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  —226→  

Callé, pues, y aterrada encerreme en mi camarote.

La fatiga del espíritu habíame adormecido y me agobiaba una horrible pesadilla. Un mar de fuego rielaba sobre mi cabeza en torbellinos de llamas: gritos tumultuosos me ensordecían, mezclándose a ellos lamentos y maldiciones. El aire que aspiraba era cálido y sofocante; y una extraña opresión abrumaba mi pecho.

De súbito despertome un fuerte golpe.

La puerta del camarote cayó, dando paso, entre una bocanada de fuego, a un hombre que llevaba en uno de sus brazos el cuerpo inerte de una mujer desmayada y que tomándome a mí en el otro, arrancome a las voraces llamas del incendio que devoraba el buque.

Era Alejandro que salvaba a su esposa y a su hermana.

Pero en el momento que llegaba al portalón para arrojarse con nosotros al agua, yo que me reclinaba en su hombro vi alzarse una figura negra, colosal, terrible que haciendo remolinear en el aire dos mazas de plomo pendientes de dos cordeles, dejolos caer sobre las cabezas reunidas de mi hermano y su novia, derribándolos muertos a sus pies...

El frío del agua me volvió en mi acuerdo. Abrí los ojos y vi fulgurar, casi pegados a mi rostro, dos   —227→   ojos de buitre y una espantosa sonrisa mostrome los dientes agudos del hombre color de cobre.

Me llevaba en sus brazos y nadaba a la orilla donde enviaba una señal, con un grito ronco y siniestro.

El terror me dio fuerzas. Hice un movimiento brusco, escapeme de entre sus manos y me dejé caer al fondo del agua.

Cuando mis pies tocaron la arena limosa del fondo -continuó Estela- dejeme arrastrar corriente abajo por el ímpetu de la onda, hasta que exhausta de aliento, hube de ir a buscarlo a la superficie del agua.

Encontreme en medio del río, envuelta en profunda oscuridad, escuchando por todos lados gritos de angustia, gemidos de agonía. La memoria me había abandonado. ¿Cómo me encontraba allí? ¿Qué había sucedido? Lo ignoraba. Sabía, solo, que huía de un espíritu maléfico a cuyo poder había escapado. ¿Cómo? Ignorábalo igualmente: mas, poseída de terror, apenas osaba asomar la cabeza fuera del agua lo bastante para aspirar un poco de aire; y nadaba, cortando la corriente con la fuerza que me prestaba el miedo. ¡Ah! cuando en días más felices, triscando con mis compañeras en la deliciosa ensenada de Chorrillos, aprendía de Ceferino el arte de la natación, ¿quién me dijera que había de servirme para salvar la vida y la honra?

Alcancé por fin, la orilla, escarpada en aquel paraje   —228→   y cubierta de zarzas, que hundían en el agua sus espinosas ramas.

Fatigada, exánime, falta de aliento, asilas con ansiosa mano; pero las solté al punto y retrocedí espantada.

¡Enredábase en ellas una larga cabellera, que sostenía flotante el cuerpo de una mujer ya cadáver; era Lucy!...

Al volver de un síncope cuya duración no puedo calcular, encontreme arrojada por las olas sobre una playa desierta sombreada de altos jarales. Mis miembros entumecidos, carecían de movimiento. Un silencio sepulcral reinaba en torno, interrumpido solo por el murmullo de la corriente y el chillido de las aves nocturnas.

Procuré levantarme, y me arrastré hasta lo más tupido de la maleza. La oscuridad, el dolor y el miedo, forjaban en torno mío visiones que me aterraban.

De repente llegó a mis oídos, lejano, pero distinto, aterrador, el grito salvaje del hombre color de cobre; y a poco, un grupo de jinetes pasó cerca de mí, haciendo chispear los guijarros con los acerados cascos de sus caballos.

El terror me dio las fuerzas que no tenía: eché a huir en opuesta dirección y llegué cerca de aquí, a una espesura donde me oculté, y de donde el frío de   —229→   la noche me hizo salir, atraída por la lumbre. ¿Qué milagro de la Providencia te ha traído a mí?

Al siguiente día, todos partimos juntos: los alemanes a tomar su nuevo establecimiento, en las cañadas del Sacramento.

¡Sin el dolor que amargaba el alma de mi compañera y mi propio corazón, cuán delicioso habría sido aquel viaje!

Sentados el uno al lado del otro, muellemente llevados al través de bellísimas praderas, a nuestros pies un tesoro y sobre nuestras cabezas el esplendor de un cielo de verano, surcado de nacaradas nubes, y de bandadas de aves que llenaban el espacio con variadas armonías.

Pero Estela no era ahora ni la sombra de sí misma.

Su pena tenía un carácter siniestro; era muda y sin lágrimas.

Invitábala algunas veces a bajar del carro y marchar a pie. Cedía a mi ruego con una complacencia triste; y caminábamos, literalmente, sobre una alfombra de flores. Pero ella, cuya alma era tan entusiasta, pasaba ante estas magnificencias, de la naturaleza con la más fina indiferencia.

En fin, la ciudad de San Francisco y su bahía cubierta de buques nos aparecieron una mañana a la primera luz del alba; y poco después atravesábamos sus calles dirigiéndonos al puerto donde esperábamos   —230→   encontrar algún buque próximo a darse a la vela para el Callao, pues, Estela anhelaba alejarse de aquellos lugares, que tan funesta influencia habían tenido en su destino. Yo mismo, agitado por una extraña inquietud, deseaba ardientemente el regreso a la patria.

Como para servir a nuestros propósitos, un gran cartelón pegado a una de las columnas del pórtico en una casa de consignaciones; anunciaba para aquella tarde la salida del bergantín «Pietranera» con dirección al Callao; añadiendo que ofrecía excelentes comodidades para carga y pasajeros.

A esta noticia el rostro de Estela, por vez primera, después de la horrorosa catástrofe del Sacramento, se coloreó con una sombra de alegría.

Encantado con aquel signo de bonanza, dime apenas el tiempo necesario para cambiar nuestro oro en letras, y comprar a Estela esas ropas, cintas y fruslerías que forman el equipaje obligado de una joven. Tomé pasajes en la misma casa de consignaciones, y al caer la tarde nos embarcamos.

Cuando llegamos a bordo, estaban aparejando. Era aquel un buque recientemente pintado de negro; conocíase que le habían dado un nuevo velamen, y cambiado los principales mástiles de su arboladura.

Al pisar sus escaleras, al bajar a su cámara, pareciome aspirar un aire de antiguo conocimiento, y   —231→   cuando me presenté al capitán que se hallaba a proa con el piloto y el sobrecargo, creí haber visto ya otra vez, y así, juntos, aquellos rostros morenos y solapados.

Paseábame sobre cubierta preocupado por la idea importuna de un recuerdo que se alejaba al llegar a los bordes de la memoria, y que volvía, para alejarse otra vez, cuando Estela, que me había dejado para ir a tomar posesión de su camarote, acercose a mí, y murmuró a mi oído, «¡El Luiggi!».

Un relámpago iluminó mi mente.

Nos hallábamos en el buque de Samuel, y en poder de los bandidos que lo habían robado; que contaban para enriquecer, con el oro de los pasajeros que arrojaran al mar, y que no tardarían en comenzar por nosotros.

Por más que me pesara alarmar a Estela, tuve que instruirla de nuestra desesperada situación.

Pero con gran asombro mío, su semblante abatido por el dolor, serenose de repente revistiéndose de admirable tranquilidad.

-Señor -dijo al capitán, sonriendo con pueril indiferencia-, estoy consultando a mi hermano si me será permitido pedir a usted un favor.

Al traer a bordo nuestro equipaje, una ola lo ha mojado todo. ¿Me dará usted licencia para extenderlo al aire sobre cubierta?

  —232→  

Yo escuchaba aterrado. En el baúl que encerraba las ropas de Estela se hallaban nuestras letras de cambio; y en mi saco de noche una gran cantidad de gruesas pepas de oro que yo había separado para llevarlas a mi madre.

Mi espanto: creció cuando obtenido el permiso, Estela volviéndose a un marinero que estaba allí cerca le rogó fuera a tomarlos en el camarote.

Traídos a cubierta el saco y el baúl, Estela buscó en su bolsillo y encontró con gran trabajo las llaves de uno y otro. Luego, en presencia del capitán y de sus compañeros, a quienes procuraba mantener allí cerca; abrió y vació el saco y el baúl, y extendió las ropas, que en efecto estaban todas mojadas. Estela les había arrojado toda la provisión de agua que halló en el camarote.

¡El oro y las letras habían desaparecido!

Yo estaba absorto. Estela sin desconcertarse exhalaba mil exclamaciones de dolor a la vista de cada una de sus prendas; rizaba entre sus dedos las blondas ajadas por el agua, y me preguntaba con voz lamentable si en la vida, podría volver a comprar lo que aquella perversa oleada le había inutilizado.

Aquella astucia nos salvó.

Estela, con la curiosidad inquieta de las mujeres para registrarlo todo, había reconocido su antiguo camarote en un hueco, especie de escondite, formado por   —233→   casualidad en la construcción del buque, y tan disimulado por el ajuste de dos tablas, que solo ojos tan perspicaces como los suyos podrían descubrirlo. Aterrada como yo, al recuerdo de la carta de Isacar, ocultó allí el oro y las letras, y formó el plan de aquella farsa, con la que echó tierra en los ojos de aquellos bribones redomados.

Sin embargo, a pesar de la seguridad en que nos dejaba el engaño en que yacían los bandidos, la presencia de Estela entre ellos, me llenaba de inquietud. El sueño había huido de mis ojos y pasaba la noche a la puerta del camarote de Estela, de pie, inmóvil, el oído atento, la mirada perdida en las tinieblas y apretando en la mano el mango de un puñal.

En fin, un día al través de las primeras nieblas del otoño, divisamos la bandera del Perú izada en lo alto de un torreón.

Una hora después habíamos llegado al Callao.

A vista de este puerto, de donde había partido con su hermano, una lágrima rodó de los ojos de Estela. Pero ella la enjugó con prontitud y volvió a su triste serenidad.

Apenas echada el ancla llegó la visita de la aduana.

Un pensamiento vino a asaltarme, importunándome bajo la forma de un doloroso deber. Allí estaban   —234→   tres bandidos, que habían robado un buque y que se proponían hacerlo teatro de robos y asesinatos. ¿Los denunciaría entregándolos al brazo de la ley? ¿Callaría haciéndome responsable de la sangre que iban a derramar?

Miré a Estela, que me comprendió.

-Dejemos siempre a Dios el castigo de los malos, y no manchemos nuestro labio con una delación.

Aprovechamos, sin embargo, de la presencia de la aduana para extraer nuestros fondos.

Cuando los bandidos vieron en mis manos un saco de oro y una cartera llena de letras de cambio, una llamarada de cólera ardió en sus ojos y fijaron en Estela una mirada fulminante.

El ferrocarril, establecido en nuestra ausencia, nos llevó a Lima.

Al poner el pie en las baldosas de la estación, Estela asió mi mano y me guió.

-¿Dónde me llevas? -la pregunté.

-A mi morada -respondiome.

Y caminamos largo rato.

Al pasar delante de una iglesia: «¡Santa Ana! -dijo Estela-. Aquí hice mi primera comunión». Entró en aquel templo, se arrodilló y oró.

Alzose luego, y observé que me miraba furtivamente con ojos llenos de lágrimas.

Una cuadra más arriba, vi, en el ángulo de la calle,   —235→   una gran piedra agujereada de parte a parte sin duda por la acción del agua.

-¡La Piedra Horadada! -exclamó Estela-. Cuando yo era niña, en nuestros bailes del domingo, danzábamos al son de graciosos cantos, en los que estos sitios eran nombrados entre armoniosas cadencias. ¡Quién me dijera que en ellos había de dar mis últimos pasos en el mundo!

-¡Tus últimos pasos en el mundo! ¿Qué dices?

-¡Espera! -dijo mi compañera, entrando conmigo en la portería del monasterio del Carmen, y llamando al postigo. La puerta se abrió.

-¡Estela! -gritó una monja anciana que a la sazón atravesaba el claustro, y que corrió a la puerta.

-Sí, madre abadesa, Estela, que pasó los primeros días de su vida a la sombra de estos muros, y vuelve a ellos para siempre. Dadme el velo de novicia.

Estela se volvió a mí, me abrazó y desapareció tras de aquella puerta, antes que yo hubiese podido volver en mí del estupor en que me dejo aquella repentina separación. Un rayo que hubiese caído sobre mi cabeza, una puñalada en la mitad del corazón, no me hubieran hecho tanto daño. Arrojeme contra aquella puerta, en la esperanza de derribarla; lloré, grité, llamé a Estela con todos los gemidos de la desesperación, y pasé la noche tendido en tierra ante aquella puerta cerrada y muda como un sepulcro.

  —236→  

Arranqueme al fin de allí, y algunas horas después, el vapor que marchaba al sur me llevaba a su bordo.

En el momento que desembarqué en Islay, monté a caballo y llegué a Arequipa, sin haber descansado una hora en el tránsito.

-¡Madre! -murmuraban mis labios mientras corría por la arenosa sabana que se extiende entre el puerto y la ciudad- ¡madre mía! tus sueños de dicha van a realizarse. He aquí tu hijo que lleva un tesoro para ponerlo a tus pies.

Había dejado atrás el desierto -continuó el joven, con voz cada vez más conmovida-, había pasado las quebradas estériles, y entrando en las que comenzaban ya a vestirse con las fragantes yerbas de nuestra hermosa campiña, subía el repecho del primer Alto. Al llegar a la cima, el Misti imponente y lóbrego me apareció todo entero, de su negro pie hasta su nevada cumbre.

La vista del monte sagrado, esa vista que estremece de alegría a todo arequipeño, hízome estremecer de extraño terror; y mis ojos, anhelantes, lo interrogaban, y el alma contristada creía ver en sus sombras siniestros augurios.

Cuando mi caballo, jadeante y sin aliento, se paraba relinchando en el segundo Alto, la noche comenzaba a extenderse sobre el inmenso paisaje. Sin embargo, los rayos de la luna me mostraban, aunque confusos,   —237→   todos sus detalles; y allá, en su lejano fondo, reflejábase en una larga hilera de blancas cúpulas:

¡Arequipa!

Atravesé rápido como una exhalación el valle de Congata y los callejones de Tiabaya, asustando a las gentes que se encontraban a mi paso, y se apartaban temerosas; creyéndome un alma en pena. Mi caballo caía de cansancio; pero yo lo alzaba con la voz y con la espuela, y corría adelante.

De repente, a la vuelta de un recodo, la blanca ciudad me apareció otra vez, pero esta, del todo cercana: veía sus luces, oía sus rumores.

¡Azuzo mi caballo, que se precipita dando saltos desesperados; tocó los arrabales; atravieso el puente; subo la margen del río, ¡llego!...

La casita yacía allí, oscura y silenciosa; y las higueras tendían sobre ella su negra sombra.

La puerta estaba cerrada.

-Duerme -dije; y arrojándome del caballo, llamé con los golpes que solía en otro tiempo anunciarme a mi madre. La puerta permaneció cerrada, y el eco solo, me respondió de adentro, sonoro y vacío.

-¡Madre! ¡madre! -grité, pegando el rostro contra aquella puerta muda.

Una mujer salió a mis voces, de una casa vecina y vino a mí.

-Ayer la llevamos al cementerio -me dijo-. Las   —238→   penas y el trabajo han dado fin a su existencia. He aquí la llave de su casa, que ella me encargó recogiese para entregarla a su hijo.

Viéndome inmóvil y mudo, caído sobre el umbral, aquella mujer se compadeció de mí, y quiso llevarme a su casa; pero no pudiendo obtener que la siguiese, dejome solo y se retiró.

Ignoro cuánto tiempo quedé allí, caído en tierra y la frente apoyada en la piedra del umbral. La brisa helada de la noche me hizo volver del profundo anonadamiento en que yacía. Alceme del suelo con los miembros entumecidos y el cuerpo como aniquilado por una larga enfermedad. Busqué la llave sin poder encontrarla, hasta que la sentí apretada entre mis dedos.

Abrí la puerta y entré en aquella casa, donde corrieron tan dichosos los días de mi infancia, bajo el ala del ángel que había volado al cielo, después de haberme llorado y esperado en vano.

Encendí luz, y tendí en torno una dolorosa mirada.

Todo estaba como antes en aquella morada solitaria, y la presencia de mi madre se hacía sentir en todas partes. Aquí estaba su telar, allí su taburete y su labor; más allá mi cama, hecha, y pronta a recibirme, frente a la suya, revuelta, y mostrando en su desorden el paso de la muerte. En la cabecera de esa cama, al   —239→   pie de un crucifijo, y sobre una hoja de palma bendita, encontré esta joya; que contenía todo el oro que yo le envié de California, y que la pobre madre, disfrazando bajo aquella graciosa forma su tierna abnegación, guardaba siempre para mí.

Senteme al lado de aquel lecho vacío, apoyé la cabeza en las manos y me hundí en un abismo de dolor.

No era ya el niño que cuatro días antes lloraba a su compañera en la puerta del monasterio, llamándole con gritos y sollozos. El golpe que ahora me había herido era tan rudo que paralizó toda expansión; y las lágrimas, ese bálsamo supremo del alma, habíanse coagulado en mi corazón.

La luz del siguiente día me encontró en la misma actitud, el labio mudo y los ojos secos; pero mis cabellos sedosos y húmedos, aun, con la savia de la infancia, estaban sembrados de canas.

Y el joven pasó su mano sobre su negra cabellera, entre cuyos bucles brillaban algunas hebras blancas.

-Aquella noche, entre los desvaríos de mi dolor -continuó-, pasado un momento de sombrío silencio formé un proyecto, que un mes después, había del todo realizado. Era este proyecto, cumplir los votos de mi madre; sus deseos para el porvenir, desarrollados por ella en diferentes perspectivas y gravados en mi mente al calor de su palabra.

  —240→  

Compré en la campiña todos los sitios que le eran agradables, y donde gustaba llevar sus pasos; construí la casa de campo rodeada de vergeles que su pintoresca imaginación ideaba, y llenela de todos los bellos objetos que solían recrear sus ojos. Adquirí a fuerza de oro los terrenos vecinos a nuestra casita de las orillas del Chili, y haciendo de ellos un vasto jardín, encerrela en su perfumada fronda, como el santuario de un ídolo.

En el recinto de este jardín, al centro de un bosquecillo de rosales, y no lejos del grupo de higueras, mandé erigir un sepulcro.

En él reposan los restos de mi madre, que yo robé una noche a la helada tierra del cementerio.

Así, morando al lado de su tumba, rodeándome de todo lo que de ella queda, fórjome la ilusión de que vive todavía.

He ahí porqué ayer estaba profundamente afligido por la pérdida de esta joya.

Alargué la mano a mi compañero, y estreché la suya, profundamente conmovida.

Entretanto, había amanecido, y el indio vino a decirnos que estaban ya ensillados nuestros caballos.

Dejamos la capilla subterránea y partiendo juntos, seguimos el mismo camino quebrado y rocalloso, que se extiende en rápido descenso desde las alturas de Tacora, hasta el llano de Pachia.

  —241→  

Al llegar a la Portada, el joven, arequipeño se despidió para entrar al Ingenio que se hallaba en una hondonada a la derecha del camino.

Los dos mineros de Corocoro, el barítono y yo seguimos nuestro camino, y marchábamos silenciosos. La historia de la noche nos había impresionado a todos.

-¿En qué piensa usted señora? -díjome uno de los mineros, presentándome un vaso de cerveza- ¿en el hombre color de cobre?

-¡Oh! ¡sí! Sus ojos de buitre y sus agudos dientes están bailando en mi mente. ¡Ser infernal! ¿Seguirá todavía la carrera de sus crímenes o habrá ya recibido el merecido castigo?

-¿Quién puede decírnoslo?

-¡Yo! -respondió el barítono, dejándonos mudos de sorpresa.

Pasada la sorpresa producida por aquella palabra, el barítono fue asaltado por un coro de reconvenciones.

-Cómo ¡lo sabía usted, y callaba!

-¿Por qué dejó usted ir al narrador, sin ponerle el punto final?

-¡Sin darle a saber en qué paró aquel malvado que tan buenos ratos le aguó!

-Guárdeme bien de incurrir en tal indiscreción. Lo que tengo que decir habría contristado más a ese joven, ya tan conmovido por su propio relato. Así,   —242→   aunque reconocí desde luego en el retrato de aquel que él llama el hombre color de cobre, al horrible proteo de quien voy a hablar, callé, para evitarle nuevas y penosas emociones.

Era en 1853. Hallábame en San Francisco, haciendo parte de la compañía lírica que Catalina Hayes llevó a California. Era una noche de carnaval y cantábamos «I Masnadieri» en el teatro principal de la ciudad.

Desde un ángulo oscuro, donde, pegado a un bastidor, aguardaba mi salida, contemplaba yo la inmensa concurrencia que llenaba los ámbitos de la sala, y en aquel momento, escuchando a Catalina, prorrumpía en frenéticos aplausos.

Entregado me hallaba al estudio en detal de ese conjunto heterogéneo de semblantes, actitudes y expresión, que constituye el público, potencia temible, a cuyo aspecto el artista interroga con terror, cuando vino a desviar mi ocupación, una escena muda que se representaba en la sala.

Desde que el telón se levantó, había llamado mi atención la extraña figura de un hombre, sentado al centro de la platea. Sobre un busto que anunciaba una estatura colosal, alzábase con salvaje arrogancia una cabeza que habría hecho huir de espanto al doctor Gall, de tal modo estaban en ella aglomeradas, en pasmoso desarrollo las más siniestras protuberancias.   —243→   Una masa enorme de cabellos largos, erizados y lacios, coronaba esta cabeza y añadía sombras al rostro de un color oscuro y sangriento donde relampagueaban con rabiosa fiereza unos ojos profundamente negros. Para completar este horrible conjunto, un labio naturalmente contraído, mostraba dos hileras de dientes blancos, apartados y agudos.

Tanto me impresionó la vista de ese hombre que no encontré extraño hubiera producido el mismo efecto en varios individuos, que, diseminados en diferentes puntos de la sala, se le iban insensiblemente acercando, por medio de un cambio de asiento, y habían acabado por formar un círculo en torno suyo. Situado en mi escondite, al fondo del escenario, abrazaba yo con una ojeada todos estos detalles.

A la derecha, un poco distante del círculo, tirado alrededor del hombre cobrizo, un anciano, al parecer oficial de marina, mirábale también fijamente; pero aquella mirada estaba impregnada de un rencor doloroso, visible en todos sus movimientos.

Mi entrada en escena precedía el fin del acto. Canté con una distracción que falseó todos los finales. Pero por más que me esforzaba para atender a la orquesta, mis ojos y mi pensamiento no se apartaban del drama que se representaba en la platea, y que comenzaba a tomar proporciones inquietantes.   —244→   Porque, al fin comprendí que los curiosos del círculo, eran empleados de policía disfrazados.

Al frente, mudo y amenazador, como un navío de guerra preparado al abordaje, el viejo observaba, con la mano escondida en las solapas de su casaca.

Todavía no había caído el telón, cuando a un movimiento del hombre cobrizo para dejar su asiento, doce agentes de policía se aliaron para arrojarse sobre él.

-¡Nadie toque a ese hombre -gritó de repente el viejo marino-, es mío: me debe su sangre!

Y saltando, veloz como el pensamiento, asiolo por sus largos cabellos y le atravesó el cráneo con una bala de su revólver.

Al siguiente día, haciendo frente al pórtico de la cárcel, alzábase una horca, en la que estaba colgado el cadáver de un hombre sentenciado a aquel suplicio; y sustraído a él por una venganza. Delante de aquel horrible espectáculo arremolinábanse tumultuosos, grupos incesantemente renovados, en los que se referían del sentenciado historias espantosas.

-¡Falkland! -exclamaba uno- sí: no me engaño. Este es el filibustero incendiario de Centro América; el que gustaba de quemar a las familias, encerradas en sus casas.

-¡Ojo de Azor! el cazador que arrojamos de las praderas, por connivencia con los salvajes. Sí es él.   —245→   Tenía unos ojos que hacían parar a los gamos en la mitad de la carrera.

-¡Tobahoa! Al fin caíste malvado indio navajo, que has robado más niñas a nuestros pueblos que días cuentas en tu perversa vida. ¡Desollador de cabezas! ¡lástima que han roto la tuya! Comprara yo tu cabellera para consolar al pobre sonorense de la larga cicatriz con que le hiciste perder su bellísima novia.

-¡Lástima, en efecto! -dijo, apartando el gentío, un hombre vestido de negro, que llegó seguido de dos cargadores-. ¡Consigo el permiso para disecar este cráneo, y lo encuentro fracturado! No obstante, quedan las mandíbulas, cuyos dientes, a lo que veo, son una especialidad.

Muy luego el gabinete público de historia natural, dirigido por el doctor Smith, poseía una nueva joya: un par de mandíbulas humanas, cuyos dientes blancos y apartados, eran puntiagudos como agujas.

Poco después, los periódicos de San Francisco anunciaron el suicidio de Mr. Scot, capitán del «Nuevo Mundo» vapor perteneciente a la antigua compañía de navegación en el Sacramento, incendiado por un fogonero con la intención de robar los caudales que conducía.

Las crónicas atribuían la acción desesperada del capitán al pesar en que vivía hundido desde la muerte de su hija, que pereció en aquel siniestro...

  —246→  

Una alegre cabalgata de hermosas tacneñas residentes en Pachia, saliendo de repente debajo los «molles» de una quebrada, invadió el camino, arrebatonos en su carrera y disipó con sus alegres carcajadas la tétrica impresión producida por aquel relato...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Agosto, había pasado, sembrando en pos suyo el luto y la desolación. Las ciudades de la costa habían sido barridas por las olas, arrastrando consigo a sus míseros habitantes: Arica, Iquique, Pisagua, no existían, y Arequipa, la blanca ciudad de las mil cúpulas se había desplomado. Sus hijos vagando en torno a los escombros, como almas en pena, aquejados por el frío y el hambre alejábanse, al fin, y venían a buscar entre nosotros nuevos hogares.

Los que habíamos sido huéspedes de la bella ciudad, corríamos a la estación cada vez que llegaba el vapor del Sur, con la esperanza de encontrar entre los tristes emigrados, algunos rostros amigos; y escenas patéticas de abrazos y lágrimas se repetían sin cesar.

Un día, entre los pasajeros que desembarcaban del tren, vi un hombre cuyas facciones me pareció reconocer, sin poder no obstante recordar su nombre.

Un tropel de gente lo ocultó a mi vista, y aquel recuerdo se borró.

  —247→  

Algunos días después, hallábame en el templo de las carmelitas, asistiendo a la misa solemne de una fiesta.

El altar estaba cubierto de luces y flores; ardía el incienso; y el órgano hacía oír sus acordes majestuosos.

En el rincón oscuro de la cancela donde me había colocado, noté de repente, que no estaba sola. Cerca de mí, sentado al extremo de un escaño, y la frente apoyada en la mano, hallábase un joven hundido en profunda meditación.

En cualquier otro lugar, no habría podido reconocer aquel rostro invadido por una barba abundante y negra; pero el sitio, y la emoción impresa en sus facciones, trajeron a mi memoria el viajero de la capilla de Uchusuma.

Al nombre de Estela, que pronuncié en voz baja, el joven volvió la cabeza, reconociome y estrechó mi mano.

-En nombre del cielo -le dije-, apresúrese usted a decirme qué suerte ha cabido en el horroroso cataclismo, a la casita sagrada de las orillas del Chili.

-El ángel que hizo allá su morada, extiende todavía sobre ella su ala protectora -respondió con acento fervoroso el joven arequipeño.

  —248→  

-Las bóvedas soberbias de los palacios se han hundido: ella conserva ileso su humilde techo, que hoy abriga a muchos infelices.

-Y ¿no ha pensado usted, al fin, en llevar a ella una esposa?

-¡No! -respondió-. En mi afecto fraternal por Estela debió existir el germen de una pasión, que interpone siempre su imagen entre mi corazón y el amor, llenándolo del sacro pavor que inspira el santuario.

-¿La ha visto usted?

-No he podido lograr esta dicha. Está en retiro, y su reclusión durará más tiempo del que puedo disponer yo, que he venido a comprar ropas y víveres para mis desventurados hermanos.

Mas ya que no me sea dado verla voy a oír su voz.

En ese momento las campanillas y las nubes de incienso anunciaron que iba a levantarse el velo del tabernáculo; el pueblo adoró de rodillas; y en medio del silencio producido por la mental plegaria, elevose de repente, intensa, dulcísima, una voz maravillosa, entonando un himno al Eterno.

Volvime hacia el joven; pero no tuve necesidad de preguntarle: la expresión de su semblante me decía que estaba oyendo a Estela.

Dejelo postrado en tierra, sumergido en un éxtasis,   —249→   en el que tendría una bella parte aquella dulce y dolorosa odisea comenzada en el Pacífico, continuada en las praderas del «Sacramento» y acabada a la puerta del monasterio.




 
 
Fin de Un viaje al país del oro
 
 


  —250→     —251→   Abajo

El emparedado



Éramos diez. Habíanos reunido la casualidad y nos retenía en un salón, en torno a una estufa improvisada, el más fuerte aguacero del pasado invierno.

En aquel heterogéneo círculo doblemente alumbrado por el gas y las brasas del hogar, el tiempo estaba representado en su más lata acción. La antigüedad, la edad media, el presente, y aun las promesas de un riente porvenir, en los bellos ojos de cuatro jóvenes graciosas y turbulentas, que se impacientaban, fastidiadas con la monotonía de la velada.

El piano estaba, en verdad, abierto, y el pupitre sostenía una linda partitura y valses a discreción; pero hallábanse entre nosotros dos hombres de iglesia; y su presencia intimidaba a las chicas, y las impedía entregarse a los compases de Straus y las melodías de Verdi. Ni aun osaban apelar al supremo recurso de   —252→   los aburridos: pasearse cogidas del brazo, a lo largo del salón; y cuchicheaban entre ellas ahogando prolongados bostezos.

-Hijas mías -díjoles el venerable vicario de J., que notó su displicencia-, no os mortifiquéis por nosotros. Os lo ruego, divertíos a vuestra guisa. Yo, de mí, sé decir que me placería oíros cantar.

¡Cantar! Bien lo quisieran ellas; pero arredrábalas el repetido io t’amo de los maestros italianos, en presencia de aquellas adustas sotanas, y se miraban sin saber cómo excusarse.

-¡Y bien! -continuó el vicario-, si os detiene la elección, que lo decida la suerte.

Y levantándose, fue a tomar del repertorio el primer cuaderno que le vino a la mano.

-¡Coincidencias! -exclamaron las niñas, riendo-. Ea, pues, hijas mías, a cantar las coincidencias.

Las jóvenes rieron de nuevo.

-Bueno, ¡os alegráis al fin!

-Señor, el cuaderno está en blanco -dijo la niña de la casa-. Su inscripción es el proyecto de una fantasía para dedicarla al profesor que me enseña el contrapunto.

-«¡Coincidencias!». Eso más bien que de cantos, tiene sabor de relatos -dijo una señora mayor.

-Y quien dijo relatos -añadió otra- quiso decir pláticas de viejos.

  —253→  

-Y quien dijo pláticas de viejos, quiso aludir a mis noventa inviernos -repuso con enfado cómico el vicario.

-Y para castigar la culpable susceptibilidad de ese ministro del Señor -replicó la matrona- simulando el énfasis de un fiscal -pido que se le aplique la ley al pie de la letra, y se le condene al relato de una coincidencia.

-Y para mostraros que los diez y ocho lustres no han podido quitarme la complaciente obediencia debida a tan amables jueces, referiré, una muy singular coincidencia que por mucho tiempo hizo vacilar mi espíritu entre lo casual y lo sobre natural.

A estas palabras, los bostezos cesaron como por encanto; y las jóvenes, perdiendo su timidez acercaron sus sillas y rodearon al anciano vicario.

-Era yo cura de S. y me había comprometido el de H. a predicar el sermón de su fiesta.

Sin embargo esta se acercaba y yo todavía no lo había escrito, subyugado por la pereza que se apodera del ánimo en la vida de los campos.

En fin, llegó la víspera, el cura de H. me envió a buscar, y hube de ir allí, sin haber puesto mano en mi obra, creyendo que la vista del lugar, del templo y los preparativos de la fiesta fueran un estímulo a mi negligencia.

  —254→  

Pero llegado a H. presentóseme otro obstáculo: las visitas.

Para superar este inconveniente, fui a encerrarme en una celda de la Compañía, edificio vasto y solitario, donde podía aislarme como en un desierto. ¡Vana esperanza! aun allí vinieron a sitiarme durante el día entero los oficiosos saludos.

Alarmado en fin por el escaso tiempo que me quedaba para hacer aquella composición, apenas llegó la noche, encerreme con llave y me puse a escribirla.

En el curso de mi obra, quise citar una frase que yo creía de Tertuliano, y no recordando el capítulo que la contenía, echeme a buscarla.

Sentía pesada la cabeza, y mi mano por momentos se paralizaba sobre las páginas del libro. Eran las doce de la noche.

-No busquéis vuestra cita en Tertuliano, se encuentra en el capitulo octavo de las Confesiones de San Agustín.

Al escuchar aquel apóstrofe, levanté la cabeza, sorprendido, y vi sentado delante de mí un clérigo.

Iba a preguntarle cómo había entrado, pues la puerta estaba con llave, cuando él, tendiendo hacia el fondo de la celda una mano demacrada y pálida me dijo:

-Yo duermo allí.

  —255→  

A estas palabras hice un movimiento de asombro que me despertó.

Era un sueño, pero la voz del clérigo sonaba todavía en mi oído: «No busquéis vuestra cita en Tertuliano; se encuentra en el capítulo octavo de las Confesiones de San Agustín».

Sin darme cuenta de lo que hacía cogí aquel libro y lo abrí en su capítulo octavo.

La frase que solicitaba, encontrábase allí.

Sorprendido por aquella extraña coincidencia, díjeme: sin embargo. El sueño da algunas veces grande lucidez; y mi recuerdo, avivado por su influencia ha venido bajo la figura fantástica del clérigo.

Y seguí mi trabajo sin pensar más en aquel incidente.

Al siguiente día, cuando, concluido mi sermón dirigíame a la iglesia, encontré en el claustro a un arquitecto que me dijo había sido enviado de Lima para dar otra forma a aquel edificio a fin de que sirviera al establecimiento de un colegio nacional.

Acabada la fiesta, y vuelto a casa del cura, fui con él a ver los primeros trabajos del arquitecto.

Al echar abajo la pared medianera entre la celda que yo ocupé y la siguiente, encontrose la pared doble; y en su estrecha separación, el cadáver de un jesuita.

  —256→  

¿No es verdad que mi fantástico sueño y la presencia de ese cadáver emparedado fueron una extraña coincidencia?

Sin embargo las jóvenes, aunque se preciaban de espíritus fuertes, estrecharon sus sillas mirando con terror las ondulaciones que el viento imprimía a las cortinas del salón.

-Pues que de coincidencias se trata -dijo el canónigo B.-, he aquí una no menos extraordinaria.




 
 
Fin de El emparedado
 
 


  —257→   Abajo

El fantasma de un rencor



Servía yo, hace ocho años, el curato de Lurin, y fui llamado para administrar los sacramentos a una joven que se moría de tisis. Trajéronla de Lima en la esperanza de curarla; pero aquella enfermedad inexorable seguía su fatal curso, y se la llevaba.

¡Un ángel de candor, bondad y resignación! Alejábase de la vida con ánimo sereno, deplorando únicamente el dolor de los que lloran en torno suyo.

Mas en aquella alma inmaculada había un punto negro: un resentimiento.

-Pero, hija mía, es necesario arrojar del corazón todo lo que pueda desagradar al Dios que va a recibiros en su seno: es preciso perdonar -la dije.

-Padre, lo he perdonado ya- respondió la moribunda-, es mi hermano y mi amor fraternal nunca se ha desmentido. ¡Mas, en nombre del cielo, no me impongáis su presencia, porque me daría la muerte!

  —258→  

-Ese mal efecto se llama rencor -la dije, con severidad- y yo, que recibo vuestra confesión, yo ministro de Dios, os ordeno en su nombre que llaméis a vuestro hermano y le deis el ósculo de perdón.

-Hágase la voluntad de Dios -murmuró la joven, inclinando su pálida frente. Y yo, haciendo montar a caballo a un hombre de la familia lo envié inmediatamente a Lima.

La enferma fue una brillante joya del gran mundo; codiciada por su belleza y sus virtudes. Mas, ella, que recibió siempre indiferente los homenajes de los numerosos pretendientes que aspiraban a su mano, fijose al fin, en un joven militar, valiente, buen mozo y estimable; pero que por desgracia se concitara la enemistad del hermano de su novia en una cuestión política. Nada hay tan acerbo como un odio de partido; y si el oficial sacrificó el suyo al cariño de la hermana de su enemigo, este prohibió a aquella recibir al militar, sublevó contra él a la familia, y rompió la unión deseada.

El joven oficial, desesperado, se suicidó; la pobre niña se moría, y el hermano entregado a profundos remordimientos, deploraba amargamente la fatal locura que lo arrastró a causar tantos desastres.

En tanto que mi enviado marchaba a Lima, la enferma entró en delirio.

-No vengas, Eduardo -decía con fatigoso acento-, quiero morir en paz; y tu   —259→   presencia, tu voz, la voz que condenó a Enrique, me impedirían perdonarte.

He ahí que viene -continuó, con terror-. ¡Asesino de Enrique, aléjate, huye, o te doy mi maldición!...

Esta exclamación fue acompañada de un grito que atrajo en torno del lecho a la familia

-¿Qué tienes Rosalía? ¿Rosalía qué sientes? -le preguntaban.

-¡Socorro! -exclamó la enferma- ¡socorro para Eduardo, cuyo caballo espantado de mi sudario acaba de arrojarlo a tierra donde yace sin sentido!

-¡Está delirando! -dijeron los suyos- ¡y no podrá recibir los sacramentos!

No de allí a mucho, mi enviado llegó solo.

-¿Y Eduardo?

-El caballo que montaba, espantado al atravesar un grupo de sauces a la entrada de las primeras huertas del pueblo, se ha encabritado arrojándolo contra una tapia. Lo ha dejado sin sentido, y vengo en busca de auxilio para volverlo en sí y traerlo.

Trajeron en efecto a Eduardo, repuesto ya de su caída.

A su vista el delirio se desvaneció en la mente de la enferma, que reconociendo a su hermano, le tendió los brazos, y los restos de su resentimiento se fundieron entre las lágrimas y los besos fraternales. Recostada   —260→   en el pecho de su hermano recibió los sacramentos y en sus brazos exhaló el último suspiro.

Las jóvenes lloraban escuchando el triste relato del canónigo.

-¡Válgame Dios! -exclamó una señora- y qué fuerte olor de sacristía han esparcido en nuestro ánimo estas historias de clérigos. Será preciso para neutralizar el incienso, saturarlo con esencia de rosas. Y pues que de coincidencias se trata allá va una de tantas.

-Hable el siglo -repuso el vicario con un guiño picaresco.




 
 
Fin de El fantasma de un rencor
 
 


  —261→   Abajo

Una visita infernal



Mi hermana a la edad de diez y ocho años hallábase en su noche de boda. Sola en su retrete, cambiaba el blanco cendal y la corona de azahar con el velo azul de un lindo sombrerito de paja para marcharse con su novio en el coche que esperaba en la puerta a pasar su luna de miel en las poéticas soledades de una huerta.

Lista ya, sentose, llena el alma de gratas ilusiones, esperando a que su marido pudiera arrancarse del cúmulo de abrumadoras felicitaciones para venir a reunirse con ella y partir.

Una trasparente bujía color de rosa alumbraba el retrete colocada en una palmatoria de plata sobre la mesa del centro, donde la novia apoyaba su brazo.

Todo era silencio en torno suyo, y solo se escuchaban a lo lejos, y medio apagados, los rumores de la fiesta.

De súbito óyense pasos en el dormitorio. La novia   —262→   cree que es su esposo, y se levanta sonriendo para salir a su encuentro; pero al llegar a la puerta se detiene y exhala un grito.

En el umbral, apareció un hombre alto, moreno, cejijunto vestido de negro, y los ojos brillantes de siniestro resplandor, que avanzando hacia ella la arrebató en sus brazos.

En el mismo instante la luz de la bujía comenzó a debilitarse, y se apagó a tiempo que la voz del novio llamaba a su amada.

Cuando esta volvió en sí, encontrose apoyada la cabeza en el pecho de su marido sentada en los cojines del coche que rodaba en dirección del Cercado.

-¡Fue el demonio! -murmuró la desposada; y refirió a su marido aquella extraña aventura. Él rió y lo achacó a broma de su misma novia.

Y pasaron años, y mi hermana se envejeció.

Un día veinticuatro de agosto, atravesando la plaza de San Francisco, mi hermana se cruzó con un hombre cuya vista la hizo estremecer. Era el mismo que se le apareció en el retrete el día de su boda.

El desconocido siguió su camino, y mi hermana, dirigiéndose al primero que encontró le dijo con afán:

-Dispénseme el señor: ¿quién es aquel hombre?

El interpelado respondió palideciendo.

-Es el demonio. Él me arrancó de mi pacífica morada para llevarme   —263→   a palacio y hacerme a la fuerza presidente. He aquí los ministros que vienen a buscarme.

Eran los empleados del hospital que venían en pos suyo.

El hombre, a quien mi hermana interrogaba, era un loco.




 
 
Fin de Una visita infernal
 
 


  —264→     —265→   Abajo

Yerbas y alfileres



-Doctor ¿cree usted en maleficios? -dije un día a mi antiguo amigo el esclarecido profesor Passaman. Gustábame preguntarle, porque de sus respuestas surgía siempre una enseñanza, o un relato interesante.

-¿Que si creo en maleficios? -respondió-. En los de origen diabólico, no: en los de un orden natural, sí.

-Y sin que el diablo tenga en ellos parte, ¿no podrían ser la obra de un poder sobrenatural?

-La naturaleza es un destello del poder divino; y como tal, encierra en su seno misterios que confunden la ignorancia del hombre, cuyo orgullo lo lleva a buscar soluciones en quiméricos desvaríos.

-¿Y qué habría usted dicho si viera, como yo, a una mujer, después de tres meses de postración en el lecho de un hospital, escupir arañas y huesos de sapo?

-Digo que los tenía ocultos en la boca.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¿Y aquellos a quienes martirizan en su imagen?

  —266→  

-¡Pamplinas! Ese martirio es una de tantas enfermedades que afligen a la humanidad, casualmente contemporánea de alguna enemistad, de algún odio; y he ahí que la superstición la achaca a su siniestra influencia.

He sido testigo y actor en una historia que es necesario referirte para desvanecer en ti esas absurdas creencias... Pero, ¡bah! tú las amas, son la golosina de tu espíritu, y te obstinas en conservarlas. Es inútil.

¡Oh! ¡no, querido doctor, refiera usted, por Dios, esa historia! ¿Quién sabe? ¡Tal vez me convierta!

-No lo creo -dijo él, y continuó.

Hallábame hace años, en la Paz, esa rica y populosa ciudad que conoces.

Habíame precedido allí, más que la fama de médico, la de magnetizador.

Multitud de pueblo vagaba noche y día en torno a mi morada. Todos anhelaban contemplar, sino probar los efectos de ese poder misterioso, del que solo habían oído hablar, y que preocupábalos ánimos con un sentimiento, mezcla de curiosidad y terror.

Entre el número infinito de personas que a toda hora solicitaban verme, presentose una joven cuyo vestido anunciaba la riqueza; pero su rostro, aunque bello, estaba pálido y revelaba la profunda tristeza de un largo padecer.

  —267→  

-No vengo a consultar al médico -dijo, sonriendo con amargo desaliento-. ¡Ah! de la ciencia nada espero ya: vengo a preguntar a ese numen misterioso que os sirve la causa de un mal que consume a un ser idolatrado; extraña dolencia que ha resistido a los recursos del arte, a los votos, a las plegarias; vengo a demandarle un remedio, aunque sea a costa de mi sangre o de mi vida.

Dicen que para valeros de él lo encarnáis en un cerebro humano. Alojadlo en el mío: que vea con mi pensamiento; que hable por mi labio, y derrame la luz en el misterioso arcano que llena de dolor mi existencia, y ¡ah!...

Su voz se extinguió en un suspiro.

En tanto que hablaba, habíala yo magnetizado.

Unos pocos pases bastaron para mostrarme la lucidez extraordinaria que residía en aquella joven.

-¿Me escucháis, hermosa niña? -díjela empleando ese adjetivo de poderoso reclamo para toda mujer; porque al someterla a la acción magnética había olvidado un preliminar: preguntarla su nombre.

-¡Hermosa! -exclamó; y una sonrisa triste se dibujó en sus labios- ¡ah! ya no lo soy. El dolor ha destruido mi belleza y solo ha dejado en mí una sombra.

-¿Habéis sufrido mucho?

-¡Oh! ¡mucho!

  —268→  

Y una lágrima brotó de sus párpados cerrados y surcó su pálida mejilla.

-Pues bien, contadme vuestras penas. ¿Echáis de menos una dicha perdida? ¿Erais, pues, muy feliz?

-¡Ah! ¡y tanto! Santiago me amaba; iba a ser mi esposo; el sol del siguiente día debía vernos unidos, pero aquella noche fatal, la terrible enfermedad asaltó en su lecho a aquel que en él se acostara joven, bello, fuerte y lozano; y agarrotó sus miembros y lo dejó inmóvil, presa el cuerpo de horribles dolores que hacen de su vida un infierno. El año ha hecho dos veces su camino, sin traer ni una tregua a su dolencia. Toda esperanza se ha desvanecido ya en el alma de Santiago; y cuando me ve prosternada orando por su vuelta a la salud.

-Laura -me dice-, ¡pide mi muerte!

-Laura -díjela, interrumpiendo aquella larga exposición hecha con voz lenta y oprimida-, no más respecto al presente: retroceded al pasado, a ese último día de bonanza, volved a él la mirada... ¿qué veis?

-¡Mi felicidad!

-¿Y en torno a Santiago?

-¡Nada más que mi amor!

-¿Nada más? ¿Mirad bien?...

De súbito la sonámbula se estremeció, y su mano   —269→   tembló entre las mías; sus labios se crisparon y exclamó con voz ronca:

-¡Lorenza!

Pronunciado este nombre, apoderose de ella una tan terrible convulsión, que me vi forzado a despertarla.

Nada tan pasmoso como la transición del sueño magnético a la vigilia. Los bellos y tristes ojos de la joven me sonrieron con dulzura.

-Perdonad, doctor -dijo como avergonzada-, creo que me he distraído. Desde que el dolor me abruma, estoy sujeta a frecuentes abstracciones. Os decía, hace un momento...

La interrumpí para anunciarle que sabía cuanto ella venía a confiarme, y le referí el caso de su novio, cual ella acababa de narrarlo.

Llenose de asombro, y me miró con una admiración mezclada de terror.

-¡Oh! -exclamó, pues que penetráis en lo desconocido, debéis saber la naturaleza del mal que aqueja al desventurado Santiago y lo lleva al sepulcro. ¡Salvadlo, doctor salvadlo! Él y yo somos ricos y os daremos nuestro oro y nuestra eterna gratitud.

Y la joven lloraba.

Logré tranquilizarla y la ofrecí restituir la salud a su novio.

Esta promesa cambió en gozo su dolor; y con el   —270→   confiado abandono de la juventud, entregose a la esperanza.

Aventuré, entonces, el nombre de Lorenza.

Laura hizo un ademán de sorpresa.

-Pues que ese don maravilloso os hace verlo todo, no es necesario deciros que Lorenza es la amiga según mi corazón. ¡Ah! sin sus consuelos, sin la parte inmensa que toma en mis penas, tiempo ha que estas me habrían muerto.

El contraste que estas palabras de Laura formaban con el acento siniestro de su voz, al pronunciar, poco antes, el nombre de Lorenza, hiciéronme entrever un misterio que me propuse aclarar.

Laura se despidió, y una hora después fui llamado por la familia de su novio.

Entré en una casa de aspecto aristocrático y encontré a un bello joven pálido y demacrado, tendido en un lecho; y como lo había dicho Laura, agarrotados todos sus miembros por una horrible parálisis que lo tenía postrado, hacía dos años, sin que ninguno de los sistemas de curación adoptados por los diferentes facultativos que lo habían asistido pudiera aliviarlo.

Yo, como ellos, seguí el mío; pero en vano: aquella enfermedad resistía a todos los esfuerzos de la ciencia, y parecía burlarse de mi con síntomas disparatados, que cambiaban cada día mi diagnóstico.

Picado en lo vivo, consagreme con obstinación a   —271→   esa asistencia, segundado por Laura y su amiga Lorenza.

En cuanto a esta, no tardé en leer en su alma: amaba a Santiago.

Laura había penetrado ese misterio a la luz del sueño magnético.

He ahí por qué pronunciara con indignación el nombre de Lorenza.

Los días pasaron, y pasaron los meses; y el estado del enfermo era el mismo. Compadecido de su horrible sufrimiento no me separaba de su lado ni en la noche, alternando con sus bellas enfermeras en el cuidado de velarlo. Mi presencia parecía reanimarlo; y este era el único alivio que su médico podía darle.

Un día que hablaba con el doctor Boso, celebre botánico, exponíale el extraño carácter de aquella enfermedad que ni avanzaba ni retrocedía; persistente, inmóvil, horrible.

-Voy a darte un remedio que la vencerá -me dijo-. Es una yerba que he descubierto en las montañas de Apolobamba, y con la que he curado una parálisis de veinte años.

Aplícala a tu enfermo; dale a beber su jugo, y frota con ella su cuerpo.

Es un simple maravilloso confeccionado en el   —272→   laboratorio del gran químico que ha hecho el Universo.

Separose de mí y un momento después me envió un paquete de plantas frescamente arrancadas de su herbario.

Preparelas según las prescripciones de mi amigo, y esperé para su aplicación las primeras horas de la mañana.

Aquella noche, teniendo para mis compañeras de velada la fatiga de largos insomnios, roguelas que se retirasen a reposar algunas horas, y me quedé solo con el enfermo.

Como todas las dolencias, la suya lo atormentaba mucho desde que el sol desaparecía.

Para aliviarlo en aquello que fuera posible, cambiábale la posición del cuerpo, estiraba los cobertores, alisaba las sábanas.

Al mullir su almohada, sentí entre la pluma un objeto resistente. Rompí la funda y lo extraje. Era una figura extraña, un muñeco de tela envuelto en un retazo de tafetán encarnado.

No pudiendo verlo bien a causa de la oscuridad del cuarto, alumbrado solo por una lámpara, guardelo en el bolsillo y no pensé en él.

A la mañana siguiente hice beber a mi enfermo el jugo de la yerba, dile la frotación y dejándolo al cuidado de Laura y su amiga, fui a pasar el día con   —273→   mi esposa, que se hallaba veraneando en el lindo pueblecito del Obraje.

Mientras hablaba con ella y varios amigos, buscando mi pañuelo, encontré el muñeco.

Mi mujer se apoderó de él y se dio a inspeccionarlo.

De repente hizo una exclamación de sorpresa.

El muñeco estaba clavado con alfileres desde el cuello hasta la punta de los pies.

Como tú, la señora Passaman es supersticiosa y se arrojó a la región de lo fantástico.

Por no aumentar sus divagaciones, me abstuve de decir dónde había encontrado el muñeco. Pero ella decidió que aquel a cuya intención había sido hecho, estaría sufriendo horriblemente.

Aquellas palabras me impresionaron; y sin quererlo pensé en mi pobre enfermo; y cosa extraña, contemplando aquella figura creí hallarle semejanza con Santiago.

Mi esposa, apiadada del original de aquella efigie, propúsose librar a esta de sus alfileres; pero el óxido los había adherido a la tela de que estaba hecho y vestido el muñeco; y solo valiéndose de una pinza de mi estuche pudo conseguirlo.

Luego que lo hubo desembarazado de su tortura, envolviolo piadosamente en un pañuelo de batista y lo guardó en el fondo de su cofre.

  —274→  

Cuando al anochecer regresé a la ciudad y entré en mi casa, encontré escrito veinte veces en la pizarra un llamamiento urgente de casa de Santiago.

Corrí allá y una gran desolación

Laura de rodillas y abnegada en lágrimas, tenía entre sus manos la mano yerta de Santiago, que inmóvil, desencajado el semblante y cerrados los ojos, parecía un cadáver.

Lorenza en pie, pálida y secos los ojos, fijaba en Santiago una mirada extraña.

-¡Ah! ¡doctor! ¡vuestro remedio lo ha muerto! -exclamó Laura-. Dolores espantosos, acompañados de horribles convulsiones, han precedido su agonía; y helo ahí que está expirando.

Sin responderla, acerqueme al enfermo; examiné su pulso, y encontré en aquel aniquilamiento un sueño natural.

Senteme a la cabecera de la cama; pedí el jugo de la yerba, y entreabriendo los labios al enfermo, hícele pasar de hora en hora algunas gotas, durante toda la noche.

Al amanecer, después de un sueño de doce horas, Santiago abrió los ojos, y, con pasmo de Laura, tendionos a ella y a mí sus manos, que habían adquirido movimiento.

Pocos días después dejaba el lecho, y un año más tarde era el esposo de Laura.

  —275→  

-¿Tú lo has conocido ya sano?

-Sí.

-¿Y qué dices de eso?

-Yo creo en los alfileres de Lorenza.

-Yo creo en la yerba del doctor Boso.




 
 
Fin de Yerbas y alfileres
 
 


  —276→     —277→   Abajo

Veladas de la infancia




ArribaAbajo Caer de las nubes

Al niño Washington Carranza

Mamá Teresa no era el solo cronista de las nocturnas reuniones a la luz de la luna, bajo los algarrobos del patio.

La vieja nodriza tenía días de sombría tristeza, dolorosos aniversarios que le recordaban la muerte de sus padres, de su marido, de sus hijos.

-Don Gerónimo -decía entonces a un contemporáneo suyo, antiguo, capataz de mulas-, cuente usted un caso a estos niños que yo tengo hoy el alma dolorida y quebrantado el corazón.

-Y cerrando los ojos, inclinada la cabeza y el rosario entre las manos, hundíase en silenciosa plegaria.

Don Gerónimo Banda, tan bueno para una trova como para una conseja, sentábase en medio al   —278→   turbulento círculo y nos refería las escenas de su vida nómada, historias portentosas que escuchábamos maravillados tendido el cuello, conteniendo el aliento, y la vista fija en la masa de blancas barbas que ocultaba la boca del narrador.

Hoy era la persecución de un bandido que amparándose de las selvas, emprendía una fuga aérea sobre las copas de los árboles; mañana el terrible encuentro de un tigre, y las peripecias de la formidable lucha en que las garras de la fiera le destrozaban las espaldas, en tanto que él, puñal en mano, y el brazo hundido en las horribles fauces, rompíale las entrañas y la arrojaba sin vida a sus pies.

Otras veces, era la vertiginosa carrera sobre las alas de un avestruz, al través del espacio inmensurable de la pampa, huyendo ante las hordas salvajes, que en numerosa falange perseguían al extraño jinete sobre sus veloces corceles, como una cacería fantástica. Otras aun, descrita con gráfica expresión, la disparada de diez mil mulas, espantadas por la aparición de un alma en pena en las hondas gargantas de los Andes.

-Don Gerónimo -díjole, en cierta ocasión un niño- ¿hasta cuándo nos pasea usted por los campos? Llévenos, por su vida, a las ciudades; que es fatigoso asaz andar de ceca en meca por montes y llanuras.

-¿Sí?... Pues caballeritos, voy a conduciros a la   —279→   ciudad más bella que pudo soñar la fantasía. Cíñela el verdor de una eterna primavera; y los árboles de sus jardines maduran y abren a un tiempo mismo sus flores y sus frutos. Ángeles como los que visitan a los escogidos en las visiones místicas cruzan sus calles, ora revistiendo altos cendales, la undosa cabellera sembrada de estrellas; ora, velado el divino semblante y derramando solo, el fulgor de su mirada.

La vida es allí suave y perfumada como un lecho de rosas; y de ilusión en ilusión, deslízase cual un delicioso ensueño.

Esa ciudad es Lima...

A este nombre, un trueno de aplausos interrumpió al orador.

-¡Lima! ¡Lima! ¡el país que he jurado habitar!

-¡Y yo!

-¡Y yo!

-¡Y yo también!

-Yo tendré allí un palacio, y dar suntuosas fiestas.

-Yo, un vergel; un vergel sombroso y embalsamado, donde los naranjos derramarán sobre mí una lluvia de azahares, en tanto que mi mano coseche sus dorados frutos.

Todos esos votos se cumplieron pero ¡ay, el palacio y el vergel, quedáronse en los rientes mirajes de la imaginación infantil!

  —280→  

-¡Ah! ¡don Gerónimo! ¿cómo, una vez en ella, pudo usted abandonar aquella mansión encantadora?

-Porque la patria, niño mío, es un imán irresistible -reclamo que nos atrae y nos llama con todas las voces de la creación.

-¿Y?...

¿Y? Hallábase usted en Lima, extasiado por supuesto, y sin pensar en otra cosa que en los goces infinitos de aquella encantada ciudad.

-Hallábase, en efecto, morando en ese trozo de cielo caído entre los montes y el mar.

Como lo has dicho, Rafael, absorbíame el placer de contemplar sus anchurosas calles, sus misteriosos balcones, y su perpetuo aire de fiesta. Nunca los días me parecieron tan cortos, ni las noches tan deliciosas, como en aquel bendito tiempo en que contando apenas veinte años, provisto el bolsillo de lucientes onzas de oro, y la mente de doradas ilusiones, habité en aquel emporio del fausto y de la belleza. Banquetes, saraos, partidas de campo, serenatas: aquello era una serie interminable de placeres, que mi posición humilde, como capataz de mulas no me impedía gozar; porque estaba ventajosamente compensada con un don que me diera el cielo: era yo todo un gentil y bello joven.

Guiños y risas solapadas. Parecíanos imposible que don Gerónimo hubiera sido nunca ni joven ni   —281→   bello. En cuanto a lo de gentil, se lo concedíanos, en el sentido de pagano.

-Una noche -continuó él, tras de un suspiro enviado a esas lejanas memorias- después de una corrida de toros en que yo y otros jóvenes aficionados sacamos airosas suertes, cansado y soñoliento entré en mi cuarto, y me arrojé vestido sobre la cama.

Dormía profundamente, cuando me despertaron fuertes golpes dados a la puerta, y la voz de un amigo que me llamaba.

-¡Cómo! -exclamó al verme acostado- ¿duermes, en tanto Paquita estará electrizando a medio mundo con las hechiceras piruetas de su bolero? ¡Al teatro! al teatro, y breve. ¿Había yo de consentir que faltara un solo aplauso a la perla de Andalucía?

Y me arrastró en pos suyo a la comedia.

No me pesó a fe, porque aquello estaba magnífico, Paquita, la bailarina favorita de Lima, extasiaba a la concurrencia numerosa que la contemplaba, pasando simultáneamente del arrobamiento al entusiasmo. Todo lo más escogido de la corte del virrey en señoras y caballeros estaba reunido allí, y aplaudía a la bella criatura que se deslizaba aérea en las graciosas ondulaciones de una danza original.

De repente, y en medio a los aplausos la tierra se estremeció con un sacudimiento rudo, que derribó los   —282→   bastidores, rompió el lustro apagó las lámparas, y dejó la sala en completa oscuridad.

Un clamor inmenso resonó entre las tinieblas, y la multitud apiñada contra la estrecha puerta, en los esfuerzos de una fuga desesperada formaba una masa compacta de cuyo centro elevábanse gritos penetrantes, ayes ahogados, gemidos de agonía.

Envuelto en aquella trombra viviente, y temiendo la asfixia producida por una densa polvareda que sofocaba mi aliento, hice de manos y codos un uso enérgico, y logré abrirme paso al través de aquel muro viviente, que me expelió con la fuerza de un ariete hasta el centro del patio.

Con asombro mío, noté entonces que no estaba solo.

Pálida y desmayada, una hermosa mujer yacía en mis brazos.

Conmovido del estado en que la veía, llevela en ellos por entre los grupos de fugitivos en busca de auxilios para volverla a la vida.

De repente, un negro vestido de rica librea saltó del estribo de un carruaje, y acercándose a mí...

-Señor -me dijo-, esta señora es la excelentísima condesa de Valde Rosas mi ama.

He aquí su carruaje caballero; ayudadme a colocarla en él, para llevarla a su casa.

Pero la bella dama estaba sin sentido, y yo no   —283→   debía abandonarla en manos de un esclavo. Entré, pues, con ella en el coche y procuré reanimarla, haciéndole aire con el riquísimo abanico que pendía, por medio de una cadena, del cerco de brillantes que rodeaba su torneado puño.

La condesa volvió en sí, abrió los ojos, y miró con asombro en torno suyo.

Y reparando en mí, «¿quién sois?», me dijo en tanto que, recelosa, apartábase de mi lado.

-El más feliz de los hombres, señora, por haberme sido dado prestaros mi auxilio...

-Cuando el terror me derribó medio muerta entre aquella multitud. ¡Oh! mi Salvador -exclamó la bella condesa, tendiéndome una manita cubierta de brillantes-, decidme vuestro nombre para que lo bendiga.

Díjeselo; y cuando llegamos ante una suntuosa casa donde el coche se detuvo, éramos, no ya dos amigos, sino dos cariñosos hermanos.

-Chico -díjome aquella encantadora, tornándose de pronto, la más salada limeña que vistió saya y manto-, chico mío, voy a presentarte a mis amigos, que reunidos aquí, me esperan para comer conmigo. ¡Cuánta envidia vas a darles cuando sepan que me salvaste la vida en aquel barullo infernal!... Mas, permite que antes me despoje de estas joyas, y cambie este pesado tisú con un vestido de gasa.

  —284→  

Y así diciendo, dejaba sobre una aljofaina de oro un tesoro de brillantes y de valiosas perlas: enseguida, haciéndome un saludo gracioso, corrió a la cámara vecina y cerró tras sí la puerta.

Quedeme solo meditando en mi aventura; bendiciendo el terrible incidente que me proporcionó el encuentro con aquella amable criatura que en tan cortos momentos de plática habíame concedido la preciosa intimidad de su trato, y la promesa de esa triunfante presentación, que debía concitar la envidia de sus amigos, es decir, de los jóvenes más nobles y elegantes de la nobleza limeña. Mecido por estas lisonjeras reflexiones, olvidaba el tiempo cuyas horas marcaba inútilmente a mi oído un reloj colocado delante de mí en una columna de alabastro.

De súbito, un rumor no lejano de voces y risas vino a romper aquel encanto.

En ese momento el reloj dio las dos de la mañana.

-¡Cómo! -exclamé- ¿habríame olvidado la condesa?

Una nueva explosión, mezcla confusa de risas y choque de vasos, vino a responder a este pensamiento.

Alceme lleno de enojo; y descorriendo las cortinas de terciopelo carmesí que ocultaban una ancha ventana, vi que esta se abría a seis pies de elevación, sobre un extenso jardín, en cuyo fondo divisábase una galería iluminada, cubierta de enredaderas, de donde venía la gozosa algazara.

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Arrebatado de rabia, rompí de un puñetazo el vidrio que cerraba la ventana, y pasé del retrete a las ramas de un coposo chirimoyo, cuya cima elevándose sobre los árboles del jardín mostrome la galería alumbrada por un lustro cargado de rosadas bujías; y por entre los festones de madreselva en flor, una mesa primorosamente servida, y a la condesa, que, en medio a un cortejo de jóvenes acicalados, hacía los honores de la cena.

Las voces que en el retrete escuchaba confusas, llegábanme allí claras y distintas.

-¡Señores! -decía la condesa, tendiendo, para imponer silencio, una manita nacarada que salía como un lirio de entre las blondas de su blanco peinador-, preparad un entusiasta aplauso a esta idea original.

-¡La idea!

-¡La idea!

-Hela aquí: vuelvo cerca de mi inocente corderillo; condúzcolo cerca de vosotros, que por supuesto, le haréis una magnífica acogida. Llenamos los vasos; añado al de mi pastor unas gotas de láudano; quédase dormido; cargáis con él en mi coche y lo conducís al más lejano muladar; lo acostáis sobre algún montón de ceniza; estampáis en su frente con brea y carbón algún garabato que pueda tomarse por la garra del diablo, y lo dejáis dormir tranquilamente su narcótico.

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(Estrepitosos aplausos). Y la pérfida, mezclando a ellos su argentada risa, continuó:

-¡Ah! ¡que no me sea dado contemplar su desolada facha cuando se despierte y encuentre en lugar de los primorosos comensales media docena de gallinazos!

-¿Sí? -dije enviándole una mirada de basilisco- ¡pues ahora lo veredes, bella condesa! ¡Ah! ¿queréis hacerme la befa de esos remilgados? pues yo haré que seáis vos de quien se burlen. Pensáis haber embobado a un necio: ¡yo haré que os crean el juguete de un ladrón! ¡Vamos a ver quién de los dos ríe mejor! Y entrando de nuevo al retrete cogí el montón de joyas que llenaba la aljofaina, desliceme al través de los desiertos salones, crucé el patio y gané la calle.

Alejándome a largos pasos, aplaudíame de haber vuelto chasco por chasco... y reía... no obstante que, no sé si de cólera o de dolor tenía las mejillas mojadas de lágrimas; y creyendo estrujar entre mis manos con indignación las joyas que poco antes adornaran el pecho de aquella traidora, estrechábalas contra mis labios en un paroxismo de rabia o de fervorosa unción... ¡Creo que echaba de menos el fraternal afecto prometido por la ingrata!

-¡Oh! ¡qué hombre tan sinvergüenza! -exclamó mamá Teresa; interrumpiendo su plegaria-. ¿No tenía usted bastante con la broma que le preparaba   —287→   a aquella desalmada? ¡Echar de menos sus mentirosas promesas! ¡besar como un sagrado escapulario los perendengues de la muy descocada!... ¡y venir todavía a contarlo!... ¡ojalá que lo hubieran llevado al muladar, y mucho peor!

-¡Paciencia! mi buena amiga, que usted va a ver como pagué aquel pecado, cuando sepa que mientras huía embebecido en aquellas profanas adoraciones, vime de súbito cercado por una ronda que dio conmigo en chirona.

Sorprendido en altas horas de la noche con un tesoro de joyas en la mano, declaróseme culpable; calificáronme de ladrón, y me condenaron a la pena de doscientos azotes aplicados en las espaldas desnudas, por la mano del verdugo, en los cuatro ángulos de la plaza, montado al revés en vergonzosa cabalgadura.

No hubo remedio, ni apelación posible; y fuerza me fue resignarme a sufrir aquella dura sentencia.

Llegado el día fatal, una cohorte de esbirros apareció en la puerta de mi calabozo, presidida por un hombre vestido de rojo, macilento siniestro, que adelantándose con solemne ademán cogió mis manos y las ató a la espalda con fuertes ligaduras. Dos sayones se apoderaron de mí, y me colocaron sobre el burro aparejado que me esperaba en el patio   —288→   de la cárcel, donde se hallaba reunida una gran muchedumbre para gozar de mi suplicio.

El lúgubre cortejo púsose en marcha, entre burlas y silbidos, que se aumentaban a medida que avanzábamos en las calles obstruidas de gente como en un día de procesión.

En uno de los balcones del tránsito, llenos de bellas curiosas, radiante de galas y hermosura divisé a la condesa rodeada de sus almibarados caballeros. La cruel me saludó con el pañuelo, enviándome una burlona sonrisa.

-¡Bravo! -exclamó mamá Teresa-, ¡cosa mejor no podía hacer la indigna!

-Y el cortejo seguía, y yo temblaba de horror; y abriendo los ojos que cerrara por no ver a la condesa, encontreme, delante la plaza, y no lejos el terrible ángulo donde había de comenzar mi castigo. Y el pueblo se impacientaba; y los sayones, comprendiendo aquella impaciencia, azuzaron al jumento que echó a correr; ¡y como corriera con violencia dio un terrible tropezón que lo echó de bruces y me despertó!

La nodriza púsose furiosa, viendo burlada su decantada penetración; y nosotros, defraudados en la espera del terrible desenlace, no pudiendo arañar a don Gerónimo nos echamos a llorar.


 
 
Fin de Caer de las nubes