Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Panoramas de la vida: colección de novelas, fantasías, leyendas y descripciones americanas

Tomo II

Juana Manuela Gorriti



Portada



Abajo

Un drama en 15 minutos

A la señorita Ana Soler





  —5→  

En una tarde apacible de mayo, mar tranquilo y viento en popa, el velero bergantín «Alción» dejaba las floridas costas de Corfú, y surcando las encantadas aguas jónicas, dirigía su rumbo a Occidente.

Tripulábanlo doce hombres, al mando del capitán Brunel, antiguo oficial de la marina francesa, enérgico y decidido militar, curtido al sol de los trópicos, retemplado en las tormentas, y largamente fogueado al calor de cien combates en las guerras del imperio.

La catástrofe de Waterloo y la traición del Belerofonte, lo arrojaron a tierra, vencido, pero no humillado. Sí, porque no pudiendo soportar la presencia de ejércitos extranjeros en el seno de la Francia, imponiéndola leyes y soberanos, alejose   —6→   de ella, y fue a pedir a la patria de Arístides, esa tierra clásica de los gloriosos recuerdos, consuelo para su pena.

Y a fe que lo encontró en el amor de una griega, bella como Aspasia, que se unió a su destino y le dio horas de una felicidad desconocida hasta entonces para él en su vida borrascosa de marino.

Pero ¡ay! la dicha es fugaz como un celaje de verano; y la del capitán Brunel fue de corta duración. La hermosa griega murió dando a luz una niña que él acogió como su sola esperanza.

Y le consagró su vida; y se dio para ella a un duro e incesante trabajo, con que en pocos años hizo una fortuna considerable, consistente en una quinta situada en esa isla deliciosa, donde el poeta asentó la morada de Calipso, vastos huertos y jardines, y un coqueto bergantín, mixto entre mercante y guerrero, que surcaba los mares riéndose de los piratas por las troneras de cuatro buenos cañones, y allegando a su dueño sendas cantidades de cequíes.

Cuando la caída de los Borbones hubo alejado de Francia a los enemigos del imperio fenecido con su César, Brunel sintió el deseo de volver a la patria.

Arregló sus negocios comerciales, vendió su quinta, se dio a la vela para Marsella, su país natal, llenas las bodegas de su barco de valiosas mercaderías.

Pero el capitán Brunel llevaba consigo un objeto   —7→   más precioso que el bergantín y su rico cargamento.

Su hija.

Elena poseía a la vez la belleza académica del Ática y la gracia irresistible de la Francia. Silenciosa y recostada en los cojines de su diván, semejaba a la Venus de Praxiteles. Hablaba, y la Provenza sonreía entre las largas pestañas de sus ojos negros, y en los graciosos contornos de su boca.

Soberana en la casa paterna, vivía feliz, dividiendo su culto entre la Virgen de la Guarda y la santa Panagia; su amor, entre su padre y un gallardo joven, con quien, desde la rada al balcón, tenía organizada, por medio de setales, una deliciosa telegrafía.

Así, aunque amaba su hermosa patria, abandonábala sin pena, porque allá bajo las blancas velas del «Alción» Renato la aguardaba.

Aguardábala impaciente; pues el capitán Brunel había aplazado su unión hasta su vuelta a Francia.

-¡En fin! -exclamó Renato en un arrebato de gozo, tendiendo la mano a su novia para recibirla a bordo.

-¡En fin! -creyó Elena oír, como un eco fatídico entre el grupo de marinos que la rodeaban.

Y tuvo miedo.

Pero la voz alegre de su padre disipó su penosa emoción.

-Teniente -exclamó, poniendo la mano de su hija en la de Renato-, he aquí tu esposa. Mirad allá   —8→   esas doradas nubes que velan el horizonte: tras de ellas está la Francia. En su amada ribera, bajo la calurosa región del Mediodía se asienta una ciudad de blancas cúpulas y de aspecto oriental: Marsella.

Allí, rodeada de vergeles, a la sombra de dos palmeras, una misteriosa casita está diciendo a los recién casados: ¡Habitadme!

¡Y estrechó en un solo abrazo a los dos amantes!

-Entretanto -añadió con entusiasmo- la cubierta del «Alción» es ya el suelo de la patria. ¡Viva la Francia! ¡Abrazadme, hijos míos! Y tú, Demetrio, mi valiente piloto, deja por un momento ese aire sombrío, y da la mano a mi hija. ¿Por qué huyes de ella? Se diría que la aborreces. Siempre te vi así, esquivo y huraño en su presencia.

El extraño personaje a quien el capitán se dirigía, se acercó a Elena, que sintió pesar sobre ella una mirada de fuego.

Y sentada sola en la cámara, mientras que Renato y su padre se ocupaban de la maniobra, pensaba todavía en la expresión, a la vez feroz y codiciosa, de aquella mirada; y por más que rechazaba como pueril aquella preocupación, un vago terror se apoderaba de su ánimo.

La noche había cerrado, y el puente del «Alción» estaba desierto. Dos hombres velaban solos: uno en el timón, otro en el castillo de proa. Profundo   —9→   silencio, el silencio solemne del mar reinaba en torno. Sin embargo, de la escotilla iluminada de la cámara del capitán se elevaban de vez en cuando rumores de voces que venían a interrumpirlo.

Y así pasaron las horas.

El hombre del timón consultó de pronto su reloj, y dejando la barra, fue hacia el del castillo de proa. Acercose al hombre que allí velaba, y:

-La hora ha llegado -dijo quedo. Y deslizándose como una sombra, bajó a la cámara donde dormía la gente, y abrió una linterna sorda que llevaba consigo.

En el mismo instante, de cada hamaca saltó un hombre armado.

-¡Bien! -exclamó Demetrio, que alumbrado por la luz rojiza de la linterna, tenía un aspecto feroz-, bien, camaradas. Estabais listos. Arriba, pues, y a ellos. Para vosotros las riquezas: para mí esa mujer que jure hacer mía desde el momento que la vi. Por ella abandoné la bella «Urca», de sombrías velas, terror del Archipiélago; por ella, disfrazado bajo el vestido de marino calabrés, manejo el timón de esta bicoca, esperando el día que debía traerla a nuestro bordo. Vosotros me obedecéis con el miserable nombre de Demetrio Dandini: ¿qué haréis cuando os diga que soy Cerninio de Lesbos, el jefe de todos los piratas que espuman los mares desde Chipre hasta Cerdeña?

  —10→  

A ese nombre formidable aquellos hombres palidecieron. Más o menos piratas todos ellos, ninguno sin embargo, conocía sino de nombre al terrible corsario tan temido en las costas de Oriente.

Doblada una rodilla y las frentes inclinadas, llevaron la mano al corazón, en señal de homenaje.

El corsario apagó su linterna, y seguido de sus bandidos, ganó la escalera, llegó al puente, y se dirigió a la cámara donde el capitán, su hija y Renato, sentados a la mesa, comenzaban a gustar una cena compuesta de frutas y deliciosos vinos.

-Padre -dijo Elena, sin poder dominar la extraña inquietud que a pesar suyo invadía su ánimo-, ¿por qué has llenado tu barco de griegos?

-Son buenos marineros, hija mía. El isleño del Archipiélago es fuerte y sufrido en el rudo trabajo del mar. Por lo demás, mía no es la culpa. Demetrio reemplazó uno a uno con ellos a los pobres bretones que me arrebató la peste.

Al nombre de Demetrio, Elena se estremeció porque creyó ver al través de la escotilla dos ojos de fuego que la contemplaban entre las tinieblas.

De repente, estrechando con temor el brazo al capitán:

-¡Padre! -murmuró a su oído-, escucha. Se diría que andan sobre el puente.

-Y bien, es el vigía de cuarto que se releva.

  —11→  

Renato, que notó la inquietud de su amada, abrió la puerta, y antes que ella hubiera podido detenerlo, se puso en dos saltos sobre el puente.

En ese momento, sonó la detonación de una arma, escuchose el rumor de una lucha, y luego el ruido que produce un cuerpo al caer en el agua.

-¡Renato! -exclamó la joven, con acento desesperado, abalanzándose a la puerta.

Pero al mismo tiempo cerrola una mano vigorosa y el capitán ebrio de rabia sintió que la echaban barra y cerrojos, dejándolo a él encerrado y en completa inacción. Miró entorno, como una fiera acorralada, y no encontrando salida, armose de una pistola, tomó en brazos a su hija que estaba postrada en tierra casi exánime, sentola en un sitial, se colocó a su lado y esperó.

En el mismo instante el grupo de amotinados rodeó la escotilla.

-¡Capitán! -gritó una voz-, estás en nuestras manos, y nada puede salvarte. El teniente cayó al agua luchando, ¿sabes con quién? con Cerninio de Lesbos, que ya habrá dado buena cuenta de él. Date, pues a razón, entréganos tu hija y el itinerario del «Alción», toma una lancha y lárgate, que no queremos matarte.

Mientras el bandido hablaba, el semblante del   —12→   capitán se iluminaba gradualmente con los siniestros tintes de un gozo lúgubre.

-¿Has acabado? -gritó.

-Sí, y esperamos.

-¡Pues escuchad! Son las nueve menos diez minutos. Si a las diez no han bajado por esta escotilla quince fusiles, otros tantos puñales y hachas y treinta pistolas, el «Alción» con todo lo que lleva consigo habrá saltado, lo menos media milla sobre el nivel del mar.

Y uniendo a la voz la acción, abrió la trampa que cerraba la santabárbara, colocada al pie de su cama, cogió un botafuego, encendiolo, tomó en la otra mano su reloj abierto, bajó la primera grada del terrible depósito, y gritó:

-¡Va uno!... ¡van dos!... ¡van tres!

Extraños murmullos se oyeron en lo alto; deliberaciones desesperadas, gritos de rabia, de temor; ¡imprecaciones, blasfemias!

Y el capitán de pie sobre la santabárbara, con el botafuego ardiendo en una mano, el reloj en la otra y la frente radiante de una serenidad terrible, gritaba con el acento inexorable del destino.

-¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Y la superficie de un gran espejo, colocado en la cámara, permitía a los bandidos, verlo en aquella   —13→   actitud; y la temerosa llama de la mecha que descendía cada vez más bajo la trampa.

-¡Cuatro!... ¡cinco!... ¡seis!

Al escuchar este guarismo de terrible proximidad, una general dispersión se efectuó en el puente, y luego el piso de la cámara se llenó de armas que caían una a una de lo alto de la escotilla.

El capitán las contó con sublime sangre fría, y gritó cuando hubo pasado por sus manos la última pistola.

-¡Franca la puerta, y la gente en su puesto!

La puerta se abrió, y Renato pálido y los vestidos descompuestos destilando agua se precipitó en la cámara.

-¡Elena! -exclamó.

-¡Hela ahí! -díjole el capitán-. Se ha desmayado. Déjala así, y a restituir arriba el orden perdido. ¿Qué fue de ti cuando te separaste de nosotros?

-Demetrio me recibió con un balazo; luché con él, dimos ambos en el agua, y mi puñal fue más afortunado que el suyo...

-¡Dios mío! -exclamó Elena, volviendo en sí de repente-. ¿Renato ha muerto? ¿mi padre ejecutó, acaso, su terrible designio?

-Te dormiste, hija mía, al hacernos los honores de la cena: pero nosotros como galantes caballeros,   —14→   hemos velado tu sueño, guardándonos de tocar a estos deliciosos manjares.

-¡Es posible! -exclamó la joven, llevando las manos a su frente-. ¿Cómo puede uno soñar así con los vivos colores de la realidad? ¡Oh! yo te he visto, Renato, luchando con un terrible bandido, caer al agua, debatirte y sucumbir bajo sus golpes. A ti, padre mío, de pie ahí, sobre la puerta abierta de la santabárbara, con una mecha encendida en una mano y el reloj en la otra, contando los minutos que nos separaban de la muerte. Y yo presa de una profunda angustia «¡Virgen santa de la Guarda! -exclamé-, consérvame a mi padre y a mi esposo; y si me permites poner el pie en el suelo de esa patria que voy a buscar, mis primeros pasos se dirigirán a tu sagrado templo». ¡Ah! ¿qué ha sido esto? ¿delirio? ¿realidad?

-Una pesadilla, hija mía -díjola el capitán-. ¿Qué hora contaste al comenzar la cena?

-Las diez menos cuarto, padre.

-Has dormido un cuarto de hora. Son las diez. Cenemos...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Una mañana esplendente de junio, tres viajeros desembarcaban de un bergantín de blancas velas en el muelle de Marsella.

Era un anciano de bigotes canos y marcial continente, un apuesto joven, y una bellísima niña,   —15→   que realzaba sus gracias con el pintoresco traje de las hijas de la Grecia.

-Por aquí, teniente. Sigamos esta alameda de acacias que conduce al sagrado monte.

-¿Dónde me llevas, padre?

-Al santuario de Nuestra Señora de la Guarda. Recuerdas que hicistes un voto.

-Sí, en aquella horrible pesadilla.

-Esa pesadilla, Elena, fue una realidad.




 
 
Fin de Un drama en 15 minutos
 
 


  —16→     —17→   Abajo

El postrer mandato

A la señorita Sara Carranza





El reinado de los Incas había pasado para siempre; consumada estaba la traición que hiciera caer al último de ellos en un infame lazo. Despojado de su poder, arrancado del solio de sus padres, Atahualpa yacía cautivo en las prisiones de su imperial palacio de Cajamarca.

El desventurado monarca, había visto cada vez estrecharse más en torno suyo, el radio mezquino de esa sombra de libertad que el vencedor aparentaba dejarle. Del círculo amurallado del alcázar al de los ejercicios gimnásticos, que debía servir de medida al oro de su rescate; de allí a las tinieblas de un calabozo, donde, separado de los suyos, dejáronlo solo, cargadas de cadenas sus augustas manos.

-Mi última hora se acerca -dijo, ese día a Hernando, aquel generoso hermano de Pizarro, el   —18→   solo amigo que su infortunio hallara en aquel cubil de fieras.

-Nada temas -respondió el noble español-, que mientras yo aliente, tu vida es sagrada.

-¡Magnánimo corazón! -replicó el prisionero-: eres solo entre esos hombres feroces, y tus esfuerzos serán vanos... Han resuelto que yo muera, y moriré.

Hase apoderado de mí, al mirarte hoy, una tristeza de siniestro agüero... ¿Qué quiere anunciarme? Lo ignoro: pero de cierto algo funesto me predice...

Un guerrero que entró en el calabozo interrumpió al Inca.

-Hernando -dijo aquel-, el Consejo te encarga la misión de llevar al rey nuestro señor el quinto del botín conquistado, y me envía a ti para prevenirte que el convoy te espera y que debes disponerte a partir.

Hernando volvió hacia el cautivo una dolorosa mirada.

-¿Lo ves? -dijo este-, no me engañaban mis presentimientos: te alejan para darme la muerte.

-¡No! -exclamó el joven-. Aquí y en todas partes yo seré tu guarda. Cerca de ti, mi espada te habría defendido; lejos, reclamaré tus derechos; me arrojaré a los pies de mi rey y demandaré justicia de la dignidad soberana profanada en tu persona.

  —19→  

-¡Generoso amigo! -replicó el prisionero, sonriendo tristemente-, tú no cuentas con que ellos tienen prisa. Cuando hayas llegado cerca de tu dueño, Atahualpa dormirá ya con sus padres en el seno del gran Pachacámac. Además, ¿qué es, pues, este simulacro de vida que me queda? Hanme quitado el trono, la libertad, la familia, la luz... después de esto, morir es un bien; y los que me aman, lejos de lamentar mi suerte, deben regocijarse conmigo porque se aproxima el fin de mis desventuras. Pero antes de alejarte, concédeme una gracia.

-¡Habla! ¿qué puedo hacer por ti?

-¿Tú conoces a Yupanqui, aquel hijo de un cacique inmolado por mi hermano, que yo adopté y que estaba a mi lado cuando era prisionero?

-¿Quién? ¿aquel heroico adolescente que en ese día de iniquidad se arrojó delante de ti, recibiendo en su pecho los sacrílegos golpes que te asestaban?

El prisionero levantó los ojos al cielo, y una lágrima surcó su pálida mejilla.

-¿Él también, como mis más fieles súbditos, habrá perecido?

-No -repuso Hernando-. Cayó acribillado de heridas, y fue hecho prisionero; pero su juventud interesó a mi hermano, que le dio la libertad, después de haber cuidado de su vida.

  —20→  

A estas palabras el semblante del Inca se iluminó, y un rayo de gozo brilló en sus ojos.

-¡Y bien! -exclamó dirigiendo a Hernando una suplicante mirada-, deseo antes de morir, ver a este hijo de adopción; estrecharlo en mis brazos, y enviar con él a mis súbditos, que son también hijos míos, mi postrera voluntad, ¡mis últimos adioses!

-¡Ah! -dijo Hernando con acento de despecho-, si yo partiera con mi hermano el poder como parto los peligros, ni una gota de sangre se habría vertido entre los tuyos y los míos; y tú sentáraste en tu trono todavía; y peruanos y españoles serían una sola nación, una sola familia. Mi hermano es bueno y generoso; mas tiene cerca de sí malos consejeros, que han subordinado a los temores de la religión las decisiones de su política...

Pero al menos, serame dado cumplir tu anhelo: el joven Yupanqui tendrá libre acceso, hasta ti, para recibir tus órdenes y darte cuenta de su ejecución.

Al arrogarme este acto de autoridad en obsequio tuyo, seguro estoy de que, en mi ausencia, mi hermano lo ratificará.

-Noble guerrero -exclamó el Inca, tendiendo a Hernando los brazos encadenados-, ¡que tu Dios y el mío derramen sobre ti la más amorosa de sus miradas! ¡que la patria donde tornas te guarde un tesoro de amor y felicidad!... Y ahora... aléjate,   —21→   que el ánimo comienza a faltarme, y no quiero que otros ojos que los tuyos miren mi debilidad.

Hernando se apartó del Inca, profundamente conmovido. Por más que procuraba rechazarlo, un lúgubre presentimiento invadía su alma.

Poco después el calabozo se abrió, dando paso a un joven de arrogante presencia, de negros y profundos ojos, que fue a caer a los pies del cautivo, y besó con doloroso fervor las cadenas que aprisionaban sus manos.

-¡Hijo mío! -díjole el Inca atrayéndolo a sus brazos-, el tiempo huye, y la hora avanza. No te entregues a vanos lamentos, cierra el labio, esfuerza el corazón y escúchame.

El joven ahogó un gemido, pasó la mano por su frente y levantando la cabeza, mostró al Inca su bello semblante, triste, pero sereno.

-Heme aquí, padre mío -le dijo-, pronto a ejecutar aquello que te plazca mandarme.

-Escucha -prosiguió el prisionero-. Tú sabes que estos hombres cruentos están devorados por una sed inextinguible de oro, que no se sacia con los inmensos tesoros que, de ese funesto metal, los míos han amontonado a sus pies. Iniciados por algunos traidores en el secreto de la ciudad subterránea, búscanla con feroz codicia. Los caciques que conocen su entrada están en poder suyo; y para   —22→   vencer su constancia, sujétanlos diariamente a los más atroces tormentos. Hasta hoy han sido fuertes; pero su valor puede sucumbir. Y entonces aquel emporio maravilloso de riquezas acumulado por mis mayores; sus sagrados restos, desde el hijo del Sol hasta mi heroico padre, sacrílegamente profanados, serían el pasto de su inmunda codicia. ¡Oh! ¡Gran Pachacámac! ¡por tu divina luz eso no será! En verdad, yo estoy aprisionado, próximo a morir; pero he aquí, cerca de mí un hombre libre y fuerte...

-¡Habla! padre -interrumpió el joven-, ¿qué debo hacer?

-¡Huye! Para mayor presteza y seguridad, toma nuestra vertiginosa vía de las alturas; corre noche y día, sin detenerte ni aun para mojar tu sediento labio al paso de los torrentes, y llega a la Ciudad Santa antes que la flor de ariruma cogida al atravesar los jardines de este palacio, haya perdido su frescura. Muy niño eras todavía cuando yo te hice ver la metrópoli de los tesoros. ¿Has olvidado su entrada?

-No. Tras el lado occidental del Saxsa-huaman, entre un grupo de cerros peñascosos, en el fondo de una cañada sombreada de molles, álzase aislada una roca negra, que los viejos dicen es un destello de la luna. Su mole oculta la sagrada puerta.

-Haz, en el curso de una noche, levantar sobre   —23→   ella una montaña, cuya cima alumbrará el primer rayo del sol.

El Inca sacó de su seno una trompa de oro, y entregándola al joven:

-He aquí la pucuna imperial. Su voz tiene el poder de realizar lo imposible. Y ahora, hijo mío, que el Grande Espíritu te ilumine y guíe tus pasos...

El Inca tendió la mano al joven, y velose el rostro con su manto.

Poco después, el hijo adoptivo de Atahualpa corría con pie ligero al través de los aéreos senderos suspendidos sobre dos abismos, que serpentean en las cimas de los Andes. Desde aquel sublime observatorio sus miradas se extendían sobre el encantador panorama de esas montañas; esos valles, esas selvas, esos ríos, esos lagos que se ostentaban rientes a la luz del sol, mientras su dueño yacía en el fondo de un calabozo, cautivo, encadenado. Y lágrimas de dolor y de rabia surcaban las mejillas del joven y regaban su camino...

Un día, a la hora del crepúsculo, cuando el sol desaparecía de la quebrada, dorando solo las cúpulas de la ciudad y la elevada planicie del Rodadero, un viajero, terciado el morral, usado el coturno y el semblante fatigado por un largo viaje, llamó a la puerta de una cabaña. Abriola una   —24→   hermosa joven que al verlo exhaló un grito de gozo y se arrojó en sus brazos.

-¡Yupanqui!

-¡Suma!

-¡Ah! ¿es un sueño? ¡No! ¡Estoy despierta y te estrecho en mis brazos! Mírame vestida de luto; ¡creíate muerto!...

-Muerto estoy, amada mía -respondió el joven con triste acento-, y vengo a decirte que desatados están ya los lazos de amor que nos unen.

Suma dio un grito de terror y cayó sin sentido a los pies de Yupanqui.

El joven fijó en el rostro de su amada una mirada de dolor; besó su pálida frente, colocó entre sus negros cabellos la flor de ariruma, fresca aun, y se alejó.

Al cerrar de aquella noche, oyose en las alturas de Saxsa-huaman el sonido de una pucuna que tocaba un aire guerrero. A su voz, los habitantes de las quebradas y los moradores de las alturas, prosternáronse con la frente en el suelo: habían reconocido la llamada del Inca.

Enseguida, todos aquellos que podían voltear una onda o blandir un chuzo alzáronse con presteza, armáronse y siguieron la voz del instrumento, que recorría el valle, traspasó las alturas y se detuvo, al fin, en la cañada sombreada de molles sobre la roca   —25→   negra que los viejos decían ser un destello de la luna.

La multitud se apiñó ansiosa en torno de la roca sobre cuya cima se hallaba un hombre de pie e inmóvil como un fantasma.

-¿Sabéis quién soy yo? -dijo con voz breve.

-¡Un enviado del Inca! -respondió la muchedumbre-. El hijo del Sol habla por tu boca. ¿Qué nos ordenas?

-¿Veis estas cuatro montañas que nos cercan? Sobre esta roca donde siento mis pies, el primer rayo del sol de la mañana alumbrara la cima de la quinta, tan semejante a las otras, que el ojo más penetrante no pueda distinguirla.

A estas palabras la multitud desapareció silenciosa, y la cañada quedó solitaria; y luego, en el mismo silencio volvió a invadirla, no una sino muchas veces, ejecutando, en el curso de la noche, una obra maravillosa.

Al siguiente día, el primer rayo del sol alumbró la cima de la quinta montaña, tan agreste como las otras y, como ellas, cubierta de cactus y musgos seculares.

Al mediar de la venidera noche oyose todavía la pucuna imperial. Los pueblos, después de haber adorado postrados su sacra voz, siguiéronle por las estrechas gargantas de una montaña sombría, en cuya cumbre la trompeta se detuvo al borde de un   —26→   abismo que los habitantes del valle denominaban con terror, Supai-simi1.

La noche era sombría, y negras nubes cubrían el cielo. En el lejano horizonte alzábase una tempestad cuyos relámpagos alumbraban el inmenso hacinamiento de hombres reunidos en torno del abismo.

La trompa calló, y la voz del enviado del Inca se alzó entre el silencio de la noche.

-Anoche el Inca os ordenó levantar una montaña. ¡Hoy os ordena morir!

El mensajero calló, y la multitud prosternándose, en torno a media voz un himno de muerte.

Y el inmenso grupo comenzó a estrecharse en torno de la profunda sima...

Y, en fin, un relámpago alumbró la cumbre de la montaña desierta y al enviado del Inca, solo, inclinado sobre el negro cráter de Supai-simi.

Como Hernando lo había presentido, como el Inca lo había predicho, la muerte del cautivo estaba decidida; y solo aguardaban, para ejecutarla, que el generoso hermano de Pizarro se hubiese alejado.

Un día, con una mano arrojaron sobre él, el agua sagrada del bautismo, y con la otra presentáronle la sentencia.

  —27→  

Aquella noche, la última que debía pasar entre los vivientes, el desventurado monarca pidió que lo dejaran solo para recoger su espíritu. ¡Vana esperanza! El infame Valverde le impuso su odiosa presencia, importunándolo con las impías amenazas de una condenación eterna.

El prisionero apartaba los ojos del cínico semblante del fraile, para volverlos al rostro divino del Crucificado; y se preguntaba como un Dios de amor podía ordenar tanta iniquidad.

De repente, la puerta del calabozo se abrió y el Inca vio aparecer a Yupanqui.

El joven palideció. Había comprendido con una mirada la situación; y adelantándose, grave y triste, fue a prosternarse a los pies del cautivo.

-Tu voluntad está cumplida -le dijo en el sagrado dialecto de la imperial familia-. La mole de una montaña reposa sobre la entrada de la ciudad subterránea, y muertos están los que piedra a piedra la elevaron.

-Que el gran Pachacámac te bendiga, hijo mío, como te bendice tu padre -exclamó el Inca, posando sus manos sobre la cabeza del joven-. Vete en paz: vuelve a nuestros deliciosos valles, y sé feliz con Suma.

-No, padre -respondió Yupanqui-; la misión que me diste no está cumplida aun.

  —28→  

-¡Qué dices!

-Los caciques han perecido en los tormentos; y los artífices de la montaña en la profunda sima de Supai-simi; pero tu mensajero vive todavía. Su alma es fuerte; mas el rigor de los suplicios puede vencerla. Quitemos, pues, a nuestros verdugos ese placer.

Y sacando de su seno una flecha envenenada, se atravesó el corazón, y espiró sonriendo al prisionero con amor.

El Inca se inclinó sobre el cadáver de su hijo adoptivo, y besó su frente llorando.

-Que arrojen al campo a ese infiel -exclamó Valverde-; y que las aves de rapiña devoren su cuerpo.

Pero una mano misteriosa robó con el cadáver del Inca el de su hijo de adopción.




 
 
Fin de El postrer mandato
 
 


  —29→   Abajo

Un viaje aciago



Siempre he creído que la fatalidad es el guía de mis pasos: los sucesos de mi vida me lo han probado, al menos, de una manera cierta. Todo lo que toco queda marcado de un sello extraño; sin conciencia de ello, mi labio vierte palabras proféticas; y los seres que a mí se acercan son arrebatados por un espíritu misterioso que los eleva a las nubes, o los hunde en los abismos: jamás los deja en las condiciones normales de la existencia. ¿Debo aplaudir o deplorar esta facultad sobrenatural unida a mi destino?

Así hablaba yo un día a la bella C., mientras, sentada a su lado en un diván, tejía para ella una corona de rosas.

-La lucha es la vida -respondió la graciosa chica, sacudiendo con donaire su rizada cabellera-; la lucha es la vida; y yo espero con ansia esa mística   —30→   influencia que venga a desterrar la monotonía insoportable de la mía. Agitarse, ya sea en la dicha o en el dolor: dudar, temer, desear ¡eso es vivir!

¡Querida niña! ¡Plegue a Dios derramar siempre sobre tus bellas horas esa dichosa monotonía; y aleje de ti, en su misericordia, las tempestades que invocas!

DE ARICA A LA PAZ

Nada tan riente, en apariencia, como la perspectiva de esta incursión al través de los nevados picos, para el viajero que, recostado en los mullidos cojines de un vagón, cruza en alas del vapor la larga etapa que separa Arica de Tacna. Míralas elevarse en esplendentes grupos sobre un cielo de azul purísimo, dibujando en sus profundas hondonadas, verdes mirajes que seducen los ojos y atraen el alma con la sed engañosa de lo desconocido.

-¡Un caballo! ¡Un caballo! -exclama, como Ricardo, al apearse bajo los floridos granados de la estación-. Pero, si el gran paladín sabía a qué atenerse al ofrecer su reino por un corcel, yo ignoraba del todo los percances que sobre el lomo de ese noble animal, esperan al peregrino en aquellas magníficas alturas.

Apenas si el fraternal hogar de Modesto y, las caricias de su preciosa compañera, pudieron detenerme en ese nido de flores que se asienta entre las arenas   —31→   del mar y las rocas del Tacora. En la tarde del tercero, abrigada la cabeza con un castor plomizo, embozada en mi albornoz, y estrechando en mis manos las de Modesto y Merced, esperaba yo impaciente el momento de partir, que retardaba cuanto podía la insoportable calma del arriero.

Modesto, que era profesor en un colegio, se desesperaba de no poder acompañarme, como el uso lo exigía, al salir de la ciudad, a causa de las clases que lo reclamaban a esa hora.

Yo reía de su angustia y del ceremonioso cortejo cuya falta lamentaba; y el arriero seguía en sus aprestos con la misma cachaza. Y yo le mostraba el sol próximo al horizonte y él lo miraba como quien mira llover.

-¡Modesto! ¡Modesto! -gritó de repente una voz que venía de afuera; y fuertes aldabazos resonaron en la puerta falsa, que se abría sobre la Alameda.

-¡Es el loquísimo Carlos! -dijo Merced-. Muchacho, corre a abrirle, que va a romper el postigo.

La puerta se abrió y dio paso a un joven de estatura mediana y simpática fisonomía, bajo cuya serenidad retozaba a grandes brincos una marcada travesura. Nada, sin embargo, había de notable en sus facciones, sino es dos ojos negros, atrevidos hasta la impertinencia; pero que atraían, no obstante, con su mirada franca y benévola.

  —32→  

Saludó con gentil desembarazo, y oí que decía a Modesto en voz baja:

-¡Chico!, un tallo de pensamientos a la aguada, sobre este soneto que desde Lima me pide R. B.

Y dio a Modesto un álbum de laca adornado con arabescos de oro.

-Caballero, ¿me dará usted permiso para leer ese soneto? -dije yo apoderándome del álbum sin esperar el permiso.

-¡Ay, señora! después de Echeverría nadie debería decir galanterías a esa bella florecita... Pero ella lo ha querido... ¡ay!

-¡Cuidado! señor mío -repliqué yo riendo-, que soy amiga de B. y si se me antoja hacerle saber cómo en estas latitudes existe un mortal que suspira por su mujer y se atreve a hacerle versos, lo vería usted llegar en tres saltos y... ¡desafío, y muerte al canto!

-Helay niña, ya estamos listos -dijo el arriero presentándome ensillado un caballejo negro, de revuelto y erizado pelaje.

Estreché en un solo abrazo a Modesto y Merced, saludé a su amigo, puse el pie en la mano del arriero, monté y partí.

Había ya atravesado en toda su longitud la romántica alameda que divide la ciudad, y llegaba delante de la quinta de Hangas, cuando un jinete,   —33→   corriendo en mi alcance a carrera tendida, vino a ponerse a mi lado.

Era el bardo del soneto, enviado por Modesto para hacerme compañía. Montaba un potro tordo, que llamó mi atención por su extremada belleza, y lo manejaba con garbo sin igual.

En la necesidad de aceptar la compañía de un desconocido, con quien nada podía hablar que me fuese personal, propúseme estudiar a este muchacho cuyas miradas triscaban a vueltas de una helada gravedad.

No necesité emplear astucia alguna para descubrir en él un fanfarrón de escepticismo que, bajo la apariencia de un libertino, encerraba una alma tierna, candorosa y buena.

Notando que se volvía con frecuencia para mirar hacia atrás, adiviné el deseo de ver llegar al arriero, para entregarle mi custodia y regresar a Tacna. En consecuencia, fingí la resolución de pasar la noche en el caserío pintoresco de Calana; y para mejor persuadírselo, eché pie a tierra en la primera puerta, dile las gracias y lo despedí. Mas, apenas el primer recodo del camino hubo ocultado a mi gracioso acompañante, subí sobre una piedra, recobré el estribo y me puse en marcha de nuevo.

Era una hermosa tarde de primavera, serena y tibia. El sol iba a ponerse, y yo corría a todo el   —34→   galope de mi cabalgadura bajo las verdes arboledas que sombrean el camino de Pachia, pintoresca etapa donde termina la llanura.

Entregada al pensamiento del viaje que emprendía, de sus variados incidentes y su anhelado término; olvidada de que transitaba por senderos que me eran desconocidos, caminaba, engolfándome con delicia en las olas de sombra que invadían el valle.

El último fulgor del día coloreaba con un dorado rojizo las nubes amontonadas sobre las sombras del Tacora. Un rumor lejano de cantos, mugidos y gorjeos, se mezclaba a la calma solemne que reinaba entorno. Las hojas de los sauces rozaban al paso mis mejillas como la caricia de una mano amiga: el suave perfume de las retamas embalsamaba el aire, despertando en mi alma dulces y dolorosos recuerdos. Yo lo aspiraba con amor, suspirando: ¡Lima! Y la mágica ciudad se alzaba en mi mente con su cabellera de gas y su diadema de palacios; y el silencio se poblaba de armonías; y la prestigiosa luz de la luna aumentaba la ilusión febril del pensamiento.

Un asperge de gotas frías salpicó de repente mi rostro. Entregado a sí propio, mi caballo atravesaba un río con el mismo desparpajo que si desensillado y sin jinete paciera en un gramadal.

Miré en torno mío y me encontré sola en el ancho   —35→   camino que sube de Pachia a las alturas de Palca. Había corrido, olvidando a mi arriero que se quedó rezagado en las chicherías del Alto de Lima.

Detúveme a esperarlo; pero, por más que me volvía y aguzaba el oído, nada vi, ni percibí ruido alguno en toda la vasta extensión del camino que de allí se descubría: nada, sino el solemne silencio del desierto. Sin embargo, ningún recelo vino a inquietarme. Estaba la noche tan luminosa, el aire tan suave, y la naturaleza abandonada a tan dulce reposo, que todo linaje de temor habría sido ridículo.

Seguí, pues, mi marcha, sola en la tierra, pero acompañada de una hermosa luna y de millares de estrellas, que parecían escoltarme y correr conmigo.

Bien pronto dejé atrás la polvorosa llanura de Pachia con sus verdes oasis y azules lontananzas.

Las imponentes moles del Tacora se alzaban ante mí; y el pobre caballito negro, a pesar suyo, y dando lastimeros relinchos, tuvo que internarse conmigo en los tortuosos rodeos del aéreo camino trazado por las herraduras de las arrias en la rápida vertiente de las montañas.

A mis pies se abría como un abismo la profunda quebrada de Palca, valle salvaje y pintoresco, surcado de torrentes, donde crecen el molle y la salvia, cuyo acre perfume subía hasta mí en los vapores de la noche.

  —36→  

De vez en cuando, el chillido de una ave nocturna, volando sobre mi cabeza, me arrancaba al mundo de pensamientos que poblaban mi mente, y volvía a encontrarme sola en medio de la noche, suspendida entre el cielo y la tierra, en aquellos senderos abiertos sobre el nido de las águilas, al borde de los precipicios.

Así acabó la noche. Habíala pasado escalando los flancos de las montañas, y al amanecer me encontraba a una altura donde reinaba un frío penetrante, y la nieve cubría de blancos festones la copa de los tolares.

Mi caballo, jadeante, cayendo, despeado y jadeante, se detenía a cada instante dando fuertes resoplidos. Yo conocía ese síntoma precursor del terrible soroche. Desmonté inmediatamente, y tomando el frasco de álcali que traía para preservarme yo misma de aquel horrible accidente, lo hice aspirar a la pobre bestia, que pareció aliviarse.

Entretanto, el día adelantaba, y el sol de la cordillera desplomaba sus rayos de fuego sobre la blanca nieve que tapizaba el suelo.

En la esperanza de ver llegar el arriero, senteme a la sombra de un peñasco en el declive de una hondonada profunda, en cuyo fondo blanqueaba la espuma de un torrente.

Pocos sitios he visto como aquel, tan agrestes y de   —37→   tan sombría magnificencia. Sobre mi cabeza se aglomeraban en gigantescos grupos las masas de los Andes; y al frente, extendidos en vertiginoso descenso, el valle de Tacna y el doble azul del cielo y del Océano. Bandadas de cóndores completaban el paisaje, cerniéndose en el espacio en círculos de mal agüero para la salud de mi pobre caballejo, que a pesar de su cansancio, se encabritaba espantado por la sombra formidable de sus alas.

Habían pasado algunas horas; pero, aun cuando de allí se descubría el camino en una extensión de más de dos leguas, nada divisó, nada veía sino era torbellinos de polvo arremolinados por el viento, y que, desviándose, iban a hundirse en los precipicios.

Era mediodía; y yo con mi caballo, que nos habíamos desayunado con un trozo de pan, teníamos una sed que se aumentaba con la vista lejana del agua que bullía entre las rocas, allá en el fondo de la hondonada.

Compadecida del pobre animal, busqué un paraje para bajar al torrente, y lo encontré, aunque en extremo fangoso. Eché adelante el caballo, que se estremecía, asustado de aquel peligroso descenso; pero atraído por las emanaciones del agua, bajaba describiendo zedas en las paredes del despeñadero, y al fin, rodeando, y muchas veces rodando, llegó conmigo al fondo del barranco.

  —38→  

Allí, una escena inesperada cautivó mi atención y me hizo olvidar la sed que me aquejaba.

Cuatro hombres armados de lampas y barretas se ocupaban en cavar una chulpa (la huaca del Sud). Aquel monumento de forma piramidal se alzaba al abrigo de tres peñascos, enteramente oculto por el lodo del camino; y fue quizá su misteriosa posición lo que despertó la codicia de esos hombres, que se sorprendieron desagradablemente a mi repentina aparición, y me miraron de reojo. Pero yo les mostré una curiosidad tan franca, desinteresada, y por decirlo así científica, que sus recelos se desvanecieron y me dieron permiso para quedarme a ver el éxito de aquella excavación.

Desbaratadas las paredes de la chulpa, los trabajadores se dieron a cavar el suelo en torno.

Al levantar la primera capa de tierra, la lampa tropezó contra un cuerpo duro. Era una laja colocada en el centro. Quitada esta, quedó visible la entrada de un subterráneo y una escalera de piedras toscas que se hundía en las tinieblas.

Los buscadores de riquezas no habían previsto aquel caso y carecían de luz. Felizmente yo tenía un cerillo en el saquito que llevaba terciado en bandolera. Partímoslo, y encendidas aquellas antorchas improvisadas, descendimos al subterráneo. Allí nos esperaba un extraño espectáculo.

  —39→  

En una especie de rotonda abovedada en forma de horno, hallábanse acomodadas cinco momias; cuatro en grupo, la quinta aislada.

El grupo representaba un hombre, una mujer y dos niños. Cada uno de los adultos tenía sobre sus rodillas un niño, y aquellos cuatro rostros desecados por los siglos estaban vueltos hacia la figura solitaria; y sus apagados, ojos fijos en ella con una avidez que había sobrevivido a la muerte y al tiempo.

En esta momia se descubrían particularidades notables. Su piel blanca, y su barba y cabellos rubios acusaban la raza europea; y entre los restos pulverizados del vestido que le cubría, se veía, cruzado sobre su pecho, un tahalí de soldado.

Mientras los trabajadores, ebrios de codicia, proseguían sus investigaciones, yo, ayudada de la débil luz del cerillo, examinaba las facciones, y sobre todo, la extraña actitud de esta momia. Sentada sobre los talones, y no en cuclillas como todas las momias peruanas, estaba sujeta a un trozo de roca por una faja que, en estrecho lazo, le rodeaba el cuello en mil vueltas; y sus manos, ahuecadas y juntas, ligadas también por un cabo de la misma faja.

Indudablemente, aquel resto humano, fue un soldado español inmolado en holocausto a la venganza de los indios.

  —40→  

De repente noté con asombro que aquellas pupilas terrosas brillaban con una luz amarillenta. Acerqué más la llama del cerillo, y vi multiplicarse el mismo resplandor en la boca, las manos y los oídos de la momia.

Todo lo comprendí entonces. Una escena lúgubre se desarrolló en mi mente, y vi animarse el siniestro grupo, y sus miradas extintas, y la secular sonrisa impresa en sus labios secos, estaban diciendo todavía: «¿Queréis oro? ¡Toma oro!». Y el hombre de sangre fue relleno del funesto metal que vino a conquistar a precio de tantos crímenes.

Mis compañeros, chasqueados en sus investigaciones bajo el pavimento del subterráneo, recibieron un gran alegrón cuando les mostré el oro que encerraba la momia blanca. Pero en vano procuré hacerles comprender su valor científico: rieron de mí, y seducidos por unos cuantos puñados de oro, destruyeron esa interesante página de la historia.

A mí me permitieron llevar un idolito preciosamente trabajado en arcilla negra, y en el que yo reconocí uno de esos oráculos que los indios consultaban en sus templos.

Encantada con esta adquisición, recogí mi caballo y seguí a aquellos hombres que, agradecidos a mi hallazgo, me volvieron al camino por una senda menos áspera que la que traje para bajar al agua;   —41→   partieron conmigo un lunch compuesto de papas, ají molido, queso y aguardiente, y se alejaron muy contentos, cantando en coro un yaraví.

Sin embargo, quien más había ganado en los tesoros contenidos en la chulpa era yo, sin duda. ¿No poseía aquel lindo idolito que podía revelarme el porvenir; el porvenir, que nos obstinamos siempre en revestir con los rosados colores de la dicha? Los indios Urus, que habitan los totorales flotantes del Titicaca, me habían enseñado la manera de consultar esos oráculos, que ellos guardan escondidos con grande veneración, pero me faltaba el agua, requisito necesario para oír su voz. Guárdelo, a mi vez, cuidadosamente en mi seno, y seguí mi marcha, muy inquieta ya por la tardanza del arriero.

El día declinaba, arreciaba el frío, y las cañadas comenzaban a llenarse de sombra.

De pronto una ráfaga de viento se llevó mi sombrero, que vi revolotear en el aire sin poder recobrarlo. Pero en el momento que desaparecía, una mano lo arrebató al abismo.

El ruido que mi caballo hacía en el piso rocalloso del camino me había impedido sentir los pasos de otro que marchaba detrás. Montábalo un joven bello y apuesto, que al darme el sombrero me saludó con amable cortesanía, y se informó del motivo de mi soledad en aquellos desiertos parajes. Cuando lo   —42→   hubo sabido, se indignó contra el arriero, y me aseguró que no se apartaría de mí hasta que éste llegase. En vano le supliqué no me afligiera retardando por causa mía la rapidez de su viaje: nada quiso oír, y fuerza me fue aceptar a pesar mío.

Sujetó el brioso andar de su caballo al paso tardo del mío, cansado y flaco, y se abandonó a un millar de preguntas, que habrían sido indiscretas, si no fueran todas en mi propio interés. Todo lo indago, menos mi nombre: circunstancia que aumentó mi estimación por aquel protector desconocido.

Cuando se hubo informado de cuanto me concernía, entró espontáneamente en la relación de lo que le era personal. Me habló de Valparaíso, su residencia; de las gentes de Lima que allí había conocido, y finalmente de su viaje a Cochabamba, donde lo llevaba un objeto de supremo interés para él.

Subrayo estas palabras para expresar de algún modo el sentimiento íntimo, religioso con que fueron pronunciadas, y que me hicieron adivinar un amor profundo en aquel noble y hermoso corazón.

Bajamos a un paraje donde el camino cortaba el cauce de un manantial de límpida corriente. Mi compañero adivinando mi sed, desmontó para ofrecerme un vaso de agua.

Recordé entonces el oráculo de la chulpa; y como ya había hablado de ello al joven, al darle las gracias,   —43→   le pregunté, riendo, si quería preguntarle algo sobre Cochabamba.

Imposible me sería pintar la expresión de gozo con que acogió mi oferta. Acercose a mí y esperó con mudo recogimiento a que yo llenara las formalidades del rito.

Era el idolito una vasija pequeña que representaba un guerrero indio con el carcaj a la espalda y apoyado en su arco. Los bordes del receptáculo estaban ocultos entre la toca de plumas que cubrían su cabeza, y el pedestal encerraba una especie de tambor donde sonaba la voz desde que la vasija se llenaba de agua.

Vertí, pues, el resto de mi vaso dentro del idolito, y lo puse en las manos del joven, que lo aplicó al oído y cerró los ojos.

A poco lo vi palidecer.

Preguntele que había oído.

-Un llanto mezclado de ayes profundos -me respondió, y me devolvió el ídolo. Yo lo apliqué al oído a mi vez; y escuché distintamente, pronunciada y repetida con un acento semejante al latido de un péndulo, esta palabra siniestra:

-¡Tiembla!

Mi compañero se repuso luego, y rió de su emoción. Era joven, y el sol de su dicha alumbraba su alma; pero yo, que había vivido y sufrido mucho, era ya supersticiosa, y volví los ojos hacia atrás con   —44→   inquietud, como el ave que siente zumbar la tempestad donde dejara su nido.

Había cerrado la noche y la nieve caía a copos cuando llegamos al tambo de Tacora.

El primer objeto que se nos presentó al entrar en el patio fue un cadáver tendido en tierra entre cuatro cirios. Era el del administrador del establecimiento, muerto pocas horas antes del tifus, horrible fiebre que estaba diezmando las poblaciones. Su pobre viuda, sentada a la cabecera del difunto, lloraba la doble pérdida de su marido y del bienestar de sus hijos, que, sin asilo ni sustento, iban a ser arrojados con ella de aquella casa donde habían vivido felices. Dios no lo permitió. Apenas mi joven protector hubo sabido qué desgracia amenazaba aquella pobre madre, corrió a ella, y apartándola de ese lúgubre sitio, le dio, con una suma de dinero para el entierro, una carta dirigida al propietario del tambo, amigo suyo, garantizándole en la dirección del establecimiento.

Sin embargo, no obstante aquella hermosa acción, que debió derramar la alegría en su alma, el bello joven estuvo triste y sombrío aquella noche. ¡Ah! ¡como dice el vulgo: «ningún corazón engaña a su dueño»!...

Por fin, a las doce del siguiente día, cuando casi de rodillas suplicaba a mi compañero que prosiguiera   —45→   su viaje, el bueno del arriero se me apareció con sus bestias y él mismo, asorochados, maltrechos y en la más triste figura.

Sin embargo; yo vi el cielo abierto con su presencia, pues me consumía de aflicción el perjuicio que estaba ocasionando a aquel excelente joven, de cuya impaciencia por partir pude juzgar muy luego; pues apenas me hubo recomendado al arriero, y cambiado conmigo su tarjeta, saltó sobre el caballo, y partió como una exhalación.

Supe entonces el nombre de aquel sujeto generoso; y mi labio lo envió a Dios en una ferviente plegaria, «¿Por qué no lo escuchaste, Señor?».

Pocos momentos después yo también continuaba mi marcha, seguida del arriero, que atacado del soroche había caído en un extraño amilanamiento, y lloraba como un niño. Sin embargo, como era necesario arrancarlo al sueño, mortal para los que padecen aquel accidente, híceme sorda a su llanto y le anuncié la resolución de trasnochar, a fin de ganar el tiempo perdido. Casi se muere al escucharla pero como la conciencia le decía que la culpa era suya, forzoso le fue obedecer.

A las nueve de la noche bajamos a la cuenca profunda del Mauri, río caudaloso encerrado entre los flancos de dos montañas, cuyas aguas, congeladas hasta la mitad de su corriente, se rompían rugiendo   —46→   bajo los pies de nuestros caballos, con grande espanto del arriero, que en el curso de su rudo oficio, jamás había hecho, decía él, un viaje tan estrafalario.

El cauce del Mauri es la línea divisoria entre el Perú y Bolivia.

En la playa opuesta, encontramos tendidos los cadáveres de tres indios pertenecientes a una hacienda de las cercanías, que atacados del tifus y en el delirio de aquella horrible fiebre, se habían arrojado al agua, de donde salieron moribundos a expirar en la arena.

No de allí a mucho comenzamos a encontrar largas hileras de hombres marchando silenciosos en dirección a los vecinos pueblos. Eran indios de las punas que llevaban sus muertos al cementerio. Por todas partes, a mi paso, hallábamos los caseríos desiertos, los campos yermos, las sementeras abandonadas. La muerte se cernía sobre aquellas alturas derramando en torno el exterminio.

Como para indemnizar mis ojos de tan lúgubres cuadros, la aurora me guardaba un esplente (sic) espectáculo.

El día comenzaba a teñir de rosa las últimas cimas de Tacora, que hacía tiempo había dejado atrás; las estrellas habían desaparecido, y la luna palidecía, recostada como una viajera cansada en las profundidades del espacio. Los cerros, que desde   —47→   el Mauri comenzaban a alejarse, apartándose bruscamente en la abra de Santiago, dejaron descubiertas la pampa de ese nombre, y la majestuosa cordillera de oriente, con sus tres magníficos nevados. Illimani, Illampu y Sorata, altares sublimes del Dios Vivo, a cuya vista el alma se recoge y ora.

Mi primera impresión se tradujo en llanto: llanto al que, por una extraña intuición, se mezclaron los nombres de mis hijas:

-¡Mercedes! ¡Edelmira! ¡Clorinda! -exclamé, ante esas tres maravillas de la creación.

En ese momento, una niebla sombría, surcada de relámpagos, se abatió de repente como una larga faja sobre el Illampu y el Illimani; al mismo tiempo que de un cúmulo de nubes amontonadas sobre la cumbre del Sorata, se desprendía un vaporoso fragmento que tomó luego, en contornos vagos, la forma de un ángel; y elevándose lentamente, se desvaneció en el azul profundo del cielo.

A esa vista mi corazón se estremeció, y la terrible amenaza del misterioso penate de la chulpa resonó en mi alma.

Mientras yo caminaba absorta en mis pensamientos, el arriero, en la esperanza de matar el soroche, se había bebido toda la porción de espíritu de vino que llevábamos; y de bruces sobre el cuello de la mula, se dejaba llevar, en una completa embriaguez. En   —48→   vano lo llamé por su nombre y aun por otros a que su estado lo hacía acreedor: aquella alma vagaba en los espacios del infinito.

¿Qué hacer? Fuerza me fue arrear a ese hombre con sus bestias, y sujetar mi impaciencia al grado de su cansancio.

Había anochecido y nevaba, cuando llegué al pueblo triste y ruinoso de M. No había allí tambo, ni especie alguna de posada; y a pesar mío tuve que pedir hospitalidad en la casa parroquial. El cura me recibió con benévolo apresuramiento, y puso a mi disposición los pocos recursos con que podía contar en aquel miserable lugar.

Era un clérigo joven, profundamente instruido, animoso y de buena voluntad, que soportaba con plácida resignación los rudos trabajos de su cargo, mucho más penosos en aquella época, en que la epidemia asolaba su curato; cuando era necesario recorrer largas distancias al través de las heladas punas, desafiando la nieve y los vendavales para llevar a los moribundos los socorros del médico y del sacerdote.

En el momento que yo llegué a su casa, regresaba el mismo de una choza aislada en los lejanos campos donde había ido a auxiliar a una familia atacada del tifus, que pereció toda a sus ojos, salvándose únicamente un niño de tres años.

  —49→  

El cura lo recogió; trájolo piadosamente en sus brazos, y lo acostó en su propia cama, con la solicitud de una madre.

Cuando el niño se hubo dormido, el cura me pidió permiso para dejarme, pues la campana le llamaba al rosario.

Seguilo a la iglesia donde las gentes del pueblo estaban ya reunidas.

Notábase en la nave numerosos espacios vacíos. Eran los que dejaran los infelices barridos por la peste.

El cura, en vez de subir al púlpito, se postró humildemente al pie del altar, mezclado con sus feligreses, y recitó con voz grave pero llena de unción ese conjunto de tiernas plegarias que constituye el rosario de María.

Después del rosario les dirigió una corta plática. Reprocholes las rencillas, las enemistades, los odios entre criaturas de un día, a los ojos de Dios, y en presencia de su cólera visible en el azote de la peste; los exhortó al perdón, a la unión, al amor, a la caridad, a la penitencia; y concluyó dándoles su bendición.

De vuelta a la casa, el cura que había enviado todos sus criados a cuidar de los enfermos, encendió lo que él llamaba su cocina improvisada: un grande anafe de rom; frió dos papas; añadió a este potaje   —50→   dos tazas de leche de oveja, azucarada, y sirviéndolas sobre una gran mesa cubierta a medias por un pequeño mantel, se puso a cenar conmigo, muy contento de tener con quien hablar del mundo de los vivientes en aquel lugar de destierro.

Nada hay tan triste como la existencia de un cura de puna. Colocado entre una naturaleza muerta y un pueblo salvaje, sus ojos y su espíritu no encuentran dónde posarse, si no es en el recuerdo.

Sin embargo, la palabra de aquel hombre sabía colorearlo todo; y las siembras de las papas, la cosecha de la quinua, el corte de la cebada y el esquileo de los rebaños, incidentes triviales, tomaban en sus labios la gracia y el poderoso interés del idilio.

Dos días después, al cerrar la noche, divisé de lo alto de la cuesta, extendida a orillas del Chuquiago, aquella Paz a la que yo había jurado jamás volver, como si algo pudiera resistir a la poderosa ola del destino.

Y volví a pisar aquellas calles tortuosas, pobladas con los recuerdos del pasado; recuerdos tristes, pero dorados por el sol lejano de la juventud; y encontré los afectos de la amistad y de la familia, que envolvieron mis días en su calurosa atmósfera.

Pero ¡ay! mis ojos iban a buscar siempre un punto en el horizonte.

  —51→  

«Mi nido está en un jazmín: ¿quién me lo traerá?».

Al llegar a la Paz, habíame salido al encuentro un hermoso lebrel blanco, que se arrojó a mí, hízome mil caricias, y desde ese momento no se apartó de mi lado.

Pocos días después, una noche que fatigada de un largo paseo me había acostado temprano, el lebrel que dormía a mis pies, se despertó aullando.

En el mismo instante la puerta se abrió con recato y un hombre se precipitó en el cuarto.

De pronto creí que era un ladrón; pero luego reconocí en él a mi aturdido acompañante de Tacna, al poeta del soneto.

-¡He matado a un hombre! -me dijo, al oído, porque yo no estaba sola: una joven parienta me acompañaba.

-Y viene usted a buscar un asilo en Bolivia. Sea usted bien venido. Aquí nada tiene usted que temer.

-Al contrario, lo temo todo de la policía, que me persigue y me espera a la puerta de esta casa, donde no se atreve a penetrar.

-Por Dios, explíquese usted.

Supe entonces que el joven poeta, llegado aquella tarde al oscurecer, encontró en la casa donde iba a alojarse una reunión festiva compuesta de jóvenes de ambos sexos, que celebraban un cumpleaños.

  —52→  

Una de las muchachas más lindas de La Paz, la morena Rosa C. llamó la atención del joven tacneño, que se dio desde luego a cortejarla con su característica impetuosidad. Por desgracia, encontrábase allí el novio de la niña. Federico S., joven altivo y quisquilloso en demasía. Ofendido por los obsequios, que su amada parecía admitir con agrado; y no siéndole permitido enfadarse en una reunión de buen tono, recurrió al arma del ridículo para vengarse de su rival. Acercose al piano, y acompañándose con un estrepitoso ritornello, cantó de pie el himno de Ingavi.

Quien recuerde el 18 de noviembre de 1841, comprenderá la indignación que ese canto encerraba para Carlos.

Federico S. no había cantado dos estrofas, cuando sintió una mano que se posaba en su hombro.

-¿Sabía usted al cantar, que aquí se encuentra un peruano?

-¡Bah! y ¿por qué si no estoy cantando?

-¡Insolente! ¿llamas a los peruanos cobardes? Aquí hay uno que te hará ver lo contrario. ¡Ven!

El ruido de la fiesta cubrió este diálogo, que pasó desapercibido para todos excepto para Rosa. La pobre joven se arrepintió amargamente de su coquetería; y olvidada de sí misma ante el peligro que por culpa suya corría su novio, siguió a aquellos   —53→   hombres, corriendo cuanto pudo; pero ellos marchaban a buen paso y muy luego los perdió de vista entre las tinieblas.

Dio entonces aviso a la policía en el deseo de evitar una desgracia. ¡Vana esperanza! el destino había fallado, y uno de esos dos jóvenes debía morir.

Llegados a un sitio solitario, ambos rivales se hicieron fuego.

La bala de S. rozó la cien de Carlos, llevándose un bucle de sus cabellos; la de este atravesó el cuerpo a su enemigo y lo arrojó al suelo sin sentido.

Cuando Carlos huyendo bajaba la cuesta de San Pedro, que separa este pueblo de la ciudad, una partida de policía que lo buscaba lo rodeó y le intimó arresto; pero él se escapó de entre sus manos y se refugió en casa. No había tiempo que perder: levanteme, curé su herida, y mientras Rosaura, la joven que me acompañaba, lo vestía de mujer y se lo llevaba por una puerta excusada, corrí yo en auxilio de su enemigo, que encontré incorporado, y procurando levantarse, asiéndose a los espinos que crecían en aquel sitio. Trájelo a casa, donde los médicos reconocieron su herida, que encontraron mortal.

Contentáronse con ordenar algunos lenitivos, y se retiraron, dejándome sola con el moribundo, que pasó la noche en dolorosa agonía.

  —54→  

Sin embargo, solo las crispaciones de sus manos, retorciéndose entre las mías indicaban su horrible sufrimiento: el valiente joven lo soportaba sin exhalar una queja.

En uno de esos momentos, volvió hacía mí una mirada suplicante, y me hizo un encargo. Había ofendido a su madre, que se hallaba ausente, y me rogó que postrándome a sus pies, en nombre suyo, le pidiese perdón.

Mi promesa le dio una grande tranquilidad; y al amanecer expiró en mis brazos.

¡Qué reflexiones tan tristes hice yo aquella noche, mirando agonizar a ese hombre, que en la flor de la vida, bello, y la mente llena de ilusiones, iba a hundirse en el sepulcro! ¡Ay! ¡cerca estaba el día en que, con el corazón destrozado, vería pasar esos mismos pensamientos en el duelo de mi alma!

En tanto que yo velaba al desgraciado Federico en su agonía, Carlos, disfrazado y conducido por Rosaura, se ocultaba en casa de un cónsul, donde debía esperar una ocasión favorable para huir de la Paz, cuyas avenidas todas estaban guardadas por los amigos de S., que hallando lenta la acción de la justicia, querían hacerla por su mano; y vigilaban las garitas y las casas de los agentes extranjeros. Así era que, solo guardando un rigoroso encierro podía el pobre fugitivo sustraerse a las investigaciones de sus   —55→   enemigos. Pero no era la prudencia de Carlos. Dos días después estaba perdidamente enamorado de la hija de su huésped; y dejando su escondite, la seguía por toda la casa.

Todavía no hacía una semana que estaba allí, cuando un día, viendo a la joven asomada a una ventana, tuvo un arrebato de celos; y queriendo saber a quién miraba, fue a ponerse a su lado. Media hora después la casa fue rodeada de gendarmes, y Carlos aprehendido, cargado de grillos y encerrado en un calabozo.

Al saber estas tristes nuevas temblé por su vida; y viendo al pobre joven forastero y solo, a merced de enemigos poderosos, propuse salvarlo, empleando para ello, no la lucha, sino el arma del débil: la astucia.

El único medio de arrebatarlo a una muerte cierta era la fuga; y a ello dirigí mis esfuerzos. Pero en vano recorrí secretamente los edificios vecinos a la cárcel: en cada uno se hallaba apostado un espía.

Fue por fin necesario tentar un peligro, la compra del carcelero: sondarlo en el terreno de la codicia y del temor. Todo inútil: las promesas y las amenazas de mis agentes estrelláronse en su incorruptible honradez.

Y los días pasaban, y los amigos del malogrado S.   —56→   vagaban en torno a la cárcel con una frecuencia siniestra.

Apurado todo recurso, eché mano, por último, a un expediente supremo, ante el cual había retrocedido hasta entonces.

Había un nombre que era y es todavía un mágico talismán para un pueblo boliviano; nombre que levantaba o apaciguaba las tempestades populares, según la voluntad de que lo invocaba; nombre que fue un fanatismo, y que es y será un culto: Belzu.

Asime pues del prestigio de ese nombre, me envolví en su omnipotencia, y desde ese momento cedió todo a mi voluntad.

Llamé al carcelero, y llevándolo intencionalmente a un salón donde estaba el retrato de ese caudillo, le intimé en su nombre la evasión del joven preso, necesaria, le dije, a sus planes políticos como agente suyo en Bolivia.

El carcelero dobló una rodilla ante aquella imagen y juró cumplir mis órdenes, aunque le costara la vida.

A las doce de aquella noche, el preso y el carcelero se me presentaron, prontos a partir.

Viendo a Carlos montando el caballo de un amigo suyo, le pregunté dónde estaba aquel bello tordo que tanto me había agradado.

-¡Ay! -dijo él, con su melancólica chanza- de   —57→   los seres que esa tarde estuvieron a las órdenes de usted, el uno murió una hora después, el otro, como Caín, anda fugitivo.

Estrechó mi mano, y partió a carrera perdiendose entre las sombras.

Y yo quedé dando gracias a Dios por la libertad del pobre muchacho; pero murmurando, con el corazón oprimido: «El uno murió; el otro tuvo la horrible desgracia de matar a su hermano, y anda fugitivo. ¡Fatalidad! ¡Fatalidad!».

La luz del día desvaneció aquellos lúgubres pensamientos. Pero ¡ah! esa jornada no debía, acabar, sin que esa fatalidad, que me aterraba, volviese a mostrarme su enemiga faz.

En un periódico de Cochabamba leí el siguiente artículo necrológico:

«El bello y noble Alfredo W., que llegado hace poco entre nosotros conquistó tantas simpatías, ha perecido, víctima de un suicidio. ¡Los motivos que lo han llevado a este acto de desesperación merecen una mención particular!

Apasionado de una mujer, amado y llamado por ella en socorro de su padre, arruinado por una quiebra, y preso por deudas, el generoso joven corrió a dar a su amada su fortuna y su nombre; pero encontró una decepción donde creyó hallar la felicidad. El corazón que venía a buscar lleno de fe, había   —58→   cambiado de dueño: otro poseía su amor. Alfredo no quiso pedir el olvido al tiempo: pidió a la muerte su reposo eterno. ¡Que duerma en paz!».

El héroe de esa trágica leyenda, aquel desgraciado Alfredo W., era el generoso protector que había amparado mi soledad en los desfiladeros del Tacora. ¡Fatalidad! Fatalidad!

Un aullido lúgubre respondió a esta siniestra palabra que yo pronunciaba entre lágrimas. Era mi lebrel que había venido a colocar su cabeza sobre mis rodillas, y me miraba con ojos extraviados. A poco lo vi vacilar y caer.

El pobre animal estaba envenenado, y expiró entre horribles convulsiones, fijando en mí su cariñosa mirada...

En breve, yo misma, casi moribunda, y el corazón destrozado, me alejaba de aquella ciudad donde había presenciado tantos horrores.

En el pueblo de M. encontré la casa parroquial desierta. El cura, y el huérfano adoptado por él, habían sido arrebatados por la horrible epidemia.

Al desandar mi camino, encontraba marcada con ruinas la huella de mis pasos. ¡Fatalidad! ¡Fatalidad!

Y al llegar a Lima, en fin, la bella C. vino a mi encuentro vestida de luto triste y llorosa.

Ella también había sufrido la fatal influencia.   —59→   Aquel a quien dio su amor había muerto cuando venía a unirse a ella, sin que le fuera dado ni aun el consuelo de llorar sobre su tumba. Pereció en el mar, y su cuerpo yacía en el fondo del abismo.

¡Querida niña! ¡plegue a Dios derramar sobre tu perdida felicidad la paz del olvido!




 
 
Fin de Un viaje aciago
 
 


  —60→     —61→   Abajo

Una querella



Era una noche de enero, calurosa y sin estrellas. El cielo estaba cargado de sofocantes vapores, y ni la más tenue ráfaga de brisa venía a refrescar la atmósfera, abrasada por el sol de un largo día.

En las sombras revueltas del camino que conduce de la Magdalena a la portada de Juan Simón, corría un jinete montado en un brioso caballo negro.

El noble corcel parecía comprender la impaciencia de su dueño, y devoraba el espacio en fogoso galope. Sin embargo, a estar dotado de reflexión, habríale asombrado el encontrarse corriendo a esa hora, él, habituado a reposar hasta el mediar de la noche en una fresca pesebrera, cercada de rosales, tapizada de sabrosa yerba, y acariciado por una blanca manita, en cuya palma comía bizcochos exquisitos.

¿Por qué aquella noche le había faltado todo eso? ¿Por qué había cólera en el movimiento de la brida que lo conducía? Y lo que era peor aun, ¿por qué   —62→   inusitados golpes de acicate, venían de vez en cuando a lastimar sus lucientes ijares?

Todo esto habría podido explicar la expresión pintada en el semblante del nocturno caballero, su frente, ora cubierta de mortal palidez, ora encendida con el rubor de la indignación; su sonrisa, que él habría querido tornar irónica y que era solo dolorosa.

El valiente potro, siempre, aguijoneado por la inmerecida espuela, cruzó como una exhalación las calles de Lima, flanqueó la plazoleta del teatro, espléndidamente iluminada para una función de beneficio, y entró en una de las más bellas casas de Valladolid.

Al echar pie a tierra, su amo, que lo cuidaba con el anhelo cariñoso de un árabe, apartose de él con despego abandonándolo en manos de un criado, sin darle siquiera una mirada; y taciturno, sombrío, atravesó el patio y se dirigió al principal.

Su mano iba a tocar el botón dorado de la mampara, cuando esta se abrió dando paso a una joven suntuosamente vestida, que al verlo retrocedió, con un ademán de gozosa admiración.

-¡Qué feliz casualidad! -exclamó.

¡Y no había de decir que la dicha me acompaña! ¡Tú aquí! tu aquí en el momento que contrariada, rabiando con toda la susceptibilidad de mis nervios... Figúrate primo mío, que, sin   —63→   esperanza de encontrarte, venía a pedir a José la dirección de tu edén para enviar audazmente un mensajero en busca tuya; y me iba dando al diablo la solapada reserva de aquel taimado, cuando hete aquí, como llovido del cielo para acompañarme al teatro, y hacer los honores del palco a la linda Alina Wilson. ¿Sabes que la Bazuri nos ha dedicado a ambas su función de beneficio?

¡Ah! ¡imagina la magnífica aparición de dos jóvenes tan bonitas, servidas por el león de los salones, el codiciado ensueño de tantas hermosas, el bello Enrique de Mendoza!

-¡Qué triunfo!... Pero ¿qué es lo que tienes, primo mío? -exclamó la elegante parlanchina, notando de pronto el aire sombrío, con que su interlocutor escuchaba aquella larga tirada.

-¡Nada! querida Luisa. Hablabas con tal entusiasmo que no dejabas lugar para colocar una frase.

-¡Nada, y estás pálido y con un aire que huele a tragedia de una legua!

-Visiones de tu fantasía, linda prima -repuso el joven, haciendo un supremo esfuerzo para llamar a sus labios una sonrisa-. ¡Ni qué preocupación resistiría a la perspectiva de una deliciosa velada entre dos astros de belleza!... Pero yo supongo que este traje es por demás inconveniente...

  —64→  

-Ve a cambiarlo, que tienes tiempo de sobra, en tanto que llega el coche a buscarnos, pues quise venir a pie, temiendo entrar con ruido en casa de un soltero. ¿Cuándo dejarás de serlo, Enrique? ¿Cuándo vendrá a estos lujosos salones su divinidad tutelar? ¿Cuánta luz, qué perfume derramaría en esta suntuosa morada una mujer joven y bella?... Alina Wilson, por ejemplo.

-¿Y por qué ella más que otra cualquiera?

-¡Ingrato! ¿no has encontrado alguna vez la mirada de esos grandes ojos azules?

-Si no la conozco, prima.

-¿Es posible? Pues ella te conoce a ti... quizá demasiado, para su tranquilidad... Pero ve a vestirte, y no pases cuidado por mí, que quiero repasar en tu magnífico piano mi último estudio, una reverie que me tiene loca. Figúrate una sublimidad musical, firmada por un nombre oscuro de mujer, e impresa en Londres por G. Gottschallk que me envió el único ejemplar que existe en Lima. Pienso hacer un efecto inmenso en el concierto que va a dar Alina en la próxima semana... Pero, vete, y despacha pronto primo mío, que la hora avanza.

Enrique dejó a su prima sentada al piano, y entrando en su cuarto, ocupose aunque con profundo disgusto, en los detalles del tocador.

  —65→  

Y en tanto que su mano crispada por la fiebre enlazaba la corbata y calzaba el guante, preguntábase cómo podría soportar durante cuatro mortales horas la frívola alegría de sus compañeras de velada, cuyo prólogo reía ya bajo los ágiles dedos de su prima en festivas notas que el sonoro Pleyel parecía reproducir con placer, y que caían en el corazón de Enrique como gotas de plomo hirviente sobre las llagas de un mártir.

De repente, a los caprichosos floreos sucedieron los patéticos acentos de una extraña melodía.

Enrique se estremeció.

La Cautiva! -exclamó- ¡esa música sublime que escribió a mi lado y que viene ahora a hablarme de ella!

Y cual si le persiguiese un fantasma, Enrique huyó hasta el fondo del jardín.

Mas, luego, arrastrado por aquellos encantados acordes que llegaban hasta él apagados pero distintos, volvió sobre sus pasos, y pálido, conteniendo el aliento y las manos sobre el corazón, de pie tras las cortinas de la puerta, escuchó con dolosa avidez.

Imposible sería describir con la pálida fraseología las bellezas sucesivamente plácidas y sombrías de aquella melodía, del todo imitativa cuyas notas reproducían con todas sus terribles peripecias una trágica leyenda.

  —66→  

Escuchábase el fragoroso vaivén de las azules olas del Mediterráneo, estrellándose en las graníticas rompientes de la costa africana, sobre cuyas rocas soberbios como el despotismo, silenciosos como la esclavitud, elévanse los muros de un harem. La oscura mole se inclina sobre el abismo y sus bóvedas se dibujan fantásticas sobre el estrellado cielo.

Blanca como la desnudada túnica abierta sobre su anhelante seno, pálida, desmelenada, y secos los bellos ojos enrojecidos por el llanto, una mujer hermosa y desolada, asidas sus diáfanas manos a las rejas de un ajimez, y la mirada perdida en el vasto horizonte, busca en sus brumosas lontananzas los recuerdos de su destrozada existencia.

Allí están los rientes días de la infancia con sus turbulentos juegos, y la juventud con sus ardientes suspiros, sus deliciosas promesas... Y la mágica luz del recuerdo presta al ilusorio miraje los vivos colores de la realidad.

Los radiantes rayos de un sol primaveral iluminan las floridas riberas de la Sicilia. Allá al cabo de una sombrosa avenida de sicomoros, divísanse las elevadas torres y la gótica fachada de un templo.

En sus bóvedas resuena la voz majestuosa del órgano, y el ancho pórtico da salida al alegre cortejo de una boda. Graciosas jóvenes vestidas de blanco y coronadas de flores, se agrupan en torno a los   —67→   héroes de la fiesta, entonando gozosos epitalamios.

¡Qué bella es la desposada! En su rostro resplandecen la juventud y la dicha.

¡Cuán hermoso el doncel en cuyo brazo se apoya con el dulce abandono del amor!

La comitiva ha llegado al promedio del camino, entre el mar y el castillo, morada de aquellos que el amor ha unido en indisoluble lazo.

¿Por qué la desposada, apartándose de su brillante séquito, abandona el brazo en que se apoya y se dirige sola a la ribera?

Va a cumplir un voto depositando su corona virginal a los pies de la Madona, cuyo santuario se divisa allá, entre las musgosas rocas de la costa.

Hela allí postrada al pie del tosco altar de piedra, fijos los ojos en la santa imagen, murmurando una amorosa plegaria, y el alma abismada en la contemplación de una dicha sin fin...

Dos figuras siniestras, dos hombres medio desnudos, armados de anchos puñales, surgiendo de repente de entre las breñas, se arrojan sobre ella, arráncanla del sagrado recinto y del beatífico ensueño que la absorbe; inutilizan su resistencia, sofocan sus gritos, y la arrastran en pos suyo hacia una nave que oculta los aguarda entre las sinuosidades de un risco. Saltan en ella y se alejan, mezclando sus horribles risas a los lamentos   —68→   desesperados de la virgen, que el viento arrebata con la corsaria nave hacia las costas de África.

Y la desdichada cautiva, al volver de su largo desmayo, se encuentra a los pies de un amo, cuyas impuras miradas la codician; pero que aplazando sus tiránicas violencias la encierra en una suntuosa alcoba, dorada jaula, cuyas rejas la infortunada sacude una a una, con rabioso terror, mesando sus cabellos, invocando al cielo y al infierno, hasta que exhausta de fuerza cae exánime en tierra.

Enrique habría caído también, tan dolorosos eran los latidos que destrozaban su corazón, si lágrimas, arrancadas a pesar suyo por los recuerdos despertados en él, por aquella tétrica melodía, lágrimas amargas, pero al fin, lágrimas, no hubieran venido a aliviarlo.

Mas la pasión que en ese momento dominaba a Enrique, tiene la funesta propiedad de emponzoñarlo todo en el alma que sojuzga. El recuerdo de las palabras de su prima, respecto de aquella música, asaltó su mente, y la imagen de G. Gottschallk surgió como una sombra más, en las tinieblas que ofuscaban su espíritu.

-¡Entonces también me engañaba! -exclamó- ¡mentía en esas melodías celestiales, como mentía en sus palabras de amor!

Y asiéndose a su orgullo, y elevándolo a la altura de su dolor, arrojó con un ademán colérico aquellas   —69→   benéficas lágrimas; sereno su semblante, ensayó en el espejo una sonrisa y fue a reunirse a su prima, que lo llamaba porque era hora de partir.

Poco después, en uno de los más visibles palcos de primera, viose en compañía de las dos más bellas jóvenes de la fiesta, al león de los salones, al codiciado ensueño de las hermosas, que desde luego hiciéronlo el punto de mira de sus gemelos.

En cuanto a Enrique, pareciole Alina la muchacha más linda que hasta entonces habían contemplado sus ojos. El recuerdo de la indiscreta revelación que poco antes le había hecho su prima, halagó su espíritu; díjose que sería altamente descortés el no ofrecer a esa deliciosa niña algunas flores de galantería; y pensando además, que debía castigar y olvidar, diose a obsequiarla con lisonjas apasionadas, que llegaban al corazón de la joven transformadas en ondas de ventura.

Quien hubiera observado aquella noche a Enrique, habría notado que su actitud era violenta, y forzada su sonrisa; y que frecuentes distracciones absorbían su mente y le cortaban la frase. Mas sus compañeras, la una interesada en creer, la otra demasiado ocupada de sí misma, juzgáronlo apasionadamente enamorado, y él mismo embriagado con sus propias palabras, comenzó a sentir en ellas un eco de verdad, y cuando salió del teatro dando   —70→   el brazo a la bella Alina, orgulloso de las miradas de admiración y de envidia que encontraba al paso, creyose casi curado del mal que roía su alma.

Apenas había tenido tiempo de cambiar con los bellos ojos de Alina la última mirada, al partir el carruaje que llevaba a las dos amigas, cuando una mano vino a posarse familiarmente en su hombro.

-¿Qué es esto? -exclamó Eduardo, uno de sus íntimos amigos, con gozosa admiración- ¿tú, en la tierra de los vivientes, misántropo del amor? ¿Qué milagro te devuelve a la sociedad, a tu bella prima, a tu carrera de conquistas?... porque, no lo niegues, acabas de hacer una.

-¡Una conquista! ¿A qué das tú ese nombre?

-Al hecho de pasar toda una velada al lado de una mujer, monopolizando sus miradas; sus sonrisas, atravesar el largo trayecto del palco al estribo del carruaje llevándola tiernamente apoyada en vuestro brazo, mirando vuestros ojos en sus ojos; decirse adiós en una cariñosa ojeada... ¡Bah! sino es eso una conquista... Pero ¿qué es lo que ha pasado allá bajo las encantadas arboledas de la Magdalena? ¡Tú aquí! ¿Ha entrado en aquella deliciosa casita el fuego o la peste?

-Al contrario, como que a esta hora se duerme allí tranquilamente.

-¡Ah! ya sé. ¡Una querella! ¿Estás celoso de R.   —71→   J., que mezcla siempre el nombre armonioso de María en sus sentimentales cantos? ¿Has enojado acaso a tu despótica beldad con alguna mirada que osaste dirigir a otra, un suspiro de que no le diste cuenta al momento? O bien...

-Basta de suposiciones, Eduardo, no la veré jamás: estamos separados para siempre: ya lo sabes todo.

-¡Oh! no te enfades, y recibe más bien mis sinceras felicitaciones. Ya era tiempo de sacudir ese yugo feudal que te sujetaba, lejos de tus amigos y de la sociedad, a los pies de una mujer que, si es linda, carece de posición, y no tiene más fortuna que una casita rústica, un bosquecillo de rosales, su piano y sus pinceles, objetos admirables bajo su mano, es cierto; pero sin valor intrínseco en nuestro metalizado mundo.

Conclusión: a un joven rico y brillante como tú, una rica heredera como Alina Wilson, que representa una gran fortuna, y un nombre nobiliario en Inglaterra.

Entretanto, para recatar de alguna manera la vergüenza de esa tonta existencia que llevabas, entrégate a la deliciosa vida de soltero, y saborea alegremente sus últimos goces.

-¿Quieres cesar de fastidiarme con tus ruines especulaciones?

-Sí, a condición de que tomes parte en la fiesta   —72→   que tiene lugar esta noche en los salones de Tulia.

-¿Quién es Tulia, si gustas decírmelo?

-Quién es Tulia... ¡ah!... si olvidaba que hablo con un antípoda. En verdad, que de un año acá te has hecho enterrar vivo. ¡Oh! ¡tengo lástima de ti!

¡Tulia! Figúrate, desgraciado, un ser delicioso, fantástico, verdadero Proteo que reviste sucesivamente todas las gracias y los más opuestos géneros de belleza. Creola nuestra fantasía una noche que, fastidiados de las monótonas veladas del Club, inventamos un palacio encantado rodeado de sombrosos jardines, dominio de una misteriosa beldad, que nos reuniera en suntuosas soirées en medio a un cortejo de hermosas mujeres, ocultas como ella, bajo el picante antifaz.

Un comité fue encargado de arreglar con doce mil soles al mes, la regia morada de Tulia; y otro entre los mejor relacionados, de renovar el personal de cada fiesta.

Esta noche soy yo el caballero de la reina, ¿quieres ocupar mi lugar?

-¡Y bien! ¡sí!

-¡Hurrah!... ¡Curado el joven! ¡curado del tonto amor que lo encerraba en un limbo!

¡Ah! cuántas veces, echándote de menos en los   —73→   bailes, en las carreras de caballos, en las partidas de campo, he maldecido a tu María, que...

-Eduardo, si no quieres que cierre tu boca un bofetón, no pronuncies jamás ese nombre.

-¡Me callo! ¡me callo! Haz de cuenta que nada he dicho... ¿Pero vendrás a la fiesta?

-Iré: lo he dicho ya. ¿Se juega allí?

-¡Por supuesto! ¿Qué fiesta puede haber sin juego?

-Entonces, vuelvo a casa para tomar dinero. ¿Vienes conmigo?

-Es mejor que adelante para anunciarte. He aquí mi tarjeta de introducción.

-Soirée de Tulia, Naranjos, 4...

-Está bien

-Hasta luego. ¡Oh! ¡qué placer voy a dar a tus amigos!...

José salió al encuentro a su amo para ayudarlo a desnudarse. Enrique le ordenó dejarlo solo, y entró en su cuarto. Abrió su escritorio tarareando el rondo final de la ópera. Quería aturdirse, y acallar con la algazara de la vida exterior el lamento que se elevaba en su alma.

Llenó de oro sus bolsillos, y sonriendo con amargura: estoy en fondos -se dijo-, y puedo perder largamente. ¡Llevo hace un año una vida tan tonta!   —74→   Eduardo tiene razón: era tiempo de que todo esto acabase.

Queriendo tomar algunos billetes de banco, abrió por distracción una gaveta llena de cartas.

Al verlas, Enrique retiró bruscamente la mano, cual si hubiera tocado un áspid.

Pero una fuerza superior a su cólera lo atrajo de nuevo hacia ellas. Abríalas una a una, y leía su última frase:

«¡Tuya! ¡Tuya!». ¡Sí, pero a condición de ser caprichosa, coqueta, altiva, exigente, y de no dar jamás explicación de los misterios de mi conducta!

Y Enrique, indignándose de más en más al eco de su propia voz, las estrujaba entre sus dedos: ¡pero luego, el suave olor del lirio que de aquellas cartas se exhalaba, un delicioso miraje, el miraje del pasado, surgió en su mente, con sus encantadas horas de intimidad y de abandono, al lado de una mujer idolatrada; sus juegos, en que ambos se tornaban niños; sus querellas, que estrechaban cada vez más los lazos de su amor!

Y, sin embargo, todo había acabado, y, no debían volver a verse los que así habían vivido de una sola vida, no teniendo los dos sino un solo pensamiento, un solo anhelo, una sola voluntad.

Y Enrique se preguntó qué haría en adelante de su existencia dividida, trunca, vacía de la felicidad que   —75→   antes la llenaba; y el pensamiento del suicidio anegó su espíritu, y su mano cogió un revólver.

Pero la vista de aquellas cartas lo detuvo.

-¡Todavía no! -se dijo-. Es necesario devolverle sus cartas... ¡Verla otra vez!

Llamó y pidió su caballo.

-¿El señor ignora que son las dos de la mañana? -observó admirado José.

-¿Te lo he preguntado acaso?

José obedeció en silencio.

Cinco minutos después, Enrique salía de su casa a toda brida.

-¡Enrique! ¡Enrique! -gritó una voz algo abombada-. ¿Adónde corres así?

¿Quieres desventurado, hacerme perder la apuesta de un costoso lunch?

Eduardo hablaba todavía, y ya el jinete había desaparecido.

Media hora más tarde, con el corazón agitado por un sentimiento indefinible, mezcla confusa de dolor, de cólera y de un gozo amargo, Enrique flanqueaba los vergeles de ese lindo pueblecito, oculto como una violeta entre los oasis sembrados acá y allá, en las riberas del océano.

De pronto, su caballo, sin necesidad de la brida, se detuvo ante la reja de madera que cercaba un   —76→   huerto en cuyo centro una graciosa casita de madera pintada al temple, blanqueaba entre el ramaje.

Enrique ató su caballo al tronco de un sauce, salvó la reja y atravesando el huerto, se dirigió a la casa.

Los perfumes embriagantes de las rosas, de los jazmines y azahares saturaban el aire llevando a su corazón, en ondas del dolor, el recuerdo de una dicha desvanecida.

Enrique dio vuelta en torno de la casa. Una puerta-ventana de esas que dan salida a los jardines en las villas italianas, estaba abierta e iluminada. Enrique se detuvo ante ella. Una mujer vestida de blanco, los codos apoyados en una mesa y el rostro oculto entre las manos estaba inmóvil y silenciosa. Delante de ella veíanse los fragmentos de un retrato.

Al ruido que la arena hizo bajo el pie de Enrique, un rostro bello aunque en extremo pálido se volvió hacia él.

-¡María! -iba exclamar Enrique; pero una fría mirada cambió aquella apasionada invocación en una frase ceremoniosa.

-Suplico a usted señora -la dijo-, que me perdone si, aunque con profundo disgusto, regreso a su casa. Mañana emprendo un largo viaje; y antes de partir me es necesario devolver a usted objetos que no pueden confiarse a nadie.

  —77→  

Y le presentó un paquete de cartas.

Recibiolo ella en silencio y lo arrojó sobre la mesa.

-¿Me será permitido demandar igual restitución? -añadió Enrique, irritado de esa aparente serenidad.

María se levantó, fue hacia un escritorio, tomó un paquete sellado y se lo entregó.

-¡Estaban listas!

-Sí, señor.

Nada había ya que decir ni que esperar y sin embargo, Enrique permanecía aun allí. Parecíale que sus pies habían echado raíces en aquel sitio donde tanto tiempo había habitado su alma.

-¡Ah! -dijo- ¡he aquí todo concluido entre nosotros! henos aquí extraños el uno al otro. Sin embargo... antes de separarnos para siempre, ¿no querría usted dejarme un sentimiento menos amargo? ¿no procurará usted justificarse?

María irguió su bella cabeza y guardó silencio.

-Pues, bien -díjole Enrique, haciendo esfuerzo para ahogar un sollozo que quería mezclarse a su voz; pues bien, cualquiera que sea lo que acontezca, acuérdese usted que la he perdonado.

-¡Perdonarme! -exclamó ella- ¡perdonarme! ¿qué? ¿El haber ultrajado mi amor? ¿el haber hecho la desgracia de mi vida? ¡Ah! si uno de nosotros tiene que perdonar, no es ciertamente usted, señor.

  —78→  

-¡No soy yo! -exclamó Enrique dando un paso hacia ella-. ¡Ah! dígnese usted al menos decirme...

-¡Nada! ¡señor, nada! ¿Para qué servirían las explicaciones? Tan solo para probarnos una vez más, que nuestras almas no se comprenden, y que el camino de la vida es para nosotros muy diferente. El de usted es brillante, sembrado de flores: usted lo recorrerá sin obstáculos y la dicha vendrá a su encuentro, complázcome en creerlo, y solo deseo que un día se arrepienta. He ahí todo lo que tengo que decir. Adiós.

La voz de María se apagó a estas palabras; pero, dominando inmediatamente aquella impresión; revistió su semblante de una serenidad que exasperó a Enrique.

Habría querido verla desolada, derramando lágrimas tan amargas como las que él sentía rebosar en su propio corazón.

-¿Rehúsa usted justificarse? -díjola con amarga ironía-. Tiene razón usted, porque yo no daría fe a sus palabras.

-Y bien -replicó ella-, ¿por qué agriarnos más con discusiones inútiles? Separémonos sin ofendernos de nuevo: ¿No sabemos ya que nuestros caracteres no simpatizan? Todo queda reasumido en estas palabras: usted no me amaba, no me estimaba bastante para confiarme su honor y la felicidad de su vida.

  —79→  

-¡Que no la amaba! -exclamó Enrique con una explosión de resentimiento.

¡Ah! ¿no es usted quien hace seis meses está aplazando indefinidamente el día de nuestra unión, sin expresar el motivo? ¿Qué ha destruido mi confianza, sino la conducta culpablemente misteriosa que usted observa conmigo de un tiempo a esta parte? ¿Se dignó explicarme su turbación cuando yo llegaba más temprano que de costumbre? ¿Ha querido usted jamás decirme quién le escribía esas cartas que nublaban su frente o la hacían resplandecer de gozo? ¿Y ese joven que encuentro siempre en el camino de esta casa, y cuya vista hace nacer en los labios de usted una sonrisa de secreta inteligencia quién es?

En fin, esta tarde llego y encuentro a usted radiante de una alegría, cuya causa se obstinó en ocultarme, a mí, que vivía de su vida... Durante nuestra discusión oigo pasos en su gabinete de pintura; quiero entrar y usted se opone; insisto, y usted se coloca delante de la puerta. ¿Qué debía yo creer? ¿Qué había tras de esa puerta? ¡Ah! dele usted si puede, otro nombre que no sea éste: ¡Infamia!

Una llamarada de indignación brilló en los ojos de María, que levantándose, pálida y erguida, fue a abrir la puerta de aquel gabinete.

-Enrique -dijo, haciendo un gran esfuerzo para afirmar su voz-, la mayor prueba de amor que usted   —80→   pudo darme habría sido el fiarse en mi palabra; creerme, cuando respondía a cada injuriosa sospecha que usted me arrojaba al rostro. ¡Te amo! ¡te amo! Pero no: suspicaz como un corazón sin generosidad, celoso como quien sabe engañar, ha sido usted duro, injusto, egoísta. No reflexionaba que siendo usted rico y yo destituida de fortuna, debía mostrarme altiva, y rehusar muchas veces justificarme. Sabiendo bien que, la familia de usted aristócrata de raza y de dinero, deseaba darle una esposa acaudalada nunca habría concedido a usted mi mano, si un abogado, antiguo amigo de mis padres no hubiera descubierto en unos antiguos documentos, mi legítimo derecho a una cuantiosa herencia. Era forzoso entablar un litis, y aquel hombre generoso, dolido de mi orfandad, lo siguió con incansable solicitud, hasta hoy, que la corte falló definitivamente en mi favor.

Esta era la causa de ese retardo que tanta sombra arrojaba en el ánimo de usted.

Mi protector, impedido por los años y una dolorosa parálisis, me escribía las noticias buenas o malas que debía darme. Su hijo me traía, las cartas, y recogía las firmas necesarias en aquel litigio. Ese era el joven cuya presencia inspiraba a usted ofensivas sospechas. Entretanto, y mientras mi abogado arrancaba de manos de un usurpador mi perdida fortuna, aprovechaba yo aquella dilación   —81→   para acabar un cuadro: el retrato de una noble y hermosa mujer muerta víctima de su celo caritativo durante una epidemia.

-Consagrábalo a su hijo, que muchas veces había llorado conmigo el temprano fin de aquel ser idolatrado. Ayer había alguien oculto en este gabinete, es cierto; pero era mi maestro, que habiendo conocido el original, daba a mi obra los últimos toques.

A estas palabras, acercándose a un gran cuadro colocado en el caballete apartó el velo que lo cubría.

-¡María! -exclamó Enrique cayendo de rodillas ante ella, y ante el retrato de su madre.

-He ahí -continuó ella, con frialdad-, he ahí explicadas esas reservas que una alma leal habría aceptado sin examen.

-Pero usted lo ha destruido todo con su violencia y sus injuriosas suposiciones; ha ofendido mi dignidad en lo que tiene de más sagrado: el honor; ha herido profundamente mi corazón, y roto en él para siempre los lazos que nos unían.

Y María pálida pero firme y serena, dejó el cuarto sin dirigir a su amante una mirada.

Enrique salió de aquella casa loco de dolor. Atravesó el jardín, cuyas flores balanceándose al húmedo ambiente del alba, se inclinaban ante el cual amigos que lo saludaran al paso. Volvió a saltar la   —82→   reja y pasó al lado de su caballo sin verlo, sin oír el relincho lastimero con que el pobre animal lo llamaba.

-¡No me ama ya! -exclamaba, marchando a largos pasos- ¡la he ofendido, y quiere castigarme, arrojándome de su presencia; desecha mi amor, quiere que muera!

Al llevar la mano al corazón encontró el revólver con que poco antes los celos lo habían armado. Enrique lo estrechó contra su pecho como a su última esperanza.

-¡Muramos! -dijo-, aquí cerca de esa morada, donde mi alma vagara eternamente en busca de la suya.

Miró hacia el oriente, que comenzaba a teñirse con los rosados tintes de la mañana.

-¡Al primer rayo de sol! -se dijo, acariciando el cañón de su revólver.

En ese momento una mujer cubierta de harapos, lívida y demacrada, llevando consigo dos niños, uno en los brazos, el otro de la mano, pasó al lado de Enrique, arrastrándose a lo largo del camino.

A esa vista, un sentimiento de piedad distrajo un momento su espíritu de la siniestra idea que lo absorbía. Acercose a la triste madre y le preguntó por qué se encontraba a esa hora, en aquel paraje desierto, desamparada y sola.

  —83→  

-¡Ay de mí! -respondió la desventurada-, como nos ve usted ahora, señor, así nos hallamos ya en el mundo: huérfanos y sin asilo. Vivíamos del diario trabajo de mi marido pero caímos los dos, al mismo tiempo enfermos: fue necesario separarnos para ir al hospital, él a San Andrés, yo a Santa Ana, con mis hijos.

Ayer encontrándome sin fiebre, diéronme de baja, y me encontré a la puerta del hospital más débil y enferma en la convalecencia, que lo había estado en la enfermedad. Arrastreme con mis hijos hasta Malambo donde vivía, en un callejón, pero durante mi enfermedad, el casero había alquilado mi cuarto. Fui a San Andrés en busca de mi marido, y lo encontré tendido en el De profundis... ¡Juzgue usted, señor, mi situación!... Sin saber dónde volver los ojos, pensé en unos parientes lejanos que residen en la Magdalena, y vengo a pedirles un asilo.

En medio de su desesperación, Enrique pensó con una vislumbre de gozo que el oro que llenaba sus bolsillos, destinado a una noche de orgía, podía ahora derramar el consuelo en aquellos desgraciados. Vertiolo en la raída manta de la pobre viuda que cayó de rodillas con sus niños, implorando para su bienhechor las bendiciones del cielo.

-¡Orad por mí! -les dijo él, alejándose. Y su voz a estas palabras tenía un acento lúgubre, porque una   —84→   luz dorada comenzaba a colorear las copas de los árboles.

Enrique tomó su arma, y envió a María su último pensamiento; a Dios su última plegaria...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

IndiceSiguiente