabólicas pasiones, se te ha hecho invisible y se encuentra adornada de brillantes virtudes en medio de ese piélago de tus corrupciones».

«Viéndote burlado de la hermosa Judith paraguaya, adoptaste el recurso de aprisionar y desterrar a su hermano Juan Francisco con el fin de que ocurriera ante ti a implorar su libertad. Ella lo comprendió así y sin trepidar un instante se acompañó de su madre adoptiva, señora Bedoya, y se le presentó a hacer sus plegarias y ruegos por obtener la libertad de su hermano».

Tú, derretido de fementidos halagos, te mostraste clemente y le prometiste concederle lo que pedía; pero al salir de tu casa, le hiciste decir secretamente con tu rufián coronel Aguiar, que si hubiese venido sola, no se le hubiera negado la libertad solicitada».

«La prueba es que hasta hoy se encuentra el virtuoso joven Garmendia, sufriendo la pena de su cautiverio, y la infeliz hermana llorando su adversa suerte, nada más que por haber sabido conservarse pura».



  —164→  

ArribaAbajoFolio 124 de las «Memorias» de Juan Crisóstomo Centurión

«Me dirigí entonces, al cuartel general. Encontré al Mariscal de pie en el corredor cerca de uno de los horcones o pilares de madera labrada. Le manifesté el objeto que me llevaba ante él. Enseguida, en un pedazo de papel blanco, escribió a lápiz contra el horcón, los nombres de Pancha Garmendia y de las hermanas Barrios y me entregó con la orden de mandar ejecutar. Me causó esto un gran dolor y una profunda pena; pero por dura que fuese, el caso no tenía remedio.

»Le hice una venia y me retiré. Llamé a mi segundo, el comandante Barrios, a quien entregué la lista, de puño y letra del Mariscal, con la orden del mismo para su cumplimiento.

»El papelito me fue devuelto después de llevada a cabo la ejecución y lo guardé en mi caja. Esta fue saqueada en Cerro Corá y desapareció aquel junto con otros papeles que había en ella...».




ArribaAbajoSolano López de Arturo Bray

«En Capiivary se ejecutó al alférez Aquino y a sesenta y nueve soldados, también acusados de conspiración contra la vida de Solano López, y en Villa Curuguaty lanceada fue la bellísima Pancha Garmendia, símbolo desde entonces de la virtud martirizada. En Igatimi y Panadero siguen las ejecuciones: las víctimas son lanceadas para ahorrar proyectiles y pólvora. Aquellas lanzas enmohecidas en manos de soldados debilitados por el hambre, chocan una y otra vez contra el cuerpo hecho ovillo de los infelices, sin lograr penetrar en sus carnes apergaminadas; seis o siete golpes son necesarios para acabar con el sentenciado, que se retuerce y gime de dolor, rodando por el suelo al tratar de esquivar el lanzazo.

»Ni el clero se salva del vendaval: veintitrés sacerdotes fueron fusilados o lanceados en el curso de la guerra; otros cuarenta perecieron sobre el campo de batalla o de inanición».



  —165→  

ArribaAbajoDiario «El Combate» de Formosa. 14 de mayo de 1892. Cecilio Báez

Luego de una reseña de los horrores de la guerra, continúa:

«Tanta calamidad, tanto desastre, no abatió, sin embargo, su espíritu. Su heroísmo rayó en lo sublime. El soldado paraguayo repitió las proezas de los guerreros antiguos, de un Horacio Cocles sobre un puente, de un Leónidas, en las Termópilas, en la acción para siempre memorable del Boquerón.

»La mujer también se sublimó en el dolor y en el sufrimiento. El amor al hijo, al esposo, a los padres, los sentimientos más delicados, en fin, del corazón, cedieron en ellas su lugar al amor a la patria. Sólo así se comprende tanto heroísmo, tanta abnegación, tanto desprecio por la muerte. Lo que más realza la virtud de la mujer paraguaya en esos días de tremenda prueba, lo que le asegura un lugar preferente en el templo de la inmortalidad, es el haber preferido el martirio a su deshonra. El trágico fin de Pancha Garmendia nos lo dice.

»Pancha Garmendia no es la Lucrecia romana, que violada en su lecho nupcial, se arrebata a sí misma la vida, no es la doncella de Orleans guerrera, que acusada de brujería es puesta sobre la pira del sacrificio; no es la Camila O'Gorman enamorada que, tras una escapatoria, cae con su amante en las garras del monstruo; Pancha Garmendia es la virgen que se resiste primero a los halagos y luego a las conminaciones del brutal tirano; es la vestal inmaculada que acepta el martirio antes que violar su voto; es la personificación de la virtud más pura, del más sublime heroísmo; es la mártir gloriosa que defiende el honor de su sexo contra la torpe salacidad de un Sardanápalo, que no satisfecho de tratar al país como su propio señorío, quiso también que fuera el vasto serrallo de sus placeres.

»Pancha Garmendia es también la protesta contra la tiranía. Mientras todo un pueblo permanecía encorvado bajo el yugo del déspota, soberbio y nefario, y, a una señal de su mirar sombrío, obedecíale sumiso y mudo, ella, la tímida paloma que huía ante el cazador tenaz, desafiaba su furor lascivo y sus instintos felinos, optando por el sacrificio de su vida, antes que por el sacrificio de su honra».



  —166→  

ArribaAbajoPancha Garmendia de J. P. Canet

«La sepultura de la heroína Pancha Garmendia, según el reverendo padre Maíz, parece que no tuvo la enseña del cristianismo clavada en su última morada, y, tampoco Centurión y Aveiro hicieron mención de habérsele acercado un sacerdote para prodigarle los últimos consuelos de la religión.

»Pero se cumplió la fatídica amenaza que tanto torturaba la mente de esta hermosa doncella, desde aquella noche en que hizo fracasar los ímpetus lujuriosos de su empecinado y cruel perseguidor.

»La posteridad, rindiendo homenaje a Pancha Garmendia, puso su nombre a una escuela de la capital; pero, ironía del destino, su nombre fue borrado y sustituido con el de Gaspar Rodríguez de Francia, ¡el sombrío Dictador que mandó fusilar al padre de nuestra heroína!

»En las cercanías de la División de Caballería, existe actualmente una avenida denominada Madame Lynch, y una estrecha callejuela, situada entre las calles Antequera y Tacuarí, a la altura de la 2ª. Proyectada, de una cuadra de extensión, y que es el vertedero de los detritus del vecindario, que lleva todavía el nombre de la inolvidable heroína Pancha Garmendia2, haciendo un triste contraste con la ancha vía destinada a perpetuar la memoria de otra mujer célebre en los fastos de la historia nacional.

»Los antecedentes históricos de una y otra figura, constituyen dos polos diametralmente opuestos; los de Pancha Garmendia, según sus biógrafos, todos contestes, de destacados elogios de sus resaltantes virtudes; los de la otra, están envueltos en oscuros episodios, ninguno de ellos digno de elogios».



  —167→  

ArribaAbajoParte de una carta del reverendo padre Fidel Maíz al profesor Marcelino Pérez Martínez, con datos históricos sobre Pancha Garmendia, fechada el 7 de setiembre de 1907 y publicada después en periódicos de la capital, y de la que reproducimos aquí los últimos párrafos.

Dice así:

«Sabedor de que en Arroyo Guazú habían sido ejecutados varios presos, pregunté al Coronel Centurión, que corría con ellos, por la Pancha, creyendo que fuese traída a Zanja Jhú; pero cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que ella también había sido muerta, ¡y a la lanza!»

«¡Muerte tanto más deplorable y atroz, cuanto que la sentencia estaba puesta con una señal de cruz a lápiz por el mismo López, sobre el nombre de la Pancha, en la lista de presas!...»

«¡Así la borró en menos de un tercero de tiempo de entre los vivos, y la hundió en el caos de los muertos! ¡Y sus restos destrozados quedaron insepultos en aquel desierto, sin una cruz siquiera de tosca madera, que guardase su sepultura!»

«He aquí el otro polo de la vida de la Pancha, su salida del mundo entre lágrimas y sangre. Estaba ciertamente en manos del otro de aquellos dos tiranos, ¡los más crueles del Paraguay!...»

Inclinémonos desde la distancia ante la tumba de aquella heroína de la castidad; víctima inocente, mártir de la pureza. Ella, ángel del desierto, batió sus alas de púrpura y se remontó a incorporarse en las regiones etéreas con el grupo de las «ciento cuarenta mil vírgenes que rodean al Cordero del Apocalipsis, cantando cánticos nuevos».

«Pancha Garmendia, hermosa e infortunada mujer, es la honra y gloria de su sexo; es la doncella del Paraguay, como Juana de Arco es la doncella de Orleans».

«Cábeme ahora reproducir esta piadosa aspiración de mi alma:

»Plugue al cielo, y merezca también Pancha Garmendia, como Juana de Arco, la canóniga consagración de esa heroína de la castidad, radiante aureola que abrillanta su sien de mártir por la virginidad».

«Ella, en verdad, murió por conservar intacta su virtud eminentemente cristiana, a la que aparejada está la corona más gloriosa en la mansión feliz de los escogidos».



  —168→  

ArribaAbajoPancha Garmendia

Versión y grafía original, en guaraní, del poeta Narciso R. Colmán-Rosicrán-.




1 Pancha Garmendia alcabo
Anga ndéve ma o tocá
Nde rejhé che mandu'a-vo
Ta ñatoí che mbaracá

2 Cuñataï señorá  5
Ha'eicha guá ye mbovy
Na emoiâ ca'a pöra
Heracuä mi mombyry

3 Jhy póra o conocé va
Ojehecha baecué íchupe  10
Y chugui i pörä ve va
Ndi catúi o yujhú-ve

4 Y bai jepe nepó
Ña ombo yoyá rö o juehé
O yoguá mi nte yekó  15
Tupasy Ca'acupé

5 El Mariscal ye pe ve
Ndi catúi o resistí
Jha jhesé ye itabyeté
Ndi catúi o consegui  20

6 Batallón cuña-guigua
Panchita ye tendoté
Jhaeté boi oformá
Jha hetä o defende

7 Mariscalgui o recibí  25
Estracto pörä nda yé
Panchita catú jhe'i
Sapyha ntemo pajé

8 Madama ye oicuaá
Y celosa ma boi  30
Jha la suerte yero'a
Panchita pe ojho boí

9 Jhetä jhendá echa oje'é
¿Mabaite pa o yucauca?
El consejo pa añeté  35
O Madama nte oipolä

10 El año sesenta y nueve
Once diciembre jabé
Hi ächéve ra'é jueve
I sentencia o ye leé  40

11 Ha aipó «Arroyo Guasu»
Partido de Ygatytimi
Guapohy mata rusu
guype-yecó o ñe moi

12 Panchita o yesá rupi  45
ybaga re je o mä'ë
Pe jhoba o pucá by mi
No mbo guapyhi o yejhe
—169→

13 Oguajhevo cö-ë yu
Ome, ë i yatucupé  50
Lanza rü'a me oicutú
Jha jho'a jhé'ongue-te

14 Ndi yabyhi estrella ova va
Cu o-äcäbo boichá oú
Peteï o sapucai-va  55
Upe yabé oñe jhéndú

15 Mbohapy yby boi
La socorro o ye ruré
Nepo ra'e guyrami
Herava yacaberé  60

16 Pancha Garmendia ndopái
Hera cue-mï co opyta
Ha la historia pe o heyá
Petü honra al Paraguay

17 Ha upé có'é me o gueyi  65
Hendá árigui o hechá
La guapohy räcänguyi
Petü mburuvichá

18 Ipörä la caria'hy
Oyíba re luto më  70
Oñañua guapo hy
Ha jhesahy o möcä më

19 Iyespada o gueñójhé
Ha la i punta pe ojhai
Pe ybyrarnatare rejhé  75
Co ñe'ë cóba omoi

20 «Ha muerto Pancha Garmendia
La causa celo de amor
Heroína de la patria
Una mártir del honor».  80



  —170→  

ArribaPancha Garmendia

Versión en castellano basada en una traducción literal del texto original




Pancha Garmendia ya es hora
de este silencio acabar
tu recuerdo se memora
mi guitarra al yo rasgar.

Esa muchacha, esa dama  5
hay muy pocas como ella
sin quererle darle fama
llega de lejos su estrella.

Quienes bien la conocieron
o pudiéronla mirar  10
mujer igual en belleza
no lograron nunca hallar.

Ya después languidecía
pero antes las junté
y en algo se parecía  15
a Tupasy Caacupé.

El Mariscal claudicó
incapaz de resistir
y por ella enloqueció
sin poderla conseguir.  20

Del Batallón femenino
Panchita siempre primera
ella indicaba el camino
defendiendo a compañeras.

Del Mariscal recibía  25
cien perfumes regalados
pero Panchita decía
quizás estén embrujados.

La Madama se sabía
por celos se torturó  30
y luego la suerte esquiva
a Panchita la marcó.

Dicen de cerca y de lejos
¿Quién la mandó asesinar?
¿Será verdad que El Consejo  35
o la Madama nomás?

Del año sesenta y nueve
diciembre once cayó
me parece que era jueves
su sentencia se leyó.  40

«Arroyo Guazú» de nombre
Ygatimí era el Partido
de un guapohy a la sombra
queda su cuerpo tendido.

Panchita los ojos alza  45
triste ese cielo miraba
con una dulce sonrisa
en gesto que no se apaga.
—171→

La madrugada llegó
de espaldas la colocaron  50
con lanzas se la clavó
y ya muerta la dejaron.

Sin errar bajó una estrella
como saeta al lugar
a alguien con su querella  55
de entonces se oye penar.

En la tierra tres bultitos
de socorro hacían llamados
eran sólo pajaritos
«Jacaberé» nominados.  60

No se irá Pancha Garmendia
su dulce nombre quedó
y su historia nombradía
al Paraguay le dejó.

Se llegó por la mañana  65
en su corcel a mirar
bajo el guapohy en rama
un poderoso sin par.

Bello era ese señor
plena de luto su entraña  70
al guapohy se abrazó
secándose una lágrima.

Desenvainando su espada
con el acero grabó
en el pie de la enramada  75
la leyenda que dejó:

«Ha muerto Pancha Garmendia
la causa celo de amor
heroína de la patria
una mártir del honor».  80

M. L.
8 de julio de 2000.