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ArribaAbajo- I -

Las lomas de Tambo


Los primeros rayos de un sol de mayo comenzaban a orear el rocío en los gramadales sembrados de anémonas que tapizan este valle, visitado en la estación florida por numerosas caravanas en busca de la salud y del placer. Una brisa tibia, saturada del doble aroma de los prados y del mar, llevaba a lo lejos, en perezosas bocanadas el rumor cadencioso de las olas, que mezclado al mugido de las vacas, al balar de los corderos, al canto de las aves y al murmullo de las hojas entre los grupos de olivos completaba con su armonía la agreste belleza de aquel paisaje.




ArribaAbajo- II -

Ojeada al fondo del alma


Dos hombres vestidos con el traje mixto del viajero y del cazador, salieron de Tara, bonita población situada en la boca del río, y se internaron en las sinuosidades de la quebrada.

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Llevando dos ricos fusiles a la bandolera, y un par de habanos encendidos, marchaban lado a lado, arrojando al aire bocanadas de humo, que dejaban en pos suyo una estela embalsamada.

De estatura y formas idénticas, aquellos hombres diferían, sin embargo, inmensamente en el color, las facciones y la expresión de su semblante.

El uno tenía los cabellos negros, la rizada barba del mismo color, y negros también sus ojos de mirada abierta y profunda.

Blondos como el oro eran los bucles que ornaban la frente del otro, así como el bigote finísimo, retorcido graciosamente sobre su labio rojo; y sus azules ojos, sombreados de oscuras pestañas rebosaban ternura y melancolía.

Por lo demás, ambos eran apuestos, y en toda su persona revelaban al hombre de alta posición social.

-¡Qué dulces sensaciones se absorben con esta aura perfumada! -exclamó el de los cabellos rubios, entreabriendo sus rosados labios al ambiente de la mañana-. No es una esperanza, no es un deseo: es la reunión de estos dos sentimientos, es...

-El beso de la primavera del año a la primavera de la vida -repuso otro-. Aspíralos, querido Luis. Tú has nacido para los dulces goces de la existencia: abandónate a ellos, que para ti correrán apacibles   —244→   como la ola de un río al derramarse en una pradera.

Al escuchar esas palabras, el joven ahogó un suspiró, y sus azules ojos sonrieron con amarga expresión.

-¿Y tú, Enrique -replicó-, tú que cual yo, cuentas apenas veinte y cuatro años; tú, el león de los salones de Lima, bello, espiritual, rico, ¿por qué te excluyes de esa halagüeña invitación? Si alguien tiene derecho para entregarse confiado a todas las promesas de la dicha, ese eres tú.

Los negros ojos del joven moreno brillaron con un resplandor sombrío.

-¡Ah! -dijo- ¡pluguiese al cielo que así fuera!... pero, ¿sabes tú lo que son las almas vehementes cuando carecen de la ductilidad que neutraliza su rudeza? Llevan consigo una eterna borrasca. Inflexibles en todo, usan del bien y del mal con igual violencia. En ellas, los nobles sentimientos, las pasiones generosas, como puñales de dos filos, hieren al que los siente y al que los inspira. Luis, esas almas son almas en pena; y su paso en la tierra es doloroso y maléfico.

He ahí porqué cierro mi corazón a los sentimientos profundos; he ahí porqué huyo del amor como de un escollo... Y -añadió, llamando a su labio una sonrisa- he ahí porqué en el temor del peligroso encanto que envuelve esta atmósfera impregnada de   —245→   deleite, voy a desvanecerlo con el humo de la pólvora.

Y descargó al aire su fusil, cuya detonación repitió mil veces el eco de las montañas.

-¡Ha! ¡de los cazadores! -gritó a lo lejos una voz vibrante.

-¡Inés! ¡Mi hermana! -dijeron ambos viajeros, deteniéndose, a tiempo que en la cima de una de las ondulaciones del terreno aparecía una joven. Ésta, al divisarlos, envioles con el pañuelo un saludo, y bajó corriendo a su alcance.

Era alta y esbelta, vestía una polonesa negra con un sombrerito del mismo color, adornado de una larga pluma blanca de rizado extremo que ondeaba al viento de la mañana; y llevaba en las manos una rama de salvia, y un nido de tórtola, en cuyo fondo piaban tristemente dos polluelos.

Era bella con la hermosura severa de aquel que la había llamado hermana; mas, carecía de la expresión franca de éste, y en sus negros ojos brillaba una chispa de irónica altanería que borraba del todo aquella semejanza.

-¡Soberbia como la mar y brava como una borrasca! -exclamó, viéndola acercarse, el de los cabellos negros.

-¡Ah! -murmuró el otro-, ¿por qué no es dado añadir con el poeta: ¡Pero buena y generosa como un ángel!

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-Soberbia y brava. Y sin embargo, la amo: la amo con los dulces recuerdos de la infancia, y como el único lazo de familia que me resta sobre la tierra.

«¡Y yo también! -díjose Luis-, yo la amo, porque... ¡porque soy un desdichado que carece de fuerza para arrojar del corazón al monstruo que lo posee!».

Al llegar cerca de ellos, la joven les dirigió, al uno una sonrisa, al otro una mirada de reconvención.

-¿Qué significa vuestra conducta, desleales caballeros? -exclamó, con un énfasis cómico, al parecer habitual en ella-. ¡Abandonar su dama a los horrores de la soledad en medio al sueño! Confesad que no habría hecho tal felonía ni el mismísimo Teseo.

-Perdona, querida hermana. Yo te habría despertado, pero Luis me hizo ver la inconveniencia de turbar tu sueño. Además, dormías tan tranquilamente...

-No había cerrado los ojos en toda la noche, con el gemir de esos animalitos que ayer robé de una rama de aquel sauce. Iba ahora a torcerles el cuello, porque no quieren comer; pero Bruno dice que cubriendo el nido con las plumas de la madre es fácil domesticarlas, y vengo, señores míos, a solicitar de vuestra galantería el don de un coup de feu.

El joven rubio fijó en ella una severa mirada, que Inés no tuvo tiempo de notar, porque añadió, volviéndose a su hermano:

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-Veo que vas a preguntarme quién es Bruno. ¿Acerté?

-Deseo, en efecto -respondió aquel-, saber quién es el caníbal que da tales recetas.

-¡Bah! no lo maltrates, hermano; que en ello sólo quiso complacerme. Bruno es un guapo joven que encuentro siempre en mis correrías desde que llegamos aquí. Es hijo del corregidor del pueblo, y anda fugitivo a causa de una querella.

-¿Un héroe de novela, hermana?

-Sí; y aunque un tanto metalizado, pues ama el oro, y emplea su vida en la busca de tesoros ocultos de los que posee más de veinte itinerarios; tiene, sin embargo, llena la mente de un ideal misterioso que expresa con extrañas reticencias. Cierto que si no fuera yo tan valiente más de una vez me habría aterrado el fuego sombrío de su mirada.

-¡Hum! ¡Cuidado!

-¿Con mi corazón? ¡Ah! ¡ah!

-No, ¡con tu reló!

-¡Silencio! -exclamó de pronto Inés, señalando la rama de un sauce donde una tórtola, con las plumas erizadas, se había asentado gimiendo.

-Pronto, pronto, Enrique, de ti reclamo este servicio, porque Luis está casi llorando.

Aféctalo la idea de matar una ave, como si no hubiese venido a matar ciento.

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Aquí hermano: este matorral nos oculta.

Apoya tu fusil en mi hombro, y envíale tu seguro tiro.

Una exclamación de dolor detuvo a Enrique, en el momento que apuntaba a la avecilla; y los cazadores vieron de pie bajo del sauce a una bella joven vestida de una túnica blanca sujeta a la cintura con una echarpa azul. Caídos los brazos y las manos entrelazadas, miraba tristemente la despojada rama.

-¡Mi nido! ¡mi lindo nido de tortolitas! -decía suspirando-. ¡Maldita sea la mano impía que lo robó!

Enrique arrebató el nido de las manos de su hermana, salió de tras el matorral y se adelantó hacia la joven, para restituírselo. Pero ella, viendo aparecer de súbito a un desconocido, dio un grito, y huyó espantada.

Si aquella escena hubiese tenido un testigo, habría este adivinado los preliminares de un sombrío drama en la mirada profunda que los dos cazadores fijaron en la joven de la blanca túnica; en la diabólica mirada que Inés posó en cada uno de ellos, y más allá, entre la fronda de los olivos, a la vuelta de un peñasco, en la mirada sombría, apasionada, mortal, de dos ojos que la acechaban.



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ArribaAbajo- III -

El miraje del pasado


(Aura a Rosa)


He aquí separadas, quién sabe por cuánto tiempo, dos existencias que hizo de una sola el lazo de un entrañable afecto, y que Lima individualizó con el poético nombre de Rosaura.

He aquí a la triste Aura lejos de Rosa, preguntándose cómo podrá vivir esta nueva vida de vacío y soledad.

Soledad y vacío es el sitio donde tú no estás.

Vacío y soledad es para ti también, lo sé, el lugar donde no estoy yo.

¡Y nos quejábamos de la suerte! y nos creíamos desgraciadas, porque la política separaba a nuestros padres, y nos forzaba a hacer de nuestro cariño un misterio, misterio que tanto encanto derramaba en las horas que nos era dado pasar juntas.

¡Ah! ¡qué hermosas y rientes lontananzas dejamos en pos! regiones de oro y grana, que hemos atravesado indiferentes, mirándolas sin verlas, y que ahora diviso en la memoria, llorando sobre el papel en que te escribo, como el proscrito a la vista lejana de la patria.

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Embebecidas en la espera anhelante del porvenir, dejábamos alejarse, sin pensar en ellos, esos venturosos días de la infancia, rosados celajes que alumbraban el alma hasta en la noche de la vida.

¿Recuerdas nuestros turbulentos juegos, en aquellos furtivos paseos de las nodrizas en la sombrosa alama de Descalzos, y sobre el cerro de la Ramas? ¿Recuerdas las trazas empleadas para correr a la puerta, donde la una aguardaba a la otra, en la esperanza de cambiar un beso y un caramelo?

¿Y nuestra morada en Belén, santuario de paz y fraternidad, donde podíamos armarnos sin temor? ¿Y el día beatífico de nuestra primera comunión? ¡Qué inefables emociones al acercarnos a la sagrada mesa, al gustar el pan divino, al tender nuestras inocentes manos sobre el santo libro para hacer el juramento de ser buenas y virtuosas!

Tu madre lloraba de gozo... ¡Ay! la mía estaba ya en el cielo; pero yo la veía entre los coros de ángeles que poblaban el templo, velados con sus alas ante la majestad de Dios. Y cuando cumplida la augusta ceremonia, prosternadas ante el altar, prometimos amarnos más allá de la muerte, vila, sonriéndonos con amor, recoger ese voto en su seno.

Evocando estos recuerdos, vuelvo a esos tiempos   —251→   de sin igual ventura, en que asidas de la mano, caminábamos, alegres y confiadas en la senda de la vida, fijos los ojos en la estrella del porvenir...

Así llegamos a los umbrales del colegio, donde nos esperaban, de un lado la madre prelada con su maternal abrazo; del otro el mundo con sus halagüeñas promesas.

Dolor y alegría.

Dolor de romper los apacibles hábitos de esa dulce vida de plácida intimidad: alegría de trocar el sombrío uniforme azul y negro, con las brillantes galas de la juventud.

¡Qué días tan deliciosos siguieron a ese en que dejamos las clases por la charla de los salones, y los libros de estudio para hojear el prestigioso libro de la sociedad!

Separadas por el odio de partido que la política arrojara entre tu padre y el mío, nuestro afecto hallaba medios para salvar ese abismo.

Con qué graciosa audacia te deslizabas detrás de la primera persona de estatura elevada que entraba a casa; atravesabas de un salto la bifurcación de mármol, te colabas en el callejón, un sillón antiguo te servía para escalar la ventana de mi cuarto y caías en mis brazos.

¡Qué gozo! ¡Dios mío!... Reíamos, llorábamos; nuestras preguntas y respuestas se atropellaban,   —252→   se mezclaban y no tenían fin. Saltábamos, bailábamos; y quien nos hubiera visto habríamos creído locas.

Pero cuando, después de echar a la puerta doble cerrojo, nos sentábamos al piano y tocábamos a cuatro manos algún nocturno anónimo, hijo de tu inspiración, entonces nos volvíamos sublimes; el salón me aplaudía, y yo recogía sola los laureles de tu gloria... ¿Sola? no, que mi padre, radiante de orgullo, recibía entusiastas felicitaciones.

¿Recuerdas el terrible susto que nos dio el atolondrado M. en aquel brillante baile dado por el Congreso al Presidente, en el patio de la Universidad? Tu padre era el jefe de la oposición: el mío era Ministro de la guerra.

-¡Coronel! -dijo a éste aquel loco, en el momento que, figurando en una cuadrilla llegábamos cerca de ellos-, ¡cuánta envidia habrán tenido a usted los que oyeron anoche a esa doble Rosaura cantar a dúo una salve en el coro del Sagrario!... ¡Y ese empecinado Velasquez! -añadió, buscando a tu padre, con una mirada en torno-. ¡Oh! aquello valía una solemne reconciliación.

-¡Bah! -replicó el mío entre enfadado y festivo-, ¿qué sarta de disparates está enjaretando este truhán? ¿Me dirás qué significa eso de doble Rosaura y de salves a dúo en el coro del Sagrario?

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-¡Cómo! ¿Ignora usted que...? -empezaba a decir el calavera. Tu mirada suplicante lo detuvo. Te sonrió con aire de inteligencia, esquivó la respuesta, y corrió hacia otra parte, fingiendo que lo llamaban. Pero nosotras temiendo un nuevo arranque de ligereza, la una después de la otra, dejamos el baile, seguidas de nuestros padres, que se fueron, el uno al círculo tenebroso del club; el otro al no menos tenebroso del gabinete.

¡Qué larga reminiscencia! Escribiéndola vuelvo a sentir el dulce sabor de esas horas de dicha que tan poco duraron.

Muy luego, el cielo de nuestra felicidad comenzó a nublarse. Caí enferma. Mi padre profundamente alarmado, llamó a los médicos, que me desterraron de Lima y me impusieron la vida de los campos.

No era ya posible vernos: mi padre no se apartaba de mi lado. Así forzoso me fue partir sin despedirme de ti. Sin embargo, alejábame tranquila, casi contenta; porque esperaba, creía, que habías de seguirme; y abordo del vapor, tendía en torno furtivas miradas pensando que ibas encerrada en algún camarote. La imaginación de una joven es, como los libros de caballería, un mundo de prodigios, que no cuenta con los infinitos obstáculos que medía entre la voluntad humana, y el objeto que se propone alcanzar.

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¡Qué dolorosa inquietud, cuando llegamos a Islay, y desembarcados los pasajeros, faltabas tú! No podía resolverme a dejar el buque, hasta que mi padre me preguntó si echaba de menos algo en mi equipaje.

Fue necesario bajar al bote para atravesar el agitado oleaje que se estrella contra las rocas donde se asienta como un nido de águilas, el puerto de Islay.

El aspecto pintoresco de este pueblo, cuando se le mira desde el mar, es una ilusión que se desvanece desde que, subida la pendiente escalera del embarcadero, se entra en sus calles estrechas y polvorosas.

En un tendejoncillo, su mejor almacén, compré un frasco de perfume que te envié allá, a la tierra de los perfumes, como la reina Pomaré enviaba un compás a su favorito. Partimos para Arequipa al cerrar de la siguiente noche, montados en magníficos caballos, y en larga caravana al través de los borrados senderos de un desierto de arena. Alumbrábanos una hermosa luna llena, cuya luz prestigiosa derramaba en torno nuestro, extrañas alucinaciones que para cada uno revestían diversa forma. Montañas, lagos, campamentos, ciudades, surgían y desparecían a nuestros ojos en sucesión infinita, hasta que la luz del alba desvaneció el   —255→   encanto, y nos descubrió el risueño panorama en cuyo fondo, imponente y sombría, álzase el Misti.

Y en esa noche de extraños mirajes; y en esa alborada de rientes panoramas, me decía yo, suspirando: «si ella estuviera aquí al lado mío, y que marcháramos juntas, asidas de la mano, bajo este cielo estrellado, envueltas en el diáfano claroscuro que la luna derrama sobre el desierto, ¡cuán poéticas creaciones añadiría nuestra imaginación a la mágica fantasmagoría que esta hermosa noche! ¡cuán bellos ángeles divisaría entre las doradas nubecillas de esta rosada aurora!

Arequipa es una ciudad oriental, trasplantada de las riberas de la Siria al pie de los Andes. Nada le falta, si no es el turbante y el caftán; porque allí se alzan las blancas cúpulas y los rojos minaretes; y entre las celosías de sus ventanas, divísanse ojos dignos del paraíso de Mahoma.

Sin embargo, la ciudad comienza a despoblarse, para hacer la más bella peregrinación que puedes imaginarte: el paseo a Lomas, es decir, a los valles flanqueados de colinas cubiertas de pastos, de flores y de rebaños, y vecinas al mar. Dicen que nada hay igual a su poética belleza y que la vida allí es un miraje de la Arcadia.

Mi padre tiene una hacienda en el más pintoresco de esos parajes, en el valle de Tambo. Cuánto   —256→   deseara ir allí. Nada de ello habla mi padre. Quizá cree que el aire volcánico de Arequipa me conviene más que la húmeda atmósfera de la costa.

Nombré a mi padre, y helo ahí... Oculto mi carta y cierro mi carpeta para ir a darle un beso... ¡Querido papá! ¡Ah! ¿por qué me es forzoso esconder a su mirada la más hermosa parte de mi corazón: la que ocupa tu imagen? Y sin embargo no siento remordimientos; porque amándote redimo el único pecado de que puede acusarse a esa noble alma, el de proscribir el santo afecto que nos une...

Continúo mi carta, ¿sabes en dónde? En las Lomas de Tambo, sentada bajo un bosque de olivos, a la vera de un cañaveral.

Alguien habló a mi padre de la salubridad de aquellos sitios, y una palabra mía lo decidió.

Un mundo de alegres peregrinas se ha derramado en tolderías y campamentos que hacen del valle una inmensa feria. Las alboradas son deliciosas, regadas por una lluvia de vapores casi líquidos que se cuaja sobre las flores en luminosos brillantes.

Yo me he formado en la linda casa de la hacienda un confortable aposento compuesto de un salón, una alcoba y un retrete, donde me visto, leo y almuerzo con mi padre. Gusto de pasearme sola; y los turistas me llaman la dama del Lago, sin duda por   —257→   mi aislamiento y el color blanco de mi vestido. En casa he organizado un círculo formado por algunas familias relacionadas con mi padre y un piano cascado, pero de buenas voces, ameniza las veladas. Se canta, se baila y se cena.

He ahí mis noches. Mis días son enteramente consagrados a paseos solitarios, acompañados de tu recuerdo...

Alguien se acerca: guardo mi carta para continuarla mañana.

¡Si vieras qué lindo nido de tortolitas he descubierto, oculto entre la fronda de un sauce! La madre tiene en su luciente pluma el sombrío tornasolado del crepúsculo. ¡Y los polluelos! ¡Ellos no tienen plumas todavía; pero ya saben gemir! Horas enteras permanezco inmóvil, para no espantar a la avecilla, encantada en la contemplación de esta alada familia.




ArribaAbajo- IV -

El despertar del corazón


(Aura a Rosa)


Estoy profundamente inquieta, ¡oh hermosa reina de las flores! No sé cómo enviarte mis cartas: ignoro cómo llegarán a mí las tuyas.

¿Quién no había de creer en la existencia de   —258→   un correo entre las elegantes tolderías que pueblan estos prados y la estafeta de Arequipa?

¡Nada! Esta gente sólo piensa en divertirse.

Mi padre envía a aquella ciudad cada dos días un expreso, portador de su correspondencia; y muchas personas aprovechando esta oportunidad, le traen sus cartas para Lima... ¡Ah! ¡que no pueda yo confiarle la mía!... ¡Y todo por el espíritu de partido, ese numen funesto, que divide con su emponzoñado soplo almas que se asemejan en nobleza, lealtad y abnegación!

¡Una idea!... Sí... ¡y magnífica!... Voy a apostarme en el camino, oculta entre las ramas de un matorral; y cuando pase el improvisado correo, doyle mi carta con el encargo de ponerla en el buzón, y regreso muy contenta de mi feliz expediente... ¡Oigo la voz de mi padre que pide una bujía para sellar sus pliegos; y yo corro a esconderme en el matorral del camino!

¡Oh! ¡Dios mío! ¡cuántas maldades se hacen a la faz del mundo en tanto que yo tengo que ocultarme como un criminal para enviar a un ser amado, la expresión fraternal de mi afecto.

Heme aquí, de vuelta, triste y desalentada, trayendo conmigo la carta que no me fue dado entregar al mensajero, porque mi padre montó a   —259→   caballo y lo acompañó, haciéndole varios encargos hasta más allá de mi escondite.

¡No importa!, yo tomaré mis medidas y la carta partirá.

Entretanto, voy a abrirla para continuar escribiéndote.

El sol se ha puesto, y su último rayo colorea de rosa la cima de las montañas; el valle comienza a cubrirse de sombra, y en el murmullo de los árboles, en el canto de las aves y en la voz humana, percíbese esa tristeza vaga, indefinible, que precede a la noche.

¡Qué inefable encanto ha tenido siempre para mí esta hora melancólica! Era la única en que me alejaba de ti. Sentada en un rincón solitario del claustro, inmóvil y muda, pensaba en los que han abandonado la vida y duermen en el sepulcro: ¡mi abuelo, mis tías, mi nodriza, mi madre! ¡Ah!, el tiempo ha velado su imagen en mi mente, pero no en mi corazón; y su rostro angelical me aparecía, ora en la luz plateada de la luna, ora en los rayos de la primera estrella.

Un dulce enternecimiento invadía mi alma, y lloraba lágrimas silenciosas, y oraba en mentales plegarias.

Tú venías siempre a desvanecer este místico arrobamiento con tu alegre charla; como ahora,   —260→   los acordes del piano y la presencia de nuestros huéspedes, ahuyentan mis meditaciones, y me llaman al salón.

¡Gran novedad! Una ansiosa expectativa saturada de dulces esperanzas, absorbe el ánimo de las bellas peregrinas de este valle, que preparan sus armas para disputarse la conquista del más bello viajero que ha pisado la grama de estas praderas. Es aquel brillante Enrique R. de quien tanto se hablaba en los salones, y que se marchó a Europa cuando nosotras dejábamos el colegio. Ha regresado y se encuentra aquí, invitado a la fiesta de Tara, que reúne a las orillas del mar a toda la gente de Lomas. Mi padre que es de los convidados, quiere que yo lo acompañe, y a mí no me pesará ello; porque yo también deseo conocer, aunque no con las miras hostiles de estas señoritas, a ese acariciado ensueño de las hermosas.

Dicen que viene acompañado de un amigo, y de su hermana, trigueña beldad que, según las revistas de los salones parisienses, ha hecho gran sensación en la corta temporada que los frecuentó, al lado de su hermano.

Te escribo en medio a los esplendores de una hermosa alborada. El sol comienza a levantarse y dora con sus primeros rayos el inmenso paisaje que se extiende matizado en degradaciones infinitas   —261→   hasta perderse en el azul cerúleo del océano. Una brisa perfumada se cuela en suaves ráfagas por la ventana, y viene a jugar con el papel en que trazo estas líneas.

No puedo resistir al deseo de ir a aspirarla allá entre los bosquecillos de heliotropos blancos que desde aquí diviso, en el fondo del valle.

Dejo la pluma para volver a tomarla de nuevo; al regresar de mi paseo... ¡Un incidente!... ¡Oh! ¡qué miedo he tenido! Nada semejante me aconteció jamás. Estoy pensativa, confusa, amedrentada. ¡Qué sé yo!...

Vagando de arbusto en arbusto, de flor en flor, llegué al grupo de sauces en cuya fronda se ocultaba mi nido de tórtolas...

La pobre madre gemía sola en lo alto de una rama: su nido había desaparecido.

-¡Maldita sea la mano que lo robó! -exclamé, con dolorosa indignación.

En el mismo instante vi surgir detrás del ramaje de un matorral un hombre de fisonomía extraña, diría mejor, siniestra. Tenía en una mano el nido de tórtola; con la otra empuñaba el cañón reluciente de un fusil.

Espantada, creyendo que iba a castigar mi maldición con un balazo, di un grito, y huí de una sola carrera hasta la puerta de casa.

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Pensándolo bien, debo reír de mi terror, mas a pesar de mis reflexiones, la imagen de ese hombre y su luciente fusil no se apartan de mi mente.

Sin embargo, inquietábame la suerte de la pobre tortolilla solitaria; y no queriendo por nada en el mundo volver sola al sitio de la temible aparición, guié por ese lado mi caballo al pasearme con mi padre.

¡Oh! ¡prodigio! el nido se hallaba allí, sobre su misma rama; y los polluelos piaban engreídos bajo el ala de la madre, que los arrullaba con amor.

Si estuvieras a mi lado, querida mía, había de preguntarte qué pensabas de esto. ¡Ciertamente, es singular! Ese hombre que tanto miedo me causara, lejos de desear hacerme mal hame dejado una prueba de exquisita galantería.

Es tarde, y te dejo para tomar algunas horas de reposo a fin de estar lista mañana a la primera voz de mi padre, que no gusta esperar, para ir a la fiesta de Tara, que es un lindo pueblecito situado entre el mar y la boca del río. Habrá misa y procesión; toro, banquetes, y un pintoresco sarao en un salón de lona tapizado de esteras de junco verde sobre la blanda arena de la playa; y formarán la orquesta dos violines y el órgano de la iglesia, cedido galantemente por el anciano cura, en gracia   —263→   de la devota concurrencia de tantas bellas a la función religiosa. Si a ello se añade la patriarcal familiaridad y la sencilla confianza adoptada por la sociedad aquí reunida, nuestra fiesta será espléndida.

¡Pero ah! estas rientes perspectivas, lejos de ti, pierden a mis ojos todo su encanto; y mañana, en medio a la alegría general, yo sola estaré triste; y mi padre, que tanto me ama preguntará qué me falta, porque ¡ay! no comprende, ni yo puedo decirle que me falta la más querida mitad de mí misma.

El día ha amanecido magnífico de luz y serenidad. Una gozosa animación circula en las tolderías; numerosas cabalgatas recorren los senderos del valle en dirección de Tara, y óyense, traídas de lejos por la brisa, alegres exclamaciones, risas y cantos.

Mi padre hace ensillar nuestros caballos; yo me visto, ¿lo creerás?... con cierta coquetería pretenciosa. ¿Será que también quiera deslumbrar al bello huésped de la fiesta? ¡Bah! ¡qué me importa él, con toda su brillante nombradía!

Mi padre me llama, y vamos a partir.

Adiós, hasta la noche; llevo los cabellos en rizos bajo un sombrerito de paja adornado con una guirnalda de rosas que sujeta un velo de tu ilusión.   —264→   Mi vestido de gasa blanca lleva una larga cola que hace veces de amazona y me liberta de tener que endosar este odioso traje.

Doy una mirada más al espejo. ¡Estoy linda! ¿Seré la más bella de las que hoy atraigan las miradas de Enrique R.? ¡Qué locura! Adiós...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Rosa! ¡el hombre del matorral, el ladrón del nido de tórtolas, el que tanto temor me causara con su amenazante fusil, era él! era Enrique R., que fascinó mis ojos y sojuzgó mi espíritu con un sentimiento que yo llamé terror, y que era... ¡ah! ¡qué diré!... ¡Escucha! De hoy más, entre los dos nombres que formaban el de Rosaura ha venido a interponerse otro; mas no para separarlos sino para unirlos con un lazo más estrecho.




ArribaAbajo- V -

Ángel y demonio


(Aura a Rosa)


Anoche, demasiado turbada para ordenar mis ideas, te arrojé una noticia que, recibida, así, exabrupto, sin ninguna explicación, habríate causado profunda inquietud.

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Por dicha, nuestro correo, despachado al amanecer, recibió contraorden, y sólo partirá mañana. Así, puedo recoger mi carta, y continuarla con el relato de los incidentes de ayer, embrollados hasta ahora en mi mente, y que tienen todo el sabor de una novela.

Aunque partimos temprano de Arcori, nombre de esta finca que recién se me ocurre poner a tus órdenes; y aunque el trayecto fuera de media hora, mi padre perdió tres, recordando con un veterano de la independencia, que nos dio alcance en el camino, cierto combate de antaño, en que ambos tuvieron parte. Y tanto se engolfaron en aquellas caras memorias; y tantas veces se detuvieron para mirar los puntos estratégicos que eligieran entonces, que cuando llegamos a Tara, misa, procesión y toros, habían pasado ya; y los convidados se hallaban en pleno sarao.

Echamos pie a tierra en casa del cura, cuya hermana, una amable viejecita, me prestó su tocador para arreglar mi peinado, que, como mis rizos son naturales, nada habían sufrido con el aire del camino. Deshice algunos pliegues que la silla había impreso en mis faldas, eché hacia atrás a guisa de pluma el velo de mi sombrerito, di el brazo a mi padre y nos dirigimos al baile.

El salón presentaba un golpe de vista magnífico.   —266→   Descubierto del lado del mar, en forma de galería, sosteníanlo columnas cubiertas de follaje y de flores silvestres. Un inmenso diván improvisado con bancos, sillas, taburetes y poltronas, estaba ocupado por una multitud de lindísimas jóvenes, adornadas con pintoresca sencillez. Llevaban todas como yo, cruzadas en banda, echarpas de gasa azules o rosadas; y las colas de sus faldas regazadas en torno con alfileres.

Delante de ellas, los hombres formaban grupos, y al centro agitábase la ardiente ronda de vals a los acordes de «El último pensamiento» de Weber, ejecutado por el órgano, a dúo con el murmullo de las olas.

Apenas tuve tiempo para abarcar todo esto con una ojeada, porque no bien hube puesto el pie en la verde estera del salón, vi venir a mí un joven rubio, bello como un arcángel, que inclinándose ante mi padre, pidiole el permiso de bailar conmigo.

Mi padre puso mi mano en la suya, y muy luego, enlazados con ese abrazo impúdicamente estrecho que constituye la danza moderna, valsábamos, mezclados a aquel torbellino de gasas, de rizos y de flores.

Los rasgados ojos azules de mi compañero fijáronse en mí con expresión apasionada. Sin embargo, yo no sentía ningún linaje de turbación. Había tanta   —267→   dulzura en sus miradas, que me recordó la figura ideal del ángel de la guarda, guiando una alma hacia Dios; y el brazo que me sostenía parecíame el ala protectora, y sonriendo gozosa, abandonábame al encanto de aquel voltejeo, a la vez rápido y cadencioso, que remedaba el vuelo de un espíritu.

-¡Luis! pide para mí a tu bella compañera el resto de este vals -dijo, de pronto, a mi lado, una voz dulce y vibrante, que me hizo volver vivamente la cabeza.

Los sonidos del órgano, llenando el espacio, ahogaron el grito que se escapó de mis labios, al reconocer en el que pedía bailar conmigo, al hombre del matorral.

En el semblante de mi caballero se pintó una visible contrariedad; pero, reponiéndose luego, y sonriendo con dulcísima sonrisa:

-Lo habéis oído -me dijo-, la amistad exige de mí un sacrificio; y las leyes de familiaridad establecida, un don que vos no podéis rehusar.

Y así hablando dejome en los brazos de aquel hombre, que ciñendo en ellos mi cuerpo, fijó en sus ojos los míos con la poderosa fascinación de su mirada, como el águila a la pobre avecita, absorta en la luz de su pupila.

Pude ver entonces, entre el rápido cambio de claridad y de sombra producido por el baile la   —268→   majestad de una frente griega a la que servían de marco los lucientes bucles de una cabellera oscura; labios como los de Byron, sensuales y desdeñosos; y, sobre todo, uno ojos de mirada profunda, intensa, dominadora, cuyo fulgor me iluminó hasta el fondo del alma, revelándome tesoros de ventura que jamás soñó la mente, ni adivinó el corazón, y que ahora leía en esos ojos que se posaban en mi frente como una caricia.

¿Qué diré? Breve: en el corto espacio de ese vals, nuestro destino se fijó para siempre: yo supe que él me amaba; él, que era dueño de mi alma.

-¿Ves ese océano? -díjome señalando la azul inmensidad-. Así es el corazón que te doy, profundo y tempestuoso.

Y en sus ojos brilló algo que se parecía al acero de su fusil en la visión del matorral.

En ese momento su amigo, mi blondo caballero del vals, vino hacia nosotros dando el brazo a una bellísima joven, morena como una árabe, alta, esbelta, flexible, con una cabellera rizada y negra, frente ancha y baja, cejas finas, casi reunidas, orlando unos ojos negros rasgados, y adormidos hasta la impertinencia.

En tanto que yo la contemplaba con admiración, ella, saludándome con un elegante movimiento de cabeza, mezcla de cortesía y desdén:

-Enrique -dijo   —269→   a mi compañero-, vengo a felicitaros, a ti y a Luis por el vals que esta bella señorita ha repartido con tanto donaire entre ambos.

En los ojos de éste brilló una chispa de cólera.

-Esta bella señorita, Inés -respondió tomando mi mano entre las suyas-, es mi esposa: es tu hermana.

No sé cuál de los tres se tornó más pálido, al escuchar estas palabras; creo que fui yo, que sentí afluir toda mi sangre al corazón, y me desmayé.

Al volver a mí, encontreme recostada en el hombro de mi padre, que hablaba con Enrique cual si fuera un antiguo conocimiento. En efecto, habían contraído amistad, viajando juntos.

Hemos dejado la fiesta y regresado a casa, no solos; porque Enrique, su hermana y Luis nos acompañan.

¡Qué dirás, querida mía, cuando lleguen a ti estas inesperadas nuevas! ¡Ah! yo misma apenas doy crédito a lo que siento. Ayer no había otra imagen que la tuya en mi corazón, otro afecto que el que nos une. Hoy, ¡ah! ¡perdóname! ¡hoy tu imagen palidece en la irradiación de otra imagen, y tu amor se ha fundido al fuego de otro amor!

¿Es completa mi felicidad? No: Luis está triste, y esta bella Inés tiene algo contra mí en el corazón, algo amargo que yo siento en sus sonrisas, en   —270→   sus caricias mismas, a pesar de disimulo que vela sus adormidos ojos.

Algunas veces creo que aborrece a Luis; otras que lo ama; pero de cierto, hay odio en ese amor, o amor en ese odio...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Inés me preocupa. ¡Qué de misterios hay en el alma de esta mujer! Anoche creía escuchar un ruido en el salón cual si abrieran la puerta que da al campo. Tuve miedo, porque eran las dos de la mañana, mas por ello mismo quise averiguar la causa. Dejé la cama, y avanzando a tientas llegué a la puerta de mi cuarto que abre sobre el salón. Profundo silencio: nada se movía. Quise comunicar lo ocurrido a Inés, y siempre a tientas, dirigime a la alcoba que ocupa. Entro y me dirijo a su cama.

La cama estaba vacía.




ArribaAbajo- VI -

Flores y abismos


(Aura a Rosa)


Inés se había levantando; el lecho vacío, guardaba todavía el calor de su cuerpo. Sorprendiome tanto más su ausencia en aquella hora avanzada de la   —271→   noche, cuanto que no hacía mucho, después de una larga velada de baile, canto y dulces pláticas, habíala yo acompañado a su cuarto, donde la vi acostarse quejándose de un gran cansancio. ¿Por qué había dejado la cama? ¿adónde había ido? La casa, aislada entre vergeles y cañaverales, no tenía vecindad cercana; y las noches en esta húmeda estación, tienen demasiado rocío para hacer agradable un paseo a la luz de las estrellas.

Reflexionando así habíame sentado al borde de la cama, preocupada, inquieta, procurando encerrar en un radio imposible mis pensamientos respecto de aquel extraño incidente.

Y pasó un ahora, y pasaron dos; y el reloj del salón había dado las cuatro, sin que Inés volviera.

Sentí miedo, viéndome sola entre las tinieblas, en la expectativa de un misterio, y permanecí allí, inmóvil, envuelta en mi peinador, los pies desnudos, y temblando de frío.

A las cuatro y media, una ráfaga de aire húmedo y el roce de la orla mojada de un vestido, me revelaron la presencia de Inés, que entró con la cautela de un salvaje.

Levanteme con igual precaución para evitar su encuentro, y apegándome a la pared, gané la puerta, donde me detuve todavía, tendiendo el   —272→   oído, en la esperanza de escuchar algo que viniera a explicarme la extraña conducta de Inés.

Pero ni el más tenue ruido se hacía oír en el cuarto, donde más que un ser viviente, parecía que hubiese entrado un espíritu.

A esta idea, poseída de terror, huí hasta el fondo de mi cama, y oculté la cabeza entre las sábanas. Pero el sueño se alejó de mis párpados; y cuando vino, fue acompañado de pesadillas.

Un alegre rayo de sol me despertó esta mañana; y su hermosa luz ahuyentó mis terrores, dejando sólo en mi mente el enigma inexplicable de la nocturna excursión de Inés.

Sin hablarle de ella, propúseme averiguarlo en sus maneras y en la expresión de su semblante. Con esta idea corrí a su cuarto.

Inés dormía con apacible sueño; y sus ropas dobladas con esmero, cual se lo vi hacer anoche, estaban en la misma silla donde las colocara.

-Yo he soñado -me dije-. Es imposible hacer todo eso sin ser sentida; y, sobre todo, dormir con tal tranquilidad, sin tenerla en la conciencia.

Pensando así, de pie ante Inés dormida, divisé, colgado ante una percha su vestido, cuya orla mojada había rozado mi pie desnudo.

La falda de gaza azul, estaba húmeda hasta la altura de la yerba de los campos...

  —273→  

Volví a mirar el rostro de Inés, que dormía siempre, sonrosada, casi sonriendo, apoyada en la mano su fresca mejilla.

Y me pregunté qué tenebroso secreto se ocultaba tras de aquel semblante bello y sereno.

Dejela dormida, y me alejé triste y disgustada de mis propios pensamientos, que todos condenaban a Inés.

Pero luego llegó Enrique y su mirada disipó las nubes de mi alma...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mis días son tan felices que me dan una idea de la beatitud eterna.

Rosa, nuestras almas dormitaban en una vida latente, sin idea de los espacios de luz, poblados de celestes visiones, en que ahora se cierne la mía.

¡Qué insípida y descolorida se me representa mi anterior existencia! Paréceme no haber vivido sino desde el día que Enrique fijó por primera vez en mí su mirada.

Fiat Lux!...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Cuán bueno, sensible y cariñoso, es Luis! Esa mirada apasionada que yo me atribuía con tanta fatuidad, es la expresión habitual de sus ojos, bellos y dulces como los de un ángel.

  —274→  

Está triste; pero su tristeza, como el perfume suave de la violeta, se siente sin saber de dónde viene; porque no se muestra ni en sus palabras ni en su semblante, y vaga en aquellas y en éste como una sombra misteriosa, que realza el encanto esparcido en toda su persona.

Pláceme el abandonar mi corazón al sentimiento de fraternal ternura que me inspira este bello joven, amado de Enrique cual un hermano; y con frecuencia, olvidando la reserva de mi sexo respecto al suyo, abrázolo, y beso su blanca frente con la misma confiada familiaridad que besaba la tuya.

Sin embargo, ayer durante el paseo riendo de un chiste de mi padre, apoyé mi mano en el hombro de Luis, que iba a mi lado. Por casualidad, en ese momento mis ojos encontraron los de Inés, que fijaron en mí una mirada... ¡Dios mío! ¡qué mirada! ¡Habríasela creído una llama del infierno!

Mas, al instante, y por una transición peculiar a la raza felina, aquella mirada feroz cambiose en una dulcísima, que me enviaron sus adormidos ojos envuelta en una hechicera sonrisa.

No me queda ya duda: ama a Luis y mi fraternal cariño le hace sombra. ¡Qué locura!

No obstante, y por más que me esfuerce a desechar   —275→   estos pensamientos y amar a Inés, su presencia entre Enrique y yo pesa en mi corazón cual un funesto ensueño...

Rosa, en este momento, y en tanto que de Inés te hablo, el ruido de la puerta del salón ha llegado a mi oído, aunque esta vez, leve como el paso de la brisa...

¡Es ella!

Apagué mi lámpara y abriendo la ventana he tendido una mirada en torno.

La noche, aunque sin luna, tiene esa claridad tenue y diáfana que derraman las estrellas.

Primero, nada vi, sino los grandes grupos de árboles, negros como fantasmas; mas pasado el deslumbramiento producido en mis ojos por la luz artificial, divisé una forma blanca, deslizándose a lo lejos bajo los troncos de un olivar. Era Inés.

¿Qué va a buscar, así sola, ella, desconocida en estos parajes, y entre los peligros de la noche?

Este misterio me aterra como una amenaza a... al honor de Enrique, desde luego; y a pesar del miedo que causa la idea sólo de mi empresa, voy a realizarla. Quiero seguir a Inés y develar su secreto...



  —276→  

ArribaAbajo- VII -

Un paria


La forma blanca que Aura divisó deslizándose entre los troncos de un olivar, costeó con paso rápido el seto del vergel, descendió luego al fondo de una hondonada sembrada de matorrales, y deteniéndose a la sombra de un peñasco, sacó del seno una llave, aplicola a los labios y envió al aire un silbido.

Pocos instantes después un hombre se arrojaba a sus pies.

Ella le tendió una mano que él besó con salvaje pasión.

Si el peñasco no proyectara en torno una ancha zona de tinieblas, aquel hombre visto la mano que besaba frotada con asco; y en el semblante que ansiaba contemplar, una sonrisa de repugnancia.

Pero la oscuridad era densa; y él con el arranque apasionado de Romeo:

-¡Por la luz de tus ojos, estrella de mi vida -exclamó-, déjame un momento la dicha de mirarte!



  —277→  

ArribaAbajo- VIII -

Al través del espacio


-¡Silencio!... ¡Insensato! ¿es así como cumples mi voluntad? ¿No debemos ser: tú mi siervo y yo tu dueño, hasta el día en que merezcas tu galardón?

Y la forma blanca salió de la sombra; y el hombre que estaba a sus pies contempló extasiado unos ojos negros, rasgados, a la vez adormidos y resplandecientes, que derramaron sobre él la mágica fascinación de su mirada.

-¡Ordena! ¡manda! he aquí tu esclavo -exclamó él, doblando de nuevo la rodilla-. ¿Debo matar?, he aquí mi puñal. ¿Debo morir?, di a Bruno que ha vivido bastante, y lo verás caer muerto a tus pies.

Y ella, dando a su voz el hechizo de su mirada:

-¡Loco! -respondió- ¿quién habla de la muerte ante la perspectiva de la dicha? ¡No! ¡ni matar ni morir! Quiero, sólo, por medio de ese poder sobrenatural que has descubierto y perfeccionado en mí, encontrar el tesoro que buscas, y que te elevará hasta mi esfera. ¿Adivinas qué dorado horizonte en esa altura divisarás?

-¡Tu amor! ¡Oh! ¡apresura ese momento!   —278→   ¡precipítame en el infierno, amontona sobre mí todas las pruebas, todos los tormentos, pero llévame, aunque sólo sea por un instante a ese cielo que me prometen tus ojos!...

El que así hablaba, tuvo apenas tiempo de besar un lindo pie, mojado con el rocío de la noche.

De súbito, el bello rostro que le sonreía, tornose grave, y el mirar voluptuoso de aquellos adormidos ojos tomó una expresión severa, despótica, que lo hizo estremecer, y lo dejó inmóvil, hincada una rodilla, caídos los brazos, y los párpados pesadamente cerrados. Sus cerrados ojos orlábanse de largas pestañas, que sombreaban sus mejillas; y los brazos colgando inertes, mostraban una fuerte musculatura.

Ante él, de pie, y erguido el esbelto talle, una mujer tenía fija en él su mirada.

De vez en cuando el dormido se estremecía; sus párpados se movían convulsos; y luego recobraba su inmovilidad. La mujer levantó con ademán imperioso una manita blanca y fina que parecía formada sólo para los besos y las caricias; y en medio al silencio, oyose, pronunciada con acento solemne, esta palabra:

-¡Duerme!

Si algún ser viviente, además de las aves dormidas en sus nidos hubiese, como ellas, encontrádose oculto entre los matorrales de aquella tenebrosa   —279→   hondonada, habría escuchado con asombro, quizá, con terror, este fantástico diálogo:

-¡Bruno! ¿duermes?

El joven se estremeció, y sus labios se agitaron pronunciando con esfuerzo:

-¡Sí!

-Duermes el sueño magnético. ¿Puedes elevarte al lúcido? Anoche dijiste que empezabas a ver.

-Sí: pero hay algo que me atrae, me retiene y me deslumbra.

-¿Qué es, pues?

-El fulgor de una mirada.

-Una densa nube me envuelve. ¿Ves ahora?

-Veo delante de mí una nube sombría; y oigo el eco de tu voz, que me llega distinto, aunque debilitado por la vaporosa atmósfera.

La mujer sonrió con aire de triunfo.

-¡Bien! Esa visión me prueba que estás de un modo absoluto, bajo la acción de mi voluntad.

-¡Ah! -articuló el joven con un suspiro que se parecía a un sollozo.

La blanca manita se alzó con ademán soberano. El dormido calló.

La manita se paseó, entreabiertos los finos dedos, delante de los cerrados ojos del joven. Hubo un momento de silencio. La manita blanca tenía una compañera; y ambas se alzaron tendidas sobre   —280→   la morena cabeza del joven dormido, y el diálogo continuó.

-Bruno, ¿me escuchas?

-¡Oh! sí.

-¿Conoces la hacienda de Arcori?

-De paso; ¡pero nunca estuve en ella!

-Pues yo te ordeno ir allí, y recorrer la casa en mi memoria.

-Estoy viéndola, y recorro sus habitaciones. A oscuras están todas menos una, donde arde una lámpara.

-¿Quién se halla en ese cuarto?

-Nadie.

-¡Nadie! Mira bien.

-Está desierto.

La mujer frunció el entrecejo.

-¡Si fuera posible! -murmuró, luego, alzando la voz-: Mira la habitación que está en el lado derecho de la galería: ¿qué ves?

-Un hombre dormido, con una mano sobre el corazón, y torvo el ceño. Está bajo la acción de una pesadilla.

-Mira ahora hacia el cuarto del lado izquierdo.

-Un hombre, también; pero éste no duerme... ¡Ah!... ¡el joven blondo!... ¡que tú amas!...

  —281→  

Ella elevó las manos sobre la cabeza del joven que se detuvo; pero continuó luego, haciendo esfuerzos para substraerse a la influencia que lo subyugaba.

-¡Dejame! ¡ah! ¡déjame el placer amargo de contemplar al hombre que me roba tu amor! déjame henchir mi corazón de odio, y...

Un ademán imperioso ahogó su voz. Calló; y gruesas gotas de sudor cubrieron su frente.

-¡Bruno! mira impasible a ese hombre, y lee en su corazón.

-No te ama ya... otra posee un amor.

-¿Conócesla tú?

-Estoy mirándola. Preparábase a seguirte. Llegó a la puerta; encontrola con llave; y regresando a su cuarto, acecha tu regreso desde una ventana.

La mujer se estremeció; pero serenándose luego:

-Bruno -dijo-, acércate a aquella que me acecha; mírala y descubre por qué, magnetizándola sin que se aperciba de ello, no puedo sin embargo plegar su voluntad a la mía.

-Por qué te aborrece.

Un relámpago de odio iluminó los negros ojos de aquella mujer, y en su labio vagó una cruel sonrisa.

-¿Y tú? -replicó- ¿tendrías poder sobre ella?

-¡Sí!

  —282→  

-¿Obedecería a tu voz? ¿descubriría los secretos de su alma?

-Como yo obedezco a la tuya.

-Y cuando te encuentres en tu estado normal, cuando no seas mi sonámbulo sino Bruno, Bruno mi amante, ¿cumplirás también mi voluntad?

-No ha mucho te dije: «¿Es necesario matar?, he aquí mi puñal. ¿Es necesario morir?, di a Bruno que muera, y morirá.

La magnetizadora se inclinó sobre el sonámbulo, y sopló en su frente pálida y bañada de sudor.

Bruno abrió los ojos...




ArribaAbajo - IX -

Confidencias


(Aura a Rosa)


Quien dijo: «Piensa mal y acertarás», es un villano, un malvado que merece todas las execraciones, querida Rosa.

Heme aquí destrozado de remordimientos el corazón por el pecado de juzgar las apariencias.

Anoche embozada en mi bornós salí en pos de Inés, a quien vi desaparecer entre la fronda de los olivares. Dejé mi cuarto, atravesé el salón y me dirigí a la puerta.

  —283→  

¡Estaba cerrada con llave!

Esta circunstancia que venía a corroborar mis sospechas, acabó de convencerme de la culpabilidad de Inés.

Volví a mi cuarto, y me propuse esperar sentada delante de una rendija de la ventana el regreso de aquella a quien condenaba en nombre del honor ultrajado.

Pasaban las horas, y el frío comenzaba a apoderarse de mi cuerpo.

De repente vi a Inés, saliendo de entre la sombra del olivar, dirigirse a la ventana tras la cual estaba yo espiándola.

Acercose; dio tres golpes en el postigo, y dijo a media voz:

-¡Aura!

-¡Aura! -repitió Inés, a tiempo que yo abría el postigo y me asomaba a la ventana.

-Eras tú -exclamé, fingiendo el mayor asombro.

Pero ella, con la alegría infantil de un muchacho escapado de la escuela:

-¿Qué te parece mi nocturno excursión? -díjome riendo.

-¡Una insigne imprudencia!

-¡Calla! ¡hipócrita...! ¡y estarás envidiándola, taimada!

-¡Envidiar! ¡Si de sólo pensar en ello me estremezco!

  —284→  

-Así se cura el miedo, sentimiento mezquino, que es necesario combatir. ¿Crees tú que es ésta mi primera campaña contra el pánico? ¡Bah! Desde que estoy en el valle, todas las noches, a la hora de los fantasmas, recorro el sombrío paisaje, poblado de bellezas misteriosas que los paseantes diurnos no pueden siquiera imaginar. Como el día, la noche tiene también su corte: corte de estrellas, de meteoros, de murciélagos, de búhos, de culebras.

-Y de peligros desconocidos, que muchas veces alcanzan a los temerarios que van a desafiarlos.

-Querida mía, el momento no es oportuno para sermones. ¡Tengo frío! Entre los peligros que has enumerado olvidaste el rocío que me cala hasta los huesos. Toma esta llave, que me está helando la mano, y abre la puerta del salón; pues mis dedos están yertos, y no pueden valerme.

-Y, ¿por qué nos dejaste encerradas? -preguntele con un resto de desconfianza.

-Por no dejaros vendidas. Yo había quitado el cerrojo a la puerta, y no había quien lo echara por dentro... Pero vamos, bella mía, que estoy tiritando.

Y corrió a la puerta que yo me apresuré a abrir.

Al entrar, Inés me recomendó el secreto de su   —285→   escapada, pagando anticipadamente mi discreción con un abrazo y un beso.

Rosa, vitupérame; ¡llámame injusta, mala, perversa!, pero ese abrazo me hizo estremecer, cual si una de las culebras de que Inés hablaba, hubiese enroscado sus fríos anillos en mi cuello.

¿Qué extraño alejamiento me inspira esta joven tan bella, tan espiritual, tan digna de simpatía? ¿Harame sombre el cariño que Enrique la profesa? No; pues que éste ama a Luis con igual afecto, y yo quiero tanto a Luis.

En fin, la verdad es que este sentimiento de repulsión renace siempre, a pesar de los esfuerzos que hago para ahogarlo en mi alma.

De vez en cuando, negros vapores cruzan el esplendoroso cielo de mi dicha.

Por ejemplo, Enrique, ayer radiante de gozo, hoy está tétrico y sombrío.

-¿Qué pasa en él? -preguntábame, sin osar apenas mirarlo.

Hay en mi amor algo de pavor; así como en la mirada de Enrique, tan dulce y apasionada, hay algo que de súbito relampaguea, terrible, fulminante, cual los lampos del Sinaí...

Esta tarde paseábamos, Inés y yo, cogidas al brazo de Enrique. Yo estaba inquieta, porque la nube que oscurecía su frente, no se había disipado todavía.

  —286→  

¡Cosa extraña! Inés, mirando el demudado semblante de su hermano, tenía un aire de triunfo. ¿Se alegrará el verlo sufrir?... Rosa mía, si estuvieras a mi lado había de pedirte que con tu varita de maga me sacudas una paliza para desterrar mis injustas aprehensiones.

-¿Crees tú en sueños? -díjome de pronto Enrique, deteniéndose para mirarme.

-Son mi terror y mi delicia -respondí, contenta de poder obtener una explicación.

-¡Yo he tenido uno horrible!

-La mujer de un soldado, una india de la tribu de las Hurus, me enseñó a descifrar los sueños, en su sentido simbólico. ¿Quieres que interprete el tuyo?

-¡Es horrible! -repitió-. Una pasión feroz en una sangre querida, a cuya vista, en vez de horror, sentía placer, porque el espíritu del mal habíase apoderado de mi alma, y moraba en mí.

En tanto que Enrique hablaba, miré casualmente a Inés.

Esta vez no era, no, una aprehensión mía, en su semblante había una expresión de gozo que me hizo daño.

Pero disimulando mis penosas impresiones, dije a Enrique en son de broma, y afectando el solemne acento de una sibila:

-¡Mi bello señor! no apesare   —287→   vuestro ánimo la medrosa apariencia de ese ensueño, cuyo significado es más bien venturoso que siniestro. Serenad ya el rostro, llamad la paz al corazón y escuchad al numen profético que os habla en mi voz.

El color rojo de la sangre que teñía vuestras manos significa un suceso notable, ruidoso, próximo...

-¿Qué suceso más notable y ruidoso que una boda? -interrumpió mi padre, que venía siguiéndonos sin que lo viéramos.

Yo callé avergonzada; Enrique se echó a reír, y la profecía se quedó en el tintero.

Hasta hoy, mecida por las ondas de una dicha inmensa, no había pensado mucho en su complemento obligado: el matrimonio. Como el discípulo en el Tabor, habría deseado morar enternamente entre sus celestes visiones, arrullada por los himnos de un amor etéreo.

La palabra boda me hizo caer de las nubes a los accesorios groseros que esa palabra encierra. El notario; la curia; garrapateos en papel sellado; dejar de llamarme su amada, su ensueño, ¡y convertirme en mujer! ¡su mujer!

¡Qué frase tan brutal!

¿Recuerdas «Los amores de los ángeles» de Tomás Moore? Yo había dado a Enrique las azuladas   —288→   alas de esos mensajeros celestiales. ¡El cura va a cortarlas de un hisopazo para hacerlo mi marido! ¡Dejará de ser el bello y terrible Azael, para tornarse un padre de familia, hacendado en este valle y fabricante de azúcar!...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«¡Esposa mía!», díjome Enrique mirándome de lo alto de su soberbia mirada. Y todas mis románticas teorías se volaron con los ángeles de Moore dejando el campo a la poética Esposa de los Cantares.

De todo te hablo; de todo, menos de mi salud. Los síntomas alarmantes han desaparecido, y los colores de la juventud y de la dicha brillan en mis mejillas; pero un fenómeno extraño del que no sé darme cuenta, ha comenzado a manifestarse en mí y me da serios temores.

Figúrate que de repente siento mis miembros paralizados; pesado el cerebro, embrollado el pensamiento. Mis párpados comienzan a cerrarse, mal grado de mis esfuerzos, y... ¡qué sé yo...!

Despierto, bañadas las sienes de un sudor frío, el cuerpo debilitado por extraño cansancio. La hora me dice que ese estado de enajenación ha durado mucho tiempo, aunque Inés se empeña en probarme lo contrario, quizá por no alarmarme. Después, y por muchas horas, quédome en un extremo   —289→   aniquilamiento, y afectada de una susceptibilidad nerviosa que hasta ahora me era desconocida. Inés ríe, y dice que ese es el achaque de todas las novias.

¡Cuán triste está Luis! No hay duda: Inés es la causa de su pena. Ella lo ama, sin embargo. ¡Qué doloroso misterio media entre esos dos seres jóvenes, bellos, y que podían, por tanto, amarse y comprenderse!

Luis tiene con ella una cortesía irreprochable, pero helada, que la exaspera; y ambos usan en sociedad un lenguaje hostilmente parabólico desapercibido de los otros, menos de mí, que lo siento, sin comprenderlo...

Esta noche, al despedirse la tertulia, Luis ha anunciado su próxima partida para Europa donde, cumplido el tiempo de una licencia, vuelve a desempeñar su destino de secretario en la legación peruana en Francia.

Aunque profundamente contristada por la separación de Luis, quise ver el efecto que hacía en Inés.

Habíase tornado pálida como una muerta.



  —290→  

ArribaAbajo- X -

Un esfinge


(Aura a Rosa)


¡Qué tenebroso enigma es para mí esta mujer, Rosa mía! Encuéntreme respecto a ella fluctuante siempre entre el terror y el remordimiento. Ora la condeno, ora la admiro; ora me parece un ángel; ora un demonio.

Esta noche la he visto palidecer y fijar en Luis una mirada sombría.

Pero aquello fue un relámpago. En el mismo instante vila sonreír con su hechicera sonrisa, abrazar a las señoras, tender la mano a los hombres; lisonjear a unos, bromear con otros y encantar a todos con el aticismo de su inimitable chiste.

Cuando hubimos quedado solas, sentose al piano y cantó el Ave María con una voz tan suave, con tan mística unción, que yo caí de rodillas a sus pies.

Ella ha reído de mi entusiasmo, levantándome estrechada en sus brazos...

¡Ah! ¡siempre la misma terrífica impresión en ese abrazo al parecer tan cordial!

Inés ha vuelto a ser para mí una obsesión.

  —291→  

No de otro modo sentiranse agitados aquellos a quienes atormentan con su presencia los espíritus infernales.

Inés volvió al piano y se dio a caprichosas improvisaciones, chispeantes unas de picaresca alegría, otras impregnadas de sombría tristeza.

Yo la escuchaba meditabunda, y llena la mente de las ideas fantásticas que me inspira. Contemplando su bello rostro impasible al gozo, como al dolor que la música expresaba; y el extraño reposo de sus adormidos ojos, pensaba en ese monstruo mitológico, a la vez mujer y león, que encierra en el granito de sus flancos los misterios del pasado y las amenazas del porvenir.

He tenido miedo; y alejándome de Inés, vengo a refugiarme en tu recuerdo. Es un santuario donde cesan mis temores; un oasis donde descansa mi alma.

¡Extraña situación! Encuéntrome colocada entre un amor inmenso -Enrique y un inmenso recelo-, Inés. Y todo esto, sin poder confiar a nadie mis aprehensiones. ¿Hablar de ello a mi padre? No me comprendiera, y reiría de mí. ¿A Enrique? ¡Ah! ¡él, tan severo! Una palabra perdería a Inés en su ánimo. ¿A Luis?... Temo mucho que él nada tenga ya que saber.

¡Estoy divagando! La noche, querida mía,   —292→   aumenta esa predisposición al terror, que, hace tiempo, ha comenzado a manifestarse en mí, sobre todo, desde que sufro extraños síncopes, cuya letal acción enerva mis fuerzas.

Es cosa resuelta: no volveré a escribirte en estas horas de medroso prestigio, sino bajo la dorada luz del sol, que empieza a brillar espléndido en un cielo de azul purísimo, ahuyentando las nieblas de la lluviosa estación.

El piano ha callado. Interrumpo mi carta; la encierro, y voy a esconder la llave de la carpeta; porque siento venir a Inés, y temo ese inexplicable enajenamiento acaecido siempre en su presencia y que me deja largo tiempo a merced suya...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

He despertado sobresaltada.

El sol, entrando a plenos rayos por la ventana, se reflejaba, produciendo cascadas de matizados fulgores, en una multitud de piedras preciosas, que, colocadas en ricos estuches, llenaban la mesa de mi cuarto. Los muebles desaparecían bajo las ricas telas que, como en un bazar oriental, habían acumulado en ellos. Blondas, gasas de lino y de seda, recamadas de oro y plata; el gro, el raso y el terciopelo, representados por todos los colores; lazos, mantillas, capas; deliciosos sombreritos; juegos de exquisitas flores, guantes, coturnos de raso   —293→   blanco, abotonados con gruesos brillantes, pañuelos que parecen bordados por hadas; batas de cachemira y batista; pantuflas con arabescos de oro, guarnecidas de blondas y armiño; perfumes en frascos de cristal de roca encerrados en redes de oro; abanicos de admirable primor en todas las materias posibles: oro, nácar, carey, marfil.

Pendiente de una columna de la Psiché, un magnífico vestido de tul Chantilly sobre fondo de moaré, ostentaba su larga cola, semejante a una catarata de nieve, llevando sobrepuestos, un velo de Malinas, y una guirnalda de azahares, que dejaba caer sus festones hasta la fimbria de la falda. Cerca de este fantasma de una novia había colocado, sobre el respaldo de mi reclinatorio, un devocionario encuadernado entre dos láminas de oro, ricamente cinceladas, y cerrándose con dos broches en forma de cruces, y adornados de brillantes.

Una visión deslumbradora, capaz de desvanecer las más medrosas aprehensiones, y hacer saltar de gozo a una muchacha.

Pero, yo me preguntaba, ¿cómo arreglaron todo esto sin turbar mi sueño de ave?

Y al hacer esta reflexión, quedeme helada de espanto; porque no recordaba cuándo me puse en la cama. Y sin embargo, encontrábame desnuda, puesta la camisa de noche y acostada.

  —294→  

En ese momento entró Inés.

-¡Dormilona! -díjome, riendo a carcajadas.

Esta vez he acabado de convencerme de que el sueño que de ti se apodera es muy natural; y además, tan profundo, que no queriendo interrumpirlo ni dejarte sentada en una sala, a riesgo de dar una caída me resolví a desnudarte... ¿Qué tal, tu camarera? ¿No es verdad que he arreglado con gusto las piezas de tu lindo trousseau? Enrique y el coronel me encargaron la misión de estar sorpresa, que tan bien ha favorecido tu sueño.

¿Pero sabes, querida mía, que es intolerable y por demás descortés, el dormirse dejando plantado a su interlocutor en plena conversación? ¡Oh! si por vengarme hablara de ello a tu padre o a mi hermano, cuánto reirían de ti...

Pero, levántese la perezosa: dé un vistazo a todo esto, y venga conmigo a reunirse con su amado, que la espera en el comedor, al parecer con mucha hambre. Y tenga entendido la bella desposada que al marido jamás le haga aguardar en la mesa.

Yo la dejaba hablar, encantada de aquella charla alegre y ligera, que disipaba poco a poco las sombrías fluctuaciones de mi espíritu.

¡Y bien! Inés afirma que aquello que yo creo un síncope es un sueño natural; y quizá tiene razón.   —295→   A diez y seis años, la convalecencia de una enfermedad cuyo síntoma principal es el insomnio, debe traer una reacción: el sueño profundo y prolongado que tanto me preocupa, y que a ti también te habrá llevado dolorosas inquietudes...

Heme aquí tranquila, peinando mis cabellos con esmerada coquetería, revisando, admirando, riendo, y últimamente, probando este suntuoso vestido de novia, que la mujer sueña en la cuna, ensaya en su muñeca, y reviste en fin, como yo ahora, ruborosa, trémula, anhelante, y la mirada perdida en las doradas lontananzas del porvenir...

Los bellos ojos de Inés, cuando no se le mira; tórnanse duros y amenazantes. Acabo de hacer esta observación mientras que prendía sobre mi cabeza la corona de azahares delante del espejo...

¡Bah! ¡en qué reflexiones tan nimias me entretengo! En tanto que escribo estas líneas, Inés me espera. Quise cambiar de traje pero ella quiere que así ataviada me presente en el comedor.

Te dejo un momento, y la sigo para venir luego a partir contigo los últimos días de esta vida mística, ¡azulado nimbo al que no es dado volver...!



  —296→  

ArribaAbajo- XI -

De sorpresa en sorpresa


(Aura a Rosa)


Estoy aturdida, absorta, extasiada. Por las líneas desviadas de esta carta conocerás cuán trémula está mi mano.

En tanto que, no ha mucho, estaba escribiéndote, Inés había corrido a su cuarto, cambiando de traje y vuelto a mi lado sin que yo de ello me apercibiese. Estaba bellísima, con un sencillo y elegante vestido de gro blanco, un lazo del mismo color bordado de abalorios sobre sus negros cabellos, y en el pecho un ramillete de violetas.

-¡Dios mío! ¡qué bella estás! -exclamé-. ¿Pero qué significa todo esto?

-Soy tu dama de honor, y cumplo el ceremonial -respondió Inés con un airecillo entre risueño y solemne, descorriendo las cortinas que cerraban la puerta.

Quedé asombrada, ante es aspecto que presentaba el salón.

Recogido un tabique de madera a goznes que lo separaba del oratorio habíase trasformado en un   —297→   espacioso templo. El altar resplandecía de luces, y el pavimento estaba cubierto con una alfombra de flores.

El venerable cura de Tara, revestido de alba y estola, aguardaba de pie, y puesta la mano en el ritual abierto sobre un atril de plata.

Un brillante cortejo de señoras y caballeros, en hábitos de fiesta, y llevando ramilletes iguales al de Inés, ocupaban dos filas de reclinatorios improvisados con las sillas y sillones del salón. Mi padre en un uniforme de gala, Enrique y Luis rodeaban al sacerdote.

Una asamblea imponente, querida mía, a cuya vista inesperada me detuve, ocultando mi confusión con una desgarbada reverencia. Inés tomó mi mano con la graciosa dignidad de una castellana; y atravesando el templo, llevome al lado de Enrique.

-¿Me perdonas, amada mía, esta sorpresa? -díjome éste a media voz-. ¡Ah! Luis debe partir mañana; y su ausencia a la hora de nuestra unión habría sido para mí dolorosa y de mal agüero.

No tuve tiempo para responder; porque Inés se apoderó de mi mano, mi padre de la de Enrique, y nos llevaron al pie del altar.

Un momento después, querida mía, tu amiga era la esposa del más bello, noble, valiente y codiciado de los hombres; y como te dije en el prólogo de esta   —298→   nueva faz de mi existencia, entre ese nombre emblemático de Rosa, Aura ha venido a colocarse otro; no cual un punto de separación, sino como un lazo de amor...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aprovechando un momento de tumulto entre los convidados, ocasionado por el cambio de decoración, he pedido permiso a Enrique para venir a escribirte dos renglones.

Rosa, ¡le he pedido permiso! ¡Qué deliciosas palabras! ¡Tengo un señor! ¡pertenezco en cuerpo y alma a un dueño!

¡Ah! ¿quién es la necia que compadece a la mujer esclavizada en Oriente?

¿No le es necesario, para ver a su amado levantar los ojos? ¿Y no es ya eso un símbolo de vasallaje?

Sin embargo, Inés ama a Luis, y las miradas que le dedica, en vez de elevarse descienden... ¡Oh! ¡qué altanera, qué irónica la que fijaba en él, durante la ceremonia! ¡cómo la hacía palidecer...!

¡Bah! ¿preocupada siempre de Inés y sus misterios? ¿por qué he de querer escudriñarlos? ¿Será qué la aborrezco? No, que es la hermana de Enrique y quiero amarla...

¡Me llaman! Los convidados están a la mesa, y el almuerzo va a comenzar... He allí a Enrique... Viene a buscarme.

Dejo un momento la pluma para correr hacia él.   —299→   Luego volveré a ti. Quiero asociarte a todas mis horas en este venturoso día...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Cuántos besos vale la noticia que voy a darte, Rosa mía! Dentro de tres días marcharemos todos para Islay a esperar el paso del vapor que nos llevará a Lima, esa encantada mansión.

Dove è gioia e amor e vita,

aureola de esa bella reina de las flores, ¡que es la mitad de mi alma!

La cuestión se discutió en la mesa. Enrique no quería separarse de su amigo; mi padre no quería apartarse de su hija. ¿Qué hacer?

Propúsose el arbitraje. Los votos recayeron en un anciano del valle.

-¿Qué decides? -le preguntaron.

-Marchaos juntos -respondió, con tan viva alegría de todos nosotros, que espontáneamente llenamos nuestras copas y bebimos a la salud del árbitro.

La copa de Inés permaneció vacía.

Llenola ella a su vez; y poniéndose en pie:

-Caballeros -dijo, con una graciosa reverencia-, bebo a vuestra salud, celebrando la merced que vais a otorgarme.

Y apuró la copa.

-¡Hable la bella princesa! -respondió mi padre, con picaresca seriedad-, díganos el más imposible   —300→   de sus deseos; que, a fe de caballero andante, sabré llevarlo a cabo, con la lanza y con la espada y -añadió, paseando en torno una inimitable mirada de reojo- ¡desgraciado el duende o follón que se atreva a contrariarlo!

-Y bien, noble caballero -repuso Inés, con el sentido acento de una doncella menesterosa-, antes de arrancarme de estos valles amados, dadme el plazo de tres días para ir cual la hija de Jephte, a llorarlos con mis compañeras, en la cumbre de las montañas.

Y tendió con regio ademán su abanico de nácar, que mi padre besó, jurando obediencia.

¡Tres días aún!... ¡pero ah! ¡qué días, Rosa mía! Sentada a los pies de Enrique, su mano entre las mías, mi cabeza recostada en su rodilla, contemplándolo, escuchándolo, admirándolo. O bien, paseando juntos, bajo la fronda de los olivos, mi mano apoyada en su hombro; su brazo en torno a mi cuerpo; ¡o bien de pie ante el piano, uniendo nuestras voces en un himno de amor!

¡Ah! nunca hasta ahora había conocido la inmensa dicha de ser bella. ¡Con qué sensación de celeste felicidad siento la mirada de Enrique detenerse sobre mi frente, en mis ojos, en mis labios!

¡Sin embargo, cosa extraña! esos instantes de fruición infinita, parécenme de una prolongación eterna. ¿Será que el alma humana no ha sido   —301→   formada para la dicha, y que el dolor sea su verdadero elemento?

Vivimos envueltos en una atmósfera luminosa que nos deslumbra, y nada percibimos más allá el uno del otro. ¡Ah! ¡si se pudiera vivir siempre así!

¡Ay! ¡no, por desgracia! He ahí que el propietario de la vecina hacienda ha invitado a Enrique para una cacería de leopardos. Mi padre debe organizar la batida, y mañana, víspera de nuestra marcha a Islay, partirán estos señores al amanecer para emplear el día entero en seguir la pista, alcanzar y matar media docena de estas fieras, que vagan por la noche en torno a los rebaños.

¡Doce horas sin verlo! ¡Una eternidad!

Inés, que desde ayer ha comenzado la fantástica romería de la hija de Jephte, acaba de llegar trayendo un tesoro de flores silvestres, en guirnaldas, collares, brazaletes, pendientes y lazos.

-Te debo una indemnización -me ha dicho, poniendo sus manos sobre mis hombros, y mirándome con sus bellos ojos medio cerrados.

-¿Indemnización de qué? -la he preguntado.

-¡Toma! de estos tres días de retardo que robo a los abrazos de Rosa.

-La mejor indemnización que puedes ofrecerme, es quedarte conmigo mañana que estaré sola hasta la noche.

  —302→  

-Al contrario, quiero llevarte a un sitio misterioso donde harás un extraño conocimiento... ¿Crees tú en adivinos?

-No; pero desearía ver uno.

-Pues eso es precisamente lo que puedo ofrecerte.

-¿Un adivino?... ¿uno de esos que leen el porvenir?

-Ciertamente.

-¿Podrá decirme el mío?

-Como está escrito en el libro eterno.

He saltado de gozo. ¡Rosa mía, quiero ver a ese ser extraordinario! quiero preguntarle de ti, de Enrique, de mí.

Inés me ha encargado el secreto respecto a la visita que hemos de hacer mañana «porque -ha añadido riendo- esos caballeros son espíritus fuertes, y se burlarían de nosotras...».

Enrique me pide esta carta; porque el correo está pronto, y va a partir.

Ciérrola y me despido de ti con un beso, hasta la vista.

Desde aquí estoy viendo a Luis, que se pasea a lo largo de la galería. ¡Ah! ¿por qué está tan pálido y triste? Siempre que formulo esta pregunta, pienso en la belleza soberana de Inés, y en su mirada altanera y desdeñosa.



  —303→  

ArribaAbajo- XII -

El áspid entre las flores


-¡Espléndida alborada! -exclamó el coronel contemplando el sol que comenzaba a levantarse entre las ligeras nieblas de la mañana-. ¡Señores, en marcha! Tendremos un hermoso día.

Y la alegre cabalgata partió seguida de sus perros, en gozosa algazara, perdiéndose luego en los recodos de las quebradas sombreadas de matorrales, donde tienen su guarida los leopardos.

Bello era, en efecto, aquel día, uno de los últimos de febrero. Los árboles agobiados con el peso de sus frutos, inclinaban las vencidas ramas sobre los floridos setos; rebaños de blancas ovejas y pintadas vacas pacían mezcladas la tupida grama de los prados; las cigarras chillaban entre la yerba, y bandadas de aves cruzaban cantando, el azul purísimo del cielo.

Dos jóvenes vestidas de blanco y cubierta la cabeza con graciosos sombreritos, aparecieron de repente, como para contemplar la belleza del paisaje.

Cogidas del brazo y platicando a media voz, seguían un sendero que serpeaba a la vera de un arroyo, entre matas de salvia y morados heliotropos, que ellas cosechaban formando ramilletes matizados   —304→   con anémonas rojas para adornar su seno, el ala de sus sombreritos, y hasta los regazados volantes de sus faldas, riendo, triscando, deteniéndose a mirar una flor, un insecto, el vuelo de una ave...

-¡Ah! -pensaba la una-, ¡cómo puede sospechar de traición y de maldad a esta alma tan sencilla y pura! ¿por qué culpable preocupación me resisto a amarla? ¡qué injusticia!

Y abrazaba con efusión, y besaba a su compañera.

Pero si hubiese podido sorprender la mirada furtiva que de vez en cuando arrojaba ésta sobre ella, se habría estremecido de horror, y hubiera huido espantada.

En tanto, bajo la influencia de aquel hermoso día, su corazón se abría a la confianza, y reía, y charlaba, mezclando sus risas con melodiosos cantos.

-¡Las doce! querida Inés -exclamó, deteniéndose de repente para mirar el sol que estaba en mitad de su carrera-. «No sólo de pan vive el hombre», dice el lindo axioma que en este momento se realiza en mí. Sí; no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios: es decir, de amor; es decir, de alegría; es decir, de felicidad.

-¡Ay de mí! ¡yo no soy tan etérea como tú, mi querida Aura; yo no necesito pan, porque tengo hambre!

-Me precipitas de las nubes con tu terrenal   —305→   apetito, ¡oh hija de la materia! Pero, ¿cómo contenerlo, si no es con el rocío de la mañana?

-¡Oh! yo diviso algo más sólido que ese alimento de silfos. ¿Qué dices de aquellos rojos higos? ¿y esos aterciopelados melocotones? ¡qué dulce jugo guardarán entre su dorada corteza esas naranjas tardías que ostenta entre sus verdes hojas el árbol del Edén!

Y riendo a carcajadas del culteranismo de su lenguaje abalanzáronse a los árboles cuyas ramas pendían fuera de los setos, y las despojaban de sus sazonadas frutas.

-¡Inés! -exclamó Aura, mostrando a su compañera las sombras de los árboles que comenzaban a extenderse en largas siluetas-, el día declina. ¿Réstanos mucho camino hasta la misteriosa huaca?

-Una media milla de pintoresco sendero entre olivos y peñascos.

-¡Dios mío! ¡llegaremos de noche!

-La hora de los magos empieza con las primeras estrellas.

-¿Y qué dirá Enrique, si no me encuentra en casa? Los cazadores regresarán a las cinco.

-No lo creas. La caza del leopardo es de emboscada nocturna. A esta hora están eligiendo puestos; y la batida comenzará al caer la noche. Así, tenemos a nuestra disposición largas horas para   —306→   escalar aquellas empinadas colinas, dar una ojeada al mar, y llegar en tiempo a la morada del mago.

-¡Ah! ¡cuánto me tarda la hora de conocer a ese extraño personaje!

-Puedo asegurar que nada perderás en la espera.

Cuando la última luz del día acababa de extinguirse en occidente, las dos errantes peregrinas, atravesando una hondonada profunda, llegaron a un sitio agreste donde, al abrigo de dos peñascos, ocultábase una huaca.

Daba entrada a ella una abertura circular, semejante a la boca de un antro.

Inés la mostró con un ademán a su compañera, invitándola a seguirla.

Aura retrocedió asustada.

-¡Cobarde! -exclamó aquello asiendo su mano-. ¿Cómo podrás, entonces, saber los decretos del destino?

Y la arrastró en pos suyo al interior de la huaca.

En el fondo de aquel antro de forma circular, abovedado como un horno, y alumbrado por una lámpara de rojiza llama, que pendía de lo alto, hallábase acurrucado un ser indefinible, cuyo rostro desparecía guedejas de una inmensa barba gris que cubría una parte de su cuerpo.

-¿Que vienen a   —307→   a buscar aquí las hijas de las ciudades? -exclamó con voz cavernosa, a vista de las jóvenes.

-El secreto del destino -respondió Inés, acercándose a él seguida de Aura, que temblaba como la hoja en el árbol.

Yo nada quiero preguntar a ese numen inexorable; pero he aquí mi compañera, que desea averiguar lo que en sus arcanos guarda para ella y los objetos de su amor.

-¡Temeridad! si tienes valor para escucharlo, acércate para que yo lo lea en tu frente.

Y le señalaba un banco de piedra que estaba delante de él, donde Inés hizo sentar a la trémula joven; que vio con espanto entre aquella masa de barbas, brillar dos ojos ardientes fijando en ella, con tenaz fijeza, una mirada sombría, fascinadora, que hirió su frente, hizo palpitar sus sienes, y cayó sobre sus párpados como un peso mortal; quiso hablar, y la voz se anudó en su garganta; quiso huir, y sintió sus miembros paralizados por una extraña postración. Bien pronto, un inmenso aniquilamiento invadió su cuerpo, oscureció su espíritu y la dejó muda, inanimada, impresa en el semblante y en la actitud, la solemne inmovilidad de una estatua.

El ente extraordinario cuya mirada realizara   —308→   aquel prodigio, arrojando la toca y la barba que lo encubría, fue a caer a los pies de Inés.

Era Bruno, el sonámbulo de la hondonada, el ser misterioso que había ofrecido su puñal y su vida.

-Hela ahí bajo mi influencia -díjola mostrando a la pobre Aura, pálida e inmóvil-, ¿qué es lo que quieres de ella?

-¡Vengarme!

Bruno palideció; y la mirada de adoración que fijaba en su amada tornose sombría.

-¡Ah! -dijo-, yo había jurado a aquel que me dio, y perfeccionó en mí esta ciencia milagrosa, no emplearla jamás para el mal.

¿Es necesario matar? ¡Aquí está mi puñal!», ¿quién me dijo esas palabras?

-¡Yo!

-¡Y bien! ¡quiero vengarme!

-¿Vengarte de esta mujer? ¿será acaso tu rival? ¿amarías a otro?... ¡Ah! ¡nómbralo, por tu vida! ¡y verás luego tu venganza satisfecha!

Y en los ojos de Bruno brilló una llama siniestra.

Inés sonrió a un mal pensamiento que desechó luego; y estrechando la mano a Bruno:

-¡Sí! -le dijo-, me robó el amor de mi hermano; y quiero recobrarlo quitándoselo a mi vez. Entonces, cuando me hayas vengado, seré tuya para siempre.

  —309→  

Bruno se levantó radioso, terrible.

-¡Ordena! -exclamó-, di, ¿qué crimen es necesario para apresurar esa hora de ventura?

Inés puso un pliego de papel y un lápiz sobre las rodillas de Aura; y arrancando de su cartera una página, diósela a Bruno, que después de leerla, se acercó a ésta, y fijó en su frente una profunda mirada.

-¡Aura! -dijo, tocando la mano fría e inerte de la joven.

Aura se estremeció.

-¡Aura!

-Te escucho -respondió con voz débil.

-¿Duermes?

-Sí.

-¿Con el sueño magnético?

-¿Lúcido?

-Sí.

-Lee esta carta -y puso ante los párpados cerrados de Aura la página que Inés había arrancado de su cartera.

La sonámbula leyó automáticamente, sin inflexión alguna en la voz:

«¡Luis! ¡yo no puedo soportar por más tiempo el horrible tormento que me impones! ¡fingir amor a un hombre que aborrezco! ¡disimular! ¡mentir a todas horas! ¡Ah! ¡nuestros cortos momentos de   —310→   ventura no pueden compensar el horror de este sufrimiento!».

Bruno levantó la mano.

La sonámbula se interrumpió.

-¡Copia esa carta! -díjola, con un ademán de autoridad.

Aura hizo un brusco movimiento de repulsa, exclamando con esfuerzo: «¡No!».

-¡Copia esa carta! -repitió él alzando la mano sobre la cabeza de la sonámbula, que pálida la frente, el semblante desencajado, dilatados los párpados y brotando gruesas lágrimas que se mezclaban con el sudor que bañaba su rostro, copia sin detenerse, aquella página, y después, soltando el lápiz, dejó caer los brazos agitada de violentas convulsiones.

Los ojos de Inés brillaron con un gozo diabólico al apoderarse de aquel papel, que guardó preciosamente en su seno...

Cuando Aura despertó, hallábase en los brazos de Inés, sentada en el tronco de un olivo, a la vera del vergel que rodeaba su casa.

-¡Confiesa, querida -díjola ésta riendo- que te has conducido hoy como un muchacho mal criado! ¡Dormirse en las barbas del mago! El pobre hombre perdió todo su latín, y se vio muy apurado. Por dicha llegaron otros en demanda del destino;   —311→   entre ellos un mocetón, que tomándote en sus brazos y a mí en el anca de su caballo, nos ha traído hasta aquí. Felizmente nuestros cazadores no han regresado todavía. ¡Ah! pero no tardarán ya. Vamos a hacerles servir una cena digna de las hazañas del día.

Aura se sentía débil, quebrantada y sin fuerzas para contrarrestar la charla de su compañera, y probarle que había sido un síncope y no sueño el accidente de la huaca.

Aquella noche en medio a la alegre cena que terminó la jornada, Inés se tornó de repente abstraída y meditabunda.

-¡En qué piensa la bella hija de Jephte! -exclamó el coronel-. ¿Es en esa cualidad divina que iba a llorar en la cima de la montaña?

La picante interpelación hizo ruborizar a Inés, pero no la desconcertó.

-Pues era precisamente un pasaje bíblico lo que en este momento me preocupaba -repuso, llenando maquinalmente su copa-. Estaba pensando en esa terrible ley del talión, con que plugo a Moisés atajar los desmanes de su pueblo «¡ojo por ojo! ¡diente por diente!». María su hermana que también pretendió legislar, pudo hacer esta adición a ese artículo del tremendo código: honra por honra.

  —312→   4

Y apurando la copa, envolvió a Aura y a Luis en una rápida mirada.